XXI

Temujin y Arslan atravesaban al trote el mar de hierba. Para sorpresa de Arslan, no le resultaba incómodo estar en silencio junto a él. Hablaban por la noche, alrededor del fuego, y practicaban con las espadas hasta estar cubiertos de una fina película de sudor. La espada que llevaba Temujin tenía un hermoso equilibrio y un canal para que la sangre manara y así poder liberarla de una herida sin que se atascara. Arslan la había fabricado para él y le había instruido sobre cómo mantener el filo y aceitar el acero. Los músculos del brazo derecho de Temujin fueron hinchándose y marcándose a medida que se iba acostumbrando al peso y, con Arslan como tutor, su destreza mejoraba día a día.

Los días a caballo pasaban tranquilos: cada uno iba inmerso en sus pensamientos o bien en la apacible ausencia de los mismos. Para Arslan era tan relajante como cuando viajaba con su hijo Jelme. Observaba a Temujin, que se adelantaba unos pasos o exploraba una colina para buscar la mejor ruta hacia el sur. Rodeaba al joven jinete una serena seguridad, una confianza en sí mismo que podía percibirse en cada uno de sus movimientos. Arslan rememoró las extrañas vueltas del destino que le habían llevado a rescatar a Temujin de los Lobos. En el pequeño campamento lo llamaban khan, pese a que apenas tenía a veinte hombres a sus órdenes y sólo un puñado de mujeres y niños. Aun así, caminaba con orgullo entre ellos y luchaban y ganaban asalto tras asalto. Había veces en que Arslan se preguntaba qué tipo de fuerza había desencadenado.

Los olkhun’ut habían trasladado su campamento varias veces desde que Temujin se alejara de allí con Basan, poco después de haber conocido la noticia de la herida de su padre. Tardaron dos lunas sólo en llegar a las tierras que circundaban la colina roja y una vez allí Temujin todavía no sabía dónde encontrarlos. Era posible incluso que hubieran iniciado otro viaje hacia el sur, como hicieran años atrás, poniéndose fuera de su alcance. Arslan notó cómo la tensión aumentaba en su joven compañero a medida que interrogaban a todos los nómadas y pastores con que se topaban, buscando cualquier pista sobre su paradero.

Para Temujin, no era tarea fácil acercarse a extraños con Arslan a su lado. Aunque sujetara el arco a la silla y cabalgara con las manos alzadas, les recibían las flechas listas para partir y los ojos atemorizados de los niños. Desmontaba para hablar a los nómadas sin tribu cuando los encontraba, aunque más de uno escapaba al galope en cuanto los divisaban. A algunos los enviaba hacia el norte, prometiéndoles que serían bienvenidos en su nombre. No sabía si le creían. Era un esfuerzo frustrante, pero una anciana sin miedo por fin asintió al oír el nombre y los mandó hacia el este.

El espíritu de Temujin no se calmó al recorrer las tierras que había conocido de niño. También pidió información sobre los Lobos, con el fin de evitarlos. Eeluk seguía en algún sitio por aquella región y Temujin no quería tropezarse con una partida de caza sin estar preparado. Ajustarían cuentas un día, lo sabía, pero no hasta que hubiera reunido suficientes guerreros para arrasar las gers de los Lobos como una tormenta de verano.

Cuando avistaron el vasto campamento de los olkhun’ut, al cabo de otro mes, Temujin frenó a su montura, sobrecogido por los recuerdos. Vio el polvo que levantaban los batidores que salieron a su encuentro como un enjambre que guardara los límites del territorio de la tribu.

—No muevas la mano hacia la espada cuando se acerquen —murmuró a Arslan.

El espadero contuvo una mueca ante el innecesario consejo y permaneció sentado como una estatua. Su caballo trató de comerse una mata de hierba pardusca y Temujin le dio una palmada en el cuello, manteniendo tirantes las riendas. Recordaba a su padre tan claramente como si estuviera allí con él, pero controló su emoción, adoptando una expresión impasible que Yesugei hubiera aprobado.

Arslan percibió el cambio en el joven, la tensión en sus hombros y su modo de montar. El pasado de un hombre siempre está lleno de dolor, pensó, relajándose deliberadamente mientras aguardaba a que los guerreros, quienes gritaban haciendo alarde de valentía, acabaran su exhibición.

—¿Y si se niegan a entregárnosla? —preguntó Arslan.

Temujin posó sus ojos amarillos en el espadero y Arslan sintió una extraña emoción bajo su fría mirada. ¿Quién era aquel muchacho para perturbarle de esa manera?

—No me marcharé sin ella —afirmó—. No seré rechazado sin una muerte.

Arslan asintió, preocupado. Todavía se acordaba de cómo era él a los dieciocho años, pero hacía mucho que había dejado atrás la imprudencia de esa edad. Su habilidad se había acrecentado y aún no había encontrado al hombre que pudiera vencerlo con la espada o el arco, aunque suponía que ese hombre existía. Lo que no podía hacer era seguir a Temujin en su frialdad, en la pura indiferencia ante la muerte, que sólo los muy jóvenes podían sentir. Después de todo, tenía un hijo.

Arslan no dejó traslucir su lucha interna en absoluto. Cuando los guerreros olkhun’ut estuvieron a su lado, había vaciado su mente y estaba perfectamente en calma.

Los jinetes aullaban y galopaban cerca de ellos con los arcos en ristre y las flechas colocadas en las cuerdas. La exhibición pretendía impresionarlos, pero ninguno de los dos prestó atención. Arslan vio que uno de los jinetes se detenía y tiraba de las riendas al ver la cara de Temujin. El brusco movimiento casi hizo caer a su caballo de rodillas, y en la expresión del guerrero se dibujó la estupefacción.

—Eres tú —dijo el jinete.

Temujin asintió.

—He venido a buscar a mi esposa, Koke. Te dije que lo haría.

Arslan observó cómo el guerrero olkhun’ut carraspeaba y escupía la flema. Con un golpe de sus talones aproximó su caballo a él hasta estar a menos de dos pasos. Temujin lo miró impasible, mientras Koke levantaba la mano como si fuera a pegarle, con el rostro embargado de una pálida ira.

Arslan se movió, acercando su caballo. Sacó la espada con delicadeza extrema y colocó la afilada punta bajo la garganta de Koke, apoyándola allí. Los otros guerreros bramaron furiosos, arremolinándose a su alrededor. Prepararon los arcos para disparar, pero Arslan hizo caso omiso de ellos, como si no estuvieran allí. Esperó hasta que los ojos de Koke se volvieron hacia él y percibió su pavor.

—No toques al khan —ordenó Arslan con suavidad.

Utilizó su visión periférica para observar a los demás hombres, viendo que uno de los arcos se inclinaba más que los otros. La muerte estaba lo bastante cerca para sentirla en la brisa y el día pareció detener su avance.

—Habla con cuidado, Koke —dijo Temujin, sonriendo—. Si tus hombres disparan, estarás muerto antes que nosotros.

Arslan vio que Temujin había advertido el arco a punto y volvió a maravillarse de su calma.

Aunque su montura se agitaba inquieta, Koke estaba inmóvil como una estatua. Agarró las riendas con más fuerza para evitar que le cortaran la garganta por un súbito respingo de su caballo.

—Si me matas, te despedazarán —susurró.

Temujin esbozó una ancha sonrisa.

—Eso es verdad —respondió, sin añadir nada más.

Aunque sonreía, sentía que una oleada de ira se iba formando en su pecho. No tenía paciencia para esa ritual humillación de los forasteros, no cuando procedía de ese pueblo.

—Retira la espada —dijo Koke.

Había que reconocer que su voz sonaba tranquila, pero Temujin vio cómo el sudor penaba su frente, a pesar del viento. No le vendría mal sentirse próximo a la muerte, pensó. Se preguntó por qué él mismo no estaba asustado, pero no sentía ningún miedo. Un vago recuerdo de alas batiendo frente a su rostro retornó a su memoria y tuvo la sensación de estar muy lejos, ajeno a aquel momento, de ser inmune al peligro. Se dijo que tal vez el espíritu de su padre le siguiera observando.

—Dame la bienvenida a tu campamento —dijo Temujin.

La mirada de Koke saltó de Arslan al joven que conoció hacía tanto tiempo. Temujin sabía que se encontraba en una posición imposible. O se echaba atrás y era humillado o, si no, moriría.

Temujin aguardó, indiferente. Miró en torno suyo a los demás hombres, dedicando un largo momento a contemplar al guerrero que había tensado el arco al máximo. Estaba listo para disparar y Temujin alzó la barbilla con un breve gesto, indicando que lo sabía.

—Te doy la bienvenida al campamento —susurró Koke.

—Más alto —pidió Temujin.

—Te doy la bienvenida —repitió Koke, apretando los dientes.

—Excelente —repuso Temujin. Se volvió en la silla hacia el hombre que aún esperaba con el arco en ristre.

—Si dejas salir esa flecha, me la sacaré y te la clavaré en la garganta —le amenazó.

El guerrero pestañeó y Temujin siguió mirándole fijamente hasta que bajó la afiladísima punta, casi avergonzado.

Oyó el jadeo ahogado que emitió Koke cuando Arslan retiró la hoja, y respiró hondo, descubriendo, para su sorpresa, que se estaba divirtiendo.

—Cabalga a nuestro lado y entremos pues, Koke —dijo, dándole una palmada en la espalda a su primo—. He venido a buscar a mi esposa.

Era imposible entrar en el campamento y no rendir visita al khan de los olkhun’ut. De repente le vinieron a la mente los juegos de poder que Yesugei había practicado con Sansar, de un khan a otro khan. Mantuvo la cabeza alta, pero no sintió vergüenza mientras Koke lo guiaba hacia la ger de Sansar en el centro del campamento. A pesar de sus éxitos frente a los tártaros, no era el igual de Sansar, como su padre lo había sido. Como mucho, era un líder guerrero, un reputado salteador que apenas merecía ser recibido. Si no hubiera alcanzado ni siquiera ese estatus, Temujin sabía que sólo el recuerdo de su padre le habría ayudado a conseguir una audiencia y quizá ni siquiera así lo habría logrado.

Arslan y él desmontaron y permitieron que se llevaran sus caballos y sus arcos con ellos. Koke se había hecho un hombre en los años que habían pasado sin verse, y Temujin se sintió interesado al comprobar que los vasallos del khan aceptaban el derecho de su primo para entrar en la tienda con sólo murmurar unas palabras. Temujin se dio cuenta de que la posición de Koke en la tribu había mejorado visiblemente. Se preguntó qué servicio habría prestado al khan de los olkhun’ut para lograrlo.

Cuando vio que Koke no regresaba, Temujin se acordó de algo de pronto y se echó a reír, sobresaltando a Arslan, que se mantenía en una silenciosa tensión.

—Siempre me hacen esperar, estos olkhun’ut —explicó—. Pero tengo paciencia, ¿verdad, Arslan? Soporto los insultos con enorme humildad.

Sus ojos brillaron, pero no era la risa lo que relucía en ellos, y Arslan sólo inclinó la cabeza. El frío control que había percibido en Temujin estaba siendo puesto a prueba en aquel campamento. Aunque no lo dejaba traslucir, Arslan creía que existía la posibilidad de que los mataran a ambos por un comentario precipitado.

—Honras a tu padre conteniendo tus impulsos —murmuró con suavidad—, sabiendo que no lo haces porque seas débil, sino porque eres fuerte.

Temujin le lanzó una mirada cargada de dureza, pero aquellas palabras parecieron calmar sus nervios. La expresión de Arslan no mostró ningún alivio. Por hábil que fuera, Temujin sólo tenía dieciocho años. Con ironía, Arslan admitió que el muchacho había sabido elegir a su compañero de viaje. Se habían adentrado en un terrible peligro y Temujin era tan fácil de irritar como cualquier joven en lo que atañía a su nueva categoría y a su orgullo. Arslan se dispuso a ser la influencia tranquilizadora que Temujin había sabido que necesitaría cuando su juicio estaba lúcido.

Koke volvió al cabo de una eternidad, moviéndose con un rígido desdén.

—Mi señor Sansar os recibirá —dijo—, pero tenéis que entregar las armas.

Temujin abrió la boca para protestar, pero Arslan se desató la vaina con un rápido gesto de los dedos y puso la empuñadura de su espada en la palma abierta de Koke.

—Cuida bien de esta espada, chico —le conminó Arslan—. No verás una de mejor calidad en lo que te queda de vida.

Koke no pudo resistirse a probar el equilibrio de la espada, pero Temujin arruinó su intento poniéndole la segunda hoja de Arslan en los brazos, de modo que se viera obligado a cogerla o a dejar caer las dos armas. Al entregar la espada, Temujin sintió su mano vacía, y su mirada no se separó de las armas mientras Koke se retiraba con ellas.

Fue Arslan quien se dirigió en primer lugar a uno de los vasallos del khan en la puerta, abriendo los brazos de par en par, invitándolo a que lo cacheara. No había nada pasivo en su actitud, y a Temujin le recordó la mortífera quietud de una cobra a punto de atacar. El centinela también lo percibió y registró hasta el último rincón del espadero, incluyendo los puños de su deel y sus tobillos.

Temujin tuvo que hacer lo mismo y soportó el cacheo sin inmutarse, aunque en su interior estaba empezando a temblar de ira. Ese pueblo nunca le gustaría, por mucho que soñara con formar una inmensa tribu de tribus en todo el territorio. Cuando lo hiciera, los olkhun’ut no formarían parte de ella hasta que hubieran sido purgados de sus elementos contaminados.

Cuando se hubieron dado por satisfechos, los vasallos los dejaron entrar. Ambos se agacharon para pasar al interior de la ger y, al instante, Temujin se sintió transportado a la noche en la que le habían informado de que su padre estaba herido. El suelo de madera pulida era el mismo, hasta el propio Sansar parecía haber sido preservado del paso de los años.

El khan de los olkhun’ut permaneció sentado mientras se aproximaban; sus ojos oscuros les contemplaban con un brillo de hastiada diversión.

—Me siento honrado de estar en tu presencia, señor —saludó Temujin con voz clara.

Sansar sonrió, y su piel se arrugó como un pergamino.

—No pensé que volvería a verte, Temujin. El fallecimiento de tu padre fue una gran pérdida para todos nuestros pueblos, para todas las tribus.

—Aquéllos que lo traicionaron todavía tienen que pagar un precio muy alto —respondió Temujin.

Notó una leve tensión en el aire y Sansar se inclinó hacia delante en su alta silla, como si esperara algo más. Cuando el silencio resultó intolerable, Sansar sonrió.

—He oído hablar de tus ataques en el norte —siseó la voz del khan en la penumbra—. Te estás labrando una reputación. Creo, sí, creo que tu padre estaría orgulloso de ti.

Temujin bajó la mirada, sin saber cómo reaccionar.

—Pero no has venido aquí a presumir de esas batallitas contra unos cuantos tártaros, estoy seguro —continuó Sansar.

En su voz resonaba una maldad que puso a Temujin los nervios de punta, pero respondió con calma.

—¿He venido a buscar lo que me prometiste? —Dijo, mirando a Sansar directamente a los ojos.

Sansar fingió sentirse confuso por un momento.

—¿La chica? En aquel entonces te presentaste ante nosotros como el hijo de un khan, como alguien que podría llegar a heredar el liderazgo de los Lobos. Ésa es una historia que ya ha llegado a su fin.

—No del todo —contestó Temujin, observando cómo Sansar parpadeaba despacio y cómo brillaba en su mirada el regocijo que sentía en su interior.

Se estaba divirtiendo, no cabía duda. Temujin se preguntó de pronto si le permitirían marcharse con vida. Había dos guerreros junto al khan en la ger, ambos armados con espadas. Koke estaba a un lado, con la cabeza gacha. Con una ojeada, Temujin vio que podría arrebatarle las espadas que sostenía entre los brazos si era necesario. Su primo seguía siendo un idiota.

Temujin se obligó a sí mismo a relajarse. No había ido a esa tienda a morir. Aunque había visto a Arslan matar con sus propias manos y sabía que podrían sobrevivir a las primeras embestidas de los vasallos de Sansar, una vez que los guerreros acudieran a defender a su khan, sería el fin. Desechó la idea Sansar no merecía que perdiera su vida, no en aquel momento, ni nunca.

—Entonces ¿los olkhun’ut no tienen palabra? —preguntó con suavidad.

Sansar inspiró una larga bocanada de aire, dejando que saliera silbando entre sus dientes. Sus guerreros cambiaron de postura, haciendo que sus manos tocaran los puños de sus espadas.

—Sólo a los jóvenes les preocupa tan poco su vida —dijo Sansar— como para arriesgarse a insultarme en mi propia casa.

Su mirada se posó en Koke y su interés se encendió al ver las espadas gemelas.

—¿Qué puede ofrecerme un simple salteador por una de las mujeres de los olkhun’ut? —preguntó.

No vio a Arslan cerrar los ojos durante un instante, luchando para controlar su indignación. La espada que llevaba había estado con él más de una década y era la mejor que había fabricado jamás. No tenían nada más que ofrecer. Por un segundo, se preguntó si Temujin había adivinado que habría un precio y había decidido no avisarle.

Al principio, Temujin no respondió. El guerrero que estaba junto a Sansar le observaba como quien vigila a un perro rabioso, esperando a que enseñe los colmillos para matarlo.

Temujin respiró hondo. No había elección y no miró a Arslan para obtener su aprobación.

—Te ofrezco una espada perfecta fabricada por un hombre sin igual en todas las tribus —repuso—. No como precio, sino como un regalo de honor al pueblo de mi madre.

Sansar inclinó la cabeza con cortesía, haciendo a Koke ademán de que se acercara. El primo de Temujin ocultó su sonrisa y presentó las dos espadas.

—Parece que tengo varias entre las que elegir, Temujin —dijo Sansar, sonriendo.

Temujin observó con frustración cómo Sansar toqueteaba las empuñaduras talladas, frotando el cuerno y el metal con las yemas de los pulgares. Incluso en la penumbra de la ger, eran hermosas, y no pudo evitar recordar la espada de su padre, la primera que le habían arrebatado. En el silencio, se acordó de la promesa que había hecho a sus hermanos, y habló de nuevo antes de que Sansar pudiera responder.

—Además de la mujer que me prometisteis, necesito dos esposas más para mis hermanos.

Sansar se encogió de hombros, luego desenfundó la espada de Arslan y la sostuvo frente a sus ojos para admirar su longitud.

—Si me regalas ambas espadas, encontraré aceptable tu oferta, Temujin. Tenemos demasiadas chicas en las tiendas. Puedes llevarte a la hija de Sholoi si ella te acepta. Ha sido una molestia para nosotros durante tiempo suficiente, y nadie puede decir que los olkhun’ut no cumplen sus promesas.

—¿Y dos más, jóvenes y fuertes? —insistió Temujin.

Sansar lo miró largo tiempo, apoyando las hojas en su regazo. Por fin, asintió con desgana.

—Por la memoria de tu padre, te daré dos hijas de los olkhun’ut. Fortalecerán tu linaje.

Temujin deseó alargar las manos y agarrar el flaco cuello del khan. Hizo una inclinación de cabeza y Sansar sonrió.

Las huesudas manos del khan seguían palpando las armas y adoptó una expresión ausente; parecía que casi había olvidado a los hombres que le rodeaban. Con gesto lánguido, indicó que aquella pareja debía desaparecer de su presencia. Los vasallos los condujeron de regreso al frío aire exterior y Temujin inspiró una profunda bocanada. Sentía que el corazón le iba a estallar en el pecho.

El semblante de Arslan estaba tirante de ira y Temujin alargó una mano para rozar con suavidad su muñeca. El contacto hizo dar un respingo al espadero y Temujin se quedó inmóvil, percibiendo la fuerza interior de Arslan vibrar dentro de él.

—Es un regalo más importante de lo que crees —dijo Arslan.

Temujin negó con la cabeza, viendo a Koke aparecer a sus espaldas con los brazos vacíos.

—Una espada es sólo una espada —contestó. Arslan lo miró con expresión fría, pero Temujin no se inmutó—. Fabricarás una mejor, para cada uno de nosotros dos.

A continuación se volvió hacia Koke, que escuchaba fascinado el diálogo.

—Llévame con ella, primo.

Aunque los olkhun’ut habían viajado mucho desde la última vez que había estado en su campamento, por lo visto el estatus de Sholoi y su familia no había cambiado en absoluto. Koke guió a Temujin y Arslan hasta el borde exterior de las gers, a la misma tienda remendada y recosida que recordaba. Temujin sólo había pasado unos días allí, pero seguían frescos en su memoria. Entonces no era más que un niño. Como hombre, se preguntó si Borte se alegraría de su regreso. Si se hubiera casado en su ausencia, Sansar se lo habría dicho, ¿no? Pensó con desánimo que el khan de los olkhun’ut no tendría ningún reparo en quedarse con dos estupendas espadas a cambio de nada.

Cuando Koke se aproximó, vio a Sholoi que salía encorvado por la pequeña puerta. A continuación, estiró la espalda y enganchó una correa de cuerda. El viejo los vio llegar y se cubrió los ojos con la mano para protegerse del sol de la mañana. Los años se notaban más en Sholoi que en el khan. Estaba más delgado de lo que Temujin recordaba y tenía los hombros hundidos bajo un deel viejo y mugriento. Cuando estuvieron cerca, Temujin advirtió que tenía las manos nudosas surcadas de venas azules; de repente el viejo pareció sobresaltarse, como si acabara de reconocerle. Sin duda la vista empezaba a fallarle, aunque en sus piernas había un rastro de su antigua fuerza, como una vieja raíz que se sostiene hasta justo antes de romperse.

—Pensé que estabas muerto —dijo Sholoi, limpiándose la nariz con el dorso de la mano.

Temujin negó con la cabeza.

—Todavía no. Te dije que volvería.

Sholoi empezó a resollar y a Temujin le costó un segundo o dos darse cuenta de que se estaba riendo. El sonido terminó en tos, y observó cómo el viejo carraspeaba y escupía una asquerosa flema marrón.

Koke carraspeó a su vez, irritado.

—El khan ha concedido su permiso, Sholoi —dijo Koke—. Trae a tu hija.

Sholoi se burló de él.

—No vi al viejo Sansar aquí el invierno pasado, cuando se rompió la costura de mi tienda. No lo recuerdo a mi lado mientras el viento me azotaba y sólo tenía un remiendo y un poco de hilo. Ahora que lo pienso, tampoco le veo aquí en este momento, así que muérdete la lengua mientras hablamos.

Koke se sonrojó, y sus ojos se movieron veloces de Temujin a Arslan.

—Trae a las chicas para mis hermanos, Koke —ordenó Temujin—. He pagado un precio muy alto por ellas, así que asegúrate de que sean fuertes y guapas.

Koke se esforzó por controlar su rabia, molesto al ver que se deshacían de él. Ni Temujin ni Arslan lo miraron mientras se alejaba.

—¿Cómo está tu esposa? —preguntó Temujin cuando su primo se hubo marchado.

Sholoi se encogió de hombros.

—Murió hace dos inviernos. Se tendió en la nieve y se fue, sin más. Borte es todo lo que tengo ahora para cuidar de mí.

Temujin notó que su corazón se aceleraba al oír mencionar, su nombre. Hasta ese momento, no había sabido con certeza si seguía con vida. Por un instante, sintió compasión por lo solo que estaba aquel viejo: pero tras los golpes y las duras palabras que había dirigido contra sus hijos ya era tarde. Demasiado tarde para sentir remordimientos, aunque daba la impresión de que era algo habitual en los ancianos.

—¿Dónde…? —comenzó Temujin.

Iba a proseguir cuando la puerta de la ger se abrió de par en par y una mujer salió de ella. Se irguió y Temujin pudo ver que: Borte había crecido mucho, era casi tan alta como él. Se situó al lado de su padre y lo miró a los ojos con franca curiosidad, bajando la cabeza al final en señal de saludo. Su gesto rompió el hechizo, y vio que estaba vestida con ropas de viaje, con un deel forrado de piel y el pelo negro echado hacia atrás.

—Has tardado mucho en venir —fue lo primero que dijo.

Su voz resonó en su memoria y los recuerdos inundaron su pecho. Ya no era la niña huesuda que había conocido. Sus facciones eran fuertes, con unos ojos oscuros que parecían atravesarle. No podía distinguir nada más de ella bajo la gruesa túnica, pero su porte era esbelto y la enfermedad no había marcado su piel. Cuando se inclinó y besó a su padre en la mejilla, vio cómo le brillaba el cabello.

—Hay que sajar una de las pezuñas del potro negro —dijo—. Lo habría hecho hoy.

Sholoi asintió con pena, pero no se abrazaron. Borte cogió una bolsa de tela de la puerta y se la colgó en bandolera.

Temujin estaba hipnotizado mirándola, y apenas oyó a Koke, que volvía con sus caballos. Dos chicas caminaban a su lado, ambas llorando, con la cara enrojecida. Temujin sólo les echó una ojeada cuando una de ellas tosió y se llevó un trapo sucio a la boca.

—Ésa está enferma —le dijo a Koke.

Su primo se encogió de hombros con insolencia y la mano de Temujin se dirigió hacia donde debería haber estado su espada. Koke vio los dedos cerrarse en el aire y esbozó una ancha sonrisa.

—Es una de las que Sansar me dijo que te trajera, con su hermana —contestó.

Temujin apretó los labios y alargó la mano para coger a la chica por la barbilla, alzándole el rostro para mirarla. Se dio cuenta de que su tez estaba muy pálida, y se le cayó el alma a los píes. Era típico de Sansar tratar de obtener una ganga cuando ya se habían acordado las condiciones.

—¿Cuánto tiempo llevas enferma, pequeña? —le preguntó.

—Desde la primavera, señor —respondió. Por su expresión, resultaba evidente que Temujin la aterrorizaba—. Viene y va, pero soy fuerte.

Temujin desplazó su mirada hacia Koke y la mantuvo en él hasta que su primo perdió la sonrisa. Quizás estuviera rememorando la paliza que había sufrido a manos de Temujin aquella noche tanto tiempo atrás. Temujin suspiró. La chica tendría suerte si sobrevivía al viaje de vuelta a su campamento en el norte. Si moría, uno de sus hermanos tendría que encontrar una esposa entre las mujeres tártaras que capturaran.

Arslan tomó las riendas, y Temujin montó, mirando a Borte. En la silla de madera no había sitio para los dos, así que alargó un brazo y ella se aupó para sentarse en su regazo, aferrando su bolsa contra el pecho. Arslan hizo lo mismo con la chica que tosía. Su hermana tendría que caminar detrás de ellos. Temujin se percató de que debería haber traído más caballos, pero era demasiado tarde para lamentarse.

Hizo una inclinación de cabeza a Sholoi, sabiendo que nunca más volverían a encontrarse.

—Has sido fiel a tu palabra, anciano —dijo.

—Cuídala —respondió Sholoi, sin separar la mirada de su hija.

Temujin no respondió e hizo dar media vuelta a su montura; Arslan lo imitó, y ambos regresaron por donde habían venido, con la chica de los olkhun’ut trotando tras ellos.