La tormenta azotó la roja colina durante todas las horas oscuras y no amainó hasta el amanecer. El sol volvió a brillar con fuerza desde el cielo despejado, secando las ropas de los hijos de Yesugei cuando emergieron de sus escondites. La tormenta había sorprendido a los cuatro demasiado arriba para arriesgarse a emprender el descenso. Habían pasado la noche temblando, mojados y abatidos, dormitando un rato, para despertarse al momento sobresaltados por un sueño en el que caían al abismo. Cuando la luz del amanecer alcanzó las cumbres gemelas de la colina, todos empezaron a bostezar, sentían sus cuerpos entumecidos y en sus rostros aparecían unas marcadas ojeras.
A Temujin y Kachiun la alegría por su hallazgo les había hecho menos dura la noche. En cuanto hubo luz suficiente, Temujin salió gateando de la hendidura y se hizo con el primer aguilucho. Casi perdió pie cuando una forma oscura llegó volando desde el oeste: un águila adulta que parecía casi tan grande como él mismo.
Al ave no le gustó toparse con dos intrusos tan cerca de sus crías y chilló, llena de furia. Temujin sabía que las hembras eran de mayor tamaño que los machos, por lo que pensó que tenía que ser la madre. Los polluelos aguardaban el alimento que les traía su madre, quien se alzó de nuevo y se quedó suspendida en el viento, vigilando la grieta de la roca que protegía a los dos chicos. Era a un tiempo terrorífico y maravilloso poder estar tan arriba y mirar a los ojos oscuros de la rapaz, que parecía flotar sobre el vacío con sus alas extendidas. Abría y cerraba las garras convulsivamente, como si estuviera imaginando cómo hendía la carne de sus enemigos con ellas. La visión provocó un escalofrío en Kachiun, que esperaba sobrecogido y atemorizado a que la enorme ave se lanzara de improviso sobre ellos como una flecha y los sacara de su agujero como habría hecho con una marmota en su madriguera. Sólo contaban con el patético cuchillito de Temujin para defenderse de un depredador capaz de romperle la espalda a un perro de un solo golpe.
Temujin observó cómo la cabeza dorada del águila se movía nerviosamente adelante y atrás. Sospechaba que podría permanecer allí todo el día y no le hacía ninguna gracia la idea de quedarse ese tiempo expuesto en el saliente bajo el nido. Un único ataque con su garra en aquella posición y caería al vacío. Trató de recordar todo lo que había oído sobre las aves salvajes. ¿Y si gritaba para alejar a la madre? Lo consideró, pero no quería alertar a Bekter y Khasar y que subieran al solitario pico, al menos hasta que tuviera a los polluelos envueltos en una tela contra su pecho.
Junto a él, Kachiun se aferraba a la inclinada roca roja de la grieta. Temujin vio que había cogido una piedra que estaba suelta y la sostenía en la mano, sopesando sus posibilidades.
—¿Puedes darle? —preguntó Temujin.
Kachiun se encogió de hombros.
—A lo mejor. Tendría que tener suerte para derribarla y ésta es la única que he podido encontrar.
Temujin maldijo entre dientes. El águila adulta había desaparecido por unos instantes, pero aquellas aves eran hábiles cazadoras, por lo que no cayó en la trampa de abandonar la seguridad de su posición. Dejó escapar un resoplido frustrado. Estaba hambriento y le esperaba un difícil descenso. Kachiun y él no merecían volverse con las manos vacías.
Se acordó del arco de Bekter allí abajo con Temuge y los caballos, y se maldijo a sí mismo por no haber pensado en traerlo, aunque probablemente Bekter tampoco le hubiera dejado cogerlo. Su hermano mayor era muy escrupuloso con aquella arma de doble curva, como lo era sobre el resto de arreos de un guerrero.
—Coge la piedra —dijo Kachiun—. Yo volveré al nido, si viene el águila, se la tiras para alejarla.
Temujin frunció el ceño. Era un plan razonable: él tenía muy buena puntería y Kachiun escalaba mejor que él. El único problema era que sería Kachiun quien habría cogido los aguiluchos, y no él, y no estaba dispuesto a que su hermano pudiera arrogarse mayor derecho sobre ellos por aquel motivo.
—Coge tú la piedra. Yo iré a por los polluelos —respondió.
Kachiun volvió sus ojos oscuros hacia su hermano mayor. Parecía que le estaba leyendo el pensamiento. Se encogió de hombros.
—De acuerdo. ¿Tienes alguna tela para envolverlos?
Temujin utilizó su cuchillo para arrancar unas tiras del borde de su túnica. Había destrozado la prenda, pero el premio de las aves era mucho mayor, y bien merecía tal pérdida. Se ató una tira en torno a cada una de sus palmas, para tenerlas listas, y luego asomó la cabeza fuera de la hendidura en busca de una sombra móvil o una mancha girando en lo alto. El águila le había mirado a los ojos y sabía lo que pretendía hacer, estaba seguro. Había visto inteligencia en su mirada, tanta como en un perro o en un halcón, tal vez más.
Al salir a la luz del sol e iniciar su ascenso, sintió una punzada en sus agarrotados músculos. De nuevo podía oír los débiles chillidos saliendo del nido. Los polluelos estaban famélicos después de una noche solos. Sin duda, sin el cálido cuerpo de su madre para protegerlos de la tormenta, ellos también habían sufrido. Temujin se preocupó, creyó que sólo oía una llamada y temió que el otro polluelo hubiera perecido. Miró hacia atrás para comprobar si el águila adulta se elevaba sobre él para luego aplastarlo contra la roca. No vio nada y se encaramó al saliente superior, subiendo las piernas con esfuerzo hasta estar en cuclillas, como había hecho Kachiun la noche anterior.
El nido estaba situado bastante hondo, en un hueco en la pared ancho y con una ligera pendiente descendente para que las activas crías no pudieran salir y caerse antes de aprender a volar. En cuanto vieron su rostro, los dos escuálidos aguiluchos se escabulleron, agitando sus alas desplumadas llenos de pánico y graznando para pedir ayuda. Una vez más, Temujin escudriñó el cielo azul y rezó una rápida oración al Padre Cielo para que lo protegiera. Se echó hacia delante, apoyando la rodilla derecha en la paja húmeda y las plumas caídas. Oyó crujir algunos huesecillos bajo su peso y percibió el nauseabundo hedor a carne podrida de las antiguas capturas.
Una de las aves se encogió ante sus dedos, pero la otra intentó morderle con el pico y le arañó con sus garras. Aquellas garras afiladas como agujas eran demasiado pequeñas para dejarle más que marcas en la piel y Temujin procuró ignorar el escozor mientras sostenía el ave frente a sí y la veía retorcerse en vano.
—Mi padre cazará durante veinte años contigo —murmuró, desatándose una tira de una mano y atando al primer aguilucho por el ala y la pata.
El otro, asustado, casi había salido del nido, y Temujin se vio obligado a arrastrarlo hacia dentro por una de las garras amarillas, el polluelo comenzó a piar y a debatirse para intentar liberarse. Sus jóvenes plumas tenían un tinte rojizo entre las hebras doradas.
—Te llamaría el águila roja si fueras mía —le dijo, metiéndolos a los dos bajo su túnica.
Las aves parecieron calmarse al contacto con su piel, aunque podía sentir sus garras moviéndose contra su pecho. Se dijo que, para cuando llegara abajo, aquellas marcas parecerían fruto de haber caído en un arbusto de espinos.
Temujin vio aparecer al águila adulta como un parpadeo de oscuridad por encima de su cabeza. Se movía más rápido de lo que nunca habría creído posible y sólo tuvo tiempo para levantar un brazo antes de oír el grito de Kachiun y ver cómo su única piedra golpeaba contra el costado del ave, desviándola de su ataque. El ave chilló con una rabia tan real como nunca había oído en un animal, lo que le recordó que era un depredador, con instintos de depredador. El animal trató de batir sus inmensas alas y buscar apoyo en el saliente para recobrar el equilibrio. Todo cuanto Temujin podía hacer era agacharse en aquel estrecho espacio e intentar protegerse la cara y el cuello de las garras que se abalanzarían hacia él. La oyó chillar junto a su oreja y sintió las alas golpeándole, hasta que de repente el ave zozobró, sin dejar de piar encolerizada. Ambos niños observaron al águila caer en espiral más y más abajo, sin apenas controlar el descenso. Una de las alas permanecía inmóvil, pero la otra parecía retorcerse y aletear en la corriente ascendente. Temujin respiró más despacio, sintiendo cómo su corazón empezaba a enlentecerse. Ya tenía el águila para su padre, y tal vez le permitieran adiestrar a la roja a él mismo.
Para cuando inició su lento descenso, Bekter y Khasar ya se habían sumado a Temuge y a los caballos. Kachiun permaneció a su lado, ayudándole siempre que podía para que no tuviera que encontrar a tientas un asidero o pusiera en peligro su valiosa carga. Aun así, cuando por fin tocó la llana superficie y elevó la vista hacia las alturas, éstas parecían imposiblemente lejanas, ya ajenas a ellos, como si hubieran sido otros los que las hubieran escalado.
—¿Encontrasteis el nido? —preguntó Khasar, leyendo su respuesta en su orgullo.
Kachiun asintió con un gesto.
—Tenía dos crías de águila. Ahuyentamos a la madre y nos trajimos a las dos.
Temujin dejó que fuera su hermano pequeño quien contara la historia, consciente de que él sería incapaz de hacer entender a los otros lo que había sentido allí, acuclillado con el mundo bajo sus pies y la muerte latiendo a sus espaldas. No era miedo lo que había sentido, a pesar de que su corazón había redoblado sus latidos y todo su cuerpo había reaccionado. Más bien había experimentado un momento de euforia, y le perturbaba demasiado hablar de ello, al menos por el momento. Tal vez se lo mencionara a Yesugei cuando el khan estuviera de buen humor.
Temuge también había pasado una mala noche, aunque había logrado resguardarse con los caballos y había tenido a su disposición algunos chorritos ocasionales de leche cálida con que alimentarse. A los Otros cuatro no se les ocurrió agradecerle que hubiera avistado el águila, al fin y al cabo no había subido con ellos. Todo lo que recibió de sus hermanos fue un tortazo de Bekter cuando descubrió que había vaciado las ubres de la yegua durante la noche. El niño aún seguía berreando cuando emprendieron la marcha, pero nadie le compadecía. Todos estaban muertos de sed y de hambre, e incluso el risueño Khasar miró a su hermano con el ceño fruncido, reprochándole su avaricia. Pronto lo dejaron atrás, mientras cruzaban al trote la verde llanura.
Los chicos vieron a los guerreros de su padre mucho antes que las gers de la tribu. Los habían descubierto apenas un instante después de que hubieran salido de la sombra de la colina roja, y de inmediato soplaron sus agudos cuernos, cuyo sonido atravesó la larga distancia que los separaba.
Los muchachos no mostraron su nerviosismo, aunque eran conscientes de que aquellos jinetes sin duda habían salido a buscarlos a ellos. Cuando vieron a Eeluk galopar hacia ellos sin una sonrisa en el rostro, sin darse cuenta comenzaron a cabalgar más cerca los unos de los otros.
—Vuestro padre nos ha enviado a buscaros —le dijo Eeluk a Bekter.
Temujin se irritó al instante.
—No es la primera vez que pasamos la noche fuera —respondió.
Eeluk clavó sus pequeños ojos negros en él y se pasó una mano por la barbilla. Meneó la cabeza.
—No sin avisar, no durante una tormenta y no mientras vuestra madre daba a luz —respondió en un tono brusco, como quien riñe a un niño.
Temujin vio que Bekter se sonrojaba por la vergüenza y se negó a dejarse llevar por la emoción.
—Pues ya nos has encontrado. Si nuestro padre está enfadado, eso es entre nosotros y él.
Eeluk volvió a negar con la cabeza y Temujin vio un brillo de maldad en sus ojos. Nunca le había gustado ese vasallo de su padre, aunque no habría sabido decir por qué. Había malicia en la voz de Eeluk cuando prosiguió.
—Vuestra madre casi pierde al niño por lo preocupada que estaba —dijo.
Sus ojos exigieron a Temujin que bajara la mirada, pero sólo sirvieron para que al niño lo invadiera la ira. El hecho de llevar las águilas junto a su pecho le infundía valor. Sabía que su padre les perdonaría cualquier cosa cuando viera las aves. Temujin alzó la mano para detener a los demás, incluso Bekter frenó a su lado, incapaz de seguir cabalgando sin más. Eeluk también se vio obligado a girar su caballo hacia ellos, con el rostro ensombrecido por la irritación.
—No cabalgarás con nosotros, Eeluk. Vuelve —le exigió Temujin. Vio cómo el guerrero se ponía recto y negó con la cabeza con deliberación—. Hoy cabalgamos sólo con águilas —dijo, sin que su expresión revelara su regocijo interior.
A su alrededor, sus hermanos sonrieron, disfrutando del secreto y del ceño que apareció en los duros rasgos de Eeluk. El guerrero miró a Bekter y vio que tenía la mirada perdida, clavada en el horizonte.
—Vuestro padre se encargará de meter un poco de humildad en esas duras pieles vuestras —resopló después, con la expresión oscurecida por la rabia.
Temujin observó con calma a aquel guerrero, incluso su caballo permanecía absolutamente inmóvil.
—No. No lo hará. Uno de nosotros será khan algún día, Eeluk. Piensa en ello y regresa como te he dicho. Entraremos solos.
—Vete —ordenó Bekter de pronto, con voz más grave que la del resto de sus hermanos.
Eeluk reaccionó como si le hubieran golpeado. Cuando aguijoneó a su montura, guiándola sólo con las rodillas, ocultó su mirada. No volvió a hablar, pero al final asintió con gesto brusco y se alejó cabalgando, dejándoles solos y temblando con una extraña tensión. No habían estado en peligro, Temujin tenía una certeza casi absoluta. Eeluk no era tan tonto como para amenazar con la espada a los hijos de Yesugei. En el peor de los casos, podría haberles dado una paliza y obligado a regresar a pie. Con todo, sentía que había ganado una batalla y notó la mirada de Bekter clavada en su nuca durante todo el camino hacia el río y el pueblo de su padre.
Percibieron el penetrante olor de la orina en el viento antes de ver las gers. Después de haber pasado el invierno a la sombra de Deli’un-Boldakh, el olor se había filtrado en el suelo en un enorme anillo que rodeaba las tiendas de las familias. Ésa era toda la distancia que un hombre estaba dispuesto a avanzar en la oscuridad. Aun así, era su hogar.
Eeluk había desmontado cerca de la ger de su padre y era evidente que estaba allí esperando para ver cómo los castigaban. Temujin disfrutó al notar cómo merodeaba tratando de disimular su interés, y mantuvo la cabeza alta. Khasar y Kachiun se adelantaron, mientras que a Temuge lo distrajo el olor del guiso de cordero y Bekter adoptó su habitual expresión huraña.
Yesugei salió al oír que sus caballos daban la bienvenida a los otros miembros de la manada. Se ciñó la espada a la cadera y se puso una túnica azul y oro que le llegaba hasta las rodillas. Llevaba las botas y los pantalones limpios y bien cepillados y parecía más alto de lo habitual. No había ira en su rostro, pero sus hijos sabían que se enorgullecía de la máscara de impasibilidad que todos los guerreros debían aprender a llevar. Para Yesugei evaluar a sus hijos según se acercaban cabalgando hacia él era el hábito de toda una vida. Se fijó en que Temujin protegía algo contra su pecho y en la emoción que embargaba a todos y que apenas podían controlar. Incluso Bekter estaba luchando por ocultar su alegría, y Yesugei empezó a preguntarse qué habrían traído sus chicos.
También se dio cuenta de que Eeluk rondaba por allí cerca, fingiendo que estaba cepillando a su caballo. Era sin duda algo insólito en un hombre que dejaba que la cola de su yegua se llenara de barro y espinas. Yesugei conocía suficientemente bien a Eeluk para percibir que su mal humor estaba dirigido contra los chicos, no contra él. Se habría encogido de hombros si no hubiera adoptado la quietud de un guerrero. Procuró alejar al guerrero de sus pensamientos y concentrarse en sus hijos.
Khasar y Kachiun desmontaron, ocultando a Temujin por un instante. Yesugei siguió observando con atención, y le pareció notar que algo se movía bajo la túnica de este último. Su corazón comenzó a latir más deprisa, pero no se lo pondría fácil.
—Tenéis una hermana, aunque el parto ha resultado más duro por vuestra ausencia. Vuestra madre casi se desangra por el miedo ante lo que hubiera podido sucederos.
Eso sí les hizo bajar la mirada. Frunció el ceño, sintiéndose tentado de mandarlos azotar por su egoísmo.
—Hemos estado en la colina roja —murmuró Kachiun, temblando bajo la mirada de su padre—. Temuge vio un águila allí y escalamos hasta el nido.
El corazón de Yesugei se regocijó ante esas noticias. Sólo podía haber una cosa retorciéndose junto al pecho de Temujin, pero ni siquiera se atrevía a albergar esa esperanza. Nadie de la tribu había capturado un águila durante tres generaciones o más, no al menos desde que los Lobos habían descendido desde el extremo oeste. Esas aves eran más valiosas que una docena de buenos sementales, sobre todo por la carne que podían conseguir con la caza.
—¿Lleváis el águila? —preguntó Yesugei a Temujin, dando un paso adelante.
El chico no podía contener su entusiasmo por más tiempo y sonrió con orgullo mientras rebuscaba en su deel.
—Kachiun y yo hemos encontrado dos —le dijo.
Al oírle, la fría expresión desapareció del rostro de su padre, que sonrió enseñando sus blancos dientes que destacaban contra su piel oscura y su rata barba.
Extrajo las dos aves con suavidad y las colocó en las manos de su padre. Al salir a la luz, los polluelos empezaron a gritar. Temujin sintió la pérdida de su calor en la piel tan pronto como estuvieron fuera. Miró al ave roja con ojos de propietario, vigilando cada movimiento.
Yesugei no lograba encontrar las palabras. Vio que Eeluk se había aproximado para ver los polluelos y los levantó con el rostro lleno de ilusión. Se volvió hacia sus hijos.
—Entrad a ver a vuestra madre, todos vosotros. Disculpaos por haberla asustado y dad la bienvenida a vuestra nueva hermana.
Temuge atravesó la puerta de la ger antes de que su padre terminara de hablar, y todos oyeron el grito de placer de Hoelun al ver a su benjamín. Kachiun y Khasar le siguieron, pero Temujin y Bekter permanecieron donde estaban.
—Una es un poco más pequeña que la otra —explicó Temujin, señalando a las águilas. Deseaba ansiosamente que no le mandara marchar—. Tiene un poco de rojo en las plumas, he estado llamándola el ave roja.
—Es un buen nombre —confirmó Yesugei.
Temujin carraspeó, repentinamente nervioso.
—Había pensado que tal vez me lo podría quedar, al aguilucho rojo. Como hay dos…
Yesugei miró a su hijo con una expresión inescrutable.
—Extiende el brazo —dijo.
Temujin levantó el brazo hasta la altura del hombro, desconcertado. Yesugei Sostuvo al par de polluelos atados en la parte interior de uno de sus brazos y empleó el otro para presionar la mano de Temujin, bajándole el brazo.
—Cuando son adultas, pesan tanto como un perro. ¿Podrías sostener a un perro con la muñeca? No. Es un regalo maravilloso y te lo agradezco. Pero el ave roja no está hecha para un niño, ni siquiera para un hijo mío.
Temujin sintió el escozor de las lágrimas en los ojos al ver pisoteados sus sueños de la mañana. Cuando llamó a Eeluk, su padre parecía ajeno a la ira y desesperación que sentía.
A Temujin la sonrisa de Eeluk mientras se les acercaba le resultó maliciosa y desagradable.
—Has sido mi primer guerrero —le dijo Yesugei—. El ave roja es tuya.
Eeluk abrió los ojos de par en par. Tomó al ave con reverencia, y los niños quedaron olvidados.
—Es un gran honor —dijo, inclinando la cabeza ante su amo. Yesugei estalló en sonoras carcajadas.
—Tu servicio me honra —contestó—. Cazaremos juntos con ellas. Mañana por la noche celebraremos con música que dos águilas han llegado a los Lobos. —Se volvió hacia Temujin—. Tendrás que contarle al viejo Chagatai todo el relato de la escalada, para que pueda escribir la letra de una estupenda canción.
Temujin no respondió, incapaz de soportar por más tiempo la imagen de Eeluk sosteniendo el ave roja. Bekter y él se agacharon para atravesar la puerta y ver a Hoelun y a su nueva hermana, rodeadas por sus otros hermanos. Los chicos oyeron a su padre gritar a sus hombres que se acercaran a ver lo que sus hijos le habían traído. Esa noche habría un banquete y, sin embargo, de algún modo, no podían mirarse a los ojos sin sentirse incómodos. El placer de su padre significaba mucho para todos ellos, pero el ave roja era de Temujin.
Al atardecer, la tribu hizo fuego con los excrementos secos de ovejas y cabras y asó cordero en las hogueras y dentro de grandes ollas bullentes. Chagatai, el bardo, se puso a cantar la historia de dos águilas encontradas en una colina roja con una voz fantasmagórica que combinaba los tonos más agudos con los más graves. Los jóvenes de la tribu aplaudían los versos y Yesugei se vio obligado a mostrar los polluelos, que graznaban lastimeramente tras haber sido arrancados de su nido.
Los muchachos aceptaron taza tras taza de airag negro mientras escuchaban a Chagatai sentados alrededor de la hoguera en la oscuridad. Khasar palideció y se quedó en silencio tras la segunda taza y, al acabar la tercera, Kachiun dejó escapar un suave resoplido y cayó lentamente para atrás, derramando la bebida en la hierba. Temujin miraba fijamente las llamas, hasta deslumbrarse y quedarse momentáneamente ciego. No oyó a su padre acercarse y, aun así, no le habría importado. El airag le había calentado la sangre con extraños colores que podía notar corriendo por sus venas.
Yesugei se sentó junto a sus hijos, doblando sus poderosas piernas y poniéndose en cuclillas. Llevaba una túnica con un borde de piel contra el frío nocturno pero, debajo, su pecho estaba desnudo. El negro airag le calentaba lo suficiente, y siempre había sostenido que un khan era inmune al frío.
—No bebas demasiado, Temujin —advirtió—. Has demostrado que estás listo para ser tratado como un hombre. Mañana completaré mi deber de padre contigo y te llevaré con los olkhun’ut, el pueblo de tu madre. —Vio cómo Temujin levantaba la vista, pero no percibió en absoluto el significado de aquella mirada oro pálido—. Veremos a sus hijas más hermosas y encontraremos a una que te caliente la cama cuando haya sangrado. —Dio unas palmadas en el hombro de Temujin.
—Y me quedaré con ellos mientras Eeluk adiestra al ave roja —respondió Temujin, con un tono monótono y frío que Yesugei advirtió pese a su borrachera.
—Harás lo que te diga tu padre —dijo, con el ceño fruncido.
Le dio un golpe, tal vez con más fuerza de la que pretendía. El golpe echó a Temujin hacia delante, pero se enderezó enseguida y siguió mirando fijamente a su padre. Yesugei ya había dejado de prestarle atención y se había vuelto a observar y a animar a Chagatai, que movía sus viejos huesos bailando, cortando el aire con los brazos como si fueran las alas de un águila. Al rato, Yesugei se percató de que Temujin le estaba mirando todavía.
—Me perderé la reunión de las tribus, las carreras —protestó Temujin cuando sus ojos se encontraron, luchando por contener las lágrimas de rabia.
Yesugei lo observó con rostro inexpresivo.
—Los olkhun’ut irán a la reunión, igual que nosotros. Te llevarás a Pie Blanco. A lo mejor te dejan correr con él contra tus hermanos.
—Preferiría quedarme aquí —dijo Temujin, preparándose a recibir otro golpe.
Parecía que Yesugei no le había oído.
—Vivirás un año con ellos, como hizo Bekter. Será duro para ti, pero después tendrás un muy buen recuerdo de tu estancia. No hace falta que te diga que te deberás fijar bien en sus fuerzas, en sus armas, en cuántos guerreros tienen…
—Los olkhun’ut no son enemigos nuestros —comentó Temujin.
Su padre se encogió de hombros.
—El invierno es largo —se limitó a responder.