Una fina lluvia caía sobre Bekter y Temujin, que estaban sentados uno junto al otro, muy pegados y empapados hasta los huesos. Antes de oscurecer, habían llegado a una hendidura arbolada en las colinas, donde un arroyo serpenteaba a través de un terreno húmedo y pantanoso. En el estrecho pliegue de la tierra crecían pinos de tronco negro y abedules plateados tan pálidos como huesos. El eco del agua cayendo sonaba extraño y aterrador a los muchachos, que temblaban dentro de un gran nido formado por raíces oscuras.
Hoelun les había dado instrucciones de coger ramas caídas y arrastrar largos troncos rotos de madera podrida a través de las hojas y el barro y alzarlos y colocarlos en la horquilla de un árbol bajo, antes de que se fuera la luz. Se arañaron los brazos y el pecho, pero ella no les dejó descansar. Hasta Temuge había ayudado transportando brazadas de agujas secas que había apilado sobre las ramas más pequeñas, haciendo un viaje tras otro hasta que el rudimentario refugio estuvo terminado. No era lo bastante grande para Bekter y Temujin, y Hoelun los había besado a ambos con gratitud, por lo que se habían sentido muy orgullosos, y entró a gatas con el bebé. Khasar se acurrucó como un perrito tembloroso entre sus piernas y Temuge los siguió a cuatro patas, llorando suavemente para sí. Kachiun se había quedado unos instantes junto a sus hermanos mayores, balanceándose un poco por la fatiga. Temujin le había cogido por el brazo y le había empujado con los otros. Apenas quedaba sitio ni siquiera para él.
Hoelun agachó ligeramente la cabeza hacia su pecho para dar de mamar al bebé. Temujin y Bekter se alejaron con tanto sigilo como pudieron, buscando cualquier cosa que pudiera proteger sus rostros de la lluvia para poder dormir un rato.
No encontraron nada. La maraña de raíces había parecido una opción algo mejor que tenderse sencillamente sobre el húmedo suelo, pero los bultos y protuberancias apenas visibles se les clavaban se colocaran como se colocaran. Cuando por fin consiguieron dormirse, sentían a cada rato el agua helada cayendo sobre su cara; se despertaban a cada instante preguntándose dónde estaban. Parecía que aquella noche iba a durar eternamente.
Cuando Temujin se despertó por enésima vez y movió las piernas para aliviar los calambres, pensó en el día anterior. Había sido raro dejar atrás el cadáver de su padre. Todos se habían vuelto a ver cómo la mancha blanca se iba haciendo cada vez más pequeña. Hoelun había notado las miradas de pesar y se había enfadado con ellos.
—Siempre habéis tenido a las familias a vuestro alrededor —había dicho—. Antes no teníais que esconderos de ladrones y vagabundos. Ahora sí. Hasta un solo pastor podría matarnos a todos, y entonces no habrá justicia.
La dureza de la nueva realidad los había dejado tan desolados como la lluvia que había empezado a caer, desalentándolos aún más. Temujin pestañeó para librarse de unas gotas. No estaba seguro de haber dormido en absoluto, aunque sentía que había pasado el tiempo. Le dolía el estómago vacío y se preguntó qué harían para conseguir víveres. Si Eeluk les hubiera dejado siquiera un arco, al menos podría haber cazado marmotas para alimentarse. Sin él, podían morirse de hambre en unos pocos días. Alzó la vista y vio que las nubes de tormenta habían pasado y el brillo de las estrellas iluminaba la tierra. A su alrededor los árboles seguían goteando agua, pero confió en que la mañana sería más cálida. Estaba completamente empapado y tenía la ropa cubierta de hojas y barro endurecido. Notó la mugre resbaladiza en sus dedos al apretar un puño pensando en Leluk. Una aguja de pino, o puede que una espina, se le clavó en la palma, pero ni se inmutó mientras maldecía en silencio al hombre que había traicionado a su familia. De forma deliberada, apretó el puño hasta que todo su cuerpo tembló y vio destellos verdes bajo los párpados.
—Mantenlo con vida —susurró al Padre Cielo—. Mantenlo fuerte y con buena salud. Mantenlo con vida para que pueda matarlo.
Bekter gruñó en sueños a su lado, y Temujin cerró los ojos de nuevo, ansioso de que las horas que quedaban hasta el amanecer pasaran rápido. Quería lo mismo que los más pequeños: que su madre lo cogiera en sus brazos y resolviera todos sus problemas. En vez de eso, sabía que tenía que ser fuerte, tanto por ella como por sus hermanos. Una cosa era segura: sobrevivirían y un día daría con Eeluk, lo mataría y tomaría de su mano muerta la espada de Yesugei. Siguió acunando esa idea en su mente hasta que se quedó dormido. Se levantaron en cuanto hubo suficiente luz para ver las caras sucias de los demás. Hoelun, con los ojos hinchados y amoratados de agotamiento, reunió a sus hijos a su alrededor y vigiló mientras la única botella de agua pasaba de mano en mano. Su hijita estaba inquieta y manchada con sus propias heces. No había ropa limpia y el bebé empezó a gritar con la cara roja, con una fuerza que no parecía aminorar. Lo único que Hoelun podía hacer era no prestar atención a sus gritos, pero el bebé rechazó su pecho una y otra vez. Al final la paciencia de la madre se agotó, y soltó su pecho desnudo mientras la niña apretaba los puños y lloraba desencajada hacia el cielo.
—Si queremos vivir, tenemos que ir a algún sitio seco y empezar a pescar y cazar —les dijo—. Enseñadme lo que lleváis con vosotros, para que todos podamos verlo. —Se dio cuenta de que Bekter vacilaba y se volvió hacia él—. No escondas nada, Bekter. Podríamos estar muertos en un solo ciclo lunar si no conseguimos cazar y calentarnos.
Al amanecer fue más sencillo encontrar un lugar donde, aunque el grueso manto de agujas estuviera mojado, al menos no estuviera calado del todo. Hoelun se quitó el deel y empezó a temblar. Todos vieron la oscura mancha en uno de sus costados donde su hermanita había evacuado durante la noche. El olor se extendió por el aire y los alcanzó a todos. Khasar se cubrió el rostro con una mano. Hoelun frunció la boca, irritada, y no le hizo ningún caso. Temujin notó que le estaba costando mantener la calma mientras tendía la túnica en el suelo. Con delicadeza, colocó sobre la tela a su hija, que se sobresaltó y empezó a mirar a sus hermanos, uno por uno, con los ojitos llenos de lágrimas. Daba pena verla tiritar de ese modo.
Bekter hizo una mueca, se sacó un cuchillo del cinturón y lo dejó frente a su madre. Hoelun probó la hoja con el pulgar y asintió. Después, se llevó las manos a la cintura y desató un pesado cordel de pelo de caballo trenzado. Lo había escondido bajo la túnica la última noche, en un esfuerzo por hacerse con cualquier cosa que pudiera ayudarles en su suplicio. Las lazadas eran estrechas pero fuertes y lo sumó a los puñales que los hermanos fueron colocando en un montón.
Aparte de su pequeño cuchillo, todo lo que Temujin podía aportar era la tela con la que se sujetaba la túnica, larga y bien tejida. Sabía sin lugar a dudas que Hoelun le encontraría algún uso.
Todos observaron fascinados a su madre mientras ésta sacaba una minúscula caja de uno de los profundos bolsillos de su túnica. Contenía una pequeña pieza de acero curvado y un buen sílex, que puso a un lado con reverencia. La caja de color amarillo oscuro estaba tallada con hermosos dibujos y, ante la atenta mirada de los hermanos, Hoelun le pasó el pulgar por encima con nostalgia.
—Vuestro padre me dio esto cuando nos casamos —dijo, y a continuación cogió una piedra y rompió la caja en mil pedazos. Cada astilla de hueso estaba afilada como una navaja y las seleccionó con cuidado, eligiendo las mejores y alzándolas ante sus hijos—. Ésta servirá para el anzuelo, estas dos como puntas de flecha. Khasar, coge el cordel y encuentra una buena piedra donde afilar el anzuelo. Utiliza un cuchillo para cavar la tierra y buscar gusanos y encuentra un lugar resguardado. Hoy necesitamos tu suerte.
Khasar tomó las cosas que le correspondían sin un solo rastro de su habitual alegría.
—Comprendo —dijo, al tiempo que se enrollaba el pelo de caballo en el puño.
—Déjame suficiente para hacer una trampa —añadió cuando se puso en pie—. Necesitamos tripas y tendones para construir un arco.
Se volvió a Bekter y a Temujin y les dio una afilada astilla de hueso a cada uno.
—Tomad un cuchillo cada uno y hacedme un arco de abedul. Habéis visto cómo se hace suficientes veces.
Bekter apretó la punta del hueso contra su palma, probando su dureza.
—Si tuviéramos cuerno, o piel de caballo para la cuerda… —empezó a decir.
Hoelun se quedó muy quieta; su mirada le hizo callar.
—Una sola trampa para marmotas no nos mantendrá con vida. No he dicho que quiera que hagáis un arco del que vuestro padre se hubiera sentido orgulloso. Simplemente, corta algo con lo que puedas matar. ¿O tal vez deberíamos tumbarnos sobre las hojas sin más y esperar a perecer de frío y de hambre?
Bekter frunció el ceño, irritado por haber sido criticado delante de los demás. Sin mirar a Temujin, recogió su cuchillo con brusquedad y se alejó a grandes zancadas, apretando con fuerza el trozo de hueso en el puño.
—Podría atar una hoja de acero a un palo y hacer una lanza, para pescar tal vez —sugirió Kachiun.
Hoelun lo miró con gratitud y respiró hondo. Cogió el puñal más pequeño y se lo puso en las manos.
—Muy bien —le dijo, acariciándole la cara—. Vuestro padre os enseñó a todos a cazar. No creo que nunca se imaginara que sería tan importante, pero, sea lo que sea lo que aprendisteis, lo necesitamos.
Miró entonces los escasos objetos que quedaban sobre la tela y suspiró.
—¿Temuge? Si encontraras algo seco para quemar, podría encender una hoguera. Lo que sea.
El rollizo niño se puso en pie, con la boca temblorosa. Todavía no había logrado recuperarse en absoluto del terror que sentía, ni asimilar lo desesperado de la nueva situación. Los otros eran conscientes de lo nerviosa que estaba su madre, pero para Temuge ésta seguía siendo firme como una roca y extendió los brazos para que le abrazara. Su madre le permitió recogerse un momento en sus brazos antes de separarlo con suavidad.
—Encuentra lo que puedas, Temuge. Vuestra hermana no podrá aguantar una noche más si no encendemos un fuego.
Temujin torció el gesto cuando el niño estalló en sollozos. Al ver que Hoelun se negaba a consolarlo, Temuge echó a correr para esconderse bajo los imponentes árboles.
Temujin alargó la mano con torpeza para tratar de consolar un poco a su madre. Le tocó el hombro y, para su satisfacción, ella inclinó la cabeza, con lo que se la rozó fugazmente con su rostro.
—Hazme un arco mortífero, Temujin. Busca a Bekter y ayúdale —pidió, alzando los ojos para encontrar los suyos.
Temujin dio con Bekter guiándose por el sonido de su hoja al clavarse en un abedul. Emitió un suave silbido para hacer saber a su hermano que se estaba acercando y recibió una hosca mirada en respuesta. Sin pronunciar una palabra, se acercó y sujetó el delgado tronco. El cuchillo era una sólida pieza de hierro afilado y hacía tajos profundos. Bekter parecía estar desahogando su ira en la madera y a Temujin le hizo falta valor para no retirar las manos mientras, uno tras otro, los golpes iban cayendo peligrosamente cerca de sus dedos.
No pasó mucho antes de que Temujin fuera capaz de doblar el arbolillo y dejar al descubierto las fibras blanquecinas de la madera joven. El arco no le serviría prácticamente para nada, pensó con desánimo; era difícil no pensar en las hermosas armas que adornaban las gers de los Lobos. Los corazones de los abedules se pegaban a tiras hervidas de cuerno de carnero y nervios triturados y a continuación se dejaba descansar las piezas un año entero en un lugar seco y oscuro antes de ensamblarlas. Cada uno de aquellos arcos era una auténtica maravilla de ingenio, capaz de matar a una distancia de más de doscientos alds.
En comparación, el arco que él y su hermano estaban construyendo con tanto sudor sería poco más que un juguete de niños, y aun así, de él dependerían sus vidas. Temujin resopló con una sonrisa irónica en los labios cuando Bekter cerró un ojo y sostuvo en su mano el trozo de abedul, todavía con jirones de corteza. De repente, apretó la mandíbula y, para su sorpresa, dobló la madera con un gesto seco y la rompió sobre otro tronco, arrojando el abedul astillado a las hojas.
—Esto es una pérdida de tiempo —exclamó Bekter, furioso. Temujin miró el cuchillo que tenía en la mano, súbitamente consciente de lo solos que estaban.
—¿Cuánta distancia pueden recorrer en un día? —Preguntó Bekter—. Podríamos rastrearlos. Conocemos a los guardias tan bien como a nuestros hermanos. Podríamos adelantarlos.
—¿Para hacer qué? —Preguntó Temujin—. ¿Matar a Eeluk?
Vio cómo los ojos de Bekter se ponían vidriosos mientras paladeaba la idea. Entonces negó con la cabeza.
—No. Nunca llegaremos hasta él, ¡pero podríamos robar un arco! Un único arco y unas pocas flechas y podremos comer. ¿No tienes hambre?
Temujin trató de no pensar en el dolor de su estómago. Había sentido hambre antes, pero siempre consciente de que lo aguardaba un plato caliente. Ahora era mucho peor: sus tripas protestaban irritadas, y sentía dolor al tocarse el vientre. Esperaba que no fuera el primer síntoma de una diarrea producida por una enfermedad o algo que hubiera comido en mal estado. En la situación en la que se encontraban, algo así podría matarlo. Sabía tan bien como su madre que estaban caminando por la delgada frontera que separaba sobrevivir de convertirse en un montón de huesos y piel cuando llegara el invierno.
—Me muero de hambre —admitió—, pero nunca conseguiríamos entrar en una ger sin que dieran la alarma. Aunque lo lográramos, nos seguirían hasta aquí y Eeluk no nos dejaría vivir una segunda vez. Ese palo roto es todo lo que tenemos.
Ambos chicos miraron el arbolillo tronchado y Bekter lo agarró en un arranque de ciega furia, luchando con la resistente madera y luego volviéndolo a lanzar a la maleza.
—Muy bien, empecemos de nuevo —dijo con gravedad—. Aunque no tengamos cuerda, ni flechas, ni cola. ¡Tenemos las mismas oportunidades de cazar un animal con esto como si le tiráramos piedras!
Temujin no dijo nada, impresionado por el arrebato. Como todos los hijos de su padre, estaba habituado a tratar con alguien que sabía qué hacer. Tal vez se habían acostumbrado demasiado a esa certeza. Desde que había sentido la mano de su padre desfallecer sin vida en la suya, se había sentido perdido. En ocasiones esperaba que la fuerza que le hacía falta se encendiera en su pecho, pero la mayoría de veces no podía evitar limitarse a esperar que todo acabara de una vez y que su antigua vida regresara.
—Trenzaremos unas tiras de tela para tejer una cuerda. Resistirá lo bastante para hacer dos disparos, yo creo. Al fin y al cabo, sólo tenemos dos puntas de flecha.
Como respuesta, Bekter emitió un gruñido y alargó la mano hacia otro joven abedul, flexible y del grosor de su pulgar.
—Entonces, mantén éste bien quieto, hermano —dijo, alzando la pesada hoja—. Haré un arco lo bastante bueno como para brindarnos dos oportunidades de matar. Cuando eso falle, comeremos hierba.
Kachiun llegó hasta donde estaba Khasar, en una alta hendidura entre las colinas. La figura de su hermano mayor se mantenía inmóvil, hasta el punto que casi lo pasó por alto cuando escalaba las rocas, pero al mirar al arroyo, que se había desbordado formando una poza, lo descubrió en la orilla. Khasar se había hecho una simple caña con una larga rama de abedul. Kachiun silbó, anunciándole su presencia, y se aproximó con tanto sigilo como pudo, clavando la mirada en el agua clara.
—Los estoy viendo. Nada más grande que un dedo, por ahora —susurró Khasar—. No parecen gustarles los gusanos.
Ambos miraron fijamente el pedacito de carne que colgaba sobre el agua a una distancia de un brazo de la orilla. Kachiun frunció el ceño, pensativo.
—Vamos a necesitar más de uno o dos si queremos comer todos esta noche —dijo.
—Si tienes alguna idea, dila. No consigo que piquen —gruñó Khasar al oírle.
Kachiun se quedó callado un buen rato; ambos muchachos habrían disfrutado de aquel momento de paz si no hubiera sido por el dolor de barriga. Por fin, Kachiun se puso en pie y empezó a desatarse la tira de tela naranja de la cintura. Medía tres alds, tan larga como tres hombres tumbados uno detrás de otro. No habría pensado en usarlo si Temujin no hubiera añadido el suyo al montón de Hoelun. Khasar alzó la vista, esbozando una sonrisa.
—¿Te vas a dar un baño? —preguntó.
Kachiun negó con la cabeza.
—Una red sería mejor que un anzuelo. Así podríamos cogerlos todos. He pensado que tal vez podría construir una especie de presa en el arroyo con la tela.
Khasar sacó su empapado gusano fuera del agua y dejó en el suelo el preciado anzuelo.
—Puede que funcione. Remontaré el cauce del río y batiré el agua con un palo según vaya bajando. Si puedes contener el agua con la tela, quizá puedas sacar unos cuantos peces a la orilla.
Los dos chicos miraron de mala gana el agua helada. Kachiun suspiró y se enrolló la tela alrededor de los brazos.
—Muy bien, es mejor que esperar —dijo, estremeciéndose mientras se sumergía en la poza.
El frío les cortó la respiración y torcieron el gesto, pero ambos trabajaron con rapidez para atar la tira de tela a través del curso del arroyo. Una raíz de árbol sirvió de perfecto punto de anclaje a un lado y Kachiun levantó una roca sobre otra mientras doblaba la tela sobre sí misma. Había más que suficiente y olvidó el frío por un momento cuando vio que algunos pececillos tocaban la barrera naranja y daban media vuelta. Vio a Khasar cortar una tira de la tela y atar un cuchillo a un palo para construir una corta lanza.
—Reza al Padre Cielo para que piquen algunos grandes —dijo Khasar—. Tenemos que hacerlo bien.
Kachiun permaneció en el agua, esforzándose por no tiritar demasiado mientras su hermano se alejaba y desaparecía de su vista.
Temujin trató de coger el arco de manos de su hermano y Bekter le pegó en los nudillos con la empuñadura de su cuchillo.
—Lo tengo yo —dijo irritado.
Temujin observó cómo doblaba el abedul para enganchar el bucle de cuerda trenzada en el otro extremo. Hizo una mueca, anticipando el chasquido que supondría la ruina de su tercer intento. Desde el principio, le había molestado la actitud malhumorada de Bekter mientras construía el arma, como si la madera y la cuerda fueran enemigos a los que debía someter para que le obedecieran. Cada vez que Temujin había intentado ayudarle, lo había rechazado con rudeza, y sólo al fracasar de nuevo aceptó que su hermano sostuviera la madera mientras la doblaba. El segundo arco se había roto y las dos primeras cuerdas habían durado sólo lo suficiente para romperse al ser tensadas. El sol había avanzado sobre sus cabezas, y estaban perdiendo la paciencia a medida que acumulaban fracaso tras fracaso.
Trenzaron la nueva cuerda con tres delgadas tiras cortadas del cinturón de Temujin. El arco era grueso y voluminoso, y Bekter lo dobló y luego lo soltó para probarlo. Con gesto expectante, los muchachos aguardaron la reacción de la madera y comprobaron que ésta vibraba visiblemente y que no se rompía, ante lo que ambos soltaron un suspiro de alivio. Bekter tocó la tensa cuerda con el pulgar, y de ella brotó un sonido grave como de una guitarra.
—¿Has terminado las flechas? —le preguntó a Temujin.
—Sólo una —respondió, mostrándole la recta rama de abedul con una astilla de hueso firmemente sujeta a la madera.
Había tardado muchísimo en afilarla de modo que tuviera una forma que pudiera atarse, una delicada espiga que encajaba en la madera cortada. Durante parte del proceso había contenido el aliento, sabiendo que si la cabeza se rompía, no había reemplazo.
—Entonces, dámela —dijo Bekter, alargando la mano. Temujin negó con la cabeza.
—Constrúyete una para ti —contestó, alejándola de su alcance—. Ésta es mía.
Vio la rabia en los ojos de Bekter y pensó que su hermano iba a usar el nuevo arco para golpearle. Tal vez el tiempo que había invertido en él le impidiera hacerlo. Finalmente, Bekter asintió.
—Tendría que haber esperado algo así de ti.
Bekter colocó el arco fuera del alcance de Temujin de forma ostentosa mientras buscaba una piedra para afilar su propia punta de flecha. Temujin se quedó inmóvil, observándolo, irritado por tener que colaborar con un idiota semejante.
—Los olkhun’ut no hablan muy bien de ti, Bekter, ¿lo sabías? —le dijo.
Bekter resopló y escupió sobre la piedra, trabajando la astilla adelante y atrás.
—No me importa lo que piensen de mí, hermano —respondió con hosquedad—. Si me hubiera convertido en khan, los habría atacado al siguiente invierno. Les habría mostrado el precio de su orgullo.
—Asegúrate de decirle eso a tu madre cuando volvamos —dijo Temujin—. Estará encantada de oír lo que estabas planeando.
Bekter levantó la vista hacia Temujin, con una mirada asesina en sus pequeños ojos oscuros.
—No eres más que un niño —dijo, un momento después—. Nunca podrías haber gobernado a los Lobos.
Temujin notó que una oleada de ira le invadía, pero no mostró ninguna emoción.
—Ahora ya no lo podremos saber, ¿no?
Bekter le ignoró y siguió afilando el hueso hasta darle una forma puntiaguda.
—En vez de quedarte ahí sin más, ¿por qué no haces algo útil, como encontrar una madriguera de marmota?
Temujin no se molestó en responder. Le dio la espalda a su hermano y se marchó.
Esa noche su cena fue ridícula. Hoelun había logrado encender la llama, pero las hojas húmedas chisporroteaban y echaban humo. Otra noche con aquel frío podría haberlos matado, pero estaba aterrorizada pensando que pudieran ver la luz. La hendidura en las colinas debería esconder su posición, pero aun así les hizo apiñarse en torno a las llamas, para bloquear la luz con sus cuerpos. Todos se sentían débiles por el hambre. Temuge tenía un cerco verde alrededor de la boca porque había comido hierbas y las había vomitado.
El fruto de sus esfuerzos del día fueron dos peces, ambos capturados más por suerte que por habilidad en la trampa del río. Aquellos dos dedos negros diminutos y crujientes atrajeron los ojos de todos los muchachos.
Temujin y Bekter se mantenían en silencio. Seguían enfadados después de una tarde de frustración. Cuando Temujin encontró una madriguera de marmota, Bekter se negó a entregarle el arco. Se le lanzó encima, hecho una furia, y ambos rodaron juntos por el suelo mojado. Una de las flechas se rompió bajo su peso y el chasquido interrumpió la pelea. Bekter intentó coger la otra, pero Temujin fue más rápido. Ya había decidido tomar prestado el cuchillo de Kachiun para hacer su propio arco al día siguiente.
Hoelun se Sentía enferma y temblaba mientras colocaba las ramas en la hoguera y se preguntaba cuál de sus hijos se quedaría sin comer. Kachiun y Khasar se merecían al menos un poco de pescado, pero sabía que su propia fuerza era lo más importante que tenían. Si empezaba a desfallecer de hambre o moría, el resto de ellos perecería. Apretó los dientes con rabia al mirar a los dos mayores. Ambos exhibían magulladuras recientes y deseó coger un palo y pegarles por su estupidez. No entendían que nadie los rescataría, que no habría respiro para ellos. Sus vidas dependían de dos diminutos peces que estaban sobre las llamas, cantidad apenas suficiente para un bocado.
Hoelun pinchó la carne ennegrecida con un clavo, tratando de no rendirse a la desesperación. Un líquido claro goteó por uno de sus dedos al apretarla y Hoelun puso la boca en el ínfimo chorro, cerrando los ojos en algo parecido al éxtasis. Hizo caso omiso del dolor de su estómago y partió el pescado en dos trozos, dando uno a Kachiun y otro a Khasar.
Kachiun negó con la cabeza.
—Tú primero —dijo.
Khasar le oyó y se detuvo con el pescado a medio camino de su boca. Ya podía oler la carne asada y Hoelun vio que la saliva humedecía sus labios.
—Puedo aguantar un poco más que tú, Kachiun —aseguró—. Comeré mañana.
Eso fue suficiente para Khasar, que se metió el pedacito de pescado en la boca y chupó ruidosamente las espinas. Los ojos de Kachiun se oscurecieron por el dolor que le provocaba el hambre, pero volvió a mover la cabeza.
—Tú primero —repitió a su madre, ofreciéndole la cabeza del pescado.
Hoelun, a punto de llorar ante el gesto de su hijo, la cogió con delicadeza.
—¿Crees que puedo quitarte comida, Kachiun, querido hijo mío? —su voz se endureció—. Cómetelo o lo arrojaré otra vez al fuego.
Se estremeció sólo de pensarlo y el chico volvió a coger el pescado al instante. Todos oyeron cómo se rompían las espinas mientras lo masticaba hasta convertirlo en una pasta, saboreando cada mínimo trozo de alimento.
—Ahora tú —dijo Temujin a su madre. Alargó la mano hacia el segundo pescado con la intención de pasárselo. Bekter le retiró el brazo de un golpe y Temujin estuvo a punto de lanzarse otra vez sobre él en un súbito ataque de rabia—. No necesito comer esta noche —afirmó, controlando su ira—. Y Bekter tampoco. Comparte el último pescado con Temuge.
No podía soportar por más tiempo aquel círculo de ojos hambrientos en torno al fuego, y de pronto se levantó: prefería no verlo. Se balanceó ligeramente, sintiéndose desfallecer, pero entonces Bekter extendió la mano, cogió el pescado y lo partió en dos. Se metió el trozo más grande en la boca y le ofreció el resto a su madre, incapaz de mirarla a los ojos.
Hoelun escondió su irritación, asqueada por la mezquindad que el hambre había introducido en su familia. Perdonó a Bekter, pero el último pedazo de pescado fue para Temuge, que lo saboreó con fruición, mirando a su alrededor a ver si había más. Temujin escupió en el suelo, manchando a propósito el borde de la túnica de Bekter con la flema. Antes de que su hermano mayor tuviera tiempo de levantarse, Temujin se desvaneció en la oscuridad. Sin el sol, el aire húmedo se enfrió velozmente y se prepararon a resistir otra noche helada.