I

Aquel día de primavera de su duodécimo año de vida, Temujin competía con sus cuatro hermanos en las estepas a la sombra de la montaña conocida como Deli’un-Boldakh. El mayor, Bekter, montaba una yegua gris con habilidad y gesto de concentración; Temujin cabalgaba a su ritmo, esperando una oportunidad para adelantarlo. Detrás de ellos iba Khasar, chillando como un loco mientras se acercaba a los dos que iban en cabeza. A sus diez años, Khasar era el favorito de la tribu, con su carácter tan alegre como hosco y malhumorado era el de Bekter. Su caballo de motas rojas bufaba y relinchaba persiguiendo a la yegua de éste, y el muchacho se reía, divertido. Kachiun era el siguiente, un niño de ocho años con un carácter desprovisto de la naturalidad de Khasar y que le daba un aspecto serio, hermético incluso. Rara vez hablaba y nunca se quejaba, hiciera lo que le hiciera Bekter. Tenía un don con los caballos que pocos podían igualar y era capaz de lograr que su montura se lanzara de repente a galope tendido cuando los animales de los demás estaban flaqueando. Temujin, en perfecto equilibrio sobre su montura, miró por encima del hombro hacia donde se había situado Kachiun. Éste parecía estar cabalgando sólo por pasar el rato, pero ya en otras ocasiones los había sorprendido a todos, por lo que prefería no perderlo de vista.

A cierta distancia del resto de los hermanos se oía la voz plañidera del más joven de ellos pidiéndoles que le esperaran. Temuge era un niño demasiado aficionado a los dulces y a haraganear, y eso se notaba en su forma de montar. Temujin sonrió al ver a su gordinflón hermano moviendo los brazos arriba y abajo para ganar velocidad. Su madre les había advertido que no debía participar en sus salvajes torneos; hacía muy poco, aún había que atarlo a la silla para que no cayera, y el pobre niño lloraba si lo dejaban atrás. Bekter todavía no había tenido una sola palabra amable para él.

Sus agudas voces resonaban sobre la llanura. Galopaban con el cuerpo echado hacia delante, apoyados en los lomos de los caballos como pájaros. Una vez, Yesugei los había llamado sus gorriones y había admirado con orgullo su destreza. A Temujin se le había ocurrido decirle a Bekter que estaba demasiado gordo para ser un gorrión, y se había visto obligado a pasar una noche entera escondido, para no ser víctima de la ira de su hermano mayor.

No obstante, en un día como aquél, el ánimo de toda la tribu era ligero. Las lluvias habían llegado, y los ríos volvían a fluir y serpentear por las llanuras donde pocos días antes sólo había barro reseco. Las yeguas daban su cálida leche para beber y hacer con ella queso y refrescante yogur. Las primeras pinceladas de verde ya aparecían en las colinas y, con ellas, llegaba la promesa del verano, de días calurosos. Aquel año, antes del invierno, las tribus se reunirían en paz para comerciar y enfrentarse en diversas competiciones. Yesugei había decretado que las familias de los Lobos emprendieran un larguísimo viaje con el fin de aumentar sus mermados rebaños. La perspectiva de ver a los luchadores y a los arqueros bastaba para que los muchachos se esmeraran en su conducta. No obstante, eran las carreras lo que realmente los emocionaba y llenaba su cabeza de fantasías mientras cabalgaban. Excepto Bekter todos los chicos habían ido a ver a su madre a solas para pedirle que convenciera a su padre de que los dejara participar. Todos ellos querían probar su resistencia en las carreras de larga distancia o demostrar su velocidad en las de corto recorrido, y recibir los honores y la fama de los vencedores.

Aunque ninguno lo decía en voz alta, sabían que aquél que regresara a sus gers con un título como «jinete destacado» o «maestro de caballería» podría un día ocupar el puesto de su padre cuando se retirara a cuidar de su ganado. Con la excepción, tal vez, de Temuge, los demás no podían evitar soñar. A Temujin le daba rabia que Bekter diera por supuesto que él sería el elegido, como si un año o dos de diferencia tuvieran tanta importancia. Su relación se había vuelto muy tensa desde que su hermano había pasado el año de compromiso matrimonial fuera de la tribu. Aunque Temujin seguía siendo el más alto de los dos, Bekter había crecido muchísimo y había perdido todo rastro de sentido del humor.

Al principio a Temujin le había dado la impresión de que sólo estaba simulando, que fingía haber madurado. Su actitud más reflexiva, que hubiera dejado de hablar sin pensar y pareciera meditar cada palabra antes de permitir que saliera de sus labios sólo había servido para suscitar sus burlas. Pero había pasado todo un invierno y la actitud de Bekter no había cambiado lo más mínimo. Había momentos en los que Temujin no podía evitar reírse de la pomposa actitud de su hermano, pero había aprendido a respetar su carácter, claro que, en lo que a su derecho a heredar las tiendas y la espada de su padre respectaba, el asunto no era tan sencillo.

Temujin mantenía la mirada en Bekter mientras ambos cabalgaban, sin dejar que la distancia que los separaba aumentara. Era un día demasiado bonito como para preocuparse por el lejano futuro y fantaseó sobre cómo los cuatro hermanos monopolizarían el cuadro de honor en la reunión de las tribus. Su padre se llenaría de orgullo, y su madre los abrazaría uno por uno y los llamaría sus pequeños guerreros, sus pequeños jinetes. Hasta Temuge podría participar, aunque a sus seis años el riesgo de que se cayera era muy grande. Temujin frunció el ceño al pensarlo, en el mismo momento en el que Bekter volvía su mirada por encima del hombro para comprobar que seguía en cabeza. A pesar de sus sutiles maniobras, Yesugei todavía no les había dado su permiso para participar a ninguno de ellos y la primavera estaba cerca.

Hoelun estaba a punto de dar a luz de nuevo. A diferencia de los anteriores, esta vez el embarazo había sido duro. Su madre se pasaba los días vomitando en un cubo, hasta que la piel del rostro le quedaba salpicada de motas de sangre por el esfuerzo. Aquel día los chicos habían procurado no molestar a su padre, quien se paseaba nervioso arriba y abajo en el exterior de las gers. Al final, harto de sus miradas y de su prudente silencio, el khan los había mandado a cabalgar y quitarles el frío a los caballos. Temujin había intentado añadir algo, y Yesugei lo había lanzado con una sola mano a los lomos de un caballo de cascos blancos. Temujin había sido capaz de dar una vuelta en el aire y aterrizar y emprender el galope en un solo movimiento. Pie Blanco era una bestia brusca y de mal genio, pero su padre sabía que era el favorito del muchacho.

Yesugei había observado cómo montaban los demás sin dejar que su ancho y oscuro rostro delatara el orgullo que sentía. Como su padre a su edad, no le gustaba mostrar sus emociones, en especial a sus hijos, temeroso de que su carácter pudiera debilitarse si lo hacía. Era parte de la responsabilidad de un padre despertar miedo en sus vástagos, aunque había veces en las que sentía un deseo casi irrefrenable de abrazar a los chicos. Saber qué caballo preferían era su modo de mostrar afecto, y estaba seguro de que ellos eran capaces de adivinar sus sentimientos por una mirada o un brillo de sus ojos, igual que su padre había hecho con él años atrás. Guardaba en su memoria el recuerdo de aquellos momentos tan raros y valiosos para él, aún tenía fresca la imagen del día en el que su padre por fin aprobó con un gruñido su forma de atar con cuerdas las cargas pesadas. Era un detalle sin importancia, pero Yesugei no podía evitar pensar en su anciano padre cada vez que tiraba de una cuerda para tensarla, apoyando la rodilla con fuerza contra las pacas.

Observó a los chicos que se alejaban bajo el sol radiante y, cuando éstos ya no pudieron verle, su expresión se relajó. Su padre había sido consciente de que en una tierra tan dura los hombres por fuerza tenían que ser duros. Yesugei sabía que sus hijos se verían obligados a sobrevivir a muchas batallas, al hambre y a la sed si querían convertirse en adultos. Sólo uno de ellos se convertiría en el khan de la tribu. Los otros se verían obligados a arrodillarse ante él o a marcharse a recorrer el mundo, con un mero rebaño de cabras y ovejas como presente. Yesugei negó con la cabeza ante aquella idea, y observó el rastro de polvo que dejaban los caballos de sus hijos. El futuro se cernía sobre ellos, pero para ellos sólo existían la primavera y las verdes colinas.

El sol calentaba el rostro de Temujin mientras galopaba. Estaba deleitándose en la sensación de cabalgar con un caballo veloz, mientras el viento azotaba su cara. Delante de él, la yegua gris de Bekter se había recuperado de un tropezón con un guijarro suelto. Su hermano reaccionó dándole un brusco golpe en la cabeza a su montura, pero había perdido parte de la ventaja, por lo que Temujin lanzó un grito de regocijo, como si se dispusiera a pasarle. Por supuesto, aún esperaría un poco más antes de hacerlo: acosar a Bekter le gustaba casi más que ir en cabeza.

Bekter ya tenía casi el cuerpo de un adulto: unos hombros anchos y musculosos y una inmensa resistencia. Su año con los olkhun’ut le había conferido un aura de conocimiento mundano que nunca dejaba de explotar, lo que irritaba a Temujin como una espina clavada bajo la piel, sobre todo cuando sus hermanos lo atosigaban con preguntas sobre el pueblo de su madre y sus costumbres. Temujin también sentía curiosidad, pero decidió que, por mucho que le costara, esperaría a averiguarlo por su cuenta, cuando su padre lo enviara a él.

Cuando un joven guerrero volvía de su estancia con la tribu de su esposa, se le otorgaba por vez primera el estatus de hombre. Cuando la chica sangrara por primera vez, se la enviarían con una guardia de honor para poner de manifiesto su valía. Habría una ger lista para ella, frente a cuya entrada el joven esposo aguardaría para conducirla al interior.

Entre los Lobos existía la tradición de que el joven marido retara a los vasallos de su khan antes de ser aceptado por completo como guerrero. Bekter se había mostrado entusiasmado ante tal perspectiva y Temujin recordaba con asombro cómo se había dirigido a la hoguera de los mejores guerreros de su padre, cerca de la ger de Yesugei. Bekter les había hecho una señal con la cabeza y tres hombres se habían puesto en pie para comprobar si la temporada que había pasado con los olkhun’ut lo había vuelto débil. Temujin había espiado en silencio desde las sombras, con Khasar y Kachiun a su lado. Bekter había peleado con los tres, uno tras otro, y había recibido sus terribles golpes sin proferir una sola queja. El último había sido Eeluk, un guerrero grande como un caballo, un muro de puro músculo y enormes brazos que lo arrojó con tanta violencia contra el suelo que a su hermano le empezó a brotar sangre de un oído. Entonces, para su sorpresa, Eeluk ayudó a Bekter a levantarse y le acercó una taza de airag negro caliente a los labios. Bekter se atragantó al beber el amargo líquido mezclado con su propia sangre, pero, por lo visto, los guerreros no le dieron la menor importancia.

Temujin había disfrutado viendo cómo pegaban a su hermano mayor hasta casi dejarlo inconsciente, pero también había notado que tras aquello los hombres habían dejado de mofarse de él cuando se reunían en torno a las hogueras nocturnas. El valor de Bekter le había hecho ganar algo intangible y sumamente importante. Y desde aquel momento se había convertido en un obstáculo en su camino.

En las carreras que organizaban los hermanos a través de las llanuras bajo el sol primaveral no había ninguna indicación que sirviera de meta, como la habría en la gran reunión de las tribus: todos eran conscientes de que sus monturas aún no estaban a punto para correr al máximo. No debían agotarlos hasta que no hubieran llenado sus panzas de verde hierba y hubieran acumulado un poco de grasa estival. Aquella carrera era sólo un modo de alejarse de sus tareas y responsabilidades, y una buena excusa para discutir sobre quién había hecho trampas o quién debería haber ganado.

Bekter montaba erguido casi por completo, lo que le daba un aspecto extrañamente inmóvil mientras el caballo galopaba entre sus piernas. Temujin sabía que sólo se trataba de una ilusión. Las manos de Bekter guiaban las riendas con sutileza y su yegua gris estaba fresca y llena de energías. Sería difícil vencerlo. Temujin cabalgaba como Khasar, reclinándose sobre la silla, casi tumbado sobre el cuello del caballo. El viento parecía soplar con algo más de fuerza y ambos chicos preferían esa posición.

Temujin notó que Khasar estaba avanzando por el flanco derecho. Le pidió a Pie Blanco que acelerara aún más en un último esfuerzo y el pequeño caballo resopló como si estuviera furioso mientras galopaba. Temujin veía el caballo de Khasar por el rabillo del ojo y consideró la posibilidad de hacer un viraje lo bastante ligero como para que pareciera involuntario. Khasar pareció adivinar sus intenciones y se alejó, lo que le hizo perder un cuerpo de distancia. Temujin sonrió: se conocían demasiado bien como para poder competir. Se percató de que Bekter se había girado a mirar y sus ojos se encontraron por un segundo. Temujin enarcó las cejas y enseñó los dientes.

—¡Ya voy! —gritó—. ¡Intenta detenerme!

Bekter le dio la espalda de nuevo con expresión de disgusto, tieso sobre su montura. Era muy poco habitual que Bekter cabalgara con ellos, pero Temujin notó que, si estaba allí, era porque había resuelto demostrarles a «los niños» cómo debía montar un guerrero. No aceptaría una derrota con facilidad y, precisamente por eso, Temujin recurriría a todas sus fuerzas para vencerle.

Khasar había ganado terreno respecto a ambos, y antes de que Temujin pudiera moverse para cortarle el paso, casi se había puesto a su altura. Los dos muchachos se sonrieron, confirmando que compartían la alegría del día y de la velocidad. El largo y oscuro invierno había quedado atrás y, aunque retornaría pronto, tenían ese momento y disfrutarían de él. No había forma mejor de vivir. La tribu comería gordos borregos y en los rebaños nacerían nuevos corderos y cabritos con los que alimentarse y comerciar. Pasarían las tardes poniendo plumas a las flechas o trenzando cerdas de las colas de caballo para hacer cordeles, cantando canciones o escuchando las leyendas y la historia de las tribus. Yesugei se enfrentaría a cualquier jinete tártaro que se atreviera a robar sus rebaños, y la tribu se movería ligera por las llanuras, de río en río. Habría trabajo, pero en verano los días eran lo bastante largos como para tener horas libres para derrochar, un lujo que en los meses fríos jamás lograban encontrar. ¿Qué sentido tenía salir de exploración cuando un perro salvaje podía encontrarte y atacarte durante la noche? Le había sucedido a Temujin cuando era sólo un poco mayor que Kachiun, y todavía no había superado el miedo.

De pronto, al volverse para ver si Kachiun estaba preparando una embestida en el último momento, Khasar descubrió que Temuge se había caído. Al ver que aquel bulto en el suelo no se movía, al instante avisó con un silbido agudo y grave a Bekter y Temujin de que se retiraba. Sus hermanos miraron atrás y luego más allá, donde Temuge yacía desplomado e inmóvil. Temujin y su hermano mayor compartieron un instante de indecisión, ya que ninguno de los dos quería concederle al otro la victoria.

Bekter se encogió de hombros, como si no le diera más importancia, y tiró de las riendas para hacer dar la vuelta a su yegua, que dibujó un amplio círculo y comenzó a regresar por donde habían venido. Temujin lo imitó y ambos galoparon en pos de los demás.

Kachiun iba el primero, aunque Temujin dudaba que el muchacho le concediera la menor importancia a ese hecho. Kachiun sólo era dos años mayor que Temuge, con el que había compartido muchas y largas tardes en las gers, en las que le había enseñado los nombres de las cosas, demostrando una paciencia y una bondad insospechadas. Tal vez por eso, Temuge hablaba mejor que muchos niños de su edad, aunque era incapaz de hacer los nudos que los rápidos dedos de Kachiun trataban de enseñarle.

Cuando hubo alcanzado a los otros, Temujin saltó de la silla. Kachiun ya estaba en el suelo con Khasar, ambos incorporaron el cuerpo de Temuge para que se sentara.

El rostro del niño estaba pálido y amoratado. Kachiun le dio un suave bofetón, y torció el gesto al ver que la cabeza de Temuge caía hacia un lado, incapaz de sostenerse por sí sola.

—Despiértate, pequeño —le dijo Kachiun a su hermano, pero no hubo respuesta.

La sombra de Temujin cayó sobre ellos y Kachiun delegó en él de inmediato.

—No le vi caer —explicó Kachiun, como si haberlo visto hubiera servido de algo.

Temujin asintió y recorrió a Temuge con manos hábiles en busca de una herida o un hueso roto. Halló un bulto a un lado de la cabeza, oculto entre el cabello moreno. Lo palpó.

—Ha perdido el conocimiento, pero no me parece que tenga nada roto. Dame un poco de agua.

Alargó la mano. Khasar sacó un odre de piel de la mantilla y le quitó el tapón con los dientes. Temujin vertió el cálido líquido en la boca abierta de Temuge a pequeños chorros.

—No lo ahogues —advirtió Bekter, que no había desmontado, como si estuviera supervisando a los demás.

Temujin no se preocupó de responden Estaba horrorizado pensando en qué diría su madre si Temuge moría. No podían darle una noticia así, no mientras llevara un niño en su vientre. Los vómitos la habían debilitado y el impacto de aquella noticia podría matarla, pero ¿cómo podrían ocultarlo? Hoelun adoraba a Temuge, al que siempre ofrecía trocitos de aruul dulce que habían dado al pequeño aquel aspecto rechoncho que lo caracterizaba.

De pronto, Temuge se atragantó y escupió el agua. Bekter emitió un resoplido irritado, cansado de esos juegos de niños. Los demás se miraron unos a otros esbozando una sonrisa de oreja a oreja.

—He soñado con el águila —balbució Temuge.

Temujin asintió con la cabeza.

—Es un buen sueño —afirmó—, pero tienes que aprender a montar, pequeño. Nuestro padre se sentiría avergonzado delante de sus vasallos si se enterara de que te has caído. —Le vino a la mente otro pensamiento y frunció el ceño—. Si se entera, puede que no nos permita competir en la reunión.

Hasta Khasar perdió la sonrisa al oírle; preocupado, Kachiun apretó la boca, sin decir nada. Temuge se relamió, sediento, y Temujin le pasó el odre para que bebiera más agua.

—Si alguien te pregunta por el chichón, dile que estabas jugando y que te diste un golpe en la cabeza. ¿Entiendes, Temuge? Esto es un secreto. Los hijos de Yesugei no se caen.

Temuge notó que todos estaban esperando su respuesta, incluso Bekter, que parecía asustado. El pequeño asintió con vigor, el dolor hizo que se le crispara el rostro.

—Me di un golpe en la cabeza —dijo, aturdido—. Y vi el águila desde la colina roja.

—No hay águilas en la colina roja —respondió Khasar—. Estuve allí poniendo trampas para marmotas hace sólo diez días. Habría visto algo.

Temuge se encogió de hombros, un gesto que, en sí mismo, era poco común. El niño mentía fatal y, cuando le pillaban, se ponía a gritar como si por hablar más alto fueran a creerle. Bekter iba ya a hacer volverse a su caballo y alejarse cuando se quedó mirando al pequeño con expresión pensativa.

—¿Cuándo viste el águila? —preguntó.

Temuge se encogió de hombros otra vez.

—La vi ayer, volando en círculos sobre la colina roja. En mi sueño era más grande que un águila normal. Sus garras eran tan grandes como…

—¿Viste un águila de verdad? —interrumpió Temujin. Alargó la mano y le agarró el brazo—. Un águila de verdad, ¿tan pronto? ¿Has visto una?

Quería asegurarse de que no era una de las estúpidas historias de Temuge. Todos recordaban aquella noche en la que había llegado a la ger diciendo que le habían perseguido unas marmotas que se erguían sobre sus patas traseras y le hablaban.

La expresión de Bekter revelaba que estaba evocando el mismo recuerdo.

—La caída lo ha dejado atontado —afirmó.

Temujin se dio cuenta de que Bekter había agarrado las riendas con más fuerza. Con tanto sigilo como si se aproximara a un ciervo salvaje, se puso de pie y echó con disimulo un vistazo hacia su propio caballo, que estaba pastando. El halcón de su padre había muerto, y todavía lloraba la pérdida de la valerosa ave. Temujin sabía que Yesugei soñaba con poder cazar con uno de ellos, pero los avistamientos eran raros y los nidos solían estar en precipicios tan altos y escarpados que disuadían al más resuelto de los hombres. Temujin vio que Kachiun había llegado hasta su caballo y estaba listo para partir. En el nido podía haber un aguilucho para su padre. Tal vez Bekter quisiera uno para sí mismo, pero los otros sabían que Yesugei se sentiría lleno de gratitud hacia el que le trajera el khan de las aves. Las águilas gobernaban el aire como las tribus gobernaban la tierra, y vivían casi tanto como los hombres. Sin duda, si le brindaban semejante regalo nadie les negaría el derecho de participar en las carreras de ese año. El que su padre recibiera un águila sería considerado un buen augurio y reforzaría su posición entre las familias.

Temuge se había puesto en pie, se tocó la cabeza y torció el gesto al verse los dedos manchados de sangre. Parecía aturdido, pero sus hermanos creían en lo que había dicho. La carrera de la mañana había sido algo sin importancia. Esto era un asunto serio.

El primero que se movió, rápido como un perro en una cacería, fue Temujin. Saltó sobre los lomos de Pie Blanco y exclamó «¡Arre!», nada más aterrizar sobre su grupa, ante lo que el malhumorado caballo echó a correr bufando. Kachiun se deslizó sobre el suyo con la limpieza y el equilibrio que caracterizaban todos sus movimientos, y Khasar, encantado, lo siguió sólo un instante después, riéndose a carcajadas.

Bekter ya se había lanzando hacia delante, y sintió la grupa de su yegua moverse debajo de él cuando la espoleó e inició el galope. En unos pocos segundos, Temuge se había quedado solo en la estepa, mirando con expresión desconcertada la nube de polvo que habían dejado sus hermanos. Sacudiendo la cabeza para aclarar su visión borrosa, se paró un momento a vomitar en la hierba el lechoso desayuno. Se sintió un poco mejor, se encaramó a la silla y obligó a su caballo, que estaba pastando, a levantar la cerviz. Tras arrancar una última brizna, éste resopló y también Temuge se puso en marcha, rebotando y saltando en pos de sus hermanos.