V

La penetrante vista de Yesugei descubrió a los exploradores de los olkhun’ut en el mismo momento en que ellos lo vieron a él. Las graves notas de sus cuernos, con los que llamaban a los guerreros a defender sus rebaños y a sus mujeres, llegaron hasta la tribu.

—No hables hasta que se dirijan a ti —advirtió a su hijo—. Muéstrate impasible, pase lo que pase. ¿Entendido?

Nervioso, Temujin no contestó y tragó saliva. Los días y las noches pasados con su padre habían sido un periodo extraño para él. No recordaba haber contado en toda su vida con la total atención de Yesugei, sin que sus hermanos irrumpieran en algún momento para distraer la atención del khan. Al principio, había pensado que sería un suplicio tener que compartir todo un viaje a solas con él. No eran amigos y no podían serlo, pero hubo momentos en los que vio un destello nuevo en los ojos de su padre. En cualquier otro, habría dicho que aquel destello era de orgullo.

En la distancia, Temujin vio cómo se levantaba una nube de polvo de la seca tierra al paso de los jóvenes guerreros que habían ido subiendo de un salto sobre sus caballos y pidiendo armas. La boca de Yesugei se convirtió en una línea dura y delgada y se sentó muy erguido en su silla, con la espalda firme y derecha. Temujin lo imitó lo mejor que pudo, mientras observaba cómo crecía la nube de polvo a medida que aumentaba el número de guerreros que se acercaba a la solitaria pareja.

—No te vuelvas hacia ellos, Temujin —ordenó con brusquedad Yesugei—. Son niños que juegan y me avergonzarás si los honras.

—Entiendo —respondió Temujin—. Pero si te quedas quieto como una estatua, sabrán que eres consciente de su presencia. ¿No sería mejor hablar conmigo, reírnos?

Sintió cómo la mirada de su padre lo fulminaba y, por un instante, tuvo miedo. Aquellos ojos dorados habían sido la última visión de más de un joven miembro de la tribu. Yesugei se estaba preparando para enfrentarse a sus enemigos, y sus instintos se apoderaban de sus músculos y sus reacciones. Cuando Temujin se volvió para devolverle la mirada, vio que su padre hacía un esfuerzo de voluntad y se relajaba visiblemente. De algún modo los olkhun’ut no parecían estar tan cerca y el día se veía algo más luminoso.

—Quedaríamos como idiotas si nos derribaran de los caballos —explicó Yesugei, poniendo una mueca en forma de sonrisa que no habría estado fuera de lugar en un cadáver.

Temujin se rió ante su esfuerzo, que sinceramente le pareció divertido.

—¿Te duele algo? Intenta echar la cabeza para atrás mientras sonríes.

Su padre hizo lo que Temujin le sugería, y ambos estallaron en un ataque de risa irrefrenable. Los jinetes olkhun’ut llegaron y se detuvieron frente a Yesugei, que tenía la cara roja y se secaba las lágrimas de los ojos, pronto rodearon a los dos forasteros con sus monturas. La nube de polvo flotante llegó con ellos, atravesando el grupo empujada por el viento y obligándolos a entornar los ojos.

El remolino de guerreros guardó silencio mientras Temujin y Yesugei recuperaban la compostura y fingían darse cuenta por primera vez de la presencia de los olkhun’ut. Temujin mantuvo su rostro tan inexpresivo como pudo, aunque apenas podía esconder su curiosidad. Todo era sutilmente distinto del mundo al que estaba acostumbrado. Los músculos de sus caballos eran fantásticos, y los propios guerreros vestían ligeras túnicas grises con dibujos bordados en hilo dorado en los pantalones marrón oscuro. De algún modo, eran más limpios y de aspecto más cuidado que su propio pueblo y Temujin sintió nacer en su interior un vago resentimiento. Su mirada se posó en uno que sin duda debía ser el líder. Los otros jinetes lo trataron con deferencia cuando se aproximó, esperando recibir sus órdenes.

Observó que el joven guerrero montaba tan bien como Kachiun, pero casi había alcanzado la edad adulta y vestía sólo una ligera túnica que dejaba al descubierto sus morenos brazos. Llevaba dos arcos atados a su silla con una correa y una buena hacha arrojadiza. No vio que nadie llevara espadas, todos portaban aquellas pequeñas hachas y Temujin se preguntó cómo se utilizarían contra hombres armados. Sospechaba que un buen acero podría hacerlas astillas en un par de golpes… a menos que las lanzaran.

Los olkhun’ut los examinaban a su vez. Uno de los hombres condujo suavemente su caballo hacia Yesugei. Una mano mugrienta se alargó para palpar la tela de su túnica.

Temujin apenas vio moverse a su padre, pero una línea roja apareció en la palma del hombre antes de que éste pudiera poner un solo dedo en las cosas de Yesugei. El jinete olkhun’ut aulló y se retiró, y de inmediato su dolor se transformó en ira.

—Te arriesgas mucho cabalgando hasta aquí sin tus vasallos, khan de los Lobos —dijo de pronto el joven de la túnica—. ¿Nos has traído otro de tus hijos para que los olkhun’ut le enseñen a ser un hombre?

Yesugei se volvió hacia Temujin y en sus ojos relucía una vez más ese extraño brillo.

—Éste es mi hijo, Temujin. Temujin, éste es tu primo Koke. Su padre es el hombre a quien herí en la cadera el día que conocí a tu madre.

—Y todavía cojea —confirmó Koke, sin sonreír.

Sin una señal visible, su caballo avanzó y el joven se aproximó a Yesugei para darle una palmada en el hombro. El khan se lo permitió, aunque había algo en su inmovilidad que sugería que podría no haberlo hecho. Los otros guerreros se relajaron cuando Koke se alejó de nuevo. Había demostrado que no tenía miedo del khan y Yesugei había aceptado que él no gobernaba donde los olkhun’ut montaban sus gers.

—Debéis estar hambrientos. Los cazadores han traído unas marmotas de primavera muy gordas esta mañana. ¿Queréis comer con nosotros?

—Sí —respondió Yesugei por los dos.

A partir de aquel momento, los protegían las leyes de la hospitalidad y Yesugei perdió la rigidez que parecía indicar que preferiría estar empuñando una espada. Su daga había desaparecido en el interior de sus ropas. Por el contrario, Temujin sentía un agujero en el estómago. Hasta entonces no había sido del todo consciente de lo solo que se iba a sentir rodeado de extraños y, aun antes de que alcanzaran las tiendas exteriores de los olkhun’ut, ya estaba mirando a su padre a cada instante, temiendo que llegara el momento en que éste partiría y lo dejaría atrás.

Las gers de los olkhun’ut tenían un tono gris claro distinto al que Temujin le resultaba familiar. Los caballos descansaban en grandes corrales en el exterior de la agrupación de tiendas, demasiadas para poder contarlas. La prosperidad del pueblo era evidente por los rebaños de cabras y ovejas que pastaban en todas las colinas cercanas y, como Yesugei le había dicho, los olkhun’ut eran muy numerosos. Temujin vio a algunos niños de la edad de sus hermanos compitiendo entre sí en las afueras del campamento. Cada uno de ellos tenía un arco pequeño, y parecían disparar directamente contra el suelo, alternando chillidos y maldiciones. Todo le resultaba muy extraño y deseó que Kachiun y Khasar estuvieran allí con él.

Su primo Koke bajó de un salto de su caballo y le dio las riendas a una mujer menuda con la cara surcada de líneas como una hoja. Temujin y Yesugei desmontaron al mismo tiempo y se llevaron sus caballos para darles agua y comida. Los otros jinetes se dispersaron por el campamento, regresando a sus propias tiendas o reuniéndose en grupos para charlar. La presencia de forasteros en la tribu no era común y, cuando Koke condujo a los dos Lobos entre la gente de su pueblo a grandes zancadas, Temujin notó que cientos de ojos se posaban sobre él.

Yesugei gruñó, poco animado ante la idea de tener que caminar detrás del joven. Como respuesta, el khan caminaba muy despacio, parándose a inspeccionar los nudos con los que hasta la menos importante de las familias decoraba su ger. Con el ceño fruncido, Koke se veía obligado a esperar a sus huéspedes para no llegar a su destino sin ellos. Temujin sintió deseos de aplaudir ante la sutileza con la que su padre le había dado la vuelta a aquel jueguecito de poder, cambiando las tornas a su favor. En vez de seguir al joven apresuradamente, habían convertido el trayecto en un recorrido por las tiendas de los olkhun’ut. Yesugei se había dirigido incluso a un par de personas, pero no con una pregunta, que podrían haberse negado a contestar, sino sólo con un cumplido o un simple comentario. Los olkhun’ut miraban fijamente a aquella pareja de Lobos y Temujin notó que su padre estaba disfrutando de la tensión como si estuvieran librando una batalla.

Para cuando se detuvieron delante de una ger con una puerta de un azul muy vivo, Koke estaba irritado con los dos, aunque no habría sabido explicar exactamente por qué.

—¿Está bien tu padre? —quiso saber Yesugei.

El joven guerrero, que ya se había agachado para entrar en la tienda, tuvo que parar a medio camino.

—Está más fuerte que nunca.

Yesugei asintió con un gesto.

—Dile que estoy aquí —le pidió, mirando inexpresivamente a su sobrino político.

Koke se sonrojó un poco antes de desaparecer en la oscuridad de la ger. Aunque no muy lejos todos les observaban, Temujin y Yesugei se encontraron solos por un momento.

—Cuando entremos, cumple las normas de la cortesía —murmuró Yesugei—. Éstas no son como las familias que conoces. Se darán cuenta de cada uno de tus errores y, si los cometes, se regocijarán por ello.

—Entiendo —repuso Temujin, moviendo los labios de modo imperceptible—. ¿Cuántos años tiene mi primo Koke?

—Trece o catorce —contestó Yesugei.

Temujin levantó la vista con interés.

—Entonces ¿existe sólo porque elegiste disparar a su padre en la cadera en vez de en el corazón?

Yesugei se encogió de hombros.

—No pretendía darle en la cadera. Quería matarlo, pero sólo dispuse de un instante para soltar la flecha antes de que el otro hermano de tu madre me lanzara un hacha.

—¿Está aquí él? —preguntó Temujin, mirando a su alrededor.

—No, a menos que consiguiera ponerse de nuevo la cabeza sobre los hombros —repuso Yesugei, riéndose.

Temujin se quedó callado mientras reflexionaba sobre lo que acababa de oír. Los olkhun’ut no tenían ninguna razón para amar a su padre y muchas para odiarle y, sin embargo, él les enviaba a sus hijos para buscar esposas. Las certezas que había conocido en su propia tribu se estaban desvaneciendo y se sintió perdido y asustado. Recuperó la determinación con un esfuerzo e intentó adoptar una expresión impávida. No le matarían, y todo lo demás era soportable, de eso estaba prácticamente seguro.

—¿Por qué no ha salido? —preguntó en susurros a su padre.

Yesugei emitió un gruñido y dejó de observar a unas jóvenes olkhun’ut que estaban ordeñando unas cabras para mirar a su hijo.

—Nos hace esperar porque cree que me sentiré insultado. Me hizo esperar cuando vine con Bekter hace dos años. Sin duda me hará esperar cuando venga con Khasar. Es un idiota, pero todos los perros ladran a los lobos.

—Entonces ¿por qué es el primero al que vienes a visitar? —quiso saber Temujin, bajando la voz aún más.

—Los lazos de sangre garantizan mi seguridad cuando estoy entre ellos. Les fastidia darme la bienvenida, pero haciéndolo honran a tu madre. Yo desempeño mi papel y mis hijos tienen esposas.

—¿Verás a su khan?

Yesugei negó con la cabeza.

—Si Sansar me viera, tendría que ofrecerme sus tiendas y sus mujeres mientras estuviera aquí. Se habrá ido de caza, como haría yo si él fuera a visitar a los Lobos.

—Te gusta —afirmó Temujin, observando con atención el rostro de su padre.

—Tiene suficiente orgullo para no fingir que es amigo mío cuando no lo es. Le respeto. Si alguna vez decidiera robar sus rebaños, le dejaría quedarse con unas cuantas ovejas y un par de mujeres, tal vez incluso con un arco y una buena capa para protegerse del frío.

Yesugei sonrió imaginándose la escena y miró de nuevo a las chicas que se afanaban en acallar los balidos de su rebaño. Temujin se preguntó si sabrían que el Lobo estaba ya entre ellas.

El interior de la ger era sombrío, y el aire estaba cargado de olor a cordero y sudor. Al agacharse para atravesar el dintel, Temujin se dio cuenta por vez primera de lo vulnerable que era un hombre cuando entraba en el hogar de otra familia. Tal vez la pequeñez de las puertas tuviera otra función, aparte de servir de protección contra el frío invernal.

En los lados de la tienda había camas y sillas de madera tallada, y un pequeño brasero ardía en el centro. Temujin se sintió algo decepcionado por el ordinario aspecto del interior, aunque su atenta vista descubrió un hermoso arco en el muro del fondo, con doble curva, hecho de asta y nervios. Se preguntó si tendría la oportunidad de practicar el tiro con arco con los olkhun’ut. Si le prohibían utilizar armas a lo largo de todo el año, podría llegar a perder la destreza que tanto le había costado adquirir.

Koke estaba de pie, con la cabeza inclinada en señal de respeto, pero otro hombre, a quien el khan sacaba una cabeza, se alzó cuando Yesugei se acercó a saludarle.

—Te he traído a otro de mis hijos, Enq —anunció con formalidad—. Los olkhun’ut son amigos de los Lobos y nos honran grandemente dándonos esposas fuertes.

Temujin estudió a su tío con fascinación. El hermano de su madre. Era extraño pensar que ella había crecido allí, imaginarla quizá montando una oveja, como hacen a veces los bebés.

Enq era un hombre delgado como una lanza, con la carne pegada a los huesos y un cráneo afeitado que dejaba a la vista las venas que lo recorrían. A pesar de la oscuridad de la tienda, la grasa de su piel relucía, al igual que el único mechón de pelo gris que colgaba delante de sus ojos. La mirada con la que recibió a Yesugei no era de bienvenida, aunque estrechó su mano para saludarlo y su mujer preparó té salado para que ambos se recobraran del viaje.

—¿Está bien mi hermana? —preguntó Enq, rompiendo el silencio que se había creado.

—Me ha dado una hija —respondió Yesugei—. Tal vez un día me envíes tú a mí un hijo de los olkhun’ut.

Enq asintió, aunque la idea no parecía agradarle.

—¿Ha tenido ya su primer sangrado, la chica que le buscaste a mi hijo mayor? —inquirió Yesugei.

Enq hizo una mueca mientras bebía.

—Su madre dice que no —contestó—. Irá cuando esté lista. —Dio la impresión de que iba a volver a hablar, pero luego cerró la boca con fuerza, y las arrugas alrededor de sus labios se marcaron aún más.

Temujin se sentó en el borde de una de las camas, tomando nota de la excelente calidad de las mantas. Recordó lo que había dicho su padre y cuando le ofrecieron el cuenco de té lo tomó con la mano derecha, colocando la izquierda bajo el codo derecho a la manera tradicional. Nadie habría podido criticar los modales que estaba exhibiendo frente a los olkhun’ut.

Los demás se acomodaron también y bebieron en silencio. Temujin empezó a relajarse.

—¿Por qué no me ha saludado tu hijo? —preguntó Enq a Yesugei con malicia.

Temujin se puso rígido cuando su padre frunció el ceño. Dejó el cuenco a un lado y se levantó de nuevo. Enq se puso de pie y Temujin se percató con satisfacción de que ambos tenían la misma altura.

—Es un honor conocerte, tío —dijo—. Soy Temujin, el segundo hijo del khan de los Lobos. Mi madre te manda saludos. ¿Estás bien?

—Sí, muchacho —respondió Enq—, aunque veo que todavía tienes que aprender la cortesía de nuestro pueblo.

Yesugei carraspeó suavemente y Enq se guardó lo que fuera que hubiera estado a punto de añadir. A Temujin no le pasó desapercibido el brillo de irritación en sus ojos. Se había metido de lleno en un mundo adulto de sutilezas y juegos y, una vez más, comenzó a temer el momento en que su padre le dejara solo.

—¿Qué tal tu cadera? —murmuró Yesugei.

Los delgados labios de Enq se tensaron en una sonrisa claramente forzada.

—Nunca pienso en ello —respondió.

Cuando tomó asiento de nuevo, Temujin notó que sus movimientos carecían de flexibilidad y experimentó un secreto placer. No tenían por qué gustarle esos extraños. Comprendía que se trataba de otra prueba, como el resto de actividades que Yesugei imponía a sus hijos. La superaría.

—¿Hay una esposa para él en las gers? —preguntó Yesugei.

Enq hizo una mueca, apurando el cuenco de té y levantándolo para que se lo volvieran a llenar.

—Hay una familia que no ha sido capaz de encontrar un marido para su hija. Estarán contentos de que se alimente de la carne y la leche de otro.

Yesugei asintió.

—La veré antes de dejaros. Debe ser fuerte y capaz de darle hijos a los Lobos. Quién sabe, quizá un día sea la madre de la tribu.

Enq asintió a su vez, sorbiendo el salado líquido con expresión concentrada. Temujin estaba deseando alejarse de aquella lúgubre tienda y de su olor ácido, pero se obligó a sí mismo a permanecer quieto y escuchar cada una de las palabras que se pronunciaban. Al fin y al cabo, su futuro dependía de ese momento.

—Te la traeré —se ofreció Enq, pero Yesugei negó con la cabeza.

—La buena sangre proviene de una buena familia, Enq. Veré a sus padres antes de irme.

A regañadientes, Enq aceptó.

—Muy bien. Tenía que salir a orinar, de todas formas.

Temujin se puso en pie, quedándose detrás mientras su tío salía de la tienda. Casi enseguida empezó a oír el ruidoso chorro de líquido. De la garganta de Yesugei brotaron sonidos de risa, pero no era una risa amistosa. Comunicándose sin necesidad de palabras, alargó la mano y cogió a Temujin por la nuca, luego ambos salieron a la brillante luz del sol.

Los olkhun’ut parecían albergar una insaciable curiosidad por sus visitantes. Cuando los ojos de Temujin se acostumbraron a la luz, vio a varias docenas de personas reunidas en torno a la ger de Enq, aunque Yesugei apenas les concedió una mirada. Enq caminaba entre la multitud y quitó a dos perros amarillos de su camino de una patada. Yesugei le seguía y, por un instante, se volvió hacia su hijo y sus miradas se encontraron. Temujin sostuvo la mirada sin dejar traslucir sus sentimientos hasta que su padre le hizo una breve inclinación de cabeza, sintiéndose más tranquilo.

El agarrotamiento de Enq era mucho más visible ahora, mientras caminaban tras él, y cada paso revelaba su vieja herida. Al notar cómo lo examinaban, se sonrojó mientras les llevaba a través de las tiendas apiñadas hasta el borde del campamento. Los olkhun’ut los seguían charlando, mostrando su interés sin ninguna vergüenza.

El tronar de unos cascos resonó a la espalda del pequeño grupo y Temujin se sintió tentado de volverse a mirar. Vio a su padre echar una ojeada. Sabía que si había algún tipo de amenaza, el khan habría sacado la espada. Aunque sus dedos tocaron la empuñadura, Yesugei simplemente sonrió. Temujin escuchó el sonido de los cascos que se acercaban más y más, hasta que la tierra tembló bajo sus pies.

De repente, en el último momento, Yesugei se hizo a un lado de un salto, alargó la mano y agarró al jinete. El caballo siguió avanzando con ímpetu salvaje, desprovisto de riendas y de silla. Al verse libre de su carga, corcoveó dos veces y luego se tranquilizó, bajando la cabeza para mordisquear la hierba seca.

Cuando su padre saltó, Temujin se había vuelto y alcanzó a ver cómo el fornido hombre dejaba a un niño en el suelo como si no pesara nada.

Podría tratarse de una niña, pero era difícil asegurarlo. Llevaba el pelo corto y la cara ennegrecida por la suciedad. Se debatió en los brazos de Yesugei cuando la bajó del caballo, entre escupitajos y berreos.

—Veo que los olkhun’ut las dejan crecer en estado salvaje —advirtió Yesugei.

La cara de Enq estaba crispada en un gesto que tal vez fuera de diversión. Se quedó mirando a la mugrienta niña mientras ésta se alejaba chillando.

—Sigamos hasta la tienda de su padre —dijo, lanzando una mirada fugaz a Temujin, antes de proseguir la marcha cojeando.

Temujin miró con atención la figura que se alejaba corriendo, y deseó haberla visto mejor.

—¿Es ella? —preguntó en voz alta. Nadie le contestó.

Los caballos de los olkhun’ut se encontraban fuera del irregular cerco del campamento de la tribu, relinchando y sacudiendo la cabeza por la excitación de la primavera. La última de las tiendas estaba situada sobre un terreno polvoriento junto a los corrales, recubierta de barro seco, sin ningún ornamento. Hasta la puerta estaba hecha de madera sin pintar, lo que sugería que los propietarios no poseían más que sus vidas y su lugar en la tribu. Temujin suspiró ante la idea de pasar un año junto a una gente tan pobre. Esperaba que le dieran al menos un arco para cazar. A juzgar por el aspecto de la ger la familia de su esposa tendría dificultades incluso para alimentarlo.

El rostro de Yesugei permanecía inexpresivo y Temujin trató de imitarle delante de Enq. Ya había decidido que no le iba a gustar aquel delgado tío que le había dado la bienvenida a regañadientes. No resultaba difícil que así fuera.

El padre de la niña salió a saludarlos, sonriendo y haciendo reverencias. Tenía la ropa negra por varias capas de grasa y suciedad que Temujin sospechaba que permanecían sobre su piel sin que importara en qué estación se encontraban. Al sonreír mostró una boca desdentada y Temujin observó cómo se rascaba una mancha oscura del pelo, quitándose un parásito con los dedos. Era difícil no sentir asco después de haber vivido toda su vida en la pulcra tienda de su madre. Un penetrante olor a orina flotaba en el aire y Temujin no vio ni siquiera una letrina en las proximidades.

Estrechó la sucia mano del hombre cuando éste se la tendió, y entró a beber otro cuenco de té salado, torciendo hacia la izquierda como hacían su padre y Enq. Cuando vio las camas de madera, rotas y sin pintar, su desánimo creció. Había un viejo arco en la pared, pero era un objeto pobre y había sido reparado en muchas ocasiones. El viejo despertó a su mujer con una fuerte palmada y le ordenó que pusiera agua a hervir en el hornillo. Era evidente que se sentía nervioso en presencia de extraños y murmuraba para sí incesantemente.

Enq no podía ocultar su alegría. Sonreía mientras miraba a su alrededor el fieltro desnudo y el entramado de madera parcheado en cientos de sitios.

—Nos sentimos honrados de estar en tu casa, Shria —le dijo a la mujer, que hizo una breve inclinación de cabeza antes de servirles el té salado en unos cuencos poco profundos. Enq, cuyo buen humor seguía creciendo visiblemente, se dirigió entonces al marido—. Trae a tu hija, Sholoi. El padre del chico ha dicho que quiere verla.

El enjuto y nervudo Sholoi volvió a mostrar sus desdentadas encías y salió, subiéndose los pantalones sin cinturón a cada paso. Temujin oyó el chillido de una voz aguda y la cortante respuesta del viejo, pero fingió no enterarse y cubrió su consternación con el cuenco de té, mientras sentía que se le iba llenando la vejiga.

Sholoi volvió con la mugrienta niña, luchando con ella todo el camino. Bajo la mirada de Yesugei, le dio tres golpes, uno detrás del otro, en la cara y las piernas. A la pequeña se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque luchó para que no se lo notaran con la misma determinación con la que se había enfrentado a su padre.

—Ésta es Borte —dijo Enq con malicia—. Será una esposa buena y leal para tu hijo, estoy seguro.

—Parece un poco mayor —replicó Yesugei, no demasiado convencido.

La niña se escabulló de los brazos de su padre y fue a sentarse al otro lado de la tienda, tan lejos de ellos como pudo. Enq se encogió de hombros.

—Tiene catorce años, pero no ha sangrado aún. Quizá porque está delgada. Ha habido otros pretendientes, por supuesto, pero querían una chica plácida: ésta es demasiado fogosa. Será una madre excelente para los Lobos.

La chica en cuestión cogió un zapato y se lo tiró a Enq. Temujin estaba lo bastante cerca para atraparlo en el aire y ella le dirigió una mirada iracunda.

Yesugei cruzó la ger. Algo en su aspecto hizo que la niña se quedara quieta. Aquel hombre ya era alto para su propio pueblo, y mucho más para los olkhun’ut, que tendían a ser de constitución menuda. Yesugei alargó la mano y la tomó con suavidad por la barbilla, haciéndole alzar la cabeza.

—Mi hijo necesitará una mujer fuerte —dijo, mirándola a los ojos—. Creo que será hermosa cuando crezca.

La pequeña trató de golpearle la mano, pero Yesugei fue demasiado rápido para ella. Sonrió, asintiendo para sí.

—Me gusta. Acepto el compromiso matrimonial.

Enq escondió su descontento con una débil sonrisa.

—Estoy encantado de haber encontrado un buen partido para tu hijo —mintió.

Yesugei se puso en pie y estiró la espalda, descollando sobre todos los demás.

—Volveré a buscarlo dentro de un año, Enq. Enséñale disciplina, pero recuerda que un día será un hombre y puede que regrese para saldar cuentas con los olkhun’ut.

La amenaza no pasó inadvertida a Enq y Sholoi, y el primero apretó la mandíbula en vez de responder antes de lograr dominarse.

—La vida es dura en las gers de los olkhun’ut. Te devolveremos un guerrero, además de darte una mujer para él.

—No lo dudo —contestó Yesugei.

Casi se dobló por la mitad para atravesar la pequeña puerta y, con un súbito ataque de pánico, Temujin se dio cuenta de que su padre se iba. Le pareció que el resto de los hombres tardaban siglos en seguirle, pero se obligó a sí mismo a contenerse hasta que en la tienda sólo quedó la arrugada mujer y pudo salir. Para cuando se encontró en el exterior, parpadeando a causa de la repentina luz, ya habían traído el caballo de su padre. Yesugei montó con facilidad y observó a todos desde lo alto. Su firme mirada se encontró por fin con la de Temujin, pero no dijo nada y, un momento después, clavó los talones en su montura y se alejó al trote.

Temujin se quedó mirando fijamente a su padre, que retornaba cabalgando junto a sus hermanos, su madre, todo lo que amaba. Aunque sabía que no lo haría, Temujin deseó que Yesugei echara la vista atrás antes de desaparecer. Sintió ganas de llorar e inspiró profundamente para contener las lágrimas, sabiendo que a Enq le complacería ser testigo de su debilidad.

Su tío observó la marcha de Yesugei. A continuación, se cerró un orificio nasal con el dedo y yació el contenido del otro en el polvoriento suelo.

—Es un idiota arrogante, como todos los Lobos —dijo. Temujin se volvió con presteza, sorprendiéndole. Enq adoptó un aire despectivo.

—Y sus cachorros son peores que el padre. Bueno, Sholoi pega a sus cachorros con tanta fuerza como a sus hijas y a su esposa. A su lado todos saben cuál es su lugar. Ya aprenderás cuál es el tuyo mientras estés aquí.

Hizo un gesto a Sholoi y el hombrecillo cogió del brazo a Temujin con una fuerza insospechada. Enq sonrió al ver la expresión del muchacho.

Temujin guardó silencio, sabiendo que estaban intentando asustarle. Después de una pausa, Enq se volvió y se marchó, con una expresión avinagrada. Temujin notó que su tío cojeaba mucho más cuando Yesugei no estaba presente para verlo. En medio de su miedo y soledad, ese pensamiento fue un leve consuelo. Si le hubieran tratado con amabilidad, quizá no lo habría resistido. Tal como estaban las cosas, su creciente rechazo era como un trago de sangre de yegua en el estómago, y le nutría.

Yesugei no miró atrás mientras pasaba junto a los últimos jinetes de los olkhun’ut. Le dolía dejar a su querido hijo en manos de peleles como Enq y Sholoi, pero haber pronunciado aunque fuera unas pocas palabras de consuelo para Temujin hubiera sido visto como un triunfo para quienes deseaban ver precisamente ese tipo de cosas.

Mientras cabalgaba solo por la estepa, con el campamento ya lejos, se permitió sonreír, algo inusual en él. Temujin era un pequeño salvaje, sin duda más que ninguno de sus otros hijos. Tal vez allí donde Bekter se había retirado malhumorado, Temujin podría triunfar y demostrar que no era tan fácil humillar al hijo del khan. Fuera como fuere, su hijo sobreviviría a aquel año, y su experiencia y la esposa que traería a casa sin duda fortalecerían a la tribu de los Lobos. Yesugei recordó los bien nutridos rebaños que deambulaban en torno a las gers de la tribu de su mujer. No había descubierto ningún punto débil en sus defensas, pero, si el invierno era duro, podía imaginarse cabalgando de nuevo entre ellos, con guerreros a su lado. Su ánimo se aligeró al pensar en Enq huyendo de sus vasallos. Entonces no habría más sonrisas ni miradas malintencionadas de aquel flacucho personaje.

Espoleó a su caballo y atravesó a medio galope el paisaje vacío con la imaginación llena de agradables imágenes de incendios y gritos.