Wen Chao vigilaba de cerca a sus sirvientes a través de las cortinas de la litera, mientras avanzaban trabajosamente bajo su peso. Con tres hombres por cada mango de madera, el esfuerzo debería ser el justo para mantenerles calientes, pero cuando echó una ojeada fuera del toldo de seda, se dio cuenta de que a más de uno se le estaba tiñendo de azul el contorno de los labios. No se había movido antes de que la nieve invernal empezara a fundirse, pero seguía habiendo hielo que crujía bajo sus pies y el viento era cruel. Sospechó que perdería otro esclavo antes de alcanzar el campamento mongol, si no dos. Se ciñó las pieles y se preguntó irritado si llegarían a encontrarlo.
Durante un tiempo se entretuvo maldiciendo a Togrul, el khan de los keraítas, que había afirmado que sabía dónde pasaba el invierno la banda de asaltantes. Con un poco más de calor e imaginación, practicó insultos aún más complicados para los miembros de la corte Jin de Kaifeng.
Supo que le habían ganado la mano desde el momento en que vio las expresiones de los eunucos. Eran tan cotillas como mujeres viejas, y pasaban pocas cosas en la corte de las que no se enteraran. Wen recordaba el ácido deleite del pequeño Zhang, el primero de ellos, cuando lo había llevado a presencia del primer ministro.
Wen frunció los labios, irritado al recordarlo. Se enorgullecía de su experiencia en los juegos de poder, pero se habían burlado de él. Se había quedado dormido junto a una mujer del mejor burdel de Kaifeng y se había perdido una importante reunión. Suspiró al pensar en la habilidad de la desconocida, recordando cada roce desvergonzado y aquella cosa extraña que había intentado hacer con una flecha. Esperaba que sus servicios les hubieran costado caros a sus enemigos, al menos. Cuando lo convocaron mientras todavía estaba en su cama en medio de la noche, supo de inmediato que pagaría por su placer. Diez años de inteligencia habían sido desperdiciados por una noche alcohólica de poesía y amor. Y tampoco había sido buena poesía, reflexionó. El ministro había anunciado una misión diplomática con las tribus bárbaras como si se tratara de un gran honor y, por supuesto, Wen se había visto obligado a sonreír y tocar el suelo con la frente, como si aquella misión hubiera satisfecho sus más íntimos deseos.
Dos años más tarde, seguía esperando que lo volvieran a llamar. Al estar lejos de las maquinaciones y los juegos de la corte Jín, sin duda había sido olvidado. Dirigió copias de sus informes a sus amigos de confianza con instrucciones de que los enviaran a otras personas, pero lo más probable es que nunca se leyeran. No era una tarea demasiado difícil hacer que se perdieran en manos de los miles de escribas que atendían la corte del Reino del Medio, al menos no para alguien tan taimado como Zhang.
Aunque Wen se negaba a dejarse llevar por la desesperación, existía la posibilidad de que terminara sus días entre las feas tribus mongolas, congelado hasta la muerte o envenenado por su eterno cordero rancio y su leche agria. Era demasiado para un hombre de su posición y de edad tan avanzada. Llevaba consigo apenas una docena de sirvientes, además de sus guardias y porteadores, pero el invierno había sido excesivo para los más débiles, devolviéndolos a la rueda de la vida para su próxima reencarnación. Recordar el modo en que su escriba personal había cogido unas fiebres y había muerto seguía poniéndolo furioso. El hombre se había sentado en la nieve y se había negado a continuar. Uno de los guardias le había dado una patada, siguiendo instrucciones de Wen, pero el hombrecito murió mostrando un placer malicioso al hacerlo.
Wen deseó fervientemente que se reencarnara en un limpiador de suelos, o en un caballo al que le dieran palizas con regularidad y entusiasmo. Ahora que el hombre se había ido, Wen sólo podía arrepentirse de no haberle pegado más él mismo. Nunca había tiempo suficiente, ni para el amo más concienzudo.
Oyó el rítmico golpear de los cascos y se planteó abrir de un tirón la cortina que protegía su litera del viento, pero se lo pensó mejor. No había ninguna duda de que serían los guardias avisando de que no pasaba absolutamente nada, como habían hecho los anteriores doce días. Cuando los oyó gritar, su viejo corazón se sintió aliviado, aunque mostrarlo no era digno de él. ¿No era él el quinto primo de la segunda esposa del emperador? Lo era. En vez de eso, alargó la mano hacia uno de los papeles y leyó las filosóficas palabras, encontrando la calma en sus simples pensamientos. Nunca se había sentido cómodo con el elevado tono moral del Confucio, pero su discípulo Xun Zi era un hombre con quien a Wen le habría gustado compartir un trago. Era a sus palabras a las que recurría con más frecuencia cuando su ánimo estaba bajo.
Wen hizo caso omiso de la excitada cháchara de sus guardias, mientras decidían quién debería perturbarle en su solitario esplendor. Xun Zi creía que el camino hacia la excelencia era el camino hacia la ilustración, y Wen estaba considerando un delicioso paralelo con su propia vida. Estaba buscando sus herramientas para escribir cuando dejaron la litera en el suelo y oyó el sonido de una garganta que carraspeaba nerviosa junto a su oído. Suspiró. El viaje había sido aburrido, pero la idea de mezclarse una vez más con los sucios miembros de las tribus lo llevaría al límite de su paciencia. Todo eso por una sola noche de disipación, se dijo, mientras echaba a un lado la cortina y se quedaba mirando fijamente la cara de su guardia de mayor confianza.
—Bueno, Yuan, parece que nos hemos detenido —dijo, dando unos ligeros golpecitos con sus largas uñas en el pergamino que sostenía para mostrar su descontento.
Yuan estaba acuclillado junto a la litera y se tumbó cuan largo era en cuanto Wen habló, apoyando la frente en el suelo helado. Wen suspiró de forma audible.
—Puedes hablar, Yuan. Si no lo haces, estaremos aquí todo el día.
En la distancia oyó el sonido quejumbroso de los cuernos en el viento. Yuan se volvió a mirar hacia la dirección de donde había llegado cabalgando.
—Los hemos encontrado, amo. Están de camino.
Wen asintió.
—Eres el primero de mis guardias, Yuan. Cuando hayan acabado de bravuconear y aullar, házmelo saber.
Dejó caer la tela de seda en su lugar y comenzó a atar los pergaminos con sus cintas escarlata. Oyó el ruido de caballos acercándose y sintió que el cosquilleo de la curiosidad se volvía insoportable. Suspirando ante su propia debilidad, Wen abrió el agujero que había en el borde de madera de la litera para espiar y miró a través de él. Sólo Yuan sabía que estaba allí; él no diría nada. A los esclavos les parecería que su amo despreciaba el peligro. Era importante presentar una imagen adecuada a los esclavos, pensó, preguntándose si era el momento de añadir una nota a sus propios pensamientos filosóficos. Se prometió que haría coser y enviar a publicar su obra. Era especialmente crítica con el papel de los eunucos en la corte de Kaifeng. Mientras entrecerraba los ojos para mirar a través del agujerito, se dijo que sería mejor publicarla de forma anónima.
Temujin cabalgaba flanqueado por Arslan y Jelme. Diez de sus mejores hombres iban con ellos, mientras que Khasar y Kachiun habían repartido grupos más reducidos alrededor del campamento para hacer frente a un posible segundo ataque.
Desde el primer momento, Temujin supo que había algo que no cuadraba en la pequeña escena. Se preguntaba por qué tantos hombres armados para custodiar una caja. Además tenían un aspecto extraño, aunque sabía reconocer a unos guerreros curtidos cuando los veía. En vez de atacarles, habían formado una especie de cuadrado defensivo en torno a la caja mientras esperaban que ellos llegaran. Temujin miró de reojo a Arslan enarcando las cejas. Ante el fragor de los caballos al galope, Arslan se vio obligado a gritar.
—Actúa con cautela, mi señor. Sólo puede ser un representante de los Jin, alguien de alto rango.
Temujin observó la peculiar escena que tenía ante sí con renovado interés. Había oído hablar de las grandes ciudades del este, pero nunca había visto a sus habitantes. Se decía que eran tantos que las ciudades parecían hormigueros y que el oro era tan común que lo utilizaban como material de construcción. Fueran quienes fueran, eran lo suficientemente importantes para viajar con una docena de guardias y suficientes esclavos para transportar la caja lacada. En sí misma, aquélla resultaba un extraño objeto en aquellas tierras semidesérticas. Era de un negro brillante y a sus lados caían en hermosos pliegues unas cortinas del color del sol.
Temujin tenía una flecha lista en el arco y estaba guiando al caballo con las rodillas. Bajó el arco y ordenó con un breve grito a los demás que hicieran lo mismo. Si era una trampa, los guerreros de los Jin descubrirían que habían cometido un error adentrándose en aquellas tierras.
Frenó su caballo. Los que tenían perspicacia suficiente notaron que sus hombres mantenían perfectamente la formación cuando lo imitaron. Temujin ató su arco a la correa de su silla, tocó la empuñadura de su espada para que le diera suerte y avanzó hacia el hombre que ocupaba el centro de la comitiva.
No habló. Aquellas tierras eran de Temujin por derecho y no tenía que explicar su presencia en ellas. Su mirada ámbar se posó con calma en el guerrero y Temujin observó la armadura de múltiples capas con interés. Como la propia caja, los paneles estaban lacados con una sustancia que brillaba como agua negra, y los broches quedaban ocultos por el dibujo. Parecía capaz de detener una flecha y Temujin se preguntó cómo podría obtener una para comprobarlo.
El guerrero observaba a Temujin por debajo del borde de un casco acolchado, con piezas de hierro para las mejillas que le cubrían la mitad del rostro. A Temujin le dio la impresión de que estaba enfermo: su tez tenía un espectral tono amarillo que revelaba demasiadas noches de alcohol. Y, sin embargo, el blanco de sus ojos estaba limpio, y no se inmutó al ver tantos hombres armados mientras esperaba órdenes.
El silencio se alargó y Temujin aguardó. Por fin, el oficial frunció el ceño y habló.
—Mi amo de la Corte de Jade desea hablarte —dijo Yuan con fría formalidad, con un acento que sonó extraño a los oídos de Temujin.
Como a su amo, a Yuan no le gustaban los guerreros de las tribus. Por muy feroces que fueran, carecían de disciplina tal y como él la entendía. Los veía como perros malhumorados y consideraba indigno tener que conversar con ellos como si se tratara de seres humanos.
—¿Está escondido en esa caja? —preguntó Temujin.
El oficial se puso tenso, y Temujin acercó la mano a la empuñadura de su arma. Había pasado cientos de tardes entrenándose con Arslan y no temía un súbito duelo de espadas. Tal vez sus ojos hicieron traslucir esa diversión, porque Yuan se contuvo y permaneció inmóvil como una estatua.
—Me han encargado que transmita un mensaje de Togrul de los keraítas —continuó Yuan.
El nombre despertó en Temujin una intensa curiosidad. Lo había oído antes: en su campamento residían tres nómadas que habían sido desterrados de esa tribu.
—Entrega tu mensaje, pues —respondió Temujin.
El guerrero habló como si recitara, mirando fijamente a la lejanía.
—Confía en estos hombres y acógelos bajo las leyes de la hospitalidad en mi nombre —dijo Yuan.
De repente, Temujin esbozó una ancha sonrisa que sorprendió al soldado Jin.
—Tal vez eso sea lo más inteligente. ¿Has considerado la alternativa?
Yuan miró a Temujin con gesto irritado.
—No hay alternativa. Éstas son las órdenes que has recibido. Al oír eso, Temujin estalló en sonoras carcajadas, aunque sin dejar de vigilar al soldado armado.
—Togrul de los keraítas no es mi khan —afirmó—. No da órdenes aquí. —Con todo, su interés por aquel grupo que se había internado en las tierras que rodeaban su campamento de guerra creció. El oficial no dijo nada más, pero irradiaba una gran tensión—. Podría hacer que os mataran a todos y coger lo que sea que contenga esa hermosa caja que protegéis —continuó Temujin, más para molestar al guerrero que por otra cosa.
Para su sorpresa, el oficial no se enfadó como antes, sino que una sonrisa siniestra se dibujó en sus labios.
—No tienes hombres suficientes —respondió Yuan con Seguridad.
Cuando Temujin estaba a punto de contestar, una voz proveniente de la caja soltó una orden en una lengua que no entendía. Sonaba como el graznido de los gansos, pero el oficial inclinó la cabeza de inmediato.
Temujin no podía contener su curiosidad por más tiempo.
—Muy bien. Os otorgo derechos de hospitalidad en mi hogar —dijo—. Cabalgad junto a mí para que mis guardias no os atraviesen la garganta con sus flechas al llegar. —Vio que Yuan fruncía el ceño y habló de nuevo—. Cabalgad despacio y no hagáis gestos bruscos. Hay hombres en el campamento a quienes no les gustan los extraños.
Yuan alzó un puño y los doce porteadores aferraron los largos mangos y se levantaron como uno solo, mirando impasibles hacia el frente. Temujin no sabía qué pensar de todo aquello. Dio órdenes a sus hombres y se puso en cabeza con Arslan, mientras que Jelme y los demás trotaban con sus caballos alrededor del pequeño grupo de desconocidos para cerrar la retaguardia.
Cuando llegó a la altura de Arslan, Temujin se inclinó sobre la silla.
—¿Conoces a esta gente? —murmuró.
Arslan asintió.
—Los he visto antes.
—¿Son una amenaza para nosotros? —Temujin se quedó mirando a Arslan mientras éste meditaba.
—Pueden serlo. Poseen una gran fortuna y se dice que sus ciudades son inmensas. No sé qué quieren de nosotros, qué les ha traído hasta aquí.
—O a qué juego está jugando Togrul —añadió Temujin. Arslan asintió y no volvieron a hablar mientras cabalgaban.
Wen Chao aguardó hasta que su litera fue depositada en el suelo y Yuan se situó a su lado. Había observado la llegada al campamento con interés y contuvo varios gruñidos de descontento cuando vio las familiares gers y las descarnadas ovejas. Había sido un invierno muy crudo y las personas con las que se cruzaron tenían mala cara. Olió la grasa de oveja en la brisa mucho antes de entrar en el campamento y recordó que el olor se adheriría a sus ropas y no se desprendería hasta después de lavarlas una y Otra vez. Cuando Yuan retiró las cortinas de seda, Wen salió y se unió a ellos, aspirando tan poco aire como podía. Por experiencia, sabía que se acostumbraría a ello, pero nunca había conocido a un solo miembro de esas tribus que se lavara más de una o dos veces al año, y únicamente si se caía al río. En cualquier caso, tenía una tarea que cumplir y, a pesar de que maldecía al pequeño Zhang entre dientes, se adentró en el frío con tanta dignidad como le fue posible.
Aunque no hubiera visto cómo todos los hombres respetaban al joven de los ojos amarillos, Wen le habría identificado como el líder. En la corte de Kaifeng reconocían a aquéllos que eran «tigres entre los juncos», aquéllos por cuyas venas corría sangre de guerrero. Ese Temujin era uno de esos tigres, decidió Wen en cuanto vio sus ojos. ¡Qué ojos! Nunca había visto nada parecido.
El viento resultaba glacial para alguien con vestiduras tan finas, pero Wen no mostró su malestar al enfrentarse a Temujin, e hizo una reverencia. Sólo Yuan se daría cuenta de que la inclinación del saludo era mucho menos profunda de lo que dictaba la cortesía, pero Wen se divertía insultando a los bárbaros. Para su sorpresa, el mongol se limitó a observar el movimiento y Wen se sintió irritado.
—Me llamo Wen Chao, embajador de la corte Jin de la dinastía Sung del norte. Me siento honrado de estar en tu campamento. Las noticias de tus batallas contra los tártaros se han propagado por toda la tierra.
—Y por eso has venido hasta aquí en tu cajita, ¿verdad? —respondió Temujin.
Le fascinaba cada detalle de aquel extraño hombre a quien atendían tantos sirvientes. También él tenía esa piel amarilla que a Temujin le parecía enfermiza, pero mantenía la compostura mientras el viento agitaba sus vestiduras. Temujin calculó que tendría más de cuarenta años, aunque no se le veían arrugas. El diplomático de los Jin era una curiosa visión para los que habían crecido en las tribus. Llevaba una túnica verde que parecía refulgir. Sus cabellos eran tan negros como los de los suyos, pero los llevaba peinados muy tirantes hacia atrás y sujetos con un broche de plata en una coleta. Temujin se quedó estupefacto al ver que sus manos terminaban en uñas como garras que reflejaban la luz. Parecía no notarlo, pero los labios se le estaban poniendo azules mientras Temujin lo estudiaba.
Wen hizo otra reverencia antes de hablar.
—Traigo saludos de la Corte de Jade. Hemos oído hablar de tu éxito y hay muchos asuntos que quisiéramos tratar. Tu hermano de los keraítas te envía sus saludos.
—¿Qué quiere Togrul de mí? —repuso Temujin.
Wen estaba tan enfadado que echaba humo, sufriendo el azote del frío en la carne. ¿No iban a invitarle al calor de las gers? Decidió hacer un poco de presión.
—¿No me ha otorgado su hospitalidad, mi señor? No es apropiado hablar de asuntos importantes con tantos oídos escuchando.
Temujin se encogió de hombros. Era evidente que el emisario se estaba congelando y, al fin y al cabo, él quería oír lo que le había hecho cruzar la hostil estepa antes de que se desmayara.
—Te doy la bienvenida a mi hogar —dijo, y paladeó el nombre en su lengua antes de escupirlo—, ¿Wencho?
El viejo reprimió una mueca y su orgullo hizo sonreír a Temujin.
—Wen Chao, mi señor —corrigió el diplomático—. La lengua debe rozar el paladar.
Temujin asintió.
—Entra entonces a calentarte, Wen. Haré que te traigan té con sal.
—Ah, el té —murmuró Wen Chao mientras seguía a Temujin al interior de una rudimentaria ger—. Cómo lo he echado de menos.
En la penumbra, Wen se sentó y esperó pacientemente hasta que el propio Temujin le puso el cuenco de té caliente en las manos.
La tienda se llenó de hombres que lo examinaban con inquietud y Wen se obligó a respirar tomando poco aire hasta que se habituó a su sudorosa proximidad. Estaba deseando darse un baño, pero esos placeres habían quedado muy atrás.
Temujin observó a Wen probar el té con los labios fruncidos; era evidente que estaba fingiendo que le gustaba.
—Háblame de tu pueblo —pidió—. He oído que sois muy numerosos.
Wen asintió, agradeciendo la ocasión que le brindaban de poder hablar en vez de beber.
—Somos un reino dividido. Las fronteras del sur cuentan con más de sesenta millones de almas bajo el poder del emperador Sung —explicó—. En Jin del Norte, tal vez la misma cifra.
Temujin parpadeó. Eran más de lo que nunca habría podido imaginar.
—Creo que estás exagerando, Wen Chao —replicó, pronunciando el nombre correctamente para sorpresa del funcionario Jin.
Wen se encogió de hombros.
—¿Quién puede estar seguro? Los campesinos se multiplican más rápido que los conejos. Hay más de mil oficiales sólo en la corte de Kaifeng y el recuento llevó muchos meses. No conozco la cifra exacta. —Wen se deleitó viendo las miradas de asombro que se intercambiaban los guerreros.
—¿Y tú? ¿Eres un khan entre ellos? —inquirió Temujin. Wen negó con la cabeza.
—He pasado mis… —revisó su vocabulario y se dio cuenta de que no había palabra—, ¿combates? No —pronunció una palabra extraña—. Significa sentarse en una oficina y responder a una serie de preguntas junto a cientos de otros candidatos, primero en un distrito, luego en el propio Kaifeng para los oficiales del emperador. Obtuve el primer puesto entre todos los que se examinaron aquel año. —Escudriñó las profundidades de su memoria y se llevó el cuenco a los labios—. Eso fue hace mucho tiempo.
—¿A qué hombre sirves, entonces? —insistió Temujin, tratando de entender.
Wen sonrió.
—Tal vez al primer ministro de la administración pública, pero creo que te refieres a los emperadores Sung. Gobiernan en el norte y en el sur. Quizá viva para ver la reunificación de ambas mitades del Reino del Medio.
Temujin se esforzó en comprender. Mientras lo miraban con fijeza, Wen apoyó su cuenco y metió la mano en su túnica para buscar una bolsa de piel. La tensión colectiva le hizo detenerse.
—Estoy buscando un retrato, señor mío, eso es todo.
Temujin le hizo señas para que continuara, fascinado ante la idea. Vio cómo Wen extraía un paquetito de papeles de colores brillantes y le pasó uno. Había extraños símbolos dibujados en ellos, pero en su centro se veía el rostro de un joven que miraba con fiereza. Temujin sostuvo el papel desde ángulos distintos, maravillándose al comprobar que la pequeña cara parecía seguirle con la vista.
—Tenéis pintores de talento —admitió a regañadientes.
—Eso es cierto, mi señor, pero el papel que sostienes fue impreso en una gran máquina. Tiene valor y se entrega a cambio de bienes. Con unos cuantos más como ésos, podría comprar un buen caballo en la capital, o una mujer joven para pasar la noche.
Temujin se lo pasó a los demás para que lo vieran y Wen estudió sus expresiones con interés. Eran como niños, se dijo. Quizá debiera darles un billete a cada uno como regalo antes de marcharse.
—Empleas palabras que no conozco —confesó Temujin—. ¿Qué es «impreso»? ¿Y qué es «una gran máquina»? Quizá pretendes burlarte de nosotros en nuestras propias gers.
No hablaba a la ligera y Wen se recordó a sí mismo que aquellos hombres eran implacables incluso con sus amigos. Si pensaban por un momento que se estaba riendo de ellos, no sobreviviría. Podía tomarlos por niños, pero no debía olvidar que eran también guerreros letales.
—Es sólo una manera de pintar más veloz de lo que lo haría un hombre solo —dijo Wen, con voz tranquilizadora—. Tal vez visites el territorio de los Jin un día y lo veas por ti mismo, señor. Sé que el khan de los keraítas está muy interesado en mi cultura. Ha hablado muchas veces de su deseo de obtener tierras en el Reino del Medio.
—¿Togrul ha dicho eso? —preguntó Temujin.
Wen asintió, cogiendo el billete de la mano del último hombre. Lo dobló con cuidado y volvió a colocar la bolsa en su sitio mientras todos lo miraban.
—Es su mayor deseo. Hay allí tierras tan ricas y oscuras que puede plantarse todo lo que se desee, hay rebaños de innumerables caballos salvajes y mejor caza que en ninguna otra parte del mundo. Nuestros señores viven en grandes casas de piedra y poseen mil sirvientes que cumplen sus más mínimos deseos. Togrul de los keraítas desearía esa vida para él y para sus herederos.
—¿Cómo puedes mover una casa de piedra? —preguntó de pronto uno de los otros hombres.
Wen hizo un movimiento con la cabeza como saludo.
—No puede moverse, como vosotros movéis vuestras gers. Hay algunas del tamaño de montañas.
Temujin se rió al oírlo, confirmando por fin que aquel hombrecillo raro estaba jugando con ellos.
—Entonces no serían adecuadas para mí, Wen —arguyó—. Las tribus deben moverse cuando falta caza. Me moriría de hambre en esa montaña de piedra, creo yo.
—No te morirías, mi señor, porque tus sirvientes comprarían alimentos en los mercados. Criarían animales para comer y plantarían cosechas para hacer pan y preparar arroz para ti. Podrías tener mil esposas y nunca saber lo que es el hambre.
—Y eso le gusta a Togrul —dijo Temujin con suavidad—. Sí, me parece que veo por qué le gustaría.
En su mente se arremolinaban multitud de nuevas y extrañas ideas, pero todavía no había oído el motivo por el que Wen había ido a buscarle a la helada estepa, tan lejos de su hogar.
Le ofreció a Wen una taza y la llenó de airag. Cuando vio que Wen se sujetaba la mandíbula para hacer que sus dientes dejaran de castañetear, Temujin emitió un gruñido.
—Frótatelo en las manos y la cara y rellenaré la taza —dijo.
Wen inclinó la cabeza en señal de gratitud antes de hacer lo que le sugería Temujin. El claro líquido tiñó de rubor su piel amarilla, haciendo que le invadiera un súbito calor. Apuró el resto y yació la segunda en su garganta en cuanto Temujin se la llenó, extendiendo la taza para que le sirviera una tercera.
—Tal vez viaje hacia el este algún día —dijo Temujin— y vea esas extrañas cosas con mis propios ojos. Y sin embargo, me pregunto por qué tú, Wen, has dejado todo eso para venir adonde mi pueblo gobierna con espada y con arco. Aquí no pensamos en tu emperador.
—Aunque él es padre de todos nosotros —dijo Wen automáticamente. Temujin se le quedó mirando con fijeza y Wen se arrepintió de haber bebido tan deprisa con el estómago vacío—. He pasado dos años entre las tribus, mi señor. Hay ocasiones en las que echo mucho de menos a mi pueblo. Me enviaron aquí para reunir aliados contra los tártaros en el norte. Togrul de los keraítas considera que compartes nuestra aversión hacia esos perros de piel pálida.
—Por lo visto, Togrul está bien informado —contestó Temujin—. ¿Cómo sabe tanto de mis asuntos?
Llenó la taza de Wen por cuarta vez y observó cómo seguía el mismo camino que las otras. Le gustó ver beber a aquel hombre y se sirvió una taza, sorbiendo con cuidado para mantener despejada la mente.
—El khan de los keraítas es un hombre sabio —contestó Wen—. Ha luchado contra los tártaros durante años en el norte y ha recibido mucho oro como tributo de mis amos. Es un intercambio, ¿comprendes? Si doy orden a Kaifeng de que conduzcan cien caballos al oeste, llegan en una estación y, a cambio, los keraítas derraman sangre de los tártaros y los mantienen lejos de nuestras fronteras. No queremos que anden vagabundeando por nuestras tierras.
Uno de los hombres que estaban escuchando se movió, incómodo, y Temujin lo miró.
—Querré tu consejo sobre este tema, Arslan, cuando estemos a solas —le indicó.
El hombre se tranquilizó, satisfecho. Wen miró en derredor a todos ellos.
—Estoy aquí para proponeros el mismo acuerdo. Puedo daros oro, o caballos…
—Espadas —dijo Temujin—. Y arcos. Si accedo, querría una docena de armaduras como las de tus hombres, además de cien caballos, tanto yeguas como machos. El oro no me sirve más que una casa de piedra que no puedo mover.
—No he visto cien hombres en el campamento —protestó Wen, pero en su fuero interno se regocijó. La negociación había comenzado mucho más fácilmente de lo que había imaginado.
—No los has visto a todos —dijo Temujin, con un bufido—. Y no he dicho que haya accedido. ¿Qué papel desempeña Togrul en esto? No lo he visto en mi vida, aunque conozco a los keraítas. ¿Vendrá después de ti a rogarme que le ayude?
Wen se sonrojó, a la vez que apoyaba la taza de airag que sostenía en alto.
—Los keraítas son una tribu fuerte, con más de trescientos hombres armados, mi señor. Los prisioneros tártaros le contaron que tus incursiones iban ascendiendo más y más hacia el norte. —Hizo una pausa para elegir sus palabras—. Togrul es un hombre con visión y me ha enviado, no a rogar, sino más bien a hacer que unas tus fuerzas a las suyas. Juntos expulsaréis a los tártaros por doce generaciones, tal vez.
El hombre al que Temujin había llamado Arslan pareció irritarse de nuevo, y Wen vio que Temujin le ponía una mano en el hombro.
—Aquí soy el khan, soy responsable de todo mi pueblo —dijo—. ¿Quieres que me arrodille ante Togrul por un puñado de caballos? —En el aire de la abarrotada tienda flotó de pronto una sutil amenaza y Wen deseó que hubieran permitido que Yuan lo acompañara al interior.
—Sólo tienes que rechazar la oferta y me marcharé —respondió—. Togrul no necesita un vasallo. Necesita un líder guerrero que sea implacable y fuerte. Necesita a todos los hombres que puedas traer.
Temujin echó una ojeada a Jelme. Tras el interminable invierno, sabía tan bien como todos que los tártaros estarían ansiosos de venganza. La idea de unir fuerzas con una tribu más grande era tentadora, pero necesitaba tiempo para pensar.
—Has dicho cosas muy interesantes, Wen Chao —dijo Temujin, un tiempo después—. Déjame ahora para que pueda tomar una decisión. ¿Kachiun? Encuentra camas calientes para estos hombres y haz que traigan un poco de estofado. —Notó que la mirada de Wen se posaba en el odre de airag medio vacío que había a sus pies—. Y más airag para calentarse por la noche —añadió, dejándose llevar por su generosidad.
Todos se pusieron en pie cuando Wen se levantó, algo menos firme que cuando había llegado. Hizo otra reverencia, y Temujin se percató de que era ligeramente más profunda que la primera. Tal vez antes estuviera anquilosado por el viaje.
Cuando estuvieron a solas, Temujin posó su brillante mirada en sus hombres de más confianza.
—Quiero hacerlo —dijo—. Quiero aprender tanto como pueda de este pueblo. ¡Casas de piedra! ¡Esclavos a miles! ¿No sentisteis como un cosquilleo al oír eso?
—No conoces a ese Togrul —irrumpió Arslan—. El pueblo de plata está en venta, ¿entonces? —resopló—. Estos Jin creen que pueden comprarnos con promesas, que pueden dejarnos boquiabiertos hablándonos de la ingente población de sus ciudades. ¿Qué son ellos para nosotros?
—Pues averigüémoslo —propuso Temujin—. Con los hombres de los keraítas, puedo clavar una estaca en el corazón de los tártaros. Hacer que los ríos se tiñan de rojo con nuestras incursiones.
—Mi juramento es contigo, no con Togrul —espetó Arslan. Temujin se volvió hacia él.
—Lo sé. No seré vasallo de nadie. Y, sin embargo, si une sus fuerzas a las nuestras, ganaré con el trato. Piensa en Jelme, Arslan. Piensa en su futuro. Estamos demasiado llenos de vida para hacer crecer nuestra tribu sumándole sólo una o dos personas cada vez. Demos un salto de gigante y arriesguemos el todo por el todo. ¿Os quedaréis sentados esperando a los tártaros?
—Sabes que no —contestó Arslan.
—Entonces mi decisión está tomada —dijo Temujin, lleno de entusiasmo.