VI

Un par de manos arrancaron de su camastro a Temujin, quien se despertó de pronto al sentir su cuerpo golpear contra el suelo de madera. En la ger estaba tan oscuro que ni siquiera podía ver sus propios brazos o piernas, y todo le resultaba extraño. Oyó refunfuñar a Sholoi mientras andaba arriba y abajo y supuso que había sido el viejo quien lo había despertado. Sintió una nueva oleada de desagrado hacia el padre de Borte. Se puso en pie con dificultad, y ahogó un grito de dolor cuando se golpeó la espinilla contra algún obstáculo invisible. Aún no había amanecido, y todo el campamento de los olkhun’ut estaba en silencio. No quería que los perros empezaran a ladrar. Mientras bostezaba, se dijo que un poco de agua fría le quitaría la somnolencia. Alargó la mano hacia donde recordaba haber visto un cubo la noche anterior, pero no halló nada.

—¿Te has despertado ya? —preguntó Sholoi desde algún lugar cercano.

Temujin se volvió hacia ese sonido y apretó los puños en la oscuridad. Tenía un moretón que le cruzaba un lado de la cara del golpe que le había dado el anciano la noche anterior. Le había hecho verter vergonzosas lágrimas, y le había servido para comprobar que Enq había dicho la verdad sobre la vida en aquella casa miserable. Sholoi empleaba su huesuda mano para reforzar cada orden que daba, ya fuera para expulsar a un perro de su camino o para hacer que su hija o su esposa iniciaran una tarea. La mujer, que daba la impresión de tener mal genio, parecía haberse acostumbrado a callar con gesto hosco, pero Borte había sentido los puños de su padre bastantes veces esa primera noche, por el simple hecho de estar demasiado cerca de él en el reducido espacio de la tienda. Temujin pensó que, bajo la suciedad y la tela vieja, su piel estaría cubierta de cardenales. Habían hecho falta dos golpes secos para que él también mantuviera la cabeza gacha.

Temujin había sentido la mirada de ella sobre él, desdeñosa, pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Matar al viejo? Le vino a la cabeza que, una vez que Sholoi hubiera proferido el primer grito de socorro, el resto de la tribu no tardaría en quitarle la vida a su huésped. Seguro que se deleitarían dándole un buen tajo si les daba el más mínimo motivo para ello. Su último pensamiento de la noche anterior, antes de quedarse dormido, había sido la imagen de Sholoi, sangrando mientras era arrastrado por su caballo, una imagen agradable, sin duda fruto de una fantasía nacida de la humillación. Se recordó con un suspiro que Bekter había sobrevivido, y se preguntó cómo se las había apañado el malhumorado de su hermano para contenerse.

Oyó el crujido de los goznes cuando Sholoi abrió la pequeña puerta, y una rendija permitió que la fría luz de las estrellas iluminara lo suficiente para que pudiera rodear el fogón y pasar junto a las figuras dormidas de Borte y su madre. En algún lugar cerca de allí había otras dos gers donde vivían los hijos de Sholoi y sus asquerosas mujeres e hijos. Todos habían abandonado al viejo hacía unos años, dejando a Borte sola con él. Pero tuviera el carácter que tuviera, Sholoi era un khan en su propio hogar, por lo que Temujin debía resignarse a inclinar la cabeza y tratar de no ganarse demasiados coscorrones y bofetadas.

Nada más salir al exterior, empezó a temblar, cruzó los brazos sobre su túnica, intentando darse calor. Sholoi estaba vaciando la vejiga otra vez, como por lo visto necesitaba hacer cada hora durante la noche. Temujin se había despertado más de una vez con el ruido que hacía Sholoi al pasar a trompicones a su lado, preguntándose por qué lo habían arrancado del sueño en esa ocasión. Notó un dolor agudo en el estómago provocado por el hambre y albergó la esperanza de que le dieran algo caliente para comenzar el día. Estaba seguro de que un sorbo de té caliente bastaría para que sus manos dejaran de temblar, pero sabía que Sholoi se reiría y se burlaría si le pedía algo antes incluso de que las brasas estuvieran encendidas.

Temujin se puso a su vez a desaguar, observando el vapor que desprendía la orina y las oscuras siluetas del rebaño bajo la luz de las estrellas. Las noches todavía eran frías en primavera, una capa de hielo cubría el suelo. Sabía que la puerta estaba orientada al sur, por lo que no le resultó difícil encontrar el este para contemplar el amanecer. Todavía no había ni rastro del sol y Temujin se dijo que ojalá Sholoi no se levantara tan temprano todos los días. Puede que fuera un viejo desdentado, pero también era nudoso y nervudo como un palo, y el muchacho tuvo la deprimente sensación de que el día sería largo y difícil.

Se estaba metiendo la camisa por dentro de los pantalones cuando Sholoi lo agarró con fuerza del brazo y lo empujó. El viejo sostenía un cubo de madera y, en cuanto Temujin lo cogió, le entregó otro, poniéndoselo en la mano libre con un gesto brusco.

—Llénalos y vuelve enseguida, chico —ordenó.

Temujin asintió y se volvió hacia el sonido del río cercano. Deseó que Khasar y Kachiun estuvieran allí. Ya los echaba de menos y no le costaba imaginar la apacible escena del despertar en la ger, que se había repetido todos los días de su vida, cuando Hoelun los zarandeaba con suavidad para que empezaran sus tareas.

Regresó cargado con los cubos, eran terriblemente pesados, pero estaba hambriento y no quería darle a Sholoi la más mínima excusa para que lo dejara morir de hambre.

Cuando llegó la lumbre estaba encendida y ya no se veía a Borte entre las mantas. La adusta mujeruca de Sholoi, Shria, estaba inclinada sobre el fogón, alimentando las llamas con hojas antes de cerrar la puerta con un fuerte sonido metálico. No le había dirigido ni una sola palabra desde que había llegado. Temujin miró la tetera con sed, pero Sholoi entró en el mismo instante en que posaba los cubos en el suelo y lo llevó de nuevo a la silenciosa oscuridad del exterior, agarrándolo con dos dedos por el brazo.

—Ya te unirás a los demás más tarde, cuando haya salido el sol. ¿Sabes esquilar?

—No, nunca he… —empezó a decir Temujin.

Sholoi hizo una mueca de disgusto.

—No me eres muy útil, ¿eh, chico? Puedo transportar los cubos yo mismo. Cuando haya luz recogerás excrementos de oveja para el fogón. ¿Sabes guiar al ganado?

—Eso sí lo he hecho —repuso Temujin de inmediato, y albergó la esperanza de que le dejaran montar su caballo para cuidar las ovejas y las reses, al menos eso lo mantendría lejos de su nueva familia un rato todos los días.

Sholoi notó su entusiasmo y su desdentada boca se curvó en una húmeda y sucia sonrisa.

—Quieres volver con tu mamá, ¿eh, chico? ¿Es eso? ¿Te da miedo un poco de trabajo duro?

Temujin negó con la cabeza.

—Sé curtir el cuero y trenzar cuerdas para bridas y sillas de montar. Sé tallar la madera, el cuerno y el hueso.

Se dio cuenta de que se había ruborizado, aunque lo más probable era que Sholoi no pudiera verlo en aquella oscuridad estrellada. Oyó cómo resoplaba.

—No necesito una silla para un caballo que no tengo, ¿verdad? Algunos de nosotros no hemos nacido entre hermosas sedas y pieles.

Temujin anticipó el golpe y lo esquivó, volviendo la cabeza. Sholoi no se dejó tomar el pelo y le golpeó hasta que cayó de lado en la zona más oscura de terreno, donde la orina había disuelto la escarcha. Mientras luchaba por levantarse, Sholoi le dio una patada en las costillas y Temujin perdió los estribos. Se puso en pie de un salto y entonces lo miró vacilante, súbitamente inseguro sobre qué hacer. El viejo parecía haber tomado la determinación de humillarlo con cada palabra que pronunciara, y no lograba entender qué quería de él.

Sholoi dejó escapar un sonido silbante de exasperación y luego escupió, alargando hacia él sus nudosos dedos. Temujin se retiró hacia atrás, absolutamente incapaz de encontrar una respuesta que satisficiera a su torturador. Agachó la cabeza y se protegió de una lluvia de golpes, pero algunos de ellos dieron en el blanco. Su instinto le decía que devolviera el golpe y, sin embargo, no estaba seguro de que Sholoi lo notara siquiera. Parecía que el viejo había crecido en la oscuridad, lo que le hacía temible en esas circunstancias, y Temujin no podía imaginarse cómo pegarle con la fuerza suficiente para detener su ataque.

—¡Basta! —gritó—. ¡Basta!

Sholoi se rió mientras sujetaba el borde del deel de Temujin con implacable fuerza y jadeaba como si hubiera corrido un largo trecho bajo el sol de mediodía.

—He domado a caballos mejores que tú, chico. Con más espíritu, además. No eres mejor de lo que pensé que serías.

Había un desprecio infinito en su voz y Temujin se percató de que podía ver los rasgos del anciano. La primera luz del sol se había asomado desde el este y la tribu había empezado a rebullir por fin. Ambos notaron al mismo tiempo que estaban siendo observados y, al volverse, encontraron a Borte mirándolos con fijeza.

Temujin se puso rojo y experimentó una vergüenza más dolorosa que los propios golpes. Notó cómo las manos de Sholoi se detenían bajo el silencioso escrutinio de Borte y el viejo pareció desconcertado. Sin una palabra más, lo empujó para pasar y desapareció en la fétida oscuridad de la ger.

Temujin sintió la cosquilla de una gota de sangre que resbalaba desde su nariz hasta su labio superior y con un gesto de enojo se la restregó extendiéndosela por la piel, harto de todos ellos. El movimiento sorprendió a la hija de Sholoi, que dio media vuelta y escapó a la carrera hacia la penumbra del amanecer. Durante unos preciosos momentos se encontró a solas y se sintió perdido y triste. Por lo que había visto, los miembros de su nueva familia no eran mejores que los animales, y su primer día allí sólo acababa de empezar.

Borte corrió por entre las gers, esquivando los obstáculos y pasando a toda velocidad junto a un perro que se puso a ladrar e intentó darle caza. Con unos hábiles giros lo dejó atrás, y sus furiosos e impotentes gruñidos con él. Cuando corría, se sentía viva, como si nada en el mundo pudiera tocarla. Cuando se quedaba quieta, las manos de su padre podían alcanzarla o el látigo de abedul de su madre golpear su espalda. Todavía conservaba las marcas que le había dejado por derribar un balde de yogur frío dos días antes.

El aliento entraba y salía limpiamente de sus pulmones y deseó que el sol se congelara en el lejano horizonte. Si la tribu seguía durmiendo, podría encontrar un poco de paz y de felicidad, a salvo de sus miradas. Sabía lo que decían de ella, y había veces en que deseaba poder ser como las demás chicas de la tribu. Incluso lo había intentado cuando su madre lloró por su causa una vez. Un día bastó para que se cansara de coser y cocinar y aprender a fermentar el airag negro para los guerreros. ¿Dónde estaba la diversión en esas tareas? Incluso presentaba un aspecto distinto al de las otras muchachas, tenía una constitución delgada y sus senos eran apenas dos bultos sobre la plancha de costillas que era su pecho. Su madre se quejaba de que no comía lo suficiente para crecer, pero Borte había oído un mensaje diferente. No quería que le salieran esos enormes pechos de vaca colgando de ella sólo para que un hombre los ordeñara. Quería ser veloz como un ciervo y delgada como un perro salvaje.

Resoplaba mientras corría, regocijándose en el placer de sentir el viento. Su padre la había entregado al cachorro de Lobo sin pensárselo dos veces. El viejo era demasiado estúpido para preguntarle si ella lo aceptaba o no, aunque lo que más la disgustaba era saber que, de todos modos, su respuesta no le habría importado. Ante su padre, lo único que cabía hacer era correr y esconderse, como había hecho ya miles de veces. Algunas mujeres entre los olkhun’ut le dejaban pasar la noche en sus tiendas cuando el viejo Sholoi estaba encolerizado. No obstante, eran refugios peligrosos si sus propios esposos habían bebido leche fermentada. Borte siempre escuchaba con atención sus voces: cuando notaba que arrastraban las palabras y emitían un aliento dulce, sabía que irían a buscarla al anochecer. La habían sorprendido una vez de esa manera y se dijo que sería la última, al menos mientras llevara su pequeño puñal consigo.

Pasó corriendo junto a las últimas tiendas de la tribu e, instintivamente, decidió llegar hasta el río, cuya serpenteante silueta brillaba bajo la luz del amanecer. Borte sintió que la velocidad seguía fluyendo por sus piernas, tal vez pudiera saltar y no regresar nunca al suelo, como una garza al alzar el vuelo. Se rió al imaginarse corriendo como esas aves desgarbadas, todo piernas y alas agitándose. En aquel momento llegó a la orilla, juntó los muslos y salió disparada hacia lo alto. Voló y, durante un momento de gloria, alzó la vista hacia el sol naciente y pensó que no tendría que descender. Sus pies alcanzaron el extremo más lejano de la sombría ribera y cayó sobre la hierba todavía crujiente por la escarcha, sin aliento por los vuelos de su propia imaginación. Envidiaba a los pájaros que podían elevarse del suelo. Cómo debían disfrutar de la libertad, pensó mientras buscaba en el cielo sus oscuras formas dirigiéndose hacia el amanecer. Nada le produciría más placer que ser capaz de extender las alas y dejar atrás a su madre y a su padre, reducidos a unos meros manchurrones en el suelo. Desde allí arriba parecerían pequeños, estaba segura, como insectos. Volaría hasta el sol y el Padre Cielo le daría la bienvenida. Hasta que él también levantara su mano contra ella y tuviera que marcharse volando otra vez.

Pero, en realidad, Borte no confiaba demasiado en el Padre Cielo. Sabía que los hombres, fueran de la clase que fueran, se parecían demasiado a los sementales que había visto montando a las yeguas de los olkhun’ut, siempre excitados, antes y durante el acto, con sus largos miembros balanceándose bajo su vientre. Después, pastaban como si nada hubiera ocurrido, sin el menor asomo de ternura. El acto no tenía ningún misterio para ella después de haber vivido siempre en la misma ger que sus padres. Cuando decidía atraer a Shria hacia él por las noches, a su padre le traía sin cuidado la presencia de su hija.

Borte exhaló hondo, tendida en el frío suelo. Si creían que el cachorro de Lobo la iba a montar del mismo modo, se sorprenderían al ver el muñón que le iba a dejar en el lugar de su miembro viril. Se imaginaba llevándolo en la mano como un gusano rojo mientras él la perseguía y le exigía que se lo devolviera. No pudo evitar reír entre dientes al pensar en aquella imagen. La tribu se estaba despertando. Había mucho trabajo por hacer con los rebaños. Sin duda su padre estaría ocupado con el hijo del khan, pero Borte decidió no alejarse demasiado, por si acaso le ordenaba trabajar las pieles sin curtir o preparar la lana para hacer fieltro. Todo el mundo participaría en el trabajo hasta que todas las ovejas estuvieran esquiladas, y si se le ocurría no aparecer en todo el día sin duda se merecería otro azote con la rama de abedul.

Se sentó sobre la hierba y arrancó un tallo para masticarlo. «Temujin». Dijo su nombre en voz alta, fijándose en cómo se movía su boca al pronunciarlo. Significaba hombre de hierro, un buen nombre si no le hubiera visto encogerse bajo la mano de su padre. Era más pequeño que ella y un poco cobarde, ¿y ése iba a ser su marido? ¿Era ése el muchacho que le daría hijos e hijas fuertes que podrían correr como ella?

—¡Jamás! —gritó, mientras miraba el flujo del agua.

En un impulso, se inclinó sobre la superficie y se quedó mirando la borrosa visión de su rostro. Pensó que podría ser cualquiera. Cualquiera que se cortara los cabellos con una navaja y fuera tan sucia como todos los pastores. No era ninguna belleza, eso era cierto, pero era capaz de correr lo bastante rápido como para que ninguno de ellos la cogiera.

Bajo el sol del mediodía, Temujin se limpió el sudor de los ojos, mientras oía cómo le sonaban las tripas. La madre de Borte era tan antipática y desagradable como su esposo y tenía una mirada igual de penetrante. Le aterró pensar que podría llegar a tener una mujer tan fea y malhumorada como aquélla. Como desayuno, Shria le había dado un cuenco de té salado y un trozo de queso del tamaño de su pulgar y duro como un hueso. Se lo había metido en la boca contra un carrillo para chuparlo, pero a mediodía apenas había logrado ablandarlo. Sholoi había recibido tres bolsillos calientes de pan sin levadura y cordero especiado, y se estaba pasando los grasientos víveres de una mano a otra para protegerse del frío matutino. Al olerlos, a Temujin se le había hecho la boca agua, pero Shria le había pellizcado la barriga y le había dicho que podía permitirse perderse unas cuantas comidas. Era un insulto, pero ¿qué importaba uno más?

Mientras Sholoi engrasaba el cuero y comprobaba los cascos de todos los caballos de los olkhun’ut, Temujin había llevado unos enormes fardos de vellón al lugar en el que las mujeres de la tribu los disponían sobre viejas esteras para hacer fieltro. Los fardos eran lo más pesado que jamás hubiera transportado, pero había logrado atravesar el campamento tambaleándose, atrayendo las miradas y provocando el parloteo animado de los niños pequeños. Las pantorrillas y la espalda le empezaron a arder antes de acabar el segundo viaje, pero no se le permitía parar. A la décima bala, Sholoi había dejado de engrasar para observar su vacilante progreso y Temujin notó que algunos hombres sonreían y hacían apuestas entre ellos. Parecía que los olkhun’ut estaban dispuestos a apostar por cualquier cosa, pero hacía mucho que ya nada le importaba, y por fin cayó, porque sus piernas ya no le sostenían. Nadie se acercó a levantarle. Pensó que nunca se había sentido tan infeliz como en ese momento de silencio, durante el cual los olkhun’ut observaban sin más cómo se ponía de nuevo en pie. No había piedad ni humor en ninguno de sus duros rostros y, cuando por fin se levantó, sintió que su desprecio alimentaba su espíritu y le ayudaba a erguir la cabeza. Aunque le escocían los ojos por el sudor y sentía un calor abrasador en el pecho cada vez que respiraba, les sonrió. Para su regocijo, algunos incluso desviaron la mirada, aunque la mayoría entrecerraron los ojos.

Supo que alguien se estaba aproximando por la manera en que sus expresiones cambiaron. Temujin se colocó el fardo sobre un hombro y levantó ambos brazos para estabilizarlo. No le gustó la sensación de vulnerabilidad de su posición y se volvió a ver quién había llamado la atención de la multitud. Cuando reconoció a su primo, vio que Koke estaba disfrutando de ese momento. Los puños le colgaban a ambos costados, pero era fácil imaginarlos golpeando su desprotegido estómago. Temujin intentó tensar la barriga y sintió cómo temblaba por el agotamiento. El peso de la bala lo aplastaba y seguía sintiendo una extraña debilidad en las piernas. Cuando se le acercó, adoptó una expresión imperturbable, haciendo cuanto podía para desconcertar al muchacho, que competía en su propio terreno.

No funcionó. Koke llegó primero, pero tras él venían otros chicos de la misma edad, con ojos brillantes y aspecto peligroso. Por el rabillo del ojo, Temujin vio que los adultos se daban codazos los unos a los otros y se reían. Gruñó para sí y deseó tener un puñal para borrar la arrogancia de sus caras. ¿Habría sufrido Bekter de esa manera? Nunca lo había mencionado.

—Recoge ese fardo, chico —dijo Koke, con una mueca que quería ser una sonrisa.

Cuando Temujin abrió la boca para responder, sintió un empellón que desequilibró la bala, y casi se cayó con ella. Se tambaleó y chocó con Koke, que lo empujó con violencia para quitárselo de encima. Había participado en demasiadas peleas con sus hermanos para dejar pasar algo así y le lanzó a Koke un puñetazo que le echó la cabeza hacia atrás. Al instante, los dos estaban rodando por el suelo polvoriento, olvidándose del fardo caído. Los otros muchachos no animaron a Koke, pero uno de ellos se acercó corriendo y le dio a Temujin una patada en el estómago, cortándole la respiración. Éste dio un grito de rabia, pero mientras se soltaba de Koke y trataba de levantarse otro de los chicos le dio una patada en la espalda. A Koke le sangraba la nariz, aunque no era más que un hilillo de sangre que ya se estaba coagulando en el polvo. Antes de que Temujin se hubiera puesto de nuevo en pie, Koke volvió a agarrarlo y le apretó la cabeza contra la tierra mientras otros dos chicos se sentaban sobre su pecho y sus piernas, aplastándolo con su peso. Después de tanto tiempo cargando fardos, Temujin estaba demasiado cansado para quitárselos de encima. Se debatía como un loco, pero tragaba polvo cada vez que respiraba y al poco notó que se estaba ahogando y empezó a clavarles las uñas con todas sus fuerzas. Uno de los chicos le había agarrado por la garganta y Koke le daba puñetazos en la cabeza para que los soltara. Después de eso, se produjo una especie de vacío en su mente y el ruido pareció alejarse.

No es que se despertara exactamente, ya que tampoco había dormido, pero cuando le vaciaron un cubo sobre la cabeza, recobró la consciencia como si regresara de un sueño. Temujin dejó escapar un grito ahogado al recibir el agua fría que recorría su cuerpo dibujando surcos de sangre diluida y barro sucio. Sholoi lo mantuvo enderezado y Temujin vio que el viejo había hecho huir por fin a los chicos, que seguían burlándose y riéndose de su víctima. Temujin miró a Sholoi a los ojos y no vio más que irritación cuando el viejo chasqueó los dedos ante él para llamar su atención.

—Tienes que ir a buscar más agua ahora que he vaciado este cubo —oyó decir a Sholoi mientras se alejaba—. Después de eso, ayudarás a varear la lana hasta que comamos. Si trabajas bien, te daremos carne y pan caliente para que recuperes fuerzas. —Por un momento, pareció disgustado—. Creo que sigue mareado. Éste necesita un cráneo más duro, como su hermano. Aquel chico tenía la cabeza como un yak.

—Te estoy oyendo —dijo Temujin, irritado, olvidando cuán débil se sentía.

Agarró el cubo con gesto brusco, sin preocuparse de ocultar su ira. No veía a Koke o a los demás, pero se prometió que terminaría la pelea que habían empezado. Había soportado el trabajo y las burlas de los olkhun’ut, pero una paliza pública era demasiado. Sabía que no podía abalanzarse sin más contra su primo. Como el niño que era lo deseaba, pero como guerrero, sabía que tenía que esperar su momento. Ya llegaría.

Mientras cabalgaba por un amplio valle verde entre dos picos, Yesugei vio las figuras de varios jinetes en la distancia. Apretó los labios con firmeza. Desde tan lejos, no conseguía distinguir si los olkhun’ut habían enviado a algunos guerreros para seguirle hasta que retornara a sus gers, o si se trataba de una partida de asalto de alguna tribu nueva en la zona. Su esperanza de que fueran pastores se evaporó en cuanto echó una ojeada a las vacías pendientes de las colinas. No había ovejas perdidas en las proximidades y tuvo la sombría certeza de que sería una presa fácil si el grupo daba media vuelta para darle caza.

Observaba sus movimientos por el rabillo del ojo, con cuidado de que no percibieran una diminuta cara blanca mirando en su dirección. Esperaba que no se tomaran la molestia de perseguir a un solo jinete, pero resopló entre dientes al descubrir que se habían dado la vuelta y ponían sus caballos al galope. Los escoltas más avanzados de sus Lobos seguían estando a dos días de camino, por lo que tendría que deshacerse de los asaltantes en ese terreno tan abierto. Puso a su caballo castrado al galope, alegrándose de que fuera tan fuerte y estuviera bien descansado. Tal vez las monturas de sus perseguidores estuvieran fatigadas y pudiera dejarlos atrás.

Yesugei no miraba por encima de su hombro mientras cabalgaba. En un valle tan abierto, alcanzaba a ver y era visto a una enorme distancia. La persecución no sería larga, y, a menos que tuviera mucha suerte y encontrara un refugio, le cogerían. Sus ojos recorrieron febrilmente las colinas, viendo los árboles erguirse en las altas crestas de las montañas, como pestañas lejanas. Pensó que no podrían ocultarlo. Necesitaba un valle abrigado donde los bosques se extendieran sobre la dura tierra, cubriéndola de hojas viejas y verdes agujas de pino. Había tantos lugares así… pero le habían descubierto lejos de cualquiera de ellos. Con la irritación gruñendo en su pecho, siguió cabalgando. Cuando por fin se volvió, los jinetes estaban más cerca y vio que eran cinco. Sabía que la persecución habría enardecido sus ánimos. Imaginaba que irían dando gritos, aunque éstos se perdían en la distancia. Enseñaba los dientes al viento mientras cabalgaba. Si supieran a quién estaban siguiendo, no serían tan imprudentes. Tocó con la mano el puño de su espada, colocada en diagonal sobre los cuartos traseros del animal, golpeando su piel. El largo acero había pertenecido a su padre e iba sujeto por una correa de cuero, para que no resbalase. Su arco estaba bien atado a su silla, pero podía tensarlo en un instante. Bajo su deel, el peso de la vieja cota de malla que había obtenido en una razia le confortaba: si lo provocaban se encargaría de despedazarlos a todos, pensó con una punzada de antigua emoción. Era el khan de los Lobos y no temía a hombre alguno. Vendería cara su vida.