VIII

Cuando cayó la noche, Bekter llevó a su yegua a pastar, mientras él se sentaba en un risco elevado a observar la estepa, aguardando el regreso de su padre. Estaba cansado y le dolía la espalda por haber pasado todo el día a caballo, con los rebaños. Al menos no había sido aburrido. Había rescatado un cabritillo que había quedado atrapado en una zona pantanosa junto al río. Con una cuerda atada a la cintura, se había introducido en el negro fango para sacar al aterrorizado animal antes de que se ahogara. Se había debatido con fiereza, pero lo había arrastrado por una oreja y lo había depositado en la orilla seca, donde el animalito le había lanzado una intensa mirada de odio, como si el suplicio hubiera sido culpa suya. Mientras su vista recorría lentamente la llanura, se rascaba sin darse cuenta una costra de barro negro de la piel.

Le gustaba estar lejos del parloteo y ruido de las gers. Cuando su padre no estaba, sentía una sutil diferencia en el modo en que los demás hombres lo trataban, sobre todo Eeluk. Se mostraba muy humilde cuando Yesugei estaba allí para exigir obediencia, pero cuando estaban solos, había una arrogancia en el vasallo que inquietaba a Bekter. No era algo que pudiera mencionarle a su padre, pero se movía con cautela y se reservaba su opinión cuando Eeluk estaba cerca. Había llegado a la conclusión de que la mejor estrategia era sencillamente guardar silencio y ser tan bueno como los guerreros en el trabajo y los ejercicios de adiestramiento para la batalla. Allí, al menos, podía mostrar sus habilidades, aunque tener la mirada de Temujin clavada en la nuca mientras tensaba el arco no ayudaba en absoluto. Cuando su hermano se marchó con los olkhun’ut no había sentido más que alivio. De hecho, se había regodeado pensando en que, a fuerza de palizas, le iban a enseñar un poco de sentido común, un poco de respeto por sus mayores.

Bekter recordó con satisfacción cómo Koke le había hostigado el primer día. Su primo, de menor edad, no podía competir con Bekter en fuerza o ferocidad, así que lo había derribado y le había propinado varias patadas cuando estaba inconsciente. Los olkhun’ut parecieron escandalizarse ante aquella violencia, como si en su tribu los chicos no se pelearan. Bekter escupió sobre el recuerdo de sus acusadoras caras de borrego. Koke no se había atrevido a provocarlo de nuevo. Había sido beneficioso darle esa lección tan temprano.

Enq le había dado bien, por supuesto, con una de las varas para hacer fieltro, pero Bekter había soportado los golpes sin un quejido, y cuando Enq estaba jadeante y cansado, había alargado la mano y le había quitado el palo, demostrándole lo fuerte que era. Después de eso le habían dejado tranquilo y Enq había aprendido que no debía hacerle trabajar en exceso. Los olkhun’ut eran tan débiles como Yesugei había dicho, aunque sus mujeres eran suaves como la mantequilla blanca, y cuando pasaban por su lado, no había podido sentirse atraído por ellas.

Pensó que su prometida sería ya una mujer fértil, aunque los olkhun’ut no la habían enviado. Se acordaba de cómo salieron a cabalgar por la llanura y cómo la había hecho tumbarse junto a la orilla de un arroyo. Se había defendido un poco al principio, cuando se dio cuenta de lo que pretendía Bekter, que había sido algo torpe en sus acercamientos. Al final la había tenido que forzar, aunque no había tomado nada a lo que no tuviera derecho. No debería haberle rozado al cruzarse en la ger si no quería que sucediera algo, se dijo, sonriendo al recordarlo. Aunque había llorado un poco, después pensó que también había un brillo diferente en sus ojos. Notó cómo su pene se endurecía al evocar su desnudez, y se volvió a preguntar cuándo se la enviarían. El padre de ella le había cogido antipatía, pero los olkhun’ut no osarían rechazar a Yesugei. No se la darían a otro cuando él había derramado su simiente en su interior. Puede que estuviera embarazada, incluso. Creía que no era posible antes de que comenzara la luna llena, pero sabía que había misterios en ese ámbito que no acababa de comprender.

La noche se estaba poniendo demasiado fría para seguir atormentándose con fantasías y sabía que no debía distraerse de su vigilancia. Las familias de los Lobos aceptaban que él los gobernaría un día, estaba casi seguro, aunque en ausencia de Yesugei todos recurrían a Eeluk para recibir órdenes. Había sido él quien había organizado a los exploradores y a los vigías, pero era lo que se esperaba hasta que Bekter tomara esposa y matara a su primer hombre. Hasta ese momento, seguiría siendo un niño a los ojos de aquellos curtidos guerreros, al igual que sus hermanos se lo parecían a él.

En la creciente penumbra, avistó una mancha oscura que se movía en la llanura, por debajo de su posición. Bekter se puso en pie al instante y extrajo el cuerno de entre los pliegues de su túnica. Vaciló mientras se lo ponía en los labios, buscando con la mirada una amenaza mayor que un único jinete. La altura que había elegido le permitía divisar una gran extensión de pastos y, quienquiera que fuera el jinete, parecía cabalgar solo. Bekter frunció el ceño, deseando que no fuera uno de los idiotas de sus hermanos que había salido sin decírselo a nadie. Si interrumpía la comida de los guerreros por nada, su estatus no mejoraría precisamente.

Decidió esperar mientras observaba cómo se aproximaba el jinete. Era evidente que no tenía ninguna prisa. Bekter vio que el caballo avanzaba casi sin rumbo, como si el hombre que llevaba sobre su grupa vagara sin destino fijo.

Ese pensamiento le hizo torcer el gesto. Había hombres que declaraban que no estaban aliados con ninguna tribu en particular Vagaban entre las familias de las llanuras, intercambiando un día de trabajo por una comida o, de vez en cuando, con mercancías para comerciar. No eran personajes populares y siempre existía el peligro de que robaran lo que se les pusiera al alcance y luego desaparecieran. Bekter sabía que no se podía confiar en un hombre sin tribu. Se preguntó si aquel jinete era uno de ellos.

El sol se había ocultado detrás de las colinas y la luz se apagaba con rapidez. Bekter se dio cuenta de que debía tocar el cuerno antes de que el extraño desapareciera en la oscuridad. Se lo llevó a los labios y vaciló. Algo en la distante figura le movió a detenerse. No podía ser Yesugei, ¿verdad? Su padre nunca cabalgaría tan mal.

Casi había esperado demasiado, cuando por fin sopló la nota de alerta. El sonido sonó largo y triste al reverberar a través de las colinas. Los cuernos de otros vigías situados alrededor del campamento le respondieron y guardó el instrumento en su túnica, satisfecho. Ahora que había dado la alarma, podía bajar a ver quién era el jinete. Montó su yegua y comprobó que su cuchillo y su arco estuvieran a mano. En el silencio del anochecer se oían los gritos de respuesta y el ruido de los caballos de los guerreros que salían corriendo de las gers. Bekter espoleó a su caballo para que bajara la pendiente y deseó llegar antes que Feluk y los demás. Sentía una especie de derecho de propiedad sobre ese jinete solitario. Al fin y al cabo, lo había descubierto él. Cuando llegó a la llanura y se puso al galope, los pensamientos sobre los olkhun’ut y su prometida se desvanecieron de su mente y su corazón se aceleró. El viento nocturno era fresco y estaba ansioso por demostrar a los otros hombres que podía ser su líder.

Los Lobos salieron a caballo del campamento, con Eeluk a la cabeza. En los últimos momentos de luz, vieron a Bekter poner a su caballo al galope y le siguieron, sin haber descubierto todavía el motivo por el que había dado la alarma.

Eeluk mandó una docena de jinetes a izquierda y a derecha para bordear el campamento y protegerlo de un ataque proveniente de otra dirección. No dejaría las gers indefensas mientras salían por algo que podía ser un error o una maniobra de distracción. Sus enemigos eran suficientemente astutos para alejar a los vigías de sus puestos para luego atacar, y los últimos momentos de luz eran perfectos para causar confusión. A Eeluk le resultaba extraño cabalgar sin Yesugei a su izquierda, pero se dio cuenta de que disfrutaba al notar que los demás hombres esperaban que él los guiara. Dio unas cuantas órdenes y el arban se formó en torno a él, dejándolo en cabeza en la carrera detrás de Bekter.

El cuerno volvió a sonar un poco más adelante y Eeluk entrecerró los ojos, esforzándose por distinguir algo. Apenas veía en la penumbra y lanzarse al galope en esas circunstancias pondría en riesgo la vida de su yegua y la suya propia, pero aun así la azuzó, sabiendo que Bekter no habría hecho sonar el cuerno a menos que el ataque fuera real. Eeluk desató su arco y colocó una flecha en la cuerda guiándose por el tacto, como había hecho cientos de veces antes. Los demás hombres a su alrededor lo imitaron. Quienquiera que hubiera osado atacar a los Lobos se encontraría con una silbante lluvia de flechas en cuanto estuvieran un poco más cerca. Cabalgaban en adusto silencio, de pie sobre los estribos, en perfecto equilibrio, pese al subir y bajar de sus caballos. «Que oigan el estruendo de los cascos aproximándose, pensó. Que teman las represalias».

En la oscuridad, los guerreros estuvieron a punto de chocar con los dos caballos que pastaban solos en el terreno abierto. Eeluk casi llegó a disparar la flecha que tenía preparada, pero oyó gritar a Bekter y, haciendo un esfuerzo, se sentó en la silla y destensó la cuerda. La emoción de la batalla seguía latiendo en su sangre y sintió una furia repentina al ver que el hijo de Yesugei los había hecho salir para nada. Dejando el arco enganchado a la silla, Eeluk saltó con ligereza al suelo y sacó la espada. La noche había caído sobre ellos y todavía no sabía qué estaba pasando.

—¡Eeluk! ¡Ayúdame a moverlo! —suplicó Bekter, con voz aguda y tensa.

Eeluk se encontró al muchacho agarrando por los hombros a Yesugei, que yacía desmayado en el suelo. El corazón le dio un doloroso vuelco, y los últimos rastros de ira lo abandonaron mientras se arrodillaba junto a ambos.

—¿Está herido? —preguntó, inclinándose para tocar a su khan.

Apenas podía ver nada, pero se frotó el índice y el pulgar y los olió. El estómago de Yesugei estaba vendado con fuerza, pero la sangre había calado la tela.

—Se cayó, Eeluk. Se cayó en mis brazos —dijo Bekter fuera de sí—. No he podido sujetarlo.

Eeluk colocó una mano en el hombro del chico para calmarlo antes de ponerse en pie y silbar para que los demás vasallos del arban se aproximaran. Agarró las riendas de uno de los oscuros jinetes.

—Basan, ve hasta los olkhun’ut y averigua la verdad de lo que ha pasado.

—¿Es la guerra? —preguntó el guerrero.

—Puede ser. Diles que si no te dejan marchar libremente, iremos tras de ti y reduciremos a cenizas sus gers.

El guerrero asintió y salió al galope. Al poco, el tamborileo de los cascos de su caballo se había perdido en la noche.

Yesugei abrió los ojos y gimió, presa de un súbito terror ante las sombras que se movían a su alrededor.

—¿Eeluk? —susurró.

Eeluk se acuclilló a su lado.

—Estoy aquí, mi khan.

Aguardaron que siguiera hablando, pero Yesugei había vuelto a perder la consciencia. El rostro de Eeluk se crispó.

—Tenemos que llevarlo de vuelta para que le vean la herida. Échate a un lado, muchacho, nada puedes hacer por él aquí.

Bekter se puso en pie, aturdido, incapaz de asimilar que su padre estaba allí, desvalido, tendido a sus pies.

—Se cayó —repitió, atontado—. ¿Se va a morir?

Eeluk miró al hombre que yacía derrumbado ante él, el hombre a quien había seguido durante toda su vida adulta. Con tanta suavidad como pudo, tomó a Yesugei por las axilas y lo cargó al hombro. El khan era un hombre corpulento, más pesado todavía por la cota de malla, pero Eeluk era fuerte y no pareció notar su peso en absoluto.

—Ayúdame a montar, Bekter. Todavía no está muerto y debemos llevarlo a un lugar caliente. Si se queda una noche a la intemperie, todo habrá terminado. —Cuando acomodó a Yesugei en su silla, con los largos miembros casi tocando el suelo, se dio cuenta de algo—. ¿Dónde está su espada? —preguntó—. ¿Puedes verla?

—No, debe de haberla perdido con la caída.

Eeluk suspiró al montar. No había tenido ocasión de pensar en lo que estaba pasando. Podía sentir el calor de la sangre de Yesugei contra su pecho cuando se inclinó para hablar con el hijo del khan.

—Marca de alguna manera el lugar para poder encontrarla cuando haya luz. No te estará muy agradecido si pierdes la espada de tu abuelo.

Bekter se volvió sin pensar hacia otro de los vasallos de su padre, que estaba allí al lado estupefacto ante lo que estaba presenciando.

—Te quedarás aquí, Unegen. Debo regresar a las gers con mi padre. Empieza a buscar en círculos tan pronto como puedas ver y tráeme la espada cuando la encuentres.

—Haré lo que dices —repuso Unegen en la oscuridad.

Bekter se dirigió a su caballo para montar y no vio la expresión de Eeluk mientras pensaba en sus palabras. El mundo estaba cambiando en esos momentos y Eeluk no sabía qué les depararía el día a ninguno de ellos.

Hoelun se limpiaba las lágrimas de los ojos cuando salió a hablar a los vasallos de su marido. Los hombres y mujeres de los Lobos se habían acercado a ella, deseosos de saber qué había pasado en cuanto se propagó la noticia de que el khan estaba herido. Habría querido poder decirles algo más, pero Yesugei no había vuelto a despertarse y estaba tumbado en el interior del ger entre las frías sombras, la piel le ardía. Ninguno de ellos se había separado de la tienda de su khan mientras avanzaba el día el sol se elevaba sobre sus cabezas.

—Sigue vivo —dijo—. Le he limpiado la herida, pero todavía no se ha despertado.

Eeluk asintió y a Hoelun no se le pasó por alto que los demás guerreros estaban pendientes de su reacción. Kachiun y Temuge estaban allí con Khasar, asustados y pálidos por la figura de su indefenso padre. Yesugei parecía más pequeño bajo las sábanas, y su debilidad aterraba a sus hijos más que nada que hubieran visto nunca. Había representado una fuerza tan importante en sus vidas que parecía imposible que pudiera no volver a despertar. Temía por todos ellos, aunque no se atrevía a decirlo en voz alta. Reconoció el brillo de la codicia en los ojos de los demás hombres ante la idea de que Yesugei no estuviera allí para protegerlos. Sobre todo Eeluk, que se le dirigía con palabras deliberadamente corteses tras las que parecía esconder una sonrisa.

—Os avisaré si se despierta —informó a los guerreros, mientras entraba de nuevo en la tienda para alejarse de su frío interés.

Su hija, Temulun, lloraba en la cuna, molesta por la humedad que sentía entre sus piernas. El sonido parecía reproducir el grito que percibía en su interior y que apenas lograba reprimir. No podía dejarlo salir, no mientras sus hijos la necesitaran.

Temuge había entrado con ella en la tienda, con labios temblorosos. Hoelun lo abrazó y trató de acallar sus lágrimas, pero empezó a llorar con tanta fuerza como él. Ambos sollozaron al lado de Yesugei. Hoelun sabía que el khan no podía oírles.

—¿Qué pasará si se muere? —preguntó Temuge.

Iba a responderle cuando la puerta se abrió con un crujido y entró Eeluk. Hoelun sintió que le inundaba la ira por haber sido vista en esa situación y se restregó los ojos con fiereza.

—He enviado al resto de sus hijos a cuidar los rebaños durante lo que queda del día, para que no piensen en su padre —explicó Eeluk.

Puede que fueran imaginaciones suyas, pero de nuevo le pareció ver un destello de satisfacción en sus ojos cuando miró la inmóvil figura de Yesugei, que enmascaró enseguida.

—Te has mostrado fuerte cuando la tribu lo necesitaba, Eeluk —dijo Hoelun—. Mi marido te lo agradecerá cuando vuelva en sí.

Eeluk asintió distraído, como si no la hubiera oído bien, y cruzó la ger hacia donde estaba Yesugei. Alargó la mano, la posó en la frente del khan y dejó escapar un suave silbido por lo caliente que estaba. Olió la herida y Hoelun supo que había percibido la podredumbre que contaminaba su carne.

—He derramado alcohol hirviendo sobre la herida —le dijo Hoelun—. Tengo hierbas para hacer bajar la fiebre.

Sentía que tenía que hablar para romper el silencio. Eeluk parecía haber cambiado sutilmente desde el regreso de Yesugei. Caminaba con un porte más arrogante entre los hombres y sus ojos la desafiaban cuando le hablaba. Hoelun sentía la necesidad de mencionar a Yesugei cada vez que decía algo, como si su nombre fuera a mantener a su esposo en este mundo. La alternativa la aterrorizaba demasiado para poder siquiera considerarla, y no se atrevía a mirar hacia el futuro. Yesugei tenía que vivir.

—Mi familia ha estado ligada a él desde su nacimiento —dijo Eeluk con suavidad—. Siempre le he sido leal.

—Él lo sabe, Eeluk. Estoy segura de que puede oírte ahora y sabe que eres el primero entre sus hombres.

—A menos que muera —continuó Eeluk sin alzar la voz, girándose hacia ella—. Si muere, mis votos quedan anulados.

Hoelun lo miró aterrorizada. Mientras no se pronunciaran esas palabras, el mundo seguiría avanzando y ella podría contener su miedo. No se atrevía a hablar otra vez por temor a lo que Eeluk pudiera decir.

—Sobrevivirá a esto, Eeluk —afirmó. Su voz tembló, traicionándola—. La fiebre pasará y sabrá que te has mantenido leal a él en los momentos decisivos.

Un pensamiento atravesó la mente del vasallo de su esposo. Eeluk se sacudió y la mirada cautelosa desapareció de sus ojos.

—Sí. Es pronto todavía —admitió, observando la palidez del rostro y el pecho de Yesugei. Los vendajes estaban manchados de sangre oscura. Los tocó y se separó del khan con una marca roja en los dedos—. Aun así, tengo un deber de lealtad hacia las familias. Deben permanecer fuertes. Debo pensar en los Lobos y en los días que vendrán —prosiguió casi para sí mismo.

Al ver cómo se desmoronaban todas las certidumbres de su vida, a Hoelun le faltó el aliento. Pensó en sus hijos y no pudo soportar la expresión calculadora en el rostro de Eeluk. Eran inocentes y sufrirían.

Eeluk se marchó sin decir nada, como si la cortesía ya no le importara. Tal vez fuera así. Había visto el deseo de poder en su rostro y ya no había modo de cambiar eso. Aunque Yesugei se levantara curado de la cama de un salto, las cosas ya no volverían nunca a ser iguales, no ahora que el corazón de Eeluk se había despertado.

Oyó el llanto de Temuge y abrió los brazos para acogerlo en ellos una vez más, agradeciendo el consuelo de su cercanía. Su hija también lloraba en la cuna, desatendida.

—¿Qué nos va a pasar? —preguntó el niño entre sollozos. Hoelun negó con la cabeza mientras lo acunaba. No tenía respuesta.

Bekter vio al guerrero al que habían ordenado buscar la espada de su padre. Caminaba con prisa entre las gers con la cabeza gacha, pensando. Bekter lo llamó, pero pareció no oírle y siguió avanzando velozmente. Frunciendo el ceño, corrió detrás de él lo cogió por el codo.

—¿Por qué no has venido a verme, Unegen? —preguntó—. ¿Has encontrado la espada de mi padre?

La mirada de Unegen se clavó en algún punto por encima de su hombro y, al volverse, Bekter vio a Eeluk, que los estaba observando.

Unegen rehuyó mirarle a los ojos cuando se volvió de nuevo.

—No, no la he encontrado. Lo siento —dijo.

Se liberó de la mano del chico, que aún le agarraba la manga, y siguió su camino.