XXIII

Temujin y los demás montaron para recorrer el último trecho, aunque sus caballos se caían de cansancio. El campamento estaba situado a la sombra de un antiguo desprendimiento de tierras, resguardado del viento por un saliente y por la colina a sus espaldas. Dos docenas de gers se apiñaban allí unas contra otras como el liquen, con perros salvajes y caballos amarrados en cualquier lugar donde no diera el viento. Pese a su imperiosa necesidad de descanso y comida caliente, Temujin no pudo evitar echar un vistazo a aquel bullicioso lugar escondido en la nieve. Vio que Jelme mantenía el campamento en pie de guerra. Varios guerreros de camino a una larga guardia pasaron a su lado con las cabezas gachas para protegerse del viento. Al ver el campamento con los ojos de un extraño, Temujin se percató de que había muchos más hombres que mujeres y niños. Eso era una bendición mientras estuvieran siempre a punto de salir a combatir, pero no podía seguir así eternamente. Los hombres seguían a sus líderes a la guerra, pero querían tener un hogar al que retornar, un hogar donde les esperara la piel de una mujer en la oscuridad y niños que les rodearan como cachorrillos.

Los que habían conocido el hambre y el miedo de la vida nómada podían contentarse con esa tribu en ciernes entre la nieve, aunque incluso ellos desconfiaban entre sí como perros salvajes. Temujin contenía su impaciencia. Los nómadas aprenderían a ver un hermano en quien una vez había sido su enemigo.

Aprenderían que el Padre Cielo veía sólo un pueblo y no tribus. Eso llegaría con el tiempo, se prometió a sí mismo.

Mientras recorría el campamento, fue sintiéndose más y más alerta, deshaciéndose de su fatiga a medida que los detalles despertaban su interés. Vio que había centinelas apostados en el risco que descollaba sobre sus cabezas, envueltos en pieles para protegerse del viento. No los envidiaba y se dijo que no podrían ver mucho bajo la nieve constante. Aun así, demostraba la meticulosidad de Jelme, y Temujin se sintió complacido. En cada movimiento del campamento se advertía una sensación de urgencia muy distinta del habitual letargo invernal en que se sumían las tribus. Percibió la excitación contenida en cuanto estuvo entre ellos.

Había caras nuevas, hombres y mujeres que lo miraban como si fuera un extraño. Imaginó que veían a su harapiento grupo como otra familia de nómadas que se había unido al campamento bajo la colina. Se volvió a Borte para ver cómo estaba asimilando su primera impresión de su pequeña tribu norteña. Ella también estaba pálida por el cansancio, pero cabalgaba cerca de él y su penetrante mirada iba absorbiéndolo todo. No supo distinguir si lo aprobaba o no. Pasaron junto a una tienda donde Arslan había construido una forja de ladrillo meses atrás y Temujin vislumbró el brillo de su llama, una lengua de luz en la nieve. Había hombres y mujeres en su interior calentándose al fuego y, al pasar al trote, oyó risas. Se volvió hacia Arslan para ver si había caído en la cuenta, pero el espadero era ajeno a esos detalles. Su mirada buscaba incesantemente entre los hombres de la tribu el rostro de su hijo.

En cuanto oyó gritar a Kachiun, Jelme salió a su encuentro. Khasar también salió corriendo y resbalando sobre la nieve de otra ger, sonriendo encantado al ver la pequeña partida que se había marchado hacía medio año. Cuando desmontaron, varios niños se aproximaron con una sonrisa para llevarse sus caballos sin necesidad de que los llamaran. Temujin le dio un amable coscorrón a uno de ellos, que se agachó intentando esquivarlo. Se sentía satisfecho con la forma en la que Jelme había liderado la tribu. No había dejado que engordaran y perdieran reflejos en su ausencia.

El orgullo que Arslan sentía por su hijo era evidente, y Temujin vio que Jelme hacía un gesto con la cabeza a su padre. Para sorpresa de Temujin, Jelme se postró de hinojos ante él y buscó su mano.

—No, Jelme, ponte en pie —le pidió, casi enfadado—. Quiero resguardarme del viento.

Jelme permaneció donde estaba, pero alzó la cabeza.

—Deja que los nuevos hombres te vean, mi señor khan. Todavía no te conocen.

Temujin comprendió, y su reconocimiento hacia Jelme subió un grado más. Algunas de las familias nómadas habrían visto a Jelme como la figura más cercana a un khan, a lo largo de los meses que Temujin había estado fuera. Era importante mostrarles que el verdadero líder había regresado. No volvió a discutir y permitió que el otro le tomara la mano para colocársela sobre la cabeza antes de hacer que se alzara para abrazarlo.

—¿Hay algún chamán entre los nuevos? —preguntó Temujin.

Jelme torció el gesto al oírle.

—Hay uno, pero robó la reserva de airag y cambia su ración de alimento por más en cuanto tiene ocasión.

—Entonces mantenle sobrio durante unos pocos días —dijo Temujin—. Si puede dedicarles mi matrimonio al Padre Cielo y a la Madre Tierra, le permitiré pasarse borracho todo un mes después de la boda.

Volvió a mirar en derredor, comprobando que muchas caras se habían detenido en medio de la nieve y el viento para observar la escena. Cuando su mirada se cruzó con las personas que conocía, éstas inclinaron la cabeza en señal de reconocimiento. La mirada de Jelme se posó en Borte y Eluin, e hizo una profunda reverencia.

—Nos sentimos honrados de teneros entre nosotros, hijas de los olkhun’ut —saludó.

Borte no sabía qué pensar de ese desconocido tan seguro de sí mismo. Agachó con brusquedad la cabeza a su vez, sonrojándose y desviando la vista. Nada en su vida la había preparado para ser tratada con respeto y, por un instante, tuvo que parpadear para contener las lágrimas.

Liberado de las formalidades de la bienvenida, Jelme pudo por fin tomar a su padre del brazo y abrazarle.

—He debilitado a los tártaros con mis repetidos ataques —le contó, esforzándose en no parecer demasiado orgulloso.

Su padre se rió y dio a su hijo unos amistosos golpecitos en la espalda. Tal vez con el tiempo se acabaría acostumbrando al trato cordial que Temujin fomentaba entre sus hombres.

—Estoy en casa —murmuró Temujin entre dientes, sin que los demás le oyeran.

Era poco más que un campamento de asaltantes en un terreno helado, con apenas suficiente comida o refugio para todos ellos, pero no había ninguna duda, había llevado a Borte al hogar.

—Guíame hasta dónde está mi madre, Jelme —pidió, temblando al viento—. Estará deseosa de tener noticias de los olkhun’ut. —Notó el nerviosismo que había invadido a Borte al oír sus palabras y trató de tranquilizarla—. Te acogerá como si fueras su propia hija, Borte.

Cuando Jelme se puso al frente de ellos para dirigirlos, Temujin vio que el nómada que habían tomado bajo su tutela permanecía a sus espaldas, ligeramente separado del pequeño grupo y evidentemente incómodo. La mente de Temujin bullía con cientos de cosas que debía recordar, pero no podía dejar a aquel hombre solo entre extraños.

—¿Kachiun? Éste es Barakh, un excelente guerrero. Necesita practicar con el arco y nunca ha utilizado una espada, pero es valiente y fuerte. Mira a ver qué puedes hacer con él. —Frunció el ceño mientras hablaba, acordándose de otra deuda contraída—. Asegúrate de que Arslan obtiene todo cuanto necesite para forjar nuevas espadas. Envía a algunos hombres a buscar una veta de mineral.

Kachiun asintió.

—Hay un filón en la colina. Tenemos un montón de piedras grises listas para él. Jelme no permitió que nadie las tocara hasta que su padre regresara.

Temujin se dio cuenta de que Arslan y su hijo estaban escuchando.

—Una decisión acertada —aprobó de inmediato—. Arslan fabricará las dos espadas más magníficas que jamás hayan existido, ¿no es así?

Arslan, todavía no recuperado de la alegría de ver a su hijo vivo y tan fuerte, convertido en líder, inclinó la cabeza.

—Sí, así lo haré —afirmó.

—Ahora, por el Padre Cielo, protejámonos de este viento —dijo Temujin—. Creí que ya habría llegado la primavera. Khasar se encogió de hombros.

—Creemos que, de hecho, la primavera es así estando tan al norte. Yo mismo me siento aliviado de que el tiempo se haya suavizado un poco.

Temujin miró a Khasar, Kachiun, Jelme y Arslan. Todos ellos eran excelentes guerreros y su corazón se regocijó al pensar en lo que habían logrado juntos. Estaba en casa.

Hoelun tenía una ger para ella sola y una joven de las familias nómadas para ayudarla. Estaba frotándole grasa de oveja limpia en la piel cuando oyó el ajetreo. Su sierva salió a la nieve a buscar noticias y regresó del frío con la cara roja y jadeando.

—Tu hijo está en el campamento, señora —anunció.

Hoelun dejó caer la vasija de grasa y se limpió las manos en un trapo viejo. Emitió un chasquido con la garganta para hacer que la chica se diera prisa mientras extendía los brazos y se metía en la túnica. La fuerza de sus emociones la asombró, su corazón había dado un vuelco al oír la buena nueva. Una vez más, Temujin había sobrevivido. Aunque no podía olvidar lo que hizo en la época más aciaga, seguía siendo su hijo. El amor era algo extraño y enrevesado para cualquier madre, era algo que desafiaba la razón.

Cuando oyó su voz en el exterior, Hoelun había recobrado la compostura, tomó a la pequeña Temulun en su regazo y se puso a peinarle el cabello para calmar sus manos temblorosas. La niña parecía presentir el raro ánimo de su madre y miraba a su alrededor con los ojos desorbitados cuando se abrió la puerta. Temujin traía el invierno consigo: con él entró una ráfaga helada de nieve y aire que hizo estremecerse a Hoelun, mientras Temulun lanzaba un chillido de gozo al reconocer al hermano mayor que hacía tanto que no veía.

Hoelun observó a Temujin mientras abrazaba a su hermana y alababa sus hermosos cabellos como hacía siempre. La niña parloteaba mientras la madre absorbía cada pequeño detalle de ese hombrecito que inspiraba sentimientos tan contradictorios en ella. Lo supiera o no, se había convertido en el hijo que Yesugei habría querido. En sus momentos más sombríos, sabía que su esposo habría aprobado el asesinato de Bekter en aquel momento en que estaban a punto de morir de hambre. Sus hijos habían heredado la falta de misericordia de su padre, o quizá la vida que habían llevado se la había inculcado a la fuerza.

—Me alegro de verte, hijo mío —dijo Hoelun, en tono formal.

Temujin simplemente sonrió, echándose a un lado para dejar paso a una joven alta y a otra muchacha detrás de ella. Los ojos de Hoelun se abrieron un poco más al identificar los rasgos delicados de su propio pueblo. Sintió una punzada de nostalgia que le sorprendió después de tantos años. Se puso en pie y tomó a ambas jóvenes de la mano, acercándolas al calor. Temulun se unió a ellas, colándose en medio y exigiendo saber quiénes eran.

—Más leña para el fuego —le pidió a su sirvienta—. Estaréis heladas. ¿Cuál de vosotras es Borte?

—Soy yo, madre —respondió Borte con timidez—, de los olkhun’ut.

—Lo he sabido por tus facciones y las marcas de tu deel —dijo Hoelun mientras se giraba hacia la otra—. Y tú, hija, ¿cómo te llamas?

Eluin seguía aturdida por el dolor, pero se esforzó en responder. Hoelun percibió su tristeza y, obedeciendo un impulso, la abrazó. Las llevó a donde pudieran sentarse, y pidió cuencos de té caliente para que entraran en calor. Mantuvieron entretenida a Temulun con una bolsita de aruul dulce que atacó con fruición sentada en una esquina. Temujin observó cómo conversaban las mujeres de los olkhun’ut y vio complacido que Borte empezaba a sonreír al oír los recuerdos de su madre. Hoelun comprendía su temor ante tanta novedad. Ella misma había experimentado la misma sensación cuando llegó. Mientras se iban distendiendo, les hizo incesantes preguntas y su voz fue adoptando el viejo acento que Temujin reconocía de los olkhun’ut. Era extraño oírlo en su madre. Se acordó de nuevo de la vida que había tenido antes de Yesugei o sus hijos.

—¿Sigue Sansar siendo el khan? ¿Qué tal está mi sobrino, Koke? ¿Y su padre, Enq?

Borte respondía a Hoelun con facilidad, reaccionando sin vergüenza a su actitud maternal. Temujin la miraba con orgullo, como si fuera obra suya. Su madre parecía haberle olvidado, así que se sentó y le hizo un gesto a la sirvienta para que le trajera un cuenco de té. Lo aceptó con gratitud y cerró los ojos, regodeándose mientras su calor iba haciendo efecto. Eluin empezó a participar también en la conversación y se permitió relajarse por fin.

—Esta tormenta no puede durar mucho más —oyó decir a su madre—. El deshielo ya ha comenzado, y los pasos de la colina han empezado a abrirse.

—Creo que nunca he tenido tanto frío en toda mi vida —respondió Borte, frotándose las manos.

Parecía que las mujeres se habían caído bien, y Temujin se echó hacia atrás dando gracias por ello.

—He traído a Eluin para que sea esposa de Khasar o Kachiun. Su hermana murió durante el viaje —dijo, abriendo los ojos ligeramente.

Las mujeres lo miraron; luego la charla se reinició como si no hubiera hablado. Ningún hombre podía ser khan para su madre. El calor amodorró a Temujin, y con el arrullo de sus suaves voces se quedó dormido.

Kachiun y Khasar estaban sentados en una ger cercana, masticando cordero caliente que había estado hirviendo en caldo la mayor parte del día. Con el frío, era necesario mantener un guiso al fuego todo el tiempo, de modo que siempre hubiera un cuenco para calentarlos cuando tuvieran que salir. Había habido pocas oportunidades de relajarse mientras Temujin estuvo fuera. Los hermanos toleraban las órdenes de Jelme con buen humor, sabiendo que era lo que Temujin habría querido. Sin embargo, en privado, se quitaban las máscaras y fingimientos, y hablaban hasta bien entrada la noche.

—Me ha gustado esa Eluin —dijo Khasar.

Kachiun mordió el anzuelo al instante, como su hermano había sabido que haría.

—Tu chica murió, Khasar. Eluin me la prometieron a mí y lo sabes.

—Yo no sé nada de eso, hermanito. El mayor consigue antes el té y el guiso, ¿no lo has notado? Con las esposas es lo mismo.

Kachiun resopló, entre enfadado y divertido. Había sido el primero en ver a Eluin cuando salió a caballo al oír la llamada del explorador. En aquel momento casi no se había fijado en ella, envuelta en ropas para protegerse del frío, pero sentía que tenía algún tipo de derecho de descubridor. Sin duda su reivindicación tenía más fuerza que la de Khasar, quien simplemente se había topado con ella al salir de una tienda.

—Temujin decidirá —dijo.

Khasar asintió, con una amplia sonrisa.

—Me alegro de que no discutamos. Al fin y al cabo, soy el mayor.

—He dicho que decidirá él, no que te elegirá a ti —remachó Kachiun, con acritud.

—Me pareció bonita. Con largas piernas.

—¿Cuánto de sus piernas pudiste ver? Parecía un yak con todas esas mantas.

Khasar fijó la mirada en la lejanía.

—Era alta, Kachiun, ¿no lo has notado? A menos que creas que sus pies no llegaban al suelo, debía de haber un par de piernas largas en alguna parte. Piernas fuertes para rodear a un hombre, ya sabes a qué me refiero.

—Puede que Temujin quiera casarla con Jelme —contestó Kachiun, más para picar a su hermano que porque lo creyera. Khasar negó con la cabeza.

—Los vínculos de sangre están antes —dijo—. Temujin lo sabe mejor que nadie.

—Si te pararas un momento para escucharle, oirías que defiende que hay un vínculo de sangre que une a todo hombre y a toda mujer del campamento, independientemente de la tribu o la familia a la que pertenecen —le explicó Kachiun—. Por todos los espíritus, Khasar, piensas más en tu estómago y en tus entrañas que en lo que está intentado crear aquí.

Los dos hermanos se quedaron mirándose con gesto torvo.

—Si quieres decir que no le sigo como un perro extraviado, entonces tienes razón —dijo Khasar—. Entre Jelme y tú, cuenta con su propia carnada de adoradores.

—Eres un idiota —rezongó Kachiun, lenta y deliberadamente. Khasar se ruborizó. Sabía que carecía de la aguda inteligencia de Temujin y quizá hasta de Kachiun, pero el mundo se pararía en seco antes de que él lo admitiera.

—Tal vez deberías ir a tumbarte en la nieve junto a la puerta de la ger de nuestra madre —dijo—. Podrías apretar la nariz contra ella o algo así.

Ambos habían matado a muchos hombres, con Temujin y con Jelme, pero cuando se enfrentaban entre ellos lo hacían con la ruidosa energía de dos críos, una lucha llena de codos y rostros rojos de ira. Ninguno de ellos movió la mano hacia su puñal. En un segundo, Khasar tenía la cabeza de Kachiun bajo el brazo y le estaba sacudiendo.

—Di que eres un perro —gruñó Khasar, respirando trabajosamente por el esfuerzo—. Deprisa, me toca hacer guardia.

—Vi a Eluin yo primero y por tanto es mía —contestó Kachiun, ahogándose.

Khasar le apretó aún más.

—Di qué prefieres que se vaya a la cama con tu guapo hermano mayor —exigió.

Kachiun luchó con violencia y, cuando cayeron juntos contra la cama, Khasar le soltó. Ambos se quedaron tumbados, jadeando, observándose con recelo.

—No me importa si soy su perro —dijo Kachiun—. Ni tampoco a Jelme. —Respiró hondo por si acaso su hermano se lanzaba contra él de nuevo—. Ni a ti tampoco.

Khasar se encogió de hombros.

—Me gusta matar tártaros, pero si me siguen enviando viejas con sus partidas de asalto, no sé qué voy a hacer. Hasta Arslan consiguió encontrar una hermosa jovencita antes de irse.

—¿Sigue rechazándote? —preguntó Kachiun.

Khasar frunció el ceño.

—Dijo que Arslan me mataría si la tocaba, y puede que tenga razón. Es alguien a quien no quiero enojar.

Arslan estaba en la ger que había construido alrededor de su forja, dejando que el calor le calentara los huesos. Sus preciosas herramientas habían sido engrasadas y envueltas en un paño para que no se oxidaran y no encontró nada que objetar. Se volvió hacia Jelme.

—Has hecho un gran trabajo aquí, hijo mío. He visto cómo te miran los demás hombres. Quizá haya sido el Padre Cielo el que nos ha guiado hasta los Lobos.

Jelme se encogió de hombros.

—Eso forma parte del pasado. He encontrado un propósito aquí, padre, un sitio. Ahora me interesa el futuro, sí es que este invierno termina algún día. Nunca he visto un invierno así.

—En tus larguísimos años de vida —respondió Arslan, sonriendo.

Parecía que la seguridad de Jelme en sí mismo había aumentado durante su separación, y no sabía muy bien cómo tomarse a ese joven y fuerte guerrero que le hablaba con tanta calma. Tal vez hubiera necesitado la ausencia de su padre para convertirse en hombre. Era algo que le hacía pensar, y en ese momento lo que Arslan quería era perder la cabeza.

—¿Puedes traerme un odre o dos de airag para beber mientras charlamos? —le pidió—. Quiero que me cuentes cómo fueron los ataques a los tártaros.

Jelme entró en su tienda y sacó un grueso odre de aquel potente líquido.

—He dispuesto que nos traigan un estofado caliente. No es muy espeso, pero todavía tenemos un poco de carne seca y salada.

Ambos hombres se apoyaron en la forja, relajándose junto al fuego. Arslan se desató la túnica para que penetrara el calor.

—He notado que tus espadas han desaparecido —dijo Jelme. Arslan gruñó irritado.

—Fueron el precio que pagamos por las mujeres que trajo Temujin.

—Lo siento. Fabricarás otras igual de buenas, o mejores.

Arslan frunció el ceño.

—Cada una de ellas supone un mes de trabajo continuo, y eso no incluye el tiempo de extraer el mineral o de fabricar los lingotes de hierro. ¿Cuántas más crees que podré hacer todavía? No viviré eternamente. ¿Cuántas veces puedo conseguir el acero adecuado y trabajarlo sin fallos? —Escupió en la forja y observó cómo burbujeaba con suavidad, aún no estaba lo bastante caliente para retirarla—. Pensé que heredarías la hoja que llevaba.

—Quizás aún lo haga, si nos fortalecemos lo suficiente para arrebatársela a los olkhun’ut —contestó Jelme.

Su padre se separó de la forja y lo miró fijamente.

—¿Eso es lo que piensas? ¿Que este pequeño grupo de asaltantes arrasará las tierras en primavera?

Jelme lo miró a los ojos con terquedad, pero no respondió. Arslan resopló.

—Te eduqué para que tuvieras más sentido común. Piensa tácticamente, Jelme, como te enseñé. Tenemos, ¿cuántos?, ¿treinta guerreros, como máximo? ¿Cuántos de ellos han sido adiestrados desde que eran pequeños como tú, como Temujin y sus hermanos?

—Ninguno de ellos, pero… —empezó a decir Jelme.

Su padre bajó el brazo con brusquedad, cada vez más furioso.

—Las tribus más pequeñas pueden llegar a tener entre sesenta y ochenta hombres de buena calidad, Jelme, hombres que pueden acertar a un ave en el ala con sus arcos, hombres con buenas espadas y suficientes conocimientos para atacar en formación, o retirarse en orden. No confiaría en que este campamento organizara un ataque contra la quinta parte de los guerreros olkhun’ut. ¡No te engañes! Este pequeño lugar helado necesitará la bendición del Padre Cielo para sobrevivir una única estación tras el deshielo. Los tártaros llegarán aullando, buscando venganza por cada una de las veces que hayan sido atacados durante el invierno, por nimias que fueran las pérdidas.

Jelme apretó la mandíbula al oír eso y miró con hostilidad a su padre.

—Les hemos robado caballos, armas, comida, e incluso espadas…

Una vez más, su padre le hizo callar.

—¡Espadas que podría doblar con mis propias manos! Conozco la calidad de las armas de los tártaros, hijo.

—¡Para ya! —Rugió Jelme de repente—. No tienes ni idea de lo que hemos hecho. Ni siquiera me has dado la oportunidad de decírtelo antes de que empezaras a soltar advertencias y profecías catastrofistas. Sí, puede que nos destruyan en primavera. He hecho lo que he podido para formarles y adiestrarles mientras no estabais. ¿Cuántos hombres has aceptado para que trabajen la forja y aprendan tu arte? No he oído de ninguno.

Arslan abrió la boca, pero Jelme era presa de la furia y no había modo de detenerlo.

—¿Preferirías que me rindiera y me tendiera en la nieve? Éste es el camino que he elegido. He encontrado un hombre al que seguir y he hecho un juramento. Siempre cumplo mi palabra, padre, como tú me enseñaste que debía ser. ¿Querías decir que había que cumplirla cuando lo tuviéramos todo a nuestro favor? No. Me enseñaste demasiado bien. Si crees que voy a dejar plantada a esta gente te equivocas. Tengo un lugar, te lo he dicho, no importa lo que suceda. —Hizo una pausa y respiró hondo por la fuerza de su emoción—. He hecho que los tártaros nos teman, tal y como dije que haría. Esperaba que estuvieras orgulloso de mí y, en vez de eso, explotas como un viejo timorato con tus miedos.

Arslan no pretendía pegarle. Su hijo estaba demasiado cerca, y cuando movió las manos, Arslan reaccionó por instinto, lanzando un puño de hierro contra la mandíbula de su hijo. Jelme se desplomó, aturdido, y su hombro chocó contra el borde de la forja.

Arslan observó lo que sucedía, desolado, mientras Jelme tardaba un momento en levantarse con una calma glacial. Su hijo se frotó la mandíbula, con el semblante muy pálido.

—No vuelvas a hacer eso —dijo Jelme con voz suave, pero sus ojos tenían una mirada dura.

—Ha sido un error, hijo mío —respondió Arslan—. Ha sido por culpa de la preocupación y el cansancio, nada más.

Por su expresión, se diría que sentía el dolor en su propia carne.

Jelme asintió. Había recibido golpes peores en sus combates de práctica juntos, pero la ira todavía le recorría el cuerpo y era difícil deshacerse de ella.

—Enseña a algunos hombres a fabricar espadas —pidió Jelme, pero sonó como una orden—. Necesitaremos todas y cada una de ellas y, como tú dices, no vivirás eternamente. Ninguno de nosotros lo hará. —Se frotó la mandíbula otra vez, torciendo el gesto cuando dio un chasquido—. Aquí he encontrado algo valioso —dijo, tratando de que su padre lo entendiera—. Las tribus luchan entre sí y desperdician su fuerza. Aquí hemos demostrado que un hombre puede empezar de nuevo, no importa si una vez fue un naimano o un Lobo.

Arslan vio una extraña luz en los ojos de su hijo que le preocupó.

—Les llena la barriga de comida y, por un momento, olvidan antiguas rencillas y odios. ¡Eso es lo que estoy viendo aquí! —Le espetó a su hijo—. Las tribus llevan mil años luchando. ¿Crees que un hombre puede eliminar toda esa historia, ese odio?

—¿Cuál es la alternativa? —preguntó Temujin desde la puerta.

Ambos se giraron hacia él, y Temujin vio el oscuro cardenal de la mandíbula de Jelme, comprendiendo al instante su origen.

Parecía exhausto mientras se acercaba a la forja.

—No podía dormir con tres mujeres y mi hermanita parloteando como cotorras, así que decidí venir aquí.

Ni el hijo ni el padre respondieron, y Temujin continuó, cerrando los ojos cuando sintió el calor del fuego.

—No pido que me sigan ciegamente, Arslan —dijo—. Tienes razón al cuestionar nuestro propósito. Ves un grupo harapiento con apenas suficiente alimento para superar el invierno. Quizá podríamos encontrar un valle en algún sitio y criar ganado y niños mientras las tribus siguen vagando y masacrándose las unas a las otras.

—No me vas a decir que te importa cuántos desconocidos mueran en esas batallas —espetó Arslan con tenacidad.

Temujin fijó sus ojos amarillos en el espadero y pareció que su mirada llenaba el pequeño espacio de la ger.

—Alimentamos la tierra con nuestra sangre, nuestras interminables desavenencias —dijo un rato después—. Siempre lo hemos hecho, pero eso no significa que debamos hacerlo para siempre. He demostrado que una tribu puede formarse a partir de miembros de los quirai, los Lobos, los woyela, los naimanos. Somos un pueblo, Arslan. Cuando seamos lo bastante fuertes, haré que vengan a mí o los destruiré uno por uno. Te digo que somos un pueblo. Somos mongoles, Arslan. Somos el pueblo de plata, y un solo khan puede liderarnos.

—Estás borracho, o soñando —contestó Arslan, haciendo caso omiso de la incomodidad de su hijo—. ¿Qué te hace creer que llegarían a aceptarte algún día?

—Soy la tierra —respondió Temujin—. Y la tierra no ve diferencia en las familias de nuestro pueblo. —Su mirada pasó de uno a otro—. No os pido vuestra lealtad. Eso me lo disteis con vuestro juramento y os obliga de por vida. Puede que todos encontremos la muerte en el intento, pero no seríais los hombres que creo que sois si eso os detuviera. —Se rió entre dientes durante un momento y se frotó los ojos con los nudillos, sintiendo todavía más sueño por el calor—. Una vez subí en busca de un polluelo de águila. Podría haberme quedado al pie de la montaña, pero el precio merecía el riesgo. Resultó que había dos, así que tuve más suerte de la que había esperado tener. —Su risa sonó amarga, pero no explicó la razón. Palmeó al padre y al hijo en el hombro—. Ahora dejad las discusiones y subid conmigo —dijo.

Se detuvo un momento para ver cómo reaccionaban ante sus palabras, luego regresó a la fría nieve para encontrar algún lugar donde dormir.