XII

Temujin se mantuvo perfectamente inmóvil mientras estudiaba la trayectoria que seguiría su flecha. Aunque todas se habían dispersado al verle llegar, las marmotas eran criaturas estúpidas y nunca pasaba demasiado tiempo antes de que regresaran. Con un arco decente y flechas emplumadas, se habría sentido seguro de poder llevarle un rollizo macho a su familia.

La madriguera más cercana a la hendidura en las colinas estaba demasiado expuesta. Habría preferido que hubiera algunos pequeños arbustos tras los que esconderse, pero tenía que quedarse totalmente quieto y esperar que los tímidos animales se arriesgaran a regresar. Al mismo tiempo no dejaba de vigilar las colinas que le rodeaban, por si uno de los nómadas sin tribu aparecía sobre una de las cimas. Hoelun había repetido sus advertencias hasta hacerles temer todas las sombras y vigilar el horizonte cada vez que abandonaban el refugio de la grieta.

Se situó de manera que el viento le soplara de cara, para que así su olor no alertara a su presa. Tenía que sostener el arco medio levantado, pues el más mínimo movimiento haría que las marmotas se escondieran como relámpagos marrones en sus madrigueras. Le temblaban los brazos por la fatiga y la vocecita que le decía continuamente en su cabeza que esa vez tenía que matar un animal le impedía concentrarse. Tras cuatro días sobreviviendo a base de minúsculos bocados y un puñado de cebollas silvestres, los hijos y la mujer de Yesugei estaban a punto de morir de hambre. Hoelun había perdido todas sus energías y permanecía sentada en un estado de lánguida apatía mientras su hija la palpaba con sus manitas y lloraba. Sólo el bebé se había alimentado bien durante los primeros tres días, pero luego la leche de Hoelun había empezado a faltar y sus sollozos habían encogido el corazón de sus hermanos.

Kachiun y Khasar habían escalado por encima de la grieta para explorar el terreno y buscar algún animal que se hubiera separado del rebaño. Kachiun se había construido un pequeño arco y tres flechas con ascuas endurecidas y ennegrecidas por el fuego. Temujin les deseaba suerte, pero sabía que él tenía más posibilidades de salvarlos si conseguía un solo disparo certero. Casi podía paladear la carne caliente de la marmota mientras la veía a veinte pasos de distancia. Era un tiro que podría acertar un niño si las flechas tuvieran plumas, pero en esas condiciones, Temujin se veía obligado a esperar mientras un dolor lacerante se iba aposentando en sus brazos. Sin atreverse a hablar, pedía mentalmente a las nerviosas criaturas que se alejaran un poco más de la seguridad de su madriguera, que se acercaran un poco más a él.

Pestañeó para deshacerse del sudor que quemaba sus ojos mientras una de las marmotas miraba a su alrededor, presintiendo que había un depredador en las proximidades. Temujin vio cómo el animal se quedaba paralizado, y supo que su siguiente movimiento sería escabullirse y desaparecer. Soltó el aliento y dejó partir la flecha, angustiado por la posibilidad de desperdiciarla.

Hirió a la marmota en el cuello. No fue un golpe mortal, pero la flecha se quedó clavada en el animal, que comenzó a debatirse, frenético, mientras la golpeaba con sus patas. Temujin dejó caer el arco, se puso en pie de un salto y echó a correr hacia su presa antes de que ésta pudiera recuperarse y desaparecer en su madriguera subterránea. Mientras se acercaba a la carrera, desesperado por no desperdiciar su oportunidad, vio la piel más clara de la panza y las patas que se sacudían con rabia.

Cayó sobre la marmota, aferrándola con ansia. El animal se movía enloquecido; en su débil estado, Temujin estuvo a punto de perderlo cuando la marmota se agitó y se arqueó para liberarse. La flecha se soltó y la sangre salpicó el seco suelo. Cuando le retorció el cuello, Temujin se dio cuenta de que había llorado de puro alivio. La marmota dio un par de patadas más contra su pierna, debatiéndose aún, mientras Temujin se levantaba jadeante. Comerían. Esperó a que se le pasara el mareo, notando el peso del animal que había capturado. Estaba gordo y sano: aquella noche su madre tendría algo de carne y sangre caliente. Trituraría los tendones para formar una pasta que extenderían sobre su arco formando varias capas con cola de pescado para fortalecerlo. Su próximo tiro sería desde más lejos, sus posibilidades de matar, mayores. Se puso las manos en las rodillas y se rió débilmente de su propio alivio. Era una cosa tan pequeña, pero significaba tanto que apenas podía asimilarlo.

A su espalda, oyó una voz conocida.

—¿Qué has cogido? —preguntó Bekter, cruzando la hierba en dirección a su hermano.

Llevaba al hombro su propio arco y no tenía la mala cara ni la mirada famélica de los demás. Kachiun había sido el primero en expresar la sospecha de que Bekter no estaba entregando a la familia sus presas. Aceptaba su parte con avidez, pero en los cuatro días que llevaban en aquel lugar, no había llevado nada de su parte a la hoguera. Temujin se enderezó, sintiéndose incómodo al ver cómo los ojos de Bekter se desviaban hacia su presa.

—Una marmota —dijo, sosteniéndola en alto.

Bekter se inclinó, aproximándose para verla mejor, y luego la agarró con un movimiento veloz. Temujin se echó hacia atrás y el cuerpo muerto cayó al polvo despatarrado. Ambos chicos se lanzaron sobre él, dándose violentos puñetazos y patadas. Temujin estaba demasiado débil para poder hacer otra cosa que contener momentáneamente a Bekter, que se lo sacudió de encima. Temujin se encontró tirado, mirando al cielo azul, respirando agitadamente.

—Yo llevaré este animal a nuestra madre. Tú lo habrías robado y te lo habrías comido a solas —acusó Bekter.

Era mortificante oír cómo Bekter lo acusaba a él a la cara de lo mismo que sospechaba Kachiun del primogénito, e hizo otro esfuerzo por levantarse, pero Bekter se lo impidió poniéndole el pie encima, y fue incapaz de luchar contra él. Sus fuerzas parecían haberse evaporado por completo.

—Caza otra para ti, Temujin. No vuelvas hasta que lo hayas hecho.

Entonces Bekter se echó a reír, cogió la marmota muerta y descendió trotando la colina, hacia donde la vegetación se espesaba y oscurecía. Temujin observó cómo se alejaba, tan lleno de ira que pensó que el corazón le iba a estallar. Le latía a toda velocidad dentro del pecho y se preguntó con una punzada de terror si el hambre lo habría debilitado demasiado. No podía morir mientras Eeluk fuera el jefe de los Lobos y Bekter no hubiera recibido su castigo.

Cuando se sentó, había logrado dominarse una vez más. Las estúpidas marmotas habían regresado mientras él estaba tendido en el suelo, aunque se dispersaron en cuanto se levantó. Con tristeza, se volvió hacia su flecha y la enganchó en la cuerda trenzada, adoptando otra vez la inmovilidad del cazador. Le dolían los músculos y sentía que le iba a dar un calambre en las piernas de un momento a otro, pero su corazón recuperó su ritmo normal por fuerza y necesidad.

Esa noche había sólo una marmota para alimentar a toda la familia. Hoelun resucitó cuando Bekter se la entregó y encendió una hoguera mayor para calentar unas piedras. Aunque le temblaban las manos, le abrió la barriga y extrajo las tripas y las vísceras, para a continuación llenar el hueco con guijarros tan calientes que estaban a punto de resquebrajarse. Se había enrollado la túnica en las manos, pero su rostro se crispó de dolor dos veces cuando el calor le quemó los dedos. La carne se asó desde el interior y, luego, Hoelun envolvió ascuas con la hinchada piel hasta que quedó deliciosamente crujiente. El corazón también fue asado en las brasas. No iba a desperdiciar nada.

El solo olor pareció devolver algo de color a las mejillas de Hoelun, y abrazó a Bekter con un suspiro. Su alivio se deshizo en lágrimas, pero ni siquiera las notó. Temujin se guardó para sí lo que había sucedido. Su madre necesitaba que trabajaran juntos y sería una crueldad acusar a su sonriente hermano estando ella tan débil.

Bekter se regodeó de la atención recibida, y de vez en cuando su brillante mirada recaía en Temujin. Éste se la devolvía con gravedad cuando sabía que su madre no podía verle. Mientras el atardecer daba paso a la noche, Kachiun se dio cuenta de que algo no marchaba bien y le dio un codazo a su hermano.

—¿Qué pasa? —susurró el pequeño cuando se acomodaron para comer.

Temujin negó con la cabeza, resistiéndose a compartir el odio que sentía. Casi no podía pensar en nada que no fueran los trozos humeantes de carne que le daba Bekter, que elegía las porciones como un khan que alimentara a sus hombres. Temujin vio que se guardaba la paletilla, la mejor pieza, para él.

Ninguno de ellos había probado nada tan sabroso como aquella carne. La familia se fue sintiendo un poco más feliz, con algo más de esperanza, a medida que el alimento los iba haciendo entrar en calor. Un disparo con un arco había sido responsable de esos cambios, aunque Kachiun había añadido otros tres pececillos y unos cuantos saltamontes a la hoguera. Era un festín que les estaba haciendo daño y abrasándolos por dentro, porque los chicos engullían los bocados demasiado aprisa y tenían que beber agua para aliviar la quemazón. Tal vez Temujin habría perdonado el robo si sus hermanos no hubieran sido tan generosos con sus alabanzas. Bekter las aceptó como si le correspondieran por derecho y en sus ojos relucía un regocijo interior que sólo Temujin comprendía.

Esa noche no llovió y los muchachos durmieron en el segundo refugio que habían improvisado después de que una pequeña parte de su hambre hubiera sido saciada. Seguía allí aún, dolorosa, pero consiguieron acallarla una vez más y mostrarse indiferentes a la incomodidad cuando se retiraron a un irregular borde rocoso desde donde no era posible vigilar si alguien venía.

Temujin no durmió. Se levantó con sigilo y se adentró en la oscuridad sin hacer ruido, tiritando y alzando la vista hacia la luna. Mientras caminaba se dio cuenta de que el verano no duraría mucho más. Estaba llegando el invierno, que los mataría con tanta precisión como un puñal en el pecho. Las marmotas dormían en sus madrigueras en los meses fríos, escondidas muy abajo, donde nadie podía alcanzarlas. Las aves volaban hacia el sur, y no podían capturarlas. El invierno ya era muy duro para las familias que se resguardaban en sus cálidas gers, rodeadas de ganado y caballos. Para la familia de Yesugei significaba la muerte.

Cuando vació la vejiga en el suelo no pudo evitar acordarse de los olkhun’ut y de la noche que había salido detrás de Koke. Entonces era sólo un niño, sin nada mejor que hacer que ajustar cuentas con otros chicos. Suspiraba por la inocencia de esa noche y deseó que Borte estuviera allí para abrazarla. Resopló para sí al imaginárselo, sabiendo que ella estaba caliente y bien alimentada, mientras que a él se le marcaban los huesos.

Percibió una presencia a su espalda y se volvió y se agachó al instante, listo para atacar o huir.

—Tu oído debe de ser muy bueno, hermano —susurró la voz de Kachiun—. Soy tan silencioso como la brisa nocturna. Temujin le sonrió, relajándose.

—¿Por qué estás despierto?

—Tengo hambre. Había dejado de sentirla durante todo el día de ayer y viene Bekter con un poco de carne de marmota y mi estómago vuelve a despertarse —explicó Kachiun, encogiéndose de hombros.

Temujin escupió en el suelo.

—Esa marmota era mía. Yo la maté, lo único que él hizo fue arrebatármela.

Era difícil descifrar la expresión de Kachiun a la luz de la luna, pero Temujin se dio cuenta de que parecía preocupado.

—Lo adiviné. Pero creo que los demás no se han dado cuenta.

Se quedó callado, una pequeña figura entristecida en la oscuridad. Temujin vio un bulto que sobresalía de su túnica y lo tocó con el dedo.

—¿Qué es eso? —preguntó curioso.

Kachiun miró nervioso hacia atrás, hacia el campamento, antes de sacar algo y mostrárselo a su hermano. Era una enorme carcasa de marmota; Temujin palpó los huesos con la mano, enfadado. Estaban separados exactamente como lo habría hecho un hombre hambriento para romperlos y llegar a los pedacitos de médula. Bekter no se había arriesgado a encender una hoguera. Los huesos estaban crudos y tenían un día, como mucho.

—Lo encontré por donde Bekter había estado cazando —dijo Kachiun, con tono agitado.

Temujin dio la vuelta a los frágiles huesecillos en sus manos, pasando los dedos por el cráneo. Bekter había dejado la piel, aunque no estaban los ojos. Lo había cazado un día en el que no había habido nada de comer en el campamento para ninguno de ellos.

Temujin se arrodilló y buscó cualquier mínimo resto de carne. Los huesos despedían olor a podrido, pero no se habría descompuesto demasiado en un solo día. Kachiun se arrodilló junto a él y chuparon cada uno de los huesos rotos de nuevo, sacándoles hasta el último resquicio de sabor. No tardaron mucho.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió Kachiun cuando terminaron.

Temujin tomó una decisión, sin sentir remordimientos.

—¿Has visto alguna vez una garrapata en un caballo, Kachiun?

—Por supuesto —repuso su hermano.

Ambos habían visto cómo esos parásitos llegaban a ponerse tan grandes como la última falange de sus pulgares. Cuando las quitaban, dejaban un rastro de sangre que tardaba siglos en coagular.

—Las garrapatas son peligrosas cuando un caballo está débil —dijo Temujin con suavidad—. ¿Sabes qué debes hacer cuando encuentras una?

—Matarla —susurró Kachiun.

Cuando Bekter abandonó el campamento la siguiente madrugada, Temujin y Kachiun se deslizaron con sigilo tras él. Sabían dónde prefería cazar y dejaron que se adelantara bastante, para que no advirtiera que le estaban vigilando.

Kachiun lanzó varias miradas inquietas a Temujin mientras avanzaban agazapados entre los árboles. Temujin percibió su miedo y se maravilló al ser consciente de que él no estaba asustado en absoluto. Su hambre le producía un dolor constante en la barriga y en dos ocasiones tuvo que detenerse a vomitar un líquido verdoso. Se limpió con unas hojas húmedas. Se sentía mareado y débil, pero su inmensa hambre había borrado cualquier sentimiento de piedad. Pensó que tal vez tuviera un poco de fiebre, pero se forzó a seguir adelante, aunque el corazón le saltaba en el pecho. Se percató de que eso era lo que significaba convertirse en un Lobo: ni miedo ni arrepentimiento, sólo el impulso de librarse de un enemigo.

No era difícil seguir el rastro de Bekter en el suelo embarrado. No había intentado ocultar el camino que había tomado y el único peligro era que tropezaran con él cuando se hubiera agachado para esperar a su presa. Temujin y Kachiun avanzaban sin hacer ruido en pos de Bekter, aguzando todos sus sentidos. Cuando vio un par de alondras en un árbol que se erguía frente a ellos, Kachiun tocó a su hermano con suavidad en el hombro para avisarle y caminaron en círculo rodeando el lugar para evitar que los pájaros le alertaran con su alboroto.

Kachiun se detuvo y Temujin se volvió hacia él, torciendo el gesto al notar que el cráneo de su hermano se distinguía perfectamente bajo la piel estirada. Hacía daño verlo, y Temujin supuso que él también parecería a punto de morir de tan delgado como estaba. Cada vez que cerraba los ojos perdía el equilibrio, y entonces se tambaleaba y tenía que luchar para sobreponerse al mareo. Hacía falta un auténtico esfuerzo de voluntad para inspirar honda y lentamente y calmar los frenéticos latidos de su corazón.

Kachiun levantó un brazo para señalar y Temujin miró hacia delante. Se quedó paralizado al ver que Bekter se había situado a unos cien pasos de ellos, mirando hacia el arroyo. Era casi imposible no temer a aquella figura arrodillada como una estatua entre los matorrales. Todos los hermanos habían sentido la fuerza de sus puños y su peso sobre ellos mientras jugaba a pelearse. Temujin se lo quedó mirando, pensando en cómo acercarse lo suficiente para disparar. No había ninguna duda en su mente. Veía las cosas borrosas y rodeadas de un extraño resplandor y sentía sus pensamientos como si fueran objetos fríos, de movimientos lentos, pero su camino estaba marcado.

Kachiun y Temujin se sobresaltaron cuando Bekter lanzó una flecha hacia el agua desde su escondite. Ambos muchachos retrocedieron para cubrirse cuando oyeron un aleteo asustado y tres patos despegaron con violencia, dando la alarma demasiado tarde.

Bekter saltó y se adentró en el arroyo. Un árbol lo ocultó momentáneamente, pero cuando regresó a la orilla vieron que sostenía el cuerpo sin vida de un pato rojo.

Temujin lo espiaba oculto entre una maraña de ramas y espinas.

—Esperaremos aquí —murmuró—. Encuentra un Sitio al otro lado de este sendero. Lo cogeremos cuando vuelva al campamento.

A Kachiun se le hizo un nudo en la garganta y tragó con dificultad, tratando de no dejar traslucir su nerviosismo. No le gustaba la nueva frialdad que veía en Temujin y se arrepintió de haberle enseñado los huesos de marmota la noche anterior. A la luz del día, le temblaban las manos al pensar en lo que pretendían hacer, pero cuando Temujin se volvió hacia él, rehuyó su mirada. El muchacho aguardó hasta que Bekter les dio la espalda y atravesó el sendero como un relámpago, arco en ristre.

Temujin entrecerró los ojos mientras observaba a Bekter recuperar la flecha y meterse el pato bajo la túnica. Sintió una punzada de decepción cuando Bekter estiró sus doloridos músculos y luego se alejó con grandes zancadas en dirección contraria, ascendiendo por la grieta. Temujin alzó la palma de su mano hacia el escondite de Kachiun, aunque no podía verlo. Se imaginó a Bekter devorando el rollizo pato en algún lugar escondido y sintió deseos de matarlo en aquel mismo instante. Si se hubiera sentido fuerte tal vez hubiera ido por él, pero estando tan débil, sólo tenía posibilidades de éxito si le tendía una emboscada. Temujin relajó las piernas para evitar que le diera un calambre. Lo recorrió un espasmo de dolor proveniente de sus tripas que le hizo cerrar los ojos y doblarse en dos hasta que se le pasó. No se atrevía a bajarse los pantalones mientras estuviera esperando, por temor a que la excelente nariz de Bekter pudiera descubrirlo. Yesugei les había enseñado a todos a estar alerta y Temujin no quería perder su ventaja. Trató de no pensar en el malestar que sentía y se dispuso a esperar.

El peor momento fue cuando una paloma torcaz apareció en un árbol situado a unos pasos de donde acechaban agazapados ambos muchachos, escondidos en la húmeda maleza. Temujin la observó con desesperación, sabiendo que a esa distancia podría acertarle con facilidad. El ave parecía no haber notado su presencia y el muchacho sintió retortijones de hambre a los que intentó no prestar atención. Por lo que sabía, Bekter podía estar ya de regreso, y todas las aves de las proximidades alzarían el vuelo y delatarían su posición si Temujin disparaba a la torcaz. Aun así, no podía retirar la vista de ella y, cuando salió volando, siguió su trayectoria con la mirada. Pudo oír el batir de sus alas hasta mucho después de que desapareciera.

Bekter volvió cuando el sol ya había atravesado el pedazo de cielo que se divisaba desde la grieta y las sombras se estaban alargando. Temujin oyó sus pasos y se sacudió del estado de semitrance en el que había caído. Se sorprendió al comprobar cuánto tiempo había pasado y se preguntó si se habría quedado dormido. Su cuerpo le estaba empezando a fallar y el agua del arroyo no lograba acallar el agudo dolor de estómago que sentía.

Temujin preparó su flecha y aguardó, sacudiendo la cabeza para espabilarse y aclarar su visión. Intentó pensar en que Bekter lo mataría si fallaba, para hacer que su cuerpo reviviera y le sirviera sólo durante un poco más de tiempo. Entonces oyó a Bekter aproximarse: el momento había llegado.

Salió al camino a sólo unos pasos de él. Temujin tensó el arco mientras Bekter lo miraba con la boca abierta. Hubo un instante durante el cual su hermano se revolvió para sacar su puñal del cinturón. Temujin soltó la flecha y vio cómo el afilado hueso se clavaba en el pecho de Bekter. Un poco más allá, Kachiun le disparó en un lado, y ese segundo impacto hizo caer a Bekter al suelo.

Se tambaleó y rugió, encolerizado. Sacó su cuchillo y avanzó un paso y luego otro, antes de que sus piernas fallaran y cayera boca abajo sobre las hojas. Ambas flechas le habían alcanzado de lleno y Temujin oyó el burbujeante siseo de un pulmón perforado. No sentía compasión alguna. Como hipnotizado, se acercó a él, dejó caer el arco y le quitó el cuchillo de los dedos.

Miró la expresión horrorizada de Kachiun, después hizo una mueca y se agachó para hundir la hoja en el cuello de Bekter, dejando que se le escapara la sangre y, con ella, la vida.

—Ya está hecho —dijo, observando cómo los ojos fijos de su hermano se ponían vidriosos.

Mientras palpaba el deel y la túnica de Bekter buscando el pato, sentía una especie de ingravidez. No lo encontró. Temujin le dio una patada al cadáver y se alejó de él con paso vacilante, tan mareado que pensó que se iba a desmayar. Presionó la frente contra la fresca humedad de un abedul y esperó a que el agitado latir de su corazón se calmara.

Oyó a Kachiun aproximarse y pisar las hojas mientras rodeaba el cadáver de su hermano. Temujin abrió los ojos.

—Más nos vale que Khasar traiga algo de comer —dijo. No obtuvo respuesta, y recogió las armas de Bekter, colgándose el arco del hombro.

—Cuando los otros vean el cuchillo de Bekter, lo sabrán —apuntó Kachiun, con la voz teñida de sufrimiento.

Temujin alargó la mano y lo cogió por la nuca, calmándose a sí mismo tanto como a su hermano con ese gesto afectuoso. Había percibido el pánico en la voz de Kachiun y él mismo sintió también la primera punzada de pavor. No había pensado en lo que sucedería una vez que su enemigo hubiera muerto. No habría venganza para Bekter, ninguna oportunidad de recuperar las gers y los rebaños de su padre. Se pudriría allí donde había caído. Temujin estaba empezando a darse cuenta de la realidad de lo sucedido y le costaba creer que lo hubiera hecho de verdad. El extraño estado de ánimo que sentía antes de disparar se había evaporado; en su lugar, sólo sentía debilidad y hambre.

—Yo se lo contaré —dijo Temujin. Sintió que su mirada bajaba una vez más hacia el cuerpo de Bekter, como si un peso invisible la arrastrara hasta allí—. Les contaré que estaba dejando que nos muriéramos de hambre. En esta situación no cabe ser blandos. Les diré eso.

Se dirigieron de nuevo hacia la hendidura, reconfortándose mutuamente con la presencia del otro.