XIV

Con la vista clavada en las llamas, Eeluk pensaba en el pasado. En los cuatro años transcurridos desde que dejaran la sombra de Deli’un-Boldakh y las tierras que circundaban la colina roja, los Lobos habían prosperado, habían crecido en número y se habían hecho fuertes. Había todavía en la tribu quien le odiaba por haber abandonado a los hijos de Yesugei, pero no había habido ningún indicio de malos augurios. En la primavera del año siguiente a su partida, las ovejas habían parido más corderos de lo que pudiera recordar y en las gers habían nacido una docena de chillones bebés. Ni uno solo se había perdido en el parto y quienes escudriñaban el futuro en los signos se habían dado por satisfechos.

Eeluk gruñó para sus adentros, deleitándose en el embriagador efecto del segundo odre de airag negro, que nublaba su visión y desdibujaba las siluetas. Los últimos años habían sido buenos, y él mismo contaba con tres hijos más que correteaban por el campamento y aprendían a usar el arco y la espada. Había engordado, aunque más que por un exceso de grasa se había ensanchado. Sus dientes y ojos seguían fuertes, y su nombre era temido entre las tribus. Sabía que debería sentirse contento.

Los Lobos habían descendido mucho hacia el sur durante aquellos años, hasta llegar a unas tierras tan infestadas de moscas y humedad que sus gentes se pasaban el día sudando y la piel se les había llenado de erupciones y llagas. Eeluk, añorando los vientos frescos y secos de las colinas del norte, había decidido que los Lobos volvieran por los antiguos senderos. En su periplo de regreso, no había podido evitar preguntarse qué habría sido de la familia de Yesugei. Una parte de él seguía deseando haber enviado a uno de sus hombres a acabar de un modo más limpio el trabajo, no porque sintiera remordimientos, sino porque tenía la fastidiosa sensación de tener un asunto pendiente.

Inclinó el odre hacia atrás y descubrió que estaba vacío. Con gesto perezoso, señaló hacia otro; una joven lo cogió y se lo entregó en mano. Eeluk la miró con interés cuando se arrodilló ante él con la cabeza gacha. En la confusa nube del airag no lograba recordar su nombre, pero era esbelta y de piernas largas como un potrillo. Sintió que su deseo se encendía, y alargó la mano para tocar su rostro. Le levantó la cara para que le mirara. Con deliberada lentitud, cogió su mano y la presionó contra su regazo, haciendo que notara su interés. Ella se puso nerviosa, pero a él eso nunca le había importado: a un khan no se le podía rechazar. Si la chica le complacía, pagaría a su padre con uno de los caballos recién nacidos.

—Ve a mi tienda y espérame ahí —dijo, arrastrando las palabras, y la observó alejarse con sigilo.

Buenas piernas, se dijo, y se planteó seguirla. La urgencia se desvaneció con rapidez y volvió a quedarse mirando las llamas.

Todavía recordaba con qué osadía le habían mirado los hijos de Yesugei cuando los abandonó. Si hubiera sido esa mañana, habría segado sus vidas él mismo. Cuatro años atrás, cuando acababa de tomar las riendas de la tribu, no sabía qué respuesta le darían las familias. Yesugei le había enseñado eso, al menos las tribus estaban dispuestas a tolerar mucho de sus líderes, pero siempre había un límite que tener en cuenta, una línea que no se debía cruzar.

El primer invierno se habría llevado a esos flacuchos y a su madre, sin duda. Era extraño regresar a una zona que le despertaba tantos recuerdos. El campamento de aquella noche era temporal, un lugar en el que dejar que los caballos engordaran de nuevo comiendo buena hierba. En un mes o así se dirigirían hacia las tierras en torno a la colina roja. Eeluk había oído que los olkhun’ut habían retornado a esa área, y había traído a los Lobos hacia el norte con más de un sueño de conquista. El airag le calentaba la sangre y le daba ganas de luchar o de poseer a la mujer que aguardaba en la ger.

Eeluk respiró hondo, disfrutando del aire helado. Echaba de menos aquel frío: en las húmedas noches del sur acababa con la piel enrojecida por los mordiscos y cubierta de extraños parásitos que tenían que extraerse con la punta de un cuchillo. El aire del norte parecía más limpio, y la enfermedad de la tos, que se había llevado consigo a un viejo y dos niños a los que habían tenido que abandonar en las colinas a merced de los halcones, había empezado por fin a remitir. Los Lobos se sentían alegres al volver a aquellas tierras conocidas.

—¡Tolui! —exclamó Eeluk.

Miró hacia su siervo, que se hallaba a un lado en cuclillas y se puso en pie. La enorme figura se inclinó ante Eeluk, quien sintió la misma satisfacción que le embargaba cuando observaba sus cada vez mayores rebaños. Los Lobos habían competido bien en la pasada reunión de las tribus, habían ganado dos de las carreras cortas y habían perdido la más larga por un solo cuerpo. Sus arqueros habían sido honrados y dos de sus hombres habían llegado a las finales de la competición de lucha. Tolui había tumbado a cuatro de sus rivales y había recibido el título de Halcón antes de que un naimano lo derrotara. En recompensa, Leluk lo había tomado a su servicio. En uno o dos años aquel fornido joven se volvería lo bastante fuerte como para vencer a cualquiera que lo retara. Esto y su absoluta lealtad lo hacían el mejor candidato para aquella misión.

—La última vez que cabalgaste por el norte eras apenas un niño —dijo Eeluk. Tolui asintió; sus negros ojos no expresaban ninguna emoción—. Estabas allí cuando abandonamos a los hijos y a la esposa de Yesugei.

—Estaba allí, pero no había sitio para ellos —repuso Tolui con voz grave y segura.

Eeluk sonrió.

—Eso es. Ya no había sitio para ellos. Al trasladarnos al sur nos hemos hecho ricos. El Padre Cielo nos ha colmado de bendiciones.

Tolui no respondió y Eeluk dejó que el silencio se prolongara. Mientras consideraba qué orden quería darle. No eran más que fantasmas y viejas heridas, pero aún se despertaba con la imagen de Hoelun, empapado en sudor. A veces soñaba que se retorcía desnuda debajo de él, mientras sus puntiagudos huesos sobresalían de la carne. No eran más que sueños, pero aquellas tierras alrededor de la antigua montaña estaban haciendo renacer el pasado en su mente.

—Llévate a dos hombres de confianza —dijo Eeluk.

Tolui se puso tenso y se inclinó aún más sobre su khan, deseoso de complacerle.

—¿Dónde nos vas a mandar? —preguntó.

Eeluk se sirvió un trago de airag antes de responder.

—Vuelve a la antigua zona de caza —dijo por fin—. Mira a ver si alguno de ellos sigue vivo.

—¿Tengo que matarlos? —inquirió Tolui, sin el menor rastro de emoción en su voz.

Eeluk se frotó el estómago hinchado mientras reflexionaba. A su lado estaba la espada que una vez perteneciera a Yesugei. Sería apropiado acabar con su linaje con unos pocos tajos veloces de esa hoja.

—Si han sobrevivido, estarán viviendo como animales. Haz lo que quieras con ellos. —Hizo una pausa, rememorando el desafío de Bekter y Temujin mientras miraba las llamas—. Si encuentras a los mayores, tráelos ante mí. Les enseñaré en qué se han convertido los Lobos al mando de un khan fuerte antes de que se los entregues a las aves y los espíritus.

Tolui inclinó su pesada cabeza y murmuró un «Como desees» antes de dar media vuelta e ir a buscar a sus compañeros de misión. A la luz de la hoguera, Eeluk lo observó alejarse con paso firme y seguro. La tribu había olvidado a los hijos de Yesugei. A veces pensaba que él era el único que se acordaba de ellos.

Tolui salió del campamento con Basan y Unegen. Sus dos acompañantes rondaban los treinta años de edad, pero no eran hombres nacidos para liderar, como él mismo. Tolui se deleitaba en su propia fuerza y, aunque sólo había vivido dieciocho inviernos, sabía que temían su temperamento. Era algo que el recio joven apenas mantenía bajo control, pues disfrutaba de las miradas nerviosas que le dirigían hombres mayores que él. Veía con qué cuidado se movían en los meses más fríos y cómo se protegían las rodillas. Tolui podía despertarse y de inmediato ponerse en pie de un salto, listo para trabajar o luchar, orgulloso de su juventud.

El único a quien jamás había visto vacilar era a Eeluk, quien, cuando lo retó a pelear, lo arrojó al suelo con tanta violencia que le rompió dos dedos y una costilla. Contra toda lógica, Tolui se enorgullecía de seguir al único hombre que podía igualar su fuerza, y no existía entre los Lobos hombre más leal que él.

Durante los primeros tres días, cabalgaron sin hablar. Los otros dos guerreros mantuvieron una distancia precavida del favorito de Eeluk, conscientes de lo rápido que mudaba su humor. Exploraron el terreno hasta la colina roja, y comprobaron que había hierba dulce en abundancia para los rebaños que Eeluk guiaría hasta allí delante de la tribu. Sólo unos cuantos pastores a lo lejos rompían la ilusión de estar solos en las vastas llanuras.

El duodécimo día, vieron una solitaria ger junto a un río y galoparon hacia ella. Tolui exclamó «Nokhoi Khor» para que los pastores nómadas sujetaran a sus perros y, a continuación, descendió de un salto al mullido suelo, avanzó con amplias zancadas hacia la pequeña puerta y pasó agachado al interior. Basan y Unegen cruzaron la mirada antes de seguirle, adoptando una expresión adusta y fría. Ambos se conocían desde que eran niños, aun antes de que Yesugei gobernara a los Lobos. Les irritaba que el arrogante y joven Tolui fuera su jefe en aquella expedición, pero ambos habían querido aprovechar la oportunidad para ver qué había sido de aquéllos que dejaron atrás.

Tolui tomó el cuenco de té salado con leche entre sus manazas y lo sorbió ruidosamente mientras se sentaba en una vieja cama. Los otros se unieron a él inclinando sus cabezas ante el pastor y su esposa, que observaban a los forasteros con evidente miedo desde el otro extremo de su hogar.

—No tenéis nada que temer —les dijo Basan cuando aceptó su té, lo que le valió una mirada desdeñosa de Tolui, a quien no le importaban en absoluto los que no fueran Lobos.

—Estamos buscando a una mujer con cinco hijos y una hija —les informó Tolui, y su poderosa voz sonó demasiado alta en la pequeña tienda.

La esposa del pastor alzó la vista, nerviosa; Basan y Unegen sintieron que sus latidos se aceleraban de pronto.

También Tolui había notado su reacción.

—¿Los conoces? —preguntó, inclinándose hacia delante.

El pastor retrocedió, claramente intimidado por la mole de ese guerrero desconocido. Negó con la cabeza.

—Hemos oído hablar de ellos, pero no sabemos dónde están —contestó.

Tolui sostuvo la mirada del hombre, sin mover ni un solo músculo. Abrió ligeramente la boca y mostró sus blancos dientes. La amenaza había hecho su aparición en la ger y todos podían percibirla.

Antes de que nadie pudiera añadir nada más, un crío entró a la carrera por la puerta, frenando en seco al ver a aquellos extraños en casa de sus padres.

—He visto los caballos —dijo, mirando a su alrededor con los ojos negros bien abiertos.

Tolui se rió entre dientes. De repente, sin dar tiempo a que sus padres reaccionaran, alargó los brazos y sentó al niño en sus rodillas; lo puso boca abajo y comenzó a columpiarlo. El pequeño se reía, pero la expresión de Tolui era fría. El pastor y su mujer, atemorizados, se pusieron rígidos.

—Tenemos que encontrarlos —dijo Tolui, mientras el niño seguía riéndose. Lo sostenía sin esfuerzo aparente con los brazos extendidos, dándole la vuelta en el aire de modo que caía derecho sobre sus rodillas.

—¡Otra vez! —pedía el niño, sin aliento.

Tolui vio que la madre hacía ademán de ir a levantarse y que su marido la retenía agarrándole el brazo.

—Los conocéis —afirmó Tolui, con certeza—. Decídnoslo y nos iremos.

Una vez más, arrojó al niño al aire para darle la vuelta, ajeno a sus chillidos de placer. Tolui ladeó la cabeza para observar la reacción de sus padres. El rostro de la madre se crispó.

—Hay una mujer con varios hijos a un día a caballo hacia el norte. Viven en un pequeño campamento: sólo dos gers y unos pocos caballos. Son gente pacífica —dijo, casi susurrando.

Tolui asintió, disfrutando del poder que tenía sobre ella, mientras su hijo reía ignorante en sus brazos. Por fin, dejó al niño en el suelo y lo empujó hacia sus padres. La madre abrazó a su hijo, cerrando los ojos con fuerza mientras lo estrechaba contra su pecho.

—Si has mentido, volveremos —dijo Tolui.

Sus ojos oscuros y aquellas manos que podrían haber destrozado a su hijo eran un peligro evidente. Los pastores no se atrevieron a mirarle a los ojos y no levantaron la vista del suelo hasta que Tolui y sus acompañantes se hubieron marchado.

Una vez fuera, mientras montaban, Tolui vio un perro corpulento que llegaba con paso tranquilo de detrás de la tienda. El animal era demasiado viejo para cazar y se quedó mirando a los desconocidos con unos ojos blancuzcos que sugerían que estaba casi ciego. Tolui le enseñó los dientes y el perro respondió con un ronco gruñido que brotaba de su garganta. Tolui se rió y preparó su arco con movimientos veloces y precisos. Basan observó con el ceño fruncido cómo Tolui atravesaba la garganta del animal con una flecha. La bestia comenzó a agonizar, entre espasmos, mientras los tres jinetes espoleaban sus monturas y se alejaban al trote.

Tolui parecía de excelente humor cuando prepararon la comida esa noche. La carne seca de cordero no era demasiado vieja y el queso estaba ligeramente rancio, de modo que a cada bocado les picaba ligeramente en la lengua.

—¿Qué ha ordenado el khan que hagamos con ellos cuando los encontremos? —preguntó Basan.

Tolui miró al guerrero con el ceño fruncido, como si le molestara su pregunta. Le gustaba intimidar a otros guerreros con miradas hostiles, sabiendo que le respaldaba su fuerza, que podría hacer caer de rodillas a un caballo con un solo golpe. No respondió hasta que Basan desvió la mirada, y sintió que ganaba otra pequeña batalla.

—Que hiciera lo que quisiera, Basan —dijo, saboreando la idea—. Aunque el khan quiere que le llevemos a los mayores. Los ataré a las colas de nuestros caballos y los pondré al galope.

—Quizá no sean los que estamos buscando —le recordó Unegen al joven guerrero—. Al fin y al cabo, éstos tienen gers y caballos.

—Ya veremos. Si son ellos, cogeremos también sus monturas —dijo Tolui, sonriendo al imaginárselo.

Eeluk no le había dicho que pudiera haber algún botín, pero nadie le disputaría a Tolui el derecho a apropiarse de las posesiones de la familia de Yesugei. Su destino se había marcado el día que las tribus los abandonaron. No estaban incluidos en las leyes de la hospitalidad, eran meros vagabundos sin khan que los protegiera. Tolui eructó mientras metía las manos dentro de su deel para dormir. Había sido un buen día. ¿Qué más podía pedir un hombre?

Temujin se limpió el sudor de los ojos mientras amarraba el último travesaño para construir un pequeño corral donde sus ovejas y cabras pudieran dar a luz. Con tan pocas bocas que alimentar, el reducido rebaño había crecido con rapidez. Dos años atrás, los hermanos se habían acercado a otros nómadas para trocar lana y carne por fieltro. Habían obtenido suficiente para levantar dos pequeñas gers y, cada vez que las veía, sentía que su ánimo mejoraba.

Khasar y Kachiun estaban practicando el tiro con arco en las proximidades del campamento, con una diana hecha con gruesas capas de fieltro. Temujin se puso en pie y estiró sus entumecidos músculos. Se inclinó sobre la valla para observarlos y se puso a rememorar los primeros meses, cuando la muerte y el invierno acechaban cada uno de sus pasos. Había resultado muy difícil para todos, pero la promesa de su madre se había cumplido: habían sobrevivido. Sin Bekter, había nacido entre los hermanos un vínculo de confianza y fuerza que se había ido estrechando más y más, mientras trabajaban juntos todas las horas del día. La experiencia los había endurecido y, cuando no estaban atendiendo al rebaño o preparando los productos para comerciar, dedicaban todo su tiempo a poner a punto su destreza con las armas.

Temujin se tocó el puñal en su cinturón, que mantenía suficientemente afilado para cortar el cuero. En su ger había un arco que estaba a la altura de los que había tenido su padre, una hermosa arma con una curva de reluciente cuerno. Tensar su cuerda era como coger el filo de un cuchillo con los dedos, y Temujin había pasado meses tratando de endurecer las manos para soportar el peso. Todavía no había matado a un hombre con él, pero sabía que enviaría una flecha en línea recta y con precisión cuando lo necesitara.

Una fresca brisa atravesó las verdes llanuras. Cerró los ojos, disfrutando de la sensación del aire que le secaba el sudor. Oyó la voz de su madre, que les cantaba a Temuge y Temuhrn en la ger. El sonido le hizo sonreír, y se olvidó por un tiempo de las dificultades a las que se enfrentaban. Comerciaban con pastores solitarios y sus familias, y se habían sorprendido al descubrir que en las llanuras existía otra sociedad más allá de las grandes tribus. Algunos de sus habitantes habían sido desterrados por delitos de violencia o lujuria. Otros habían nacido sin la protección de un khan. Eran personas recelosas, y Temujin había tratado con ellos sólo para sobrevivir. Para alguien que había nacido en la tienda de un khan, seguían siendo hombres y mujeres sin tribu, seres deleznables. No le gustaba ser uno de ellos, y sus hermanos compartían esa misma frustración. A medida que se hacían hombres, no podían evitar recordar cómo deberían haber discurrido sus vidas. En un solo día les habían arrebatado el futuro y Temujin se desesperaba cuando pensaba que continuarían malviviendo con unas pocas cabras y ovejas, hasta hacerse viejos y débiles. Eso es lo que Eeluk les había arrebatado. No sólo su derecho de nacimiento, sino también la tribu, la gran familia cuyos miembros se protegían mutuamente y hacían la vida soportable. Temujin no podía perdonarle por aquellos duros años.

Oyó que Kachiun gritaba encantado, y al abrir los ojos vio una flecha clavada en pleno centro de la diana. Temujin se enderezó y caminó hacia sus hermanos, inspeccionando de forma automática el terreno circundante como había hecho miles de veces antes. Nunca podrían estar a salvo, y vivían con el miedo de ver a Eeluk retornar en cualquier momento con una docena de hombres siniestros al galope.

Ese mal presentimiento era una constante en sus vidas, aunque se había suavizado con el tiempo. Temujin había visto que era posible vivir sin que las grandes tribus lo supieran, como habían hecho otras familias nómadas. Y sin embargo, una sola partida de asalto podía quitárselo todo por placer, perseguirlos como animales y destruir o robar sus gers.

—¿Has visto el disparo? —preguntó Kachiun.

Temujin negó con la cabeza.

—Estaba mirando para otro lado, hermano, pero es un arco excelente.

Tan magnífico como el que él mismo guardaba en su tienda. La doble curva había estado secándose durante un año antes de poder pegar y colocar sobre el bastidor las tiras hervidas de cuerno de carnero. Las gers apestaron durante semanas a cola de pescado, pero la madera estaba tan dura como el hierro con las capas añadidas y se sintieron orgullosos de lo que habían hecho.

—Dispara —dijo Kachiun, alargándole el arco a su hermano.

Temujin le sonrió, notando de nuevo cómo se le habían fortalecido los hombros y cuánto había crecido. Todos los hijos de Yesugei eran altos, aunque Temujin había sobrepasado a los demás, y a los diecisiete años había alcanzado ya la altura de su padre.

Agarró con fuerza el arco y preparó una flecha con cabeza de hueso, tirando de ella hacia atrás con las encallecidas yemas de sus dedos. Vació los pulmones y, en el momento de tomar aliento, soltó la flecha y observó cómo se clavaba al lado de la de Kachiun.

—Es un arco excelente —dijo de nuevo, pasando la mano por la amarilla superficie del cuerno.

Tenía una expresión sombría en el rostro cuando se acercó a ellos, y Kachiun, siempre atento a los pensamientos de su hermano, fue el primero en notarlo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—El viejo Horghuz me ha dicho que los olkhun’ut han regresado del norte —explicó Temujin, observando el horizonte.

Kachiun asintió, comprendiendo de inmediato. Temujin y él estaban unidos por un vínculo especial desde el día en que mataron a Bekter. Al principio, la familia había luchado denodadamente sólo para pasar el primer invierno, y luego el siguiente, pero cuando llegó el tercero, tuvieron suficiente fieltro para las gers y Temujin había trocado lana y un arco por otro caballo para unirlo a la vieja y cansada yegua que les habían quitado a los pastores en los primeros días. La brisa primaveral del cuarto año había traído con ella la inquietud, sobre todo a Temujin. Tenían armas y carne, y su campamento estaba lo bastante cerca de los bosques como para poder esconderse de un grupo al que no pudieran hacer frente. La expresión de la madre había perdido su adustez y, pese a que ella seguía soñando con Bekter y el pasado, la primavera había despertado una sensación de futuro en sus hijos.

En sueños, Temujin seguía pensando en Borte, aunque los olkhun’ut habían desaparecido de las llanuras sin que hubiera forma de seguirlos. Aunque los hubiera encontrado, habrían despreciado a un nómada harapiento. No tenía espada, ni medios para hacerse con una, pero los chicos recorrieron una larga distancia alrededor de su pequeño campamento y hablaron con los nómadas para obtener noticias. Los olkhun’ut habían sido avistados en los primeros días de la primavera y, desde entonces, Temujin había estado inquieto.

—¿Traerás a Borte a este lugar? —preguntó Kachiun, repasando el campamento con la vista.

Temujin siguió su mirada y se tragó el resentimiento que sintió al ver sus rudimentarias gers y sus ovejas. La última vez que había visto a Borte había sido con la promesa tácita de que se casarían y ella sería la esposa de un khan. Entonces Temujin sabía cuánto valía él.

—Quizá ya se la hayan dado a otro —dijo Temujin, con amargura—. Tendrá ¿qué? ¿Dieciocho años? Su padre no la habrá dejado esperar tanto tiempo.

Khasar resopló.

—Te la habían prometido a ti. Si se ha casado con otro, podrías desafiarle.

Temujin miró a su hermano, notando una vez más su falta de perspicacia: él nunca podría haber gobernado a los Lobos. Khasar carecía del fuego que ardía en Kachiun, su instantánea comprensión de planes y estrategias. Y sin embargo, Temujin recordaba la noche que habían matado a los pastores. Khasar había luchado a su lado. Después de todo, había en él algo de su padre, aunque nunca sería tan listo como Yesugei. Si su padre siguiera vivo, habría llevado a Khasar con los olkhun’ut al año siguiente. Su vida también había sido desviada de su trayectoria por la traición de Eeluk.

Temujin asintió a regañadientes.

—Si tuviera un deel nuevo, podría cabalgar hasta su campamento para ver qué ha sido de ella —dijo—. Al menos lo sabría con certeza.

—Todos necesitaremos mujeres —asintió Khasar con tono alegre—. Últimamente yo también he sentido ganas y no quiero morirme sin haber tenido una debajo de mí.

—Las cabras echarán de menos tu amor —dijo Kachiun.

—Tal vez pudiera llevarte yo mismo a los olkhun’ut —dijo Temujin a Khasar, mirándole de arriba abajo—. ¿No soy ahora el khan de esta familia? Al fin y al cabo, eres un tipo muy guapo.

Aunque lo había dicho como una broma, era verdad. Al crecer, Khasar se había fortalecido sin adquirir ni un gramo de grasa, y era de tez oscura, con una mata de pelo que le llegaba a los hombros. Ninguno de ellos se preocupaba ya de trenzarse el cabello, y cuando se decidían a cortárselo, era sólo para despejarse el rostro para poder cazar.

—Hay diez ovejas preñadas —dijo Temujin—. Si nos quedamos los corderos, podríamos vender unas cuantas cabras y un par de los carneros más viejos. Por eso nos darían una nueva túnica bordada y tal vez unas riendas mejores. Horghuz estaba jugando con unas mientras hablaba con él. Creo que quería que le hiciera una oferta.

Khasar trató de disimular su interés, pero hacía demasiado tiempo que habían perdido la costumbre de adoptar la expresión impasible del guerrero. No necesitaban controlar sus emociones del modo en que Yesugei les había enseñado a hacer y habían perdido la práctica. Con lo pobres que eran, la decisión era de Temujin, ya que los demás hermanos habían aceptado hacía mucho su derecho a ser su jefe. Le subía la moral ser khan, aunque fuera de algunos caballos esmirriados y un par de gers.

—Veré al viejo y negociaré con él —dijo Temujin—. Cabalgaremos juntos, pero no puedo dejarte allí, Khasar. Necesitamos demasiado tu habilidad con el arco. Si hay una chica que haya sangrado ya, les hablaré en tu nombre.

La cara de Khasar se entristeció y Kachiun le dio un par de palmadas en el brazo como muestra de solidaridad.

—Pero ¿qué podemos ofrecerles nosotros? Sabrán que no tenemos nada.

Temujin sintió que sus ánimos se desvanecían y escupió en el suelo.

—Podríamos atacar a los tártaros —dijo Kachiun, de repente—. Si asaltamos sus tierras, podemos llevarnos lo que encontremos.

—Y dejar que nos cacen —respondió Khasar, irritado. No vio la luz que se había encendido en los ojos de Temujin.

—La muerte de nuestro padre aún no ha sido vengada —dijo. Kachiun percibió su humor y apretó un puño mientras Temujin proseguía—. Somos lo bastante fuertes y podemos atacar antes de que se den cuenta siquiera de que estamos allí. ¿Por qué no? Los olkhun’ut nos darían la bienvenida si fuéramos a verlos con ganado y caballos; a nadie le importará si llevan marcas tártaras.

Cogió a sus dos hermanos por los hombros y los apretó.

—Nosotros tres podríamos recuperar un poco de lo que nos deben. Por todo lo que hemos perdido por su culpa.

Podía ver que estaban empezando a convencerse, pero de repente Kachiun frunció el ceño.

—No podemos dejar a nuestra madre desprotegida con los pequeños —dijo.

Temujin pensó con rapidez.

—La llevaremos con el viejo Horghuz y su familia. Tiene esposa e hijos. Allí estará más segura que en ninguna otra parte. Le prometeré una quinta parte de lo que traigamos con nosotros y aceptará, sé que aceptará.

Mientras hablaba, vio que Kachiun desviaba la mirada hacia el horizonte. Temujin se puso tenso cuando vio lo que había llamado la atención de su hermano.

—¡Jinetes! —chilló Kachiun a su madre.

Todos se giraron cuando Hoelun apareció en la puerta de la tienda más cercana.

—¿Cuántos? —preguntó.

Se dirigió a ellos y se esforzó por ver a los extraños en la distancia, pero su vista no era tan aguda como la de sus hijos.

—Sólo tres —dijo Kachiun con seguridad—. ¿Corremos?

—Tú nos has preparado para esto, Temujin —dijo Hoelun con suavidad—. La elección es tuya.

Temujin sintió cómo todos le miraban, aunque no separó la vista de las manchas negras de la estepa. Seguía sintiéndose animado por lo que había hablado con sus hermanos y deseó escupir contra el viento y desafiar a los recién llegados. No intimidarían a la familia de Yesugei, no después de haber llegado tan lejos. Respiró hondo y dejó que sus pensamientos se asentaran. Aquellos hombres podían ser una avanzada de un grupo mucho mayor, o tres asaltantes que venían a quemar, violar y matar. Apretó los puños, pero entonces tomó la decisión.

—Id todos a los bosques —dijo, con furia—. Coged el arco y todo lo que podáis llevaros. Si vienen a robarnos, los destriparemos, lo juro.

Su familia se movió con rapidez: Hoelun desapareció dentro del ger y salió con Temulun apoyada en la cadera y Temuge trotando a su lado. Su hermano menor había perdido su gordura de cachorro en los años duros, pero seguía teniendo la mirada asustada mientras se internaba tras ellos en los bosques, avanzando a trompicones junto a su madre.

Temujin se unió a Khasar y a Kachiun, que recogían los arcos y las flechas, colgándose los fardos al hombro y corriendo hacia los árboles. Oyeron a los jinetes gritar a sus espaldas cuando los vieron correr, pero así estarían a salvo. Temujin tragó bilis mientras se adentraba en el bosque y se detenía, jadeante, para mirar atrás. Fueran quienes fueran los odió por hacerle huir: había jurado que nadie más le haría huir de nuevo.