IX

Bajo la blanca luz de las estrellas, Temujin escudriñó la lejanía a través de la alta hierba. Había sido fácil escabullirse de la tienda de Sholoi y la orina todavía humeaba a sus espaldas. La mujer y la hija de Sholoi dormían profundamente y el viejo había salido a trompicones para aliviar su vejiga hacía sólo un momento. Temujin sabía que disponía de poco tiempo antes de que notaran su ausencia, pero no se había atrevido a acercarse a los corrales de los caballos. Los olkhun’ut vigilaban a sus monturas y, aunque no lo hubieran hecho, habría sido casi imposible encontrar a su caballo en la oscuridad, entre todos los demás. No importaba. Su presa iba a pie.

Las llanuras relucían plateadas mientras Temujin avanzaba con cautela a través de la hierba, con cuidado de no golpear una piedra y alertar al chico al que seguía. No sabía a dónde se dirigía Koke. Tampoco le importaba. Cuando vio aquella figura moviéndose entre las gers, la había observado con detenimiento, poniéndose en pie y quedándose completamente inmóvil. Tras siete días entre los olkhun’ut, conocía bien los andares de Koke. Al reconocerlo, se había deslizado con sigilo en pos de su primo y había agudizado sus sentidos, dispuesto para la caza. No había planeado vengarse de él esa noche, pero sabía que no debía desperdiciar esa ocasión perfecta. El mundo estaba dormido, y en la pálida penumbra sólo dos figuras se movían por entre el mar de hierba.

Temujin examinó al chico con intensa concentración. Caminaba a grandes zancadas, con pasos ligeros, listo para agazaparse si Koke percibía su presencia. A la luz de la luna, se imaginó durante un rato que estaba siguiendo a un fantasma que había sido atraído por los espíritus oscuros con el fin de robarle la vida. Su padre le había contado historias de hombres que habían sido encontrados muertos, congelados, tras haber permanecido con los ojos fijos en algún horror lejano, mientras el invierno penetraba en sus pechos y detenía su corazón. Temujin se estremeció al recordarlo. La noche era fría, pero su ira le calentaba. La había alimentado y atesorado a lo largo de los difíciles días en la tribu, mientras le insultaban y le pegaban. Ardía en deseos de agarrar un cuchillo y clavárselo, pero pensó que era lo bastante fuerte para vencer a Koke con las manos desnudas. Aunque su corazón latía con fuerza, sentía a la vez euforia y temor. Eso es estar vivo, se dijo a sí mismo mientras continuaba avanzando. Sentía el poder de ser el cazador.

Koke no caminaba sin rumbo. Temujin vio que se dirigía a una compacta sombra al pie de una colina. Los vigías apostados por los olkhun’ut estarían observando el exterior del campamento para avistar posibles enemigos y no verían a ninguno de los chicos en esa oscuridad más honda de la sombra, aunque a Temujin le preocupaba poder perder a su presa. Cuando Koke atravesó la línea negra y pareció desvanecerse, inició el trote. Su respiración se aceleró, pero se movió con cuidado como le habían enseñado, sin permitirse hacer ningún ruido aparte de los pasos de sus blandas botas. Justo antes de cruzar la frontera de la sombra, vio un montón de piedras sueltas junto al sendero, un mojón para los espíritus. Sin pensárselo dos veces, se detuvo y cogió una del tamaño de su puño, sopesándola con un placer siniestro.

Parpadeó al pasar a la oscuridad completa, entornando los ojos para buscar algún signo de Koke. Todo se arruinaría si chocaba contra él o, peor, contra un grupo de chicos olkhun’ut que se hubieran escabullido con un odre de airag negro robado. Aún más perturbador resultaba pensar que Koke lo estuviera guiando de forma deliberada hacia otra paliza. Temujin sacudió la cabeza para librarse de ese pensamiento. Había tomado una decisión y ahora no se desviaría de su camino.

Oyó hablar en voz baja delante de él y se paró en seco, esforzándose para ver de dónde procedía el sonido. Con la montaña tapando la luna, apenas veía nada, y el sudor perló su piel mientras se acercaba con pasos cautelosos. Oyó la risa baja de Koke y luego otra voz, que respondía con un tono más ligero. Temujin sonrió para sus adentros. Koke había encontrado a una chica que estaba dispuesta a arriesgarse a despertar la ira de sus padres. Tal vez ya estuvieran revolcándose y pudiera pillarlos desprevenidos. Controló el deseo de dar un par de zancadas y atacar y decidió esperar a que Koke tomara el camino de vuelta al campamento. Sabía que las batallas podían ganarse con sigilo además de con velocidad y fuerza. No podía distinguir con exactitud dónde se encontraba la pareja, pero estaban los bastante cerca como para oír a Koke, que empezaba a jadear rítmicamente. El sonido le hizo sonreír, y se recostó en una roca, esperando paciente a que llegara el momento de atacar.

No tardó demasiado. La sombra de la luna se había desplazado el ancho de una mano, alargando la oscura mancha al pie de la colina, cuando oyó voces una vez más y, a continuación, la risa sofocada de una chica. Se preguntó cuál de las jóvenes habría salido a la oscuridad, y se encontró rememorando las caras que había llegado a conocer durante la preparación del fieltro. Una o dos de ellas tenían cuerpos ágiles y tostados por el sol. Había notado cierta inquietud cuando lo miraban, pero supuso que era únicamente lo que todos los hombres sentían ante una mujer bonita. Era una pena que no pudiera sentir eso por Borte, a la que sólo parecía provocar irritación. Si hubiera sido esbelta y grácil, podría haber sentido algún tipo de alegría por la elección de su padre.

Temujin oyó pasos y contuvo el aliento. Alguien avanzaba por el sendero, se apretó contra la roca para que no notaran que estaba allí. Se dio cuenta demasiado tarde de que debería haberse escondido entre la hierba. Si pasaban juntos, tendría que atacarlos a los dos o dejarlos ir. Sus pulmones parecían a punto de reventar y sintió su pulso resonar como un gigantesco tambor en sus oídos. Tuvo la sensación de que su aliento se expandía dentro de él mientras su cuerpo pedía aire a gritos y las figuras invisibles se aproximaban.

Observó en una postura insoportablemente incómoda cómo la primera pasaba a sólo un par de pasos de él. Estaba casi seguro de que no era Koke. Sus pasos eran demasiado ligeros y la sombra no era lo bastante grande para ser su enemigo. El corazón le latía con violencia mientras esperaba a que pasara la chica, tras lo cual dejó salir el aliento despacio. Por un momento, se sintió mareado por el esfuerzo. Después se volvió hacia donde sabía que aparecería Koke y salió al camino para esperarle.

Oyó más pasos, y dejó que el muchacho se aproximara, antes de hablar, disfrutando del impacto que su voz iba a causar.

—¡Koke! —susurró Temujin.

La sombra saltó atemorizada.

—¿Quién es? —musitó Koke entre dientes, con la voz alterada por el miedo y la culpa.

Temujin no le dejó recuperarse y le lanzó la piedra que tenía en el puño. En la oscuridad, el golpe fue poco preciso, pero hizo tambalearse a su primo. Temujin sintió un impacto en el estómago, tal vez un codo, y entonces empezó a dar puñetazos con furia salvaje, su ira por fin desatada. No podía ver a su enemigo, pero esa ceguera le daba poder y sus puños y pies golpearon una y otra vez sin parar hasta que Koke cayó y Temujin se arrodilló sobre su pecho.

En la silenciosa lucha, había perdido la piedra. La buscó a tientas mientras mantenía sujeta a la oscura figura. Koke trató de pedir ayuda, pero Temujin le golpeó dos veces en la cara antes de reanudar su búsqueda de la piedra. Sus dedos la encontraron y la asieron, y sintió cómo crecía su ira cuando la alzó en el aire, lista para aplastar el rostro de su torturador y quitarle la vida.

—¡Temujin! —exclamó una voz que salía de la oscuridad.

Ambos muchachos se quedaron inmóviles, aunque Koke gimió al oír ese nombre. Temujin reaccionó de forma instintiva, alejándose rodando de su enemigo y abalanzándose sobre la nueva amenaza. Chocó contra un cuerpo pequeño, que lanzó un grito conocido cuando lo tumbó. A sus espaldas, oyó cómo Koke se levantaba y salía corriendo, haciendo saltar ruidosamente las piedras sueltas del camino.

Temujin sujetó los brazos de la nueva figura, percibiendo su nervuda delgadez. Maldijo entre dientes.

—¿Borte? —Susurró, aunque conocía la respuesta—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Te he seguido —respondió ella.

Creyó poder ver el brillo de sus ojos, que reflejaban algún leve rayo que la montaña no podía extinguir. Estaba jadeando por el miedo o por el esfuerzo y Temujin se preguntó cómo habría sido capaz de seguirle el rastro sin que él la viera.

—Has hecho que se escapara —dijo Temujin.

Por un instante, siguió aplastándola contra el suelo, furioso por lo que le había quitado. Cuando Koke le contara al resto de los olkhun’ut lo que había ocurrido, le darían una paliza o incluso le enviarían a casa con deshonor. Su futuro había cambiado debido a una sola palabra. Con una maldición, la soltó y oyó cómo se incorporaba y se frotaba los brazos. Notaba la mirada acusadora de Borte sobre él y, como respuesta, arrojó la piedra tan lejos como pudo, escuchando cómo caía en algún punto lejano.

—¿Por qué me has seguido? —preguntó, ahora en un tono más normal.

Quería oírla hablar de nuevo. En la oscuridad se había dado cuenta de que su voz era cálida y grave, más dulce sin su figura esquelética y su mirada hostil a la vista.

—Pensé que te estabas escapando.

Se puso en pie y él la imitó, no queriendo que se perdiera esa proximidad, aunque no habría sabido explicar por qué.

—Habría jurado que te alegraría verme escapar —adujo él.

—No… No lo sé. No me has dicho una sola palabra amable desde que te instalaste con las familias. ¿Por qué iba a querer que te quedaras?

Temujin pestañeó. En unos pocos segundos se habían dicho más que en todos los días anteriores. No quería que aquello terminara.

—¿Por qué me has detenido? Koke irá corriendo a ver a Enq y a tu padre. Cuando descubran que me he ido, se pondrán a buscarnos. Nos va a caer una buena.

—Koke es un estúpido. Pero matarlo habría sido una maldad.

En la oscuridad, Temujin alargó la mano a ciegas y tocó su brazo. El roce los confortó a ambos y ella volvió a hablar para ocultar su confusión.

—Tu hermano le dio una paliza que casi lo mata, Temujin. Lo sujetó y le dio patadas hasta que lloró como un niño. Te tiene miedo, por eso te odia. Estaría mal hacerle daño otra vez. Sería como pegarle a un perro que ha perdido la vejiga. Su espíritu ya ha sido destruido.

Temujin tomó aliento lentamente y dejó que el aire escapara temblando de sus labios.

—No lo sabía —dijo, pero muchas cosas habían cobrado sentido con las palabras de Borte, como huesos encajando en su memoria.

Koke se había portado mal con él, pero cuando pensó en ello, recordó que siempre tenía una mirada en los ojos que estaba muy próxima al miedo. Por un momento, no le importó y deseó haber dejado caer la piedra contra él, pero entonces Borte acercó su mano y la colocó en su mejilla.

—Eres… extraño, Temujin —dijo. Antes de que él pudiera responder, ella se alejó y se internó en la noche.

—¡Espera! —la llamó—. Podríamos regresar juntos.

—Nos van a pegar a los dos —aseguró—. Quizá me escape para que no me peguen. Quizá no vuelva jamás.

Se dio cuenta de que no podía soportar la idea de que Sholoi le pegara y se preguntó qué diría su padre si se la llevaba antes de tiempo a las gers de los Lobos.

—Entonces, ven conmigo. Cogeremos mi caballo y cabalgaremos hasta mi casa. —Se quedó callado esperando su respuesta, pero no la hubo—. ¿Borte?

Echó a correr, de nuevo bajo la luz de las estrellas, mientras sentía cómo le palpitaba el corazón a toda prisa. Se había alejado ya un buen trozo cuando vio la figura de Borte, que corría como una flecha, aceleró el paso, hasta casi volar por encima de la hierba. Le vino de pronto el recuerdo de cuando lo obligaron a correr arriba y abajo por las colinas con la boca llena de agua, que debía escupir cuando llegara a la meta, para demostrar que en todo momento había estado respirando por la nariz. Corría con facilidad, sin esfuerzo, mientras su mente pensaba ya en el día que le quedaba por delante. No sabía qué iba a hacer, pero aquella noche había hallado algo valioso. Pasara lo que pasara, no iba a permitir que le hicieran daño de nuevo. Mientras corría, oyó a los vigías que hacían sonar sus cuernos en las colinas circundantes, dando la voz de alarma a los guerreros para que salieran de sus tiendas.

El campamento se encontraba en estado de caos cuando Temujin llegó hasta allí. Estaba amaneciendo, pero habían encendido varias antorchas que desprendían una grasienta luz amarilla que revelaba figuras a la carrera. Mientras se acercaba, por dos veces le dieron el alto parejas de hombres nerviosos, armados con sus arcos. Los guerreros, en sus monturas, levantaban polvo y sembraban el caos. A Temujin le sorprendió lo desorganizados que parecían, como si nadie supiera a quién debía obedecer. Si se hubiera tratado de los Lobos, Yesugei habría tomado de inmediato las riendas y hubiera enviado a los guerreros a proteger a los rebaños de los asaltantes. Por primera vez, Temujin vio lo que su padre había entendido desde el principio: los olkhun’ut eran numerosos y eran unos arqueros y cazadores excelentes, pero no estaban organizados para la guerra.

Vio a Enq, que apareció renqueando entre las gers, y lo cogió del brazo. Rugiendo furioso, su tío se soltó, y luego, sobresaltado, alargó a su vez la mano para agarrar a Temujin.

—¡Está aquí! —gritó Enq.

El instinto de Temujin le hizo liberarse, y le dio un empujón a su tío por la espalda. Vislumbró a varios guerreros que se dirigían hacia él, antes de poder echar a correr, sus poderosas manos le habían sujetado y prácticamente lo estaban transportando sin tocar el suelo por el campamento. Dejó de debatirse, como si se hubiera desmayado, con la esperanza de que le agarraran con menos fuerza durante un instante y poder liberarse, aunque pronto comprobó que era en vano. No entendía lo que estaba sucediendo, ni tampoco le resultaban familiares los hombres que lo sujetaban. Si pudiera hacerse con un caballo, tendría una oportunidad de escapar de cualquiera que fuese el castigo que le esperaba. Atravesaron un espacio alumbrado por la luz de las antorchas y Temujin tragó saliva al ver que sus captores eran vasallos del khan, sombríos y oscuros bajo sus corazas de cuero.

Su amo, Sansar, era un hombre al que sólo había visto desde lejos mientras estaba con las familias. Sin poder evitarlo, se debatió, y uno de ellos le dio un golpe en la cabeza que le nubló la vista. Lo arrojaron sin ceremonias a la puerta de la tienda del khan. Antes de permitirle entrar, otro lo cacheó con ruda eficiencia y luego lo lanzó a través de la abertura al interior, donde aterrizó boca abajo sobre un suelo de pulida madera amarilla, que relucía dorada bajo la luz de las antorchas.

En el exterior proseguían los relinchos de los caballos y los gritos de los guerreros, pero la escena que se encontró Temujin al ponerse de rodillas era de silenciosa tensión. Además del propio khan, había tres de sus guerreros, que hacían guardia con las espadas desenfundadas. Temujin miró los rostros de los extraños que lo rodeaban: en ellos vio furia y, para su sorpresa, también miedo. Se habría mantenido callado, pero su mirada recayó en alguien que conocía, y dejó escapar una exclamación asombrada.

—¡Basan! ¿Qué ha pasado? —inquirió, poniéndose en pie del todo. La presencia del vasallo de su padre le hizo sentir un miedo que le atenazaba el estómago.

Nadie contestó, y Basan retiró la vista, avergonzado. Temujin se acordó de su situación y se sonrojó. Inclinó la cabeza ante el khan de los olkhun’ut.

—Mi señor khan —saludó, con formalidad.

Sansar era de complexión menuda comparado con las moles de Eeluk o Yesugei. Estaba de pie, con los brazos a la espalda y una espada en la cintura. Su expresión era serena, y Temujin sufrió bajo su escrutinio: Por fin, Sansar habló con voz fuerte y seca.

—Tu padre se sentiría avergonzado si te viera con la boca abierta —lo regañó—. Contrólate, niño.

Temujin hizo lo que le decía, controló su respiración y enderezó la espalda. Contó hasta diez en su mente y luego volvió a levantar la cabeza.

—Estoy preparado, mi señor.

Sansar asintió, mientras su mirada lo evaluaba.

—Tu padre ha sido herido de gravedad, chico. Es posible que muera.

Temujin palideció levemente, pero su rostro permaneció impasible. Percibió cierta maldad en el khan de los olkhun’ut y súbitamente decidió que no mostraría la menor debilidad ante él. Sansar guardó silencio, puede que esperando alguna reacción. Al no haberla, volvió a hablar.

—Los olkhun’ut comparten tu dolor. Daré una batida en las llanuras para encontrar a los nómadas que se han atrevido a atacar a un khan. Su sufrimiento será inmenso.

El brío de su tono puso de manifiesto la falsedad de sus palabras. Temujin se permitió un breve gesto de asentimiento, aunque la cabeza le daba vueltas y quería chillar a esa vieja serpiente que ni siquiera lograba ocultar el placer que le producía su dolor.

Parecía que a Sansar el silencio de Temujin le resultaba irritante. Lanzó una mirada hostil a Basan, que estaba sentado a su derecha, inmóvil como una estatua.

—Parece que no vas a completar tu año con nuestro pueblo, niño. Estamos en una época peligrosa, en la que se pronuncian amenazas que deberían callarse. Aun así, es justo que regreses para llorar a tu padre.

Temujin apretó la mandíbula. No podía permanecer callado más tiempo.

—Entonces ¿se está muriendo? —preguntó.

Sansar tomó aliento con un ruido siseante, pero Temujin hizo caso omiso de él, girándose a mirar al guerrero de su padre.

—¡Respóndeme cuando te pregunto, Basan! —exclamó.

El vasallo lo miró y alzó ligeramente la cabeza, en señal de evidente tensión. Temujin estaba poniendo en peligro la vida de ambos al faltar el respeto debido en la ger de otro khan, aunque fuera tras recibir una noticia como aquélla. En los ojos de Basan se leía que conocía el riesgo que corría. Pero él también era un Lobo.

—Las heridas eran muy graves —respondió Basan, con voz firme—. Gracias a su inmensa fortaleza, consiguió regresar hasta las familias con vida, pero… han pasado tres días. No lo sé.

—Casi ha amanecido —contestó Temujin. Fijó la mirada en el khan de los olkhun’ut y volvió a inclinar la cabeza—. Como has dicho, mi señor, debo regresar a gobernar a mi pueblo.

Sansar se quedó inmóvil al oír estas palabras y sus ojos relampaguearon.

—Vete con mi bendición, Temujin. Aquí dejas a tus aliados.

—Comprendo —repuso Temujin—. Rindo honor a los olkhun’ut. Con tu permiso, me retiraré para ocuparme de mi caballo. Me aguarda un largo camino.

El khan se acercó y dio a Temujin un abrazo formal, que sobresaltó al muchacho.

—Que los espíritus guíen tus pasos —añadió.

Temujin hizo una última reverencia y salió a la oscuridad, seguido por Basan.

Cuando se hubieron marchado, el khan de los olkhun’ut se volvió hacia sus vasallos de más confianza, haciendo crujir los nudillos de una mano con la otra.

—¡Tendría que haber sido limpio! —espetó—. En vez de eso, las tabas están volando y no sabemos dónde caerán. —Tomó un odre de airag de un gancho y vertió un hilo del áspero líquido en su garganta, tras lo que se restregó la boca con furia—. Tendría que haber sabido que los tártaros ni siquiera serían capaces de matar a un hombre sin sembrar el caos —continuó—. Se lo puse en bandeja. ¿Cómo han podido dejarlo con vida? Si hubiera desaparecido sin más no habría indicios de nuestra participación. Si vive, se preguntará cómo supieron los tártaros dónde encontrarle. La sangre se derramará antes del invierno. ¡Decidme qué debo hacer!

En los rostros de los hombres que lo acompañaban se advertían expresiones perdidas y preocupadas. Sansar los miró con desprecio.

—Salid y tranquilizad al campamento. Aquí no hay más enemigos que los que hemos invitado a entrar. Recemos porque el khan de los Lobos ya esté muerto.

Temujin caminaba a grandes zancadas, sin ver a través de las gers, luchando por mantener la calma. Lo que le habían contado era imposible: su padre era un guerrero nato, no había entre los lobos dos hombres que pudieran vencerlo con la espada. Sabía que debía pedirle a Basan que le diera más detalles, pero temía lo que podía llegar a oír. Mientras no hablara, aún podía tratarse de una mentira o un error. Pensó en su madre y en sus hermanos y, entonces, se detuvo de repente, haciendo que Basan tropezara con él. No estaba preparado para enfrentarse a Bekter si las noticias eran ciertas.

—¿Dónde está tu caballo? —preguntó al guerrero.

—Atado en el lado norte del campamento —respondió Basan—. Lamento traer estas noticias…

—Primero, ven conmigo. Tengo algo que hacer antes de marcharme. Sigue mis órdenes.

No se volvió a mirar cómo reaccionaba, y tal vez por ello Basan asintió y obedeció al joven hijo de Yesugei.

Temujin avanzó a grandes zancadas entre los olkhun’ut, que correteaban de un lado a otro y empezaban a recuperarse de la tensión vivida. La alarma había sonado cuando habían visto a Basan aproximarse, pero su única reacción había sido dejarse llevar por el pánico. Temujin se burló para sus adentros, preguntándose si un día dirigiría el ataque de un grupo de guerreros contra esas mismas gers. Por fin había salido el sol, y cuando llegó al exterior del campamento vio la encorvada figura de Sholoi de pie, a la puerta de su tienda, con un hacha de madera en la mano. Temujin no vaciló y se acercó a una distancia donde sabía que el arma podía alcanzarle.

—¿Está Borte aquí? —preguntó.

Sholoi entrecerró los ojos ante el cambio de maneras del muchacho, que se debería sin duda al sombrío guerrero que tenía a su lado. Sholoi alzó la cabeza con gesto tozudo.

—Todavía no, chico. Pensé que a lo mejor estaba contigo. Tu hermano intentó lo mismo con la chica que le habían dado. Temujin vaciló, perdiendo su ímpetu.

—¿Qué?

—Tomó a su chica antes de la hora, como si fueran una pareja de cabras. ¿No te lo dijo? Si has hecho lo mismo, te cortaré las manos, chico, y no creas que me preocupa el vasallo de tu papá. He matado a hombres mejores sólo con mis manos. Con esta hacha soy capaz de acabar con los dos.

Temujin oyó el sonido del acero que resbalaba por la funda cuando Basan sacó su espada. Antes de que asestara el golpe, Temujin le puso una mano en el hombro y lo detuvo.

—No le he hecho ningún daño. Detuvo mi pelea con Koke. Eso es todo.

Sholoi frunció el ceño.

—Le dije que no saliera de la tienda, chico. Eso es lo que importa.

Temujin se aproximó un paso más al viejo.

—He sabido más esta noche de lo que nunca habría querido saber. Ya sea verdad o mentira lo que cuentas, yo no soy mi hermano. Volveré por tu hija cuando haya sangrado por vez primera. La tomaré como esposa. Hasta entonces, no quiero que vuelvas a ponerle la mano encima. Seré tu enemigo si le haces un solo cardenal, anciano, y no te conviene que lo sea. Si me das razones, los olkhun’ut sufrirán.

Sholoi le escuchó con expresión avinagrada, moviendo la boca de modo inconsciente. Temujin esperó con paciencia a que meditara sobre lo que le había dicho.

—Necesita un hombre fuerte que la controle, chico.

—Recuérdalo —insistió Temujin.

Sholoi asintió, mientras veía a los dos Lobos alejarse. La espada fuera de su vaina hacía huir a los niños de los olkhun’ut a su paso. Se colocó el hacha al hombro y se arremangó los pantalones, sorbiendo por la nariz.

—Sé que estás escondida por aquí cerca, niña —gritó al aire. No hubo respuesta, pero el silencio se tomó tenso y sonrió para sí, descubriendo sus negras encías—. Creo que has conseguido uno bueno, si sobrevive. Aunque yo no apostaría por ello.