Khasar esperaba rodeado de abundante nieve. Tenía el rostro entumecido a pesar de la grasa de oveja. No podía evitar compadecerse un poco de sí mismo. Por lo visto, sus hermanos se habían olvidado, pero hoy cumplía dieciséis años. En un arranque, sacó la lengua y trató de capturar unos cuantos copos. Llevaba mucho tiempo allí y estaba cansado y aburrido. Mientras observaba el campamento tártaro, a unos cien pasos de terreno blanco, se preguntó distraído si encontraría en él a una mujer. El viento soplaba helado y las nubes cruzaban raudas sobre su cabeza, como pálidas cabras correteando delante del pastor antes de una tormenta. A Khasar le gustó la imagen que había creado con esas palabras y las repitió para sí. Tenía que recordarlas para decírselas a Hoelun cuando regresaran de la incursión. Khasar consideró tomar un sorbo de airag para calentarse, pero recordó el consejo de Arslan y se aguantó. El espadero le había dado una taza del precioso líquido en un odre de cuero.
—No te quiero borracho —había dicho con severidad—. Si los tártaros llegan hasta ti, necesitaremos una mano firme y una visión clara.
A Khasar le gustaban el padre y el hijo que Temujin había traído consigo, sobre todo el padre. A veces, Arslan le recordaba al suyo propio.
Un movimiento en la lejanía sacó a Khasar de sus divagaciones. Era difícil mantenerse concentrado en la misión que le habían encargado cuando pensaba que se estaba congelando poco a poco. Decidió beberse el airag en vez de arriesgarse a estar demasiado anquilosado para reaccionar. Se movió con lentitud para no romper la capa de nieve que se había acumulado sobre su deel y su manta.
El líquido le escoció en las encías, pero lo tragó deprisa, sintiendo cómo el calor se extendía por la parte inferior de su pecho y ascendía hasta sus pulmones. Ayudaba contra el frío, y ahora que sin duda había actividad en el campamento tártaro necesitaba mantenerse despierto. Khasar estaba situado al oeste de los tártaros, invisible bajo la cubierta de nieve. Vio a varias figuras corriendo y, cuando cesó el viento, oyó cómo gritaban. Asintió para sí. Temujin había atacado. Ahora sabrían si realmente se trataba de un pequeño grupo de tártaros o de la emboscada sobre la que les había alertado Arslan. Los tártaros habían ofrecido una recompensa por el grupito de asaltantes que habían entrado en sus tierras desde el norte. Aquello, más que nada, había ayudado a Temujin a reclutar guerreros de las familias nómadas, tomando a sus mujeres y niños bajo su protección y tratándoles con honor. Los tártaros estaban ayudando a Temujin a reunir una tribu en el desierto nevado.
Khasar oyó el sonido de las flechas lanzándose. Desde esa distancia, no conseguía distinguir si partían de los arcos tártaros, pero no importaba. Temujin le había dicho que se tendiera en aquel punto bajo una capa de nieve y eso es lo que haría. Oía el ladrido de los perros y deseó que alguien les disparara una flecha antes de que se acercaran a Temujin. Seguía teniendo miedo de esos animales y no sería apropiado que mostrara debilidad ante hombres nuevos, pues algunos de ellos aún se mostraban cautelosos y desconfiados.
Khasar sonrió para sus adentros. Temujin prefería aceptar guerreros con esposas e hijos. No podrían traicionarle mientras sus seres queridos estuvieran en el campamento al cuidado de Hoelun. La amenaza nunca se había pronunciado y quizá sólo Khasar hubiera pensado en ello. Pero su hermano era lo bastante inteligente para haberlo tenido en cuenta, más inteligente que ninguno de ellos.
Khasar entrecerró los ojos y su corazón se aceleró bruscamente al ver dos figuras salir del campamento a la carrera. Reconoció a Temujin y a Jelme, y vio que corrían con los arcos en ristre y las flechas listas para ser disparadas. Tras ellos iban seis tártaros envueltos en sus pieles y ropas adornadas, aullando y enseñando sus amarillos dientes mientras los perseguían.
Khasar no vaciló. Su hermano y Jelme pasaron a su lado como un relámpago, sin mirarle. Aguardó una décima de segundo más a que los tártaros se aproximaran, y luego se alzó de la nieve como un demonio vengativo, tensando la cuerda hasta su oreja derecha al mismo tiempo. Dos flechas mataron a dos hombres, haciéndolos caer de bruces sobre la nieve. El resto frenaron patinando, presas del pánico y la confusión. En ese momento podrían haberse lanzado sobre Khasar destrozándole, pero Temujin y Jelme no le habían abandonado a su suerte. Tan pronto como oyeron el silbido de sus proyectiles, se dieron la vuelta, apoyaron una rodilla en el suelo y clavaron sus flechas en la nieve preparándose para disparar una tras otra. Se deshicieron de los restantes tártaros y Khasar tuvo tiempo de lanzar una última saeta que atravesó con precisión la pálida garganta del hombre más próximo a su posición. El guerrero tártaro agarró el astil de la flecha, y casi había conseguido sacársela cuando quedó inmóvil y se desplomó. Khasar se estremeció mientras veía morir a aquel hombre. Los tártaros vestían túnicas similares a las de su pueblo, pero los hombres del norte eran blancos de piel y extraños, y parecían no sentir el dolor. Aun así, morían con tanta facilidad como las cabras y las ovejas.
Temujin y Jelme recuperaron las flechas de los cadáveres, cortándolas con rápidos tajos de sus cuchillos. Era una labor sangrienta y la cara de Temujin estaba llena de salpicaduras rojas cuando le entregó a Khasar media docena de ellas empapadas de arriba abajo en el espeso líquido. Sin una palabra, dio una palmada a Khasar en el hombro, y Jelme y él regresaron al trote al campamento tártaro, casi en cuclillas, con los arcos rozando el suelo. El corazón palpitante de Khasar empezó a latir más despacio y colocó las ensangrentadas flechas en orden por si tenía que matar de nuevo. Con el máximo cuidado, envolvió su arco en una tira de tela empapada en aceite para mantenerlo seco y resistente, y a continuación retornó a su posición. Notó el frío en los huesos y, cuando la nieve empezó otra vez a caer sobre él, deseó haber llevado más airag consigo.
—¡No hay emboscada, Arslan! —exclamó Temujin desde el otro lado del campamento tártaro.
El espadero se encogió de hombros y asintió. Eso no quería decir que no fuera a producirse más tarde. Sólo significaba que no había sido así en esta ocasión. Había tratado de disuadirlos de su idea de hacer incursiones tan frecuentes en tierras tártaras si Temujin atacaba todas y cada una de las veces que se le presentaba la oportunidad era muy probable que les tendieran una trampa.
Arslan observó al joven khan recorrer a grandes zancadas las gers de los hombres difuntos. Había comenzado el llanto de las mujeres, y su sonido hacía sonreír a Temujin. Significaba la victoria de todos ellos, y Arslan nunca había conocido a nadie con menos propensión al remordimiento que el hijo de Yesugei.
Arslan levantó la vista hacia los suaves copos, sintiendo cómo se posaban en su cabello y en sus pestañas. Había vivido… cuarenta inviernos y había engendrado dos hijos, ahora muertos, y uno vivo. Sabía que si hubiera estado solo habría vivido los últimos años de su vida lejos de las tribus, quizás en las zonas más altas de las montañas, donde sólo los más fuertes pueden resistir. Con Jelme a su lado, sólo podía pensar como un padre. Sabía que un hombre joven necesitaba a gente de su edad y oportunidades de encontrar una mujer y tener hijos propios.
Arslan sintió el frío cortante atravesar el deel acolchado que le había quitado a un tártaro muerto. No había previsto que tendría que jugar con fuego de aquel modo. Le preocupaba el modo en que Jelme veneraba a Temujin, a pesar de que éste sólo contaba dieciocho años. Pensó con amargura que, cuando él era joven, un khan era siempre un hombre atemperado por numerosas estaciones y batallas. Y, sin embargo, el valor de los hijos de Yesugei era intachable, y Temujin no había perdido ni un solo hombre en sus ataques. Arslan suspiró para sí, preguntándose si esa suerte podría durar.
—Te vas a morir congelado si te quedas quieto, espadero —dijo una voz a sus espaldas.
Arslan dio media vuelta y se encontró ante la figura inmóvil de Kachiun. El hermano de Temujin poseía una serena intensidad que mantenía todo oculto en su interior. Arslan admitió que sabía moverse con sigilo. Le había visto disparar con su arco, y Arslan ya no dudaba de que el chico pudiera haberles acertado desde su posición cuando regresaban a caballo a la grieta de las colinas. Había algo especial en toda la familia; Arslan pensó que en el futuro les esperaba la fama o una muerte temprana. Comprendió que, sucediera lo que sucediera, Jelme estaría con ellos.
—No noto el frío —mintió Arslan, esforzándose en sonreír.
Kachiun no se había abierto a él como Khasar pero poco a poco iba perdiendo su natural reserva. Arslan había visto la misma frialdad en muchos de los que acababan de llegar al campamento de Temujin. Iban allí porque él los aceptaba, pero a aquellos hombres que habían vivido tanto tiempo separados de una tribu les era difícil romper con los viejos hábitos. Los inviernos eran demasiado crueles para seguir viviendo si uno se mostraba confiado.
Arslan era lo bastante sabio como para comprender que Temujin elegía a sus compañeros de incursión con extremo cuidado. Algunos necesitaban reafirmación constante y Temujin dejaba que fuera Khasar quien se ocupara de ellos, con su humor y su ruda naturalidad. Otros no dejaban a un lado sus latentes dudas hasta que no habían visto a Temujin arriesgar su vida con ellos, hombro con hombro. Porque con cada nueva incursión comprobaban que no sentía el menor miedo, que se enfrentaría a la espada de sus enemigos consciente de que no lo haría solo. Y hasta ahora, siempre le habían seguido. Arslan confiaba en que, por el bien de todos, siguiera siendo así.
—¿Atacará de nuevo? —Preguntó Arslan de repente—. Los tártaros no lo tolerarán por mucho tiempo más.
Kachiun se encogió de hombros.
—Primero exploraremos los campamentos, pero en invierno están atontados y son lentos. Temujin dice que podemos continuar a este ritmo durante varios meses más.
—Pero tú sabes que no es buena idea, ¿verdad? —Dijo Arslan—. Nos atraerán hacia ellos con una presa apetitosa y habrá hombres escondidos en todas las ger. ¿No harías tú lo mismo? Antes o después caeremos en una trampa.
Para su sorpresa, Kachiun le sonrió.
—Sólo son tártaros. Podemos enfrentarnos a tantos como quieran enviarnos, creo yo.
—Podrían ser miles si los provocamos durante todo el invierno —dijo Arslan—. En cuanto llegue el deshielo, enviarán un ejército.
—Eso espero —dijo Kachiun—. Temujin piensa que es el único modo de lograr que las tribus se unan. Dice que necesitamos un enemigo y una amenaza para la tierra. Le creo.
Kachiun dio un par de palmadas a Arslan en el hombro como para consolarle antes de proseguir su camino por la nieve. El espadero permitió aquel gesto por puro asombro. Después de todo no tenía que jugar con fuego, tenía que meterse dentro de la hoguera, de cuerpo entero.
Llegó una figura caminando con paso suave y oyó la única voz que amaba.
—¡Padre! Te vas a congelar aquí fuera —dijo Jelme, deteniéndose frente a él.
Arslan suspiró.
—Ya me lo han dicho antes, gracias. No estoy tan viejo, como todos parecéis creer.
Miró a su hijo mientras hablaba y reconoció algo en su porte. Jelme estaba borracho de victoria, le brillaban los ojos. El corazón de Arslan se llenó de orgullo por su hijo, notando que el joven apenas podía mantenerse quieto. En algún lugar cerca de allí, Temujin estaría celebrando una reunión de guerra de nuevo, planeando el siguiente ataque contra la tribu que había asesinado a su padre. Cada nueva incursión era más audaz y más difícil que la anterior, y a menudo las noches se transformaban en fiestas salvajes en las que los guerreros bebían y capturaban mujeres lejos del campamento principal. Por la mañana sería diferente, y Arslan no podía culpar a su hijo por desear la compañía de sus nuevos amigos. Temujin respetaba su habilidad con el arco y la espada. Al menos, Arslan le había dado algo a su hijo.
—¿Te han herido? —preguntó.
Jelme sonrió, enseñando sus dientes pequeños y blancos.
—No tengo ni un rasguño. He matado a tres tártaros con el arco y otro con la espada, utilizando el golpe alto que me enseñaste. —Imitó el movimiento automáticamente y Arslan asintió, aprobador.
—Es bueno si el oponente ha perdido el equilibrio —respondió, confiando en que su hijo notara el orgullo que sentía. No era capaz de expresarlo—. Recuerdo cuando te lo enseñé —continuó Arslan sin convicción. Deseó tener más palabras, pero de algún modo se había creado una distancia entre ellos y no sabía cómo salvarla.
Jelme dio un paso adelante y alargó la mano para agarrar a su padre por el brazo. Arslan se preguntó si se había habituado al contacto físico por influencia de Temujin. Para alguien de la generación del espadero, tocar a otro era una intrusión, y siempre tenía que contener el impulso de quitarse la mano de encima de un golpe. Pero no cuando era su hijo. Le amaba demasiado para que le importara.
—¿Quieres que me quede contigo? —preguntó Jelme.
Arslan tuvo que resoplar reprimiendo apenas una carcajada, que en el fondo estaba teñida de tristeza. Esos jóvenes eran tan arrogantes que le herían, pero con las familias nómadas se habían convertido en una banda de asaltantes que no cuestionaban la autoridad de su líder. Arslan había visto cómo se creaban entre ellos los vínculos de la confianza y, cuando estaba desanimado, se preguntaba si tendría que ver a su hijo morir antes que él mismo.
—Recorreré el perímetro del campamento y me aseguraré de que no haya más sorpresas que perturben mi sueño esta noche —dijo Arslan—. Vete.
Forzó una sonrisa y Jelme se rió, haciendo aflorar su emoción a la superficie. Fue corriendo hacia las gers blancas, de donde venía un intenso jolgorio. Los tártaros habían estado lejos de su tribu principal, se dijo. Por lo que sabía, buscaban a la misma fuerza que los había aplastado sin piedad. Las noticias llegarían hasta los khanes locales y éstos responderían, tanto si Temujin lo entendía como si no. No podían permitirse hacer caso omiso de las incursiones. Al este, las grandes ciudades del imperio Jin habrían enviado a sus espías, siempre buscando la debilidad de sus enemigos.
Mientras recorría el campamento, descubrió a otros dos hombres que hacían lo mismo y, una vez más, reconsideró la imagen de Temujin. El joven guerrero escuchaba, tenía que admitirlo, aunque no le gustaba pedir ayuda. Merecía la pena recordarlo.
Mientras sus pasos crujían en la nieve, Arslan oyó un suave sollozo procedente de un bosquecillo de árboles cerca de las últimas tiendas de los tártaros. Sacó la espada en absoluto silencio al oírlo, desenvainando la hoja del todo y quedándose quieto como una estatua. Podría ser una trampa, pero no lo creía. Las mujeres del campamento se habrían quedado en las gers o se habrían escondido justo donde finalizaban las tiendas. En una noche de verano, habrían sido capaces de esperar a que se fueran los asaltantes para luego regresar con sus propios pueblos, pero no bajo la nieve invernal.
No habría llegado a los cuarenta años de edad sin su sensata cautela, así que Arslan aferró con fuerza la espada hasta que vio el semblante de una joven que tendría la mitad de la edad de él. Con una sonrisa encantada, enfundó el arma y le tendió la mano para ayudarla a ponerse en pie. Cuando ella se quedó mirándole sin más, se rió para sus adentros.
—Necesitarás a alguien que te caliente entre las mantas esta noche. Te irá mejor conmigo que con uno de los jóvenes, yo creo. Para empezar los hombres de mi edad tienen menos energía.
Para su inmenso placer, la joven se rió. Arslan supuso que no era pariente de los hombres que habían muerto aquel día, pero se dijo que mantendría los cuchillos bien escondidos en caso de que llegara a dormir. Había oído de más de un hombre asesinado por una cautiva de dulce sonrisa.
Ella cogió su mano y se levantó apoyándose en su hombro. Se sacudió la nieve del culo mientras Arslan regresaba al campamento con amplias zancadas. Cuando encontró una ger con un hornillo y una cama caliente donde resguardarse de la nieve, que caía suave, iba tarareando para sí.
Temujin apretó un puño con satisfacción cuando supo el número de muertos. Los cadáveres tártaros no hablarían, pero había demasiados para ser una partida de caza, sobre todo en el corazón del invierno. Kachiun pensó que probablemente se había tratado de una partida de asalto, como la suya propia.
—Nos quedaremos los caballos y nos los llevaremos con nosotros —le dijo a sus compañeros.
Estaban pasándose el airag de mano en mano y el ánimo general era de júbilo. Dentro de poco tiempo estarían borrachos y cantando, o tal vez persiguiendo mujeres con lujuria, aunque sin esperanzas de hallar ninguna en aquel campamento vacío. Temujin se había sentido muy decepcionado al comprobar que la mayoría de las mujeres eran mayores, de las que se suelen llevar a los páramos para cocinar y coser más que como lúdicos objetos de deseo. Todavía tenía que encontrarles una esposa a Khasar y Kachiun y, como su khan, necesitaba tantas familias leales alrededor como fuera posible.
Habían interrogado a las ancianas sobre los hombres de su tribu, pero, por supuesto, éstas afirmaban no saber nada. Temujin observaba a una especialmente arrugada mientras removía un guiso de cordero en la ger que él había elegido para sí. Tal vez debería hacer que alguien más lo probara, se dijo, sonriendo ante la idea.
—¿Tienes todo lo que necesitas, anciana? —inquirió.
La mujer se volvió hacia él y escupió con cuidado en el suelo. Temujin se carcajeó en voz alta. Era una de las grandes verdades de la vida: no importaba lo furioso que estuviera un hombre, siempre se le podía intimidar; nadie, sin embargo, podía amedrentar a una mujer enfadada. Quizá debería hacer que alguien probara la comida primero. Miró a su alrededor, satisfecho con todos ellos.
—A menos que la nieve haya cubierto a unos cuantos —dijo—, tenemos un recuento de veintisiete muertos, incluyendo la anciana a la que disparó Kachiun.
—Venía hacia mí con un cuchillo —replicó Kachiun, irritado—. Si la hubieras visto, también habrías disparado.
—Agradezcamos a los espíritus que no te hiriera, pues —dijo Temujin muy serio.
Kachiun puso los ojos en blanco mientras algunos de los hombres se reían entre dientes. Jelme estaba allí con una capa de nieve recién caída sobre los hombros, así como tres hermanos que habían llegado hacía apenas un mes. Estaban tan verdes que casi se les podía oler el musgo en la ropa, pero Temujin los había elegido para estar a su lado en los primeros momentos caóticos de la lucha en la nieve. Kachiun intercambió miradas con Temujin tras mirar en su dirección. El pequeño gesto de su hermano mayor fue suficiente para que él los aceptara a todos como si fueran de su propia sangre. La aceptación no era fingida, ahora que habían demostrado su valía, y los tres sonreían a los demás de oreja a oreja, disfrutando de su primera victoria en su compañía. El airag se mantenía caliente sobre el hornillo y cada uno iba dando tragos tan grandes como podía para mantener a raya el frío antes de que el guiso devolviera la fuerza a sus fatigados miembros. Todos se habían ganado la comida y el ambiente era muy alegre.
Temujin se dirigió al mayor de los hermanos, un hombre menudo y veloz, de tez muy oscura y pelo desgreñado. Antes había estado con los quirai, pero una disputa con el hijo del khan lo obligó a marcharse con sus hermanos antes de que se produjera un derramamiento de sangre. Temujin les había dado la bienvenida a todos.
—¿Batu? Creo que es hora de que mi hermano Khasar regrese de entre la nieve. Esta noche no habrá más sorpresas.
Cuando Batu se alzó, Temujin se volvió hacia Jelme.
—Supongo que tu padre está inspeccionando el campamento, ¿no? —Jelme asintió, tranquilizándose al ver la sonrisa de Temujin—. No esperaría menos de él —dijo Temujin—. Es un hombre concienzudo. Puede que sea el mejor de todos nosotros.
Jelme asintió despacio, feliz de oír aquello. Temujin hizo una señal a la vieja tártara para que le sirviera el guiso. Resultó evidente que se planteó negarse, pero se lo pensó mejor y le sirvió una ración bien grande del hirviente estofado.
—Gracias, anciana —dijo Temujin, llevándose una cucharada a la boca—. Está bueno. No creo haber probado nada mejor que degustar en su propia ger un guiso preparado para otro hombre. Si tuviera a su hermosa mujer e hijas para entretenerme, lo tendría todo.
Sus compañeros se rieron mientras recibían su propia comida caliente y la atacaron con ganas, comiendo como animales salvajes. Tras los años pasados lejos de una tribu, en alguno de ellos no había quedado ni rastro de civilización, pero Temujin valoraba su ferocidad. No eran hombres que se pararan a cuestionar sus órdenes. Si les decía que mataran, matarían hasta estar empapados de sangre hasta los codos, independientemente de quién se interpusiera en su camino. Cuando llevó a su familia hacia el norte, los había ido encontrando desperdigados por la tierra. Los más brutales de ellos estaban solos, y uno o dos de ellos se asemejaban demasiado a perros locos para ser dignos de confianza. A ésos los había sacado de las gers y los había matado al instante con la primera espada que Arslan había forjado para él.
Mientras comían, Temujin repasó los meses que habían transcurrido desde que volvió con su familia. No podría haberse imaginado entonces que encontraría hombres con tanta necesidad de volver a ser aceptados. Y sin embargo, no todo había sido fácil. Una de las familias se había unido a ellos sólo para escabullirse en la mitad de la noche con todo lo que podían transportar. Temujin y Kachiun los habían localizado y habían retornado al campamento con sus cadáveres despedazados, para que los demás los vieran antes de abandonarlos a merced de los animales salvajes. No había vuelta atrás a sus antiguas vidas, no una vez se habían unido a ellos. Teniendo en cuenta el tipo de hombres a quienes había decidido aceptar en el grupo, sabía que no podía permitirse mostrar debilidad o lo destrozarían.
Khasar llegó con Batu, soplándose y frotándose las manos. Se sacudió a propósito cerca de Temujin y Kachiun, salpicándoles de nieve. Ambos maldijeron y se agacharon para huir de los blandos copos que volaban en todas direcciones.
—Te has vuelto a olvidar de mí, ¿verdad? —preguntó Khasar. Temujin negó con la cabeza.
—¡Claro que no! Eras mi arma secreta, por si acaso había un ataque final cuando todos estuviéramos en posición.
Khasar lanzó una mirada hostil a sus hermanos y luego se volvió para coger una ración de guiso.
Cuando lo hizo, Temujin se inclinó sobre Kachiun.
—Se me había olvidado que estaba allí —exclamó muy alto para que lo oyeran todos.
—¡Lo sabía! —Rugió Khasar—. Estaba a punto de congelarme, pero todo el tiempo me decía: «Temujin no te ha abandonado, Khasar. Volverá de un momento a otro para decirte que vayas a calentarte».
Los otros observaron divertidos cómo Khasar metía la mano en sus pantalones y se ponía a hurgar.
—Creo que, de hecho, uno de los cojones se me ha congelado —dijo con voz acongojada—. ¿Es posible que pase eso? Aquí abajo no hay más que una bola de hielo.
Temujin se rió a carcajadas ante el tono lastimero de su hermano y estuvo a punto de derramar el resto de su estofado.
—Has hecho un buen trabajo, hermano. No he enviado a ese lugar a un hombre en quien no pudiera confiar. ¿Y no ha sido lo mejor que estuvieras allí?
Le contó a los demás la avalancha de guerreros tártaros que Khasar y Jelme habían matado. A medida que el airag iba templándoles la sangre, los demás fueron respondiendo con historias propias, aunque unos las narraban en tono humorístico y otros en un tono sombrío y lúgubre que hizo penetrar un soplo de invierno en la cálida ger. Poco a poco, todos fueron compartiendo sus experiencias. El pequeño Batu no había disfrutado del tipo de entrenamiento con el arco que tuvieron los hijos de Yesugei, pero era rápido como el rayo con el cuchillo y se jactaba de que ninguna flecha podría alcanzarle si la veía partir del arco. Jelme era tan bueno como su padre con la espada o el arco, y tan fríamente competente que Temujin se había habituado a hacerle su lugarteniente en los ataques. Se podía confiar en Jelme, y Temujin dio gracias a los espíritus por el padre y el hijo y todos los demás que le habían seguido.
En ocasiones soñaba que regresaba al pestilente hoyo, a esperar la muerte. A veces estaba entero, el cuerpo en perfecto estado. Otras se veía atado, con cicatrices o incluso en carne viva y sangrando. Allí es donde había forjado ese extraño pensamiento que seguía ardiendo en su interior: había una única tribu en las estepas, ya se llamaran Lobos o olkhun’ut, o incluso nómadas sin tribu, hablaban la misma lengua y estaban unidos por vínculos de sangre. Aun así, sabía que sería más fácil echarle el lazo a una niebla invernal que reunir a las tribus tras mil años de guerra. Lo que había hecho era un primer paso, pero nada más que eso.
—¿Y qué vamos a hacer cuando terminemos el recuento de los nuevos caballos y las gers? —preguntó Kachiun a su hermano, interrumpiendo sus pensamientos. El resto dejó un momento de comer para escuchar la respuesta.
—Creo que Jelme puede ocuparse de la próxima incursión —dijo Temujin. El hijo de Arslan alzó la vista de su estofado, boquiabierto—. Quiero que seas el azote de los tártaros —le ordenó Temujin—. No arriesgues a mi pueblo, pero si puedes encontrar un grupo reducido, quiero que lo aplastes en memoria de mi padre. No son nuestra gente. No son mongoles, como nosotros. Haz que los tártaros nos teman mientras seguimos creciendo.
—¿Estás pensando en algo más? —Preguntó Kachiun con una sonrisa. Conocía a su hermano.
Temujin asintió.
—Es hora de regresar a ver a los olkhun’ut para reclamar a la mujer. Y tú también necesitas una. Khasar dice que necesita una. Todos necesitamos hijos para perpetuar el linaje. No se burlarán de nosotros cuando cabalguemos entre ellos. —Se volvió al hijo de Arslan y lo miró fijamente. Sus ojos amarillos no pestañeaban y Jelme tuvo que retirar la vista al poco tiempo—. Estaré fuera varios meses, Jelme. Traeré conmigo más hombres para que nos ayuden, ahora que sé dónde encontrarlos. Mientras no esté, tu tarea será hacer que los tártaros sufran y teman la primavera.
Jelme alargó las manos y ambos se estrecharon los antebrazos para sellar el acuerdo.
—Seré el terror de los tártaros —afirmó Jelme.
En la oscuridad, Temujin se acercó tambaleante a la tienda que Arslan había elegido y escuchó los sonidos que provenían del interior, divertido al ver que el espadero por fin había encontrado alguien que le liberara de la tensión. Temujin nunca había conocido a nadie tan controlado como él, ni nadie a quien hubiera preferido tener al lado en una batalla, excepto su propio padre. Tal vez debido a que Arslan pertenecía a otra generación, Temujin descubrió que podía respetarle sin irritación o sin probarse a sí mismo con cada palabra y gesto. Vaciló antes de interrumpir su coito, pero ahora que la decisión estaba tomada, su intención era partir hacia el sur por la mañana y quería saber que Arslan estaba con él.
Lo que pedía no era poco. Todos veían cómo Arslan miraba hacia su hijo cada vez que volaban las flechas. Obligarle a abandonar a Jelme solo en el frío norte sería una prueba de lealtad, pero Temujin no creía que Arslan le fallara. Al fin y al cabo, nunca faltaba a su palabra. Levantó el puño para llamar a la pequeña puerta, pero luego se lo pensó mejor. Que el espadero disfrutara de su momento de paz y placer. Por la mañana cabalgaría de vuelta al sur. Temujin notó que el resentimiento se agitaba en su interior al pensar en las estepas de su infancia, girando como el aceite en el agua. La tierra recordaba.