El sol estaba ya alto en el cielo cuando los muchachos llegaron a la colina roja. Tras el galope inicial, todos ellos habían adoptado un trote veloz que sus resistentes caballos podían mantener durante horas y horas. Bekter y Temujin habían firmado una tácita tregua y cabalgaban juntos al frente, Khasar y Kachiun los seguían de cerca. Para cuando avistaron la gran roca que las tribus llamaban la colina roja, todos estaban muy cansados. La colina roja era un peñasco inmenso rodeado por otras rocas de menor tamaño, como una loba con sus lobeznos. Los chicos habían pasado muchas horas allí escalando el verano anterior y conocían bien el terreno.
Bekter y Temujin estudiaron el horizonte con inquietud, buscando algún signo de otros jinetes cerca. Los Lobos no reivindicaban ningún derecho de caza en tierras tan separadas de las gers. Como tantas otras cosas en las estepas: el agua de los arroyos, la leche, las pieles, la carne, todo pertenecía a aquél que tuviera fuerza para cogerlo o, mejor aún, para conservarlo. Khasar y Kachiun no veían más allá de la emoción de encontrar un aguilucho, pero los dos mayores estaban listos para defenderse o salir huyendo. Ambos tenían cuchillos y Bekter llevaba un carcaj y un pequeño arco a la espalda que podía tensar con rapidez. Contra los chicos de otras tribus, podrían desenvolverse bien, se dijo Temujin. Contra guerreros adultos, en cambio, estarían en grave peligro y el nombre de su padre no les ayudaría.
Temuge volvía a ser sólo una mancha detrás de los otros cuatro, perseverando pese al sudor y a las moscas que zumbaban a su alrededor. Pensó con tristeza que sus hermanos, que cabalgaban en dos parejas perfectas, parecían pertenecer a una raza distinta, como si fueran halcones y él una simple alondra. Deseaba gustarles, pero eran todos tan altos y hábiles… En su presencia se sentía todavía más torpe que cuando estaba solo y parecía incapaz de hablar como quería, excepto a veces, cuando charlaba con Kachiun en la paz del atardecer.
Clavó con fuerza los talones en su montura, pero su caballo percibía su falta de habilidad y rara vez se ponía al trote, no digamos ya al galope. Kachiun le había dicho que era demasiado blando, y él había probado pegándole sin piedad a su montura cuando sus hermanos no le veían, pero a la perezosa bestia le había dado igual.
Si no hubiera sabido hacia dónde se dirigían sus hermanos, se habría sentido perdido y abandonado. Su madre les había dicho que no le dejaran solo jamás, pero ellos lo hacían de todos modos; Temuge sabía que, si se quejaba a ella, todos le darían coscorrones detrás de las orejas. Cuando la colina roja estuvo a la vista, sintió una enorme pena por sí mismo. Aun desde la distancia, podía oír a Bekter y a Temujin discutir. Temuge rebuscó en los bolsillos para ver si tenía más aruul azucarado y encontró unos restos viejos de la deliciosa cuajada seca. Antes de que los demás pudieran verle, se metió el palito blanco en el carrillo, escondiendo su dulce placer de la penetrante vista de sus hermanos.
Los cuatro aguardaban junto a sus caballos, mirando a Temuge, que se acercaba a ellos sin prisa ninguna.
—Podría llevarle a cuestas más rápido de lo que va él solo —dijo Temujin.
El último tramo recorrido hasta la colina roja se había vuelto a convertir en una carrera y habían llegado a galope tendido. Una vez allí, saltaron de los caballos y se dejaron caer en el polvo. Sólo entonces se les ocurrió que alguien tenía que quedarse con los caballos. Podían atarles las riendas a las patas, pero estaban lejos de la tribu y ¿quién sabía si no habría ladrones listos para presentarse a caballo y arrebatárselos? Bekter le había dicho a Kachiun que se quedara al pie de la colina, pero el muchacho, que era mejor escalador que los otros tres, se había negado. Tras unos minutos de discusión, todos ellos habían nombrado a alguno de los otros y Khasar y Kachiun habían llegado a las manos, hasta el punto de que aquél había acabado sentado en la cabeza de su hermano, mientras éste se debatía furioso. Cuando la cara de Kachiun se amorató, Bekter los había separado con una maldición y un par de tortazos. Esperar a que llegara Temuge era la única solución sensata y, en realidad, algunos de ellos habían mirado más despacio la escarpada pared de la colina y ya no estaban tan seguros de querer competir con sus hermanos a ver quién la subía antes. Más preocupante quizá que la roca desnuda era la ausencia absoluta de cualquier tipo de rastro del águila. Era demasiado esperar que hubiera excrementos, y ya no digamos ver al ave sobrevolando el nido o cazando. Al no encontrar ninguna prueba de su existencia, no podían evitar preguntarse de nuevo si Temuge les habría mentido o se habría inventado una historia para impresionarlos.
Temujin notó que su estómago empezaba a protestar. No había desayunado y, teniendo una dura escalada por delante, no quería arriesgarse a sentirse débil a mitad de camino. Mientras los demás contemplaban cómo se iba aproximando Temuge, cogió un puñado de polvo rojizo y lo convirtió en una pasta con unas gotas de agua del odre de su silla de montar. Pie Blanco enseñó los dientes y relinchó, pero no se resistió mientras Temujin ataba las riendas a un arbusto y sacaba su cuchillo.
Tardó sólo un momento en hacer un pequeño corte en una vena del hombro del caballo y pegar los labios a la herida. La sangre estaba templada y fluida. Temujin sintió cómo le calentaba el estómago vacío como el mejor airag negro y sus energías se incrementaban. Contó seis tragos antes de retirar la boca, y luego presionó la herida con un dedo ensangrentado. La pasta de polvo y agua ayudó a que la sangre se coagulara: sabía que, cuando regresara, allí sólo quedaría una postilla diminuta. Sonrió, mostrándoles a sus hermanos los dientes enrojecidos, y se limpió la boca con el dorso de la mano. Comprobó que el corte en la piel de Pie Blanco se estaba cerrando, aunque una gota resbalaba aún lentamente por su pata. El caballo no parecía notarlo y siguió pastando en la hierba primaveral. Temujin ahuyentó a una mosca que se había acercado al rastro de sangre y le dio un par de palmadas en el cuello al animal.
Bekter también había desmontado. Al ver a Temujin alimentándose, se arrodilló, tomó la ubre de su yegua y dirigió un delgado chorro de leche tibia hacia su boca, relamiéndose ruidosamente. Temujin hizo caso omiso de la exhibición, pero Khasar y Kachiun le miraron esperanzados. Sabían por experiencia que si se lo pedían les diría que no, pero si no mostraban signos de sed, Bekter podría dignarse a darles un trago a cada uno.
—¿Quieres beber, Khasar? —dijo Bekter, alzando la cabeza de repente.
Khasar no esperó a que le preguntaran dos veces y acercó la cabeza como un potrillo a la oscura ubre que Bekter sostenía para él, reluciente de leche. Sorbió con codicia la rociada, que le cayó en parte en la cara y las manos. Se atragantó y resopló, y hasta Bekter sonrió antes de hacerle señas a Kachiun para que se aproximara.
Kachiun miró a Temujin y notó lo tieso que estaba. El pequeño entrecerró los ojos y luego negó con la cabeza. Bekter se encogió de hombros y soltó la ubre, echando una fugaz mirada a Temujin antes de enderezar la espalda y observar cómo el más joven de sus hermanos se bajaba del caballo.
Temuge desmontó con su precaución habitual. Para un niño de sólo seis veranos la distancia hasta el suelo era grande, aunque otros críos de la tribu se tiraban de la silla con toda la audacia de sus hermanos mayores. Temuge era incapaz de hacer una cosa tan simple como ésa, y sus hermanos fruncieron el ceño mientras le veían aterrizar tambaleándose. Bekter hizo un ruido seco con la garganta y el rostro de Temuge se sonrojó bajo el escrutinio de los otros.
—¿Es éste el sitio? —inquirió Temujin.
Temuge asintió.
—Aquí vi un águila que volaba en círculos. El nido está en algún sitio cerca de la cima —aseguró, alzando la vista hacia allí. Bekter hizo una mueca.
—Probablemente era un halcón —murmuró mientras seguía la mirada de Temuge con la vista.
Temuge se sonrojó aún más.
—¡Era un águila! ¡De color marrón oscuro y más grande que ningún halcón que haya existido jamás!
Bekter se encogió de hombros ante su arrebato y eligió ese momento para escupir una lechosa flema.
—Puede ser. Lo sabré cuando encuentre el nido.
Tal vez Temujin hubiera respondido al desafío, pero Kachiun se había hartado de sus peleas y pasó por delante de todos ellos, tirando de la tira de tela que sujetaba el abrigo acolchado en su sitio. Dejó que él cayera al suelo y se quedó con tan sólo una camisa sin mangas y unos pantalones de lino. Se asió con las manos a un par de rocas e inició el ascenso. La blanda piel de sus botas se agarraba casi tan bien como los pies desnudos. Los otros se deshicieron de sus abrigos como antes había hecho Kachiun, comprendiendo que tenía sentido dejar abajo la prenda más pesada.
Temujin recorrió unos veinte pasos junto a la base antes de encontrar otro lugar desde el que empezar a subir y se escupió en las manos antes de agarrarse a la roca. Khasar sonrió, emocionado, y le lanzó las riendas a Temuge, que se sobresaltó al recibirlas. Bekter encontró asimismo un sitio, colocó sus fuertes manos y pies en unas hendiduras y se alzó con un ligero gruñido.
Al poco, Temuge se encontró otra vez solo. Al principio sintió de nuevo cierta tristeza y el cuello empezó a dolerle de tanto mirar para arriba a los escaladores. Cuando ya no eran más grandes que arañas, su estómago le recordó su existencia. Tras echar una última ojeada a sus enérgicos hermanos, se dirigió con paso lento a la yegua de Bekter para robarle una buena ración de leche. Había descubierto que ser el último a veces tenía sus ventajas.
Tras recorrer unos treinta pasos, Temujin fue consciente de que estaba a suficiente altura como para matarse si caía. Se detuvo jadeante para escuchar, pero no se oía ni se veía a sus hermanos en ninguna dirección. Se sujetó con la punta de los dedos y las botas, echándose hacia atrás cuanto podía para buscar una ruta por la que seguir ascendiendo. El aire parecía más frío y, por encima de su cabeza, el cielo estaba tan claro que hacía daño, sin una nube que destruyera la ilusión de que estaba subiendo hacia un cuenco azul. Unas pequeñas lagartijas se escabulleron veloces de entre sus dedos, que palpaban en busca de un asidero, y a punto estuvo de soltarse cuando una de ellas quedó atrapada y se retorció bajo su mano. Cuando los latidos de su corazón se hubieron calmado, apartó el cuerpo aplastado del animal del saliente donde había estado disfrutando el sol y observó cómo caía girando en el viento.
Mucho más abajo, descubrió a Temuge tirando de las ubres de la yegua de Bekter y deseó que fuera lo bastante sensato para dejar algo de leche. Bekter le daría una paliza si acababa con toda, y probablemente el pequeño glotón se la mereciera.
El sol caía con fuerza sobre su nuca y sintió que un hilo de sudor resbalaba hasta sus pestañas, lo que le hizo parpadear para aliviar el escozor. Negó con la cabeza, y se quedó sujeto sólo por las manos mientras buscaba otro sitio donde apoyar los pies. Tal vez Temuge hubiera conducido a la muerte a alguno de ellos con sus historias de águilas, pero era demasiado tarde para vacilar. Temujin ni siquiera estaba seguro de poder descender aquella empinada pendiente. A esa altura tan imponente, tenía que encontrar un lugar para descansar o iba a caerse.
Cuando se movió, la sangre borboteó en su estómago, recordándole la fuerza que le había conferido y haciéndole expulsar un amargo eructo. Temujin apretó los dientes mientras subía un poco más. Sentía el miedo como un gusano que le agujereara el estómago y empezó a enfadarse: no iba a tener miedo. Era el hijo de Yesugei, un Lobo. Un día sería khan. No tendría miedo y no se caería. Empezó a murmurar esas palabras para sus adentros, una y otra vez, a medida que ascendía, pegándose a la roca mientras el viento soplaba con más fuerza, tirando de él. También le ayudaba imaginar la irritación de Bekter si conseguía ser el primero en alcanzar la cumbre.
Un golpe de viento le hizo temer que una ráfaga lo arrancara de la elevada roca y lo arrojara al vacío, y el estómago le dio un vuelco. Se imaginó aplastándose contra el suelo junto a Temuge. Notó que le temblaban los dedos cada vez que se asía a un nuevo saliente. Era el primer síntoma de debilidad, pero sacó fuerzas de su ira y continuó.
Le resultaba difícil calcular cuánto había subido, pero Temuge y los caballos eran apenas unas diminutas manchas al pie de la colina y los brazos y las piernas le ardían por el esfuerzo. Llegó a una cresta de roca donde podía refugiarse del viento y, jadeante, se detuvo allí a recuperarse. Al principio, no conseguía encontrar ningún modo de proseguir el ascenso y se asomó para mirar por encima de un saliente que le entorpecía la visión. No se habría quedado bloqueado allí mientras los otros encontraban itinerarios más fáciles para subir, ¿verdad? Sólo Kachiun era mejor escalador que él, y Temujin sabía que tendría que tomarse algún descanso para que reposaran sus músculos doloridos. Respiró hondo el cálido aire y disfrutó de la amplia vista que se le ofrecía. Alcanzaba a ver una interminable extensión de estepa. Le pareció que podía ver todo el camino que llevaba a las gers de su tribu y se preguntó si Hoelun habría dado a luz. Tenían que haber pasado muchas horas desde que llegaron a la colina roja.
—¿No sabes por dónde seguir? —oyó decir a una voz por encima de él.
Temujin maldijo para sí y vio la cara de Kachiun que atisbaba desde el saliente superior. Sus miradas se encontraron. Los ojos de Kachiun se entrecerraron con el esbozo de una sonrisa. Temujin avanzó arrastrando los pies por el saliente hasta que encontró un asidero aceptable. Tenía que confiar en que llevaría a otro punto de apoyo más arriba. Con Kachiun observándolo, se obligó a controlar la respiración y adoptó la expresión impertérrita del guerrero. Tenía que saltar para alcanzar el segundo asidero y, por un momento, le invadió el miedo. En el suelo no habría pasado nada porque la caída habría sido pequeña. Con el viento gimiendo entre los riscos, Temujin no se atrevió a imaginarse el vacío que se abría a sus espaldas.
Sus brazos y piernas temblaron cuando se elevó, ayudándose sólo de su propia fuerza y energía. Dejar de moverse significaba empezar a caer y Temujin rugió mientras ascendía hasta donde Kachiun le aguardaba acuclillado, observando con calma su progreso.
—¡Ja! ¡Los khanes de las montañas siempre saben por dónde seguir! —exclamó Temujin en tono triunfal.
Su hermano asimiló la información sin hacer ningún comentario.
—La colina se divide en dos justo encima de nosotros —informó—. Bekter ha tomado el collado sur hacia la cima.
Temujin estaba impresionado por la serenidad que mostraba su hermano. Lo miró mientras éste caminaba hasta el borde de la roca rojiza que él había escalado lleno de pánico, acercándose tanto al vacío que el viento tiró de su cabello trenzado.
—Bekter no sabe dónde están las águilas, si es que en realidad hay alguna —replicó Temujin.
Kachiun se encogió de hombros.
—Ha tomado el camino más fácil. No creo que un águila construya un nido en un sitio que pueda alcanzarse con facilidad.
—Entonces, ¿hay otro camino? —preguntó Temujin.
Mientras hablaba, subió gateando una cuesta de poca pendiente para ver mejor las cumbres de la colina roja. Había dos, como había dicho Kachiun, y Temujin vio a Bekter y Khasar en una de las paredes del sur. Aun desde la distancia, ambos identificaron la fornida figura de su hermano mayor, avanzando despacio, pero sin detenerse. El pico norte que se erguía ante Temujin y Kachiun era una roca puntiaguda aún más sobrecogedora que la pendiente inicial que habían escalado.
Temujin apretó los puños, sintiendo la pesadez en sus brazos y pantorrillas.
—¿Preparado? —le preguntó Kachiun, señalando con un movimiento de cabeza hacia la cara norte.
Temujin alargó la mano y agarró a su serio hermanito por la nuca con un rápido gesto de afecto. Vio que Kachiun había perdido la uña de uno de los dedos de la mano derecha. Había una mancha de sangre seca que le recorría todo el antebrazo hasta los nervudos músculos, pero el muchacho no dejaba traslucir el menor malestar.
—Estoy preparado. ¿Por qué me has esperado?
Kachiun emitió un suave resoplido y se volvió a agarrar a la roca.
—Si te caes, Bekter será khan algún día.
—Podría ser un buen khan —admitió Temujin a regañadientes.
No creía realmente que así fuera, pero recordó cómo había peleado contra los vasallos de su padre. Había aspectos del mundo adulto que todavía no llegaba a comprender del todo y, al menos, Bekter tenía actitud de guerrero.
Kachiun bufó al oír eso.
—Cabalga tieso como un palo, Temujin. ¿Quién puede seguir a un hombre que se sienta tan mal sobre el caballo?
Temujin sonrió mientras ambos retomaban el ascenso.
Era un poco más sencillo ahora que se ayudaban entre sí. Más de una vez, Temujin empleó su fuerza para sujetar el pie de Kachiun mientras éste trepaba como una ágil araña. Era tan buen escalador como jinete, pero su joven cuerpo estaba empezando a dar muestras de agotamiento y, tras subir otros treinta pasos, Temujin se dio cuenta de que estaba palideciendo más y más. Ambos resollaban, y sentían brazos y piernas tan pesados que apenas podían moverlos.
El sol había iniciado su descenso hacia el oeste. Temujin comprobaba su posición cada vez que encontraba un lugar donde podían detenerse y recobrarse un poco del esfuerzo. No debían dejar que la oscuridad los sorprendiera o ambos corrían el riesgo de caer. Más preocupante todavía era el denso muro de nubes que se avecinaba en la distancia: una tormenta los arrancaría a todos de la colina roja. Su temor por la suerte que pudieran correr sus hermanos se acrecentó cuando un resbalón de Kachiun a punto estuvo de hacerlo caer y arrastrarlo a él en su mortal caída.
—Ya te tengo. Busca otro asidero —resopló Temujin, sintiendo su aliento como una llamarada al salir por su boca.
Temujin no recordaba haberse sentido nunca tan cansado y, sin embargo, la cima seguía imposiblemente lejana. Kachiun logró retirar su peso de su brazo y, al volverse, descubrió las rozaduras sangrantes que su bota había dejado en la piel desnuda de su hermano. Luego dirigió su mirada hacia las llanuras, tenso ante la imagen de las nubes. Era difícil calibrar la fuerza del viento que soplaba en torno a los riscos, pero ambos tuvieron la impresión de que estaba avanzando directamente hacia ellos.
—Vamos, no nos paremos. Si empieza a llover, estamos muertos —masculló Temujin, empujando a su hermano hacia arriba.
Kachiun asintió en silencio, cerró los ojos un instante, mareado. A veces, a Temujin se le olvidaba lo joven que era. Sintió un inmenso orgullo por el pequeño y se juró que no lo dejaría caer.
El pico sur seguía estando a la vista mientras escalaban, pero no había rastro ni de Bekter ni de Khasar. Temujin se preguntó si habrían llegado a la cumbre, o si incluso estarían ya bajando, con el aguilucho a salvo bajo una túnica. Bekter se pondría inaguantable si conseguía llevar una de las grandes aves a las tiendas de su padre, y ese pensamiento bastó para dar nuevas fuerzas a los fatigados músculos de Temujin.
Ninguno de los dos supo al principio qué eran esos agudos sonidos. Jamás habían oído el chillido de una cría de águila y aquel insistente viento que no dejaba de golpear contra las rocas no ayudaba en absoluto a distinguirlo con claridad. Sin embargo, en aquellos momentos su mayor preocupación era encontrar un lugar donde resguardarse de la furia de las nubes, que cubrían ya todo el cielo. La mera idea de descender por la piedra resbaladiza a causa de la lluvia le daba vértigo. Ni siquiera Kachiun sería capaz de hacerlo, estaba seguro.
Tras avanzar pegados a las rocas, los dos muchachos llegaron al fin hasta una grieta llena de ramitas y plumas. Temujin pudo oler el hedor a carne podrida antes de tener los ojos a la altura del nido. Aquella especie de silbido provenía en efecto de un par de aguiluchos, que observaban a los escaladores con enorme interés.
Sus padres debían de haberse apareado hacía un tiempo, porque los polluelos no tenían ese aspecto canijo e indefenso de las crías recién nacidas. Sobre el primer plumón, que ambos aún conservaban, asomaban algunas plumas marrón dorado; cuando tuvieran más, aquellas plumas les servirían para remontarse por encima de las montañas en busca de sus presas. Sus alas eran cortas y feas, aunque a ambos muchachos les pareció que jamás habían visto nada tan hermoso. Las garras, unas enormes extremidades terminadas en unas uñas negras que ya parecían capaces de desgarrar la carne, se antojaban demasiado grandes para sus diminutos cuerpos.
Kachiun se había quedado paralizado en el saliente por el asombro, sujetándose sólo con las puntas de los dedos. Una de las aves entendió su inmovilidad como una especie de desafío y emitió un agudo chillido ante él, extendiendo las alas en una demostración de valentía que hizo sonreír encantado al muchacho.
—Son pequeños khanes —dijo, con los ojos brillantes.
Temujin asintió, incapaz de hablar. Se estaba preguntando cómo podrían llevarse vivos a ambos polluelos con una tormenta a punto de estallar. Escudriñó el horizonte, temiendo de pronto que las águilas adultas llegaran a casa antes que las nubes. A esa altura y en un equilibrio tan precario, les costaría defenderse del ataque de un águila.
Temujin observó cómo Kachiun subía y se acuclillaba al borde mismo del nido, aparentemente indiferente a lo inseguro de la posición. Su hermano alargó la mano hacia los aguiluchos, pero Temujin le alertó con brusquedad.
—Las nubes están demasiado cerca para descender ahora. Déjalos en el nido, los bajaremos por la mañana.
Mientras hablaba, el estruendo de un trueno atravesó las llanuras y ambos muchachos miraron hacia allá. El sol seguía brillando sobre ellos, pero en la distancia alcanzaron a ver una densa cortina de lluvia que caía en oscuros hilos. Las sombras avanzaban veloces hacia la colina roja. Desde esa altura, la escena que tenían ante sí les inspiró a la vez admiración y miedo.
Se miraron un instante y Kachiun asintió, volviendo a pasar del saliente del nido al que estaba debajo.
—Nos vamos a morir de hambre —dijo, metiéndose el dedo herido en la boca y chupando la costra de sangre seca.
Temujin asintió a su vez, resignado.
—Mejor eso que despeñarse —aseguró—. La tormenta casi está aquí y quiero encontrar un sitio donde poder dormir sin caerme. Va a ser una noche horrible.
—Para mí no —dijo Kachiun, con suavidad—. He mirado a un águila a los ojos.
Temujin le dio un coscorrón afectuoso y lo ayudó a atravesar la cresta hasta un lugar desde donde continuar el ascenso. Ante su vista apareció una hendidura entre dos pendientes. Allí podrían adentrarse y refugiarse para descansar al fin.
—Bekter se pondrá furioso —comentó Kachiun, disfrutando de la idea.
Temujin lo ayudó a penetrar en la grieta y lo observó retorcerse para adentrarse en ella. Molestas, un par de pequeñas lagartijas salieron de su escondrijo; una de ellas salió corriendo hacia el borde de la grieta y se dejó caer al abismo con las patas extendidas. Apenas había sitio para ambos chicos, pero al menos estaban resguardados del viento. Cuando anocheciera, estarían incómodos y sin duda intranquilos; Temujin sabía que tendría suerte si lograba dormir aunque fuera un poco.
—Bekter escogió el camino más fácil para subir —sentenció, agarrándose a la mano de Kachiun y apretando su cuerpo en la hendidura.