PRÓLOGO

Caía una cortina de nieve impenetrable mientras los arqueros mongoles rodeaban a los asaltantes tártaros. Los jinetes guiaban a los caballos con las rodillas, elevándose sobre los estribos para lanzar flecha tras flecha con implacable precisión. Guardaban un grave silencio, el único sonido que desafiaba los gritos de los heridos y el ulular del viento era el ruido de los cascos de sus caballos al galope. Los tártaros no podían escapar a la muerte que se abatía sobre ellos, silbante, desde los oscuros flancos de la batalla. Sus caballos se desplomaban de rodillas con un bufido y de sus ollares manaba sangre a brillantes borbotones.

Sobre una roca gris amarillenta, Yesugei observaba la lucha, al abrigo de sus pieles. El viento bramaba como un demonio en la llanura, rasgando su piel allí donde ésta había perdido la película de grasa de oveja. No exteriorizaba su malestar. Lo había soportado durante tantos años que no podía estar seguro de seguir sintiéndolo. Era sólo una realidad de su vida, como el hecho de contar con guerreros que, a una palabra suya, se subían a lomos de sus caballos, o de tener enemigos a los que matar.

Por grande que fuera su desprecio hacia los tártaros, no podía negar que no les faltaba valor. Vio cómo se reunían en torno a un joven guerrero y hasta él llegaron sus gritos, transportados por el viento. El tártaro llevaba una cota de malla que despertó su envidia y su codicia. Con secas palabras de mando, estaba impidiendo que sus hombres se dispersaran, y Yesugei supo que había llegado el momento de avanzar. Los nueve compañeros que formaban su escuadra lo intuyeron también, formaban un arban compuesto por los mejores de su tribu, hermanos de sangre y vasallos que se habían ganado la valiosa armadura que llevaban, fabricada con cuero cocido, y en la que aparecía grabada la figura de un joven lobo en pleno salto.

—¿Estáis listos, hermanos míos? —preguntó, notando cómo se volvían hacia él.

Una de las yeguas relinchó, nerviosa, su primer guerrero, Eeluk, se rió entre dientes.

—Los mataremos para ti, pequeña —prometió Eeluk, frotándole las orejas.

Yesugei clavó los talones en su montura y el grupo inició un suave trote hacia el clamor del campo de batalla, turbulento bajo la nieve. Desde su elevada posición podía ver cómo el viento desplegaba toda su fuerza y contempló, asombrado, cómo los brazos del Padre Cielo se alargaban y envolvían a los frágiles guerreros en inmensas estelas blancas cargadas de hielo.

Se lanzaron al galope sin que la formación se alterase, y sin necesidad de pensar para hacerlo: cada hombre llevaba décadas midiendo las distancias alrededor de su montura. Su único pensamiento era cuál sería el mejor modo de separar a los enemigos de sus caballos y obligarlos a moverse a pie en el frío de la estepa.

El arban de Yesugei se precipitó contra el núcleo de los combatientes, abriéndose paso hacia el líder, que se había ido creciendo. Si se le permitía vivir, tal vez se convirtiera en una luz que seguiría toda su tribu. Yesugei sonrió mientras su caballo se arrojaba contra el primer adversario: eso no sucedería hoy.

El impacto rompió la espalda de un guerrero tártaro que se había vuelto para enfrentarse a la nueva amenaza. Yesugei sujetó la crin de su montura con una mano, mientras con la espada iba asestando a cada hombre un único tajo que lo derribaba como si fuera una hoja. Evitó dar dos golpes que podrían haber roto el acero de su padre, y en su lugar se sirvió de la empuñadura y de la embestida de su montura para aplastar a varios hombres. Había logrado pasar y alcanzar el prieto centro de la resistencia tártara. Los nueve miembros del séquito de Yesugei continuaban a su lado, protegiendo a su khan como habían jurado hacer desde niños. No necesitaba mirarlos para saber que estaban allí, guardándole las espaldas. Percibía su presencia en el modo en los ojos del capitán tártaro, que se movían inquietos de izquierda a derecha. A Yesugei le pareció que su enemigo estaba viendo su propia muerte en las sonrisas de aquellos rostros chatos, o tal vez en la enorme cantidad de cadáveres que lo rodeaban, rígidos y atravesados por las flechas. La incursión había sido sofocada.

Yesugei se sintió complacido cuando el tártaro se alzó sobre sus estribos y apuntó una larga hoja roja hacia él. En sus ojos no había temor, sólo ira y decepción porque el día hubiera quedado en nada. Aquellos cadáveres congelados no aprenderían la lección, pero Yesugei sabía que las tribus tártaras captarían el significado de lo sucedido. Encontrarían los huesos ennegrecidos cuando llegara la primavera y comprenderían que no debían atacar sus rebaños nunca más.

Yesugei se rió para sí, y el guerrero tártaro frunció el ceño mientras ambos sostenían la mirada. No, no aprenderían. Los tártaros podían morirse de hambre mientras decidían de qué pecho de su madre mamar. Volverían y los perseguiría de nuevo con sus jinetes, hasta asesinar a un número aún mayor de su deshonesta estirpe. La perspectiva le agradaba sobremanera.

Se dio cuenta de que el tártaro que le había desafiado era joven. Yesugei pensó en su hijo a punto de nacer más allá de las colinas, al este, y se preguntó si un día él también se encontraría ante un guerrero mayor, entrecano, al otro extremo de una espada.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Yesugei.

A su alrededor, la batalla había concluido y los mongoles caminaban ya entre los muertos, pillando todo cuanto podía resultar útil. Aunque el viento seguía rugiendo, el joven enemigo pudo oír la pregunta y torció el gesto.

—¿Cómo te llamas tú, pene de yak?

Yesugei rió para sus adentros, pero la piel expuesta a la intemperie le empezaba a escocer y estaba cansado. Llevaban casi dos días siguiendo el rastro de esa partida a través de sus tierras, sin dormir y sobreviviendo con poco más que una pequeña ración diaria de cuajada seca. Su espada estaba lista para arrebatar otra vida y levantó la hoja.

—No importa, muchacho. Ven hacia mí.

El guerrero tártaro debió de ver en sus ojos algo más certero que una flecha. Asintió, resignado.

—Mi nombre es Temujin-Uge —respondió—. Mi muerte será vengada. Soy hijo de una noble casa.

Tocó a su montura con los talones y el animal se irguió ante Yesugei. La espada del khan atravesó el aire con un único y certero golpe. El cuerpo cayó a sus pies y el caballo salió desbocado y cruzó el campo de batalla.

—Eres carroña, muchacho —afirmó Yesugei—, como todos los hombres que roban mi ganado.

Miró a su alrededor a los guerreros congregados. Cuarenta y siete habían abandonado el refugio de sus gers para responder a su llamada. Habían perdido a cuatro de sus hermanos ante la ferocidad del ataque tártaro, pero ni uno solo de éstos regresaría a su casa. El precio había sido alto, pero el invierno llevaba a los hombres al límite en todas las cosas.

—Acabad deprisa de desvalijar a los muertos —ordenó Yesugei—. Es demasiado tarde para volver con la tribu. Acamparemos al amparo de las rocas.

Los metales y los arcos de valor eran muy preciados para el trueque y para reemplazar armas rotas. Excepto por la cota de malla, el botín era muy pobre, lo que confirmaba la idea de Yesugei de que se trataba sólo de una partida de jóvenes guerreros que habían salido a explorar y probar su valor. No había entrado en sus planes luchar hasta la muerte en unas tierras duras como la roca. Cuando le lanzaron la ensangrentada prenda metálica, la tendió sobre la parte delantera de su silla. Era de buena calidad y detendría al menos la embestida de una daga. Se preguntó quién era aquel joven guerrero para poseer algo de tanto valor, y no dejaba de darle vueltas a su nombre en la cabeza. Se encogió de hombros. Ya no importaba. Cambiaría los caballos que le correspondiesen por una bebida fuerte y pieles cuando las tribus se reunieran para comerciar. A pesar del frío, que se le había metido en los huesos, había sido un buen día.

A la mañana siguiente, cuando Yesugei y sus hombres emprendieron el regreso al campamento, la tormenta todavía no había amainado. Sólo los batidores se movían mientras cabalgaban, manteniéndose alerta para prevenir un ataque por sorpresa. El resto del grupo iba tan envuelto en las pieles y tan encorvado bajo el peso del botín que se habían convertido en figuras informes, medio congeladas, recubiertas de grasa y escarcha sucia.

Las familias habían elegido bien la posición del campamento, a sotavento de una escarpada colina de roca y liquen malogrado por el viento, donde las gers quedaban casi ocultas por la nieve. La única luz era un débil resplandor detrás de las preñadas nubes, pero la penetrante vista de uno de los muchachos que hacían guardia descubrió a los guerreros. El corazón de Yesugei se alegró al oír las voces aflautadas que avisaban de su llegada.

Pensó que las mujeres y los niños de la tribu apenas habrían empezado a moverse. Cuando hacía tanto frío, se arrastraban fuera de las camas sólo para encender las estufas de hierro. El momento de levantarse llegaba una o dos horas más tarde, cuando la gelidez abandonaba al fin el interior de las grandes tiendas de fieltro y mimbre.

Cuando los caballos estuvieron más cerca, Yesugei oyó un grito que se elevaba como humo gris de la ger de Hoelun y sintió que su corazón se aceleraba, adivinando la buena nueva. Ya tenía un hijo, un bebé, pero la muerte siempre rondaba a los más pequeños. Un khan necesitaba tantos herederos como sus tiendas pudieran albergar. En un susurro, rezó para que el recién nacido fuera otro niño, un hermano para el primer varón.

Oyó a su halcón imitar la alta nota en el interior de la tienda, mientras descendía de un salto de la silla, y avanzó hacia la ger, haciendo crujir su armadura de cuero con cada paso. Apenas vio al siervo, que aguardaba impasible envuelto en sus pieles para cogerle las riendas. Yesugei empujó la puerta de madera. Al entrar en su hogar, la nieve de su armadura se fundió casi al instante y empezó a gotear y formar charcos.

—¡Ja, ja! ¡Abajo! —pidió entre risas a sus dos perros que, nerviosos y alegres de verle, habían empezado a lamerlo y a saltar como locos a su alrededor.

Su halcón le dio la bienvenida con un chillido, que a Yesugei se le antojó más bien como un deseo de salir a cazar de nuevo. Su primer hijo, Bekter, gateaba desnudo en una esquina, jugando con cuajarones de queso duros como piedras. Registró todo aquello sin apartar la mirada de la mujer que estaba tendida sobre las pieles. Sofocada por el calor de la estufa, los ojos de Hoelun brillaban a la luz dorada de la lámpara. El sudor relucía en su enérgico y refinado rostro y tenía la frente manchada por un rastro de sangre que había dejado al tratar de secárselo con el dorso de la mano. La matrona estaba inclinada sobre un fardo de tela; Yesugei supo por la sonrisa de Hoelun que tenía un segundo hijo.

—Dámelo —ordenó a la matrona, dando un paso adelante.

La mujer se echó para atrás, frunciendo la boca irritada.

—Lo vas a aplastar con esas manazas. Deja que beba la leche de su madre. Ya lo cogerás luego, cuando esté fuerte.

La matrona tumbó al niño sobre la cama y se puso a limpiarle con un trapo. Yesugei no pudo resistirse a asomarse y alargar el cuello para ver a la criatura. Envuelto en sus pieles, el niño pareció verlo, y lanzó una feroz tanda de berridos.

—Me conoce —aseguró Yesugei, con orgullo.

La matrona resopló.

—Es demasiado pequeño —murmuró.

Yesugei no respondió. Sonrió al arrebolado infante. De pronto, sin previo aviso, agarró a la anciana matrona por la muñeca.

—¿Qué es eso que tiene en la mano? —preguntó, con voz ronca.

La matrona se disponía a limpiar los dedos del niño, pero ante la fiera mirada de Yesugei, abrió con delicadeza la mano del pequeño. A la vista quedó un coágulo de sangre del tamaño de un ojo que temblaba con el menor movimiento. Era negro y brillaba como el petróleo. Hoelun se había enderezado para ver qué parte de su bebé había llamado la atención de Yesugei. Cuando vio el bulto oscuro, se puso a gimotear.

—Tiene sangre en la mano derecha —susurró para sí—. Caminará junto a la muerte toda su vida.

Yesugei tragó aire y deseó no haber hablado. Era imprudente dar pie a una maldición sobre el niño. Se quedó pensando unos instantes. La matrona siguió envolviendo y limpiando al bebé, mientras el coágulo se agitaba refulgente sobre las mantas. Yesugei alargó el brazo y lo tomó en su mano.

—Ha nacido con la muerte en su mano derecha, Hoelun. No puede ser más apropiado. Es el hijo de un khan y la muerte será su compañera Será un gran guerrero.

La anciana entregó por fin a su exhausta madre el niño, que comenzó a mamar con furia en cuanto ella le ofreció el pezón. El rostro de Hoelun se crispó de dolor, pero se mordió el labio.

La expresión de Yesugei seguía turbada cuando se volvió.

—Tira los huesos, anciana. Veamos si este coágulo es un buen o un mal augurio para los Lobos.

Su mirada era sombría: no era necesario que dijera que la vida del niño dependía del resultado. Era el khan, y la tribu esperaba que se mostrara fuerte. Quería creer las palabras que había usado para conjurar la envidia del Padre Cielo, pero temía que la profecía de Hoelun pudiera resultar cierta.

La matrona hizo una inclinación de cabeza, comprendiendo que algo temible y extraño había hecho su aparición en los rituales de nacimiento. Metió la mano en una bolsa de tabas de oveja que los niños de la tribu habían teñido de rojo y verde. Dependiendo de cómo cayeran, significaban un caballo, una vaca, una oveja o un yak; las combinaciones eran muchísimas. Los ancianos decían que su poder revelador era mayor cuando se arrojaban en el momento y lugar adecuados. La matrona encogió el brazo para lanzar, pero de nuevo Yesugei la frenó, agarrándola con tanta fuerza que le hizo daño.

—Este pequeño guerrero es sangre de mi sangre. Déjame a mí —dijo, cogiendo cuatro huesos.

La mujer no se resistió, impresionada por su fría expresión. Hasta los perros y el halcón se habían quedado inmóviles.

Yesugei lanzó las tabas; cuando se detuvieron, la anciana matrona soltó un grito ahogado.

—¡Cuatro caballos! Es un magnífico augurio: será un gran jinete. Conquistará desde su montura.

Yesugei asintió con gesto enérgico. Sentía un deseo incontenible por mostrar a su hijo ante la tribu, y lo habría hecho si la tormenta no estuviera rugiendo alrededor de la ger, tratando de introducirse en su cálido vientre. El frío era su enemigo, aunque aseguraba que las tribus se mantuvieran fuertes: los ancianos no prolongaban demasiado su vejez en inviernos tan crudos, y tampoco los niños tardaban mucho en perecer. Su hijo no sería uno de ellos.

Yesugei miró a aquel renacuajo que sorbía con ansia del suave pecho de su madre. Tenía los ojos de su mismo color miel, un amarillo tan luminoso que su mirada parecía la de un lobo. Hoelun alzó la vista hacia el padre y asintió con un gesto, tranquilizándose al percibir su orgullo. Estaba segura de que el coágulo era un mal presagio, pero las tabas habían logrado calmarla en parte.

—¿Has decidido qué nombre le vas a dar? —preguntó la matrona a Hoelun.

—Mi hijo se llamará Temujin —respondió sin vacilar Yesugei—. Tendrá la dureza del hierro.

Afuera, la tormenta bramaba, sin dar señal alguna de que fuera a cesar.