XVII

En el interior de una ger el doble de grande que las demás del campamento, Eeluk se arrellanaba en un trono de madera y cuero pulido. Yesugei había desdeñado esos símbolos de poder, pero a Eeluk le gustaba sentirse por encima de sus guerreros. Debían recordar quién era el khan. Escuchó el crepitar de las antorchas y las lejanas voces de la tribu. Estaba borracho de nuevo, o casi, y vio desenfocada su mano cuando la pasó por delante de los ojos. Consideró la posibilidad de pedir suficiente airag para caer desmayado en el sueño, pero en vez de eso, siguió sentado en un sombrío silencio, mirando hacia el suelo con fijeza. Sus hombres sabían que era mejor no intentar animar a su khan cuando añoraba días mejores.

Su águila estaba encaramada a una estructura de madera a su derecha. El ave, con su caperuza, era una presencia perturbadora. Podía permanecer inmóvil durante horas como si fuera una estatua de bronce y luego de repente dar un respingo al oír un sonido, ladeando la cabeza como si pudiera ver a través del grueso cuero. Había conservado el tono rojizo de sus plumas, que resplandecían cuando la luz de las antorchas alumbraba sus alas. Eeluk se sentía orgulloso de su tamaño y fortaleza. La había visto atacar a un cabritillo y ascender en el aire con el cuerpo sin vida colgando de su pico. No le había permitido devorar más que un mínimo pedazo de carne por su éxito en la caza, pero había sido un momento glorioso. Había entregado el águila de Yesugei a otra familia, para asegurarse así su gratitud. Le habría encantado enseñarle las dos aves a Temujin o a Bekter, y casi deseaba que estuvieran vivos para presenciar una vez más su rabia.

Aún recordaba el día en que había recibido el ave roja de manos del propio Yesugei. Contra su voluntad, los ojos se le llenaron de lágrimas y maldijo en voz alta el airag por producirle esa melancolía. Entonces era joven, y para los jóvenes todo era mejor, más limpio y hermoso que para los que habían dejado que sus cuerpos engordaran y se emborrachaban todas las noches. No obstante, seguía siendo fuerte, lo sabía. Lo suficiente para vencer a cualquiera que osara ponerle a prueba.

Eeluk buscó a su alrededor con la vista borrosa a Tolui, olvidándose de que aún no había regresado. Los Lobos habían avanzado con lentitud, dirigiéndose más al norte desde que Tolui se marchara con Basan y Unegen. Tendría que haber sido una cuestión sencilla determinar si los hijos de Yesugei vivían aún, o al menos hallar sus huesos. Eeluk recordó su primer invierno como khan y se estremeció. Había sido glacial, aun viajando hacia el sur. Para los que se quedaron en el norte, debió ser terriblemente crudo, tanto para los jóvenes como para los viejos. Hoelun y sus hijos no habrían durado demasiado, estaba casi seguro de ello. Y sin embargo, su recuerdo le perseguía. ¿Qué podría haber retrasado a sus guerreros? Eeluk era consciente de que le era útil tener al joven guerrero cerca. Su lealtad era incuestionable en comparación con la de algunos de los hombres de más edad. Eeluk sabía que había algunos que seguían negando su derecho a liderar la tribu, que había idiotas que no podían aceptar el nuevo orden de cosas. Se aseguró de que estuvieran vigilados: una madrugada, cuando llegara el momento, se encontrarían con hombres como Tolui aguardándoles fuera de sus tiendas. Les cortaría la cabeza él mismo, como debía hacer un khan. Nunca se olvidaba de que había conseguido ser el jefe de la tribu por la fuerza, y de que sólo por la fuerza conseguiría mantener tal condición. La deslealtad podía estar creciendo libremente mientras aquellos hombres reunían el valor para retarle. ¿Acaso no había sentido él la semilla de la traición en sí mismo mucho antes de que Yesugei fuera asesinado? En lo más profundo de su corazón, la había sentido.

Cuando se oyó el aviso de los cuernos, se puso en pie, tambaleante, y cogió su espada del brazo de la silla, donde estaba apoyada. El águila roja chilló, pero haciendo caso omiso de ella, Eeluk sacudió la cabeza para despejarse antes de salir con grandes zancadas al aire frío de la noche. Sentía de nuevo la sangre correr veloz por sus venas, esa inyección de emoción que tanto le gustaba. Deseó que se tratara de una incursión enemiga, o bien del regreso de Tolui con los hijos del antiguo khan. Tanto una cosa como la otra le permitiría manchar con su sangre su espada y nada hacía su sueño tan agradable y reparador como haber matado a un hombre.

Le trajeron su caballo y montó con cuidado para no correr el riesgo de tambalearse y caer. Sentía el efecto del airag dentro de sí, pero eso sólo le hacía más fuerte. Se volvió a mirar con los ojos rojos y nublados cómo se agrupaban sus hombres y luego espoleó su montura, lanzándola al galope al encuentro de la amenaza.

Eeluk lanzó un grito al helado viento y los jinetes se situaron a su alrededor en perfecta formación. Eran Lobos y eran temibles. Nunca se sentía tan vivo como en ese momento, cuando podía olvidar las deslealtades y había un único enemigo contra el que combatir. Eso era lo que ansiaba cada día, no los nimios problemas y desavenencias de las familias. ¿Qué le importaban a él sus discordias? Su espada y su arco estaban listos para defenderlos y eso era todo lo que estaba obligado a darles. Podían crecer y multiplicarse, igual que hacían las cabras bajo su cuidado. Nada importaba mientras los guerreros siguieran cabalgando y él fuera su líder.

A galope tendido, Eeluk bajó su espada hasta las orejas del caballo y exclamó «¡Vamos!», para que acelerara más, sintiendo el airag arder en su interior. Deseó que hubiera unas huestes enemigas dirigiéndose hacia ellos, poder librar una batalla para probar su coraje y sentir una vez más la sensación embriagadora de caminar al lado de la muerte. Sin embargo, lo que vio en la llanura fueron dos figuras solitarias montadas en dos caballos marrones demasiado cargados para suponer una amenaza. La decepción le dejó un regusto amargo en la garganta, pero lo acalló, obligándose a ocultar sus sentimientos. Los Lobos le arrebatarían a aquellos hombres todas sus posesiones, dejándoles sólo la vida, a menos que decidieran luchar. Mientras se aproximaba y sus hombres tomaban posiciones, Eeluk rogó para que decidieran esto último.

Con precaución de borracho, Eeluk desmontó y caminó hacia los desconocidos. Para su sorpresa, vio que ambos estaban armados, aunque no fueron tan estúpidos como para desenvainar sus espadas. Era poco habitual ver hojas largas en manos de los nómadas sin tribu. La habilidad para doblar y templar el acero era muy valorada entre las tribus y una buena espada sería una valiosa posesión. Y, sin embargo, aquella pareja no parecía rica. Puede que sus ropas hubieran sido de buena calidad en el pasado, pero ahora estaban manchadas de polvo y suciedad. A través de la confusión que el airag le provocaba, Eeluk notó que su interés se avivaba.

Mientras se aproximaba, observó a los hombres con atención, recordando las lecciones que había recibido de Yesugei sobre cómo juzgar a los enemigos. Uno era lo bastante mayor para ser padre del otro, pero parecía fuerte a pesar de su canoso cabello, que llevaba aceitado y recogido en una trenza a su espalda. Eeluk percibió una inquietante sensación de peligro en su porte y dejó de prestar atención al más joven, sabiendo por instinto que debía vigilar al mayor, pues éste sería el primero en actuar. No sabía por qué, pero aquella intuición le había salvado en más de una ocasión la vida.

Pese a estar rodeados de guerreros a caballo, ninguno de los dos hombres agachó la cabeza. Eeluk los miró con el ceño fruncido, preguntándose de dónde provendría su peculiar carácter y su confianza. Antes de que tuviera tiempo de decir nada, el mayor de ellos pareció sobresaltarse cuando su aguda vista percibió el lobo saltando en la armadura de Eeluk. Murmuró algo a su acompañante y ambos se relajaron visiblemente.

—Mi nombre es Arslan —dijo el mayor con claridad—, y éste es mi hijo, Jelme. Hicimos una promesa a los Lobos y por fin os hemos encontrado. —Al no recibir respuesta de Eeluk, el forastero miró a su alrededor repasando los rostros de sus vasallos—. ¿Dónde está aquél que se llama Yesugei? He cumplido mi promesa. Por fin os he encontrado.

Eeluk contempló con hostilidad a los desconocidos mientras se sentaban en el calor de su ger. Dos de sus vasallos se quedaron haciendo guardia a la puerta, listos para acudir a su llamada. En el interior, sólo Eeluk estaba armado. Con todo, sentía una tensión constante en su presencia por alguna razón que no conseguía explicarse con claridad. Tal vez fuera la absoluta ausencia de miedo que percibía en ambos. Arslan no había mostrado ningún tipo de sorpresa o asombro al ver la enorme tienda que Eeluk había construido. Había entregado su espada sin volverse a mirarla ni una sola vez. Cuando la mirada de Arslan recorrió el arsenal de armas que colgaba de las paredes, Eeluk casi podía asegurar haber visto un ligero desprecio en su rostro, que había desaparecido tan rápido como vino, Sólo el ave roja le había llamado la atención y, para disgusto de Eeluk, había hecho un ruido con la parte de atrás de su garganta y acariciado las rojas y doradas plumas de su pecho. El águila no había reaccionado, y Eeluk sintió que su latente ira estaba a punto de estallar.

—A Yesugei lo asesinaron los tártaros hace casi cinco años —dijo Leluk, cuando se hubieron acomodado y bebido los cuencos de té. ¿Quiénes sois y por qué venís ahora hasta nosotros?

El joven abrió la boca para responder pero Arslan le tocó el brazo con suavidad y guardó silencio.

—Habríamos venido antes si os hubierais quedado en el norte. Mi hijo y yo hemos cabalgado más de mil días para encontraros y honrar la promesa que le hice a tu padre.

—Él no era mi padre —espetó Eeluk—. Yo era el primero de sus guerreros. —Vio que ambos cruzaban una mirada.

—Entonces ¿no es un rumor que abandonaste a los hijos y a la esposa de Yesugei en la estepa? —preguntó Arslan sin alterarse.

Eeluk notó que se ponía a la defensiva bajo el tranquilo examen de aquel extraño.

—Soy el khan de los Lobos —contestó—. Los he gobernado durante cuatro años y son más fuertes ahora de lo que fueron nunca. Si estás obligado por una promesa con los Lobos, estás obligado conmigo.

Una vez más, vio cómo padre e hijo intercambiaban una mirada y se enfadó.

—Miradme cuando os esté hablando —ordenó.

Obediente, Arslan miró a los ojos del hombre sentado sobre el trono de madera y cuero, sin decir nada.

—¿Cómo os habéis hecho con las espadas que lleváis con vosotros? —preguntó Eeluk.

—Mi oficio es fabricarlas, mi señor —dijo Arslan, con amabilidad—. Una vez ésa fue mi labor entre los naimanos.

—¿Te desterraron? —inquirió Eeluk de inmediato.

Deseó no haber bebido tanto antes de que llegaran. Sus pensamientos se formaban con lentitud y aún percibía peligro en el mayor de los dos forasteros, por muy calmado que fuera su modo de hablar. Había en él una economía de movimientos que sugería una dureza que Eeluk sabía reconocer. Puede que hubiese sido un espadero, pero también era un guerrero. Su hijo era delgado como un junco, y fuera lo que fuera lo que hacía peligroso a ese hombre, su hijo no lo tenía, con lo que Eeluk podía hacerlo desaparecer de sus pensamientos.

—Dejé al khan cuando tomó a mi mujer por esposa —respondió Arslan.

Eeluk dio un súbito respingo, acordándose de una historia que había oído años atrás.

—He oído contar eso antes —empezó a decir, esforzándose en recordar—. ¿Tú eres el que desafió al khan de los naimanos? ¿Tú eres el que rompió sus votos?

Arslan suspiró al recordar ese antiguo pesar.

—Eso fue hace mucho tiempo y yo era más joven, pero sí. El khan era un hombre cruel y, aunque aceptó mi desafío, antes regresó a su ger. Luchamos y lo maté, pero cuando fui a reclamar a mi esposa, descubrí que le había mandado cortar el cuello. Es una historia vieja y no he pensado en ella en muchos años.

El dolor había ensombrecido la mirada de Arslan, y Eeluk no le creyó.

—La he oído incluso en el sur, donde el aire está caliente y húmedo. Si eres el mismo hombre, se dice que eres muy hábil con la espada. ¿Es verdad?

Arslan se encogió de hombros.

—Las historias siempre exageran. Quizá un día lo fui. Mi hijo es mejor que yo, ahora. Pero he conservado mis fuelles y puedo forjar. No he perdido mi destreza y todavía puedo fabricar armas de guerra. Conocí a Yesugei mientras cazaba con su halcón. Se dio cuenta del valor que ese arte tenía para sus familias y se ofreció a romper la tradición y a aceptarnos de nuevo en una tribu. —Se detuvo un momento, remontándose al pasado—. Estaba solo y desesperado cuando me encontró. Mi esposa pertenecía a otro y yo no quería seguir viviendo. Me ofreció refugio entre los Lobos si conseguía liberarla a ella y a mi hijo. Creo que era un gran hombre.

—Yo soy más grande —repuso Eeluk, irritado al oír cómo alababan a Yesugei en su propia ger—. Si posees las habilidades que dices, los Lobos estarán honrados de acogeros entre los suyos.

Durante largo tiempo, Arslan no respondió ni desvió la mirada. Eeluk sintió cómo aumentaba la tensión en la tienda y se tuvo que contener para no llevar la mano a la empuñadura de la espada. Vio cómo el ave roja levantaba la cabeza bajo la caperuza, como si también pudiera sentir que el aire se había enrarecido.

—Cerré mi promesa con Yesugei y sus herederos —dijo Arslan.

Eeluk resopló.

—¿No soy yo el khan aquí? Los Lobos son míos y tú te has ofrecido a los Lobos. Os acepto a los dos y os daré una ger, ovejas, sal y seguridad.

De nuevo siguió un largo silencio que resultó tan incómodo que Eeluk sintió deseos de maldecir. Por fin, Arslan asintió con la cabeza.

—Será un gran honor para nosotros —respondió.

Eeluk sonrió.

—Entonces está decidido. Habéis llegado en el momento preciso: voy a necesitar buenas armas. Tu hijo será uno de mis vasallos si es tan rápido con la espada como dices. Iremos a la batalla con espadas forjadas por ti. Créeme cuando te digo que es un momento de gran futuro para los Lobos.

En la cargada oscuridad de la tienda nueva, Jelme se volvió hacia su padre y le habló en voz baja.

—Entonces ¿nos quedamos?

Su padre, invisible en la penumbra, negó con la cabeza. Consciente de que podía haber alguien escuchando, bajó la voz hasta un nivel apenas audible.

—No. Este hombre que se llama a sí mismo khan no es más que un perro ladrador con las manos teñidas de sangre. ¿Me imaginas sirviendo a otro hombre como el khan de los naimanos? Yesugei era un hombre de honor, alguien a quien podía seguir sin arrepentirme. Se encontró conmigo mientras estaba cortando cebollas salvajes, armado sólo con un pequeño cuchillo. Podría haberme robado todo lo que tenía, pero no lo hizo.

—Lo habrías matado si lo hubiera intentado —dijo Jelme, sonriendo en la oscuridad. Había visto pelear a su padre y sabía que, incluso desarmado, era un duro rival para la mayoría de espadachines.

—Podría haberle sorprendido —respondió Arslan sin arrogancia—, pero él no lo sabía. Estaba cazando solo y noté que no quería compañía, pero me trató con honor. Compartió su carne y su sal conmigo. —Suspiró Arslan al recordarlo—. Me gustaba. Siento saber que ha abandonado las estepas. Eeluk es débil donde Yesugei era fuerte. No dejaré que ponga las manos en mis hermosas espadas.

—Lo sabía —dijo Jelme—. No has dado tu palabra, y lo he adivinado. Ni siquiera escuchó las palabras que utilizaste. Este hombre es un estúpido, pero sabes que no nos dejará marchar.

—No, no nos dejará —aseguró Arslan—. Debería haber hecho caso a los rumores sobre el nuevo khan. No tendría que haberte puesto en peligro.

Jelme resopló.

—¿Y adónde hubiera ido, padre? Mi sitio está a tu lado. —Se quedó pensativo por un momento—. ¿Quieres que le rete?

—¡No! —Respondió Arslan con un áspero susurro—. ¿A un hombre que fue capaz de dejar a unos niños y a su madre en la estepa para que murieran de frío? Ordenaría que te apresaran y te decapitaran sin siquiera desenvainar su propia espada. Hemos cometido un error viniendo aquí, pero ahora lo único que podemos hacer es esperar el momento propicio para escapar Construiré mi forja con ladrillos nuevos de barro. Eso lleva tiempo. Te enviaré a buscar madera y hierbas para que puedas alejarte del campamento. Apréndete los nombres de los guardias y haz que se acostumbren a que salgas a buscar materiales. Puedes encontrar un lugar donde almacenar lo que necesitemos cuando llegue la hora, yo sacaré los caballos.

—Hará que los guardias vengan con nosotros —respondió Jelme. Arslan se rió entre dientes.

—Que lo haga. Todavía no me he topado con un hombre a quien no pueda matar. Nos habremos marchado de aquí para final de verano y la forja que les dejaré no servirá más que para chatarra.

Jelme suspiró. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio el interior de una tienda y a una parte de él no le hacía ninguna gracia la perspectiva de volver a las duras noches a la intemperie y a la crudeza de los inviernos.

—Hay algunas mujeres hermosas aquí —dijo.

Su padre se enderezó al notar el anhelo en la voz de su hijo. Durante un tiempo guardó silencio.

—No lo había pensado, hijo mío. Tal vez esté siendo un idiota. No me casaré de nuevo, pero si quieres quedarte aquí y fundar un hogar entre estas gentes, permaneceré a tu lado. No puedo arrastrarte tras de mí el resto de mi vida.

Jelme alargó la mano en la oscuridad buscando el brazo de su padre.

—Yo iré donde tú vayas, lo sabes bien. Tu promesa me ata a mí tanto como a ti.

Arslan resopló.

—Una promesa a un muerto no ata a nadie. Si Yesugei estuviera vivo, o si sus hijos hubieran sobrevivido, iría hasta ellos con el corazón puro. Tal como están las cosas, no hay vida para nosotros fuera de aquí o en las llanuras con los auténticos lobos. No me respondas esta noche. Duerme y hablaremos de nuevo por la mañana.

Eeluk se levantó al amanecer pensando que la cabeza le iba a estallar de dolor. Un sudor pegajoso le cubría la piel. Había pedido más airag cuando Arslan y Jelme se fueron a la ger y había dormido como máximo lo que las estrellas tardan en recorrer el ancho de una palma del cielo. Se sentía fatal, pero al salir de su tienda e inspeccionar el campamento, descubrió sorprendido que Arslan y su hijo ya estaban despiertos. Los dos recién llegados estaban haciendo ejercicio juntos, con las espadas desenvainadas mientras estiraban los músculos y se movían en lo que, a los adormilados ojos de Eeluk, parecía una danza.

Unos cuantos de sus vasallos se habían reunido ya a su alrededor, y algunos estaban riéndose o hacían comentarios groseros. Ambos hombres hacían caso omiso de ellos, como si no existieran; para quienes eran capaces de verlo, el equilibrio y la agilidad que demostraban revelaba una elevadísima destreza. Arslan iba desnudo de cintura para arriba y su piel estaba surcada de multitud de cicatrices. Incluso Eeluk quedó impresionado por esas marcas, desde el blanco entramado de cortes antiguos en los brazos hasta las señales de quemaduras y puntas de flecha en sus hombros y pecho. Era evidente que aquel hombre había librado innumerables combates y, mientras giraba en el aire, Eeluk vio sólo unas pocas heridas en la pálida piel de su espalda. La pareja resultaba impresionante, tuvo que admitir a regañadientes. Arslan relucía de sudor, pero no jadeaba. Mientas los observaba con mirada hostil, Eeluk trató de recordar la conversación de la noche anterior. Se dio cuenta de que los guerreros se habían quedado en silencio y resopló entre dientes al ver que padre e hijo habían concluido su entrenamiento. No confiaba en ellos.

Cuando se puso en pie vio que dos de sus hombres entablaban conversación con Arslan, obviamente para hacerle algunas preguntas sobre los ejercicios que habían realizado. Eeluk se preguntó si los recién llegados serían espías, o incluso asesinos a sueldos sobre todo el mayor, con aquella mirada letal. No cabía duda de que tendría que inculcarles un poco de obediencia, o se arriesgaría a ver su autoridad cuestionada en su propio campamento.

A pesar de esos recelos, su llegada, justo en el momento en que estaba planeando lanzar una campaña contra los olkhun’ut, había sido una bendición del Padre Cielo. Los Lobos estaban creciendo, y sentía la marea de la primavera en sus entrañas y en su sangre instándole a guerrear. Necesitaría buenas espadas para todos los jóvenes guerreros de las familias, y tal vez Arslan fuera el hombre indicado para fabricarlas. El espadero que tenían era un viejo borracho y sólo su preciada habilidad impedía que le abandonaran en la nieve al llegar el invierno. Eeluk sonrió para sí al pensar que Arslan confeccionaría cotas de malla y espadas que harían a los Lobos aún más fuertes.

Cuando Eeluk soñaba, siempre lo hacía con la muerte. La anciana había arrojado las tabas en su ger y profetizado un gran derramamiento de sangre bajo su mando. Quizá Arslan fuera un mensajero de los espíritus, como contaban las leyendas. Eeluk se desperezó y se sintió fuerte mientras notaba la deliciosa sensación del crujir de los huesos y el estiramiento de los músculos. Tras la muerte de Yesugei, su ambición había despertado. Era imposible saber hasta dónde le llevaría.

Habían pasado cuatro días desde la llegada de Arslan y su hijo cuando Tolui y Basan regresaron a las gers de los Lobos arrastrando a una maltrecha figura tras de sí. Eeluk salió a caballo con sus hombres y lanzó un ronco grito triunfante cuando vio que volvían con un prisionero vivo. Deseó que fuera Bekter, pero en cierto modo fue aún más agradable ver a Temujin devolverle la mirada con los ojos hinchados.

El viaje había sido duro para Temujin, pero se mantuvo tan erguido como le fue posible cuando Eeluk desmontó. Había temido ese momento desde que lo capturaron y, ahora que había llegado, sus emociones estaban anestesiadas por el agotamiento y el dolor.

—¿Me vais a conceder vuestra hospitalidad o no? —dijo. Eeluk bufó y le dio un bofetón con el dorso de la mano que lo tiró al suelo.

—Bienvenido al hogar, Temujin —dijo Eeluk, enseñando sus fuertes y blancos dientes—. He esperado mucho tiempo poder verte así, tirado en el suelo.

Levantó la pierna y pisó a Temujin, hundiéndolo en el polvo.

Poco a poco fue aumentando la presión, con un brillo en sus ojos que hizo que todos los guerreros se quedaran callados. Fue Basan quien rompió el silencio.

—Mi señor, Unegen ha muerto. Los otros han escapado. Eeluk tuvo que retornar de un lugar muy lejano para responder. Liberó a la silenciosa figura bajo su bota.

—¿Sobrevivieron todos? —dijo, sorprendido.

Basan negó con la cabeza.

—Bekter ha muerto. Por lo que sé, los demás han sobrevivido. Encontramos su campamento y lo incendiamos.

A Eeluk no le importó que Unegen hubiera caído. Había sido uno de los antiguos vasallos, y ninguno de éstos lo consideraba un verdadero khan. A medida que pasaban los años, había ido añadiendo a sus efectivos a hombres más jóvenes, ansiosos de sangre y conquistas.

—Lo habéis hecho bien —alabó, mirando a Tolui y notando cómo su pecho se henchía de orgullo—. Podéis escoger el que queráis de mis caballos y una docena de odres de airag. Emborrachaos. Os habéis ganado el elogio de vuestro khan.

Tolui se sintió complacido e hizo una reverencia, doblándose tanto como pudo.

—Me honras, mi señor —dijo, lanzando una mirada de reojo a Temujin—. Me gustaría mucho ver cómo le humillas.

—Muy bien, Tolui. Estarás presente. Los espíritus necesitan sangre para saciar su hambre. Temujin será la mancha en el suelo que nos llevará a la victoria y a la grandeza. Ha llegado un espadero a la tribu. El hijo de un khan será nuestro sacrificio. El Padre Cielo nos traerá bellas mujeres y mil tribus se rendirán a nuestros pies. Puedo sentirlo en mi sangre.

Temujin se puso de rodillas con esfuerzo. Tenía el cuerpo cansado y dolorido del viaje y le ardían las muñecas. Escupió en el suelo y pensó en su padre mientras miraba a su alrededor.

—He visto mierda de oveja con más honor que tú —le dijo a Eeluk lentamente.

Se propuso no hacer ningún gesto de dolor cuando uno de los guerreros se acercó y lo dejó inconsciente pegándole con la empuñadura de su espada. Hicieron falta tres golpes para hacerle caer en el polvo, con los ojos aún abiertos.

Temujin recobró el conocimiento al notar un chorro de líquido templado salpicar su ropa y su rostro. Respiraba entrecortadamente y, al ponerse en pie con dificultad, lanzó un grito de dolor. Descubrió que uno de sus dedos estaba roto y que no podía abrir el ojo derecho porque la sangre coagulada le apelmazaba los párpados. Esperaba que no le hubieran dejado ciego, pero parte de él sentía que todo daba igual. Estaba tan oscuro que no podía percibir dónde se encontraba. Por encima de su cabeza, unos barrotes bloqueaban la luz de las estrellas. Le recorrió un escalofrío. Estaba en un pozo frío como un témpano y la reja de madera se hallaba demasiado lejos para alcanzarla de un salto. Apoyó la mano sana en la pared y notó la tierra resbaladiza por la humedad. Tenía los pies sumergidos en agua desde arriba le llegó el sonido de unas carcajadas.

Con horror, oyó un leve gruñido al que siguió otra lluvia de pestilente líquido. Los guerreros estaban orinando en el agujero y burlándose de él entre carcajadas.

Temujin se cubrió la cabeza con las manos y luchó contra una sorda desesperación. Sabía que su vida podría terminar en aquel mugriento agujero, quizá apedreado, con las piernas y los brazos rotos. No había justicia en el mundo, pero eso lo sabía desde que su padre murió. Una vez que habían nacido, los espíritus no intervenían en la vida de los hombres. Un hombre tenía que soportar lo que el mundo ponía en su camino o estaba perdido.

Los hombres resoplaron mientras colocaban una pesada losa sobre el entramado de ramas. Cuando se marcharon, Temujin intentó rezar un poco. Para su sorpresa, hacerlo le dio fuerzas y a continuación se acurrucó contra las frías paredes de barro para dormir hasta que amaneciera. Sin embargo, su sueño fue inquieto, y se despertó una y otra vez a lo largo de toda la noche. Tener las tripas vacías era un pequeño consuelo. Se sentía como si siempre hubiera estado hambriento y dolorido. Recordaba una vida previa en la que era feliz y salía a cabalgar hasta la colina roja con sus hermanos. Se aferró a ese pensamiento como a una luz en la oscuridad, pero la llama se desvanecía a cada instante.

Antes del amanecer, oyó unos pasos que se aproximaban y una oscura figura se inclinó sobre el enrejado, tapando aún más las estrellas. El rostro de Temujin se crispó, anticipando el chorro de orina procedente de otra vejiga llena, pero, en vez de eso, la figura le habló.

—¿Quién eres? —susurró una voz.

Temujin no alzó la vista, pero sintió que su orgullo se reavivaba.

—Soy el hijo mayor vivo de Yesugei, que fue el khan de los Lobos —respondió.

Por un instante, vio destellos de luz rodeando su campo de visión y pensó que se iba a desmayar. Recordó las palabras que una vez le dijera su padre y las pronunció en un impulso temerario.

—Soy la tierra y la roca desnuda de las colinas —dijo con fiereza—. Soy el invierno. Cuando muera, vendré por todos vosotros en las noches más frías.

Miró hacia arriba con expresión desafiante, resuelto a no mostrar su sufrimiento. La sombra no se movió pero, unos momentos después susurró unas palabras y luego desapareció, dejando que la luz de las estrellas entrara en el pozo.

Temujin se abrazó las rodillas y aguardó el amanecer.

—¿Quién eres tú que me dice que no desespere? —murmuró para sí.