X

Temujin oyó el sonido de los cuernos de los Lobos cuando Basan y él entraron al galope en el campo de visión de los centinelas, con el sol poniente a sus espaldas. Una docena de jinetes cabalgaron hacia ellos en perfecta formación para interceptarlos: una vanguardia de curtidos guerreros listos para enfrentarse a una partida de asaltantes. No pudo evitar comparar aquella respuesta instantánea con el pánico de los olkhun’ut que había dejado atrás. No fue fácil reducir el galope de su caballo al paso, pero sólo un tonto se arriesgaría a ser asesinado antes de que le reconocieran.

Miró de reojo a Basan y percibió en él una nueva tensión que se superponía al agotamiento. Temujin le había presionado mucho para recorrer la distancia hasta su hogar en sólo dos días. Ambos habían pasado la noche en vela, tomando únicamente agua y sorbos de yogur amargo. El tiempo que habían pasado juntos cabalgando no les había permitido entablar amistad y, de hecho, a medida que se aproximaban a su territorio la distancia entre ellos no había hecho más que incrementarse. El guerrero se había mostrado reacio a hablar, lo que a Temujin le causaba más inquietud de lo que se atrevía a admitir. Se le ocurrió que tal vez los guerreros del arban fueran ahora sus enemigos, pero no tenía manera de saberlo, todo lo que podía hacer era sentarse con la espalda recta y la cabeza alta, como su padre hubiera querido, mientras seguían cabalgando hacia su destino.

Cuando los guerreros estuvieron al alcance de la voz, Basan alzó el brazo derecho para mostrar que no sostenía espada alguna. Temujin reconoció a Eeluk entre ellos y, al instante, se dio cuenta de que los demás seguían todas y cada una de sus indicaciones. Fue él quien dio la señal de alto, y algo en su confianza casi hizo que a Temujin le brotaran lágrimas de humillación. Había llegado a casa, pero todo había cambiado. Se negó a llorar delante de todos ellos, pero sus ojos brillaban.

Con gesto dominante, Eeluk agarró las riendas del caballo de Temujin. Los demás los rodearon y salieron al trote a la vez, y la montura de Temujin los imitó sin una orden por su parte. Era un detalle sin importancia, pero le daban ganas de arrancarle las riendas en un arrebato de ira infantil. No quería que lo guiaran de vuelta a la tribu de su padre como si fuera un niño pequeño, pero su mente estaba demasiado nublada para reaccionar.

—Tu padre sigue vivo —dijo Eeluk—. Su herida estaba envenenada y ha delirado durante muchos días.

—Entonces ¿ha despertado? —preguntó Temujin, casi sin atreverse a albergar esperanzas.

Eeluk se encogió de hombros.

—De vez en cuando grita y lucha contra enemigos que sólo él es capaz de ver. Es un hombre fuerte, pero no come y la piel se le ha pegado a los huesos como si no tuviera carne. Deberías prepararte. No creo que viva mucho.

Temujin dejó caer la cabeza sobre el pecho, vencido por la emoción. Eeluk retiró la vista para no avergonzarle en ese momento de debilidad. Sin previo aviso, Temujin alargó la mano y le quitó las riendas.

—¿Quién es el culpable? ¿Lo ha dicho?

—Todavía no, aunque tu madre se lo ha preguntado cada vez que se ha despertado. No la reconoce.

Eeluk suspiró para sí; Temujin vio su propia tensión reflejada en él. Los Lobos estarían aturdidos y aterrorizados con Yesugei delirando y próximo a la muerte. Querrían encontrar un líder fuerte.

—¿Y mi hermano Bekter? —quiso saber.

Eeluk frunció el ceño, adivinando tal vez el discurrir de los pensamientos del muchacho.

—Ha salido con los guerreros a rastrear las llanuras. —Entonces titubeó, como si estuviera decidiendo cuánto debería compartir con el chico—. No deberías tener esperanzas de encontrar a los enemigos de tu padre ahora. Los que sobrevivieron se habrán dispersado hace días. No nos esperarán para que los encontremos.

Su rostro era como una máscara sin expresión, pero Temujin percibió en él cierta ira escondida. Era obligado emprender aquella búsqueda, y su hermano era la elección más adecuada, pero a Eeluk no le hacía ninguna gracia que Bekter pudiera forjar nuevas lealtades lejos de su influencia. Temujin tenía la sensación de que podía leer la mente del vasallo de su padre, por mucho que éste intentara ocultar sus pensamientos. Tendría que ser un idiota para no pensar en la sucesión en aquellos momentos: los hijos de Yesugei eran demasiado jóvenes. Con el apoyo de Eeluk, cualquiera de los dos podría gobernar a los Lobos, pero existía otra alternativa, tan obvia como escalofriante. Temujin esbozó una sonrisa forzada cuando miró a aquel hombre, que suponía una amenaza mucho mayor que cualquiera de los olkhun’ut que había dejado atrás.

—Has amado a mi padre, incluso como yo mismo, Eeluk. ¿Qué querría él para los Lobos si muere? ¿Querría que «tú» los lideraras?

Eeluk se puso rígido, como si le hubieran golpeado, y miró con expresión asesina al chico que cabalgaba a su lado. Temujin no se encogió. Se sentía un poco mareado, pero en ese momento le daba igual si Eeluk lo mataba o no. No le importaba lo que le deparara el futuro: podía devolverle la mirada sin rastro de miedo.

—He sido leal toda mi vida —dijo Eeluk—, pero el tiempo de tu padre termina ya. En cuanto se corra la voz, nuestros enemigos estarán esperando el menor signo de debilidad para atacarnos. Los tártaros vendrán en invierno y robarán nuestros rebaños, puede que junto con los olkhun’ut o los keraítas, sólo para comprobar si somos capaces de seguir defendiéndonos.

Apretó las riendas con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y se volvió hacia Temujin, incapaz de seguir soportando sus ojos amarillo pálido sobre él.

—¿Sabes lo que él habría querido, Eeluk? ¿Sabes lo que debes hacer?

—No, no lo sé, chico. Sé lo que estás pensando, y ésta es mi respuesta: eres demasiado joven para liderar a las familias.

Temujin tragó con dificultad su amargura y su orgullo.

—Entonces, que sea Bekter. No traiciones a nuestro padre, Eeluk. Te trató como a un hermano toda su vida. Hónrale ayudando a su hijo.

Para asombro de Temujin, Eeluk espoleó su montura y se adelantó, alejándose del grupo con la cara roja de furia. Temujin no se atrevió a mirar a los hombres que le rodeaban. No quería ver sus expresiones, sabía que su mundo se había desmoronado. No vio las miradas inquisitivas que intercambiaron, ni tampoco su dolor.

El campamento de los Lobos estaba en calma y en silencio cuando Temujin desmontó junto a la ger de su padre. Respiró hondo, se sentía como si hubiera pasado años fuera. La última vez que había estado en ese mismo lugar, su padre se encontraba lleno de energías, era el auténtico valladar que sustentaba la vida de todos ellos. Se le hacía imposible pensar que aquel mundo había desaparecido y que ya no podrían recuperarlo.

Permaneció en el exterior, paralizado, contemplando las tiendas de las familias. Habría podido decir el nombre de todos los hombres, mujeres y niños con sólo echar un vistazo al dibujo de sus puertas. Eran su pueblo y siempre había sabido cuál era su lugar entre ellos. La incertidumbre suponía una nueva emoción para él, y le hacía sentir como si hubiera un enorme hueco en su pecho. Comprendió que tenía que reunir todo su valor para entrar en la ger. Se habría quedado allí más tiempo si no hubiera visto que, coincidiendo con la llegada del atardecer mientras los rayos de sol perdían su fulgor, la gente empezaba a reunirse. No se sentía capaz de soportar su piedad; con una mueca, se agachó para atravesar la baja puerta y la cerró dejando fuera los rostros que lo observaban.

El fieltro todavía no cubría el agujero para el humo que tenía sobre la cabeza, pero el calor en la ger resultaba sofocante, y lo inundaba un hedor que le dio ganas de vomitar. Vio la palidez de su madre cuando se volvió hacia él y sus defensas se derrumbaron: corrió hacia ella y se echó en sus brazos. Empezó a llorar incapaz de controlarse, y ella lo acunó en silencio mientras él observaba el cuerpo consumido de su padre.

Yesugei se sacudía como un caballo que espantara las moscas. Tenía el estómago envuelto en vendajes con costras, que se habían quedado tiesos y acartonados al secarse la sangre purulenta. Temujin vio un hilo de pus y sangre serpentear por su piel como un gusano antes de caer sobre las mantas. Su padre llevaba el pelo bien peinado y reluciente, pero se notaba que había perdido mucho, y en los mechones que llegaban hasta sus pómulos había más canas de las que recordaba. Temujin reparó en que las costillas se le marcaban con claridad. Tenía el rostro hundido y grisáceo: una máscara mortuoria del hombre que conocía.

—Deberías hablarle, Temujin —dijo su madre. Cuando levantó la cabeza para responder, advirtió que los ojos de su madre estaban tan enrojecidos como los suyos—. Ha estado pronunciado tu nombre, no sabía si llegarías a tiempo.

Asintió, limpiándose una estela de mocos plateados que se extendía de su nariz a su manga, mientras miraba al hombre que había pensado que viviría para siempre. Las fiebres habían consumido los músculos que recubrían sus huesos. Temujin apenas podía creer que fuera el mismo poderoso guerrero que, lleno de confianza, había entrado a lomos de su caballo en el campamento de los olkhun’ut. Lo miró fijamente durante un largo tiempo, incapaz de hablar. Casi ni se dio cuenta de que su madre humedecía un paño en un cubo de agua fría y se lo ponía en la mano. Guió sus dedos hacia la cara de su padre y, juntos, le mojaron los ojos y los labios. Temujin respiraba anhelosamente, luchando contra las náuseas que sentía. El hedor de la carne enferma era insoportable, pero su madre no mostraba desagrado alguno, y trató de ser fuerte por ella.

Yesugei se movió al notar su tacto y abrió los ojos. Los miró fijamente a ambos.

—Es Temujin, esposo, ha llegado a salvo a casa —explicó Hoelun con suavidad.

La mirada perdida no desapareció de sus ojos y Temujin sintió que se le saltaban las lágrimas de nuevo.

—No quiero que mueras —le pidió a su padre, empezando a sollozar con espasmos—. No sé qué hacer.

Bruscamente, el khan de los Lobos tomó aliento y sus costillas se elevaron como una jaula. Temujin se inclinó sobre él y le apretó la mano. Tenía la piel terriblemente caliente y seca, pero no la soltó. Vio que la boca de su padre se movía y agachó la cabeza para escuchar.

—Estoy en casa, padre —dijo.

La presión de los dedos creció hasta hacerle daño. Temujin acercó su otra mano para asir los dedos de su padre; por un momento, sus miradas se encontraron y pensó que le había reconocido.

—Los tártaros —susurró Yesugei.

Le pareció que su garganta se cerraba sobre las palabras y el aire contenido salió en un enorme suspiro que terminó en un ruido seco. Temujin aguardó la siguiente inspiración y, cuando no se produjo, se dio cuenta de que la mano que sostenía había perdido su fuerza. La sujetó aún con más energía, en un ataque de desesperación, ansioso por volver a percibir la respiración de su padre.

—No nos dejes aquí —suplicó, pero sabía que ya no le oía.

Su madre emitió un sonido ahogado detrás de él, pero no podía separarse del rostro hundido del hombre que adoraba. ¿Se lo había dicho? No recordaba haber pronunciado esas palabras, y de pronto tuvo miedo de que su padre se marchara a reunirse con los espíritus sin saber cuánto había significado para sus hijos.

—Todo lo que soy proviene de ti —susurró—. Soy tu hijo y nada más. ¿Puedes oírme?

Sintió la mano de su madre sobre la suya.

—Te estaba esperando, Temujin. Ahora se ha ido —le dijo. Se sentía incapaz de mirarla.

—¿Crees que sabía cuánto le quería? —preguntó.

Sonrió a través de las lágrimas y, por un instante, su rostro fue tan hermoso como tenía que haberlo sido en su juventud.

—Sí. Estaba muy orgulloso de ti; solía decir que le iba a estallar el corazón de tanto orgullo como albergaba en él. Siempre me miraba al verte cabalgar, pelear o discutir con tus hermanos. Y yo lo veía en su sonrisa. No quería mimarte, pero el Padre Cielo le dio los hijos que quería y tú eras su orgullo, su íntima alegría. Sí, lo sabía.

Aquello era más de lo que Temujin podía resistir y se echó a llorar sin tratar de ocultarlo.

—Tenemos que decirle a las familias que se ha ido —dijo Hoelun.

—¿Y ahora qué? —Preguntó Temujin, limpiándose las lágrimas—. Eeluk no va a apoyarme para convertirme en líder de los Lobos. ¿Será Bekter el nuevo khan?

La miró, buscando algo de consuelo, pero sólo vio el agotamiento y el dolor que habían vuelto a empañar sus ojos.

—No sé qué sucederá, Temujin. Si tu padre hubiera vivido unos años más, su respaldo no importaría, pero ¿ahora? Ningún momento es bueno para morir, pero éste…

Comenzó a llorar; Temujin apoyó la cabeza de su madre en su hombro. Nunca había imaginado que sería él quien la consolara, pero surgió de manera natural, y de algún modo aquello le dio fuerzas para afrontar lo que estuviera por venir, fuera lo que fuera. Sintió su juventud como una debilidad, pero al notar cerca de él el espíritu de su padre, supo que tenía que encontrar el coraje para enfrentarse a las familias. Su mirada recorrió la ger.

—¿Dónde está el águila que le traje?

Su madre sacudió la cabeza.

—No podía cuidarla. Eeluk se la llevó a otra familia.

Temujin luchó contra el creciente odio que sentía por el hombre en quien su padre había confiado en todo momento. Se separó de su madre, que se levantó y miró el cuerpo sin vida de Yesugei. Mientras Temujin observaba, Hoelun se inclinó sobre su marido y lo besó con suavidad en la boca abierta. Todo su cuerpo se estremeció. Con dedos temblorosos, le cerró los ojos y, a continuación, echó una manta sobre su herida. El aire estaba cargado de calor y de muerte, pero Temujin se percató de que el olor ya no le molestaba. Respiró hondo, llenándose los pulmones con la esencia de su padre mientras se ponía en pie. Se salpicó la cara con agua del cubo y luego se la secó con un retazo de tela limpia.

—Saldré a decírselo —pronunció.

Su madre asintió, con la mirada atrapada aún en un pasado distante, y él se dirigió a la pequeña puerta, se agachó y salió al aire cortante de la noche.

Las mujeres de las familias elevaron sus voces quejumbrosas al Padre Cielo para que supiera que un gran hombre de las estepas había fallecido. Los hijos de Yesugei se reunieron para presentar sus respetos a su padre por última vez. Cuando llegara el alba, lo envolverían en una tela blanca y lo trasladarían hasta una alta colina: allí entregarían su carne desnuda a los halcones y los buitres que tanto amaban los espíritus. Los brazos que les habían enseñado a tensar un arco, su enérgico rostro, todo lo que él era sería desgarrado en pedazos para volar en mil aves distintas bajo la mirada del Padre Cielo. Ya no estaría atado a la tierra como ellos lo estaban.

A medida que la noche iba cayendo, los guerreros se reunieron en grupos, yendo de tienda en tienda hasta que todas las familias hubieron hablado. Temujin no participó, aunque deseó que Bekter estuviera allí para ver la ceremonia bajo el cielo. Por poco que le gustara su hermano, sabía que le dolería haberse perdido las hazañas y leyendas que se contaron de la vida de Yesugei.

Nadie durmió. Cuando salió la luna, encendieron una enorme hoguera en el centro del campamento, y Chagatai, el viejo narrador de historias, aguardó mientras se congregaban, con un odre de airag negro listo para protegerse del frío. Sólo los exploradores y los vigías permanecieron en las colinas. Todos los demás hombres, además de las mujeres y niños, se reunieron a escuchar y a llorar abiertamente, honrando a Yesugei. Todos sabían que cada lágrima derramada sobre la tierra llegaría un día a formar parte de los ríos que saciaban la sed de los rebaños y las familias de todas las tribus. No había deshonor en llorar por un khan que los había mantenido a salvo durante los crudos inviernos y había convertido a los Lobos en una poderosa fuerza de las llanuras.

Al principio, Temujin estaba sentado a solas, aunque muchos se aproximaron a tocarle el hombro y pronunciar unas pocas palabras de respeto. La cara de Temuge estaba roja de tanto llorar, pero apareció con Kachiun y se sentó al lado de su hermano, compartiendo su dolor en silencio. También Khasar llegó para escuchar a Chagatai, lánguido y pálido, y abrazó a Temujin. La última en llegar fue Hoelun, con su hija Temulun dormida entre los pliegues de su vestido. Abrazó a sus chicos uno tras otro y luego se quedó mirando fijamente a las llamas, con expresión perdida.

Cuando toda la tribu estuvo allí, Chagatai carraspeó y escupió en el intenso fuego que ardía a su espalda.

—Conocí al Lobo cuando era un niño y sus hijos eran sólo sueños del Padre Cielo. No fue siempre el hombre que gobernó a las familias. Cuando era pequeño, entró a escondidas en la ger de mi padre y robó un panal de miel envuelto en un trapo. Después escarbó la tierra y ocultó allí la tela con su contenido, pero en aquellos días tenía un perro, un sabueso amarillo y negro, y el animal desenterró el fardo y se lo entregó justo cuando negaba saber siquiera dónde estaba la miel. ¡No pudo volver a sentarse durante días! —Chagatai se detuvo mientras los guerreros sonreían—. Cuando alcanzó la hombría, con sólo doce veranos, se puso al frente de las partidas de guerreros, atacando a los tártaros una y otra vez para hacerse con caballos y ovejas. Cuando Eeluk quiso tomar esposa, fue Yesugei quien robó los caballos para el padre de la novia, tres yeguas rojas y una docena de reses en una sola noche. La sangre de dos hombres relucía en su espada, pues, aun a tan temprana edad, pocos podían igualarle con el acero o el arco. Era el azote de esa tribu y, cuando se convirtió en khan, aprendieron a temer a Yesugei y a los hombres que cabalgaban con él.

Chagatai tomó un largo trago de airag y se lamió los labios.

—Cuando se celebraron los funerales de su padre, Yesugei reunió a todos los guerreros y se los llevó fuera durante numerosos días, obligándolos a subsistir con sólo unos puñados de comida y apenas suficiente agua para humedecerse la garganta. Todos los que participaron en aquel viaje regresaron con el pecho henchido de pasión y el corazón lleno de lealtad hacia él. Él los hizo sentir orgullosos de sí mismos, y el cordero y la leche fortalecieron y engordaron a los Lobos.

Temujin escuchó mientras el anciano contaba las victorias de su padre. La memoria de Chagatai seguía siendo lo bastante despierta para recordar lo que se había dicho y cuántos habían caído bajo la espada o el arco de su padre. Tal vez exagerara las cifras, no podía estar seguro. Los guerreros asentían y sonreían al escuchar los recuerdos y, mientras vaciaban los odres de airag, empezaron a emitir exclamaciones apreciativas mientras Chagatai describía las batallas ante ellos una vez más.

—Eso fue cuando el viejo Yeke perdió tres dedos de la mano derecha —continuó Chagatai—. Fue Yesugei quien los encontró en la nieve y se los devolvió. Al ver lo que traía, Yeke se lamentó y dijo que habría que dárselos a los perros, y entonces Yesugei le respondió que sería mejor atarlos a un palo, así podría seguir utilizándolos para rascarse.

Esa anécdota hizo reír a Khasar, que, como el resto de sus hermanos, estaba pendiente de cada palabra del viejo. Era la historia de su tribu, las vidas de los hombres y mujeres que los habían convertido en quienes eran.

La actitud de Chagatai cambió sutilmente tras beber de nuevo del odre.

—Ha dejado tras de sí a cinco hijos fuertes que seguirán sus pasos, y habría querido que Bekter o Temujin le sucedieran. He oído cuchichear a las familias. He oído las discusiones y las promesas, pero por sus venas corre sangre de khan y, si existe el honor entre los Lobos, no deberían avergonzar a su khan en su muerte. Ahora mismo nos está observando.

El campamento se quedó en silencio, pero Temujin escuchó el murmullo de aprobación de algunos de los guerreros. Sintió cientos de ojos posarse sobre él en la oscuridad alumbrada por las llamas. Comenzó a ponerse en pie, pero, en la distancia, todos oyeron el quejumbroso sonido de los cuernos de los vigías atravesar las colinas y los guerreros se despertaron súbitamente de su embriagado trance. Se levantaron al instante, poniéndose en estado de alerta.

Eeluk apareció bajo la luz, mirando malévolamente a Chagatai. Temujin vio lo frágil y cansado que el narrador de historias parecía ahora que el hechizo de su voz se había roto. Una brisa le revolvió los blancos cabellos, mientras se enfrentaba a Eeluk sin mostrar miedo alguno. Ante la atenta mirada de Temujin, Leluk hizo un brusco gesto de asentimiento con la cabeza, como si algo se hubiera decidido. Trajeron su caballo y montó con un ágil movimiento. Se adentró al galope en la oscuridad sin mirar atrás.

Los cuernos cesaron al poco, cuando averiguaron que el grupo que habían avistado era la partida de exploradores que regresaba. Bekter llegó a la cabeza de una decena de guerreros. Cabalgaron hasta la hoguera y desmontaron. Temujin vio que llevaban corazas y armas distintas a las que conocía. A la luz de la enorme fogata, vio que de la silla de Bekter colgadas por el pelo, había varias cabezas en proceso de descomposición. Temujin sintió un escalofrío que cruzaba su cuerpo de arriba abajo ante la visión de aquellas bocas abiertas, desencajadas como si aún estuvieran gritando. A pesar de que la carne estaba negra y cubierta de moscas, sabía que estaba viendo las caras de los asesinos de su padre.

Sólo su madre había escuchado a Yesugei susurrar el nombre de su enemigo en la tienda, y ni ella ni Temujin habían compartido la información con nadie más. En cierto modo, fue espeluznante oír cómo los guerreros que acababan de volver nombraban otra vez a los tártaros. Llevaban arcos y túnicas salpicados de sangre seca, y las familias los rodearon con horrorizada fascinación, alargando la mano para tocar aquellos rostros descompuestos.

Bekter avanzó con grandes zancadas hacia la luz de la hoguera como si el liderazgo de la tribu ya estuviera decidido. En la imaginación de Temujin, aquélla había sido una escena amarga pero, tras sus siniestros temores, sintió un placer salvaje. ¡Que fuera su hermano quien asumiera el mando de la tribu!

Al principio, la gente entabló ruidosas conversaciones y se oyeron exclamaciones de espanto ante la descripción de lo que habían encontrado: cinco cadáveres pudriéndose en el lugar donde habían tendido la emboscada al khan de los Lobos. En las miradas que se volvieron hacia los hijos de Yesugei relucía el asombro y, sin embargo, se callaron cuando apareció Eeluk, que descendió con un ligero salto de su silla y se dirigió a los hermanos. Con deliberada determinación, Temujin se puso junto a Bekter, y Khasar y Kachiun se acercaron también. Todos ellos se situaron frente a Eeluk y aguardaron a que éste hablara. Quizá fue ése su error, porque Eeluk era un guerrero fornido y, a su lado, todos parecían los muchachos que en realidad eran.

—Tu padre se ha ido, Bekter —anunció Eeluk—. No fue una muerte fácil, pero ya ha terminado.

Los ojos entornados de Bekter observaron al vasallo de su padre, consciente del desafío y el peligro al que se enfrentaba. Alzó la cabeza y habló, presintiendo que su posición nunca tendría tanta fuerza como en aquel momento.

—Me sentiré orgulloso de llevar a los Lobos a la guerra —dijo con claridad.

Algunos de los guerreros lo vitorearon, pero Eeluk negó despacio con la cabeza; su confianza en sí mismo intimidó a los pocos que le habían expresado su apoyo. De nuevo reinó el silencio y Temujin se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.

—Yo seré el khan —afirmó Eeluk—. Está decidido.

Bekter movió la mano hacia su espada y los ojos de Eeluk brillaron de satisfacción. Fue Temujin el primero que detuvo el brazo de su hermano, aunque Kachiun lo agarró casi con igual rapidez.

—Te matará —le dijo Temujin, cuando Bekter trató de librarse.

—O le mataré yo por ser la escoria traidora que es —espetó Bekter en respuesta.

Enzarzados en su propia lucha, ninguno de ellos tuvo tiempo de reaccionar cuando Eeluk sacó la espada y, empleando la empuñadura como un martillo, derribó a Bekter con un violento golpe. Temujin y él cayeron hechos un ovillo, mientras Kachiun se lanzaba desarmado hacia el siervo de su padre, intentando evitar que utilizara la espada para matar a sus hermanos. Detrás de ellos, Hoelun gritó aterrorizada, y ese sonido pareció atravesar a Eeluk cuando avanzó y se sacudió a Kachiun de encima con un solo movimiento del brazo. Los fulminó a todos ellos con la mirada y luego enfundó la espada.

—En honor a vuestro padre, no derramaré sangre esta noche —dijo, aunque su rostro estaba cargado de ira. Levantó la cabeza para que todos pudieran oír con claridad su voz—. ¡Los Lobos cabalgarán! No me quedaré donde la sangre de mi khan mancha la tierra. Reunid los rebaños y los caballos. Cuando el sol señale el mediodía, viajaremos hacia el sur.

Avanzó un paso hacia Hoelun y sus hijos.

—Pero no con vosotros —dijo—. No quiero tener que vigilar mi espalda para guardarme de vuestros cuchillos. Os quedaréis aquí y llevaréis el cadáver de vuestro padre a las colinas.

Hoelun se balanceó ligeramente en la brisa, con la cara blanca y fatigada.

—¿Nos dejarás aquí, para que muramos?

Eeluk se encogió de hombros.

—Vivos o muertos, no perteneceréis a los Lobos. Está decidido.

En aquel momento, Chagatai se aproximó a Eeluk por detrás; Temujin vio que el viejo le cogía del brazo. Eeluk alzó la espada en un acto reflejo, pero Chagatai hizo caso omiso de la hoja desnuda que tenía a unas pulgadas de su cara.

—¡Eso es una crueldad! —exclamó Chagatai, enfadado—. Estás deshonrando la memoria de un gran hombre, dejándolo sin nadie que dé muerte a sus asesinos. ¿Cómo podrá descansar su espíritu? No puedes dejar a sus hijos solos en las estepas. Eso es tan horrible como matarlos tú mismo.

—Lárgate, viejo. Un khan debe tomar decisiones difíciles. No derramaré la sangre de niños o mujeres: si mueren de hambre, mis manos estarán limpias.

Una furia silenciosa oscureció el rostro de Chagatai, que comenzó a aporrear la coraza de Eeluk con sus manos desnudas. Cuando quiso arañarle el cuello, la reacción de Eeluk fue inmediata. El guerrero clavó su hoja en el pecho del anciano y luego lo empujó para sacarla, arrojando a su agresor al suelo. Un borbotón de sangre manó de la boca de Chagatai. Hoelun cayó de rodillas, llorando y meciéndose adelante y atrás, mientras sus hijos se quedaban estupefactos. Se oyeron gritos de horror ante aquel asesinato. Varios guerreros se interpusieron entre Eeluk y la familia de Yesugei, con las manos listas para blandir sus espadas. Eeluk se sacudió y escupió sobre Chagatai mientras la sangre de éste empapaba el suelo reseco.

—No deberías haberte entrometido, viejo estúpido —farfulló, enfundando la espada, y se alejó enderezando la espalda.

Los guerreros ayudaron a Hoelun a levantarse y unas mujeres la acompañaron de vuelta a la ger. Evitaron mirar a los niños, que lloraban, y a Temujin, atónito y desolado ante todo lo que había sucedido esa noche. Las familias los habían abandonado. Estaban solos.

Cuando las desmantelaron, las gers de los Lobos dejaron negros círculos en el duro suelo, junto a restos de huesos viejos y trozos de cuero y cerámica rota. Los hijos de Yesugei observaron todo el proceso como extraños, inmóviles junto a su madre y su hermana. Eeluk se había mostrado implacable y Hoelun había necesitado la ayuda de todos los demás para sujetar a Bekter cuando los siervos ordenaron que su tienda y todo cuanto ésta contenía se recogiera como las demás. Algunas mujeres habían gritado para denunciar esa crueldad, pero muchos más habían guardado silencio; Eeluk había hecho caso omiso de unos y otros. La palabra del khan era ley.

Temujin negó con la cabeza, incrédulo, mientras cargaban los carros y con palos y golpes ponían en marcha a los rebaños. Había visto que Eeluk llevaba la espada de Yesugei cuando atravesó el campamento. Bekter había apretado las mandíbulas cuando reconoció el arma, mostrando abiertamente su furia. Eeluk sonrió para sí al pasar por su lado, deleitándose en sus impotentes miradas de odio. Temujin se preguntó cómo había podido mantener esa ambición escondida durante tantos años en su interior. La había percibido cuando Yesugei le dio el águila roja, pero ni aun entonces habría creído posible que Eeluk los fuera a traicionar de aquel modo. Negó con la cabeza al oír los gritos de los aguiluchos cuando les ataron con fuerza las alas para el viaje. No podía asimilarlo. La imagen del cuerpo despatarrado de Chagatai aparecía frente a sus ojos una y otra vez, recordándole la noche anterior. Iban a dejar al anciano en el mismo sitio donde había caído, un crimen que a todos ellos les pareció tan terrible como todo lo demás.

Los rostros de sus hijos estaban pálidos de desesperación, y la propia Hoelun irradiaba una ira fría que fulminaba a cualquiera que fuera tan imprudente como para mirarla a los ojos. Ni siquiera Eeluk se atrevió a hacerlo cuando se presentó ante ellos para ordenar que desmontaran la tienda del khan; mientras duró el proceso había preferido fijar la mirada en un punto lejano. Desataron y enrollaron las amplias capas de pesado fieltro y, tras cortar los nudos de los nervios con rápidos tajos, desarmaron el entramado de madera. Cogieron todo lo que había dentro, desde los arcos de Yesugei a los deel de invierno con sus bordes de piel. Bekter maldijo y gritó cuando vio que los dejaban sin nada, pero Hoelun simplemente negó con la cabeza ante la despreocupada crueldad de Eeluk. Las túnicas eran muy hermosas, demasiado valiosas para desperdiciarlas con unos seres que iban a morir. El invierno, con la llegada de las primeras nieves, les arrebataría la vida con tanta precisión como una flecha. Sin embargo, Hoelun se enfrentó a las familias con dignidad, con expresión orgullosa y sin lágrimas.

No tardaron mucho. Todo había sido concebido para ser transportado con facilidad. Cuando el sol estuvo sobre sus cabezas, los círculos negros estaban ya vacíos y los carromatos cargados; los hombres tiraron de las cuerdas para que todo quedara bien amarrado.

Cuando el viento empezó a soplar con más fuerza, Hoelun se estremeció. Ahora que se habían llevado las gers, ya no tenían ningún tipo de refugio y se sintió desprotegida y entumecida. Sabía que Yesugei habría cogido la espada de su padre y habría arrancado una decena de cabezas si hubiera estado allí para verlo. Su cuerpo yacía sobre la hierba, envuelto en una tela. Por la noche, algún miembro de las familias había ceñido el marchito cadáver de Chagatai con un viejo trozo de lino para ocultar su herida. Yacían uno junto al otro; Hoelun era incapaz de soportar mirar a ninguno de los dos.

Cuando Eeluk hizo sonar su cuerno, los pastores empezaron a gritar, utilizando palos más largos que un hombre para poner a los animales en movimiento. El ruido se incrementó con el balido de las ovejas y las cabras, que comenzaron a correr para evitar los golpes, y la tribu inició su marcha. Hoelun y sus hijos los observaron partir: les parecieron un bosque de abedules. Temuge sollozaba bajito para sí y Kachiun le cogió la mano, por si acaso el pequeño intentaba salir corriendo detrás de la tribu.

La distancia pronto se tragó los gritos de los pastores y el ruido de su cargamento. Hoelun se quedó mirándolos hasta que estuvieron lejos, respirando al fin, aliviada en parte. Sabía que Eeluk era capaz de enviar a uno de sus hombres de vuelta para dar un final sangriento a la familia abandonada. Tan pronto como la distancia fue demasiada para que pudieran verlos, se volvió hacia sus hijos y los reunió a su alrededor.

—Necesitamos refugio y comida, pero sobre todo tenemos que marcharnos de este lugar. Pronto vendrán carroñeros a rebuscar entre las cenizas de las hogueras, y no todos caminarán sobre cuatro patas. ¡Bekter! —Su tono brusco despertó a su hijo, que miraba fijamente las distantes figuras en una especie de trance—. Necesito que cuides de tus hermanos.

—¿Qué sentido tiene hacerlo? —Respondió, volviéndose a observar la llanura—. Estamos todos muertos.

Hoelun le dio un fuerte bofetón y Bekter se tambaleó con los ojos centelleantes. La herida que le había hecho Eeluk la noche anterior empezó a sangrar de nuevo.

—Refugio y comida, Bekter. Los hijos de Yesugei no avanzarán resignados hacia su propia muerte como quiere Eeluk. Ni su mujer tampoco. Necesito tu fuerza, Bekter, ¿lo entiendes?

—¿Qué haremos con… él? —preguntó Temujin, mirando el cadáver de su padre.

Hoelun dudó un instante, mientras siguió su mirada. Apretó los puños y tembló de ira.

—¿Era demasiado que nos dejaran un simple caballo? —musitó. Se imaginó a los hombres sin tribu tirando de la sábana que cubría el cuerpo desnudo de Yesugei entre carcajadas, pero no había elección—. Es sólo carne, Temujin. El espíritu de tu padre la ha abandonado. Hagamos que nos vea sobrevivir y se sentirá satisfecho.

—¿Se lo dejamos a los perros salvajes, entonces? —se horrorizó Temujin.

Fue Bekter quien asintió.

—Es lo que debemos hacer. Da igual perros o aves. ¿Cuánta distancia puedes recorrer con él a rastras, Temujin? Ya es mediodía y necesitamos llegar a una arboleda.

—La colina roja —intervino Kachiun de repente—. Allí podemos refugiarnos.

Hoelun negó con la cabeza.

—Está demasiado lejos para llegar antes de que caiga la noche. Hacia el este hay una hendidura que nos servirá hasta mañana. Allí hay bosques. En las llanuras moriríamos, pero en los bosques… escupiré en la cara de Eeluk dentro de diez años.

—Tengo hambre —gimoteó Temuge.

Hoelun miró a su hijo menor, y sus ojos se llenaron de lágrimas brillantes. Rebuscó entre los pliegues de su túnica y sacó una bolsa de tela con aruul dulce, su comida favorita. Cada uno de ellos cogió un trozo o dos, con tanta solemnidad como si estuvieran prestando juramento.

—Sobreviviremos a esto, hijos míos. Sobreviviremos hasta que seáis hombres y, cuando Eeluk sea viejo, cada vez que oiga cascos en la oscuridad se preguntará si sois vosotros que os acercáis.

Todos se quedaron mirando su rostro con asombro y lo que encontraron fue una feroz determinación, la suficiente energía para hacerles desterrar parte de su desesperación, y sintieron que recobraban las fuerzas.

—Ahora, ¡caminad! —les gritó—. ¡Primero un refugio, luego comida!