VII

El rostro de Temujin se crispó cuando la vasta lana hirió sus dedos enrojecidos por enésima vez. Había visto hacer ese trabajo en el campamento de los Lobos, pero normalmente era tarea de chicos mayores y mujeres jóvenes. La costumbre entre los olkhun’ut era distinta: los niños más pequeños transportaban cubos de agua para salpicar cada una de las capas de los vellones, manteniéndolos siempre húmedos. Koke y los demás chicos ataban los vellones a pieles tendidas en vertical sobre armazones y los golpeaban con largas varas flexibles durante horas hasta que sudaban a chorros. Temujin había hecho su parte, aunque la tentación de romperle el palo a Koke en su sonriente cara se le había hecho casi insoportable.

Una vez que los vellones se habían ablandado, las mujeres utilizaban el ancho de sus brazos extendidos para medir un ald y luego los marcaban con tiza. Una vez medidos, los extendían sobre las telas para hacer fieltro, suavizando y cardando los enganchones y las fibras sueltas hasta que se convertían en una única estera blanca. Con ayuda de más agua, el tosco fieltro iba amontonándose en capas, pero era necesario poseer auténtica destreza para lograr el grosor exacto. Temujin había visto cómo se le enrojecían y se le llenaban de llagas las manos a medida que avanzaba el día, mientras trabajaba con los demás, con Koke burlándose de él y las mujeres riéndose de su malestar, pero no le importaba. Ahora que había decidido aguardar su momento, se dio cuenta de que podía soportar los insultos y las burlas. De hecho, experimentaba un sutil placer al saber que llegaría el momento en el que estuvieran solos y podría darle a Koke un poco de lo que se merecía. O más que un poco, se dijo. Pese al escozor de sus manos y las dolorosas llagas que le llegaban hasta los codos, esa idea le resultaba muy agradable.

Cuando las esteras estaban suaves y uniformes, y con ayuda de un caballo, enrollaban la enorme extensión de lana blanca en un largo cilindro, perfectamente pulido por la labor de generaciones. Temujin lo habría dado todo por ser el elegido para arrastrarlo y alejarse de aquellas gentes. Pero encargaron el trabajo al socarrón Koke, quien Temujin no tardó en descubrir que era un personaje popular en la tribu, quizá porque hacía sonreír a las mujeres con sus travesuras. No podía hacer más que mantener la cabeza gacha y esperar a la siguiente pausa y al siguiente trago de leche de yegua y la siguiente ración de verdura y cordero. A cada movimiento, notaba sus doloridos brazos y sentía como si en la espalda le hubieran clavado un cuchillo que estuvieran retorciendo, pero aguantó el dolor, y permaneció de pie junto a los demás, dispuesto a levantar la siguiente tanda de vellones y colocarlos sobre la tela para hacer fieltro.

No era el único que sufría. Sholoi parecía supervisar el proceso, aunque Temujin no creía que poseyera ninguna oveja. Cuando un niño pequeño se aproximaba demasiado corriendo y echaba polvo sobre los vellones, Sholoi le cogía por el brazo y lo golpeaba sin piedad con un palo, haciendo caso omiso de sus gritos hasta que éstos no eran más que un lloriqueo. Los vellones tenían que mantenerse limpios o el fieltro resultaría débil, y Temujin tenía cuidado de no cometer tal error. Se arrodillaba en el borde mismo de la estera y no permitía que ninguna piedrecita o mota de polvo estropeara su parte.

Borte había estado trabajando enfrente de él durante una parte de la tarde, y Temujin había aprovechado la oportunidad para estudiar más despacio a la chica que su padre había aceptado para él. Estaba tan delgada que parecía un saco de huesos, tenía una mata de pelo negro que le caía sobre los ojos y mocos pegados bajo la nariz. Le resultaba difícil imaginar una chica menos atractiva que ella y, cuando lo pilló mirando, carraspeó para escupir antes de recordar los vellones y tragarse el escupitajo. Movió la cabeza asombrado, preguntándose qué podría haber visto su padre en ella. ¿Era posible que el orgullo de Yesugei le hubiera forzado a aceptar lo que le ofrecían, avergonzando así a miserables como Enq y Sholoi? Temujin tenía que hacer frente al hecho de que la chica que iba a compartir su ger y a darle hijos era tan salvaje como un gato montés. Parecía coincidir con su experiencia de los olkhun’ut hasta la fecha, pensó con tristeza: no eran un pueblo generoso, si estaban dispuestos a entregar una chica, sería aquélla de la que deseaban librarse, para que se fuera a causar problemas a otra tribu.

Shria le pegó en ambos brazos con la vara para el fieltro y Temujin soltó un aullido. Por supuesto, las otras mujeres se rieron y una o dos llegaron incluso a imitar el sonido, lo que le hizo ponerse rojo de furia.

—Deja de soñar, Temujin —advirtió la madre de Borte, como había hecho montones de veces ya.

El trabajo era tedioso y repetitivo y las mujeres o bien parloteaban sin cesar o bien trabajaban casi en trance, pero ése era un lujo que no se le permitía a un recién llegado. El menor despiste era castigado, y el calor y el sol parecían inmutables. Incluso el agua potable que repartían a los trabajadores estaba templada y salada, con lo que daba arcadas. Le parecía que llevaba toda la vida metiendo el palo en la maloliente lana, quitando piojos o enrollando y transportando lana. Le costaba creer que seguía siendo su primer día.

En algún lugar al sur, su padre iba de camino a casa. Temujin se imaginaba a los perros saltando a su alrededor y el placer que experimentaría al enseñar a las águilas a cazar y a retornar a su muñeca. Sus hermanos participarían en el adiestramiento, estaba seguro, y les permitirían sostener pedacitos de carne en los dedos temblorosos. No tenía ninguna duda de que Kachiun no se encogería cuando el ave roja cogiera el señuelo. Envidiaba el verano que les esperaba.

Shria le golpeó de nuevo y Temujin se movió como un rayo, le quitó el palo de las manos y lo dejó con suavidad en el suelo, a su lado. Ella lo miró boquiabierta por un instante y luego alargó la mano para cogerlo, pero él apoyó la rodilla sobre la vara y negó con la cabeza, sintiéndose exaltado, con el corazón latiendo con fuerza. Vio cómo sus ojos se volvían hacia Sholoi, que se encontraba muy cerca, vigilando la nueva tanda de vellones húmedos que iban colocando en el suelo. Temujin esperaba que chillara, pero, para su sorpresa, se encogió de hombros y tendió la mano pidiéndole el palo. Fue un momento extraño, pero tomó una decisión y se lo devolvió, listo para esquivar el golpe. Shria lo sopesó en sus manos unos instantes, evidentemente indecisa, y luego, sin más, se dio media vuelta y se alejó. La mantuvo en su campo de visión un rato más, mientras sus dedos reanudaban la labor de suavizar y tirar, pero no regresó y, un poco después, estaba de nuevo absorto en su trabajo.

Fue Enq, su tío, el que trajo un jarro lleno de leche fermentada para darles la fuerza necesaria para terminar la tarea. Cuando el sol tocó las colinas en el oeste, todos recibieron un cucharón del claro líquido conocido como airag negro, que parecía agua pero quemaba como el fuego. Estaba más caliente que el té con leche de las gers y Temujin se atragantó y rompió a toser. Se limpió la boca y dejó escapar un grito ahogado de dolor cuando el líquido tocó su piel herida y le abrasó. Koke estaba lejos, enrollando el fieltro detrás de su caballo, pero Sholoi lo vio y se rió, tanto que Temujin pensó que le iba a dar un ataque y moriría allí mismo, delante de él. Deseó que sucediera, pero el viejo sobrevivió para poder arrancar más lágrimas de sus ojos y se fue resollando a buscar otra cucharada de la jarra. Era difícil no molestarse al ver que alguien que no había hecho prácticamente nada se tomaba una segunda copa, pero a nadie pareció importarle. La luz fue apagándose poco a poco y la última estera de fieltro fue enrollada en un cilindro y atada detrás de otro caballo.

Antes de que nadie pudiera objetar nada, Borte se encaramó de un salto a la silla, sorprendiendo a Sholoi, que sostenía las riendas. No intercambiaron la menor palabra, pero la boca desdentada del viejo se movió como si se hubiera encontrado entre los dientes un cartílago que no podía sacar. Tras un momento de indecisión, dio una palmada a la grupa del caballo y lo envió hacia la penumbra para aplanar y fortalecer el fieltro. Serviría para aislar las tiendas del frío, para hacer mantas pesadas y para cubrir los caballos. Las partes sin trabajar las utilizarían los niños, demasiado pequeños para usar las letrinas sin caerse dentro. Temujin se puso en cuclillas y estiró la espalda, cerrando los ojos para olvidarse de los dolores. Su mano derecha se había quedado insensible, lo que le preocupaba. Empleó la izquierda para que la sangre le retornara a los dedos, pero cuando regresó, el dolor hizo que se le saltaran las lágrimas. Pensó que nunca había trabajado tanto y se preguntó si eso serviría para hacerlo más fuerte.

Se estaba poniendo en pie con gran esfuerzo cuando llegó Sholoi. Temujin se sobresaltó ligeramente al notar la presencia del anciano. Odiaba su propio nerviosismo, pero había recibido demasiados golpes imprevistos para no desconfiar. El trago de leche fermentada le hizo soltar un eructo agrio cuando Sholoi lo cogió con esos dos dedos que ya empezaba a conocer bien y le señaló el camino de vuelta a la ger.

—Come ahora y vete a dormir. Mañana cortarás madera para el invierno.

Temujin estaba demasiado cansado para responder y le siguió aturdido y exhausto, con una enorme pesadez en los miembros y en el espíritu.

Yesugei había encontrado un lugar para acampar que parecía seguro. Había llegado al otro extremo del valle y había salido galopando en dirección a un corto paso entre colinas, con la esperanza de encontrar un refugio para despistar a sus perseguidores. Sabía que no sería difícil seguir su rastro en el polvoriento terreno, pero no podía continuar avanzando toda la noche y arriesgarse a que su caballo se rompiera la pierna al pisar la madriguera de una marmota, así que desmontó y guió por las riendas al pequeño y valiente animal por una empinada cuesta, hacia una irregular línea de árboles.

Era un ascenso difícil y peligroso y, cuando los cascos del caballo resbalaron en el mantillo suelto, la pobre bestia abrió de par en par los ojos, lleno de terror. Yesugei se movió con presteza: ató las riendas al tronco de un árbol y se agarró con desesperación hasta que el caballo logró hacer pie. Aun así, para cuando llegó a la cima, los músculos de los hombros y el pecho le dolían terriblemente y los resoplidos de su caballo eran tan ruidosos que podían oírse desde lejos. Estaba convencido de que no le seguirían por entre los árboles cuando cayera la noche. Todo lo que tenía que hacer era permanecer escondido y dejarlos buscar en vano el rastro que había desaparecido en la capa de agujas secas de pino. Se habría reído al imaginárselo, si hubiera sido capaz de verlos. El vello erizado de la nuca, sin embargo, le decía que sus perseguidores seguían cerca, y mantuvo la vista y el oído alertas para descubrirlos. Le preocupaba que su montura relinchara a los otros caballos y delatara su posición, pero tras la subida y la larga marcha, el animal estaba demasiado fatigado. Con un poco de suerte, y una noche sin hoguera, abandonarían la búsqueda y seguirían su camino a la mañana siguiente. Después de todo, no importaba si volvía a las gers de los Lobos un día más tarde.

En lo alto de la cresta de la colina, unió dos arbustos raquíticos y ató las bridas a ellos, observando divertido que el caballo se dejaba caer de rodillas y descubría que no podía tumbarse porque las riendas estaban demasiado tirantes. Dejó la silla en la grupa por si tenía que moverse con rapidez, pero soltó un par de nudos de la cuerda trenzada de la panza. El caballo bufó para agradecer la atención y se puso tan cómodo como pudo. Un rato después, le vio cerrar los ojos y adormilarse, con el suave morro abierto y revelando una hilera de fuertes dientes amarillos.

Yesugei aguzó el oído para tratar de determinar si sus perseguidores se habían dado por vencidos. En un terreno tan accidentado, les resultaría difícil aproximarse sin alertarle. Desató la correa de cuero que sujetaba su espada a la funda, la extrajo con un movimiento suave y fluido y examinó la hoja. El acero era de calidad y, por sí solo, era premio suficiente para convertirle en el objetivo de unos ladrones, Si Eeluk hubiera estado con él, habría retado a aquellos hombres en la estepa, pero cinco eran demasiados incluso para él, a menos que fueran muchachos inexpertos a quienes pudiera asustarse con un grito y unos pocos tajos rápidos. La hoja de su padre estaba tan afilada como siempre, afortunadamente. No podía arriesgarse a que le oyeran golpearla con una piedra esa noche. Tomó un par de tragos de su odre de agua y su liviandad le hizo torcer el gesto. El caballo tendría sed cuando llegara la mañana. Si los arroyos cercanos se habían secado, el día sería duro, tanto si le descubrían los jinetes como si no. Se encogió de hombros: había sobrevivido a situaciones peores.

Yesugei se estiró y bostezó, sonriendo al caballo dormido mientras sacaba un poco de cordero seco de la alforja y se ponía a masticarlo, gruñendo de placer al paladear el picante sabor. Echaba de menos a Hoelun y a los chicos y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento.

Cuando se tumbó y metió las manos de nuevo en su abrigo para dormir, deseó que Temujin tuviera temple suficiente para soportar al pueblo de Hoelun. No era fácil saber si el muchacho era lo bastante fuerte a una edad tan temprana. No le hubiera sorprendido descubrir que Temujin había huido, aunque esperaba que no lo hiciera. Le tomarían el pelo toda la vida por una cobardía así y la historia se propagaría entre las tribus en menos de una estación. Rezó en silencio por su hijo. Sabía que Bekter había sufrido. Su primogénito hablaba con escaso aprecio de los olkhun’ut cuando Hoelun no estaba cerca. Era el único modo posible de hablar de ellos, desde luego. Yesugei resopló suavemente para sí y dio gracias al Padre Cielo por darle unos hijos tan magníficos. Sonrió al pensarlo y con esa sonrisa en los labios se quedó dormido. Hijos y ahora una hija. Había sido bendecido con una fuerte simiente y una buena mujer para cuidar de su prole. Sabía de otras mujeres que habían parido un mísero cuajarón de carne roja por cada hijo vivo que habían dado a luz, pero todos los hijos de Hoelun habían sobrevivido y habían crecido fuertes. Y gordo, en el caso de Temuge, un problema al que tendría que poner solución. Por fin le venció el sueño y su respiración se tomó lenta y regular.

Cuando abrió los ojos de golpe, en el este asomaba la primera luz del alba, una raya de oro en las colinas lejanas. Amaba esa tierra y, durante un instante, dio gracias por haber vivido para ver una nueva continuación, oyó a unos hombres moviéndose en las proximidades y el aliento se congeló en su garganta. Se separó del suelo helado, arrancándose algunos cabellos que habían quedado prendidos en la escarcha. Había dormido con la espada desenvainada bajo la túnica y sus dedos buscaron la empuñadura y la asieron. Sabía que tenía que ponerse en pie para que no pudieran abalanzarse sobre él mientras aún estaba anquilosado, pero todavía no sabía si le habían visto. Desplazó la mirada a izquierda y a derecha y aguzó los sentidos, buscando la proveniencia del ruido. Tal vez fuera sólo un pastor que iba en pos de una cabra perdida, pero sabía que no era probable. Oyó resoplar a un caballo a poca distancia y luego su propio animal se despertó y relinchó, como había temido. Uno de sus perseguidores montaba una yegua, que respondió a la llamada a no más de cincuenta pasos a su derecha. Yesugei se alzó como el humo, haciendo caso omiso de la punzada en las rodillas y la espalda. Sin vacilar cogió el arco de la silla y lo tensó, sacó una larga flecha de su carcaj y la colocó junto a la cuerda. Sólo Eeluk podía lanzar una flecha más lejos que él, y confiaba en su vista. Si eran hostiles, podría derribar a uno o dos antes de que estuvieran suficientemente cerca para utilizar la espada. Sabía identificar a los líderes para dirigir contra ellos esos primeros golpes veloces y dejar sólo a hombres que pudiera eliminar con su acero.

Ahora que conocían su posición, el grupo guardó silencio, y Yesugei esperó con paciencia a que se presentaran ante él. Se situó con el sol a sus espaldas y, tras pensárselo un momento, se desabrochó el deel y se lo puso del revés. Cuando dejó la espada y el arco en el suelo, tenía el corazón en un puño, pero la tela oscura del forro se confundiría mejor con los arbustos que el azul y les sería más difícil alcanzarle. Se percató de que estaba tarareando para sí y se calló. El sueño había quedado atrás y la sangre fluía veloz por sus venas. A pesar del peligro, se dio cuenta de que estaba disfrutando de la tensión.

—Saludos al campamento —dijo una voz a su izquierda.

Yesugei maldijo para sus adentros, adivinando que se habían dispuesto en círculo. Sin pensárselo dos veces, dejó atrás a su caballo y se adentró entre los árboles, dirigiéndose hacia la voz. No se dejaría matar fácilmente, juró, fuera quien fuera su enemigo. Le cruzó la mente la idea de que quizá no supusieran una amenaza, pero sería estúpido si arriesgaba su vida, su caballo y la espada de su padre por no haber sido lo bastante prudente. En las estepas, incluso un hombre fuerte necesitaba ser precavido para sobrevivir, y era consciente de que era una presa valiosa para una partida de asalto, tanto si lo sabían como si no.

Un hilillo de sudor le resbaló desde el nacimiento del pelo mientras aguardaba.

—No le veo —dijo otra voz a sólo unos pasos.

Yesugei se puso en cuclillas y tensó el arco, que emitió un leve crujido.

—Pero su caballo está aquí —intervino una tercera voz, más grave que las otras.

A Yesugei le pareció que todas pertenecían a gente joven, pero se preguntó si serían hábiles rastreadores. Aunque estaban muy cerca, no les oía moverse.

Con un enorme cuidado, volvió la cabeza para mirar a sus espaldas. A través de los matorrales, vio a un hombre tirando del nudo con el que había atado las riendas del caballo. Frunció el ceño en silencio. No podía permitir que le robaran el caballo y lo dejaran allí.

Respiró hondo y se enderezó todo lo alto que era, sobresaltando al extraño que estaba junto a su montura. Su mano buscó un cuchillo con presteza, pero luego vio el arco tendido y se quedó inmóvil.

—No buscamos pelea, viejo —dijo el desconocido en voz alta.

Yesugei sabía que estaba alertando a sus compañeros y el crujido que se oyó al poco a su derecha aceleró aún más los latidos de su corazón.

—Entonces sal donde pueda verte, y deja de arrastrarte con sigilo a mis espaldas —dijo Yesugei, haciendo que su voz resonara en el claro.

El sonido cesó y el joven que permanecía tan tranquilo bajo la amenaza de su arco asintió.

—Haz lo que dice. No quiero que me atraviese una flecha antes de desayunar esta mañana.

—Avisad antes de moveros —añadió Yesugei—, o morid, elegid. Hubo un largo silencio y el joven suspiró.

—Salid al claro, todos vosotros —ordenó, mientras iba perdiendo visiblemente la tranquilidad al ver que la punta de la flecha no se desviaba ni un instante de su corazón.

Yesugei observó con ojos entornados a los otros cuatro que salían de entre la maleza con un seco frufrú del roce de las hojas y las ramas rotas. Dos de ellos llevaban sendos arcos con las flechas montadas y listas. Todos estaban armados y vestían túnicas bien almohadilladas, el tipo de prenda diseñada para impedir que las flechas penetren demasiado profundo. Yesugei reconoció el bordado y se preguntó si ellos, a su vez, habrían reconocido quién era él. Por mucha despreocupación que mostrara el joven que estaba junto a su caballo, eran tártaros en una incursión de asalto, y Yesugei sabía reconocer en cuanto lo veía a un hombre duro dispuesto a robar todo cuanto pudiera.

Cuando todos estuvieron a la vista, el que había hablado primero hizo una inclinación de cabeza.

—He avisado de que me acercaba al campamento, viejo. ¿Nos concedes el derecho de hospitalidad mientras comemos?

Yesugei se preguntó si las normas de cortesía seguirían vigentes cuando dejaran de estar amenazados, pero al ver que dos de ellos llevaban sus propios arcos, asintió y aflojó la tensión de la cuerda. También los jóvenes se relajaron visiblemente y su líder sacudió los hombros para aliviar la tensión.

—Me llamo Ulagan, de los tártaros —se presentó el joven con una sonrisa—. Tú eres de los Lobos, a menos que hayas robado esa túnica y esa espada.

—Lo soy —respondió Yesugei, y añadió en tono formal—. Estáis invitados a compartir la comida y la leche de mi campamento.

—¿Y tu nombre? —quiso saber Ulagan, enarcando las cejas.

—Eeluk —contestó Yesugei, sin vacilar—. Si enciendes fuego, puedo ir a buscar una copa de airag negro para calentaros la sangre.

Todos los hombres se movieron despacio, mientras empezaban a preparar la comida, con cuidado de no sobresaltar a los demás con un movimiento brusco. Tardaron más de lo normal en reunir rocas y encender una llama con pedernal y acero, pero cuando salió el sol, estaban disfrutando de una buena comida compuesta por la carne seca de las alforjas de Yesugei y una extraña miel que Ulagan sacó de una bolsa que llevaba bajo la ropa. Su dulzura le resultó maravillosa a Yesugei, que no había probado nada dulce desde que la tribu encontrara un panal salvaje hacía tres años. Se chupó los dedos para aprovechar hasta la última gota del dorado fluido, lleno de fragmentos cerosos, pero sus manos no se alejaron ni un solo momento de su espada y la flecha seguía estando lista delante de él. Había algo inquietante en los ojos de Ulagan mientras le observaba comer, aunque sonreía cada vez que sus miradas se cruzaban. Ninguno de los otros pronunció una sola palabra mientras desayunaban, y la tirantez se mantuvo en todo momento.

—¿Habéis terminado? —preguntó Ulagan poco después.

Yesugei notó que se ponían tensos cuando uno de ellos se hizo a un lado y se bajó los pantalones para defecar en el suelo. No intentó esconderse y Yesugei vislumbró su miembro viril colgando mientras se esforzaba en hacerlo.

—Los Lobos mantenemos el excremento lejos de la comida —murmuró Yesugei.

Ulagan se encogió de hombros. Se puso de pie y Yesugei lo imitó para no estar en desventaja. Contempló asombrado cómo Ulagan se dirigía al montón humeante y desenvainaba.

Antes de haber tomado una decisión consciente, la espada de Yesugei estaba en su mano, pero nadie le atacó. En vez de eso, vio cómo Ulagan clavaba su hoja en aquella masa maloliente hasta que toda la superficie metálica estuvo impregnada.

Ulagan arrugó la nariz y alzó la vista hacia el hombre cuyos esfuerzos habían creado el montón.

—Tienes las tripas enfermas, Nasan, ¿te lo había dicho?

—Sí —contestó Nasan sin humor, repitiendo el gesto con su propia hoja.

Fue entonces cuando Yesugei comprendió que aquél no había sido un encuentro casual en las estepas.

—¿Cuándo me has reconocido? —preguntó suavemente. Ulagan sonrió, aunque su mirada era fría.

—Sabíamos que eras tú desde que los olkhun’ut nos dijeron que habías ido a verlos con uno de tus hijos. Le pagamos buen dinero a su khan para enviar un jinete a nuestro pequeño campamento, pero no fue difícil persuadirle. —Ulagan se rió entre dientes—. No eres un hombre popular. Ha habido momentos en los que pensé que no vendrías nunca, pero el viejo Sansar ha cumplido su palabra.

A Yesugei se le cayó el alma a los pies y temió por Temujin. Mientras evaluaba sus posibilidades, trató de hacer que el enemigo siguiera hablando. Ya había concluido que Ulagan era un idiota. No tenía ningún sentido charlar con el hombre al que vas a matar, pero aquel joven guerrero parecía estar deleitándose con el poder que tenía sobre él.

—¿Por qué mi vida es tan importante como para enviaros a buscarme? —preguntó Yesugei.

Ulagan sonrió.

—Mataste a la persona equivocada, Lobo. Mataste al hijo de un khan que fue lo bastante tonto como para robar tus rebaños. Su padre no es hombre que olvide fácilmente.

Yesugei asintió, como si escuchara con atención. Vio que los otros tres tenían la intención de envenenar sus hojas en la misma inmundicia y, sin previo aviso, saltó hacia delante y atacó, haciendo un corte profundo en el cuello de Nasan mientras se volvía de nuevo hacia ellos. Mientras su primera víctima caía con un grito, Ulagan arremetió con su espada contra el pecho de Yesugei, rugiendo de furia. Su movimiento fue veloz, pero la hoja resbaló en la cota de malla que llevaba bajo la túnica y sólo le arrancó un trozo.

Yesugei atacó deprisa para disminuir la proporción a su favor. Los otros tres se abrieron en abanico en torno a él y las hojas chocaron dos veces: sintió la fuerza de sus hombros. Les iba a enseñar qué significaba ser el khan de los Lobos.

Amagó una embestida y luego retrocedió tan rápido como pudo, con tres leves pasos, salió del círculo justo antes de que éste volviera a formarse a su alrededor. Uno de sus asaltantes se volvió y descargó su espada dibujando un amplio arco, pero Yesugei le clavó el acero en el pecho por debajo del hombro, sacando la espada de su padre mientras el tártaro se desplomaba. Entonces sintió un dolor agudo en la espalda, pero dando otro paso adelante, se liberó de la hoja y derribó a otro del grupo arrancándole media mandíbula con un rápido tajo.

Ulagan avanzó hacia él, su rostro reflejaba su rabia ante la muerte de tres de sus hermanos de armas.

—Tendrías que haber traído a más guerreros para acabar con un khan —le provocó Yesugei—. Cinco es un insulto para mí.

Se dejó caer sobre una rodilla para esquivar el golpe de Ulagan. Con un salto salvaje, Yesugei logró clavar su hoja en la espinilla del joven. No era una herida mortal, pero la sangre empapó la bota de Ulagan y de pronto el guerrero tártaro ya no se sentía tan seguro de sí mismo.

Cuando Yesugei se puso en pie, dio un paso a la izquierda y luego hacia la derecha, desconcertando a ambos rivales. Su entreno diario con Eeluk y sus vasallos le había enseñado que esos movimientos eran la clave en la lucha con espadas. Todo el mundo podía alzar una espada por encima de su cabeza, pero el juego de piernas era lo que distinguía a un hombre de un maestro. Sonrió mientras Ulagan le seguía cojeando, y le hizo gestos de que se acercara. El tártaro hizo una señal de cabeza al guerrero que quedaba con vida.

Yesugei vio cómo éste se movía hacia un lado para atacarle. Ulagan midió bien el tiempo y Yesugei se encontró sin espacio para escabullirse. Enterró la espada en el pecho de aquel hombre anónimo, pero el arma se enganchó en sus costillas y Ulagan aprovechó ese momento para atacarle con todo su peso, clavando la punta de su hoja en la cota de malla de Yesugei y haciéndola penetrar hasta el estómago. Yesugei soltó la espada, que cayó lejos de él. El dolor que sintió por sus hijos era peor que el que el arma le había causado, pero aún tuvo fuerzas para sujetar a Ulagan con la mano derecha, mientras con la izquierda sacaba una daga de su cinturón.

Ulagan vio su movimiento y se debatió, pero la mano de Yesugei era férrea. Miró al joven tártaro y le escupió en la cara.

—Tu pueblo será arrasado por esto, tártaro. Quemarán vuestras gers y vuestros rebaños quedarán desperdigados por las estepas.

Con un rápido tajo, cortó la garganta del joven y lo empujó para que cayera. Al derrumbarse, la hoja del tártaro salió del cuerpo de Yesugei, que aulló de dolor mientras caía de rodillas. Sentía correr la sangre por los muslos y utilizó su puñal para cortar una larga tira de su túnica, gritando y maldiciendo por el dolor, con los ojos cerrados ahora que nadie podía verle. Nervioso, su caballo tiraba de las riendas y relinchaba. El animal estaba asustado por el olor a sangre y Yesugei se obligó a sí mismo a hablar con calma. Si el caballo se soltaba y echaba a correr sabía que nunca conseguiría volver a su pueblo.

—No pasa nada, pequeño. No me han matado. ¿Recuerdas cuando Eeluk se cayó sobre el arbolillo roto y le atravesó la espalda? Sobrevivió porque le echaron suficiente airag hirviendo en la herida.

Su rostro se crispó al pensarlo, recordando cómo el valiente Eeluk había gritado como un niño. Por suerte, su voz pareció tranquilizar al caballo, que dejó de tirar del nudo.

—Eso es, pequeño. Quédate conmigo y llévame a casa.

Estaba a punto de desmayarse, pero apretó la tela alrededor de su cintura y ató los nudos fuertes y tirantes. Levantó las manos y se las olió, arrugando la nariz por el hedor a heces humanas de la hoja de Ulagan. Ésa había sido una acción malvada, pensó. Merecían morir.

Sólo quería mantenerse de rodillas con la espalda derecha. La espada de su padre estaba cerca de su mano y se sintió confortado por el tacto del frío metal. Pensó que se quedaría allí un buen rato y vería salir el sol. Parte de él sabía que no podía hacerlo si quería que Temujin viviera. Tenía que llegar hasta los Lobos y enviar a sus guerreros a buscar al muchacho.

Sentía el cuerpo pesado e inútil, pero logró reunir fuerzas una vez más.

Con un grito desesperado, se puso en pie y se acercó tambaleante al caballo, que le observaba con los ojos muy abiertos. Apoyando la cabeza en el flanco del caballo, introdujo la espada en la correa de la silla, cogiendo breves bocanadas de aire en un esfuerzo por aliviar el dolor. Sus dedos deshicieron los nudos de las riendas con torpeza, pero de algún modo consiguió encaramarse a la silla. Sabía que no podía descender por la empinada cuesta por la que había subido, pero la otra ladera era más suave y clavó los talones en su caballo, fijando la vista en la lejanía, en su hogar y su familia.