XXII

Arslan tuvo el acierto de dejarlos solos esa primera noche. El espadero seguía dándole vueltas a la pérdida de sus aceros y prefirió coger un arco y salir a cazar mientras Temujin iba conociendo a las mujeres de los olkhun’ut. Esa noche, cuando hicieron un alto, la joven que había ido detrás caminando tenía los pies doloridos y estaba agotada. Temujin averiguó que su nombre era Eluin y que estaba acostumbrada a cuidar de su hermana, Makhda, desde que la enfermedad la debilitó. Temujin dejó a ambas con los caballos después de que comieran, pero todavía se oía a intervalos la tos ronca de Makhda. Aunque tenían las mantas de los caballos para protegerse del frío, ninguna de las dos hermanas parecía muy resistente. Si Makhda vivía lo suficiente para llegar al norte, Temujin pensó que su madre podría encontrar algunas hierbas para ella, pero era una esperanza exigua.

Mientras desenrollaba una manta sobre el suelo junto al crepitante fuego, Borte apenas habló. Temujin estaba acostumbrado a dormir sin nada aparte de su deel para protegerse de la escarcha, pero no le parecía adecuado pedirle que ella hiciera lo mismo. No sabía a qué vida estaba habituada, ni cómo la había tratado Sholoi después de que él se hubiera ido. No había crecido entre hermanas y se sentía raro en su presencia de un modo que no acababa de entender.

Habría querido conversar con ella mientras cabalgaban, pero ella iba sentada con la espalda rígida y erguida, balanceándose con el movimiento del caballo, la mirada fija en el horizonte.

Había perdido la oportunidad de iniciar una conversación con naturalidad y ahora parecía existir una tensión entre ellos que no lograba hacer desaparecer.

Cuando Arslan volvió de cazar, desempeñó el papel de sirviente con su habitual eficiencia. Despedazó una marmota que había capturado, asando las tiras de carne hasta que estuvieron deliciosamente tostadas. Después se retiró a un lugar cercano, perdido en la creciente penumbra. Temujin esperaba que Arslan le hiciera notar de algún modo que aceptaba el trueque que había hecho por su esposa, pero todo lo que el espadero le concedió fue un adusto silencio.

Cuando las estrellas llegaron al norte, Temujin, inquieto, comenzó a dar vueltas en el sencillo lecho, incapaz de hallar una postura cómoda. Había visto la suavidad de la piel morena de Borte mientras se lavaba la cara y los brazos en un arroyo, lo bastante frío para hacer que le castañetearan los dientes. Se dio cuenta de que eran unos dientes fuertes y blancos. Por un instante, consideró alabarla por ellos, pero le pareció como admirar un caballo nuevo y no llegó a pronunciar las palabras. No podía fingir que no quería tenerla bajo la manta con él, pero los años que habían pasado separados se elevaban entre ellos como un muro. Si se lo hubiera preguntado, le habría contado todo lo que le había sucedido desde la última vez que se vieron, pero no lo había hecho, y no sabía cómo empezar.

Mientras estaban tendidos bajo las estrellas, deseó que oyera sus hondos suspiros, pero sí lo hizo, no dio ninguna muestra de ello, ni tan siquiera de estar despierta. Era como si estuviera solo en el mundo, y así era exactamente como se sentía. Imaginó que se quedaba despierto hasta el amanecer para que ella notara su cansancio y se arrepintiera de haber hecho caso omiso de él. Era una idea interesante, pero no pudo mantener la sensación de orgullo herido demasiado tiempo.

—¿Estás despierta? —preguntó de repente, sin pensar. Bajo las estrellas, vio cómo Borte se incorporaba.

—¿Cómo podría dormir, contigo enfurruñado y resoplando de esa forma? —respondió.

Temujin recordó la última vez que había oído esa voz en la oscuridad y el beso que le siguió. El pensamiento le resultó excitante, y sintió que su cuerpo se calentaba bajo el deel, a pesar del aire helado.

—Había pensado que pasaríamos la primera noche bajo una manta, los dos juntos —explicó.

Pese a sus buenas intenciones, sus palabras sonaron como una queja irritada y la oyó resoplar antes de responder.

—¿Quién podría resistirse a tan dulces palabras?

Él aguardó expectante, pero su persistente silencio fue respuesta suficiente. Al parecer, ella sí podía. Temujin suspiró, frenando el sonido cuando oyó su risa, ahogada enseguida bajo la manta. En la oscuridad, él sonrió, repentinamente divertido.

—He pensado muchas veces en ti durante estos años —dijo.

Entonces notó que su figura se movía y adivinó que se había vuelto hacia él. Se tumbó sobre su costado frente a ella y se rascó la nariz donde la hierba húmeda le hacía cosquillas.

—¿Cuántas veces? —murmuró ella.

Se quedó pensativo un momento.

—Once —contestó—. Doce, contando esta noche.

—No pensaste en mí —le dijo ella—. ¿Qué recuerdas de mí?

—Recuerdo que tenías una voz agradable y un moco debajo de la nariz —dijo él, con un tono despreocupado y sincero que la redujo a un silencio atónito.

—Esperé que volvieras y me llevaras contigo durante mucho tiempo —prosiguió ella por fin—. Hubo noches en las que soñé que venías a caballo, ya adulto, como khan de los Lobos.

En la oscuridad, Temujin se puso tenso. ¿Era eso lo que pasaba? ¿Su nuevo estatus le había hecho parecer menos a sus ojos? Se apoyó en un codo para responder, pero ella continuó, sin darse cuenta de los constantes cambios de estado de ánimo de Temujin.

—Rechacé a tres jóvenes de los olkhun’ut —le contó—. Al último, cuando mi madre estaba enferma y no era probable que sobreviviera al duro invierno. Las mujeres se reían de la chica que suspiraba por un Lobo, y aun así caminaba con orgullo entre ellos.

—Sabías que vendría —dijo Temujin con un toque de petulancia.

Ella resopló otra vez.

—Pensé que estabas muerto, pero no quería casarme con alguno de los muchachos que se ocupa de los caballos de las gers y convertirme en madre de sus hijos. Se rieron de mi orgullo, pero era todo lo que tenía.

El joven khan se quedó mirando fijamente la penumbra, tratando de entender la lucha a la que se había enfrentado, tal vez tan dura a su modo como la suya. Si había aprendido algo en la vida, era que había quien prosperaba y cobraba fuerza en soledad. Eran personas vitales y peligrosas y valoraban todo lo que los mantenía aparte. Por lo visto, Borte era una de ellas. Él mismo lo era. Pensó en su madre por un momento. Ella le había dicho que fuera amable.

—La primera vez que estuve entre los olkhun’ut, me entregaron a ti, y fuiste aceptada por mi padre —dijo con suavidad—. La segunda vez he venido por propia voluntad a buscarte.

—Querías poner tu semilla dentro de mí —afirmó ella sucinta.

Temujin deseó poder ver su rostro en la oscuridad.

—Sí —contestó—. Quiero tu espíritu en mis hijos e hijas: lo mejor de los olkhun’ut. Lo mejor de los Lobos.

Oyó un crujido y sintió la calidez de su cuerpo: se había acercado a él y extendió su manta sobre ambos.

—Dime que soy hermosa —le susurró al oído, excitándole.

—Lo eres —respondió, con la voz más grave y ronca. Movió las manos sobre su cuerpo en la negrura, abriendo su túnica y sintiendo la suavidad de su barriga—. Tienes los dientes muy blancos.

La oyó reír en su oído ante esa alabanza, pero las manos de ella empezaron a acariciarle y él ya no tenía más palabras, ni las necesitaba.

Al día siguiente, mientras Temujin cabalgaba con Borte, lo percibía todo de un modo extrañamente vívido. Sus sentidos parecían agudizados, casi doloridos. Cada vez que se tocaban, pensaba en la noche anterior y en las próximas noches, emocionado por el recuerdo y la proximidad a ella.

No avanzaron demasiado, aunque Arslan tomó las riendas y dejó que ambas hermanas cabalgaran juntas durante la mayor parte de la tarde. Se detuvieron a cazar y, con los dos arcos, consiguieron carne suficiente para asar todas las noches. La tos de Makhda fue empeorando al alejarse del refugio de las gers de los olkhun’ut y se oían los sollozos de su hermana cuando se ocupaba de ella. Arslan las trataba a ambas con gentileza, pero al acabar el primer mes, tuvieron que atar a Makhda a la silla para evitar que cayera desfallecida. Aunque no hablaban sobre el tema, ninguno de ellos esperaba que viviera mucho más.

El verde de la tierra se fue apagando a medida que avanzaban hacia el norte, y una mañana, al despertarse, Temujin vio que estaba nevando. Iba envuelto en mantas con Borte; habían dormido profundamente, agotados por el frío y las interminables llanuras. Ver la nieve hizo que el hielo retornara en parte al espíritu de Temujin, marcando el fin de una época feliz, tal vez la más feliz que hubiera conocido jamás. Sabía que regresaba a las penurias y a la lucha, a liderar a sus hermanos en una guerra contra los tártaros. Borte percibió una nueva distancia en él y se retrajo ante ella, de modo que pasaron horas y horas en tedioso silencio.

Arslan fue el primero en avistar a los nómadas en la distancia: su voz sacó a Temujin de su ensoñación. Tres hombres habían reunido un pequeño rebaño a sotavento de una colina y habían montado una sucia ger contra el frío invernal. Desde que Sansar les quitó las espadas, Temujin había temido un encuentro así. Con Borte en sus brazos, maldijo para sí en voz baja. A lo lejos, los desconocidos montaron enseguida, poniendo los caballos al galope. Quizá sus intenciones fueran pacíficas, pero al ver a las tres jóvenes sin duda se abalanzarían sobre ellos. Temujin tiró de las riendas y le dijo a Borte que bajara del caballo. Sacó el arco de su funda y colocó la mejor cuerda que le quedaba, quitándole la tapa a su carcaj. Vio que Arslan estaba preparado. El espadero había cortado la cuerda que sostenía a Makhda a la silla, dejándola sentada junto a su hermana en el suelo helado. Mientras montaba, Temujin y él cruzaron una mirada.

—¿Esperamos? —preguntó Arslan.

Temujin observó a los guerreros al galope y deseó tener una espada. Tres pobres nómadas no serían propietarios ni de una larga hoja entre todos, y habría bastado para que el resultado fuera claro. Tal como estaban las cosas, Arslan y él podrían acabar convertidos en carroña para las aves en pocos instantes. Era menos arriesgado atacar.

—No —exclamó por encima del viento—. Los mataremos.

Oyó a las hermanas gemir asustadas a sus espaldas, espoleó a su montura y preparó su arco. No pudo evitar sentir una especie de euforia al conducir al caballo únicamente con las rodillas, manteniendo un equilibrio perfecto para lanzar la muerte desde su arco.

La distancia que los separaba de los desconocidos parecía amplia mientras corrían por la llanura, pero de pronto estuvieron cerca y el viento rugía en sus oídos. Temujin escuchó el sonido de los cascos de su caballo golpeando el suelo, sintiendo el ritmo. Había un punto en el galope en el que las cuatro pezuñas se despegaban de él al unísono durante una décima de segundo. Yesugei le había enseñado a lanzar la flecha justo en ese instante, para que su puntería fuera siempre perfecta.

Los hombres a los que se enfrentaban no habían soportado años de ese tipo de adiestramiento. En su excitación, midieron mal la distancia y las primeras flechas pasaron silbando por encima de las cabezas de Temujin y Arslan antes de que hubieran llegado hasta ellos. Los cascos resonaban y una y otra vez se producía ese momento de libertad en el que los caballos volaban. Temujin y Arslan dispararon al unísono, y las saetas salieron hacia lo lejos.

El guerrero al que Arslan había apuntado cayó como un plomo de la silla, derribado por una flecha que le atravesó el pecho. Su montura relinchó salvajemente, mientras daba patadas y corcoveaba. El disparo de Temujin fue igual de limpio y el segundo hombre giró sobre sí mismo para desplomarse inmóvil en el suelo helado. Temujin vio que el tercero disparaba su arco cuando se cruzaron a toda velocidad, apuntando directamente a su pecho.

Se tiró hacia un lado y la flecha pasó por encima de él, pero había caído demasiado abajo y no podía levantarse de nuevo. Gritó presa de la ira cuando se resbaló del estribo y se encontró aferrado con todas sus fuerzas al cuello palpitante de su caballo que corría a galope tendido. El suelo pasaba a toda velocidad por debajo de él mientras tiraba cruelmente de las riendas, y todo su peso sacó el freno de la boca del animal, de modo que se le soltó el otro pie. Por unos instantes, el caballo le arrastró por la tierra congelada y luego, con un gran esfuerzo de voluntad, abrió la mano que sujetaba las riendas y cayó, haciendo un ímprobo esfuerzo por retirarse rodando del camino de las pezuñas para que no le aplastaran.

El caballo siguió corriendo sin él, y el ruido que producía se fue desvaneciendo hasta desaparecer en el silencio de la nieve. Temujin quedó tendido de espaldas, escuchando su propio aliento acelerado y tratando de recobrarse. Le dolía todo y le temblaban las manos. Parpadeó atontado mientras se incorporaba y se volvió a ver cómo estaba Arslan.

El espadero había clavado su segunda saeta en el pecho del caballo del guerrero, que se había venido abajo. Mientras Temujin observaba, el desconocido se levantó tambaleante, evidentemente aturdido.

Arslan se sacó un cuchillo de su deel y caminó sin prisas para acabar con su presa. Temujin intentó gritar, pero al tomar aliento sintió un dolor punzante en el pecho y se dio cuenta de que se había roto una costilla al caer. Con esfuerzo, se puso en pie y llenó sus pulmones.

—¡Espera, Arslan! —chilló, torciendo el gesto por el dolor.

El espadero le oyó y se detuvo, observando al hombre que había derribado. Temujin se puso una mano en las costillas, encorvado por el dolor mientras caminaba.

El nómada lo vio llegar con resignación. Sus compañeros yacían desplomados a su alrededor y sus caballos estaban paciendo con las riendas sueltas y enredadas entre sí. Su propia montura agonizaba sobre la escarcha. Mientras se aproximaba, Temujin vio que el nómada se dirigía hasta el animal, que coceaba desesperado, y le hundía un puñal en la garganta. Las patas dejaron de sacudirse y quedaron sin vida, y la sangre manó en un chorro rojo y humeante.

Temujin vio que el desconocido era bajo y musculoso, con piel muy oscura, rojiza, y los ojos hundidos bajo una frente prominente. Se protegía del frío con muchas capas de ropa y llevaba un sombrero cuadrado acabado en punta. Con un suspiro, se alejó del caballo muerto y le hizo señas a Arslan con su cuchillo sangriento.

—Ven y mátame —dijo—. Mira lo que tengo para ti.

Arslan no respondió, aunque se volvió hacia Temujin.

—¿Qué crees que va a suceder aquí? —le gritó Temujin al hombre, mientras cubría la distancia entre ellos.

Se retiró la mano del costado al hablar y trató de enderezarse, a pesar de que cada vez que respiraba lo atravesaba un espasmo de dolor. El hombre lo miró como si estuviera loco.

—Supongo que me mataréis como habéis matado a mis amigos —dijo—. A menos que vayáis a darme un caballo y una de vuestras mujeres.

Temujin se rió, mirando a donde Borte estaba sentada con Eluin y Makhda. Pensó que podía oír la tos incluso desde lejos.

—Eso puede esperar a que hayamos comido —repuso—. Te otorgo derechos de hospitalidad.

El semblante del desconocido se contrajo por el asombro.

—¿Derechos de hospitalidad?

—¿Por qué no? Es tu caballo lo que nos vamos a comer.

Cuando iniciaron la marcha a la mañana siguiente, las dos hermanas iban montadas en caballos y contaban con un nuevo guerrero con el que asaltar a los tártaros. El recién llegado no se fiaba de Temujin en absoluto, pero con suerte, sus dudas y confusiones sólo durarían hasta alcanzar el campamento entre las nieves. Si no, le daría una muerte rápida.

El viento los atacaba con crueldad, y la nieve los golpeaba como si se la arrojaran directamente a los ojos y a cualquier parte desprotegida de su piel. Eluin estaba sentada sobre sus rodillas en la nieve, aullando junto al cadáver de su hermana. Makhda no había tenido una muerte fácil. El frío constante había empeorado el estado de sus encharcados pulmones. A lo largo de la última luna, cada mañana Eluin se había dedicado a golpearle en la espalda y el pecho hasta lograr que los rojos coágulos de sangre y flema se despegaran y pudiera luego escupirlos. Cuando estaba demasiado débil incluso para esto último, su hermana se encargaba de limpiarle la boca y la garganta con sus propios dedos, mientras Makhda, aterrorizada, luchaba en vano por no asfixiarse y lograr aspirar una bocanada del gélido aire. Su piel había adoptado una tonalidad parecida a la cera y, el último día, la oyeron respirar trabajosamente, como si aspirara a través de una flauta. Temujin se había admirado de su resistencia y más de una vez había considerado darle una muerte rápida con un tajo en la garganta. Arslan le había insistido para que lo hiciera, pero Makhda, con gesto cansado, negó con la cabeza todas las veces que se lo ofrecieron cuando ya el fin estaba próximo.

Hacían casi tres meses desde que habían partido del campamento de los olkhun’ut cuando la joven se desplomó sobre la silla. Cayó hacia el lado donde estaban las cuerdas que la sujetaban, de modo que Eluin no podía ponerla derecha otra vez. Arslan la había bajado del caballo y Eluin había empezado a sollozar. El sonido era apenas audible entre el furioso viento.

—Debemos proseguir —le dijo Borte a Eluin, poniéndole una mano en el hombro—. Tu hermana ya no está contigo.

Eluin asintió, callada y con los ojos enrojecidos. Le colocó las manos sobre el pecho al cadáver de su hermana. Tal vez la nieve la cubriera antes de que la encontraran los animales salvajes que buscaban alimento en su propia lucha por la supervivencia.

Sin dejar de llorar, Eluin dejó que Arslan la ayudara a subir al caballo. Durante mucho tiempo siguió volviéndose a mirar aquella diminuta figura antes de que la distancia la ocultara. Temujin vio que Arslan le había dado otra camisa, que ella se puso bajo el deel. Todos tenían frío pese a llevar varias capas de ropa y pieles. Estaban próximos al agotamiento, pero Temujin sabía que su campamento no podía estar lejos. La Estrella Polar había ascendido en el cielo mientras viajaban hacia el norte y calculó que habían entrado en territorio de los tártaros. Al menos, la nieve los ocultaría de sus enemigos, del mismo modo que los escondía de sus hermanos y de Jelme.

Se detuvieron para que los caballos descansaran y avanzaron con dificultad por la nieve, sintiendo los pies helados. Borte caminaba al lado de Temujin, con los brazos entrelazados dentro de las amplias mangas, de modo que al menos una parte de ambos estaba caliente.

—Tendrás que encontrar un chamán para que nos case —dijo Borte sin mirarle.

Caminaban con las cabezas gachas para protegerse del viento, y la nieve que se les pegaba a las cejas les daba el aspecto de demonios del invierno. Temujin emitió una especie de gruñido para dar su conformidad y le dio un breve apretón en el brazo.

—Este mes no me ha bajado la sangre.

Temujin asintió distraído, mientras seguía poniendo un pie delante del otro. Al no disponer de buena hierba, los caballos estaban esqueléticos, también ellos desfallecerían pronto. Deberían proseguir su camino durante algunas horas. Le dolían las piernas y su costilla rota aún le molestaba cada vez que tiraba de las riendas.

De repente, frenó en seco y se volvió hacia ella.

—¿Estás embarazada? —preguntó incrédulo.

—Es posible. Hemos comido muy poco… y a veces la sangre no baja por eso. Pero creo que sí, que estoy embarazada.

Borte vio cómo retornaba de su trance: en los ojos de Temujin apareció una sonrisa.

—Haber comenzado su vida en un viaje tan duro como éste hará que sea un hijo fuerte —afirmó.

Una enorme ráfaga de viento bramó mientras hablaba y tuvieron que darse media vuelta. No podían ver el sol, pero el día estaba llegando a su fin y le gritó a Arslan que buscara un refugio.

Mientras su compañero empezaba a explorar el terreno que los circundaba en busca de un lugar resguardado del viento, Temujin vio algo moverse fugazmente por el rabillo del ojo a través de las sábanas de nieve. Se le erizó el vello de la nuca presintiendo un peligro y emitió un largo silbido para avisar a Arslan de que debía retornar. El nómada lo miró burlón, pero sacó su puñal sin decir una palabra y se puso a escudriñar la nieve.

Los tres aguardaron en un tenso silencio a que Arslan regresara, mientras la nieve volaba y se agitaba a su alrededor. La tormenta no les permitía ver prácticamente nada, pero de nuevo a Temujin le pareció reconocer la figura de un hombre a caballo, una sombra. Borte le hizo una pregunta, pero él no la oyó: estaba sacudiendo el hielo del envoltorio de su arco y sujetando la cuerda de cola de caballo a uno de los extremos. Con un gruñido de esfuerzo, se dio cuenta de que la cuerda estaba húmeda a pesar del paño engrasado. Consiguió enganchar el lazo en la muesca del extremo, pero crujía de modo alarmante y se dijo que era muy posible que se rompiera en cuanto tirara de ella. ¿Dónde estaba Arslan? Oía el ruido de caballos al galope cerca de ellos, pero el eco del sonido resonaba en la inmensa blancura, hasta que no pudo distinguir por dónde llegaban. Empezó a girar con una flecha preparada en el arco. Estaban más cerca. Oyó al nómada respirar sonoramente entre los dientes, listo para el ataque. El hombre se mantenía firme y dio gracias por contar con un valeroso compañero más dispuesto a luchar a su lado. Temujin levantó el chirriante arco. Vio figuras oscuras y oyó gritos y, por una décima de segundo, imaginó que los tártaros estaban allí para exigir su cabeza.

—¡Aquí! —Gritó una voz—. ¡Están aquí!

Aliviado, Temujin casi dejó caer el arco al reconocer a Kachiun y saber que volvía a estar entre los suyos. Se quedó allí como atontado mientras su hermano saltaba de su silla y se arrojaba sobre él para abrazarlo.

—Ha sido un buen invierno, Temujin —le dijo excitado, dándole golpes en la espalda con la mano enguantada—. Ven y verás.