—¡Cuánto la recordamos, doña Laura! Si viera usted: la Guerrero estuvo maravillosa. ¡Qué lástima que no pueda usted ir!
—¿Por qué no puede?
—Bueno, por el luto, digo yo.
—Y ¿qué tiene que ver el luto? ¿Ir al teatro es ir de juerga?
—No, claro.
—En primer lugar, aunque fuese ir de juerga, si tuviese ganas de ir no tendría que dejar de tenerlas por el luto. Se puede tener ganas de juerga por no poder soportar el luto —el de dentro—, pero no porque los vecinos…
—No, Manuel, no es por los vecinos, es porque realmente no tengo ganas.
—Pues haces mal. El teatro es algo que puede ocupar la imaginación o la cabeza o como quieras llamarlo, un par de horas en la misma forma que un problema matemático o filosófico… Para quien sea capaz de problemas es la cosa más entretenida…
—Pero si no tengo ganas, Manuel. Montero me dijo lo mismo el otro día. Siempre dice lo mismo que tú. Y no es porque tú se lo hayas dicho, sino porque tenéis el mismo punto de vista.
—Yo creo, doña Laura, que Montero dice las cosas no como si se las hubieran dicho, sino como si fuesen tan claras, tan seguras que no hiciera falta ni decirlas.
—Tienes buen ojo, chica.
—¡Ah!, si a usted, don Manuel, le parece que acierto es que acierto.
—Aciertas: dentro de poco ya no habrá que decirte nada.
—Entonces ¿no le parece a usted mal que venga Ramón con nosotras?
—No, si él tiene ganas no me parece mal, ni bien.
—Yo sí, ganas tengo, pero luego, levantarme a las siete a estudiar me va a costar trabajo.
—Piénsalo bien entonces: no puedes perder un año más.
—Montero me dijo que iba a llevarme una tarde a ver Juan José.
—¿Juan José? Ah, sí, ya lo he leído en el periódico. Pero no me hago idea…
—Es una cosa muy diferente de esas que veis vosotras. No tiene nada de reyes ni de espadas en alto… Es otra cosa, enteramente otra cosa.
Las cosas que trae Montero son cosas secretas. Es como si él fuese depositario de los secretos de todos y como si a él se le pudiera preguntar por esos secretos, sabiendo que no los va a traicionar ni descubrir, pero los va a insuflar, va a comunicar su misterio como misterio. Hasta su presencia o su desaparición es misteriosa, imprevisible: aparece o desaparece sin explicar por qué. Su falta de explicación es, en cierto modo, una afirmación de cualquier caso posible. Desaparece cuando no es necesario y cuando hace falta aparece infaliblemente. Aparece, también, para borrar o corroborar las apariciones intrusas, las que conturban el ánimo de Laura, fantaseando desmedidamente los hechos dramáticos… Las provincias, cada pequeño grupo o clan —aquí, clan no es vínculo de la sangre, sino convención social, económica, jerárquica—, cada vecindario tiene su gaceta —siempre femenina— que divulga los secretos familiares, pero no en su cualidad de secretos, sino elaborando sobre los hechos íntimos, sobre lo que atañe a las leyes particulares, personales del que es irreductible persona, fábulas pedestres… Allá, en la sagrada Castilla, en la tierra arada por la vieja fe, brotaba la cizaña como perejil, como condimento del comadreo exportable —yemas de las monjitas, licor de los benedictinos—, acerba, mordiente páprika con la que asazonan los actos del disidente, del impío: se espían, se sorprenden y se descoyuntan sin piedad… En torno al resplandor de la hoguera se había forjado la leyenda… No había una cruz sobre la tumba, no había ni siquiera una lápida: no había, por lo tanto, un muerto —una muerta— en la hoya. La hoguera había devorado el cuerpo que asombraba por su belleza, que desafiaba con su belleza a las menesterosas de amor.
—No, Laura querida —me avengo a suprimir el doña, que siempre distancia: la llamaré como usted quiere—, no, Laura, no imagine usted a su hermano sometiéndose a sí mismo a ese suplicio, añadiéndolo a su suplicio real… No, Laura, yo la deposité en la tumba. Yo puse un cerco de piedras, no en círculo, una cerca en el rectángulo, y llevé la hiedra. Yo la arranqué del jardín, ¡con qué esfuerzo! Tuve que cavar hasta sacar las raíces más hondas, añosas de quién sabe cuántos años. Yo las puse en la tierra cercada: no me dejó abonarla para que no encontrase su alimento en la superficie. No me dejó poner una lápida… Una cruz, por supuesto que no. Me dijo, «Una cruz es a mí a quien se la han puesto o me han puesto a mí en ella o me…». Sólo tocar este tema desvariaba y yo, ya sabe usted, lo que diga mi maestro es lo sagrado, es lo eterno… lo que eterniza más que una piedra… Él quería que la tumba fuese como un pozo, como una cisterna a la que nadie pudiera venir a sacar estúpidas condolencias. Sólo la hiedra tiene que llenarla: la llenará pronto. La hiedra se agarra y no suelta nunca.
—Sí, sí, le creo. Todo eso es la verdad de mi hermano. Tenía que ser así. Pero ya usted sabe, criadas, enfermeras, comentando la frase que repetía, en su desesperación.
—¡Ah!, eso es infame. Claro que esas mujeres no pueden comprender, no pueden saber y no comprenden más que lo que les han enseñado. No pueden comprender que esa frase, es sacrílego repetirla…
—Hay que leer Juan José antes de ir a verlo. Lo encontraremos en las librerías de la calle Ancha.
—¿Tú crees que nos va a gustar? A ti, sobre todo, me parece que no.
—Eso me parece porque me revientan las comedias, ¡y no digamos las zarzuelas!, populacheras. Pero esto debe de ser otra cosa. Ya dijo Ramón para ponernos en guardia, para advertirnos, «A vosotras no os gustará, pero a mí me gusta», y añadió, «No hay reyes ni espadas en alto»… Podía ahorrarse la advertencia porque yo huelo en eso algo muy diferente.
—¿Qué es lo que hueles? Yo no huelo nada.
—No lo hueles, pero cuando lo comprendas… Fíjate, los que se ocupan de esas cosas hablan de justicia e injusticia: defienden al pueblo, que siempre lo pasó mal. Parecería que el asunto quedaría en manos de los que hacen las leyes —bueno, entre los que las imponen y los que las aguantan, o no las aguantan—, pero ya ves, con esos temas hacen obras de teatro, y novelas no digamos…
—¿Por qué hacen novelas, si no es para que los otros hagan las leyes?
—Pues no, no sólo para eso, aunque también lo sea. Las hacen porque les gusta hacerlas. Porque les gusta y porque gustan a todos, excepto, claro está, a los que les disgustan… No, no, no quiero decir esa belleza que encuentran muchos en pintar cosas feas… Ya sabes que me revientan los caprichos de Goya y los enanos de Velázquez… Porque, vamos a ver, ¿qué se saca con pintar El Bobo de Coria? Dejarlo ahí para un buen rato, para que sepamos que las gentes de aquel entonces se entretenían mirando esa podre, esos ojos en descomposición… Lo de ahora es muy diferente: en estas cosas que parecen feas hay una belleza… Una belleza que no se ve, aunque se escriba o se pinte.
—Y si no se ve, ¿qué se saca con eso?… Bueno, espera un poco: me parece que voy viéndolo…
—Claro, tienes que entenderlo, a la fuerza. Hay una belleza en todo eso, que no es la que le ponen a uno delante. Es como si dentro, al fondo de lo que se ve hubiera una cosa mejor… Por ejemplo, si te ponen escenas entre gente pobre, miserable, no es para que te conmuevas —bueno, sí es para que te conmuevas, pero también para otra cosa—, es para que sientas, o sepas, que entre esos personajes —no porque sean personajes, no porque estén pasando malos ratos, sino porque forman o pertenecen a un… algo así como un género… Más todavía, no es que ellos sean lo que son, sino que ellos, entre ellos están haciendo algo…
—¿Qué es lo que están haciendo?
—¡Hombre!, no sé cómo decirte, todo, lo están haciendo todo. Claro que algunas cosas las hacen otros… Lo que te quiero decir es que hay una belleza en eso que hacen, pero no, no que hagan cosas con belleza, es que el hecho de hacerlas…, eso es lo que tiene belleza, el trabajo.
—Ya, eso es lo que te parece a ti, pero el trabajo siempre se consideró como un castigo. Es lo que le enseñan a uno en la escuela, y luego le dicen que trabaje, que es bueno trabajar.
—Claro, tienen que decirlo para que se cumpla el castigo. Pero sea bueno o sea malo… ¡A propósito de trabajo!, llevas un par de días que no haces nada.
—Es verdad, no puedo trabajar. No puedo dedicarme a eso de la belleza, aunque mi trabajo esté todo en su terreno… No puedo porque no puedo quitarme de la cabeza una cosa horrible, una cosa atroz, que no sé cómo llamarla.
—Ya me figuraba yo que te había pasado algo desagradable.
—No me ha pasado nada: ha sido un sueño. Una pesadilla, que no te puedes figurar.
—Ah, un sueño. ¡Cuenta!
—Se puede contar en dos palabras. No te lo había contado porque me parecía estúpido contarte como una cosa horrible un sueño que no es más que esto: Voy por una calle oscura y, de pronto, siento que un hombre me agarra por detrás… Nada más, no pasó nada más, no me hizo nada.
—Bueno, si no te hizo nada, no es tan horrible.
—Claro, pero sí que pasó algo, aunque no me hiciera nada. Es tan atroz precisamente porque no sé lo que me hizo… No sé cómo era el hombre, no sé cómo era la calle… Creo que había una iglesia: no había tiendas ni portales, estaba oscuro… Aunque me parece recordar que había un farol que hacía daño mirarle, pero alrededor todo era negro, no se veía nada… Y yo le sentí venir… No sé por qué iba yo por aquella calle. Me parece que antes de sentirle no me había dado cuenta de que iba por allí. Y, de pronto, sentí que me cogía por los brazos y no pude moverme… Me cogió por detrás, pero sin saber cómo, luego —no, inmediatamente— estaba delante. Estaba tan pegado a mí que no podía verle…
—Bueno, y ¿qué más?
—Nada más, no pasó más: no pasó nada…
—Sí, claro, es medroso.
—No, no es eso lo medroso. Eso que te he contado es lo que no es nada. Lo que no se puede contar… ¿A ti no te ha pasado nunca nada así?
—¿Cómo? Explícate.
—Te digo que no se puede explicar… El hombre estaba delante de mí, tan cerca que no le veía y no sabía lo que me hacía… Bueno, no me hacía nada con las manos: yo no sé dónde tenía las manos, pero me apretaba de tal modo que yo no podía respirar… Pero no creas que duró horas y horas: fue como un relámpago todo ello. Apareció el hombre, me agarró, me apretó… ¿contra la pared?… No sé si contra la pared, pero me apretó tanto como para asfixiarme. Y todo en el mismo instante, yo pienso, ¡me va a estallar el corazón!, y pasa algo que no es precisamente estallar y que no es sólo en el corazón, sino en todas partes… Algo así como al que le cae un rayo… ¿No te ha pasado nunca?
—Sí, claro, muchas veces. ¿Sabes por qué te ha ocurrido a ti ahora?… Porque ya has pasado el Rubicón: antes no ocurre.
—Ya, vamos, porque soy mujer. Es lo que me dijo mi madre cuando me puso las medias, «Ahora ya no puedes andar con calcetines porque ya eres mujer». ¡Me dio un asco! Me parecía absurdo ponerme las medias para que todo el mundo lo notase, en vez de disimularlo. Siempre me han dado asco esas cosas que llaman cosas de mujeres, que, claro, siempre están mezcladas con las cosas de hombres.
—Ese asco que te da es una chifladura que no sé de dónde la habrás sacado. Pero el caso es que, ya lo estás viendo, no puedes librarte de esas cosas.
—Fíjate, no sabes lo que estoy pensando ahora. Trato de recordarlo y veo que yo no me defendía. ¿No es fantástico? Yo no me defendía.
—Y ¿te daba asco?
—No, me daba miedo… Más que miedo era como si sintiera o como si supiera que me iba a morir… Y no me defendía…
—A ver, haz un esfuerzo por recordar cómo era el hombre.
—No tengo que hacer esfuerzo porque lo recuerdo perfectamente. Recuerdo que no le veía, que no se parecía a nadie, a nadie que tú conozcas… Recuerdo que no era nada que se pudiera ver, sino sólo sentir.
—Pues, si lo sientes, si lo has sentido tú en ti misma y ves que eso es lo que pasa entre los hombres y las mujeres, no tiene por qué darte asco. Yo creo que debe haberte ocurrido así, con ese aspecto terrorífico para curarte de la soberbia, porque eso es lo que a ti te pasa: que tienes una soberbia que no te cabe en el cuerpo. Y luego, la conciencia, te la quiere curar con un sueño.
—La conciencia… pues puede ser porque sí que tengo un cargo de conciencia… ¿Por qué sacas tú eso ahora? ¿Es que te lo han contado?
—A mí no me han contado nada. ¿Quién me lo podría contar?
—Tu Luisito, por ejemplo.
—En primer lugar, Luisito no es de mi propiedad, si acaso es de la tuya. Y en segundo, no me ha contado ni palabra.
—Podía haberte contado la coz que le solté el otro día.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cómo puedes soltarle una coz a esa criatura y quedarte tan fresca?
—¡Si no me quedé tan fresca! ¿No te estoy diciendo que tenla un cargo de conciencia?… Además, yo no tenía el propósito de soltársela. Precisamente estaba procurando portarme muy bien.
—Y ¿qué pasó? Vamos, cuenta al detalle.
—Pasó que estaba envolviendo el paquete, como siempre, como si envolviese huevos de pajarito, para hacerlo durar una hora y, de pronto, me dijo, «Ya ves, ahora, como tengo ayudante —el chico ese que se ha traído porque don Luis ya no viene al despacho— por la tarde puedo salir un rato. ¿Por qué no bajas al oscurecer y damos una vuelta por la plaza? Podríamos charlar un poco: hace tanto tiempo que quiero hablar largo contigo»… No te creas que le solté la coz así, de sopetón, al contrario, le dije una cosa que no podía molestarle. Te aseguro que yo me propuse decirle algo que no fuese, «No me da la gana». Le dije, bueno, yo, por mí… Pero si se entera mi madre, figúrate la que me arma… Y ¿con qué dirás que me sale? «No, tu madre no te arma ninguna porque yo hablo con ella. Yo subo y le digo…». No le dejé seguir… ¿Tú?, ¿hablar con mi madre? ¡Que no se te ocurra! ¡Que no se te pase por la cabeza!… Y no rechistó. Yo pensé que me iba a discutir, que iba a querer convencerme: no dijo ni pío. Se quedó mirándome, los ojos se le pusieron el doble de grandes, hasta que parpadeó y se volvió de espaldas. Se fue rápidamente a la trastienda. Levantó la cortina de flecos —más bien la echó a un lado— y yo oí que los flecos, al dejarlos caer se entrechocaban, sonaban, porque no sé de qué son, de algo duro, pero no sólo eso… Oí que se echaba a llorar, oí un sollozo y se metió en la rebotica. Me produjo un asombro que me quedé allí como tonta, sin moverme. Y salió el ayudante, el mancebo, como le llaman, y me miró como no puedes figurarte. El mequetrefe ese me miró ¡con un desprecio!…
—Ya ves, a eso también se le puede llamar cosas de hombres. ¿Me vas a decir que te dan asco?
—No, asco no, pero me atolondran. No sé qué pensar, no lo entiendo, ni quiero entenderlo.
—Explícame por qué no quieres. No se me ocurriría decirte que me explicases lo que no entiendes: no lo entiendes y basta. Pero si dices que no quieres entenderlo es que lo entiendes. Es que no quieres lo que entiendes.
—Puede ser eso: tú todo lo pones en claro y yo tengo que decirte que tienes razón: no quiero lo que entiendo.
—Bueno, ahora soy yo la que no entiende. Explícame qué es lo que entiendes y qué es lo que no quieres.
—¿Te estás haciendo la tonta o no te da la gana de entender?
—No me hago la tonta: me deja tonta ese lío.
—No es verdad: te haces la tonta porque tú tienes que estar al cabo de la calle. ¿Qué querrías, que subiese a ver a mi madre, como un novio formal? Y yo ¿qué?… ¿Te parece que yo iba a dejarme ver por la bruja de su mamaíta? ¿Te parece posible…, te parece soportable lo que pasaría cuando se enterasen en su casa? Él puede subir, si le da la gana, pero ¿crees que mi madre puede bajar?
—Tienes razón: es un conflicto. Pero no creo que Luis desista.
—Si no desiste es que no ve el conflicto, y eso no puede ser porque no tiene pelo de tonto. Lo que pasa es que quiere ver si es que me porto así con él porque no le quiero.
—Y ¿le quieres o no le quieres?
—¿Yo? ¡Qué voy a quererle! ¡Ni a él ni a ningún otro!
—¿Ni a ningún otro? Ya lo has decidido así desde que andabas a gatas. Pero tú no sabes lo que puede aparecer un día…
—Si apareciese uno que viniera de la China… puede ser. Pero ¡éste!… Éste que quiere subir por la escalera arriba…
No va al teatro, como dicen las vecinas, a divertirse. Va por llevar a su hermana, porque la literatura es cosa de su oficio y porque necesita pensar en algo que no sea lo que le da vueltas en la cabeza a todas horas.
—Y lo que quiere es quitárselo de la cabeza, eso es, porque no se resigna a la desgracia. Le parece una injusticia que a él le haya pasado una cosa así…, que a él le hayan hecho eso —así es como se expresa. Es un caso de egoísmo de los que entran pocos en libra.
—¡Un caso de egoísmo! En cuanto la gente no se comporta como todos los demás, como el montón, ya es un caso de algo insultante. ¿Qué querría usted que dijese, que esperaba con paciencia la hora de reunirse con ella en la corte celestial?…
—A mí me es completamente indiferente lo que pueda decir, pero a todos los que le oyeron les resultó escandaloso. ¿No es absurdo que un hombre serio, en ese caso, se pusiera a gritar, «¡Me han matado! ¡Me han matado!»…? No lloraba por ella: lloraba por sí mismo. ¿Se puede dar un egoísmo mayor?
—Si es o no es egoísmo no tiene ninguna importancia. Lo que puede dar sentido a esa frase… Quiero decir que esa frase es lícita si es verdad.
—¿Cómo si es verdad? ¿No está a la vista que ella es la muerta y él el vivo?
—No, no está a la vista. Esa frase es lícita: él tiene derecho a decir que le ha matado, si es verdad que le ha matado.
—Bueno, sigue dándole vueltas al farol.
—No le estoy dando vueltas. Él tiene derecho a decir que le ha matado, si es verdad que está muerto.
—¿De verdad?
—Eso, nadie más que él lo sabe… No, no me venga usted con demostraciones. ¡Egoísmo!… Julieta le llama a Romeo ¡egoísta! cuando ve que se ha tomado todo el veneno… Uhm… No, me parece que no es egoísta lo que le llama. Me parece que es ¡ingrato! o ¡avaro!… Las dos cosas son estúpidas. Una mujer que se encuentra muerto a su amante no le larga un ligero reproche, como si estuvieran de morros… Bueno, sea lo que sea lo que dice, nos convence, nos tiene convencidos desde hace tantos años porque en vista de que no le ha dejado un poquito de veneno, se clava un puñal y acaba con la historia.
—Y ¿qué es lo que se ha clavado éste?
—Él se lo da por clavado. Y, vuelvo a decirle: si es o no verdad, sólo él lo sabe. No tiene que dar satisfacciones a los espectadores. Sobre todo, su público no es el público de Julieta y Romeo, un público que va a ver una historia de amor y sale contento porque no es de las historias en que el amor acaba cochinamente. En ésas todos salen asqueados diciendo, ¿Ves?, así es la cosa, por llevar hasta las nubes un cachondeo… Mientras que cuando los dos acaban a puñal y veneno, el amor queda en buen lugar… Claro que en este caso no se trata de nada de eso: no es un amor imposible, sino un amor realizado —éstos son los que suelen dar tragedias más pedestres… o no dar tragedias, que vaya usted a saber si no es una tragedia fenomenal… En este caso, se trata de saber —de comprender, porque saber, nadie puede saberlo. Se trata de comprender, desde el punto de vista de un vecino… ¿Hasta qué punto puede haber otro punto de vista? ¿Quién puede considerarse, respecto a otro, algo más que vecino?… Porque prójimo le llamamos a cualquier fulano que esté en los antípodas. Un punto de vista de vecino tiene que ser el del que ve la cosa desde cerca, pero desde su piso —no el que lo ve desde arriba o desde abajo: el que lo ve desde su cuarto. Sin salir de su cuarto, sin huronear, sin fisgar como las cotillas de toda la casa… Claro que, si no fuera por las cotillas, no conocería uno esa frase, ese grito —no creo que lo dijese gritando. Me parece que debía ser algo sordo… una especie de estertor… Son las menegildas las que lo abaratan todo, cuando es una cosa que no debería uno atreverse a repetirla… pero pasa que se repite ella sola dentro de la cabeza y no se puede menos de querer penetrarla. Uno quiere saber —no, quiere ver— la verdad que hay en ella de verdad, lo que hay de muerto, de verdaderamente muerto en un vivo… Porque ¡ésa es la cosa!, una tragedia entre dos jóvenes amantes, muy jóvenes, torpes como bebés, alimentándose del amor como de la teta materna, ¡eso es!, sin conocer ningún otro sustento: sostenidos, agarrados al amor, pendientes de él como de un hilo, tiene que acabar estrellándose cuando se rompe el hilo o… dándole de sí. Dándole el sí mismo elástico, eso ¿cómo se llama?… Ah, sí, el instinto de conservación, que es un sentido del ahorro, ciego… Bueno, ciego porque no selecciona, rebaña, defiende hasta los posos de la vida. La verdad es que defiende la vida y basta. Y eso es elástico, desciende por su peso. ¡Ya está! la idea de descenso es estúpida, lo elástico de la vida no se extiende de cenit a nadir: se dilata, no se disipa —puede disiparse, evidentemente—, cuando se disipa, se hace impalpable, insensible. Algo así como la propia piel, que crece con uno y uno no la siente, pero si se hace un desgarrón se siente, y ella misma tiende a cerrarse… Ésas son las cosas que pasan en el principio de la vida, cuando uno es completamente idiota, como si la vida le hubiera cogido de sorpresa… Luego, en la madurez, ya no puede haber esa ceguedad. Claro que también ciega el encandilamiento, el exceso de cosas, el no saber a qué carta quedarse… Ahí también hay dos salidas, es decir, hay la salida y el callejón sin salida. Hay el querer abarcarlo todo y el titubear, el temer… ¿El esfuerzo? No sólo ni precisamente el esfuerzo, sino algo así como el desengaño. Pero ¿qué desengaño?… El miedo a hacerse ilusiones respecto a sí mismo. Porque las ilusiones puestas en un ideal no son las temibles: el ideal no defrauda —si no es el ideal de un cretino. Las ilusiones que no hay que hacerse son las que pueden dar una medida— falsa, una idea halagüeña de las propias fuerzas para subir por la cucaña… El encandilamiento es la multitud de brillos, de focos que atolondran en medio del camino, lugar común «seas loado por tu límpida prosapia», como dice el americanito ese. Y los brillos no son como los que antes llamábamos esplendor: brillos naturales, el esplendor de la naturaleza. Los brillos múltiples de la madurez son… Bueno, deben de ser: no voy yo ahora a ponerme a creer que sé lo que son. No, no lo sé, pero lo sé mucho mejor que los que creen que lo saben. Este hombre, que está muerto, indiscutiblemente muerto para y por lo que le mató, ha venido aquí como un revenant —una palabra que nos falta. Porque un aparecido quiere decir que a alguien se le apareció, mientras que un revenant no designa más que al que vuelve, al que solo él sabe de dónde vuelve—. Este hombre no se sabe de dónde ni por qué vuelve: desde un punto de vista de vecino es todo lo que se puede saber. Y un punto de vista de vecino —excluyendo género y número— se apoya en el chismorreo. También puede apoyarse en el interés humano, si el vecino es humanitario, pero ¿si es misántropo?… ¡Misántropo!, lugar común, que ya no es de tan buena familia. Misántropo es un dicterio que lanza la plebeyez de la gente civilizada contra el que no se adapta a su plebeyez, contra el que se ha atrevido a rechazar —a dar una patada en el culo a tres o cuatro. A ése se le señala como a individuo del que no se puede esperar más que la patada. Hay un punto de vista de misántropo que es desde donde se divisa no lo que sobresale, no: lo que se hunde, lo que se entierra con más orgullo que lo que se eleva… Hay una topinera de simpatías en la que se encuentran los que van a ciegas y se reconocen, pero no se ponen a charlar: conversan en silencio, como si se oliesen a distancia… ¿Qué iba yo a conversar con ese señor escritor, catedrático, pensador, dicen —no sé si de esto habrá un título? Yo no tengo nada que decir y él lo que no tiene es ganas de decir nada. Porque como saber sabe mucho. Se sabe al dedillo la filosofía antigua —dicen, también— y de la gente de ahora no digamos. Se pasa la vida leyendo a Tolstoi, Ibsen y todo eso…
Un revenant puede volver porque no rompió sus vínculos con la tierra, no se desprendió entero de ella, quedó pegado en el visco, como un alma en pena. Si es un alma, sigue siendo, pero no puede participar sus penas a los vivos. Aquél a quien se le aparece le ve como aparición, no como apariencia. Su aparición es un reflejo, un efecto óptico de algo que está en otra parte, penando, pero está. No puede ser un revenant el que no se va porque no encuentra dónde penar: el que no se va por apego a la pena, por repugnancia a la falta de pena, a la falta, en suma. Por saber que lo que le falta se ha sumido en la falta total, en la nada, y no tolera, la inexistencia de lo que le falta. Porque, claro está, permanecer ya que no volver no es para sustituir lo que falta con lo que hay, es para vivir hostilizando a la falta, a toda falta, cosa completamente sin sentido, aunque se pueda sentir con violencia… ¿Por qué hostilizar a la nada? Es cierto que no podemos concebirla y que, con una mediana sensatez, nadie puede pensar que la nada sea algo pero, por encima o por debajo de toda sensatez, late o zumba la percepción de la nada como alguien… y se la odia, se la hostiliza, se le corta el paso. ¡Como si la nada pudiera dar un paso! No puede, hay que ser sensato: no puede, pero avanza, gana terreno. ¡No, no gana nada!, pero todo terreno se pierde en ella. No el terreno que ni va ni viene, sino el terreno que fluye —el agua fluye más que la tierra, el aire más que el agua, el tiempo…—. Todo va hacia ella y es estúpido querer impedir… No es estúpido —o sí lo es— pero es forzoso porque, por lo menos, es. Y todo esto a causa de la alcurnia —mejor que prosapia— a causa de ciertas leyes biológicas que están arraigadas en el ser, que están juramentadas, encadenadas por su fidelidad al ser. Y entonces la vida puede ser aceptada como una pena, aunque asalte la vergüenza de vivirla, como si vivirla fuese gozarla, como si fuese una escapatoria de la pena negra —la del hoyo, la de la fosa o el abismo— cuando el que no cree que en el abismo haya pena, carga por todo el camino con la pena temporal —un paso, otro paso, un kilo, un adarme, un minuto, un segundo— y no quiere descargarse de la pena porque la descarga, el alivio sería una entrega y el rencor es inextinguible como una pasión. El que se asocia con ella —asociación falaz— es débil y digno de pertenecerle. Se reviste de su nombre, porque un nombre es lo único que tiene, y propaga aridez. Propaga el odio, sin temor a hacerse odioso: más bien pasa por respetable, por secuaz o esbirro del abismo: se hace llamar negador. No, no es cuestión de nombre, aunque el nombre tenga enorme poder. No es cuestión de nombre porque algunos lo adoptaron —se hicieron pasar por hijos adoptivos, como si ella pudiera adoptar, ya que no parir—, adoptaron el título de negadores, de defensores de la nada… ¡Dejadle paso! ¡No os opongáis a ella!… —Y mientras gritaban esto, su grito mismo iba rechazándola, sus palabras, sílabas, alientos llenaban de enigmas los espacios mentales, llenaban de belleza, de seducción el aire entero invadido por su polen… ¡El tiempo!, el tiempo cauce de la realidad… ¿Cauce o caudal?, ya que va con ella o ella va con él. El tiempo =un tiempo, cantidad imponderable ya que no tiene contornos netos, pero sí tiene un ser, un modo de ser—, todo un tiempo fertilizado por una bella palabra, que aparenta ser una blasfemia y es un clamor.
Tienes que admitirlo, atravesamos un bache enorme. Aunque no sé si es optimismo creer que lo atravesamos. ¿Es que pataleamos, siquiera? Ya, ya sé que algunos patalean: esos pocos que frecuentas o que defiendes. Yo no, yo no defiendo, yo acuso. «J’accuse» a los que patalean con mala pata. Ya sabes que hace años que quiero repetir ese título y lo haré… Lo haría si creyera que podía servir para algo. Aunque probablemente lo haré sabiendo que no sirve… Y entonces tendré que acusarme a mí mismo. Y me acuso, empiezo por acusarme de no haberlo hecho cuando no tenía disculpas. Ahora, supondrás que no voy a hacer uso de las que tengo. No, yo acuso a los buenos, entre los que me cuento —o no me cuento— porque en nuestra época tenemos malos de primer orden, pero buenos… Quiero decir hombres morales, intachables, afectos a la mejor causa: sí, hay unos cuantos, pero dime, ¿qué resultados han dado hasta ahora? ¿Qué acento, qué nota, qué voz de sirena nos han hecho oír?… No, no me argumentes que hay que dejar a un lado la estética… Déjala, atropéllala si quieres y con eso no pasarás de hacer un gesto de mal genio. De mal-ángel…, falta de ángel y de genio. Es lo que padece nuestro terruño: se nos ha encanijado… No sé qué raquitismo zambo, qué escrófula vergonzante es lo que le aqueja… Mira, no le des vueltas, esas cosejas que vais a aplaudir como un solo hombre ¿podrían pasar unos kilómetros arriba de la frontera? No me vayas a decir que podrían porque no podrían, en fin, porque no pasan… En cambio, estás viendo las cosas eficientes, arriesgadas que nos vienen del Norte. No sé qué lugar ocupan respecto a la estética, pero el caso es que no son impotables, como las nuestras… No, no, no… No me vengas con lo de la ingenuidad, con lo del mérito que tiene el debatirse en la ignorancia por alcanzar… En primer lugar, la ignorancia no es tan grande porque saben leer y hay cerros de libros a peseta… ¡Saben leer! ¡Fíjate! Ahí tienes un conflicto, una llaga nacional que duele de verdad —la verdad se nota en que se puede dar como vox populi, aunque ya sabemos que los que la dan tienen sus primeras y hasta sus segundas letras… viven, además, de las letras. Pero lo que quiero hacerte comprender es que tocan ese tema y, por el mero hecho… No, no voy a detenerme en aquello de, «¿Existe algo más insolente que un hecho?»… ¡Frase magistral!, pero lo dejamos para luego… Por el mero hecho de ser algo verdadero; doloroso, el modesto escritor —que seguramente no es modesto— logra un «efecto literario»… No sé si consigo darte idea del intríngulis… La llaga, ya señalada por el ilustre barbudo que ha muerto hace poco, harto empeñado en curarla —la llaga grita mujerilmente— conmovedora, tierna, graciosa en la carta de la Pilara y ¿en qué se convierte? En imaginaciones de una chiquilla con el novio ausente… «¿Qué me dirá?»… A lo que añade suposiciones tales como… Bueno, la hez del horterismo… Y, de pronto, aquí, en este caso, por el mero hecho de tocar un dolor verdadero, el valor literario. ¿Técnico? Perfección, precisión, intensidad, ¿son valores técnicos?… el valor literario sube como un termómetro en el agua hirviendo… Vuestro Juan José, que ha comenzado en alpargatas —en alpargatas el autor: al personaje es lo que le corresponde—, ha comenzado poniéndonos a tono con la taberna, con los jipíos en el reservado. Cuando llega el momento dramático, la carta que le hunde en la evidencia de la traición, se encuentra —el autor es el que se encuentra con que su personaje no sabe leer, y es en ese momento cuando se mete en su personaje; le penetra, le recorre y comprueba su extensión. Si te dijera que quedan en segundo lugar sus angustias íntimas, parecería que le quitaba humanidad… Pero no, no le quito nada: le pongo… Es difícil saber algo —algo, sin adjetivos, ni externo ni ajeno: algo, simplemente, en toda su dimensión abstracta— es difícil saber si algo añadido al dolor íntimo del individuo lacerado, puede ser una desviación, una diversificación que nuble el fulgor doloroso… Tal vez, si no es que ese algo es como una prolongación de piedad. Como si, en torno al hombre hambriento de piedad, vibrase el ámbito henchido de ella, como si… Más, mucho más que el lamento adecuado al caso, «¡Qué desgracia tan grande la de los que nacen como yo!… ¡Ni a leer aprenden!» —me he leído, como ves, el libreto entero atentamente, por eso he encontrado el escondido néctar de inteligencia: el néctar esencial… No es que Juan José, un desdichado, una su desdicha a la de los que nacieron, como él, desposeídos. No es que con el papel en la mano clame por los que se ven privados… Clama por todos los hombres que, sin el hombre, sin la inteligencia, son esclavos. Tiene un papel en la mano y no se enloquece por la traición… Por la traición se envenena de rencor, pero por el papel, por lo que el papel representa como misterio descifrable, como sésamo susceptible de violar con un determinado resorte, se rompe la cabeza porque ve una cosa, lo que llama «Malditos garrapatos», y es como si no la viese. La mira, pero no la ve: ve el garrapato, pero no la ley que hace de él un signo. Sabe que allí está designado su infortunio —lo sabe porque se lo han dicho, pero ¿y si fuera mentira? No hay razón ninguna para que lo sea. Pero hay allí algo intolerable por inaccesible a la razón: que sean iguales, aparentemente iguales los rasgos que encierran «la firma del amigo y la traición de la mujer»… Esto, tienes que reconocer que es portentoso: un escritor de segunda categoría digamos, con benevolencia, de segunda: esto es lo que tienes que reconocer —por el mero hecho de tropezar con la verdad, se convierte en pararrayos de ella. Se centra en el lugar de atracción y recibe la centella de la inteligencia. Claro que la centella queda oculta tras el nublado del lugar común, «¡Qué desgracia tan grande!», etc… Y no voy a decir que ese lugar común no tenga derecho a imponerse, no sea, en realidad, el núcleo del asunto. Bien en crudo nos lo sirven algunos, los que llamamos naturales o naturalistas, que son capaces de convencer a cualquiera. Pero yo prefiero otra cosa más potente que el convencimiento… ¿Contradicción? ¿Tengo yo derecho a preferir algo a la convicción lógica? No, no tengo derecho. No lo tendría, incurriría en contradicción patente si prefiriese algo ilógico, pero lo que prefiero es la lógica misma… Prefiero que los razonamientos convenzan en su estación…, creen una estación, un clima… Ahí está, eso que yo llamo raquitismo, escrófula, es decir falta de aliento, falta de sentidos —falta de lógica porque los sentidos son lógicos, «A nadie le amarga un dulce»… ¡Lugar común! Los sonidos respondiendo, asintiendo, entregándose a las primaveras propuestas… Esos rusos que suscitan floraciones —¡Cuidado con la estética!—, que siembran grano para todas las hambres… Para todas, eso es lo que no hay que olvidar. Porque todos nos hacemos voces de las cosas tan virtuosas que propagan… ¡Cristianos, cristianísimos esos padrecitos de los tres besos!… Pero el arrastre, el eros que rebosa de sus príncipes ingenuos, de sus bellas misteriosas —¡endiabladas!— aparentemente castas y, tal vez, castas de hecho, pero capaces de poner en forma a medio mundo… Sí, ya sé que en eso estamos de acuerdo, pero tú les amas por sus virtudes y yo, te confieso que sin sus pecados me aburrirían… Eso es lo que pretendo meterte en la cabeza, que no lleves a las gentes de tus años hacia tu ascetismo —¡No lo niegues!, tu clima es el ascetismo y ya tenemos bastante— porque lo que hace falta aquí es algo que caliente a la gente, sin olor a cebolla… y sin refinamientos ¡lagarto, lagarto!… Hace falta…, bueno, hay o empieza a haber, asoma en la literatura que leen todos un explorador de la selva. La selva de los sentidos, más exactamente, la selva del sexo, Felipe Trigo.
—¡Manolo!
—¿Qué pasa? ¿De qué te asustas, maestrita?… Estas niñas están ya en edad de ser madres. No hace falta que se apresuren a serlo, hace falta que aprendan a no ser inútiles.
—¿En Felipe Trigo pueden aprender?
—Claro que pueden y, aunque te sorprenda, seguramente están aprendiendo. ¿Es o no es verdad? Contesta, Elena. ¿No lo has leído?
—Sí señor, sí, claro que lo he leído.
—Y ¿por qué no me hablaste nunca de ello? Es muy difícil, por no decir imposible, que no se les meta en la cabeza la idea del pecado. Y no será porque me hayan visto a mí jamás inculcársela…
—No, no le hablé nunca porque me pareció que no era de su estilo. Pero con Montero he hablado mucho. ¿Verdad?
—Oh, sí, mucho. Hemos hablado un día tres horas exactas, en el Retiro, lo recuerdo. Si no hubiera empezado a llover, habríamos seguido hablando. Y era del pecado, precisamente, o, en fin, de su detestable fantasma, «Lo irreparable».
—¡Qué cosa atroz!
¡Piedita!… Piedita había estado ausente y ahora Piedita presente seguía siendo inexistente. A esta conclusión ya se había llegado tiempo atrás, pero mientras estaba ausente era fácil pensarlo: con ella delante ya no se trata de pensar. Sin pensar en nada, lo que daba ganas de decirle era, «¿Te acuerdas de Piedita? ¡Lástima que no la vieras cuando estaba aquí! Me hubiera gustado que la conocieses»… Pero Piedita no tenía el menor sentimiento por no haberla visto. Tenía una plena satisfacción de verla ahora, en su presente de gato lucido… Aunque le faltaba lo más característico, lo más simpático, seductor y contagioso, lo más comunicativo del propio bienestar en el gato, el ronroneo… No, Piedita no se relamía de su bienestar: se redondeaba, pasiva, en la naturalidad, sin asombro. Traía…, no, ella ni siquiera traía el peso de la brillante Kodak: lo traía su marido o su agitada, radiante e incansable cuñada, la Smith… Traían documentos fotográficos de las ocho maravillas. Piedita no las había convertido en documentos de su memoria: había abierto ante ellas sus ojos castaños y ahora los abría ante lo que se le pusiera delante con la misma serenidad habitual: nunca fueron sobresaltados por la admiración ni por el espanto. Piedita había vuelto y no se podía evitar que apareciese. Nadie pensó nunca evitarlo y ella aparecía —de cuando en cuando, pero aparecía. Y cuando no estaba, a veces se hablaba de ella. Ahora que se la sentía muy cerca, se hablaba poco y con dificultad porque ya no cabía evocar, ya no era posible ni el más trivial rememorar. Ahora, las observaciones, los vaticinios, aprobación o lamentación. Tan impasible como su serenidad seguía su belleza.
—¡Está hermosa!
—Un poco demasiado hermosa.
—¿No será una hermosura temporal?
—No, parece ser que él no quiere, prefiere conservarla en su ociosidad.
—¡Menos mal! Así no tendremos un Beltranejo.
—¡Eres terrible! ¡Eres cruel!
—Siento ser cruel contigo, no con ella. Pero no creas que eres tú la única víctima de mi crueldad. El sarcasmo es un estilete que corta tanto en el mango como en la hoja.
—¡Oh, qué frase tan cinquecento te ha salido!…
Piedita ha vuelto y su ausencia y su inexistencia no admiten comentario. Ya fueron tan comentadas que llegaron a ser como un dibujo cien veces corregido, en el que ya no se distinguen los trazos errados de los ciertos. No había por qué acordarse de Piedita, puesto que había vuelto pero, si espantar su recuerdo era fácil, era imposible —de tan fácil, de tan imperceptible— era imposible negar o ignorar su presencia. Era imposible rechazar su influencia porque su influencia consistía en un aceptar todo y no rechazar nada. Piedita prodigaba su naturalidad: sus invitaciones, sus regalos no eran un pago al viejo afecto —tan gratuito, tan acreedor de fidelidad—, era algo así como una costumbre, como un modo de obrar que no difería en un punto del modo de antaño. Piedita no estrenaba su bienestar, ni tampoco estrenaba su generosidad, solamente —sin que esto fuese motivo de sorpresa— la había duplicado, prolongado más bien, en otra u otras personalidades generosas. Su casa estaba llena de golosinas. La casa misma era una de ellas —no suficientemente tentadoras para sus hermanos, que siempre encontraban, entre tristezas y pequeñas dolencias, motivos para no frecuentarla. Las chicas iban, como acuden los gorriones cuando se echan al aire migas de pan. Pero no por la novedad del té —bollitos calientes con mantequilla— ni por los postres con cremas, natas y guindas escarchadas. Iban porque la casa era un mundo inesperado. Elena decía —se lo decía a Isabel, cuando determinaban ir, se lo decía a doña Laura cuando notaba que las veía, con cierto despecho, acudir muy solícitas—, decía, «Vamos a ver a la grulla»… Y era verdad que iban a eso, aunque lo demás se les diese de añadidura… La grulla estaba en el fondo del jardín… Pequeño el jardín y, sin embargo, tenía un fondo. Construcciones más altas habían ido cercándolo y quedaba encajonado, pero los árboles, los arbustos —lilas, celindas que todavía, en el otoño, no habían perdido la hoja, le daban una oscuridad que ocultaba los paredones de cemento… Una oscuridad musgosa que enmarcaba el estanque, charco más bien en el que se miraba la grulla. La grulla gris guardaba un silencio de princesa en exilio. Se mantenía en una pata, teniendo la otra en actitud titubeante, como si estuviese eligiendo algo digno de echarle la mano, pero no estiraba nunca su manita flaca: cuando una cosa apetecible se movía en el agua, alargaba el pescuezo —los radios de su corona erizada retemblaban—, cogía rápidamente con el pico —pinzas de alta precisión— la cosa apetecible y la engullía. La cosa no era cosa; era, generalmente, el tierno, gracioso, ondulante renacuajo, recién salido del cordón materno… Escondido entre las hierbas acuáticas quedaba el collar gelatinoso, depositado por la rana —o saga—, del que iban saliendo, a medida que maduraban, los larvarios escuerzos. Los sapitos, los más genuinos súbditos del estanque, criaturas del mundo húmedo —barriguitas blandas, gargantas palpitantes, ojos atónitos—, cantores de limpio silbido nocturno o de croar vespertino, alimentaban a la gris, elegante, impasible e implacable grulla. Era horrible y al mismo tiempo era fascinador. ¿Por qué seguir mirando aquello? ¿Por qué no odiar al bicho feroz, seguro en su reino, servido, alimentado con productos especiales que le ponían en el comedero y, al mismo tiempo, rodeado de golosinas naturales tan fáciles de atrapar, tan frescas, recientes, chorreando agua, casi insensibles, de tan casi líquidas?… Pero ¿cómo odiarla si su reino era un refugio de profundidad, de intensidad, oscuridad, silencio, humedad vegetal, vida hambrienta naciendo, sucumbiendo devorada? El fondo del jardín, el rincón de la grulla era algo sagrado… Sagrado porque era salvador: era, en su profundidad, la única elevación posible sobre el nivel trivial de la casa brillante. De la casa y sus cosas. Las cosas llenaban aquel ámbito. Y también las cosas se renovaban, pero no es que nacieran, no se las veía tiernas, larvarias: aparecían rotundas y se sustituían unas a otras, cambiaban de lugar y, claro que no se disputaban los puestos, pero sí los ocupaban según la jerarquía que les daba la novedad. Llegaban cosas nuevas y se situaban en el primer plano: la atención les hacía la corte unos cuantos días, hasta que eran suplantadas por otras que las relegaban al olvido. El rincón de la grulla era sagrado por quedar ajeno a la invasión de las cosas —no a su mera existencia, no a que en la casa hubiera cosas porque cosas había por todas partes: la ciudad estaba llena, las casas más humildes tenían cosas, aunque humildes, también ¡tan humildes que ya no parecían cosas! No era eso, era que aquel ámbito de cosas estaba dirigido, organizado, habitado en fin, por cuatro seres —más dos, más otros dos, más uno o dos: seis o siete, en total, servidores ‘que, como seis o siete cosas, asistían a los cuatro seres que, como cuatro cosas, rodeadas de sus huestes de cosas, llenaban, imponían lo trivial patente, lo aparente, aunque real: desbordantes de realidad sus apariencias… Bastaba decir, «Vamos a ver a la grulla»…, que era como decir, «no temáis nuestra pérdida, nuestro naufragio entre las cosas»… Con aquella seguridad, contando con aquel refugio, se podía navegar entre las cosas. Se podía, por supuesto, gozar de sus paisajes, de sus playas y sus frutos. Porque las cosas se prodigaban allí y, enguantándose con un discreto desprecio, se las tomaba sin dejar ni las migas. La voracidad infantil, la pureza de la ignorancia —la inocencia, en su real, amoral cualidad de inexperiencia— sobresalía de la adolescencia consciente, enjuiciadora, mordaz o burlona a veces. Sobresalía el hambre infantil, tan insaciable como la de la grulla, tan animal, tan capaz de digerir las cosas más duras y, poniendo en forma el órgano de la curiosidad, se pasaba una fría revista a las cosas. Se las miraba al pasar, con autoridad, se las igualaba en la consideración, sin sospechar que hubiese una que pudiera cortar el paso al juez…
—Y ¿esta carpeta, señora Smith?
—Ah, son cosas de Londres. ¿Quién sabe lo que habrá ahí dentro? Podéis ponerla sobre la mesa del despacho y clasificar los grabados. ¡Ah! Mirad lo que hay aquí, los prerrafaelistas…
La designación quedó desoída, los nombres que aparecían al margen de los grabados —oleografías, reproducciones en color— eran exóticos, algunos difíciles de pronunciar. Las imágenes, imposible clasificarlas. No correspondían a nada conocido. ¿Podrían haber sido vistas en el Museo del Prado? Jamás. Las formas, los tonos eran tan correctos, tan acabados como los de los cuadros mejores, pero los seres representados —igualmente bellos— estaban en otro mundo. ¿Eran de otro mundo?… Miraban hacia otros ámbitos, pertenecían a un orbe donde nadie había puesto el pie. Eran criaturas impenetrables, habitantes de una esfera hermética, pero no rechazaban, ¡muy al contrario!, invitaban… Más que invitar, absorbían, enlazaban con tentáculos —como la sepia en el fondo marino, entre su nube de ámbar, como la boa en el desierto de la soledad, como la zarza involuntaria, enganchando, enmarañando al que intenta pasar las lindes—, detenían la mirada —la mente—, no en el pasmo de la contemplación, sino en la suspensión del aliento. Para entrar en ellos había que dejar fuera —como en los templos de Oriente las sandalias—, había que olvidar la vida en el umbral… Aunque ¿cómo podría haber tanta belleza ajena a la vida?… No, la vida no quedaba allí olvidada. Más bien se podría decir que estaba allí presente, pero no con la presencia —con la patencia— de la forma: estaba como, por ejemplo, un aullido —¿Se puede explicar por qué es aterrador, angustioso, doloroso un aullido, una voz?… No es más que una voz, no es ni siquiera un quejido: no es un grito —noticia inmediata del dolor—, es una voz lastimera, premonición de algo todavía no lastimado. La vida presente en el mundo de aquellos seres era la vida amenazada… Y ¿en qué? ¿En qué está patente el aullido? ¿En los ojos, tal vez?… Ojos admirables han quedado en los rostros que nadie puede olvidar porque nos han mirado. Estamos ante ellos y nos miran. Nos parecen admirables no porque los vemos, sino porque nos parece que nos ven —esto ya lo ha dicho alguien—, estos otros no nos miran, de modo que lo que vemos no son ojos: son miradas. Las miradas aullantes —con lo que en el aullido hay de dolor, pero sin lo que hay de protesta, sin lo que hay de llamada: dolor sin socorro posible, sin anhelo de socorro— sus miradas son, también, como un sahumerio…, como algo balsámico que se escapa de una pira, en una entrega, donación o consunción.
—Nos vamos, Piedita, es muy tarde. Nos hemos quedado tontas con los grabados, señora Smith.
Ya sabía yo que os iban a gustar. ¿Quieres algún libro, Elena? Mira, llévate éstos. La intrusa, El cartero del rey. Son de lo mejorcito. De lo que hay que leer.
—Tomad, llevadles estos brioches a mis hermanos, para el desayuno.
—Oh, ¡cuántos!
—Mejor, así les quedan para la tarde.
—Creo que os preocupáis demasiado con los nervios de Elena. Tiene la salud de un toro.
—Porque tiene buena salud aguanta, pero lee demasiado.
—Lo grave no es lo mucho, sino lo que lee. Y a eso no le dais importancia.
—No, mamá, no se la damos porque no la tiene. La hemos acostumbrado a leer todo lo que quiera. No tengo miedo de que se pervierta por eso.
—Ah, claro, os creéis que vuestra hijita es como el armiño.
—¡Exacto!, no se puede dar mejor definición. Me extraña que usted, precisamente, haya dado con un símil tan justo.
—Te extraña porque no tienes una gran opinión de mi inteligencia.
—Si se tratase de inteligencia… Para la buena música, para los buenos versos y para otras muchas cosas buenas hace falta, además, tener buen oído.
—¡Hombre!, en la música yo creo que estoy bastante impuesta.
Ah, sí, eso es verdad, a la música tiene usted hecho el oído. Pero a otras cosas…
Lo difícil es tener buen oído para las armonías que todavía no están estatuidas en el papel pautado… ni en los endecasílabos, alejandrinos y demás: para lo que no está escrito. Que no es ni siquiera aquello de «De gustos no hay nada escrito», porque hay mucho, aunque no haya nada estatuido —que, por lo demás, es evidente que lo hay—, estatuido por la opinión de los otros, por el qué dirán…, que es de lo que todos viven pendientes. Pero hay algo más difícil, más enrevesado, oscuro, ¡eso es!, mucho más oscuro que lo de los gustos porque se trata de algo que no se puede elegir, ni decidir: que no se puede ni pensar. A ver cómo se puede tener oído para lo que todavía no es, pero va a ser. Y se puede, claro que se puede…, y claro que también hay algo estatuido en esto. Uno quiere que ciertas cosas, que todavía no son, sean como uno quiere. Hay un modo de estatuirlo, forzar la cosa hasta darle la forma que a uno se le antoja… Claro que formar o conformar no es forzar. Puede ser algo así como alimentar, sembrar… Ya, de esto ya se ha dicho bastante: eso de sembrar o plantar un árbol… No, lo arduo, lo endemoniado, lo que más rabia da es no saber cómo va a ser lo que va a ser. Porque ¿por qué cree uno saberlo cuando está seguro de no haber forzado ni deformado nada? ¡Con la experiencia que uno tiene, además, de la casualidad, de la chiripa! Por chiripa se consigue una cosa, por casualidad se escacharra… Eso es y, sin embargo, ¡qué sé yo!, hay un sentimiento, un presentimiento dicen, pero no, yo no digo presentir, sino sentir. Lo probable es que cuando alguien dice que presiente es que siente. Porque ¿cuándo empiezan a ser las cosas que van a ser?… Es posible que haya una ley tan segura como la de la carambola que, el que la hace sabe por qué la hace y cómo la hace. Pero lo que yo querría saber es cómo se hace lo que se hace solo, y respecto a eso es respecto a lo que yo digo sentir y no presentir. Porque se puede sentir que algo se va a hacer con cosas que ya están hechas y ésas son las que se sienten… No es que se vaya a hacer como un rompecabezas, conociendo un modelo, un patrón… No, es que se conocen… ¡Es para volverse loco! Las notas son siete y las combinaciones infinitas: sí, sí, sí, pero decimos que son siete si las miramos en su elementalidad. En el alma humana, en el ser humano que anda con sus pies por el mundo, no hay nada elemental. En cuanto le vemos andar en dos pies ya es una combinación de combinaciones. Porque ¿quién puede saber cómo se combina la sangre de unos y otros? Cualquier rústico sabe que «de tal palo, tal astilla», y ¿qué sacamos con eso? Uno ve la cosa astillada en cincuenta mil astillas. En algunas tan pequeñas que casi no se ven, que no están enteramente desprendidas unas de otras —esto es un poco idiota, pero sirve para pensarlo—, hay astillas que tienen astillitas, fibras, hilos entremezclados, combinados ¡eso es!, hay combinaciones visibles, por eso cree uno sentir las invisibles, con todos sus contrarios: sus chiripas, sus carambolas… Lo de los contrarios es lo más desconcertante porque puede darse el caso de que aparezca algo contrario a la cosa con que combina, rematadamente contrario, lo que se dice antagónico —¿Se podría decir antitético? No sé por qué, tratándose de almas humanas, que es lo que hay que pensar, si se quiere entender algo de esto, las combinaciones ¿son esquinadas o es que cada una guarda su secreto, su sentido? ¡Es para volverse tarumba! Cada vez que pienso en ello —y pienso continuamente— quiero llegar a una conclusión, pero me remonto demasiado, me voy por los cerros de Úbeda, cuando lo que tendría que hacer es ver las probabilidades… y las probabilidades no se pueden ni sospechar si no se cuenta con algunas cosas probadas. Eso es lo que se puede sentir, lo que se ve desde que el objeto anda con dos pies por el mundo. Anda y viene hacia uno —se le pone a uno delante— y le demuestra, le muestra una de las astillas. Un tono de voz, un gesto, un modo de obrar, una salida. Una salida dice uno porque parece que se escapa y ésas son las que sorprenden, asustan a veces. Según lo que sugieran: si son cosas queridas o, por lo menos, cordiales, cosas que nos sean familiares en la cordialidad —lo que no son todas las cosas de la familia—, las que comprendemos de tan tocadas, palpadas, medidas con nuestro tacto, si son ésas vamos entendiendo y ¡de pronto aparece lo contrario, lo contradictorio! Aparece la cosa que nos encocora, con la que discutimos —discutimos, por no disputar a tiros—, la que tenemos desahuciada en nuestra consideración, por ejemplo, la dureza, la fuerza despótica, impenetrable… Y resulta que en la nueva, novísima combinación en que se nos descubre, la tal fuerza obtiene inmediatamente de nosotros el calificativo de incoercible. Ya no es dureza —siendo ella, ¡ella misma!—, la reconocemos y no la rechazamos: la estimamos, ponemos en ella nuestra confianza y nos quedamos tan tranquilos: acorazado en ella puede el armiño pasar por el fango, pasar por el fuego… La fuerza que nos es antagónica no nos es antitética, ¡al contrario!, es ella la que va a custodiar nuestro sentido. Hay, incluso, una cierta satisfacción al encontrarla en nuestro terreno, como si fuese el arma, no el pendón…, aunque sí, también el pendón arrebatado al enemigo. También el pendón porque hay un color, un tono que es aquel mismo y, sin embargo, es otro. Los siete colores se combinan infinitamente: estamos hartos de saberlo, pero ¡qué placer encuentra uno al ser sorprendido por las cosas que está harto de saber! Qué seguridad, qué descanso se encuentra en sentir lo que va a ser. Sobre todo cuando se recuerda haber sentido —con la misma firmeza— lo que no iba a ser… cuando estaba siendo su no ser… Son muy pocos los que pueden sentir estas cosas: no son tan pocos los que conocen eso que se llama la impotencia… Lucha horrorosa la del escarabajo puesto patas arriba —no digamos la tortuga. Horas, días luchando por agarrarse a algo que no existe a su alcance. Revolverse, apoyarse en cualquier cosa que es un grano de arena, que no ofrece resistencia, que no mejora la situación, que pareció, un momento, un punto firme y en agarrarlo, en afianzarse en él se gastó fuerza incalculable y falló el apoyo y pasó el tiempo y siguió patas arriba en un baldosín y ni siquiera le pisaron al pasar. Y pasó la noche patas arriba y pataleando, sin cejar en el empeño… La impotencia es la cosa más horrible. Sí, es la más horrible, no cabe duda, pero hay también otra cosa horrible —¿es más horrible que haya o que no haya pataleo?—, hay todavía una tercera cosa horrible: la aceptación sin pataleo, más que horrible, estúpida, cómoda, abyecta, pero cómoda. La segunda cosa horrible, tanto o más que la impotencia es saber, sin luchar pero sin aceptación, sin resignación, sin esfuerzo, sin protesta, sin esperanza, sin…, con seguridad, con convencimiento, con sentimiento, ¡esto sobre todo!, con el seguro sentir que no será lo que nunca tuvo más ser que ese no poder ser… ¿Se puede sentir lo que no va a ser?… Nunca se me habría ocurrido devanarme los sesos en una charada como ésta si no hubiera empezado a pensar que se puede sentir cómo va a ser lo que va a ser. Sentirlo ahora me resulta como si me concediesen la revancha, como si me quedase una segunda jugada: la primera vez no pudo ser, la segunda será. Cómo será, eso ya no lo sé, pero será. ¿Y si resulta que es algo muy diferente de lo que uno quisiera?… No, no puede ser porque lo único que uno no puede querer es que no pueda ser… Y así hasta el infinito… ¿No sería esto igual que pasarse la noche patas arriba en un baldosín?… No es enteramente igual porque uno sabe que no hay nada adonde agarrarse: uno encoge las patas y se pone a esperar que amanezca.
—Los versos, sí, son muy buenos, algunos me gustaron mucho, ¡pero el salón! Te aseguro que a veces no me enteraba de lo que decían mirando el salón. Las palmas doradas, la diosa o musa aquella sobre la tribuna, presidiendo…, los retratos de todos los sabios…
—Sí, es verdad, el salón lo más fantástico que tiene es que cualquier cosa que se diga allí —y mira que se dijeron cosas diferentes—, cualquier cosa parece que sólo allí se podría decir.
—Tienes razón, porque aquello que a mí me gustó tanto, aquello de las cigüeñas en el campanario y lo de las golondrinas y los pinos… Aquello era precioso, y era como si apareciese allí dentro, en medio de aquel silencio.
—Eso de las cigüeñas no era lo mejor. No era malo, no, pero hubo otras cosas. Hubo una que yo elogié mucho y Montero se sonrió: me dijo, «¡Decadente! Ya veo de dónde sale eso»… Y es que la otra noche cuando volvimos, estuvo viendo los libros. ¡No se le escapa nada!
—No sólo Montero, también don Manuel estuvo mirándolos, mientras tú ponías los brioches en el aparador. Y me pareció que arrugaba la nariz.
—¡Qué raro! Los libros son magníficos, sumamente impresionantes. Es posible que si yo hubiera oído ese poema antes de ver los grabados y leer los libros, no me hubiera hecho tanto efecto porque parece que los grabados le sirven de ilustración. Me he pasado la noche reconstruyéndolo en mi memoria y lo recuerdo casi todo.
—¿Lo recuerdas? ¡Qué barbaridad!, habiéndolo oído una vez sólo.
—Ya me ha ocurrido con canciones, pasar por una calle, oír una copla —con una tonada desconocida, no creas que la copla sola— y no olvidarla jamás.
—Pudiendo hacer eso, ¿cómo no estudias? Te están diciendo todos los días que tienes que decidirte… Y, si fuera que no te gustase, pero gustándote tanto.
—Es otra cosa, enteramente otra cosa. Mi memoria no sirve para estudiar. Mi memoria es eso que llaman inspiración. Porque además las cosas que se me quedan en la memoria no se quedan solas nunca: por ejemplo, esa copla que te digo, se quedó con toda la calle. Se quedó con uno que pasaba y se puso también a escucharla. Y nos miramos así como si nos prometiéramos recordarla, o como si apostásemos, «A ver quién la recuerda mejor»…, sabiendo que no íbamos a saber nunca quién ganaba, pero nos miramos… y yo llevaba el vestido rojo… ¡Hacía calor!
Ahora, el poema ese ¿lo recuerdas también con el salón o…?
—No, no, esto no es en el salón donde lo recuerdo. Claro, allí mismo estaba oyéndolo, viéndolo en otro sitio. Estaba en aquel grabado, El amor en las ruinas… ¿Recuerdas aquella pareja? El arco que los cobijaba parecía un ala: como si fuesen ángeles, como si los ángeles tuvieran amores… En el poema no eran ángeles, pero estaban también en un lugar… No decía que estuviesen, decía que querrían estar. Fíjate, no es descripción, no es evocación, es…
Yo deseo una casa con ventanas abiertas
sobre un jardín dormido y silencioso y triste,
y vivir una vida llena de cosas muertas,
con el aroma vago de lo que ya no existe.
—¡Qué barbaridad! ¡Qué fenómeno! ¡A la primera!
—Oh, sé mucho más. Tengo mi sistema para rehacerlo. Ante todo, recordar bien las imágenes, recordar alguna rima y, a fuerza de repasarlo, ir llenando los versos, hasta completarlos con el consonante. En éste, además de la imagen de las ruinas, había un trozo que me recordaba otro de los grabados, de un alemán, creo, algo así como Boecklin. Dos versos, sobre todo…
Luego nos amaremos en un lejano huerto
rodeado de altísimos cipreses sepulcrales…
—¿Qué me dices de esto? Sentirse como prisioneros de esos cipreses… Bueno, esto en cuanto al lugar, pero la imagen de la mujer, tal como él la configura…
Llevarás un vestido de un suave color crema
para que sea pálido todo cuanto soñemos
y yo, sobre tus sienes, escribiré el poema
de una blanca corona de blancos crisantemos.
—¡Es precioso, verdaderamente! Y ¿cómo se llama el poeta[1]?
—¡Qué cosa tan rara: no puedo recordarlo! Desde un principio me fue difícil retenerlo, tanto que al salir se lo pregunté a Montero y me lo dijo. Al decirlo hizo con la mano un movimiento evasivo. No enteramente negativo, no, pero como diciendo, «Se lo llevará el viento». Montero tiene una gran cultura y muy buen gusto, pero está obsesionado con otra cosa: vive para otra cosa. Yo siempre siento que le hace a uno el favor de escucharle, saliendo de algo donde está metido, hundido… Siento que está siempre descontento por no poder llevarle a uno con él. Pero no lo intenta, no: se queda con el sentimiento de que uno no se vaya detrás.
—¿Crees que Montero habrá tenido amores, que tendrá, a lo mejor, alguna chica que le interese?
—Me lo he preguntado muchas veces y no sé, no sé… Tendrá una querida, se me ha ocurrido porque una novia, ni pensarlo. ¿Te lo imaginas yendo a la iglesia con una señorita de velo blanco?
—Sería para morirse de risa. Pero ¿por qué?
—Pues no sé. Porque no es de ésos que no les gustan las mujeres, no, no es de ésos. Y tampoco es lo que he oído decir de algunas gentes, que son incapaces de amar. Yo creo que es todo lo contrario, ya ves la adoración que tiene por su maestro. Y seguramente la tenía por Magdalena. Cuando habla de cómo era aquella casa tiene uno la impresión de que habla de algo lejanísimo, pero no en kilómetros. Algo que parece que va a terminar diciendo, Siglo X, antes de Cristo.
—Los ojos de Montero ¿son azules o verdes?
—No sé. Unos ojos tan abiertos, tan claros. Son demasiado claros. Son de un tono sin color, como algunas pitas… no las que tienen dentro hilitos de colores, sino de las otras, las más baratas, que son como el cristal de las botellas de vino blanco…
—Vacías.
—Claro, el color de las botellas, no del vino.
—Es que no es sólo el color: es eso de estar vacías. De estar algo vacío.
—Bueno, te iba a preguntar una cosa, pero a ti es inútil. Sin embargo, fíjate bien. Hazte la idea de que pregunto una cosa, pero no a ti…, se lo pregunto al lucero del alba… ¿Tú crees que puede una enamorarse de Montero?
—Aunque te extrañe, yo también me lo he preguntado. Claro que tampoco a mí misma. Me he preguntado a veces si te enamorarías tú de él, si te habrías enamorado.
—Y ¿qué te contestaste?
—Que no. Pero también me pregunté por qué no y también me contesté… Cosa muy diferente de lo que te puedas figurar.
—¡A ver, a ver!
—Empecé por la pregunta anterior: sí que puede una enamorarse de Montero: una, cualquier otra, pero no tú. El porqué parece un disparate: porque le quieres demasiado —le queremos, yo también le quiero. Está demasiado cerca y tú siempre te traes enamoramientos de alguna «Estrella fugaz», otro poemita que te sabes de memoria.
—¡Caliente, caliente!
—Tú no te enamoras de los que, más o menos, se enamoran de ti, de los que te miran o te dicen algo… ¿Te acuerdas del chico del Príncipe Alfonso? Te enamoraste de él por el sombrero que llevaba, bueno, por el modo de ponerse el sombrero.
—No, no lo enmiendes; por el sombrero que llevaba. El sombrero que acababa de ponerse de moda, flexible —esto fue el año pasado y todavía lo llevan algunos—, la copa hundida en la raja, apretada como si los dos lados se uniesen en el centro, ¿te acuerdas?… Y la forma que daba el tipo, combinando con el corte de la chaqueta y los pantalones anchos, de estos americanos. Todo ello era tan nuevo, tan de moda… Bueno, no tengo que explicártelo porque hablamos de ello hasta agotarlo. Ahora ya no hablamos, pero no creas que se me ha olvidado. Me acuerdo a veces y me digo, ya no es de moda, pero recuerdo la gracia y el encanto que tenía. Era como si empezaran a contarle a uno algo encantador y uno estuviese pendiente de ello, deseando que continuase.
—Ya lo creo que me acuerdo. Te pasabas la vida esperando verle aparecer, y no aparecía nunca…
—No, no aparecía. No le vi más que una vez. Así, seguro, lo que se dice verle a él no fue más que una, pero luego me parecía verle por todas partes y no era. No era enteramente él. ¿Te das cuenta?… Era el sombrero, el aire, pero no él: no una cosa tan acabada…
El amor y la amistad se disputan el espacio. Luchan, sin agredirse: empujándose, como si fuesen cuerpos impenetrables. ¿Son impenetrables? ¿Son cuerpos? Si se empeña uno en verlos en cuanto conceptos, tiene que delimitarlos y asignarle a cada uno su lugar… Pero cuando nadie trata de verlos y todos —más o menos, pero todos— concurren en padecerlos, en profesarlos o en detestarlos, temerlos, esquivarlos —que también en eso hay concurrencia—, entonces están enredados… No, enredados no porque dos materias heterogéneas también pueden enredarse. Están como emanándose porque cualquiera de ellos puede desprenderse del otro o, por el contrario, dar acceso al otro, convertirse, intensificarse o atenuarse, secundarse o estorbarse, no sólo como disputa, sino como oposición esencial al objeto que es su meta. Realmente, lo que se disputan más que el espacio es el potencial. Porque si fuese el espacio, sería más bien el tiempo de la dedicación —ahora predomina el uno, luego el otro—: no, no es eso. Es que cuando manda el amor, se despinta el fondo, se destiñe el paisaje… Se puede sostener todo lo contrario: es tópico decir que se embellece y ¡bien está, se embellece!… Pero lo que se embellece es precisamente lo que es ajeno, lo que le rodea, le enmarca; lo que le refleja o recibe su luz. Lo que participa de su misma energía, lo que se arroga derechos —lo que los tiene, por naturaleza—, lo que una vez vibró en su plenitud, ahora languidece o se reduce o se retira, con cierta cortesía, casi abnegación… Categorías éstas que, en este caso —en el caso del amor, no en ningún caso personal, exclusivo— en este caso, la retirada alcanza a las aficiones, a las predilecciones que, más que decaer, se transforman, para servirle ofrendándose… Las notas, como racimos —opimos acordes, fugitivas escalas— las notas tan puras que ninguna concesión puede mancharlas, abandonaron el azul marino, la barcarola, la serenata. No volvieron a suscitar visiones mediterráneas, se ciñeron a dramas oscuros, nebulosos. Héroes sombríos, arrojando la vida como quien rompe una carta detestada o precipitándola en un pacto infernal. Huracán de tormenta que arrebata la melena de los bosques… Pero sin embargo, ceñidas a las notas, observando su medida y ritmo, hermanadas en el acento o expresión, las palabras todavía en su prístina sonoridad latina. Músicos de las tierras de Levante las engarzaron en torno a los dramas del Norte, delinearon con limpias melodías, sacándoles de entre sus brumas nativas, a los héroes tormentosos. Voces también latinas se prodigaron —a menor precio que las germánicas. Las grabaciones de marcas conocidas giraron bajo la cuidadosa aguja, se exhalaron desde la campánula azul como la correhuela, en el despacho presidido por la deidad racional, positiva… Y la amistad defendió sus fueros. Sin despecho, sin celos, acogió las nuevas melodías, asintió a los dramáticos o melancólicos gestos… «¡Ah! non mi ridestar, o soffio dell’April». El alma que quiere escaparse rehúye la seducción de la vida, del abril. Por el contrario, el alma que ya no tiene amarras, que ya tomó el pasaje sin vuelta, acaricia, lame con deleite de contemplación… «Salve dimora, casta e pura…», el cuerpo virginal que va a entregársele. Y surgiendo de entre la bruma, resplandeciente casco y coraza —la despedida fraternal del cisne… «Adio, adio, cigno canor»… y huye y se aleja la forma blanca, se desliza como un témpano de pluma y emprende el viaje incalculable «Valica ancora l’amplio ocean»… El mar donde el naufragio no es posible hacia el abismo, sino hacia el seguro, infinito reino de los númenes que han de acogerle «Nel santo asil, in cui non penetra lo sguardo uman»… Todo sigue cantando allí, todo sigue brotando entre palabras y notas, hasta un día…
—Pero ¿qué ha ocurrido?
—Nada, nada, no os asustéis. Cambalaches de mi padre. Se lo ha llevado y me ha jurado por todos los dioses que hoy mismo traería uno nuevecito.
—Has cambiado la posición de la mesa.
—Sí, la he puesto más frente al balcón, por compartir…
—Vamos, parece que eso marcha. Y tu padre ¿qué dice?
—Nada, hace la vista gorda por dos razones: primera, porque no le parece mal. Segunda, porque ve que no es más que un juego inocente.
—Ah, pero ¿no vais a pasar de juego?
—Quién sabe… Tiene cosas tan raras. Cosas encantadoras, pero cuesta entenderlas.
—¿Habláis ya en alemán?
—No, si no hablamos… Él habla el castellano perfectamente. ¡Y lo escribe!… Pero no creáis que me escribe cartas de amor: me escribe en una pizarra de esas de los chicos y me la enseña… ¡Tiene cada ocurrencia!… Pone, un día, en letras de imprenta, «Si usted me mira», borra y vuelve a poner, «No puedo estudiar», borra y vuelve a poner, «Quítese del balcón»… Me indigno, pero no me quito, borra y vuelve a poner, «Voy a tirarle una piedra»… Me indigno mucho más, quiero aniquilarle con la mirada, pero veo que esconde algo a la espalda, con la mano derecha y con la otra me hace señas —como quien espanta a un pájaro— de que me vaya adentro… Ya veis que el balcón queda frente por frente. Me echo atrás y cae la piedra en medio del cuarto. La piedra envuelta en un papel, atada al papel una rosa. En el papel, con la misma letra de imprenta, «Sin la piedra, la rosa no podría llegar»… ¿No es divino?…
—Pues sí, debe de ser un tipo formidable.
—Llevará aquí ya muchos años, para hacer una cosa tan graciosa.
—No sé, ahí enfrente llegó hace un par de meses. Más bien tres o cuatro: en enero, creo yo. Todos los balcones estaban cerrados y yo oía una música que no sabía de dónde salía y me empeñé en averiguarlo. Le descubrí al fin porque observé que no había música más que al caer la tarde. Yo volvía de buscar la leche, subía corriendo y siempre ya había empezado. Entonces decidí no subir, quedarme en el portal y ver quién entraba a esa hora en el de enfrente… ¿Te acuerdas, Elena? ¿Recuerdas aquellos cuadernos de Nick Carter?
—Estaba pensando en eso mismo. Tú los detestabas.
—Eso es. Yo no podría comprender que a ti te apasionasen y ahora… No creas que es en este momento cuando los relaciono con mi acecho. No, me acordé en seguida, el mismo día que lo decidí. Me dije, con un buen sentido policiaco llegaré a descubrirle y me hice un plan. Bajar media hora antes de lo acostumbrado, coger la leche, apostarme en el portal y ver los tipos que iban entrando. Los desahuciaba en seguida. Para no dejarme engañar por las apariencias, retenía todo el tiempo en la cabeza la sonata de Schubert que tocaba todos los días y yo la repetía, la mantenía como…, no sé: era mi diapasón. Entraba uno y yo me decía, «No, no suena a eso»… De pronto un día entró uno bastante aceptable y subí corriendo… Nada, el balcón estaba a oscuras, no había música. Me quedé esperando y a los quince minutos se enciende la luz en el cuarto y Schubert ¡Ya está ahí!… Pero ¿y si ha llegado después? ¿y si ha venido otro más a la medida?… Esperar tanto hasta el otro día era desesperante. Tener la seguridad de que estaba allí, en el cuarto, detrás del visillo ¡y no poder entrar! No tener la chapa del detective para entrar a ver con derecho… y con el corazón en la garganta…
—Eso es, ése es el encanto o el atractivo de la cosa. Nick Carter no tenía la pista de Schubert…, tenía otros indicios.
—¡Exacto!… Los indicios son lo que le hace a uno imaginar cómo será lo que busca. Tener como un patrón de Schubert y no dejarse enga… ¡Callad! Ahí está mi padre, y no viene solo…
La correhuela no era azul, era rosada. También el tono era desvaído, llegaba al rojo en algunos puntos, a un rojo avinado. La bocina sola, puesta en el sillón desfondado —más bien, hundido— mientras se instalaba la caja sobre la camilla, se la calzaba, se la nivelaba, se comprobaba el funcionamiento de todo: el platillo afelpado donde giraba el disco, la manivela. Pieza por pieza revisadas todas, cepilladas, pulidas… Y la bocina esperando: su forma de trompeta enfocando, mirando —como la correhuela— y callada, ¡más que callada!… No cantaba y ni siquiera respiraba. No tenía, como flor, aromó, como trompeta, aliento. Estaba allí abandonada, como cortada por el cuello. Pasaba el aire de la habitación por su garganta, sin garganta… por su embudo, y no resonaba… Al fin, cumplidas las incalculables operaciones, se la instalaba, se la reintegraba a su organismo. Firmemente ajustada, atornillada, sin necesidad de esparadrapos, coincidiendo todos sus brillantes ajustes hasta no notarse la diversidad de las piezas, hasta parecer de una sola pieza, como una flor en su planta. Y entonces, saliendo del paquete flamante —sobre de tela impermeable, intacto— el nuevo disco. Sujeto apenas por los bordes, asentado en el platillo… Minuciosa operación de fijar la aguja a la medida justa, mirar con la lupa y comprobar la ausencia de toda pelusa, de todo granito de polvo… Aproximarla con cautela, como temiendo un movimiento involuntario y poner la punta, al fin, en el primer surco. Verla picar, como un pájaro que se alimentase de su ración de notas… Pero las notas no fueron suavemente picoteadas y transformadas en la voz de Filomena: estallaron torrenciales, retemblaron, vibraron desmesuradas, inabarcables para el pequeño espacio cúbico del cuarto. Irrumpieron como un ejército en desbandada que entrase, con todas sus armas, en el desfiladero: un ejército que podría cubrir vastas estepas… Sobre la mesa el sobre impermeable, con sello de una marca acreditada, con letras delatoras, indicadoras de la pieza grabada, Tannhäuser, Obertura.
Mayo anticipando pródigamente la hoguera, achicharrando toda hierba, friendo a los pájaros en el aire. El ambiente de horno, el olor de las tejas recalentadas y la luz reverberante, el resol, el resistero se hacían presentes en el estudio. No llegaban como una nueva primavera, sino como un eterno, sempiterno, pertinaz genio del calor, vestido de recuerdos. Tal vez perviviese alguna raicilla del jaramago refugiada bajo una teja, a la sombra de la tronera que a ciertas horas caía proyectada a la izquierda. Tal vez hubiese sucumbido por la proximidad del canalón, que amenazaba ponerse al rojo… Se hacía presente el fin de curso, con los consabidos premios. Los dibujos enrollados se amontonaban en un rincón, se evitaba tocarlos por no quedarse con el polvo del carboncillo en las manos, por no seguir viendo los errores, los logros modestos, que no derribaban el ánimo, pero causaban un descontento o, más bien, una impaciencia…, la impaciencia del «todavía no»… Había que afrontar la tregua que se llama época de vacaciones, pero vacar en el espacio cotidiano —lejos ya aquellos veraneos familiares: el puerto, el mar, el jardín de Adelina—, vagar en la casa, cruzarla calle; recorrer las dos esquinas diez veces al día… Terminados con el curso, los Florilegios del Ateneo —dormiría el salón, cerrado por las tardes. Brillarían apenas las palmas doradas en la luz crepuscular—, sólo había una gran atracción, pero lejana —¡nada en el barrio!— y cara, el Príncipe Alfonso, donde iban las chicas a la moda, y los chicos, los que fluctuaban en sus predilecciones: demasiado ingenuos los cowboys, demasiado enchisterado Max Linden. Las italianas bellas, irresistibles, íntimas, próximas sobre todo… ¡Proximidad!… Una proximidad tan cierta que es ya una posesión. La belleza de un ser humano y la belleza de su gesto, de su situación, de lo que en la vida real está siempre lejos, inalcanzable a veces y allí tan próximo, tan acariciador —porque es la caricia misma lo que se contempla, próxima, como jamás se deja ver— o tan temible, tan brutal, tan innoble —lo que en la calle se huye, se quiere ignorar o destruir—, detenidos, expuesto a la consideración de todos… Y las cosas lejanas en el tiempo, los carros romanos, el circo, los gladiadores… En fin, lo infinitamente posible, pero por desdicha lejos, a gran distancia y como acorazado en su carácter de lujo, dificultado por la necesidad de compañía: todo ello dando como resultado la infrecuencia. El asistir de visita, cuando lo deseable era ir y quedar allí, quedar todos los días con aquello, con la proximidad, con la posesión… Inesperadamente el descubrimiento de otro lugar salvador… El barrio de Piedita era ¡el fin del mundo!, decía su hermana. Pero era, en realidad, el principio de un mundo por conquistar, por recorrer, por poseer. Todavía no era más que un camino por el que se podía pasar a la ligera. En ese ir a la ligera quedaba salvaguardada la conducta de las niñas buenas —las niñas buenas, una cómica, despreciable caricatura y, al mismo tiempo, un patrón ejemplar, un inesquivable modelo— la conducta que seguían sin desviarse un palmo. Llevaban ya meses recorriéndolo, pero tan deprisa que ni siquiera se daban cuenta de las cosas que pasaban a su lado. El camino detalladamente, proporcionadamente dividido: la primera mitad pertenecía a Montero… Más bien la primera mitad del segundo trozo, aunque todo él, en su complejidad topográfica, había sido Montero quien se lo había enseñado a recorrer. Lo había trazado un día en una cuartilla para demostrar lo fácil que era. Había hecho un plano tan elemental que excluía el resto de Madrid. No había más que seguir hasta hacer aquel ángulo, transbordar en tranvías en la Puerta del Sol y llegar al Retiro. Por esa elemental calzada le habían permitido acompañar a las chicas con frecuencia. Aunque permitido es un término que siempre indica concesión y Montero no necesitaba concesiones. Entraba con derecho en todas partes: en el primer piso como en el tercero, como en el último, donde no había piso —allí se le recibía con todos los honores—, como en el portal, como en la pollería y también como en la otra casa. También Felisa le había hecho oír sus barcarolas, pero al entrar en el terreno de Schubert —con las concomitancias que arrastraba— una cierta frialdad había cortado el diálogo. Siempre se podía esperar en la compañía de Montero que se produjesen silencios o ráfagas frías, siempre parecía que se iba a oír batir una puerta. Alguien dejaba indiscretamente una puerta abierta y entraba la corriente, se apagaba una vela —donde no hubiera velas: también en el Retiro se había apagado una. Y el día había sido radiante, mayo no achicharraba todavía: sacaba mágicamente de la tierra la legión de los lirios. Aleteaban entre sus espadas —tan sensible al aire la levedad de sus pétalos— y extendían su color violáceo al borde de todos los caminos. Más oscuro en los lugares umbríos y en todos fragante, difundiéndose su aroma, que no es apenas aroma.
—¿Por qué no harán esencia de lirio, Montero? No la he visto nunca anunciada.
—No sé, supongo que porque no es bastante fuerte o, más bien, no es bastante densa.
—Eso debe de ser porque lo que se llama un perfume no es. Es como un aliento. Es el alimento de los elfos, de las dríadas… Yo lo huelo y no necesito cerrar los ojos: por encima de esa ráfaga morada, las veo pasar…
—Ya, pintadas por Dante Gabriel Rosetti, ¿no?
—Sí, ¿por qué no? Yo prefiero a Burne-Jones, pero Rosetti también me gusta mucho.
—Rosetti es más espiritual… todavía.
—No es que me guste más el otro porque sea menos espiritual, es que me gusta más, simplemente.
—Bueno, si nos quedamos aquí parados hasta que se agote la discusión, no vamos a ver las fieras.
—Es cierto, Isabel. Vamos a verlas. Ésas tienen un aliento muy diferente y, ¡pardiez!…, hacía falta aquí una interjección bastante arcaica porque con ese aliento de las fieras también se ha deleitado otro decadente.
—Otro ¿tan decadente como yo?
—Más o menos. Pero su heroína —la de las fieras— es más del tipo de Isabel.
—¿Quién es su heroína?
—Herodiade. Gélida, intocable: los leones miraban sus pies que podrían calmar el mar.
—¡Qué ilusiones!
Los leones, esos viejos reyes, dormitaban acostados sobre sus melenas ya no muy pobladas, como si hubiesen perdido bedijas. En sus limitados paseos no tenían dónde enganchárselas y, sin embargo, estaban empobrecidas. Se abandonaban a su incuria, dormían desaliñados, bostezaban a veces. En un movimiento maquinal, efecto solo de la apatía sin cansancio, distendían las quijadas y dejaban ver un momento sus caninos —caninos felinos— casi en silencio, exhalando sólo una expiración áspera… Su aliento llegaba mezclado a las emanaciones de todo lo exudado por ellos, secretado, excretado… Líquidos higienizadores se repartían alrededor de las jaulas, sin lograr impedir que los vahos fétidos se extendiesen hacia el jardín. Sólo formaban una especie de cortina, que no era capaz para los visitantes y sí era… incomprensible —esto es lo único que podía ser para los leones: incomprensible como lo que no se puede vivir. Desganados, se abandonaban a aquella perplejidad vital: porque no llegaban a morir, no eran como los pájaros —las abubillas, los abejarucos— que no toleran jaula y se mueren en seguida…, ellos no. Ellos despertaban de cuando en cuando, al acercarse el guardián. Mucho antes de que estuviese cerca, nada más salir del depósito o despensa de los alimentos, llevando el balde con la ración cotidiana. Desde lejos, la ráfaga que espanta el sueño, que pone en pie a la vigilia, atenta, avizorando lo que se explica desde que entra por las vías nasales y se expande por todo el cuerpo, con una evidencia que es como un rememorar el vivir. La memoria, en ellos, como una repetición, una reinstalación en la lejana, habitual función de desgarrar los tejidos, aspirar la sangre, dominar a la frágil vida, en desesperada defensa. Revivir sobre la fría y fragmentada ración. Revivir como una mecánica afirmación convincente, porque la vida comprende que esto, este frío pedazo oloroso a muerte, sirve para ella… Igualmente el tigre, menos soñoliento, paseando su paisaje de cañaveral y la pantera negra, mirando desde su propia sombra. Sólo la hiena cómoda en la fetidez… Y luego los bichos pequeños amistosos: los frágiles flamencos, los antílopes, las cabras con su belleza antigua, sumisa a los machos de grandes cuernos, de grandes barbas, esculturales, dueños de su forma como arquetipos, ejecutando lo que les fue encomendado —no más que a cualquier otro, pero sí con más rigor paradigmático— cubriendo a las hembras —eficiente fórmula pastoril, ganaderil más bien, que señala el acto de cobijar tanto como el de poseer. Académicos en su cópula, noble como lo que se ejecuta según la ley. Sólo emulados en ello por las palomas —formas divinas, perfectas, perfectas, perfectas. Es trivial repetir la palabra, pero no hay otro medio de sacarla del fango del uso. Perfectas, hechas —¿por qué y cómo hechas?— hechas con lo que se hace en una infinita, presecular repetición, tan deslumbrante, fulgurante, esplendorosa, pura como el rayo. Las palomas, en su redondo arrullo, en su revoloteo unánime, libres, dueñas de golosear la comida de los cautivos, planeando o posándose en las prisiones de unos y otros… También los monos en cierta libertad, aunque no tanta. Libres en un árbol pelado, rodeado de un foso. Libres con la tara de su fealdad, desnudos, incapaces de decir, «… y temeroso porque estaba desnudo, me escondí». Incapaces, feos, obscenos porque están a punto de decirlo, pero no pueden. ¡No pueden!, ¡no pueden! Ésta es otra frase que habría que repetir hasta comprenderla…, o comprenderla en silencio ante su fealdad, como explicación de su fealdad… Y dejar al fin la casa de fieras, recorrer el parque, el parterre y, señalando hacia la salida, en la acera de enfrente, el pórtico del Casón. Eso requería un día entero, más bien una mañana, una luz intacta que no amenazase oscurecer. Después de las fieras, después de su difícil y siempre positiva visión, había que ir hacia el tranvía, apresurar el paso para cruzar el jardín, ya en penumbra. En un lugar especialmente penumbroso, la Casa del Pobre y el Rico… Más absorbente que el antro de una bruja, más irresistible que el más promisor paraíso… Está el viejo enfermo tendido en su camastro y la vieja le atiende… Y rígido, con un breve chasquido de maderas, se incorpora en la cama: los ojos fijos, sin parpadeo y en seguida se deja caer hacia atrás. Es toda su representación, es todo lo que hace el pobre. Allí al lado está la escalera y arriba… El raso amarillo recubre el sofá y se pliega en dos cortinas, recogidas a los lados de la ventana. Una ventana como un cuadro puesto en la pared, mirando hacia un sendero entre sauces. Recubre también un minúsculo tocador con espejo en marco de caoba, apliques de bronce, estilo imperio y breves floreros de opalina.
—¡Oh, Dios!, qué encanto la pequeñez de este cuarto. Sólo para dos personas este sofá… ¡Imaginar todo lo que habrá ocurrido aquí!…
—Era, no cabe duda, un lugar de citas. Marquesas, de aquellas guillotinables, esconderían aquí sus amoríos, disimulados por la presencia abajo de los míseros esclavos… La vieja montaría la guardia, el viejo no estaría paralítico, pero si alguien se aproximaba, se tumbarla en la cama y lanzaría débiles quejidos reumáticos. Todo para servir a sus amos, a su bella marquesa que les dejaría al pasar su perfume…
—Aquí no se guillotinó a las marquesas.
—Ya, ¡así andamos!
—No sé si es para alegrarse o para deplorarlo, pero no es para ponerse a pensar en ello ahora, en este cuarto, en este silencio, ante este color…
—El color del oro. Todo es oro aquí. El espíritu, el dios del oro está representado en ese raso amarillo.
—Pues si es eso lo que representa, es divino. ¡Qué recogimiento, qué intimidad!
—Bueno, vámonos.
La puerta abierta dejó pasar la corriente fría, se apagaron las velas del crepúsculo. El silencio ya no era el silencio recogido, percibido por Elena: era una consecuencia de aquel silencio porque quería ser otra cosa sin lograrlo. Quería ser un silencio hostil, definitivo, pero guardaba el suave tinte melancólico. No era posible mantenerle agresivo, no era posible, sobre todo, poner en él algo de acritud ni menosprecio, sino al contrario una reserva, un disimulo de inconfesable admiración, de cierto codicioso sentimiento, tal vez algo de despecho…
—Alouette, gentille alouette…
—¿Qué es eso?
—Una canción francesa.
—Y ¿cómo sigue, no es más que eso?
—Sí, es mucho más, pero lo que sigue ya no es tan bonito.
—¿Es indecente?
—Muy indecente. Francamente inmoral.
—¿Tanto que no se puede cantar?
—La cantan los chicos de la escuela, pero es inmoral, furiosamente inmoral.
En esto había quedado la mitad del segundo trozo. Vuelta hacia la Puerta del Sol, trastrueque de tranvías y seguir hasta casa, en silencio. Sólo la parte no cantada de la canción se resistía a callar, se reducía a un canturreo de cinco notas, «Ta ta ta, ta ta. Ta ta ta, ta ta». En aquellas cinco notas se encerraba lo terriblemente inmoral que, bien claro estaba, no era nada obsceno. Era algo cruel, algo rechazado por demasiado deseado: algo imposible, en fin. Luego, desde la esquina de Fuencarral hasta casa, en silencio, por el camino cotidiano, por el camino conocido ahora con salida hacia casa de Piedita, hacia la frecuentación del jardín de la grulla. La ansiedad con que lo emprendían les hacia ignorar el trayecto. Además, el camino mismo tenía etapas que había que cumplir religiosamente. Había que depositar una ofrenda de admiración —dos minutos de deslumbramiento, de idealización de lo presente— ante la Casa de las bolas. Allí mismo, diez metros antes, estaba la parada del tranvía. Allí bajaban y se extasiaban ante la casa. Su singularidad era un lujo que la valoraba de modo imponderable. Su singularidad parecía consistir en algo arbitrario, pero de una arbitrariedad que generaba belleza, gracia, capricho, ternura sugestiva… La casa, de ladrillo, redondeadas sus esquinas con cierta pretensión de torreones, fulguraban en ellas las bolas verdes, rojas, amarillas, metálicas. Bolas de Navidad, simplemente. Y estaban allí incrustadas, a una altura que ningún contacto del tráfago urbano podría herirlas: sólo el tiempo. Y lo afrontaban día y noche, con lluvia, con sol, con nieve. Después de haberla besado piadosamente, tomaban la calle que las llevaba a casa de Piedita. Por casual coincidencia —también se coincide con lo imperceptible— no había sido nunca desviada su atención, que dedicaban de ordinario a un edificio —escuela aislada en un gran espacio con verja— porque tenía en medio una torre con un mirador arriba y hacía pensar que los chicos obtendrían a veces como premio el permiso de subir a la torre. Pensando en esto siempre iban pendientes de ella, al pasar… Una música inclasificable —zumbar de órgano y campanilleo de címbalos— arrancó su atención hacia la otra acera. El órgano coloreado —ninfa o deidad dirigente, batuta en mano, pajes a los lados moviendo la cabeza para atenderla— rosa y azul, oro en las túnicas, cobre en los instrumentos y arriba, en ornamentadas letras, PALAIS DE L’ÉLECTRICITÉ… La noticia traída a casa como quien descubre un filón, encuentra varios y diversos ecos. El más afecto el de Ariadna. Para ella es realmente un filón de descanso, de evasión, de actividad salvadora del sedentario solfeo. ¡Algo adonde acudir!, y lo largo del camino era su mayor encanto. Las noches de junio serían soportables en largos y no apresurados paseos. A la ida, impacientes por alcanzar la delicia de las visiones exultantes —paisajes dulces como rostros, rostros inagotables como mundos. A la vuelta, un breve rodeo por el bulevar de Velázquez. Ya caída la flor de las acacias, mesas y sillas de algunas cervecerías y en ellas noctámbulos extasiados bajo la Vía Láctea. De aquel correteo nocturno surgió el conocimiento de otro cine aún más modesto —más barato, por tanto— el Pardiñas. Techo de lona como en un circo, bancos de madera, pero en la pantalla el mismo esplendor. Los mismos rostros queridos, los mismos horizontes. Todo contribuía al veraneo dichoso; se soportarían las horas de trabajo en la quietud sudorosa del gabinete, goteando como un grifo mal cerrado los elementales ejercicios, las parvulares escalas. Todo se soportaría esperando la noche que, ni tormentas veraniegas —leve llovizna o fuerte aguacero— podrían turbar. Noches calmas y risueñas se extenderían a lo largo de junio, julio… Y no sólo eso, las frecuentes escapadas creaban entre madre e hija cierta camaradería, cierta complicidad que sobrepasaba la habitual benevolencia. Ariadna, en este juego, no era el espíritu ilimitadamente benigno —laxo, descuidado, ciego, imprevisor, en opinión de su madre— sino partícipe activo del nuevo universo: Identificada con las chicas —ya que el deber de acompañarlas no era discutible creaba o profesaba con ellas la reserva de aquellas horas secretas. No había que hablar: se silenciaba el hecho, afectando una especie de pudor por ser asiduas del Pardiñas mote que les adjudicaba la sorna ancestral— pero lo que el secreto salvaguardaba era la soledad, la intimidad creada como una confluencia de afectos, placeres, emociones, convicciones, propósitos —nada exclusivamente sentimental— asentimiento integral, unánime. La visión mágica del cine, el silencio nocturno del bulevar, la faz armónica del mundo infundía en Ariadna una diligencia que era como una liberación… Las noches, cada vez más cortas en los dos crepúsculos que iban reduciéndolas, dejaban cada vez más espacio al desierto diurno, la ociosidad. No era posible escapar, valía más afrontarlo, entregarse, yendo hacia el corazón de lo ígneo, refugiándose en la luz de Apolo. Bien conocían el camino: se lo habían enseñado, les habían descubierto aquel mundo, que no se podía tomar como lugar de visita. Estaba abierto para todos y además había motivo para frecuentarlo. Llegaría septiembre: en San Fernando no se entraba, como en la calle de la Palma, mediante un sello de diez céntimos: les esperaba un examen de ingreso. Pero eso no era temible, lo arduo, lo difícil de soportar era la polvareda… Aspirar a aquella pureza, a aquella grandeza. Profesar en eso, tomarlo tan en serio como para…, ¡era demasiado! Porque además de hacer aquello, lo inaudito era no hacer ninguna otra cosa, no pensar en el porvenir, no tener en cuenta los tiempos, cada día más difíciles… La polvareda se armaba, pero no como el viento del camino: arena y hojas secas. Se arremolinaban con el aire de los soplillos de todas las cocinas, levantando de los rincones las mondas revenidas, produciendo huracanes de mal agüero, conturbando el ánimo de la madre ignorante —tan confiada, tan sumisa, valerosa, amante por encima de todo temor. Desencadenando disputas en el tercer piso y discusiones en el primero, en las que se medían y pesaban las posibilidades, las aptitudes, las vocaciones… La polvareda quedaba allí, en la casa. Luego, el camino era largo, pero algo de sombra había bajo los árboles, se podía llegar corriendo por Alfonso XII, subir los escalones y entrar en el pórtico… La Dama de Elche sola: dos cabezas de caballos a la izquierda. La Victoria en la sala central y alrededor el pueblo de Apolo: el pueblo de la luz, de la verdad, de la pureza… No había más que sentarse allí, en la silla que alquilaba el bedel, apoyar el tablero en cualquier plinto y… siempre el querido, el deleitoso contacto de los trebejos: el ruido del carboncillo en la caja y el frote aterciopelado sobre el papel, pasando y volviendo a pasar, insistiendo en la línea no conseguida, en el hombro o el vientre de aquel Diademado o Apoxiomeno o Canon fornido de Policleto o tiernísima Anadiomena… Todos ellos entregados, indefensos ante los ojos y, al mismo tiempo, protectores, acogedores en su sentido o secreto que era su estar tan descubiertos. Su desnudez era el misterio…, era como si su silencio explicase infinitamente, como si a fuerza de mirarlos se pudiera llegar a comprender un signo, a leer una escritura clara que, en renglones torcidos, había dejado la fórmula, el mandato irrebatible: «Así es el hombre»… Y se iba levantando la luz del mediodía y casi no había fuerzas para seguir, pero tampoco había valor para arrancarse de allí. La fuerza de aquellas imágenes…, no, criaturas, formas dotadas de… formas que eran la forma de la vida o tal vez eran la vida misma y por eso su poder no era un hechizo. Era como un pacto exigido porque había un entendimiento con ellas. Mirarlas hasta ver…, hasta no ver que eran volúmenes de yeso…, hasta no ver el yeso y sí sólo las formas, como si los ojos se cerrasen y sólo se oyera lo que ellas mandaban, la obediencia que exigían, compensando con, gratificando con un placer místico…, una respuesta, un eco corroborador que se alzaba en el fondo, en el último fondo… Porque era como si los pies y las manos, el latido del pecho, el alarido del hambre, el suave y tenso bramido o desperezo de incalculable dilatación, que partía…, no del sexo propiamente dicho, sino de la raigambre —esa inmensidad que se calcula bien cuando se mira un olmo: el innúmero ramaje enterrado, raicillas leves avanzando, penetrando en lo duro— y el despertar del eros se dilata… ¿por las venas?… Sí, también por las venas, pero penetra, conmueve y sacude los ámbitos diamantinos del pensamiento, la piedad, la ternura. Un eco semejante a un voto, a unas nupcias indisolubles… Y todo aquello llega a ser lo cotidiano, lo adoptado y compartido fraternalmente, taller y hogar…
—¿Has observado que de cuando en cuando viene Montero como a vigilar nuestro trabajo, a comprobar nuestros progresos? Pero yo creo que no sólo a eso viene.
—Sí, ya lo he notado. ¿Quiénes son los de su pandilla?
—¿Ves aquel pálido, flaquísimo, y aquel otro que siempre lleva libros y paquetes de bocadillos? Luego se va a comerlos al Parterre, le vi un día. Ésos son los asiduos, los que vienen a dibujar de veras, pero a veces aparecen otros como de paso. Se ve que vienen sólo a encontrarse con él.
—Cuando ésos vienen se reúne el cónclave detrás de la Dama de Elche: yo lo he visto. Están allí un rato cuchicheando y en seguida se disuelven.
—El calor es tan bárbaro que nos disuelve a todos.
—No, a ésos no. Ésos ni se enteran. Ésos pertenecen a ese mundo de donde viene Montero.
—Pero yo he preguntado a doña Laura y asegura que es de Zamora.
—Sea de donde sea, ese aire de extranjero seguramente lo tiene en todas partes. No es que uno piense que no es de aquí, es que piensa que es de un país imaginario: un país que todavía no existe.
—Hoy es el pleno. Me acerqué un poco, hace cinco minutos, haciendo como que miraba el fauno y los vi agitadísimos. Hoy no cuchichean, hoy vociferan.
—Adiós: tengo que irme en seguida. Han venido a buscarme.
—Ah, bueno, adiós, entonces. Hasta luego.
—Hasta luego.
—Ya lo ves, se traen algo entre manos.
—Política. ¿Serán conspiradores? ¿Podrá Montero llevar una bomba en el bolsillo?
—Sí, claro que puede, ¡ésa es la cosa! ¿Tú crees que se puede llevar una bomba en el bolsillo sin que se note?
—No, imposible. Se puede llevar sin que se sepa: sin que nadie sepa lo que lleva, pero tiene que oler. Tiene que difundir terror.
—Y entonces, ¿cómo entiendes que, al mismo tiempo, si llevó siempre la bomba y si la olimos, no le tengamos miedo, le hayamos llamado tantas veces nuestro ángel de la guarda?
—Es verdad. No había pensado nunca, así, claramente, en lo de la bomba, pero el olor a peligro sí que lo había notado, sólo que sentía que era él el que atravesaba un peligro, el que podía… Fíjate, no pensé nunca que fuera a suicidarse, pero sí que iba a tirarse de cabeza a no sé qué…
Tarda el tranvía. Viene al fin por la calle de Alcalá: se diría que cabecea. Tiene un leve movimiento de proa a popa, casi imperceptible y, en cierto modo, aquiescente: en cierto modo sumiso al trole como el perro a la cadena y, como el perro, habituado al paseo cotidiano. Así aparece cuando se le ve venir a lo lejos, luego, una vez dentro, cuando se le comprueba repleto, cansado, herido y desgastado por el tráfago enorme que es su cometido, su empleo o su mandato, por pertenecer a un distrito que viene del Este. Se le diría fámulo de la Aurora y no asistente del gentío fúnebre o sangriento —lutos y flores funerarias o mantones y claveles— cuando se le ve repleto, convertido en recipiente de calor humano que, sólo al arrancar en las paradas, una brisa benévola le cruza, instantánea, y vuelve a seguir cabeceando…, se siente por él esa piedad que inspiran los bichos sujetos al trabajo. Ese sentimiento que lleva a acariciar su testa o sus belfos, como si con eso se pudieran sentir ya recompensados… ¿Se sentirán?… Quién sabe lo que puede distender sus músculos el contacto de una mano humana —de una mano… o más bien, de un humano, el contacto o la corriente que puede alisar sus crines, penetrar su cuero y estremecerle con la aterradora presencia de lo impenetrable y, sin embargo, próximo… Todo esto el cotidiano jumento —aunque grande, pollino por su inelegante casta— que sólo se puede acariciar con la mirada cuando ríos acarrea la enguatada costumbre, el suave edredón de las horas abandonadas a su automático correr…
—¡Fíjate en el periódico que lleva ese hombre! Han matado a alguien en Sarajevo.
—¡De eso hablaban detrás de la Dama de Elche! Oí ese nombre y me pareció atroz. No pude entender nada de lo que decían, aunque hablaban alto, pero todo era tan confuso. Sólo oí claro ese nombre como un desgarrón.
Estamos empezando un capítulo de la Historia. Eso quiere decir que vamos a estar hechos la pascua por tiempo indefinido. Es bastante irritante el dilema, ¿estamos empezando o estamos acabando… qué? Porque hasta en el caso de que lleguemos a una conclusión sobre si la cosa acaba o empieza, siempre quedará una incógnita, la cosa… ¿Qué cosa? Esos trompetazos que nos llegan desde la casa de esa chica —¡qué sabe la pobre criatura!—, esos trompetazos son, para muchos, una promesa, una aurora, una diana. Saltan, cogen las armas y se abren paso como ejército del futuro. Para otros son el fin, el acabóse, lo dijo el más próximo. Nuevo dilema, ¿quién es el que ve más claro, el más próximo o el más lejano?… Nuevo enigma, ¿qué es estar lejos o estar cerca?… Porque estamos en este rincón del mundo que es España y, para remate, estamos aculados en el último rincón de este rincón y no queremos salir de aquí, y no queremos que vengan a fastidiarnos porque cualquier cosa que pase —¡aversión impertérrita a las cosas que pasan!— viene a romper, a desgarrar nuestra proximidad con lo que no pasa. Eso es lo atroz, que le pasen cosas a lo que no pasa, a lo que no queremos que pase… ¿Inmovilismo? No, no: es forzoso que pasen cosas y estamos seguros de que por muchas cosas que pasen, lo que no pase no pasa. Lo irritante es no ver claro… Porque es horrible que descarrile el tren, pero es más horrible que descarrile en el túnel, en medio de la noche. Claro que el que se muere se muere igual de noche que de día, pero el que oye gritar y no sabe adónde acudir… Y vamos a oír gritar de un momento a otro. Acudir, no sé si tendría objeto. Si yo lo supiera no serviría de nada porque la decisión de acudir o no acudir será tomada por las fuerzas más obtusas y quién puede saber adónde acabarán llevándonos. Pero no es ésta la cuestión. Si hay una cuestión que yo pueda plantearme —que yo no pueda menos de plantearme—, es lo de la proximidad. Van a pasar cosas gravísimas: ya están pasando. Las noticias en los periódicos aumentan, los epígrafes cada día vienen en caracteres más grandes, más llamativos. Primero eran insinuaciones, algo así como chismorreos diplomáticos: ahora son noticias de hechos. Y los hechos, cuando nos tocan —porque nos tocan a todos—, es cuando nos parecen lejanos…, porque querríamos ver de cerca los gérmenes, los embriones, los polluelos, los cachorros…, toda la fauna apenas púber del bestiaje que acarrea el presente. Querríamos verlos, saber cómo eran cuando todavía no era inevitable… Y ¿qué? ¿Qué pasó con los que lo vieron? ¿De qué sirvió tanta proximidad?… La proximidad arrastra impurezas. Las mejores cosas, las pasiones, las intimidades más verdaderas arrastran impurezas teóricas. Los anatemas, las sentencias pronunciadas contra esta música —trompetea sin parar, se diría que dobla la esquina, pero es que en la casa de enfrente se refracta y viene aquí su foco, retiembla en los cristales, no es posible olvidarla—, las sentencias eran, teóricamente, impuras. Estaban llenas de pasiones y esas pasiones dejaron allí sus gérmenes, pero teóricamente —prácticamente porque lo que querríamos es que lo teórico fuese práctico, practicable, y no lo fue. ¿Qué quedó de todo aquello? Una disputa feroz que se guardará en los archivos, en los anaqueles de bibliotecas y colecciones valiosas y, mientras tanto, ¿qué? Mientras tanto llegan los hechos y los otros, los que quedan al margen de lo teórico, que es para quiénes estaba teorizado lo teórico, pero que siguieron sin oírlo —que no es lo mismo que desoírlo, no es lo mismo que negarlo o rebatirlo—, siguieron sin oírlo porque estaban en otras cosas que sonaban menos. Estaban en su vida, absortos en ella, en sus pasiones, sin asumir las pasiones premonitorias, arrastrados por sus pasiones triviales y reales, ¡eso es, reales! —lo que no significa verdaderas—. Reales porque, poderosas, perentorias, son capaces de ser. Eso es: de ser es de lo que se trata y éstos que se zambullen en el presente, son tanto, tan realmente son que la mitad de ellos van a dejar de ser en la contienda. Sólo los que lo vemos desde lejos lo vemos puramente, inconsolablemente. Y no es que deploremos nuestro alejamiento, no. Reconocemos que nuestra posición es la mejor, ¿deploramos que nuestra posición sea la mejor? No, lo que deploramos es que, con la posición más ventajosa, no hagamos… ¿Qué es lo que tendríamos que hacer? Es una pregunta estúpida porque si hubiera algo que hacer no estaríamos tan angustiados —aunque supiéramos que no era posible hacerlo—, no estaríamos en el túnel. Claro que el túnel no es más que la imposibilidad, la impotencia humana, de día o de noche. Y cuando uno la ha atravesado, cuando ha pasado el túnel, no le quedan más que dos salidas: la de la amargura —no la calle de la Amargura, ésta está dentro del túnel—, la salida amarga, la del pesimismo sistematizado, teorizado y envasado en seductores recipientes teóricos o la salida que no es salida. La del que sale desnudo de sí mismo, es decir que no sale: ha dejado el sí mismo allí dentro y sale, no como fantasma, no, simplemente, sale. Lo que sale es algo que parece ser liberado —¡qué disparate, qué manía ésta de la liberación! Lo que sale es lo eternamente encadenado. El que sale va en ello fuera de sí. Sin olvidarse, ¡eso nunca!, todo menos olvidar. El que ya no es sí mismo, pero se siente poderosamente, fatalmente —podría decir triunfalmente, siempre que lo triunfal correspondiese a la cadena, no al sí mismo fatalmente encadenado porque pertenece a la casta menos libre y más liberadora, a la casta destinada fatalmente a teorizar y envasar liberación, la especie… Gritan la última noticia… Un viejo cojo, cargado con su fajo de periódicos, conserva, es cierto, una voz potente, ha hecho callar a los trompetazos. ¿O será que había terminado el disco? Tal vez estábamos ya en silencio y no me daba cuenta porque los trompetazos sobrepasan toda realidad. A veces la simple forma de algo material, una forma geométrica, tiene una voz, una significación inmensa, inmensurable. El disco gira y los trompetazos —el sentido, el espíritu de los trompetazos— va en la fuerza centrífuga y llena el mundo. Pero pasa el cojo de los periódicos y escuchamos su grito insistente mientras va alejándose. No corro escaleras abajo, no, ya me lo traerán. Por el grito me entero de lo único que importa: la cosa, la detestable cosa marcha, no retrocede. No le sale al camino el ángel de Balaam. ¡Qué estupendas historias se inventó aquel pueblo! —«Cuando era un pueblo», dijo alguien—, un tipejo, que tal vez fuese como el cojo que vocea, iba porque alguien le llamaba… «Ven y maldícemelos»… ¡Era un encarguito! Ahora querríamos salirles al camino, querríamos hacer rebuznar a alguien para causarles espanto, para detenerles en su estúpida, infame, inútil, vana, humanamente nula empresa, pero ¿quién puede hacerse oír? Los tanques no rebuznan, no se ponen en dos patas ante una visión resplandeciente… Nosotros, los liberadores, hemos eliminado, hemos excluido del programa las visiones resplandecientes y hemos hecho —no me excluyo, no estamos libres de culpa los que trabajamos sólo con papel, nosotros somos todos los que hacemos algo, tanques, entre otras cosas— hemos hecho esto que está pasando y todo lo que va a pasar y ¿lo deploramos? Sí. ¿Lo detestamos? No, no podemos detestarlo o, aun detestándolo, no podemos negarlo, no podemos negarnos a ello. Oímos su horrible diana y nos ponemos en pie, salimos del adormecimiento… y nos cruzamos de brazos porque ¿sentimos que no nos incumbe? No, todo nos incumbe a los que pertenecemos a esta casta de los liberadores. Pero por el hecho de sentir este… ¿qué? ¿Drama, desbarajuste, delito de lesa humanidad, consecuencia, poso, sedimento bien aquilatado de humanidad? por sentirlo tan próximo que nos quita el aliento, es precisamente por lo que nos sentimos tan lejanos, provincianos, peninsulares, que es como ser ciudadanos de un jirón, de un pingajo geográfico… Aparece la idea geográfica como confinamiento. Eso es sentirse extraño porque se está al margen. Y querer ver su extrañamiento y oír los decires del vulgo… Porque todo está en lo patente que se ha hecho lo geográfico. Desapareció la hiperbólica extensión sin puesta de sol y cogieron la escoba… Unos cuantos, de los de la casta. Otros, más provincianos todavía —provincianos irredentos—, arrastramos nuestro rincón, llevamos a cuestas nuestra madriguera. Salimos a dar un paseo y miramos las góndolas, las catedrales, los bulevares con sus cenáculos, sus núcleos de presente… y no entramos, no ingresamos, seguimos con la querencia de nuestros… No me atrevo a decir, ni siquiera pensando, nuestros amores porque es demasiado sagrado el tema para someterlo al análisis… Someterlo ¿es profanarlo o es darle, en holocausto, nuestra razón viviente, inmortal…? ¡Ahí está!, podemos despedazarla a sus pies: su sangre —porque, eso sí, sangra— no mancha. Nuestros amores relegaban al mundo a un segundo plano: todo era fondo, fondo desvaído, ornamental, ambiental de la única forma que era la vida. Y nos volvimos a nuestra madriguera tan provincianos como habíamos salido y elegimos con obstinación —¿o con cobardía, con encastillamiento, ¡son tan bellos los castillos!, y es tan fácil vivir a su sombra? ¿Con qué?… ¿Quién puede saberlo?—, con algo que parecía modestia, sencillez. La provincia, la cátedra fácilmente alcanzable, la casa más que fácilmente embellecible, como es natural la belleza en un ser impúber o la belleza que dimana de la belleza… Todo era bellamente natural para los que vivíamos arrinconados, saboreando nuestros recuerdos porque las experiencias vividas —las de lo que creíamos no haber experimentado, ¿creíamos? Puede que estuviéramos en lo cierto— se presentaban con derecho propio, se hacían fidedignas y no nos sentíamos desertores, no nos sentíamos ociosos. Nos parecía que habíamos trabajado con los cuatro o cinco que habían arrimado el hombro —cuatro o cinco nombres, cuatro o cinco hombres sacudidos por la verdad geográfica, asistiendo al alumbramiento del siglo. Alumbrándolo ellos —todavía colean algunos. Y los demás, los que vamos a la zaga, aunque ya no seamos zagales… Los que pertenecemos a la casta, a la especie zoológica —o será a la especie lógica, de nuestros logos didácticos—, los que hemos nacido maestros, vocacionalmente, irremisiblemente maestros porque fuera de eso en que hemos nacido somos peces en la arena… Y nos convulsionamos, boqueamos pidiendo auxilio, pero no se lo pedimos a nadie: el único alguien que nos lo podría dar está en nosotros mismos, pero no sabemos dónde está, no sabemos dónde lo hemos dejado. Estamos seguros de no haberlo dejado o abandonado, pero ¿dónde se quedó? Tan difícil es distinguirlo que dudamos de su existencia pretérita y ello —aquello, inaprehensible cuando estaba siendo— se nos aparece como ectoplasma, tiene la dureza, la materialidad del presente y nos desafía con ella. Nos reprocha, con insultos despiadados, que le hubiéramos dejado pasar —pasaba cuando pasábamos por él, cuando íbamos de paso— y, ahora que es nuestro pasado, se nos muestra neto de formas, exento como un poliedro bien expuesto a la luz —un poliedro que habla, ¡Despierta, anímate, ahora puedes cogerme, puedes confeccionar algo con mi residuo positivo!—. Pero no hay que hacerse ilusiones esto no es el resultado de un esfuerzo o decisión propios: es una especie de vergüenza, un sentimiento de disculpa. No el sentimiento de una falta o transgresión a leyes…, no, es una especie de pudor ante los achares que nos da la fe desasistida… El rubor sube a la conciencia cuando se oyen esas voces por la escalera… Llegan las chicas y van piando al cuarto de mi hermana —la casta, la especie biológica, pródiga en ella infinitamente—. El presente, como una pollada hambrienta, abriendo la boca, con la desfachatez de la adolescencia, afirmando, «Esto es lo que nos gusta. Esto es lo maravilloso. Éste es nuestro camino»… Y aquí, lejos de la cátedra —la cátedra no es nada si uno no la ha hecho apacentando el hato de una generación—, aquí estoy lejos porque la he cambiado, como se cambia el empleo en un banco, y me reduzco a esta escuela de párvulos, de párvulas mujercillas —¿Qué hatos pastorearán? ¿Qué recentales parirán?—, porque, que parirán es lo único seguro… Y los recentales mamarán estas visiones que ya hace tiempo vi brotar como verdura de las eras. Y, en efecto, como verdura rebrota en estas praderas fertilizables. Y ¿qué puedo decirles? Se ve en sus ojos, en sus parpadeos admirativos ante una imagen, ante un nombre. Se ve su estado de celo, de brama porque están en la hora genesíaca. Ellas se lo tragan todo —no sé qué bicho elemental es el que se fecunda por la boca, como la mente: fértil en razón directa de su hambre—, ellas rechazarían toda droga teórica contraria a su apetito. Y su apetito inspira respeto. ¿Tiene un maestro derecho a respetar? Dicen que tiene obligación…, eso es lo que dicen. Y ¿si el respeto es timidez, cobardía, hablando en plata? Si es indecisión o confusión —no mental ni sentimental: pasional es el asunto, porque la confusión es el efecto de la pugna, del atropellamiento— si la indecisión es inhibición, pasmo ante estos brotes demasiado tiernos, demasiado caprichosos como giros imprevisibles de la veleta, como lluvia con sol —su naturaleza misma, su vulnerabilidad, su feminidad, en fin. Y, en todo caso, su juventud, un retal o muestra de la juventud… Pero si la inhibición acaece ¡también! en casos más graves… Mucho más graves por afectar o por formar parte del ámbito profesoral, vocacional… Por producirse como una extrasístole —un golpe que causa terror, que es la presencia del terror— el golpe, breve, tiene fuerza para detener lo permanente, para cortar el ritmo de lo que venía fluyendo por el cauce cotidiano de la discusión cooperadora, por afectar a la discusión con el discípulo… No se trata aquí de oscuridad ni confusión, sino sólo de aprensión, miedo de tocar la membrana delicadísima de un embrión, ¡tan frágil, tan impenetrable su fórmula!… Si en la hora de la comunión cotidiana se plantea —sin ocultación, sin tergiversación ni atenuantes— la existencia de otra eucaristía engullida con avidez integral… y se discute y no se rechaza porque hay vínculos —la matriz de la obra humana admite, acoge, alberga todo semen, conserva toda huella, como aquella yegua-cebra que cita Darwin— y no se rechazan sus productos porque el instinto paternal… El instinto paternal no es benevolencia ni condescendencia, ni transigencia, sino patencia de paternidad… El instinto paternal se reconoce en todo, se siente responsable de todo: de la primera palabra pronunciada sobre la tierra… Y, con la seguridad del instinto, con la pretensión de eternidad con que se dispara lo que quiere ser, quiere seguir velando, conduciendo o rigiendo las palabras que aún quedan por pronunciar y no se resigna a las controversias que no quedan zanjadas… porque no está claro: nada está claro… No sabemos lo que hay en eso que vemos como embrionario, como esquema o esqueleto… o raíz o ramaje que va a crecer: que tiene que crecer porque tiene de qué, pero no sabemos lo que pasaría si podásemos… En primer lugar, ¿quién puede creerse con poderes para podar algo?… Es más firme, más fehaciente el acto del que echa su semilla…, mucho más firme que el de los que creen segar la mala hierba… Los que lo creen no titubean: lo grave es temiendo, querer ir sobre seguro y no por cautela, no. Por anhelar la realidad palpable que se experimenta en los hijos de la carne. Ahí no hay más ni menos: son, están ahí. La verdad de su fórmula, en cuanto a la sangre, es evidente… Es la otra progenie, la que engendramos pluralmente todos y desde siempre… La que no podemos repudiar, aunque su fisonomía, su gesto, su signo sea medroso: aunque resulten oscuros y no se dejen ver la cara como el que busca…, la quijada, tal vez… Pero no podemos repudiarlos, aunque temamos que su signo o su sombra recaiga sobre los hijos de la carne… No, no, no ¡sobre todo! porque tememos que éstos, los indiscutibles, un día nos… Pasa el cojo, voceando…
DECLARACIÓN DE GUERRA DE ALEMANIA
A RUSIA
MOVILIZACIÓN GENERAL EN FRANCIA
La voz del dolor humano… La voz humana relatando, no gritando, como en el dolor: informando, imponiéndose como eco de la realidad… Pero eco impasible, como el frontón que devuelve la pelota: no hay por qué darle el nombre de la ninfa enamorada que lleva siglos cantando y nos ha enseñado a amar sin recompensa, la Gloria, por ejemplo… La Gloria ¿cuánto da, en amor, por una vida pignorada?… Los valores suben y bajan: hubo algún tiempo en que estuvieron altísimos los de la Gloria: se cotizaban en las canciones escolares, zarzueleras… «Cambiando eterna vida por la existencia ruin»… Sí, sí, ése era su valor, pero la economía no es estable: ahora es otra canción. El eco de la realidad no canta, informa. Se sabe inmediatamente, exactamente, sin idealización alguna lo que pasa. Sin idealización, pero no sin ideas ni ideales, ¡todo lo contrario!… Decantaciones de la sabiduría secular, condensaciones del espíritu, violentas como corrientes oceánicas se aprestan a combatir unas con otras… Imposible saber dónde acabarán formando su maelstrom… Pero mientras tanto, el eco de la realidad inarmónico, modulando noticias, partes —¡esto es lo atroz!, sus voces son siempre partes, siempre parciales, casi siempre partidistas, nunca conferidoras de la visión total en extensión o, más importante, más vitalmente importante, en profundidad—. El eco de la realidad llega e informa: unos lo entienden, otros creen entenderlo, otros lo ignoran pero lo viven y en éstos se crean, si no mitos —demasiado débiles en amor pata dar formas a los barruntos de su olfato—, se crean climas, ámbitos de tinieblas en los que la luz parece hacerse cómplice y cargar con toda la culpa. Éstos viven bajo la luz de lo que oyen, pasivos. Indiferentes no, sometidos, padecientes, sufriendo el mal tiempo bajo el sol radiante, atravesando el solsticio de agosto como un nublado. El cielo es puro añil, pero se vive la oscuridad, la sombra amenazante porque, como es cosa lejana, es difícil juzgar sus dimensiones. Sólo se sabe que puede crecer, pero ¿hasta dónde?… Esta pregunta es la forma que toma la sombra en la mente de Antonia, el nublado bajo la tronera achicharrada por el sol… En el tercer piso un cuchicheo, como en los tiempos lejanos en que la tricoteuse surtía de botincitos… Los años no han hecho parar a las agujas, que se besuquean como palomas, pico con pico… Secularmente, la mujer sin máquinas abrigó cuerpos —valdría la pena calcular las vueltas de las agujas finísimas que cubrieron con calzas las piernas masculinas para ir a luchar con el turco o con el indio americano, los estupendos muslos de los italianos renacentistas con envolturas multicolores, las tristes calzas de don Quijote, y las de «El conde don Peranzules, el de las calzas azules»… Millones de calzas tejieron las calceteras con aguas finísimas y luego, cuando las máquinas acapararon la producción de medias calzas o calcetas —quedando en medias y calcetines, cambio de género en el diminutivo—, ya no se unió a la imagen de la calcetera la de la hilandera, siguió sola la tricoteuse, laborando con su comadre o su vecina —vecinas es el título de las que quedan próximas, morando en el hogar—. No habría tricoteadoras entre las hetairas de Safo, allí se hilaba la plural teoría denominada Música… Se hilaba también en la pastoral Judea y el telar tramaba hilos tensos. Fue más tardío el entretejido de minúsculas lazadas que se enganchan unas en otras, en una serie de broches encadenados que van de derecha a izquierda y de izquierda a derecha y siguen enganchándose hasta cubrir espacios, formar paños elásticos que abrigan y protegen los cuerpos… Todo esto fue siempre lo que hicieron ellas, mientras ellos… Es en las horas culminantes, en la crisis de la historia humana, sin redundancia, en las crisis en que nos hiere lo humano de la Historia, cuando temblamos por ella, querríamos palpar su pulso, tocar la fiebre de su frente. Es de esas horas cuando vemos su vejez y vienen a la mente todos sus desmanes y fechorías, todas sus bellezas y sus crímenes: todo lo que quisiéramos que no hubiera sido, pero que desde su haber sido, sigue instándonos a desentrañar su por qué… Las tricoteuses no meditan, comadrean, es su misión. En el cuarto de Eulalia, echada la persiana verde para defender a los tiestos —sólo el geranio inmune a la sequía—, las viejas vecinas tejiendo, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha… Manolita, tal vez tendiendo a la derecha sus noticias. El científico conservando el culto de la Alemania que conoció: Romanticismo, Idealismo… Eulalia concordando con el poeta —mote, en el modo de ser dicho—, concordando por no poder menos, porque también habría sido la posición de el maestro. Siempre, en aquella casa, se había tenido como numen sagrado la Libertad, siempre bajo la melodía del arte estaba el contrapunto de La Marsellesa… El nublado era entre ellas indecisión, casi sospecha, pero no de ellas mismas —inermes, al margen de todo—, sino una sospecha apenas formulada sobre el crédito que podían dar a los valores señalados por los viejos grandes hombres… La persiana verde no atenuaba el nublado… Y en el segundo, aquel piso sobre el que se había saltado por considerarlo extraño, con la árida extrañeza de lo que no inspira curiosidad, de lo que se llama extraño aunque se saben todos sus tópicos y triquiñuelas, sus estrictas ordenanzas, que no suelen atravesarse con el camino que sigue paralelo al suyo. El camino de los intelectuales, de los maestros, artistas, los científicos creadores…, de los que no van por una senda estrecha, sino que la suya se dilata por toda la tierra y son ellos —los de la espada, por darles una bella designación— los que la desenvainan por las palabras que los otros pronunciaron, crearon, entronizaron… En aquel piso el nublado era tormentoso. Había quien admiraba el casco prusiano, había quien odiaba al francés invasor, combatido y vencido poco tiempo atrás, había quien, sin embargo, amaba la bella libertad del placer que venía de Francia y además, se sabía que Alfonso XIII no era hostil a los aliados… En el primer piso todo era armonía, por lo tanto, todo era melancolía, temor, piedad, alguna vaga esperanza. El nublado no perdía la transparencia de la hora de la siesta con los postigos entornados y el moscón frecuente, pertinaz, empeñado en romper con su zumbido el lujo del silencio… Por la escalera subían y bajaban las chicas, que llevaban su nublado escondido, sin la exterioridad de las discusiones. El nublado parasitaba sus zonas más íntimas, alteraba el tono de su conducta —el tono, no el proceder—, el tono era distinto en los mismos actos. El nublado era una especie de aprensión, de repugnancia a los movimientos bruscos que pueden dañar… Un miedo de dañar y hasta un deseo —como el peso de un suave deber— de acudir con algún leve y disimulado bálsamo a cualquier lejana y disimulada herida…
—¿Todavía estás enfadado?
—Yo no estoy enfadado.
—Ah, ¿no? Pues ¿qué es lo que estás?
—Nada, no estoy nada.
—Lo que estás es tonto de remate. ¿Te enteras? Tonto, eso es lo que estás y siempre lo estuviste. ¡Tonto del bote!…
Y el pequeño insulto hace levantar los ojos de Luis hasta los fríos, duros, cristalinos ojos azules. Y encuentra el gesto que trata de repetir la mueca burlona, pero en los ojos azules hay una mínima dilatación de cordialidad —ternura sería demasiado—, hay una especie de reanudación, algo así como si la vida pudiera continuar. Y el insulto banal, popular, juguetón… es una palabra más que dulce: es un contacto profundo… La calle misma lleva su nublado, que se adensa cada vez que pasa el cojo. Se acumulan las noticias todavía demasiado en prólogo o introducción de lo que no va a retroceder… Sigue el nublado en el cruce de las dos calles y Wagner sigue tonante, pero Schubert calla: el violinista corrió al toque de diana… Se agrava en el primer piso la tormenta porque los hechos lejanos afectan, de pronto, a lo próximo. Hay un desgarramiento que aunque presentido, aunque sabido inevitable, al hacerse evidente provoca el forcejeo inútil y acaba imponiéndose lo que tenía que ser. No es una despedida, es una conclusión. El que es consecuente consigo mismo, se va consigo mismo. El maestro se queda, no batido por las ideas, sino por los hechos y el discípulo se va, saliendo del nublado, dejándolo allí, como si el único medio de desafiar la tormenta fuese asumirla: ser tormenta, llenarse de tormenta. Por primera vez la mirada no era vacía: la decisión que la llenaba la hacía parecer ciega, ciega de decisión. Y después de la discusión tuvo que llegar la despedida, como una concesión difícil de aceptar, pero… Laura, en el fondo de su alma, buscando algo con qué sustituir el inmenso deseo de santiguarle, buscándolo sin encontrarlo y, por lo tanto, besándole en cada mejilla como si fuese de excursión, aparentemente, como si fuese de excursión… Y echó escaleras arriba y Antonia le abrazó también, sin buscar nada, «¡Que tenga suerte, hijo mío! ¡Que Dios le bendiga!»… Y corrieron los cuatro al portal: en un coche le esperaba un amigo. Abrazó al portero y, de un modo abrupto, con cada brazo agarrada una de las chicas y atraídas las dos en racimo, abrazadas con fuerza… «¡Adiós, camaradas!»… Ramón le abrazó ya en el estribo, largamente y arrancó el coche… Los tres en el portal se quedaron pensando qué otra cosa podrían hacer que no fuese subir la escalera: no había otra cosa. Ramón llevaba el gesto ambiguo del que ha echado al alto la moneda sin apostar. ¡Quién sabe de qué lado caerá! Quién sabe si algún día se apostará por la cara o por la cruz… ¿Quién sabe? Saber algo, saberlo de verdad es mucho más difícil que aprobar dos cursos en uno.
—¿Por qué nos habrá llamado camaradas, cuando siempre se ha hartado de llamarnos decadentes?
—Precisamente por eso: para borrarlo, para que no tengáis mal recuerdo de él.
—Sí, eso es. Yo lo sentí así y se me pasó por la cabeza decirle ¿Puede haber camaradas decadentes? Pero me lo tragué.
—Bien hecho, no era oportuno. Decadentes o no, se ha portado con vosotras en camarada. Os ha pilotado hacia vuestra carrera artística.
—Tómalo a broma, pero es bien cierto que nos ha enseñado mucho. Más que la escuela, donde van los chicos de bachillerato. Al casón van los artistas, los que lo toman en serio.
—Pero si no lo tomo a broma. Yo sé muy bien lo que piensa de vosotras. ¡Os conoce!… Por eso se ha abstenido de iniciaros en lo de la camaradería-llamémoslo así. ¿Nunca os hizo insinuaciones, verdad?
—Nunca, jamás.
—Le habrá costado trabajo dejaros vírgenes —en eso, digo: no sé si lo sois en lo otro.
—¡A ti qué te importa!
—No he dicho que me importe: lo he dejado como suposición.
—Y ¿qué es lo que piensa de nosotras, si se puede saber?
—Oh, no es fácil. Tendría que hablar durante horas. A no ser que os diese una definición sintética.
—Dánosla. A ver, ¿qué es lo sintético? Siéntate en ese escalón.
—Bueno, pues dice —o decirnos, porque en eso estamos completamente de acuerdo. Tanto que no sé a cuál de los dos pertenece la fórmula.
—¡Desembucha…! Aunque hayáis puesto por los suelos todos nuestros talentos.
—Nada de talentos: he dicho que es algo sintético porque es total, definitivo… Hemos sacado en consecuencia que sois estetas, tetas, tetas…
—¡Cretino!
—¡Idiota!
—¿Cómo cretino? ¿Os ha parecido un chiste verde? ¡Eso sí que es cretinada! No habéis pescado la teoría formidable que acabo de regalaros.
—¡Atiza, era un regalo! Y ¿cómo hay que usarlo?
—Os la podría explicar, pero no, no vais a comprender. Para comprender algo hay que haberlo adivinado primero y vosotras, como vivís dedicadas a eso de la estética, de la estética… ¿Os dais cuenta o es que sois completamente tontas?
—Pues debe ser porque del todo… ¿Tú has entendido?
—Del todo, no.
—No entendéis porque os dan miedo las palabras: no sabéis jugar con ellas. No sabéis jugar con las cosas serias… Bueno, puede que entendieseis algún juego serio de esos que hacen con las etimologías, pero esto es otra cosa. Es como cuando dices una palabra y guiñas un poco el ojo o haces un movimiento… Entonces ves la cosa en traje de casa.
—Ya, vamos, la vulgarizas.
—¡No!, no la vulgarizo: me acerco a ella, la miro por los cuatro costados. ¿Os parece que me acerco demasiado? ¿Os parece que acercarse es indecente, es picaresco, es verde?… Eso es lo que no se os puede quitar de la cabeza… He cometido la tontería de hablaros como se habla entre hombres.
—¡Recontra!, no hay quien te entienda. Quieres que no nos parezca indecente y dices que nos hablas como se habla entre hombres…
—Pero no todo lo que hablan los hombres es indecente. Primero habría que saber qué es lo que es de verdad indecente. Vulgar, ya es más fácil saberlo. Y lo que he querido ha sido bromear con la cosa, poner de relieve eso… sus relieves, sus encantos…
—¡Francamente!
—¿Francamente? Si lo pensaras francamente lo entenderías. Por ejemplo, si os hubiera dicho como definición, «Hemos sacado en consecuencia que sois mujeres»… os habría resultado desagradable, pero no incorrecto. Y en cambio, ese modo de decirlo que es mucho más sugestivo… ¡No servís! No servís para camaradas ni de aquello ni de otra cosa. Pero eso no os lo ha dicho hasta la despedida, para que no le quedase tiempo de comprobarlo.
—Eso lo dejó a tu cargo, ¿no?…
—Bueno, es lo que me corresponde. Yo no os trato con miramientos porque tengo vuestros mismos años: vamos a tener que jugar a las mismas cosas. De ahí salió todo.
—¿Qué es lo que salió?
—La definición. Hemos hablado tanto de lo que nos espera a todos. De lo que nos espera a todos en general y además de lo que a cada uno le peta… No es que haya querido llevarme a mí a su terreno: no lo ha intentado nunca —no os aseguro que no lo haya deseado— pero si uno le cuenta a otro una historia amorosa en la que está metido, no es para hacerle participar… La comparación no sirve, ya lo sé, pero ésa es la impresión que yo tuve siempre.
—Siempre, ¿desde cuándo, porque le conoces desde los cinco años?
—Claro que sí, pero a un chico de cinco años nadie le habla de sus amores. Y lo probable es que cuando yo tenía cinco años él no tuviera todavía ese amor. No, claro, ahora lo voy recordando: yo no lo supe por confidencia suya, yo empecé a oler que se traía algo entre manos que a mi padre no le gustaba. Igual, completamente igual que cuando a un chico le pescan con una novia que no le conviene. Y luego, como yo estaba siempre pendiente de lo que hablaban entre ellos y como ya iba entendiéndolos —desde antes de los cinco años ya les entendía— empezó a darme explicaciones para que no me pareciera tan mal su elección.
—Y a ti ¿qué te parecía?
—Pues no me parecía mal. Pero lo más raro es que a mí no me extrañaba que, estando tan unido a mi padre, habiendo sido formado por él desde chico, hubiera ido a parar allí.
—Sí que es raro.
—Pero no es que yo no viese las diferencias: las veía incompatibles y, sin embargo, no me extrañaba que hubiese ido a parar allí… Ahora, últimamente, hablábamos sobre todo de adónde iremos a parar. La cosa salió de uno de esos vaticinios que hacíamos. A veces hablábamos de vosotras y hacíamos suposiciones. Si llega tal ocasión, ¿qué papel representarán las estetas? ¿Qué resoluciones tomarán? ¿Para qué servirán las es-tetitas? ¿Os dais cuenta? Las es-tetitas…, ¿no es graciosa la palabra? Luego fuimos ampliándola y la teoría resultó inagotable.
—¡Mira que ricos!
—No creíamos que os interesásemos tanto.
—Nos interesáis porque existís. No somos de los que se saltan una página y siguen leyendo. Ampliamos la teoría un día que os encontró dibujando la amazona. Fue precisamente el día que él había tomado la decisión de irse allá. Las noticias eran atroces: ya habían invadido Bélgica. Fue el siete la defensa de Lieja… Vosotras no os enterabais de nada. ¿Os dais cuenta? Lo que debe ser eso en una ciudad, las que habrán tenido que coger el fusil, sin cortarse nada. Y los periódicos asegurando que España seguirá neutral… Sí, sí, ya veremos… Ya veréis si podéis seguir en la higuera…
—Pero para no estar en la higuera ¿hay que cortarse algo?
—¡Claro! ¡Naturalmente! ¿O no entendéis que tenéis que cortaros dentro de la cabeza todo lo que os estorba el movimiento? ¿No comprendéis que eso quiere decir pasar por el aro: ser otras, pensar de otro modo, hablar de otro modo?
—Bueno, nos apabulló la teoría. No tenemos por dónde salir, como no nos eches una mano… Pero con todo lo inteligente que eres, eres tan burro que…
—¡Silencio!… Alguien grita por la escalera…
El nublado está encima de todo Madrid: el sol se ha comido todo el verde, lo ha calcinado todo. Las hojas que se mantienen en los árboles blanquean, empolvadas. Los tranvías suenan más ásperos, como si mascasen tierra con las ruedas. Hay que seguir, sin embargo. Ha llegado septiembre, hay que afrontar el examen de ingreso. Pero la distancia desde la plaza de la Independencia hasta el Casón ha crecido, ¡imposible emprender el camino! No hay dónde guarecerse en la acera de la derecha, no hay un palmo de sombra. No hay fuerzas para avanzar ni para hablar: sólo, al fin, para comentar.
—Tengo una sed horrible. ¿Tú no?
—Sí, claro. Vamos a beber agua. La de la tinaja esa de la fuente egipcia es muy buena.
La idea del agua no quita la sed, pero la aligera: quita la pesadez del desánimo que produce la sed cuando no se sabe cómo calmarla. Ahora la idea del agua, el recuerdo del caño a poca altura, saliendo con fuerza el chorro como una columnata de cristal que sale recta y se curva en seguida tomando la curva perfecta que le da su peso, la fuerza que vence su consistencia. No cae desparramada al borde del caño: sale derecha, unida en sí misma y por sí misma se desmaya, se curva hacia la tierra. La idea de aplicar los labios a la columnata cristalina, que se esparcirá en gotas por toda la cara, da fuerzas para cruzar el jardín, para llegar al estanque dominado ahora por el horrible monumento que ha dejado en gran extensión las huellas de la obra de albañilería, de marmolistería, fúnebre, sin solemnidad. La luz reverbera en su blancura, deslumbra, pero hay algo de sombra alrededor de la fuente y el agua es deliciosa, fresca en el justo grado en que se la puede aguantar indefinidamente. Beber más de lo necesario, dejarla golpear en la nariz, resbalar por los párpados. Ahora, sin sed, con el pelo mojado chorreando en los hombros, se puede andar sin rumbo por el Retiro, dejar los grandes paseos, ir por ciertas umbrías pobladas de tórtolas y escuchar su canto o su llanto. Su llamada, arrullo amoroso, envolvente. La tórtola fiel ata a su amante con su arrullo como con una telaraña. El gemido capcioso lo llena todo, se difunde como una neblina de tristeza… Cerca se insinúa una pradera, el césped verdea en un breve plano inclinado hacia el agua. Hay un pequeño estanque, más bien dilatación de un arroyo que da media vuelta y deja en su curva una especie de península. Algo más se ha mantenido allí el verde, tal vez debido a la asiduidad de algún guarda. La manga, enroscada junto a la boca de riego, se ve que trabaja a diario. Hay en el extremo de la península, casi al borde del agua, una estatua.
—¿Qué será? No tiene ninguna leyenda ni se ve la firma del autor.
—La firma no se distinguiría desde aquí, pero en el pedestal debían haber puesto lo que representa. ¿Qué personaje antiguo podrá ser?
—No creo que represente a ningún personaje real ni tampoco de la mitología. Representa algo así como un sentimiento, algo grande. Yo creo que representa la Tragedia.
—¡Exacto! Fíjate en la mano derecha que sujeta el manto. Fíjate, cómo lo agarra, con qué fuerza.
—Y la otra mano que se lleva hacia la sien… Es exactamente el movimiento del que se echa las marcos a la cabeza. No se puede decir de otro modo, no puede estar más claro.
—Esa ligera inclinación, como si estuviese viendo algo caído en el estanque. Llora por algo caído, perdido…
—Y, ¿qué significará eso de que tenga el manto sujeto a la cintura y el torso desnudo? No sé qué indumentaria querrá representar.
—No es cosa de indumentaria: está así, con el pecho descubierto para que se le vea el sufrimiento mejor que en la cara. Está llorando con todo el cuerpo, parece que se le van a caer las tetitas con las lágrimas.
—¡Ya lo has adoptado! Para que no diga Ramón que te asustas. ¡Vamos a tener que oír cada cosa! El camarada este no tiene pelos en la lengua. ¡Qué diferencia de Montero!
—Es que Montero es una sensitiva. ¿Recuerdas el día que me decidí a llamarle Máximo? Lo rechazó furioso. «Nunca toleré mi nombre: es una exageración». A lo que don Manuel añadió, «No le va a un santo anacoreta, como tú». ¡Se amoscó!…
—Porque es verdad. Se le nota que más que un chico bien educado, es un niño que iba a misa con su mamá. Sólo que luego le ha entrado esa ventolera… Es cosa de libros y sin embargo en él parece una pasión. Ramón está en lo cierto.
—A ése los libros no se le suben a la cabeza: en ése todo es matemático, aunque no se ocupe de números.
—Bueno, y ¿qué te parece lo que piensan de nosotras?
—Y lo que nosotras pensamos de nosotras ¿qué te parece?
—Lo que me parece es que vamos a tener que ponernos a pensar en la teoría. Tendremos que cortarnos muchas cosas… Lo dijo con esa intención, como dicen de la calumnia, «Calumnia, que algo queda», porque la calumnia va de unos en otros y nadie sabe lo que hay de verdad. Con la famosa teoría nos queda dentro eso mismo, ¿qué habrá de verdad?
—Eso es, eso es lo que tenemos que acabar por saber…
No llegaron a saberlo, por más que pensaron mientras fue cayendo la tarde. Pasaron mucho tiempo en silencio, pero no bastante tiempo, no bastantes años, no los suficientes para saber algo. Cuando ya no se veía más que la estatua con su actitud violenta, con su mano en alto, como el que quiere arrancarse los pelos, se volvieron a casa.