Hoelun presintió que algo iba mal desde el mismo momento en que vio a los dos muchachos volver al campamento. Khasar y Temuge estaban sentados a su lado y había tendido a la pequeña Temulun en un trozo de tela al calor de la lumbre. Hoelun estaba de rodillas y se fue poniendo en pie lentamente. Su delgada cara mostraba ya el miedo que sentía. Cuando su hijo estuvo más cerca, vio que llevaba el arco de Bekter y se puso rígida, reteniendo cada detalle. Ni Temujin ni Kachiun eran capaces de mirarla a los ojos. Cuando por fin habló, la voz de Hoelun era sólo un susurro.
—¿Dónde está vuestro hermano? —preguntó.
Kachiun se quedó mirando al suelo, incapaz de responder. Avanzó un paso mientras Temujin alzaba la cabeza y tragaba saliva.
—Estaba cogiendo comida, quedándosela para él… —comenzó a decir.
Hoelun soltó un grito de furia y le dio un bofetón tan fuerte que le dobló la cabeza hacia un lado.
—¿Dónde está vuestro hermano? —exigió, en tono estridente—. ¿Dónde está mi hijo?
Le sangraba la nariz, y un hilillo rojo caía hasta su boca, así que se vio obligado a escupir. Con un gesto dolorido, dejó ver los dientes ensangrentados a su madre.
—Está muerto —espetó.
Antes de poder seguir hablando, Hoelun lo volvió a abofetear, una y otra vez, hasta que todo lo que pudo hacer fue agacharse y retroceder tambaleante. Ella lo siguió, agitando los brazos con un dolor que no podía soportar.
—¿Lo has matado tú? —gimió—. ¿Qué tipo de persona eres?
Temujin trató de sujetarle las manos, pero era fuerte y los golpes continuaron cayendo sobre su cara y sus hombros, en cualquier sitio donde lograra alcanzarle.
—¡Deja de pegarle! ¡Por favor! —rogó Temuge a sus espaldas, pero Hoelun no podía oírle.
Había un zumbido en sus oídos y una cólera en su interior que parecía que fuera a romperla en dos. Hizo retroceder a Temujin hasta un árbol y lo agarró por los hombros, sacudiendo su delgado cuerpo con tanta violencia que la cabeza le quedó colgando sin fuerzas.
—¿Lo vas a matar a él también? —chilló Kachiun, tirando de ella para tratar de separarla de su hermano.
Hoelun se libró de sus dedos desgarrándose la túnica y cogió los largos cabellos de Temujin, doblándole la cabeza hacia atrás para que la mirara a los ojos.
—Naciste con un coágulo de sangre en la mano, con la muerte. Le dije a tu padre que eras una maldición para nosotros, pero él estaba ciego. —Las lágrimas nublaban su visión y Temujin notó cómo sus manos se le clavaban como garras en el cuero cabelludo.
—¡Estaba escondiendo comida, dejándonos a todos morir de hambre! —Gritó enojado Temujin—. ¡Dejando que tú te murieras de hambre!
Empezó a llorar, sintiéndose más solo de lo que nunca había estado. Hoelun lo miró como si fuera un apestado.
—Me has quitado un hijo, mi propio hijo —respondió.
Mientras lo miraba y levantaba una mano sobre su cara, vio las uñas rotas estremecerse cerca de sus ojos. Fue un larguísimo momento, mientras él miraba hacia arriba aterrorizado, esperando a que su madre lo arañara brutalmente.
La violencia de los brazos de Hoelun desapareció tan rápido como había surgido y cayó hecha un ovillo, sin fuerzas, desmayada. Temujin se encontró solo, temblando. Sentía calambres en el estómago y le dieron arcadas, aunque no tenía nada dentro aparte del amargo líquido amarillo.
Cuando se apartó de su madre, vio que sus hermanos lo miraban fijamente.
—¡Estaba comiendo marmotas mientras nosotros nos moríamos de hambre! —Gritó como un loco—. Matarlo era lo justo. ¿Cuánto tiempo creéis que habríais vivido con él comiéndose nuestra parte además de sus propias presas? Hoy le he visto coger un pato, pero ¿lo veis aquí para fortalecernos? No: está dentro de su barriga.
Hoelun se agitó en el suelo, detrás de él; Temujin saltó temiendo que le volviera a atacar. Los ojos se le llenaron de lágrimas al mirar a la madre que adoraba. Si lo hubiera pensado, tal vez le hubiera ocultado la verdad, quizá se hubiera inventado que Bekter había caído para explicar su muerte. No, se dijo. No había hecho mal. Bekter era como una garrapata escondida, cogía más de lo que le correspondía y no daba nada a cambio mientras ellos desfallecían. Con el tiempo, Hoelun lo comprendería.
Su madre abrió los ojos inyectados en sangre y se puso de rodillas con esfuerzo, gimiendo con pena y fatiga. No tenía fuerzas para ponerse en pie y fue necesario que Temuge y Khasar la ayudaran a levantarse. Con gesto hosco, Temujin se limpió un rastro de sangre de la piel y la miró. Sintió ganas de echar a correr antes de tener que soportar su mirada de nuevo, pero se obligó a aguantar.
—Nos habría matado —dijo.
Hoelun lo miró con expresión vacía y Temujin se estremeció.
—Di su nombre —le ordenó—. Di el nombre de mi primogénito.
El rostro de Temujin se crispó, sintiendo de pronto un mareo incontenible. Le ardía la nariz y la notaba enorme en la cara; veía oscuros fogonazos. Todo lo que quería era dejarse caer y dormir, pero se quedó allí, mirando fijamente a su madre.
—Di su nombre —repitió ella, y en sus ojos la ira sustituyó al aturdimiento.
—Bekter —dijo Temujin, escupiendo la palabra—, que robó comida mientras nos estábamos muriendo.
—Tendría que haberte matado cuando la matrona te abrió la mano —dijo en un tono tranquilo que era más terrorífico que su ira—. Tendría que haber sabido entonces lo que eras.
Temujin sintió que lo desgarraban por dentro, incapaz de evitar que le siguiera haciendo daño. Quería correr hacia ella y que sus brazos le protegieran del frío, hacer cualquier cosa excepto ver el intenso sufrimiento y desolación que había causado.
—Aléjate de mí —le dijo con suavidad—. Si te veo dormido, te mataré por lo que has hecho. Por lo que me has quitado. Tú no le calmaste cuando le empezaron a salir los dientes. No estabas allí para aliviar su fiebre con hierbas y acunarlo mientras pasaba lo peor. Tú no existías cuando Yesugei y yo amábamos a ese pequeño. Cuando éramos jóvenes y él era todo cuanto teníamos.
Temujin la escuchaba, embotado por la impresión. Quizá su madre no había comprendido en qué tipo de hombre se había convertido Bekter. El bebé que ella había acunado había crecido y se había convertido en un cruel ladrón, y Temujin no lograba hallar las palabras para decírselo. Aunque se formaban en su boca, se mordía la lengua y no las decía, sabiendo que serían inútiles o, aún peor, que harían que se arrojara sobre él de nuevo para atacarle. Movió la cabeza.
—Lo siento —dijo, aunque cuando habló se dio cuenta de que sentía el dolor que había causado, no el asesinato.
—Aléjate de aquí, Temujin —susurró Hoelun—. No puedo soportar mirarte.
Temujin estalló en sollozos, se dio media vuelta y echó a correr dejando atrás a sus hermanos, sintiendo el aliento entrar con aspereza en su garganta y el sabor de su propia sangre en la boca.
No lo vieron en los siguientes cinco días. Aunque Kachiun esperó que su hermano apareciera, la única noticia de él que tuvieron fue las presas que cazó y dejó al lado de su pequeño campamento. El primer día fueron dos palomas, todavía calientes, cuya sangre brotaba de sus picos. Hoelun no rechazó el regalo, pero no habló de lo que había sucedido con ninguno de sus otros hijos. Comieron la carne en un silencio abatido; Kachiun y Khasar se cruzaban miradas mientras Temuge gimoteaba y lloraba en cuanto Hoelun lo dejaba solo. La muerte de Bekter podría haber sido un alivio para los pequeños si se hubiera producido mientras estaban a salvo en las gers de los Lobos. Lo habrían llorado y llevado su cadáver para su entierro celeste, y el ritual los habría consolado. En aquella hendidura en las colinas, era sólo otro recordatorio de que la muerte caminaba a su lado. Durante un tiempo, al principio, lo habían sentido como una aventura, hasta que el hambre había estirado la piel sobre sus huesos. Tal y como estaban las cosas, vivían como animales y trataban de no temer el próximo invierno.
Khasar había perdido la risa en la grieta de las colinas. Desde que Temujin se había marchado, había caído en un grave estado meditabundo, y era él quien le daba un cachete a Temuge por molestar a su madre demasiado a menudo. En ausencia de Bekter, todos habían adoptado nuevos papeles y ahora era Khasar el que dirigía la caza cada mañana, con Kachiun, que lo acompañaba con expresión adusta. Habían encontrado una poza mejor un poco más arriba, aunque para llegar hasta allí tenían que pasar por el lugar donde Bekter había sido asesinado. Kachiun había explorado el terreno y había visto que Temujin se había llevado el cuerpo, lo había arrastrado a un lado y lo había cubierto con ramas. La carne de su hermano atraía a los carroñeros, y cuando Kachiun encontró el flaco cadáver de un perro al borde del campamento la segunda tarde, tuvo que forzarse para poder tragar aquellos bocados. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Temujin matando al animal mientras éste mordisqueaba el cadáver de Bekter, pero Kachiun necesitaba el alimento y el perro era la mejor comida que habían tenido desde que llegaron a aquel lugar.
Al atardecer del quinto día, Temujin regresó al campamento a grandes zancadas. Su familia se quedó paralizada ante su decisión; los hermanos pequeños miraron a Hoelun, espiando su reacción. Su madre lo observó mientras se acercaba y vio que sostenía en los brazos un cabritillo todavía vivo. Se dio cuenta de que su hijo parecía más fuerte y que su tez se había tostado por los días pasados en las colinas, expuesto al viento y el sol. Le confundía experimentar un inmenso alivio al ver que estaba bien al tiempo que el odio que había sentido el primer día por lo que había hecho regresaba. Era incapaz de perdonarle.
Temujin cogió al animal por la oreja y lo empujó hacia el círculo que formaba su familia.
—Hay dos pastores no muy lejos, al oeste —dijo—. Están solos.
—¿Te han visto? —dijo Hoelun de repente, sorprendiéndolos a todos.
Temujin dirigió su vista hacia ella y su firme mirada se tiñó de inseguridad.
—No. Me llevé éste cuando cabalgaban hacia la parte de atrás de esta colina. Podrían echarlo de menos, no lo sé. Era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar.
Estaba intranquilo y no paraba de moverse, apoyando su peso primero en un pie y luego en otro, mientras esperaba a que su madre dijera algo más. No sabía qué haría si volvía a expulsarle.
—Lo buscarán y encontrarán tu rastro —dijo Hoelun—. Puede que los hayas guiado hasta aquí.
Temujin suspiró. No tenía fuerzas para otra discusión. Antes de que su madre pudiera protestar, se sentó con las piernas cruzadas y sacó su cuchillo.
—Tenemos que comer para vivir. Si nos encuentran, los mataremos.
Vio que el rostro de su madre se endurecía de nuevo y esperó que se desencadenara la consabida tormenta. Ese día había recorrido un largo trecho a la carrera y le dolían todos los músculos de su enjuto cuerpo. No podría soportar otra noche a solas y quizá su expresión reveló ese temor.
Kachiun habló para romper la terrible tensión.
—Uno de nosotros debería hacer un reconocimiento alrededor del campamento esta noche por si acaso vienen —sugirió.
Temujin asintió sin mirarlo, con la vista clavada en su madre.
—Nos necesitamos mutuamente —dijo—. Aunque hiciera mal matando a nuestro hermano, eso sigue siendo cierto.
El cabritillo baló y trató de escabullirse por un hueco entre Hoelun y Temuge. Ella alargó la mano y lo agarró por el cuello y, a la luz de la hoguera, Temujin vio que estaba llorando.
—¿Qué puedo decirte, Temujin? —murmuró. El cabrito estaba caliente y Hoelun enterró el rostro en su piel mientras el animal chillaba y se debatía—. Me has roto el corazón y tal vez no me importe lo que le pase a los pedazos.
—Pero sí te importan los demás. Necesitamos que sobrevivas al invierno o todos moriremos —dijo Temujin.
Enderezó la espalda mientras hablaba y sus ojos amarillos brillaron a la luz de las llamas.
Hoelun asintió para sí, tarareando una canción de su infancia mientras le acariciaba las orejas al cabritillo. Había visto morir a dos de sus hermanos de una peste que hinchó y ennegreció sus cuerpos, y luego vio cómo la tribu de su padre los abandonaba en las llanuras. Aún recordaba los gritos de los guerreros mientras agonizaban a causa del dolor de heridas incurables, hasta que la vida finalmente escapaba de sus cuerpos. Algunos habían solicitado la clemencia de que les abrieran el cuello con una espada y se les había concedido. Hoelun había vivido con la muerte a su lado toda su vida: como madre de los Lobos, tal vez fuera capaz de sobrevivir a la pérdida de un hijo.
No sabía si podría amar al hombre que lo mató, aunque ansiaba acogerlo y aliviar su dolor con un abrazo. No lo hizo, sino que buscó su puñal.
Había tallado unos cuencos en madera de abedul mientras sus hijos cazaban, y lanzó uno a Khasar y otro a Kachiun. Temuge se acercó a gatas a coger otro, de modo que ya sólo quedaron dos. Hoelun volvió los ojos entristecidos hacia su último hijo.
—Coge un cuenco, Temujin —dijo, después de un tiempo—. La sangre te dará fuerzas.
Al oírla, el chico agachó la cabeza, sabiendo que se le permitiría quedarse. Se dio cuenta de que le temblaban las manos al coger el cuenco y alargarlo junto a los demás. Hoelun suspiró y agarró el cabrito con más fuerza, antes de introducir la hoja y cortarle las venas del cuello. La sangre empezó a manar, manchándole las manos, y los muchachos se empujaron para recogerla antes de que se desperdiciara. El cabrito siguió debatiéndose mientras llenaban los cuencos y bebían el cálido líquido, relamiéndose y sintiendo cómo les llegaba a los huesos y aliviaba su dolor.
Cuando el chorro no era más que un hilo, Hoelun Sostuvo al animal desfallecido en una mano y llenó con paciencia su propio cuenco hasta el borde antes de beber. El cabrito aún pataleó en el aire, con ojos enormes y oscuros, pero estaba moribundo o tal vez ya muerto.
—Mañana por la noche cocinaremos la carne, cuando esté segura de que la hoguera no atraerá a los pastores en busca de su animal perdido —les dijo—. Si llegan hasta aquí, no deben marcharse y revelar nuestra posición. ¿Entendido?
Los chicos se relamieron las bocas ensangrentadas mientras asentían con solemnidad. Hoelun respiró hondo y empujó su pena hacia el fondo de su pecho, donde seguía llorando a Yesugei y todo lo que habían perdido. Tenía que encerrarlo donde no pudiera destruirla, pero en algún lugar de su interior sollozaba sin pausa.
—¿Van a venir a matarnos? —preguntó Temuge con su voz aguda, mirando nervioso el cabrito robado.
Hoelun negó con la cabeza, atrayéndolo hacia sí para consolarlo un poco y, a la vez, confortarse ella con su abrazo.
—Somos Lobos, pequeño. No es tan fácil matarnos. —Mientras hablaba, mantuvo la mirada clavada en Temujin, quien se estremeció ante su fría ferocidad.
Con la cara aplastada contra la hierba helada y blanquecina, Temujin estudió a los dos pastores. Dormían boca arriba, envueltos en sus acolchados deels con los brazos protegidos del frío dentro de las mangas. Sus hermanos estaban tumbados a su lado, y todos sentían cómo la escarcha se les metía hasta los huesos. Reinaba una calma perfecta esa noche. Aquel grupo de animales y hombres dormidos era ajeno a la vigilancia a la que los sometían aquellos muchachos hambrientos. Temujin entornó los ojos en la penumbra. Los tres chicos llevaban consigo sus arcos y cuchillos, y su expresión era grave mientras observaban y valoraban sus posibilidades. Cualquier movimiento haría que las cabras empezaran a balar, presas del pánico, y en un instante los dos hombres se despertarían sobresaltados.
—No podemos acercarnos más —susurró Kachiun.
Temujin frunció el ceño mientras consideraba el problema, intentando hacer caso omiso del dolor que le producía estar tendido sobre el suelo helado. Los pastores serían hombres duros, capacitados de sobra para sobrevivir por su cuenta. Tendrían los arcos a mano y estarían acostumbrados a levantarse de un salto y matar a un lobo que tratara de robarles un cordero. No habría ninguna diferencia si su presa eran tres chicos, en especial de noche.
Temujin tragó saliva con dificultad y observó con expresión hostil la tranquila escena. Quizás habría estado de acuerdo con su hermano y aceptado regresar con sigilo a la grieta entre las colinas si no hubiera sido por el escuálido caballo que los hombres habían maneado a unos pasos de ellos. Dormía de pie, con la cabeza casi rozando el suelo. Temujin anhelaba hacerse con él, cabalgar de nuevo. Significaría poder cazar más lejos que antes, tendrían leche, y su lengua recordó su agrio sabor. Los pastores llevarían consigo todo tipo de prácticos utensilios y no podía soportar la idea de dejarlos ir sin más, no importaba el riesgo que ello supusiera. Se avecinaba el invierno. Podía percibirlo en el aire y en el pinchazo de las agujas de la escarcha en la piel desnuda. Sin grasa de oveja para protegerse, ¿cuánto podrían resistir?
—¿Veis a los perros? —murmuró Temujin.
Ninguno contestó. Los animales estarían tumbados en algún sitio, con el rabo entre las piernas para resguardarse del frío, ocultos a su vista. Odiaba la posibilidad de que se lanzaran sobre él en la oscuridad, pero no había elección. Los pastores tenían que morir para que su familia pudiera sobrevivir.
Respiró profundamente y comprobó que la cuerda de su arco estuviera seca y resistente.
—Mi arco es el mejor. Caminaré hasta ellos y mataré al primer hombre que se levante. Vosotros vendréis detrás y dispararéis a los perros cuando se arrojen sobre mí. ¿Entendido? —A la luz de la luna pudo ver lo nerviosos que estaban sus hermanos—. Primero a los perros, luego al que yo haya dejado en pie —insistió Temujin, deseando asegurarse.
Cuando ellos asintieron, se puso en pie en silencio y se dirigió con paso cauteloso hacia los pastores dormidos, acercándose en la dirección del viento, de modo que su olor no alarmara al rebaño.
El frío parecía haber entumecido a los habitantes del diminuto campamento. Temujin se fue aproximando más y más a ellos, oyendo su propia respiración que rozaba con aspereza sus oídos. Mantuvo el arco en ristre mientras corría. Esperaba que no fuera difícil para alguien que había sido entrenado para disparar flechas desde un caballo al galope.
A treinta pasos, algo se movió junto a los hombres dormidos, una forma oscura que saltó hacia él aullando. Por el otro lado apareció otro perro, gruñendo y ladrando mientras se acercaba. Temujin gritó aterrorizado, intentando con desesperación mantener su atención en los pastores.
Éstos se despertaron con un respingo, poniéndose en pie con dificultad, justo cuando Temujin tensaba el arco y soltaba su primera flecha. En la oscuridad, no se atrevió a intentar disparar en la garganta: su flecha le atravesó a uno de los hombres la túnica y se le clavó en el pecho. El hombre se desplomó sobre una rodilla; Temujin lo oyó gritar de dolor para llamar a su compañero, que rodó sobre sí y se incorporó con el arco preparado. Las ovejas y las cabras balaron presas del pánico y echaron a correr como locas hacia la oscuridad, por lo que algunas pasaron junto a Temujin y sus hermanos, desviándose bruscamente al ver a los atacantes entre ellas.
Temujin se dio prisa en disparar antes que el pastor. Llevaba la segunda saeta en la banda de la cintura y tiró de ella. Lanzó una maldición cuando la punta de la flecha se enganchó. El pastor preparó su propia flecha con la desenvuelta confianza de un guerrero y, por un momento, Temujin se sintió perdido. No conseguía librar su flecha y el gruñido que oía a su izquierda le aterrorizó. Se volvió y chilló de dolor cuando las fauces de uno de los perros se cerraron sobre su brazo; el animal lo tiró al suelo justo cuando la flecha del pastor silbaba por encima de su cabeza y atravesaba la garganta del animal, poniendo fin a su feroz ataque.
Temujin había dejado caer el arco y vio que el pastor estaba colocando con calma una nueva flecha en su cuerda. Peor aún, el que había derribado se estaba levantando, vacilante. Él también tenía un arco y Temujin se planteó echar a correr. Sabía que tenían que concluir el asunto en ese momento o los dos pastores los seguirían y acabarían con ellos uno a uno bajo la luz de la luna. Volvió a tirar de la flecha y por fin se soltó. La colocó en la cuerda con manos temblorosas. ¿Dónde estaba el otro perro?
La flecha de Kachiun acertó al pastor que estaba en pie, justo bajo la barbilla. Por un instante el hombre se quedó allí, con el arco tendido, y Temujin pensó que llegaría a disparar antes de caer. Había oído hablar de guerreros tan entrenados que podían desenvainar su espada aun después de muertos, pero el pastor se derrumbó ante sus ojos.
El que Temujin había herido estaba debatiéndose con su propio arco, gritando de dolor mientras trataba de tenderlo. La flecha de Temujin le había desgarrado los músculos del pecho y no lograba tensar el arma lo suficiente como para disparar.
Temujin sintió que su corazón se apaciguaba: sabía que la batalla estaba ganada. Khasar y Kachiun llegaron hasta él y los tres se quedaron observando al hombre, a quien le resbalaban los dedos una y otra vez.
—¿Y el segundo perro? —murmuró Temujin.
Kachiun no podía retirar la vista del hombre, que no cejaba en su empeño y que ahora estaba rezando para sus adentros mientras se enfrentaba a sus atacantes.
—Lo he matado.
Temujin le dio a su hermano unas palmadas de agradecimiento en la espalda.
—Entonces, acabemos con esto.
El pastor vio que el más alto de los asaltantes cogía una flecha de uno de los otros y la preparaba. En aquel momento abandonó la lucha, sacó un puñal de su túnica y alzó la vista a la luna y las estrellas. Guardó silencio mientras el disparo de Temujin le alcanzaba en la blanca garganta. Se mantuvo en pie aún por un instante, balanceándose, antes de caer por fin contra el suelo.
Los tres hermanos avanzaron con precaución hacia los cadáveres, atentos a cualquier signo de vida. Temujin envió a Khasar a buscar el caballo, que había conseguido huir del olor de la sangre pese a tener las riendas amarradas a las patas. Después se volvió a Kachiun y lo cogió por la nuca, acercándolo hacia él de modo que las frentes de ambos se tocaron.
—Sobreviviremos al invierno —le dijo, sonriendo.
Kachiun se contagió de su buen ánimo y juntos emitieron un grito de victoria que recorrió las vacías estepas. Tal vez fuera una tontería, pero aunque hubieran matado a dos hombres, seguían siendo unos niños.