En la pálida luz del amanecer, mientras su padre y Eeluk cargaban los caballos con comida y mantas, Temujin sentía la cabeza a punto de estallar. Hoelun se movía de aquí para allá en el exterior de la tienda, con el bebé bajo el abrigo, mamando de su pecho. Yesugei y Hoelun intercambiaron algunas palabras en susurros y luego él se inclinó sobre ella y apoyó el rostro entre su cuello y su hombro. Un raro momento de intimidad que en ningún caso sirvió para disipar el pésimo humor de Temujin. Esa mañana odiaba a Yesugei con toda la fuerza y obstinación que un muchacho de doce años es capaz de reunir.
Adusto y silencioso, Temujin siguió engrasando las riendas y a continuación comprobó que las correas y el nudo del ronzal y de los estribos estaban bien sujetos. No le daría a su padre ninguna oportunidad para que pudiera criticarlo delante de sus hermanos, a los que, por otra parte, tampoco veía por ningún lado. La ger estaba muy tranquila tras la fiesta y el alcohol de la noche anterior. Se oía al dorado polluelo de águila pidiendo comida. Mientras Yesugei estuviera fuera, alimentar a aquel animal era tarea de Hoelun, que entró y le dio un pedacito de carne sanguinolenta antes de regresar para asegurarse de que su mando tenía todo cuanto necesitaba para el viaje.
Los caballos resoplaron y se saludaron unos a otros, dando la bienvenida a un nuevo día. Era una escena apacible, en la que Temujin, que estaba deseando encontrar la más mínima excusa para saltar, destacaba como un bulto sombrío. No deseaba ninguna esposa que diera leche como una vaca, lo que quería era criar sementales y cabalgar con el águila roja, hacerse tan célebre como temido. Aunque Bekter había hecho aquel viaje antes que él y había regresado, no podía evitar pensar en el hecho de que lo enviaran como en un castigo. Para cuando Temujin volviera, era muy posible que la prometida de Bekter estuviera compartiendo tienda con él y que éste fuera considerado un hombre por los guerreros.
En buena medida, Bekter era el motivo por el cual Temujin estaba de tan mal humor. Temujin sabía que, en su ausencia, Bekter sería tratado como el heredero. Después de un año, su propio derecho a heredar podría quedar prácticamente en el olvido.
Pero ¿qué podía hacer? Sabía lo que opinaba Yesugei de los hijos desobedientes: si se negaba a partir, sin duda recibiría una paliza, y si persistía en su negativa, incluso podía terminar expulsado de la tribu. Era una de las amenazas más frecuentes de su padre cuando los hermanos armaban demasiado jaleo o se peleaban con demasiada rudeza. Nunca sonreía cuando la profería, por lo que ninguno de sus hijos creía que se tratara de un farol. Temujin se estremeció con sólo pensarlo. Ser un nómada solitario y anónimo era un destino muy duro. No tener a nadie que vigile los rebaños mientras duermes, o que te ayude a escalar una colina. No le cabía duda de que si él se quedara solo se moriría de hambre, aunque lo más probable era que lo mataran mientras atacaba a una tribu para obtener provisiones.
Sus recuerdos más antiguos eran de alegres empujones y peleas con sus hermanos en las gers. En su pueblo nadie estaba nunca solo y era difícil imaginar siquiera cómo podría ser estarlo. Temujin negó ligeramente con la cabeza mientras observaba cómo su padre cargaba las monturas. Sabía muy bien que no debía mostrar su descontento y que tenía que limitarse a mostrar indiferencia. Oyó a Eeluk y Yesugei que resoplaban a coro mientras apretaban tanto como podían las sillas de montar. La carga para sólo dos personas no era excesiva.
Temujin se quedó mirando hasta que ambos finalizaron su tarea y, a continuación, pasó junto a Eeluk y revisó los nudos de la silla de su propio caballo una última vez. El vasallo de su padre se puso tieso, pero a Temujin le daba igual herir sus sentimientos. Yesugei le había dicho demasiadas veces que un hombre no debe depender de la habilidad de otros de menos valía que él mismo. El temperamento de su padre era demasiado impredecible. Podría encontrarlo divertido o simplemente tirarle al suelo por su insolencia.
Temujin frunció el ceño al pensar en el viaje que tenía por delante, con su padre como única compañía, sin uno solo de sus hermanos para romper el silencio. Se encogió de hombros. Lo soportaría como cualquier otra incomodidad, sabía que era capaz de ello. ¿Qué era ese viaje sino una prueba más? No era la primera vez que debía aguardar a que pasara la tormenta, ya fuera Yesugei o el Padre Cielo quien la desencadenara. Había padecido sed y hambre hasta sentirse tentado de morderse el labio y probar el sabor de su propia sangre. Había vivido inviernos en los que los rebaños habían muerto de frío y un verano de sol abrasador que levantaba ampollas amarillas en la piel. Su padre había sobrellevado esas dificultades sin ninguna queja ni muestra alguna de debilidad, demostrando que poseía una resistencia ilimitada. Era consciente de que aquello confería ánimos a quienes lo rodeaban. Incluso la expresión de Eeluk se suavizaba en presencia de Yesugei.
Temujin aguardaba tan rígido y pálido como un joven abedul cuando Hoelun se agachó para pasar por debajo del caballo y lo abrazó. El chico sintió cómo la pequeña se movía junto a su pecho y le llegó el olor a leche dulce y a grasa de oveja. Cuando su madre lo soltó, su hermanita empezó a gimotear, con la cara roja, quejándose de la interrupción. Temujin observó a Hoelun mientras ésta colocaba de nuevo su seno en la ávida boca. Era incapaz de mirar a su madre a los ojos y ella se volvió hacia donde estaba Yesugei, callado y orgulloso, con la vista perdida en la distancia. Hoelun suspiró.
—Yesugei, ya está bien —dijo en voz alta.
Su marido dio. Un respingo y, cuando se volvió, un rubor encendía sus mejillas.
—¿Qué estás…? —comenzó a decir.
Hoelun lo atajó.
—Sabes perfectamente lo que quiero decir. No le has dicho ni una sola palabra amable al niño, ¿pretendes cabalgar los próximos tres días en silencio?
Yesugei frunció el ceño, pero Hoelun aún no había acabado con él.
—Le quitaste el águila y se la diste a ese vasallo tuyo tan feo. ¿Esperabas que se riera y que te diera las gracias?
La pálida mirada de Yesugei oscilaba entre Eeluk y su hijo, evaluando su reacción ante ese discurso.
—Es demasiado pequeño —murmuró.
Hoelun hablaba silbando como una olla en el fogón.
—Es un chico a punto de prometerse en matrimonio. Es muy joven y demasiado orgulloso, igual que su tozudo padre. Se parece tanto a ti que ni siquiera eres capaz de verlo.
Yesugei hizo caso omiso de ese comentario y Temujin no supo qué decir cuando su madre lo miró otra vez.
—Está escuchando, aunque finja no hacerlo, Temujin —murmuró—. En eso es como tú. —Alzó la mano para darle un apretón en el carrillo con sus fuertes dedos—. Puedes confiar en las familias de mi pueblo. Son gentes de buen corazón, aunque deberás mantener la vista gacha cuando haya jóvenes cerca. Te pondrán a prueba, pero no debes tener miedo.
Los ojos de Temujin relampaguearon.
—No tengo miedo —dijo. Hoelun esperó y la expresión desafiante de su hijo se alteró sutilmente—. De acuerdo, también yo estoy escuchando.
Ella asintió, sacó del bolsillo una bolsita de aruul dulce y se la puso en la mano.
—Hay una botella de airag negro para el frío en la alforja.
Esto es para el viaje. Crece fuerte y sé amable con la chica que elijan para ti.
—¿Amable? —respondió Temujin.
Por primera vez desde que su padre le dijo que tenía que irse, sintió una punzada de nerviosismo en el estómago. En alguna parte había una extraña que iba a convertirse en su esposa y en la madre de sus hijos. No podía imaginar qué aspecto tendría, ni siquiera cómo quería que fuera.
—Espero que sea como tú —dijo, pensativo.
Hoelun sonrió de oreja a oreja y le dio un breve y firme abrazo que hizo que su hermanita se echara a llorar indignada.
—Eres un buen chico, Temujin. Serás un gran marido para ella —aseguró.
Ante la atónita mirada del muchacho, las lágrimas asomaron a los ojos de su madre, que se los restregó enseguida pese a que él también se había emocionado. Ella vio el temor de su hijo a resultar humillado delante de Yesugei y Eeluk. Los hombres que iban camino de prometerse en matrimonio no lloraban desconsoladamente junto a sus madres.
Hoelun rodeó de nuevo el cuello de su hijo con los brazos durante un instante y luego dio media vuelta, intercambiando unos últimos susurros con su esposo. El khan de los Lobos exhaló un audible suspiro y asintió como respuesta mientras montaba. Temujin se subió con agilidad a su propia montura.
—¡Temujin! —oyó gritar.
Sonrió mientras hacía girar a su caballo de patas blancas con un leve tirón de las riendas. Aún somnolientos, sus hermanos habían salido a despedirle. Temuge y Khasar se apiñaron en torno a sus estribos con la adoración pintada en el rostro. Kachiun entrecerró los ojos por la luz mientras se detenía a inspeccionar uno de los cascos delanteros. Eran un grupo ruidoso y animado, y Temujin sintió que la presión de su pecho empezaba a disminuir.
Bekter salió de la ger sin alterar su chato rostro. Temujin lo observó y descubrió un destello de triunfo en la mirada. A su hermano también le parecía que su vida sería mucho más fácil cuando Temujin ya no estuviera allí. Era difícil no preocuparse por los más jóvenes, pero Temujin no los avergonzaría manifestando en voz alta su inquietud. Los huesos habían sido lanzados y el futuro estaba marcado para todos ellos. Un hombre fuerte podría doblar el cielo para lograr sus fines, pero sólo para sí mismo. Eso lo sabía bien Temujin. Estaban solos.
Levantó la mano en un postrero saludo a su madre y espoleó a Pie Blanco para que se pusiera al trote al lado del caballo de su padre. No se creía capaz de volver la mirada, así que no lo hizo. Los sonidos de la tribu, que se estaba despertando, y los relinchos quejumbrosos de los caballos se apagaron enseguida, y al poco sólo se escuchaba el ruido sordo de los cascos y el tintineo del arnés, mientras su pueblo quedaba atrás.
Yesugei cabalgaba en silencio mientras el sol se elevaba ante ellos. El pueblo de Hoelun estaba más cerca de lo que había estado en los últimos tres años y el viaje con su hijo duraría sólo unos días. Cuando terminara, sabría si el chico estaba hecho para gobernar la tribu. Con Bekter lo había sabido nada más acabar el primer día. Su hijo mayor no tenía un espíritu demasiado vivaz, eso era cierto, pero la tribu necesitaba una mano firme y Bekter se estaba convirtiendo en un hombre excelente.
Yesugei frunció el ceño para sí mientras cabalgaba. Una parte de su mente inspeccionaba la tierra que los rodeaba, por si aparecía un enemigo o un animal. Nunca se perdería mientras todas y cada una de las colinas estuvieran grabadas con nitidez en su mente y hasta la última oreja de cabra marcada le hablara de las tribus locales, como un dibujo extendido sobre la tierra.
Había disfrutado del viaje con Bekter, aunque se había esforzado por ocultarlo. Era difícil saber cómo convertir a un niño en el líder de un grupo de hombres, pero Yesugei estaba seguro de que no era tratándole con mimos o fomentando sus debilidades. Alzó la vista al Padre Cielo pensando en Temuge, el gordinflón. Si el pequeño no hubiera tenido tantos hermanos con carácter Yesugei lo habría alejado de la influencia de su madre, tal vez lo habría llevado a que lo educaran en otra tribu. Quizás aún lo hiciera, a su regreso.
Yesugei se movió inquieto en la silla, incapaz de seguir dejando fluir sus pensamientos a la deriva con Temujin a su lado. El chico estaba demasiado alerta ante todo lo que lo rodeaba, y levantaba la cabeza ante cada nueva visión. Bekter había sido un compañero tranquilo, pero había algo en el silencio de Temujin que irritaba a su padre.
No ayudaba en absoluto que la ruta hacia los olkhun’ut pasara tan cerca de la colina roja, lo que obligó a Yesugei a considerar el esfuerzo de su hijo para atrapar los aguiluchos. Sintió que los ojos de Temujin se posaban sobre él mientras miraba las afiladas pendientes, pero el tozudo chico no le daba pie a hablar.
Yesugei gruñó con exasperación, sin entender por qué su humor estaba tan sombrío en un día tan excelente y luminoso.
—Tuviste suerte de llegar a un nido tan alto —le dijo.
—No fue suerte —respondió Temujin.
Yesugei maldijo entre dientes. Ese chico era realmente difícil.
—Tuviste suerte de no caerte, aunque Kachiun te estuviera ayudando.
Temujin entrecerró los ojos. La noche anterior parecía que su padre estaba demasiado borracho para escuchar las canciones de Chagatai. ¿Había hablado con Kachiun? Temujin no estaba seguro de cómo debía reaccionar, así que no dijo nada.
Yesugei lo observó y, al rato, negó con la cabeza y pensó en Hoelun. Tenía que volver a intentarlo, de lo contrario su esposa sacaría aquel tema una y otra vez.
—He oído que escalaste muy bien. Kachiun dijo que cuando el Águila volvió al nido a punto estuvo de hacerte caer de la roca.
La actitud de Temujin se suavizó un poco. Se encogió de hombros. Sentía un placer absurdo al ver que su padre mostraba interés por la historia, por mucho que éste se esforzara en ocultarlo.
—La obligó a descender con una piedra —respondió, cuidando de que su elogio fuera mesurado.
Kachiun era, con mucho, su hermano favorito, pero había aprendido a tener la prudencia de esconder sus preferencias a los demás, precaución que ahora, a sus doce años, se había vuelto casi instintiva.
Yesugei había vuelto a quedarse callado, pero Temujin rebuscó entre sus pensamientos algo que pudiera romper el silencio antes de que éste se asentara.
—¿Fue tu padre quien te llevó a los olkhun’ut? —preguntó.
Yesugei resopló, mirando a su hijo de arriba abajo.
—Supongo que ya eres lo bastante mayor para saberlo. No: encontré a tu madre con dos de sus hermanos un día que había salido a cabalgar. Vi que era bella y fuerte. —Suspiró y se pasó la lengua por los labios, sus ojos perdidos en el pasado—. Montaba una yegua pequeña y adorable, del color del agua de tormenta al amanecer. Llevaba las piernas desnudas, muy morenas.
Temujin no conocía aquella historia y acercó su caballo al de su padre para poder oírle mejor.
—¿Se la robaste a los olkhun’ut? —preguntó.
No debería haberse sorprendido: su padre disfrutaba con la caza y el pillaje y le brillaban los ojos cuando recordaba sus batallas. Si la estación era cálida y la comida abundante, enviaba a los guerreros vencidos de regreso con sus familias a pie, con abultadas marcas rojas en la piel de los golpes planos de las espadas. En invierno, cuando el alimento era escaso, ser capturado significaba la muerte. La vida era demasiado dura para mostrar generosidad en los meses oscuros.
—Hice huir a sus hermanos persiguiéndolos como a una pareja de chotos —dijo Yesugei—. Apenas había cumplido la edad de salir solo, pero me abalancé contra ellos mientras blandía la espada sobre la cabeza y les gritaba. —Inmerso en el recuerdo, echó la cabeza para atrás y dejó escapar un chillido ululante que acabó en una carcajada—. Tendrías que haber visto sus caras. Uno de ellos trató de atacarme, pero yo era el hijo de un khan, Temujin, no un perro cualquiera a quien acobardar. Le lancé una flecha que le atravesó la cadera y lo hice salir corriendo.
Suspiró para sí.
—Aquéllos fueron días magníficos. En aquella época pensaba que jamás sentiría el frío en los huesos, que nadie tendría que regalarme nunca nada, que conseguiría cuanto me propusiera sólo con mi ingenio y mi fortaleza. —Miró a su hijo con una expresión de pesar que Temujin sólo podía intuir—. Hubo un tiempo, hijo, en el que yo mismo hubiera subido por el águila.
—Si lo hubiera sabido, habría vuelto y te habría informado —empezó a decir Temujin, intentando entender a ese hombre enorme.
Yesugei negó con la cabeza, riéndose entre dientes.
—¡Ahora no! Soy demasiado pesado para andar dando saltos por estrechos salientes y grietas. Si lo intentara ahora creo que me estrellaría contra el suelo como una estrella fugaz. ¿Qué sentido tiene tener hijos si no pueden hacerse fuertes y poner a prueba su valor? Ésa es una verdad que recuerdo de mi padre cuando estaba sobrio. El valor no puede guardarse en una bolsa como unos huesos. Debe sacarse para que vea la luz y se haga más fuerte cada vez. Si crees que se mantendrá allí para cuando lo necesites, te equivocas. Es como cualquier otra parte de tu fuerza: si no le haces caso, te encontrarás la bolsa vacía cuando más la necesites. No, hiciste bien subiendo hasta el nido, y yo hice bien dándole el águila roja a Eeluk.
A Temujin le fue imposible esconder la repentina rigidez que invadió su cuerpo. Yesugei emitió una especie de ronroneo enojado, que vibró en lo profundo de su garganta como un gruñido.
—Es mi primer guerrero, y es un hombre mortífero, chico, debes creerme. Prefiero tener a mi lado a Eeluk que a otros cinco cualquiera de la tribu…, que a otros diez cualquiera de los olkhun’ut. Sus hijos no gobernarán las familias. Su espada nunca será tan buena como la mía, ¿entiendes? No, sólo tienes doce años. ¿Qué puedes entender de lo que te digo?
—Tenías que darle algo —espetó Temujin—. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No. No es que tuviera que saldar una deuda. Le honré con el ave roja porque es mi primer guerrero. Porque ha sido mi amigo desde que éramos niños y nunca se ha quejado de que su familia fuera inferior a la mía entre los Lobos.
Temujin abrió la boca para soltar una respuesta. El ave roja quedaría mancillada por las sucias y amarillentas manos de Eeluk. El águila era demasiado magnífica para aquel feo vasallo. Pero no habló, en vez de eso, se esforzó en asumir una expresión impasible que no revelara nada al mundo. Era su única defensa real contra la mirada inquisitiva de su padre.
Yesugei lo notó y bufó.
—Oye, muchacho, que yo ya ponía esa cara cuando tú aún no eras más que un sueño del Padre Cielo —le dijo.
Cuando acamparon esa noche junto a un sinuoso arroyo, Temujin se puso de inmediato a realizar las tareas que les ayudarían a conseguir el sustento para el día siguiente. Con la empuñadura de su cuchillo, separó algunos pedazos de un pesado bloque de queso duro y los introdujo en bolsas de cuero medio llenas de agua. Colocarían la mezcla húmeda bajo las sillas, de modo que quedara batida y calentada por la piel del caballo. A mediodía, su padre y él tendrían una cálida bebida de cuajada blanda, amarga y refrescante.
Cuando concluyeron la tarea, Temujin salió a buscar excrementos de oveja, que deshizo con los dedos para comprobar si estaban lo bastante secos para arder limpia y uniformemente. Hizo un montón con los mejores y golpeó un trozo alargado de pedernal con un viejo cuchillo para encender algunas hebras y convertir las chispas en llamas y luego en una hoguera. Yesugei cortó algunos pedazos de cordero seco y algunas chalotas y los mezcló con grasa de oveja, se les hizo la boca agua con aquel delicioso olor. Hoelun les había dado algo de pan, que pronto estaría duro, así que rompieron las planas hogazas y las metieron en el guiso.
Se sentaron uno frente al otro para comer, sorbiendo el jugo de la carne que resbalaba por sus dedos entre bocado y bocado. Temujin vio que la mirada de su padre se posaba en el paquete que contenía el airag negro y se lo acercó. Observó con paciencia mientras el khan daba un largo trago.
—Háblame de los olkhun’ut —pidió Temujin.
La boca de su padre se curvó inconscientemente en una mueca de desdén.
—No son fuertes, aunque son muchos, como hormigas. A veces pienso que podría entrar allí a caballo y matar hombre tras hombre durante un día entero antes de que me derribaran.
—¿No tienen guerreros? —preguntó Temujin, incrédulo. Su padre era muy capaz de haberse inventado esa descabellada historia, pero parecía hablar en serio.
—No como Eeluk. Ya lo verás. Utilizan el arco más que la espada y se mantienen alejados de sus enemigos, sin aproximarse a ellos a menos que se vean obligados a hacerlo. Nuestros escudos los dejarían en ridículo, aunque matarían a los caballos con bastante facilidad. Son como picaduras de avispas, pero si cabalgas entre ellos, se dispersan como niños. Así es como me llevé a tu madre. Me acerqué sigilosamente y luego me abalancé sobre ellos.
—¿Cómo aprenderé a utilizar la espada, entonces? —quiso saber Temujin.
Había olvidado la manera como solía reaccionar su padre ante ese tono y apenas pudo esquivar la mano que le golpeó para inculcarle un poco de humildad. Yesugei prosiguió como si nada hubiera pasado.
—Tendrás que practicar por tu cuenta, chico. Sé que eso es lo que tuvo que hacer Bekter. Dijo que no le permitieron tocar ni un arco ni ninguno de sus cuchillos en todos los días que estuvo allí. Son unos cobardes, todos ellos. Aun así, sus mujeres son estupendas.
—¿Por qué tratan con el khan de los Lobos y te dan hijas para tus hijos? —preguntó Temujin, temiéndose otro capirotazo.
Yesugei ya estaba colocando su deel para dormir, tendido en la hierba mordisqueada por las ovejas.
—Ningún padre quiere hijas solteras abarrotando los gers. ¿Qué harían con ellas si no llegara yo con un hijo de cuando en cuando? No es tan raro, sobre todo cuando las tribus se reúnen. Pueden fortalecer su sangre con la simiente de otras tribus.
—¿Y a nosotros nos fortalece? —preguntó Temujin.
Su padre resopló sin abrir los ojos.
—Los Lobos ya somos fuertes.