XVIII

Temujin observó cómo el sol se desplazaba por el cielo. Su fuego estaba amortiguado por unas densas nubes, que permitían mirar aquel disco naranja sintiendo sólo una leve molestia. El calor, aunque fuera escaso, era siempre bienvenido por las mañanas tras la helada nocturna. Cuando se despertó, su primera acción fue liberarse los pies del barro mezclado con hielo y, a continuación, empezó a dar patadas en el suelo y a masajearse los miembros hasta que la sangre volvió a circular. Había utilizado una esquina del pequeño pozo para sus evacuaciones, pero seguían estando prácticamente bajo sus pies y, al tercer día, el aire estaba cargado y tenía un olor nauseabundo. Las moscas bajaban zumbando por el entramado, y se pasaba el tiempo espantándolas, manteniéndolas vivas tanto tiempo como podía para entretenerse.

Le habían lanzado pan sin levadura con cordero por el agujero, riéndose de sus intentos de coger los trozos antes de que cayeran en la porquería. La primera vez que había comido uno del suelo había sentido un retortijón en el estómago, pero era eso o morirse de hambre, así que se lo tragó con un simple encogimiento de hombros. Cada día marcaba las sombras móviles producidas por el sol en el barro con pequeños guijarros: cualquier cosa para amenizar el aburrido paso del tiempo y calmar su tristeza.

No entendía por qué Eeluk le había dejado en el pozo en vez de darle una muerte rápida. En las horas de soledad, Temujin fantaseaba con que su captor se sentía abrumado por la culpa, o que se daba cuenta de que era incapaz de hacer daño a un hijo de Yesugei. Tal vez, incluso, era víctima de una maldición o de una enfermedad que lo desfiguraba. A Temujin le divertía imaginarlo, pero en realidad, lo más probable era que sencillamente estuviera cazando o planeando algo atroz. Hacía mucho tiempo que encontraba el mundo real mucho menos satisfactorio que su, propia imaginación.

Cuando retiraron la roca y quitaron el enrejado de ramas casi experimentó alivio al comprender que por fin le llegaba la muerte. Temujin levantó los brazos y dejó que lo sacaran. Había oído las voces de las familias, que se estaban reuniendo, y dedujo que algo así estaba a punto de suceder. No fue de ninguna ayuda que uno de los hombres que tiró de él le agarrara por el dedo roto, haciéndole dar un grito ahogado de dolor.

Cuando le soltaron, Temujin cayó de rodillas. A su alrededor había más de cien rostros y, cuando su visión se aclaró, empezó a reconocer a gente. Algunos de ellos lo abuchearon y los niños más pequeños le lanzaron piedras afiladas. Otros parecía preocupados, y la tensión que los abrumaba se reflejaba en rostros.

Se preparó para la muerte, para el final. Los años transcurridos desde que los abandonaron habían sido un regalo, pese a la dureza. Había conocido el gozo y el dolor, y se prometió entregar su espíritu sin perder la dignidad. Su padre y su sangre exigían, costara lo que costara.

Eeluk estaba sentado en su enorme silla, que había sacado al sol para la ocasión. Temujin le echó una ojeada antes de retirar la mirada y prefirió observar las caras de las familias. A pesar de todo lo que había sufrido, fue curiosamente reconfortante verlos de nuevo. Haciendo caso omiso de Eeluk, Temujin hizo inclinación de cabeza y sonrió a algunos de los que había conocido bien. No se atrevieron a devolverle el gesto, pero notó que sus miradas se suavizaban un poco.

—Lo habría traído con honor —bramó de pronto Eeluk ante la multitud. Agachó su enorme cabeza y la movió con seriedad adelante y atrás—. Pero lo encontré viviendo como un animal sin las gentilezas de los hombres. Y sin embargo, incluso una rata puede morder, y cuando mató a mi vasallo, hice que trajeran hasta aquí a este nómada sin tribu para hacer justicia. ¿Queréis que le enseñemos lo que es la justicia? ¿Queréis que le demostremos que los Lobos no se han ablandado?

Temujin contempló a las familias mientras los hombres de Eeluk lo vitoreaban como locos. Algunos de ellos gritaron a favor, pero muchos más se quedaron en silencio observando al mugriento joven que les devolvía la mirada con sus ojos amarillos. Temujin se puso lentamente en pie. Apestaba a sus propias heces y estaba cubierto de picaduras de mosquitos y llagas, pero se enderezó con determinación, aguardando la hoja.

Eeluk desenvainó la espada con la cabeza de un lobo tallada en la empuñadura de hueso.

—Los espíritus han abandonado a su familia, Lobos míos. Mirad en qué estado se encuentra ahora y creedlo. ¿Dónde ha quedado la antigua fortuna de Yesugei?

Fue un error mencionar el nombre del antiguo khan. Muchas cabezas se inclinaron automáticamente al oírlo y Eeluk se puso rojo de ira. De pronto, decapitar a Temujin no le pareció suficiente y enfundó su espada.

—Atadlo a un caballo —dijo—. Arrastradle hasta hacerle sangrar y luego dejadlo en el pozo. Tal vez lo mate mañana.

Mientras observaba, Tolui ensilló un caballo pardo y ató una larga cuerda a la silla. El gentío se separó con nerviosismo, alargando la cabeza para ver ese extraño espectáculo. Mientras le ataban las muñecas con la cuerda, Temujin volvió su pálida mirada hacia Eeluk unos breves instantes y luego escupió en el suelo. Eeluk sonrió de oreja a oreja.

Tolui se dio la vuelta en la silla, con una expresión mezcla de petulancia y malicia.

—¿A qué velocidad puedes correr? —preguntó.

—Vamos a averiguarlo —dijo Temujin, lamiéndose los labios agrietados.

Sintió que el sudor le brotaba de las axilas. Había sido capaz de reunir valor para enfrentarse a una espada. La idea de morir desgarrado tras un caballo al galope era más de lo que podía soportar.

Trató de prepararse, pero Tolui clavó las espuelas en los flancos del caballo y chilló como un salvaje. La cuerda se tensó con brusquedad y Temujin salió propulsado hacia delante: echó a correr y enseguida empezó a tropezar, incapaz de sostenerse sobre sus debilitadas piernas. Tolui cabalgaba con imprudencia, disfrutando del castigo, y no pasó mucho tiempo antes de que Temujin cayera.

Cuando Tolui regresó por fin al campamento, Temujin era un peso muerto al final de la cuerda. Era difícil ver un trozo de piel que no estuviera arañado y sangrando. Sus ropas habían quedado reducidas a unos harapos polvorientos que se agitaban en la brisa mientras Tolui cortaba la cuerda. Temujin no sintió nada cuando se desplomó. Tenía las manos prácticamente negras y de la boca abierta chorreaba una baba roja, porque se había mordido la lengua. Vio a Basan junto a la puerta de la ger de su familia, con el rostro pálido y tenso bajo su mirada.

Eeluk se acercó con grandes zancadas a recibir a Tolui, mirando divertido a la maltrecha figura que una vez había considerado importante. Se sintió complacido de no haber acabado demasiado pronto con él. Sentía su paso más ligero por esa decisión, como si le hubieran quitado un peso de encima. De hecho, estaba de muy buen humor e hizo un juguetón ademán de pelea con Tolui antes de que éste devolviera a Temujin al agujero y pusiera el entramado en su sitio.

Temujin estaba sentado en la mugre helada, apenas consciente de su entorno. Había encontrado en la suciedad del fondo un diente lo suficientemente grande como para proceder de la mandíbula de un hombre. No sabía cuánto tiempo había estado mirándolo. Quizá se había quedado dormido, no podía estar seguro. El dolor y la desesperanza habían agotado sus sentidos hasta el punto de que no podía saber a ciencia cierta si estaba despierto o soñando. Le dolían todos los huesos, y tenía la cara tan hinchada por los cardenales que apenas podía ver entre los párpados de uno solo de sus ojos. El otro estaba cerrado por un coágulo de sangre y no se atrevía a tocarlo. No quería moverse en absoluto, para no sentir el dolor de todas sus heridas y arañazos. Nunca se había sentido tan destrozado y se tuvo que esforzar al máximo para no llorar o gritar. Se mantuvo en silencio, hallando una fuerza de voluntad que no había sabido que tenía hasta ese momento. Su carácter se había endurecido en un horno de odio; valoraba esa parte de sí mismo que no se doblegaba y la aumentó al descubrir que podía resistir y vivir.

—¿Dónde está mi padre? ¿Dónde está mi tribu? —murmuró, crispando el rostro por el pesar.

Había deseado con todas sus fuerzas regresar con los Lobos, pero su destino no les importaba en absoluto. Era difícil renunciar a los últimos restos de su infancia, a la historia común que le unía a ellos. Recordó la sencilla amabilidad del viejo Horghuz y su familia, cuando sus hermanos y él estaban solos. Por un tiempo que fue incapaz de calcular, se apoyó contra los muros de tierra mientras sus pensamientos se desplazaban lentos como témpanos de hielo por un río.

Algo chirrió por encima de su cabeza. Asustado, dio un respingo, como si se despertara después de un sueño. Parte de él había percibido una sombra que se movía por el suelo del pozo. Miró con los ojos entornados hacia arriba y, para su aturdido asombro, notó que el enrejado había desaparecido. Las estrellas brillaban sin nada que las velara, y sólo podía seguir mirando, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. Si no hubiera estado herido, habría intentado subir, pero apenas podía moverse. Era espantoso ver una oportunidad de escapar y no poder aprovecharla. Había hecho lo posible para que el daño se repartiera por todo su cuerpo, pero sentía como si le hubieran desollado la pierna derecha. Todavía manaba de ella algo de sangre que caía en la suciedad que le rodeaba y era tan incapaz de saltar como de salir volando del agujero como un pájaro.

Casi le entró un ataque de risa histérica al pensar que su desconocido salvador se habría marchado dejando que fuera él mismo quien saliera del agujero. Por la mañana, aquel idiota lo vería aún allí, y a partir de entonces Eeluk no le dejaría sin guardia nunca más.

Algo bajó resbalando por el muro y Temujin se alejó con un respingo, creyendo que era una serpiente. Pensó que estaba teniendo visiones, cuando notó la aspereza de las fibras de la cuerda trenzada, y recobró la esperanza. Encima de él, vio una sombra tapando las estrellas y se esforzó en mantener bajo el tono de voz.

—No puedo subir por la cuerda —dijo.

—Átate —dijo la voz de la noche anterior—, pero ayúdame mientras te subo.

Con dedos torpes, Temujin se ató la cuerda alrededor de la cintura, preguntándose de nuevo quién se arriesgaría a despertar la ira de Eeluk. No tenía ninguna duda de que, si les descubrían, su rescatador se uniría a él en el pozo y sufriría su misma suerte.

Cuando sintió que la cuerda se le clavaba en la espalda, buscó con las piernas en vano el apoyo de las paredes de tierra. Se dio cuenta de que podía aferrarse con las manos a la tierra mientras escalaba, aunque el esfuerzo le producía la sensación de tener la piel en llamas. Sintió cómo crecía un grito en su interior hasta que, de modo involuntario, se le saltaron las lágrimas…

Pero no hizo ningún sonido hasta que, por fin, se encontró tendido en el suelo helado de un campamento silencioso.

—Aléjate tanto como puedas —dijo su salvador—. Usa el barro de las orillas del río para ocultar tu olor. Si sobrevives, iré a buscarte y te llevaré más lejos aún.

A la luz de las estrellas, Temujin pudo ver que aquel hombre tenía el cabello blanco y fuertes hombros pero, para su sorpresa, era un desconocido. Antes de poder responder, el extraño le puso una bolsa en la mano, y la boca de Temujin empezó a salivar al oler cebollas y cordero. La bolsa estaba caliente y la agarró como si fuera su última esperanza.

—¿Quién eres? ¿Por qué me salvas? —susurró. Parte de él gritaba que no importaba, que tenía que correr, pero no podía soportar no saberlo.

—Le hice una promesa a tu padre, Yesugei —respondió Arslan—. Ahora vete, yo te seguiré aprovechando la confusión de la búsqueda.

Temujin vaciló. ¿Era posible que todo aquello fuera una trampa preparada por Eeluk para descubrir el paradero de sus hermanos? No podía arriesgarse a hablarle a un desconocido de la grieta en las colinas.

—Cuando te vayas —dijo Temujin—, cabalga cinco días hacia el norte, de ocaso a ocaso. Busca una alta colina para encontrarme. Iré si puedo y te llevaré con mi familia. Tienes mi agradecimiento eterno, hombre sin nombre.

El valor del joven hizo sonreír a Arslan. En muchos sentidos le recordaba a su hijo, Jelme, aunque había un fuego en ese muchacho que sería difícil extinguir. Su intención había sido no dar su nombre, por si acaso el joven guerrero era capturado y le obligaban a revelarlo. Bajo la mirada de Temujin, asintió, tomando una decisión.

—Me llamo Arslan. Viajo con mi hijo, Jelme. Si vives, nos encontraremos de nuevo —le dijo, aferrándole el brazo con tanta fuerza que el dolor casi le hizo gritar.

Arslan volvió a colocar el entramado y la piedra, y luego se alejó, moviéndose como un gato bajo la helada luz de las estrellas. Temujin se marchó en otra dirección, arrastrando los pies y concentrándose en seguir vivo y llegar tan lejos como pudiera antes de que la cacería comenzara.

En la luz azul grisácea del amanecer, dos niños se desafiaban a acercarse al borde del pozo y mirar al cautivo. Cuando por fin reunieron el coraje para asomarse, no encontraron a nadie que les devolviera la mirada y salieron a la carrera a buscar a sus padres, gritando para dar la alarma.

Cuando Eeluk salió de su ger, su rostro estaba contraído por la excitación. La fuerte ave roja se agarraba a una faja de cuero que rodeaba su brazo derecho y su pico negro se abría tanto que se vislumbraba la punta de la oscura lengua. Dos perros de caza saltaban en torno al guerrero, percibiendo su estado de ánimo y ladrando como locos.

—¡Id hacia los árboles! —gritó Eeluk a sus guerreros, que se estaban congregando junto a él—. Yo me ocuparé de la zona occidental. Aquél que lo traiga de vuelta recibirá un deel nuevo y dos cuchillos con puño de cuerno. Tolui, tú vienes conmigo. Montad, hermanos. Hoy es día de cacería.

Observó cómo los guerreros y el resto de sus efectivos formaban grupos y comprobaban el equipamiento y las provisiones antes de subir a las sillas de sus caballos. A Eeluk le agradó notar que estaban animados y se felicitó por haber decidido traer a Temujin al campamento. Tal vez verle derrotado y arrastrado por un caballo hubiera sido la prueba final de que el Padre Cielo amaba al nuevo khan de los Lobos. Al fin y al cabo no le había partido un rayo. Hasta la más anciana de las brujas estaría satisfecha de lo que había logrado.

Le pasó por un instante por la mente la pregunta de cómo habría escapado Temujin del pozo, pero ése era un problema que se resolvería cuando regresara. Herido como estaba, no podría haber ido demasiado lejos. Cuando lo trajeran ante él, le preguntaría cómo había escalado las resbaladizas paredes, o quién le había ayudado. El pensamiento le hizo fruncir el ceño. Quizá hubiera algún traidor en las familias. Si era así, acabaría con él.

Se enrolló las riendas en el puño y montó, disfrutando de la sensación de fuerza en sus piernas. El águila roja extendió las alas para mantener el equilibrio mientras se acomodaba en el brazo de Eeluk, que esbozó una sonrisa tensa, notando cómo se le aceleraba el corazón. Solía tardar un tiempo en despertarse por completo, pero la perspectiva de salir a cazar a un hombre herido había encendido su sangre, y estaba listo para galopar. El ave roja lo percibió y agachó la cabeza, tirando de la caperuza de cuero con su larga garra. Eeluk se la quitó y el águila salió volando de su antebrazo, elevándose en el aire con un estridente graznido. Observó cómo batía las alas para tomar altura, mientras su brazo, sin el peso del ave, se alzaba en una especie de saludo o despedida. En una mañana así, podía sentir la tierra. Eeluk miró en derredor e hizo un gesto a Tolui con la cabeza.

—Ven. Vamos a ver hasta dónde ha conseguido llegar.

Tolui sonrió a su señor y maestro, antes de espolear a su montura, que se encabritó y partió al instante. Los perros de caza dejaron de ladrar y salieron corriendo a su lado, ansiosos por encontrar una presa. El aire era frío, pero los guerreros llevaban túnicas almohadilladas y estaba saliendo el sol.

Temujin permanecía tumbado, muy quieto, observando una mosca pasearse por el barro que tenía delante de la cara. Se había revolcado en la orilla enfangada del río para enmascarar su olor, pero no sabía si funcionaría o no. Había avanzado tanto como había podido durante la noche, aunque al final iba cojeando a cada paso. Era extraño cuánta debilidad podía llegar a mostrar cuando estaba solo. Si no había nadie, no le importaba sentir el escozor de las lágrimas en la piel, que tenía en carne viva. Cada paso era una tortura y, sin embargo, se forzaba a seguir adelante, recordando las palabras de Hoelun cuando pasaron las primeras noches en la grieta de las colinas. Nadie llegaría a rescatarles; su sufrimiento no terminaría a menos que ellos mismos acabaran con él. Siguió avanzando, ocultándose en la oscuridad de los vigías que hubiera apostados en las colinas.

Cuando llegó la madrugada caminaba renqueante como un animal herido, casi doblado por el dolor y la debilidad. Por fin, se desplomó junto a la ribera de un arroyo, jadeando con la cabeza vuelta hacia el pálido cielo que anunciaba el amanecer. Se dio cuenta de que con la primera luz del día descubrirían que había escapado. ¿Cuánto habría avanzado? Vio el primer destello dorado que tocaba el oscuro horizonte y al instante el resplandor fue demasiado brillante para sus ojos. Comenzó a excavar en el barro con las manos hinchadas, dando gritos de dolor a causa de su dedo roto.

Por un tiempo no pensó en nada, y eso fue un alivio para él. El barro se transformó en una pasta que podía apretar entre los dedos y extender por su piel y su ropa. Estaba frío y, al secarse, el cuerpo le empezó a picar de una forma insoportable.

Se quedó mirándose el dedo roto, observando la articulación inflamada y la piel púrpura debajo del barro. Se sacudió del estado de semisueño en que había caído, temiendo que hubiera pasado mucho tiempo y no se hubiera percatado por el agotamiento. Su cuerpo estaba al límite de su resistencia; todo lo que quería era rendirse y perder el conocimiento. En el fondo, en lo más profundo de su alma, todavía había una llama que le empujaba a vivir, pero parecía haberse extinguido en el ser enlodado y atontado que se revolcaba en la orilla del río y apenas podía girar la cara para ver el avance del sol por el cielo.

En la distancia oyó el aullido de unos perros y emergió del frío y la extenuación. Hacía mucho que se había terminado la ración de comida de Arslan, y volvía a estar muerto de hambre. Parecía que los perros estaban cerca y, de repente, temió que el pestilente fango no le protegiera. Se alzó y avanzó por la pendiente de la orilla, escondido tras las hierbas del borde, moviéndose a sacudidas, espasmódicamente, desfallecido. Los ladridos de los perros sonaban cada vez más cerca y el corazón le empezó a palpitar con fuerza, aterrorizado al imaginarse que se lanzaban sobre él y le arrancaban la carne de los huesos. Aún no alcanzaba a oír los cascos de los jinetes, pero supo que no había logrado alejarse lo suficiente.

Al sumergirse en el agua helada, lanzó un grito ahogado por la impresión. Se dirigió al punto más hondo, donde crecía un espeso lecho de juncos. La parte de él que todavía podía pensar le obligó a alejarse del primer tramo. Si veían dónde había estado tumbado, buscarían alrededor de esa zona.

El río le anestesió y amortiguó su dolor y, aunque el lugar del arroyo donde se había ocultado no era demasiado profundo, utilizó la corriente para avanzar ayudándose con las manos y las rodillas, clavando las uñas en el blando fango. Sentía cosas vivas moverse entre sus dedos, pero el frío le había reducido a un núcleo de sensaciones que no estaba ligado al mundo. Verían la estela que había dejado en el agua. Seguro que era inútil, pero no se detuvo, siguió desplazándose hacia aguas más profundas.

El río hacía una curva bajo unos árboles centenarios que pendían sobre el agua. Al otro lado, la orilla estaba recubierta de hielo azulado que, al estar bajo esa sombra perpetua, había sobrevivido al invierno. La fuerza del agua había devorado la parte inferior de ese saliente de hielo y, a pesar de que se imaginaba el penetrante frío de aquella esquina, se dirigió hacia allí sin titubear.

Se preguntó cuánto tiempo podría sobrevivir en el agua helada. Se introdujo con dificultad bajo el saliente de hielo y se arrodilló en el barro. Sólo dejó los ojos y la nariz por encima de la superficie. Tendrían que meterse en el agua para verle, pero no le cabía ninguna duda de que sus perseguidores mandarían a los perros a recorrer el arroyo de arriba abajo.

El frío le había entumecido los miembros por completo y pensó que lo más probable era que estuviera a punto de morir. Apretó con fuerza la mandíbula para silenciar el tiritar de sus dientes y, durante un breve periodo de tiempo, olvidó lo que estaba sucediendo; sencillamente, esperó como si fuera un pez, helado y desprovisto de pensamientos. Podía ver el vapor de su aliento, una neblina sobre la superficie del agua clara mientras la nube de fango se asentaba a su alrededor.

Oyó muy cerca el excitado ladrido de los perros, pero su mente se movía con demasiada lentitud como para sentir miedo. ¿Había oído un grito? Le parecía que sí. Quizá hubieran hallado el rastro que había dejado en el barro. Quizá hubieran entendido que era la marca que deja un hombre que se arrastra sobre su barriga como un animal. Ya no le importaba. El frío parecía haber penetrado en su interior y ahora le atenazaba el corazón, ralentizándolo cada vez más. Sentía cada uno de sus latidos como una explosión de calor en su pecho, pero ésta se iba debilitando poco a poco.

El ladrido de los perros se calmó al rato, pero no se movió de donde estaba. Al final no fue una decisión consciente la que lo impulsó a moverse, sino más bien el instinto de su cuerpo, que se negaba a morir. A punto estuvo de ahogarse cuando lo invadió una oleada de fatiga, y tuvo que luchar para mantener la cabeza fuera del agua. Despacio, se dirigió hacia donde el agua era menos profunda y allí se sentó, sintiendo los miembros tan pesados que apenas podía moverlos.

Se dirigió hacia la orilla contraria y se tendió de nuevo en el oscuro barro, sintiendo su tersura perfecta al meterse entre la hierba que crecía sobre el agua y apoyarse en el fango para salir. Finalmente se desmayó.

Cuando se despertó, seguía siendo de día, pero no se oía ningún sonido cercano aparte del murmullo del propio río, que discurría veloz, arrastrando consigo la nieve procedente del deshielo de las montañas. La sangre volvía a circular por sus venas, y el dolor de las heridas abiertas supurando hacia el agua lo había despertado. Agitó uno de sus brazos y se alejó un poco más del agua, casi llorando por el dolor mientras su cuerpo iba volviendo a la vida. Logró incorporarse lo suficiente para otear entre los árboles y no vio a nadie en las proximidades.

Eeluk no se daría por vencido, de eso estaba seguro. Si la primera expedición fracasaba, enviaría a toda la tribu a buscarle, cubriendo el terreno que un jinete recorrería en un día en torno al campamento. Sabían que no podía haber ido muy lejos y sin duda acabarían por encontrarle. Tendido boca arriba, se quedó mirando el cielo y se dio cuenta de que sólo había un sitio al que podía ir.

Cuando se puso el sol, Temujin se alzó tambaleante, temblando tanto que le pareció que se le iban a desencajar los miembros. Cuando las piernas le fallaron, avanzó a gatas sobre la hierba. Podía ver las antorchas del campamento y comprendió que en su débil estado no había avanzado mucho. Seguramente, la mayoría de los cazadores había elegido un radio más amplio para buscarle.

Esperó hasta que desaparecieron los últimos rayos de sol y la tierra volvió a estar oscura y fría. Parecía que su cuerpo todavía estaba dispuesto a llevarle un poco más lejos y hacía mucho que había dejado de preguntarse cuánto más podría forzar a sus maltrechos miembros. El río había limpiado un poco su ojo hinchado y descubrió aliviado que veía un poco con él, aunque todo estaba borroso y le lloraba constantemente.

Le daba pavor pensar en los perros del campamento, aunque confiaba en que el fango ocultara su olor. La idea de que uno de aquellos feroces animales corriera hacia él para atacarle le producía un miedo constante, pero no tenía elección. Si detenía su renqueante avance, la segunda tanda de perseguidores lo encontraría por la mañana. Continuó, y cuando miró atrás, se sorprendió al comprobar que había adelantado un buen trecho.

Sabía qué ger era la más conveniente, y agradeció al Padre Cielo que estuviera cerca de las estribaciones del tranquilo campamento. Se tumbó boca abajo largo tiempo, atento al más mínimo movimiento. Eeluk había situado a sus centinelas mirando hacia fuera, pero necesitarían la vista de una lechuza para ver aquella figura enlodada arrastrarse con sigilo por la oscura tierra.

Después de lo que se le antojó una vida, Temujin alargó la mano para tocar la pared de fieltro de una de las tiendas, sintiendo su seca aspereza con una especie de éxtasis. Todos sus sentidos estaban alerta y, aunque había vuelto el dolor, se sentía vivo y exaltado. Pensó intentar acceder por debajo de la pared, pero la habrían asegurado con estaquillas y, además, no quería que alguien gritara asustado creyendo que era un lobo. Sonrió para sí al imaginarlo. Sería un lobo muy desesperado, descendiendo con sigilo de las colinas en busca de calor y de leche. Las nubes ocultaban las estrellas y, en la oscuridad, se acercó a la pequeña puerta de la ger y la empujó. Entró con cuidado y cerró tras de sí, quedándose quieto en la oscuridad del interior, jadeante.

—¿Quién es? —preguntó una mujer. A su derecha, oyó cómo se arrebujaban unas mantas y otra voz más grave habló.

—¿Quién está ahí? —gritó Basan.

Temujin sabía que estaría buscando su puñal.

—Temujin —susurró.

Se produjo un silencio y aguardó, sabiendo que su vida pendía de un hilo. Oyó el golpe de la piedra contra el acero y un fulgor iluminó sus caras un instante. La esposa y los hijos del vasallo estaban despiertos, y todo lo que Temujin podía hacer era mirarlos sin más mientras Basan encendía una lámpara de aceite y bajaba la llama hasta que no fue más que un rescoldo.

—No puedes quedarte aquí —dijo la mujer de Basan.

Temujin vio el temor en su rostro, pero en un ruego silencioso se volvió hacia el vasallo de su padre y esperó.

Basan negó con la cabeza, horrorizado al ver en su casa aquella desgarbada y encorvada figura.

—Te están buscando —le informó Basan.

—Entonces, escóndeme hasta que acabe la búsqueda —repuso Temujin—. Solicito derechos de hospitalidad.

No recibió respuesta y de pronto sufrió un desfallecimiento, perdiendo hasta el último resquicio de sus fuerzas. Se vino abajo de rodillas y su cabeza cayó hacia delante.

—No podemos echarle —oyó que Basan le decía a su esposa—. No para que le maten.

—Nos matarán a todos —repuso ella, elevando la voz.

Con la vista nublada, Temujin observó cómo Basan cruzaba la ger hacia ella, tomándole la cara con ambas manos.

—Hazle un té y busca algo para comer —la apremió—. Lo haré por su padre.

Ella no respondió, pero se dirigió a la tetera y empezó a echar leña en el pequeño hornillo, con una dura expresión en el semblante. Temujin sintió cómo los fuertes brazos de Basan lo levantaban y, después, la oscuridad lo envolvió.

Eeluk no pensó en registrar las gers de las familias. Su buen humor inicial se apagó visiblemente cuando pasó el segundo día y luego el tercero y no había rastro del fugitivo. Al final del cuarto día, Basan regresó y le dijo a Temujin que Arslan y su hijo también habían desaparecido. Habían cabalgado hacia el norte esa mañana con uno de los vasallos, pero ninguno de ellos había vuelto al atardecer. Eeluk estaba fuera de sí de rabia. Había enviado varios hombres a la tienda que le había dado al espadero y había descubierto que sus herramientas más valiosas habían desaparecido con él. Nadie esperaba que el vasallo regresara, y el llanto de su familia se oyó hasta bien entrada la noche. El humor de los Lobos se había agriado y Eeluk había dejado inconsciente a uno de sus hombres por cuestionar su orden de salir una vez más.

Temujin apenas podía recordar los primeros dos días. Tenía fiebre, tal vez debido al aire pestilente del pozo. El río le había limpiado la piel y quizá eso le había salvado. La esposa de Basan había cuidado sus heridas con severa eficiencia, lavándole lo que le quedaba de la mugre y limpiando la sangre y el pus con un paño empapado en airag hervido. Cuando lo tocaba, gemía, y recordaba la mano de ella tapándole la boca para sofocar el sonido.

Cada mañana, Basan los había dejado para unirse a los demás hombres tras advertir con gravedad a sus dos hijos de que no debían decirle nada a nadie. Observaban a Temujin con enorme curiosidad, asustados por ese forastero que no decía nada y tenía esas horrendas heridas. Tenían edad suficiente para comprender que la vida de su padre dependía de su silencio.

A Eeluk le había dado por beber más y más al ver que sus partidas de búsqueda retornaban día tras día con las manos vacías. Al final de la semana, borracho, ordenó a las familias que continuaran hacia el norte, dejando atrás el pozo y su mala suerte. Esa noche se retiró a su tienda con dos de las chicas más jóvenes de la tribu, cuyas familias no se atrevieron a protestar Basan pidió una guardia de medianoche al amanecer con la esperanza de hacer desaparecer por fin a Temujin del campamento. Las familias estaban nerviosas y descontentas y sabía que había ojos que observaban todos y cada uno de sus movimientos, por lo que descubrirían a Temujin en cuanto desmantelaran las tiendas. A pesar del peligro que supusiera, Temujin tenía que huir esa noche o nunca.

Basan aguardó cuanto pudo, y dejó la tienda sin el fieltro para ver las estrellas avanzar por la bóveda celeste. La familia entera tuvo que aguardar, muerta de frío, hasta que Basan decidió que los miembros de la tribu ya estarían dormidos. Los que aún estuvieran despiertos no notarían que uno de los vasallos de confianza salía a iniciar su vigilancia, pero a Basan le costó muchísimo decidirse a darle a Temujin uno de sus caballos. Tenía once y los amaba a todos como a sus propios hijos. Al final había elegido una pequeña yegua negra y la había llevado a la puerta de su ger, atándole unas alforjas con suficiente comida para que el joven pudiera alimentarse durante el viaje.

Temujin permanecía oculto entre las sombras y se esforzaba por encontrar palabras con las que expresar su gratitud. No tenía nada que darle a los niños y se sintió avergonzado por la carga y el miedo que había hecho llegar a ese hogar. La esposa de Basan había preferido no mantener relación con él, mientras que el hijo mayor parecía haber perdido su miedo, que había dado lugar al asombro en cuanto supo quién era el extraño que estaba en su casa. Era evidente que el niño había reunido valor cuando Basan le dijo que sería esa noche, y se acercó a Temujin con toda la timidez de sus doce años. Para su sorpresa, el chico había puesto una rodilla en el suelo y había alargado la mano para coger la suya y hacer que se la apoyara en la coronilla, donde Temujin tocó el mechón en el hirsuto cuero cabelludo.

Notó que se le hacía un nudo en la garganta por la emoción ante el sencillo gesto del niño.

—Tu padre es un hombre valiente —murmuró—. Asegúrate de seguir sus pasos.

—Lo haré, mi khan —respondió el niño.

Temujin lo miró fijamente y la mujer de Basan tragó saliva. En la puerta, Basan oyó la conversación y negó con la cabeza, preocupado. Antes de que Temujin pudiera responder, el guerrero atravesó la ger hacia su hijo y le hizo ponerse en pie.

—No puedes jurar lealtad a este hombre, pequeño. Cuando llegue el momento, entregarás la espada y tu hija a Eeluk, como he hecho yo.

No podía mirar a Temujin a los ojos mientras hablaba, pero la resistencia del niño se doblegó bajo la fuerte mano de su padre. Se agachó y se escabulló hacia los brazos de su madre, desde donde observó a ambos por debajo de su codo.

Temujin carraspeó.

—El espíritu de mi padre nos observa —murmuró, viendo su aliento elevarse como una columna de niebla—. Le honras salvándome.

—Ven conmigo ahora —dijo Basan, avergonzado—. No hables con nadie, y así pensarán que eres otro de los guardias de las colinas.

Mantuvo la puerta abierta y Temujin se agachó para salir, torciendo el gesto por el dolor que le causaban aún sus magulladuras. Llevaba una túnica y unos pantalones limpios bajo un deel acolchado que pertenecía a Basan. Bajo las gruesas capas, las heridas más graves estaban vendadas. Le faltaba mucho para estar curado, pero estaba deseando montarse a un caballo. Encontraría a su familia entre los nómadas de las llanuras y los Lobos no volverían a capturarlo jamás.

Basan recorrió con deliberada lentitud el campamento, confiando en que la oscuridad ocultara la identidad de su compañero si alguien era tan idiota como para atreverse a salir con aquel frío. Existía la posibilidad de que notaran que regresaba sin su yegua, pero no había elección. No tardó demasiado en dejar las tiendas atrás; nadie le dio el alto. Ambos hombres caminaron en silencio uno junto al otro, guiando al caballo por las riendas, hasta que el campamento de los Lobos estuvo lejos. Era tarde y Basan tendría que sudar mucho para llegar a su puesto sin despertar ningún comentario. Cuando estuvieron ocultos por la sombra de la colina, le puso a Temujin las riendas en las manos.

—He envuelto mi segundo arco y lo he colocado aquí —dijo, dándole unas palmadas a un fardo atado a la silla—. Hay un poco de comida, pero te he dejado dos flechas, para cuando necesites cazar. Llévala a pie hasta que estés lejos, o los centinelas oirán los cascos. Permanece a la sombra de las colinas todo lo que puedas.

Temujin asintió, alargando la mano para aferrar el brazo del vasallo. Había sido su captor con Tolui, pero luego le había salvado la vida poniendo en riesgo a su familia. No podía más que sentir agradecimiento por aquel hombre.

—Búscame en el horizonte, Basan —dijo—. Tengo cuentas que arreglar con los Lobos.

Basan lo miró, y volvió a ver una determinación que le recordó inquietantemente a Yesugei cuando era joven.

—Me parece estar oyendo a tu padre —dijo, estremeciéndose de repente.

Temujin le devolvió la mirada durante un buen rato, y luego le golpeó en el hombro.

—Cuando me vuelvas a ver, te prometo que tu familia estará a salvo —le aseguró.

Con un chasquido con la garganta, hizo que la yegua se pusiera en marcha de nuevo. Basan lo observó irse antes de darse cuenta de que llegaba tarde y echar a correr. Cuando Temujin saliera de la sombra de la colina, sólo Basan estaría allí para verle, y su cuerno permanecería en silencio.