Kachiun estaba sentado a solas en una suave pendiente, desayunando un pequeño mendrugo de pan y los últimos restos de cordero especiado. Khasar y él habían logrado recuperar la mayor parte del rebaño que Tolui había dispersado, y Hoelun había sacrificado y ahumado suficientes cabras para que pudiera mantenerse durante los numerosos días que tendría que pasar esperando a su hermano. Las provisiones habían mermado pese a sus esfuerzos por comer con frugalidad y sabía que tendría que cazar marmotas y aves al día siguiente si no quería morirse de hambre.
Mientras masticaba la carne seca, se encontró echando de menos a su familia y preguntándose si aún vivirían. Sabía tan bien como cualquiera que una familia de nómadas era vulnerable en las llanuras, aunque se movieran de noche. Al igual que los hermanos habían tendido una emboscada a un par de pastores, su familia podía ser atacada y podían perder su pequeño rebaño o los caballos que montaban. No tenía ninguna duda de que Khasar sería capaz de cuidar bien de sí mismo, pero si tenía que enfrentarse a un par de guerreros que hubieran salido a hacer una incursión, sólo podía haber un resultado.
Kachiun suspiró para sí, harto del modo en que el mundo les había dado la espalda. Cuando Temujin estaba allí, se atrevían a esperar algo más que vivir teniendo miedo de cada extraño con el que se cruzaran. De algún modo, la presencia de su hermano le había hecho sentirse más fuerte, le había servido para recordar cómo era todo cuando su padre estaba vivo. Kachiun temía por todos ellos y su imaginación le iba produciendo pesadillas sangrientas a medida que pasaban los días.
Estar solo era difícil. Kachiun había percibido la extrañeza de su posición cuando Hoelun se llevó a sus otros tres hijos hacia el oeste. Había hecho muchas guardias nocturnas cuando era niño, aunque siempre con un guerrero adulto que se aseguraba de que no se quedara dormido. Ni siquiera esas largas horas le habían preparado para la terrible soledad de las desoladas estepas. Sabía que existía la posibilidad de que nunca más volviera a ver a su familia, a su madre o a Temujin. El mar de hierba era más vasto de lo que se pudiera imaginar y, si morían, tal vez no llegara siquiera a encontrar sus huesos.
Tras los primeros días, había encontrado consuelo en hablar consigo mismo en voz alta mientras inspeccionaba las colinas distantes, sólo para oír el sonido de una voz humana. El lugar que había elegido estaba en una zona alta de la grieta, cerca de donde Temujin y él habían matado a Bekter, hacía tanto tiempo. Seguía estremeciéndose cada vez que pasaba por aquel lugar al amanecer cuando iba al puesto de vigilancia. Se dijo a sí mismo que el espíritu de Bekter no se habría quedado allí, pero su conocimiento de los rituales era borroso. Kachiun recordaba que el viejo Chagatai se había referido a más de un alma. Una cabalgaría los vientos allá en lo alto, pero ¿no quedaría una parte atada a la tierra? No le importaba tomar ese camino a la luz del sol, pero cuando volvía demasiado tarde, cuando ya se estaba haciendo de noche, era fácil imaginarse a Bekter de pie entre las sombras de los árboles, blanco y mortífero. A Kachiun le recorrió un escalofrío sólo de pensarlo. Sus recuerdos de Bekter parecían haberse congelado en ese único momento, cuando había lanzado aquella flecha que se le clavó en la espalda. Lo que había sucedido antes era sólo una niebla, una vida diferente. Recordaba el terror que había sentido de que Bekter se quitara la flecha de algún modo y se volviera furioso hacia él. El mundo cambió cuando Bekter cayó sobre las húmedas hojas y, a veces, Kachiun se preguntaba si todavía estaba pagando por ese día. Temujin había dicho que los espíritus te daban el ingenio y la fuerza suficientes para vivir y luego perdían el interés por ti, pero parte de Kachiun temía que hubiera que pagar un precio por cada acto de violencia. Entonces era sólo un niño, pero podía haberse negado a seguir a Temujin.
Se rió para sus adentros al pensarlo. Ninguno de sus hermanos podía oponerse a Temujin. Se parecía más a su padre de lo que Kachiun había percibido en los primeros días. Cuando vio cómo Temujin regateaba y comerciaba con las familias nómadas, como el viejo Horghuz y su mujer, le resultó aún más evidente. A pesar de su edad, siempre le tomaban en serio y, si lo habían asesinado, Kachiun lo honraría tratando de seguir el mismo camino que él. Hallaría a su madre y construiría un lugar seguro en alguna zona con agua limpia y buenos pastos. Quizá encontraran una pequeña tribu para poder fundar una familia. Hoelun podría casarse de nuevo, y todos estarían seguros y resguardados.
Era un sueño, pero no podía evitar pasarse horas fantaseando con él, imaginando algo que se parecía mucho a su infancia entre las gers de los Lobos, cuando se paseaban con sus caballos bajo el sol, cuando no había que preocuparse por el futuro. Echaba de menos la certidumbre de su antigua vida, tener un camino claro frente a sí. Desde la alta colina, mientras el viento agitaba sus cabellos, recordó aquel tiempo con añoranza y volvió a sufrir por Temujin. Hoelun le había cosido la herida del muslo, que todavía no había cicatrizado; Kachiun se descubrió rascándosela sin darse cuenta mientras oía la brisa.
No le cabía duda: Temujin no había podido escapar a sus perseguidores. Kachiun se retorció las mangas de su túnica con las manos ante la idea de que su hermano estuviera en poder de Tolui, aquel bravucón rencoroso que de pequeño lo pellizcaba y se burlaba de él cuando nadie miraba. Antes de su llegada, aquella mañana, él y su familia habían pensado que por fin podían llevar una vida normal. Pero ahora les habían arrebatado todo: Temujin no iba a regresar a la grieta en las colinas. Si el Padre Cielo era justo, llevaría sufrimiento a Eeluk y a sus vasallos, pero eso también era sólo un sueño. No había justicia en el mundo y los malvados prosperaban. Kachiun se esforzaba por no desesperar mientras se ceñía el deel, pero en ocasiones su odio era tan intenso como el del propio Temujin. Tenía que haber justicia. Tenía que haber venganza.
Terminó lo que le quedaba de carne y metió los dedos en las costuras de la bolsa de tela, en busca de un último bocado. Se sentía cansado y anquilosado tras permanecer tanto tiempo sentado, y también sentía frío, aunque no sólo a causa del viento. En algún lugar al oeste, Hoelun podría estar cabalgando hacia el peligro y no estaba allí para matar por ella y morir con ella. Sólo su tozudez lo mantenía en su puesto mientras los días se sucedían.
Desde lo alto de la colina, Temujin vio a dos hombres en la distancia. Su corazón dio un vuelco, pensando que tal vez fueran Arslan y su hijo, pero se aseguró de tener su arco a punto para disparar. Se juró que si eran un par de jinetes en una expedición de asalto, asaría sus corazones a fuego lento. Sus heridas no le impedirían disparar el arco de Basan y no estaba de humor para juegos después de todo cuanto había sufrido.
En los cinco días que había cabalgado, de ocaso a ocaso, siguiendo las instrucciones de Arslan, se le habían caído las postillas. La grieta de las colinas se hallaba a mucha distancia de ese desolado lugar, pero para entonces ya sabía que podía confiar en aquéllos que abandonaban a Eeluk. El nuevo khan de los Lobos no era lo bastante astuto para hacer planes con tanta previsión, aunque era posible que Yesugei sí lo hubiera sido.
Temujin se protegió los ojos del sol poniente para observar a los hombres, que guiaban a sus caballos en el descenso por una empinada colina, echándose para atrás en las sillas para mantener el equilibrio. Resopló para sí cuando vio que uno de ellos desmontaba y caminaba solo hacia él, alzando las manos. El significado era evidente y Temujin levantó su arco como respuesta. Sólo podía ser Arslan.
Temujin avanzó al trote, arco en ristre. Puede que aquel hombre le hubiera salvado del pozo, pero pasaría mucho tiempo antes de que pudiera confiar en alguien de nuevo. Se detuvo y dejó que Arslan cubriera los últimos pasos que los separaban, observando su paso firme sobre la hierba primaveral. Caminaba como Yesugei, y el recuerdo le produjo un súbito dolor que no llegó a plasmarse en su expresión.
—Sabía que lograrías escapar —dijo Arslan con una suave sonrisa mientras se aproximaba—. No esperaba encontrarte hasta muchos días después, pero veo que has conseguido una excelente yegua.
—Ha sido un regalo de un hombre que recordaba a mi padre —respondió Temujin con frialdad—. Pero dime, ¿qué crees que pasará?
Arslan parpadeó y se rió.
—Creo que harás un ademán a mi hijo para que se una a nosotros y nos sentaremos y compartiremos tu comida. Como el campamento es nuestro, te concedo derechos de hospitalidad.
Temujin carraspeó. Tenía una gran deuda con aquel hombre y ese peso le resultaba incómodo.
—¿Por qué me has ayudado? —preguntó.
Arslan alzó la vista, viendo los cardenales, todavía marcados, y la postura encorvada de Temujin sobre la silla. Yesugei se habría sentido orgulloso de aquel muchacho, pensó.
—Hice un juramento a tu padre, Temujin. Tú eres el mayor de sus hijos vivos.
Los ojos de Temujin brillaron al pensar en Bekter. ¿Habría socorrido este hombre a su hermano mayor? Temujin no podía sino maravillarse ante las vueltas del destino.
—No me conoces —arguyó.
Arslan se quedó muy quieto.
—No. Pensé en no actuar mientras te pudrías en ese hoyo, pero no soy un hombre que se quede de brazos cruzados. Aunque no hubiera conocido a tu padre, te habría sacado de allí.
Temujin se sonrojó.
—Te… estoy muy agradecido por lo que hiciste —dijo, desviando la vista hacia las colinas.
—No hablaremos de ello —contestó Arslan—. Ha quedado atrás. Por ahora no me conoces, pero aprenderás que nunca rompo mi palabra.
Temujin echó una mirada de reojo a Arslan, pensando que se burlaba. Pero en él sólo vio un sereno autocontrol.
—Eso es lo que tu padre decía, sí —continuó Arslan—. Me atrajo hacia él y le creí. Si eres la mitad del hombre que él fue, mi hijo te jurará lealtad y nos uniremos mediante vínculos de honor a tu linaje.
Temujin le devolvió la mirada, percibiendo su tranquila fuerza interior. No llevaba armas, pero la yegua se había alejado tres pasos de Arslan mientras conversaban, consciente como su dueño de la presencia de un depredador que poseía un rígido control de sí mismo. Se preguntó si Arslan pensaría que había una hueste de guerreros esperando el regreso de Temujin. Se le ocurrió que un hombre que se medía a sí mismo por su palabra podría mantener una promesa aun cuando descubriera que eran sólo un grupo de hermanos esqueléticos escondidos en las colinas. Tuvo la tentación de mentirle, pero no lo hizo, incapaz de engañar a alguien que le había salvado la vida.
—No tengo tribu, ni riqueza, ni nada aparte de mi familia, que está escondida —explicó—. No tengo nada que ofrecerte, ni a ti ni a tu hijo. Si decides seguir adelante, volveré solo junto a ellos y seguiré bendiciéndote por tu ayuda.
—Dijiste que eras la tierra y la roca de las colinas —dijo Arslan con suavidad—. Creo que estabas pronunciando unas palabras de tu padre. Te seguiré.
—Entonces, llama a tu hijo —pidió Temujin, con repentina exasperación.
No quería empezar a albergar esperanzas, pero la cautividad le había cambiado. Ya no se sentiría satisfecho simplemente con sobrevivir. Miró a Arslan e imaginó un rastro de fuego y sangre a través de las tribus que acabaría en las gers de los Lobos. Lo había visto en los días más oscuros en el pozo. Su imaginación no había dejado de arder cuando las moscas zumbaban a su alrededor.
Mientras Jelme se aproximaba, Temujin desmontó y se dirigió cojeando hacia ambos.
—Si me llamáis khan, vuestra voluntad dejará de ser vuestra —recitó, recordando que su padre había pronunciado las mismas palabras—. Arrodillaos ante mí.
Tanto Jelme como su padre se postraron de hinojos y Temujin les puso las manos heridas sobre la cabeza.
—Dadme sal, leche, caballos, gers y sangre.
—Son tuyos, mi khan —afirmaron los dos hombres al unísono.
—Entonces sois sangre de mi sangre y somos una tribu —sentenció Temujin, sorprendiéndolos—. Os llamo hermanos y somos un solo pueblo.
Arslan y Jelme levantaron la cabeza, conmovidos por el tono y todo lo que éste significaba. El viento arreció, bajando con furia de las montañas. Temujin volvió la cabeza en la dirección en la que su familia se habría ocultado. Sabía que podría encontrar su tribu entre hombres despreciados por todos los demás, entre los nómadas y los pastores. Hombres como Horghuz y su familia, asesinados por Tolui. Eran pocos, pero estaban curtidos. Habían sido expulsados y muchos tendrían hambre de lo mismo que él: una tribu y una oportunidad para devolverle el golpe a un mundo que los había abandonado.
—Aquí empieza todo —susurró Temujin—. Ya me he escondido lo suficiente. A partir de ahora serán ellos los que se escondan de mí.
Cuando Kachiun vio a esos tres hombres dirigiéndose al sur, ignoraba quiénes eran. Se fijó bien en el camino que tomaban y se deslizó por la grieta de las colinas, con su arco y su carcaj a punto. Conocía mejor que nadie el terreno que pisaba y bajó resollando a la carrera las pendientes internas, saltando árboles caídos y madera vieja.
Tomó posición cerca de donde iban a pasar, bien escondido entre la maleza. La muerte palpitaba en su corazón mientras se preparaba. Si Tolui y Basan habían regresado con su prisionero, Kachiun arriesgaría dos disparos largos y confiaría en su destreza. Se había entrenado bien, y ni Khasar ni Temujin lo superaban con el arco. Aguardó en silencio el sonido de los cascos de los caballos, listo para matar.
Cuando estuvieron a la vista, el corazón de Kachiun latió lleno de emoción al reconocer a su hermano. El mero hecho de ver a Temujin con vida lo animó después de la tristeza en la que se había sumido en los días de soledad. Apretó los labios con fuerza y sólo entonces se dio cuenta de que había murmurado el nombre de su hermano en voz alta. Admitió ante sí mismo que había pasado demasiado tiempo solo, a la vez que apuntaba la flecha hacia el mayor de los hombres que cabalgaba con él.
Kachiun dudó, observando con atención todos los detalles de los tres hombres. Temujin montaba erguido en la silla y no se veía ninguna cuerda o las riendas atadas a los otros. ¿Se fiaban de que un cautivo no fuera a escapar al galope ante la más mínima oportunidad de libertad? Algo no cuadraba, y ajustó su mano en el arco tendido, mientras los poderosos músculos de sus hombros empezaban a temblar. No dejaría que pasaran —no podía hacerlo—, pero si lanzaba una flecha como advertencia, habría perdido la oportunidad de matarlos con rapidez. Ambos hombres estaban armados con arcos, aunque notó que no los tenían preparados. No cabalgaban como hombres en territorio hostil. Kachiun vio que llevaban largas espadas como la que Yesugei ceñía a su cadera. Nada de lo que veía tenía sentido y, mientras vacilaba, habían ido avanzando hasta su posición tras los árboles.
Arriesgó el todo por el todo.
—¡Temujin! —bramó abandonando la posición de cuclillas y tensando de nuevo la cuerda hasta su oreja.
Temujin vislumbró su figura por el rabillo del ojo.
—¡Espera! ¡Espera, Kachiun! —gritó, a la vez que levantaba y agitaba los brazos.
Kachiun vio cómo los dos extraños desaparecían de su vista un instante después de su advertencia, veloces como gatos. Ambos se tiraron de sus caballos y los utilizaron como protección. Kachiun respiró aliviado cuando Temujin le hizo un gesto con la cabeza y se inclinó hacia delante para desmontar con gran torpeza.
El corazón de Kachiun se encogió al verlo. Los Lobos habían herido a su hermano, pero estaba allí y se encontraba a salvo. Temujin cojeaba visiblemente cuando echaron a correr el uno hacia el otro, y Kachiun lo abrazó, embargado por la emoción. Todo saldría bien.
—No sabía si eran amigos o enemigos —explicó sin aliento. Temujin asintió con la cabeza y le tranquilizó poniéndole una mano en la nuca.
—Son mis vasallos, hermano —afirmó—. Arslan y Jelme: me han librado de la cautividad. Han llegado a nosotros enviados por el espíritu de nuestro padre.
Kachiun se volvió a los dos hombres, que se aproximaban.
—Entonces siempre seréis bienvenidos en mi campamento —dijo—. Tengo un par de patos para vosotros si tenéis hambre. Quiero que me contéis la historia.
Temujin asintió y Kachiun se dio cuenta de que no había sonreído desde que lo había visto. Su hermano había cambiado en el tiempo que había pasado fuera, en cierto modo se había ensombrecido bajo el peso de las experiencias.
—Pasaremos la noche aquí —confirmó Temujin—. Pero ¿dónde están mi madre y los demás?
—Se han marchado hacia el oeste. Me quedé solo por si lograbas regresar. Estaba… a punto de irme. Había perdido la esperanza de verte de nuevo.
Temujin resopló.
—Nunca pierdas la fe en mí, hermano. Nunca falto a mi palabra: siempre volveré a casa.
Para su asombro, Kachiun descubrió que tenía lágrimas en los ojos. Parpadeó para eliminarlas, avergonzado de llorar ante esos desconocidos. Había pasado demasiado tiempo solo y había perdido su carácter imperturbable. Se esforzó por recobrar el control sobre su creciente emoción.
—Vamos. Haré una hoguera y asaré la carne —dijo.
Temujin asintió.
—De acuerdo. Tenemos mucho camino que recorrer en cuanto amanezca. Quiero alcanzar a nuestra madre.
Los tres hombres siguieron a Kachiun a su campamento, un lugar húmedo que casi no merecía ese nombre, con un montón de huesos viejos en torno a un pequeño hueco para el fuego. Kachiun se puso a encender una llama con manos torpes, arrodillándose sobre viejas cenizas.
—Hay una familia nómada a medio día de camino a caballo hacia el oeste —dijo, mientras golpeaba el pedernal contra el acero—. Tres hombres y dos mujeres. Pasaron por aquí ayer por la noche.
Vio que Temujin alzaba la vista con interés y malinterpretó el brillo de sus ojos.
—Podemos evitarlos si vamos directamente al sur en lugar de cortar a través de las colinas negras —explicó, gruñendo satisfecho cuando la llama prendió en la yesca.
Temujin miró con fijeza la pequeña hoguera.
—No quiero evitarlos, hermano. Puede que no lo sepan, pero son de mi sangre tanto como tú mismo.
Kachiun se detuvo y se puso en cuclillas.
—No entiendo —dijo, viendo que Arslan y Jelme cruzaban una mirada—. ¿Qué queremos de los nómadas?
—Son la gran tribu —repuso Temujin, casi para sí mismo. Su voz era tan baja que Kachiun tuvo que esforzase para oírle—. Les daré una familia de nuevo. Los acogeré y los fortaleceré, y los enviaré contra aquéllos que mataron a nuestro padre. Escribiré el nombre de Yesugei con sangre tártara y, cuando seamos poderosos, regresaré del norte y desperdigaré los cuerpos de los Lobos por la nieve.
De repente, Kachiun se estremeció. Tal vez hubiera sido su imaginación, pero le pareció oír el chasquido de huesos antiguos en el viento.