¡Tener que elegir! Parece tonto tener que elegir cuando le gustan a uno dos cosas, que no sé, nadie puede saber si son dos cosas o si es la misma, o si son dos que salen de una tercera o ¡quién puede saber!… Pero sin embargo, habrá que elegir porque… no sólo porque las fuerzas y el tiempo no den para abarcar las dos —hay tanta crítica, tanta caricatura, «Pintor entre los médicos, médico entre los pintores»… Lo he oído decir de un señor muy respetable y me ha parecido una frase malévola, pero acaso no… acaso sea la verdad, la triste verdad. Sí, debe de serlo: cuanto más verdad me parece, más triste me parece también. Hay que elegir, pero antes de elegir hay que entender, hay que saber en qué consiste el parecido… No, no se trata de parecido. Lo que yo quiero saber es qué es lo que es lo mismo. ¡Ahí está!, qué es lo que es lo mismo… Yo sé que es lo mismo, pero no sé por qué… Me devano los sesos y no saco nada en limpio. Yo creo que el día que estuve más cerca de comprender algo fue el que me puse a pensar por qué me gusta más la escultura que la pintura. Acabé decidiendo que es porque en la pintura entran otras muchas cosas, entran otras cosas y a mí me interesa una sola cosa, los cuerpos: así, como se dice, el cuerpo humano… No me interesan los trajes, los terciopelos… Bueno, es idiota decir que no me interesan: me interesa todo, me gusta todo —todo lo que es para gustar—, pero la otra cosa no es que me guste; es que es la cosa que me gusta, la cosa que quiero, la cosa que quiero para mí. Si uno se dedica a una cosa, ¿es que quiere la cosa para sí mismo o es que se quiere a sí mismo para la cosa? Quiere uno casarse con la cosa, zambullirse en la cosa… Pero tampoco es esto exactamente porque no es que quiera uno estar metido en ella, como si se tratara de pasarlo bien, no… Uno quiere hacer algo, algo así como poner lo que falta, lo que le falta a la cosa: eso es, hacer lo que hace falta… Si me empeño en esto ya sé adónde me inclino, pero no puedo conformarme, no puedo decidirme porque hay lo otro, lo que no necesita nada… Eso soy yo quien lo necesita. Pero ¡Señor!, ¿qué es lo que necesito, si a ello, a lo que miro hasta atolondrarme no se le puede añadir un grano de arena?… Esas formas, esos seres de mármol yo les hablo y me hablan… La Claudina cantaba una romanza preciosa, en francés —mi madre decía que su francés era un horror—, no recuerdo más que una frase que hablaba de un patio en el que los hombres de mármol la llamaban, de noche, tendiéndole los brazos… ¿No es estremecedora esa llamada?… ¡Y es tan verdadera!… A mí me llaman de día, ésa es la diferencia, porque de noche, en un gran patio, será maravilloso ese terror, no es como en el museo o en la escuela donde las cosas del oficio, el olor de la arcilla y el placer de meter las manos en ella y ver cómo salen de las manos las cosas hechas… Claro que el descontento de lo mal que uno lo hace… Pero aunque uno lo haga mal, no desiste porque cuando se piensa en ello, cuando se imagina lo que se puede llegar a hacer… No, yo no me hago ilusiones, pero no estoy dispuesta a prescindir, a dejar de responder a la llamada… ¿Que no estoy dispuesta? Que no puedo, sencillamente. No puedo dejar de responder a todo, a toda cosa en la que se pueda meter las manos. Y no es deseo de mangonear, no, es que esa emoción, ese arrebato que me produce la perfección —la vista o la imaginada— lo sufro por las cosas más increíbles… ¡Por cosas tan diferentes! Y la emoción es la misma. De eso es de lo que estoy segura, ¡es la misma!… es como si eso, la perfección, pudiera, quisiera estar en todo, como si fuera la cúspide de todo… En la cúspide es donde ocurre la confusión, donde las cosas se confunden en la dicha de haber llegado. Lo difícil es saber lo que es la cúspide —es lo que lucha por saber Elena—, lo que es la cosa que puede seducir o subyugar a una mente, a un alma, es decir a una criatura en su integridad primera, cuando la cosa que subyuga se abre en toda su amplitud de irresistible libertad, como si fuese la única libertad posible, la única existente, ininteligible, pero afirmativa como un mandato, como una voz o llamada, como vocación. Entender el drama, el hecho indubitable de la vocación es trance de pubertad porque el eros comienza con la vida, pero avanza calladamente, al mismo paso que ella hasta la estación, hasta la primavera genésica… El trance consiste en la decisión para el acto porque la imagen seductora está velada, no es como en el amor o amorío que una mirada inflama. Es, por el contrario, una mirada en la oscuridad de la propia conciencia, una mirada que busca en la sombra la forma de la voz. Porque la voz puede ser dúplice, puede llamar hacia lo no dudoso, hacia lo que salta a la vista, y la vista se deleita en ello, pero también puede llamar hacia una región tenebrosa, penosa, una región en la que no existe voluptuosidad, sino ansiedad. Ansiedad de lucha, deseo de vencer, de ser invencible en la custodia de aquello que está en la cumbre. Aquello que —piensa Elena, vive, siente, jura Elena— es lo mismo en el poderío de la belleza que en el clamor del dolor, en la piedad. Tal vez sea la piedad lo que es lo mismo, desde aquel tiempo en que la piedad se decantaba en formas, se perfilaba matemáticamente divinizando cuerpos, humanizando dioses. Formas excelsas que compensaban al hombre de ser mortal, que acabaron por traspasarle de angustia y de terror, de desconsuelo por ser mortal, que, al fin, sumiéndose en sí mismas, se invistieron de un silencio como una promesa o una esperanza. Y todo ello, en su duplicidad engañosa, incitante y esquiva, ostentosa, esplendente y soterrada, callada, pudorosa, todo ello en la mente de Elena como una perplejidad, nada más que como una perplejidad. Pero en la nebulosa, en la maraña, en el zarzal de la perplejidad, la voz manda obrar.
—¿Tú crees que voy a saber hacer lo mismo que hago en casa, aquí entre tanta gente? ¿Entre una cantidad de chicas, probablemente antipáticas, y, sobre todo, con la profesora al lado?…
—Vamos, echa a andar. No vas a tener al lado a la profesora: te asignará un puesto y nada más. En cuanto a las chicas…, no las veas.
—Las estoy viendo y todas me miran. ¿Por qué me miran?
—Porque eres nueva: ya se acostumbrarán a verte.
—¡Y la profesora! ¿Te has dado cuenta de cómo le mira a una esa señora? Con los anteojitos puestos en la nariz, mira como un hombre. A mí me desconcierta.
—No hay razón para que te desconciertes: mira así porque es muy inteligente.
—Sí, eso parece, pero ¿qué tiene que ver una cosa con otra? Porque sea muy inteligente…
—Pues sí, por eso… Anda con la oreja: le está dando una luz muy bonita.
—La he elegido yo. Me dio a elegir entre tres o cuatro yesos, todos de hojas o cosas decorativas, y yo preferí la oreja. Me dijo, «Tú eres de las que no se arredran» y me la dio… La oreja emergía de un rectángulo que no tendría más de tres centímetros de espesor. Colgaba de una presilla de alambre, sobre el pupitre. El rectángulo de yeso parecía cortado a cuchillo, como si fuera un trozo de algo vivo. No era plano, tenía unas ondulaciones blandas, carnales, que sugerían una enorme cabeza en la que hubiese estado implantada. Era la oreja de una cabeza gigantesca que, por aquellas ondulaciones muelles, debía de ser una cabeza benévola… Tendría una enorme nariz, una boca —no entreabierta, pero tampoco cerrada—, una de esas bocas en las que los labios, independientes, se dejan ver en toda su redondez, en la perfección de sus curvas, hechas para adaptarse el uno al otro… Isabel reconstruía la cabeza, contemplando la oreja. Apenas había tocado el papel con el carbón: con él en la mano, imaginaba formas que le fuesen consonantes, armónicas… Una presencia, a su espalda, la hizo aterrizar. Volvió la cabeza: la profesora estaba mirándola, con su mirada turbadora, pero pasó de largo, sonriendo imperceptiblemente… El bedel dio ¡la hora!…
—Has hecho poco, pero no importa: lo has tanteado bien. Vamos, tu madre estará impaciente por saber si has salido airosa.
—Mi madre no podría concebir que no saliese airosa.
El mandato de la voz exige ahora un breve cocineo; hervir jeringa, preparar algodones, romper la ampolla con la sierrecita de acero y hábilmente, rápidamente —sin apresuramiento, con la rapidez de la seguridad— inyectar el líquido hasta la última gota, mientras se habla del curso empezado, de los progresos —seguros, indiscutibles— de Isabel. Mientras se dan noticias de mil cosas, se comenta el otoño, que va pasando espléndido, benigno, sonriente, y se proyecta un invierno de actividad metódica… Las dos cosas, las dos fases de la voz parecen unirse en la posibilidad. El hecho de abarcarlas, de apropiárselas logra, en la mente de Elena, la identidad presentida… Más que presentida, gozada, realizada, vivida como un amor, como un contacto. La cosa deseada está en ella, es ella —porque no necesita decir, es suya, la posesión es penetración, es fusión; es una propiedad que tiene la delicia de poder ser olvidada, de poder ser entregada a una existencia azarosa, como la de la propia vida.
—Ya llevamos cuatro cajas. A tres ampollas por semana, son dos docenas, y creo yo que van haciendo efecto, ¿no?
—Claro que lo hacen. Terminaremos esta caja porque, después de todo, no es ningún sacrificio… ¡Hay que verlo para creerlo! ¡Chica, yo creo que eres bruja!
—¿Por qué?
—Porque no siento nada, no me haces ni pizca de daño. ¡Con lo que duele cuando una se pincha, cosiendo! ¿Será porque frotas primero con el alcohol?
—No, no es por eso, es que es así cuando se hace bien. Y ya ve usted que me salió bien a la primera: no lo había hecho nunca. Claro que había visto hacerlo y estaba segura de que lo haría bien.
—Pero si parece que ni siquiera aprietas…
—Apenas tengo que apretar. La aguja es muy fina y su piel también. Como no lleva usted nunca los brazos al aire, esta piel tan finita está de color de rosa. Parece un brazo de porcelana.
—¡De porcelana!
—Sí, bueno, es un decir.
—Pero… En fin, hay que recoger las cosas. Hoy está convidada Isabel en casa de doña Laura.
—Ya, ya me lo dijo. Yo bajaré dentro de un rato a ver lo que hacen.
—Van a arreglar entre las tres la clase, de arriba a abajo. Van a sacar todos los libros de la biblioteca, ¡figúrate! Tienen para rato… ¿Por qué dijiste eso?
—¿Qué es lo que dije?
—Lo de la porcelana.
—Ah, ¿no le gusta?
—Como gustarme…
Podrían seguir hablando del piso de abajo, de toda la vecindad, la palabra volvería a aparecer. La palabra reclamaba toda la atención. La atención de Elena, la emoción, la mente en total de Antonia. La memoria, no como rememoración, sino como imposición, como presencia de algo que no ha sido nunca pasado, como la solución del nudo de la intriga —la intriga, el presente, su trama de ocultación, de secreto inconfesable—, el vergonzoso silencio sobre el orgullo cuidadosamente encubierto y que, de pronto, sobresalta por una desgarradura, una palabra sin conciencia, una palabra que es «un decir» y ya no se puede decir más, ya no se puede decir otra cosa porque la más brillante, la más verdadera, la más dolorosa ya ha sido dicha.
—Como gustarme… Más de lo que tú te figuras…
—Ah, menos mal porque puso usted una cara como si le hubiera mentado al diablo.
—Oh, no, al diablo no.
—Pues ¿a quién, entonces? Vamos, cuéntemelo. ¿Es algo en relación con Isabel?
—Te digo que eres bruja.
—No hace falta ser bruja para acertar las cosas que se caen de su peso.
—¿Qué es lo que se cae? ¿Qué es lo que yo he dicho?
—Usted no ha dicho nada porque se ha quedado sin habla. Y yo la conozco, yo sé que para que usted se quede sin aliento tiene que ser algo que toque a esa hijita que Dios le ha dado.
—¡Claro que me la ha dado Dios! ¡Claro que sí!
—¿Y la porcelana?
La palabra vuelve a producir el silencio. Los algodones van siendo recogidos, los cacharros enjuagados, la jeringa y las ampollas puestas en su sitio… Hay unas cajas de zapatos sobre un baúl que parecen representar una gran dificultad para abrirlo. Hay una cafetera con agua sobre el gas, que conviene apagar porque, hablando, se consumirá inútilmente.
—No sé, no sé, eres muy pequeña para hablar de esas cosas. Claro que sabes más que Lepe… Bueno, no es que crea *que sabes picardías, es que lo sabes todo. No sé cómo te las arreglas, pero todo lo sabes. En fin, como quieres tanto a Isabel, como desde un principio te has dado cuenta de que no es como las otras…
—Tengo perfecto derecho a conocer su historia. ¿No es eso?
—No es que no quiera contártela, es que no sé. No sé por dónde empezar.
—Empiece usted por lo de la porcelana.
—Ya está la brujería. ¿Cómo has adivinado que ése es el principio?
—No he adivinado que fuera el principio, he adivinado que era el intríngulis.
—Bueno, como quieras llamarle, pero el principio sí que fue. Yo empecé a fijarme en eso porque no entendía…, creía que era un mote. Los marquesitos estaban en la mesa de la antesala…, eran para poner tarjetas. Vas a creer que yo era tonta, pero es que no hacía ni seis meses que había llegado del pueblo… Todo lo de antes del principio se imponía, se levantaba como la niebla o, más bien, caía como la niebla sobre todo lo demás, borrando todo lo demás, pasado y presente. Porque para hacer presente todo lo pasado, con un relato simple, torpe por falta de costumbre y por algo más inexplicable aún, por costumbre de relatárselo a sí misma a diario, durante doce años. Relatar, repasar los puntos capitales, pero teniendo en la mente, entre las imágenes que brotan a cada idea, a cada recuerdo, a cada fase o tono del recuerdo total, el fondo sin principio de la propia vida, la infancia: eso que llamamos la infancia cuando sabemos llamar a las cosas por su nombre, pero la mente simple que conserva la representación del prado, del pradín donde se rebuscaban las castañas caídas y, sin transición, el prado, el mismo prado desde donde se veía bajar por el sendero… apenas se distinguía, pero se notaba si la mirada se había cruzado con otra mirada y todo no era más que cosa de miradas. Y a veces ni eso, a veces era el prado mismo, la emanación del heno lo que se metía por las narices y agitaba la respiración y se buscaba o se esperaba algo…
—Yo, ¿sabes?, fui muy tonta, muy tardía. A los diecisiete años no había tenido ni un novio. Luego, al año siguiente, con las enfermedades y las desgracias, y quedarme huérfana y tener que venir a servir…
—¿No tenía usted a nadie en el pueblo?
—A nadie… —El recuerdo doloroso del empellón fatal interrumpe momentáneamente el relato, haciendo tambalear a la memoria, como si el propósito de la confidencia se esquivase, intimidado, pero sólo un instante. Con otro tono, con otro acento terminante, se subraya aquello de lo que no hay por qué hablar—. ¡A nadie!… No me vine con sentimiento del pueblo, no. Y en la casa de los señores no me fue mal, me trataban con mucha consideración. Yo estaba de doncella y tenía poco que hacer. En cuanto llegué me dieron en el ojo…
—¿Quiénes?
—Los marquesitos. Ya te he dicho que estaban en la mesa de la antesala.
—Ah, y eran de porcelana. Y ¿por qué les llamaban así?
—Pero ¿no se llaman así?
—Bueno, si se quiere…
—Así los llamaba la señora. «Cuidado con los marquesitos. Límpiale la falda a la marquesita con el cepillito de uñas: es de tul, fíjate.`No vayas a dejarlos caer». Para que le digan a una que no crea en presentimientos…
—¿Los dejó caer?
—Sí, pero no es eso sólo. No fue ése el presentimiento. Es que… La potencia del recuerdo produce otro espacio en blanco. La memoria queda deslumbrada por su propio fulgor, raptada por su propio aroma, desvanecida por el contacto, por la proximidad de la minúscula cara de porcelana que se podía acercar a los labios. Se podía tocar aquella tersura, además de contemplar —largos ratos, a solas, en la antesala— la gracia, la gentileza del talle que se inclinaba hacia la falda de tul. Ella era un estorbo, tenía que romperse, pero el presentimiento había sido nada más llegar cuando los marquesitos no eran más que ellos, ellos solos.
—Cuando decía la señora, hablando de su chico, «Salió con el marquesito» o «Vino a buscarle el marquesito» yo creía que le llamaban así porque era igual, completamente igual.
—Ya, completamente igual, pero más peligroso. Y usted se dejó conquistar.
—¡Conquistar!… ¿Sabes cómo me llamaba? Fea, así, Fea, como si fuera mi nombre. «Fea, ¿quieres traerme un vaso de agua?». Y, si no estaba el señorito, «Fea, dile que volveré a las diez». No me hacía gracia. Yo quería tomarlo a broma, pero no me hacía gracia. Hasta que un día… La confidencia, reino, universo de las mujeres, eleva a una a la madurez en la escucha, devuelve a otra la juventud, a la doncellez incauta, a la dadivosa entrega de secretos, en el saboreo mutuo en que la amistad reparte sus caramelos, sus confites multicolores, comunicándose las mentas y grosellas, los matices del secreto, personándose en él, alcanzando su real y estricta verdad, su más exquisita y profunda y laberíntica verdad con los términos elementales, con las reticencias y simplicidad del habla común.
—Hasta que un día… me dijo «¿No te gusta que te llame fea? A lo mejor te crees que eres guapa. ¿No te has mirado al espejo?». Yo no contesté. «Pues anda, mírate para que te convenzas». Y va y me coge por los hombros y me pone delante del espejo de la consola. «Anda, mírate esos pelos lacios, esa cara renegrida»… Y yo no quiero mirarme, pero entraba el sol de refilón y me daba en la cara, y me miro y estaba colorada —pie rabia—, estaba toda de color de rosa, con el pelo, que lo tenía bien limpio, rizado y brillante como el oro… Me eché a reír y salí corriendo por el pasillo. Todavía se quedó diciendo, «No se ha convencido, la tonta…». Y nunca me dijo nada más.
—Bueno, pero ¿si no le dijo más?…
—Pues no, no me dijo más porque cuando pasó todo no me dijo nada: no se podía hablar. Eso sí que no sé cómo voy a poder contártelo… Vas a pensar que soy una sinvergüenza…
—¡No vuelva usted a decir eso, en su vida!
—No, es verdad. Tú no piensas nunca lo mismo que la gente. Pero no sé cómo contártelo y… Bueno, verás, ya que dices que no piense eso. Yo dije que ibas a pensarlo porque no iba a decirte que pasó lo que pasó, aunque yo no quería. ¿Comprendes? Eso es lo que dicen todas, pero yo no porque yo quería. ¿Ves qué barbaridad?
—Sí, ya lo veo. Desde un principio comprendí que usted quería que pasase.
—Lo quería, que me moría de quererlo.
Esto no se lo he contado nunca a nadie… Hacía un calor. Yo creía que no podía dormir por el calor, pero es que ya otras noches había oído que entraban callandito. Me había dado cuenta de que el señorito no venía solo. Claro que no venía solo, porque no se tenía de pie. A los cinco minutos sentía abrir la puerta y alguien se marchaba sin hacer ruido. Bajaba en el ascensor, que se había quedado en nuestro piso. ¿Sabes? eso había pasado ya varias veces y yo no podía dormirme… Cuando les oí llegar dije, ahora veo lo que hacen, y me asomé al pasillo. Me eché encima nada más una bata… Todo estaba a oscuras, no hacían el menor ruido, pero yo oí que me decía «Ayúdame»… No sé cómo se atrevió a decirlo porque, si lo hubiera dicho un poco más alto, le habrían oído, pero lo dijo de un modo que sólo yo podía oírle, «Ayúdame»… Me parece estar oyéndolo… Le acostamos entre los dos al señorito, yo le quité los zapatos. Iba a ponerlos debajo de la cama, pero me cogió por el brazo y los dejé caer. No hicieron ruido, no sé por qué pero no hicieron ruido… Las cajas de cartón, sobre el baúl, había que quitarlas, había que ponerlas en otro sitio para abrirlo, volviendo la espalda a Elena, moviendo la cabeza, hundiéndola un poco entre los hombros como quien no puede más, como quien necesita esconderse en sus pensamientos, en el recuerdo que, ante la delación, ante la debelación se agiganta, se encrespa como una ola para mostrarse inabarcable, amenazador, arrollador… El recuerdo de la mano que le aprieta el brazo, fuerte, pero suavemente…, y la caída en la alfombra y la acometida dolorosa, como una cosa horrible que queda como un poso bajo el recuerdo divino del primer contacto en las manos, en las mejillas. El contacto de las manos y las mejillas de porcelana… Sale del baúl la caja atada con cordeles, rompe los lacres. El marquesito, envuelto en papel de seda, divorciado de la falda de tul, libre aunque sin una pierna y debajo papeles, documentos del hospital —ya inútiles—, la fe de bautismo de Isabel. Una hoja de un periódico ilustrado, con gran foto tomada en una fiesta hípica: señores enchisterados, señoras con la jupe entravée. Al pie, nombres de condes, barones, marqueses…
—Éste, ¿ves?, éste que, sin conocerle, casi no se le distingue. ¿Te das cuenta?
—Bueno, casi no lo veo, pero me lo figuro.
Todo vuelve al fondo de la caja, apresuradamente, no sea que aparezca Isabel… Encima de los papeles, el marquesito, envuelto en papel de seda.
—Pero está cojo… Usted, en aquel entonces, no lo estaba, ¿verdad?
—No, ¡qué iba a estarlo! Ése ya es otro cuento… Los días, los meses que me pasé sola. Todos se habían ido de veraneo. La cocinera y yo nos quedamos a cuidar a la tía, tan vieja que ya ni salía de su cuarto. Te dije sola, lo peor es que la cocinera era mala y burra, y yo creía que me calaba, me parecía que se enteraba de todo… Figúrate, una botella entera de agua de Carabaña, por más que disimulase… y nada, no sirvió para nada. Fui a los barrios bajos y una mujer que vendía hierbas en el mercado me dio ruda y culantrillo… nada, todo inútil. Oí un día a dos que hablaban en la carnicería de una que había abortado. Una decía: «Se cayó una costalada»… y la otra, «Ah, claro, eso es fatal ¡Una costalada!»… El cuento puede dar idea de los hechos, pero no de la ansiedad con que se llevan a cabo, del rigor con que se busca la solución para algo que hay que hacer forzosamente, hay que hacerlo—, con el terror, la repugnancia, la contrición de lo que no se debe hacer, con la contrariedad de lo que no se quiere hacer, pero hay que hacerlo, y se buscan los medios para aplicarle el sistema fatalmente seguro… ¿Sabes? me puse a limpiar cristales. Arrimé la escalera de mano, me subí a lo alto y apalanqué con la mano en el quicio del balcón, hasta separarla de arriba… Se vino abajo conmigo y todo, pero no caí de espaldas. No me lo explico, pero no caí de espaldas. Yo no sé qué vuelta di en el aire, pero caí de cara, como los gatos, que siempre caen de pie… Como cualquier bicho que, era el peligro, ejecuta un movimiento incomprensible para un ser racional. Pero un ser racional puede, en nombre de toda su especie, repentizar ese movimiento: saltar, convertir la caída en salto y, en medio del salto, dar la vuelta y caer de pie, con las manos y las rodillas. Salvar el torso, evitar la costalada: caer en tensión, con los brazos extendidos al máximo… La escalera me cayó encima, me dio un porrazo en la cabeza que por poco me atonta, pero el dolor de la rodilla era peor y tenía que disimularlo porque si le hubiera dado importancia se lo habrían dicho al médico, que venía casi a diario, por la tía… Me parecía que con que me mirase la rodilla iba a notar algo y aguanté, aguanté hasta que vi que ya no iba a haber disimulo, y me largué. Cogí mi hato —tenía unas pesetillas ahorradas—, me metí en una pensión y me quedé tan tranquila. Por Atocha, cerca del hospital… ¡Me quedé tan tranquila!… El doble mandato había sido cumplido. Había hecho lo que debía hacer y no había hecho lo que no debía hacer. Pero ese no haber hecho, en medio de lo que estaba haciendo, había sido el acto más difícil porque no significaba un cambio de decisión: los dos actos eran simultáneos. La decisión primera de hacer lo que debía hacer —lo que, forzosamente, debía hacer— llevaba ya en sí el cómo se haría. No había escatimado preparativos para el sistema fatal, nadie podría decir —¡Nadie!…, el alguien agazapado en su conciencia— que no había hecho bastante. Nadie, viéndola —y ¿quién podía verla, sino aquel alguien?—, podía dudar del giro subitáneo, tan perfecto cinéticamente como un resultado previsto. El misterio, el enigma, más bien, del doble mandato, culminando como decantación de virtudes en la mente simple, se había valido de la ágil irracionalidad gatuna… No te creas que me duró mucho la tranquilidad, cuando salí del hospital empezó lo peor… Se oyen pasos, las cajas de zapatos quedan ordenadas sobre el baúl, pero no es Isabel: es la muchacha de una cliente, que trae más costura. Elena decide bajar, ya va siendo hora de comer y va bajando lentamente los veinte escalones: diez un tramo, luego el rellano, bajo la luz de la claraboya, tan próxima, y diez el otro. Luego, llegar hasta la puerta de la izquierda y alargar la mano hasta la campanilla… todo esto fue eterno. Eterno es todo lo que no pertenece al tiempo real, eterna es toda levitación, todo proyectarse a mundos supuestos, llevando el equipaje de todo lo propio, de todo lo real, cotidiano… Isabel, la tremenda historia de cuando Isabel no era, la historia que era Isabel. Lo ignorado, lo que nunca pudo ejercer sobre ella un poder lógico, convertido o encarnado en su forma, en el color de sus ojos y en su conducta, en su misterio. Todo aquel drama, todo aquel riesgo, toda aquella barbaridad transubstanciados en cierta altivez, en cierta pasión y su alternancia de cierta frialdad… Todo eso era Isabel, pero Isabel era extraordinaria, al juicio de cualquiera; no así la insensata que había vivido aquella barbaridad… Al rellano de la escalera llegaba la voz de la nueva discípula, llegaba el piano y las interjecciones magistrales… No así la humilde criatura que cosía interminablemente sus percales en una vieja máquina. ¿Quién podría saber que era extraordinaria si ella misma adoptaba la voz popular, se avenía a pasar por una simple sinvergüenza, es decir que su ser racional, apenas despierto, no tenía armas para defender el momento glorioso de su amor? El rayo detenido por la voluntad, persistente en el propósito, deslumbraba a Elena como una visión sobrehumana, vórtice y, al mismo tiempo, fuente de toda existencia. Pero fuente soterrada porque nunca se piensa que, detrás o antes de una criatura, pueda haber fulgurado su ser, lo que va a ser mediante una conjunción fatal, mediante un imán violento que ha originado el choque, la compenetración o, más bien, el acuerdo… La campanilla suena y alguien abre la puerta. Elena se mete en su cuarto y la voz de la discípula resuena limpiamente en toda la casa. Elena hace por no oírla, no quiere salir de su meditación, de su emoción, pero la voz insiste, interrumpida continuamente por la maestra. Si la voz hubiera seguido la melodía hasta el fin, la habría aceptado como acompañamiento de sus ideas, pero a cada paso se cortaba, la cortaba la voz de Ariadna con una interjección o un golpe en la tapa del piano. «¡No, Paulita, no! Cantas, pero no dices lo que pide el canto»… Y nuevamente dos o tres compases, y nueva interrupción… «¡No, Paulita!, no se dice así»… Y nuevamente el ritmo de habanera… «Tarán tan tán…, tarán tan tán… tarán tan tán tarán tan tán… io t’amo»… «Fíjate, es necesaria una mínima dilatación, una mínima detención en esta nota, que destaque, que refuerce el “io t’amo”». Y la demostración sigue a la explicación: el piano dice «io t’amo»… Ariadna lo explica como un problema matemático y su mano lo dice en las teclas. Elena ve la agilidad de la mano gordita Ariadna gordita, sedentaria— que domina tanto las teclas como si las hiciera sonar con un mandato de su pensamiento. Las teclas dicen io t’amo porque la mano lo piensa, la mano con hoyitos que ella, Elena, besaba y mordisqueaba, de chica, la mano que sabe decir io t’amo… luego ella, Ariadna, lo había dicho porque si no ella, Elena, no existiría. Pero no debía de haberlo dicho en un rasgo de locura, con riesgo de la vida y de la vergüenza… Lo habría dicho con música, con versos tal vez… Había unos versos que eran como decir eso, como demostrar eso en una noche de luna. ¡No!, en una noche de verano. La luna era ella, Ariadna ¡no!, tampoco: la luna, el fulgor de la luna se escapaba por el balcón en su música, llenando toda la calle. Por eso ella, Elena, tenía una mente de claridad lunar. Isabel tenía un misterio inexpugnable, como los misterios que se consuman a la luz del sol, como una semilla, como una flor azul que sale de la tierra ocre. También esto, en la mente de Elena, como una perplejidad, sólo como perplejidad… ¡Los amores de las madres, de esas niñitas del destino, tan indefensas! —Elena se siente mucho más vieja que su madre, mucho más cargada de experiencia porque la que Ariadna pueda haber tenido, la que pueda haber experimentado, no está en pie, insomne, como la de Elena, que se dispone a estar alerta ochenta…, ciento, doscientos, quinientos años, sin cerrar los ojos… Elena, absorta en su perplejidad, oye la interminablemente repetida habanera de Carmen, pero no oye a los que gritan por la calle los periódicos. Gritan como nunca, algo debe de haber ocurrido. Se hace el silencio en el gabinete y, algo más extraordinario, su padre sale de su cuarto y, en zapatillas, se echa escaleras abajo… Su padre entra en escena, Elena siente que, en su dramática perplejidad le había olvidado: había pensado en los amores de su madre y en los versos de su padre. Había reflexionado en la transformación, modificación, más exactamente, que había redondeado la figura de Ariadna con una redondez de resignación, de nostalgia o melancolía —había llegado a pensar que su madre comía bombones para combatir su nostalgia—, los bombones eran algo así como un vestigio de lo no sido, del triunfo, de los aplausos resonantes. La modificación de todo aquello —lo no sido— era ahora el ejercicio cotidiano, la lucha con las discípulas —la mayor parte, ineptas—, las que aspiraban al título en el Conservatorio, las que, ya lanzadas, o arrastradas por las provincias, en compañías anónimas, venían a pedirle auxilio de perfeccionamiento, de orientación. Al fin, todo aquello era una continuación del fuego sagrado, apagado, un seguir de guardia ante las cenizas de un ara. Su padre no seguía de guardia, no se había modificado, se había anulado, se había retraído, entretenido en minúsculos quehaceres, con los que disimulaba, tanto como ostentaba, su cesantía, su amargura, agresiva a veces, como quien está cargado de razón y no quiere dar razones de su misantropía… De pronto, arrebatado por los gritos callejeros, bajaba al portal y subía con el extraordinario. Acudían todos al comedor y su padre leía la noticia, a su suegra, principalmente. El diálogo se mantenía entre él y doña Eulalia.
INFAME ATENTADO
ASESINATO DEL PRESIDENTE DEL GOBIERNO
SUICIDIO DEL CRIMINAL
«Fue en la Puerta del Sol, casi esquina a la calle de Carretas, ante el escaparate de la librería de San Martín.
»El señor Canalejas acababa de salir de su casa y se dirigía a Gobernación…».
—Nada más, así: cuatro tiros y asunto concluido.
—¡Hombre!, cualquiera diría que te alegras.
—No se le puede ocurrir a nadie que me alegro de que le hayan matado. De lo que me alegro es de que se vea la cosa, de que se vea adónde llegan los que mandan bajo cuerda. ¡Ahí está! en casos como éste es en los que se pone de manifiesto… Un hombre decente, un hombre con agallas, se le quita de en medio como a una mosca… Porque molesta, quiere cambiar las cosas y eso no… Las cochinadas tienen que seguir. Que se presenta uno con vergüenza y con talento ¡eso sobre todo! con talento, con más talento que todos los demás…, se le elimina y basta. Lo mismo da que sea el presidente que si es un bedel, que si es…
La Sinfo pone la sopera en la mesa. Se come, habría que decir en silencio, porque cada uno guarda silenciosamente su impresión del drama y sólo los comentarios triviales, entre plato y plato, mantienen un bombardeo que involucra rencores, intenciones inconfesables, tan disimuladas como grabadas, marcadas a fuego… Y termina el rito doméstico y Elena baja a comentarlo. Le abre la puerta Isabel, demudada. Le dice, con un hilo de voz. —Pasa… En el pasillo Piedita solloza. —Ha muerto Magdalena…
Llegan, por las tardes, a casa de doña Laura, gentes a darle el pésame; entre ellas Felisa, discípula de otros tiempos, que se había alejado. Elena la recordaba de cuando eran pequeñas —Felisa algo mayor… Las conversaciones banales, difíciles de mantener en voz baja —añoranzas o alusión al rosario, que allí no era pertinente—, con la suficiente animación para entretener a la persona afectada, musitaban, susurraban cuentos, noticias, pequeños chismes y, naturalmente, comentarios del suceso que había conmovido a todos. Al suscitarse el tema, los padres de Luis, que habían subido, entraron en un violento silencio, pusieron un discreto pretexto y se fueron. Quedó, entonces, como tema su deserción. Doña Laura dijo —Ahora irán por las escaleras matándose el uno al otro… Elena se quedó pensando en aquella frase… Felisa las instaba a pasar a su casa —dos casas más arriba, en San Andrés—, su padre tenía muchos discos… Elena pensaba en que unos se mueren, otros se matan y a otros los matan… ¡Qué diferente! Qué diferente era la muerte de Magdalena, anunciada durante tanto tiempo, llorada de antemano, temida por motivos algunos impuros, egoístas, indignos de detener el dolor que el simple anuncio había provocado… Aquel dolor suspendido, como posado en la frágil rama de una alegría «¡Qué suerte, el peligro ha pasado!» ahora sin apelación… Magdalena ha muerto se desgarra la armonía del clan la armonía que a veces existe —no siempre— principalmente la armonía fraternal, camaradería de la sangre, del tiempo, sobre todo… Se desgarra ¡no, al contrario! El dolor aprieta el nudo, del que algo se ha escapado… Magdalena, bellísima, muerta en su cama, rodeada de amor… ¡Qué diferente! Qué diferente del suceso…, un señor muerto a tiros, en medio de la calle. Un señor como todos los señores, ni feo ni guapo, ni viejo ni joven, con unos bigotitos de sortijilla, tirado en un charco de sangre, en medio de la acera… Claro que lo recogerían, lo llevarían a su casa y allí sería, igualmente, un motivo de dolor. Habría gritos y lágrimas… Alguien le desnudaría de las ropas ensangrentadas —un traje de chaqueta, como el de cualquier otro señor—, alguien le besaría, tal vez… Pero además, habría gentes, muchas gentes que acudirían sin ningún dolor a aquel duelo. Gentes que no pensarían más que en que el hecho era un desastre o en que el hecho era un feliz resultado. La muerte de aquel señor no es que podía interrumpir un juego, sino que… Llegaba la señora Smith con su hija y su hermano —su más eficaz colaborador— y las conversaciones cambiaban de rumbo un instante. La señora Smith expresaba a la dueña de la casa su sentimiento, pero al poco rato el tema volvía a aparecer; los recién llegados comentaban el suceso con profundas lamentaciones. La señora Smith decía que era un gran hombre y que es harto frecuente que los grandes hombres mueran por una idea. Las palabras de la señora Smith revestían al hombre caído en la calle cota ropajes antiguos o, más bien, le desnudaban, no de la chaqueta ensangrentada: le desnudaban, incluso, de su cuerpo, de sus rasgos personales, le dejaban en su alma —personal, también— pero reducida o depurada o elevada a su idea sustancial. Aquel señor, don José Canalejas, un nombre que no tenía el menor acento épico, que no evocaba fácilmente una caída como la del galo moribundo, ni un impulso o decisión como la de Daoíz y Velarde —blancos, inmarcesibles entre la fronda de la Moncloa—, un nombre que suscitaba ideas familiares: para unos sería don José, para otros, el señor Canalejas —diminutivo levemente, tiernamente despectivo, que se aplica a las cosas o bichos o menudencias…, cosejas, bichejos—, nombre que entraba, llenaba enteramente el orbe de lo familiar, de lo próximo, de lo humanamente próximo, libre de toda idea…, esclavo de la idea, víctima de la idea. La idea… Las ideas se cernían en torno a las personas. Eran como algo exento, enorme, ajeno al amor humano aunque los humanos las amaban hasta morir… Y todavía más, las ideas, enormes, exentas, no luchaban entre sí a la altura de las nubes, como los nublados que se asaetean con sus chispas, en su orbe, sin complicar la vida a nadie. Las ideas, para vencer una a otra, buscaban, elegían a un hombre, y sólo con meterle una bala en la cabeza avanzaban, copaban a su enemigo por una buena temporada. Todo esto quedaba lejos o parecía quedar lejos, pero estaba en todas partes, alcanzaba a todos. Había que salir de los juegos —amores, predilecciones, contemplaciones— y llegar a la mayoría de edad. Ser mayor significaba, en cierto modo, un alejamiento, algo así como salir del cascarón… dejar la placenta, el clima carnal, sangriento, caluroso, vital, onírico, omnipotente, infinito… Hacer dejación del placer ingrave, la soledad y tomar en cuenta… todo lo otro, lo ajeno, lo ignorado, lo inconcebible, lo que sólo se presiente cuando llega de lejos su aullido, su alarido, su rugido. Todo esto, nada más como una infinita perplejidad en la mente de Elena, al despedirse de Felisa, al prometerle ir a su casa con Isabel, a oír sus discos.
Y nuevamente la perplejidad cernida en la escalera como una luz irreconocible: crepúsculo o nublado o perplejidad, nublado de la mente. Cuarenta escalones esta vez, veinte del primero al segundo, veinte del segundo al tercero. Una constelación de enigmas, pesada, difícil de transportar, de llevar al refugio cotidiano, al estudio, al juego compartido… Los hechos, las dos muertes que habían conmovido desde la calle, desde el griterío de los gacetilleros hasta los sollozos de las dos hermanas, interrumpiendo la vida —libros por el suelo, en el pasillo, pupitres desarticulados de sus filas—, todo el trágico desbarajuste había servido…, era brutal pensarlo. Era necesario pensarlo brutalmente porque todo aquello había servido para alejar a Isabel de Elena. Para alejar a Elena como se aleja el que toma distancia para ver… Isabel tenía, ahora, el aura de su misterio. Elena temía que su mirada delatase la novedad de su visión. Necesitaba acostumbrarse al nuevo tono, no olvidarlo, sino ponerlo en su debido lugar, en su silencioso, recatado y justo rango, donde nunca pudiera ser sospechado por Isabel… Difícil, dificilísimo mantener el secreto, queriendo, al mismo tiempo, hacerle participar del cambio, la madurez que se había impuesto por los dramas vividos, que no podían considerar ajenos. Eran tan próximos, tan conturbadores del orbe familiar, aunque no de sus familias, de ninguna de las dos, pero de las dos precisamente, por ser, por trastrocar el clima dilecto. Eran tan unánimemente vividos que servían…, había que emplearlos, no era necesario decir adoptarlos: emplearlos era más exacto porque se trataba del lado práctico, del modo de poner en práctica la nueva visión, la nueva tendencia, la tendencia voluntaria hacia la madurez. Porque no era dejarse ir, paso a paso, con la normalidad de lo que madura en el árbol, era un nuevo giro: había que afrontar otras vertientes de la vida, de los libros, incluso. Ahora, a propósito de aquello, de aquella conmoción, aparecían los libros que no eran de estudio, los libros de puro placer, escondiendo algo detrás del placer. Los libros habían sido leídos saltando las páginas áridas… No que se hubiesen saltado, en realidad, sino que habían quedado en segundo plano, como lo que escapa al juicio, por desconocimiento, lo que no se infiltra, no se incorpora porque no es injertable en las ramas que ya están pobladas de retoños. Es algo que germina en otras regiones a las que hay que llegar. Hay que subir los cuarenta escalones y decir —Hasta mañana… Hay el peligro de que Isabel note el cambio y ¡con su suspicacia!… Si no hubiera aparecido Felina no tendría por qué hacer falsas interpretaciones, pero ha aparecido y lo grave es que, en efecto, Felisa tiene —va a tener— relación estrecha con el cambio. Isabel lo ha notado: ha estado todo el rato mirándola con un gesto atravesado… Isabel adivina, sospecha, descubre las cosas que fueron hace mil años y las que todavía no son; las que pasan por la imaginación como un soplo, las que le sugiere un nombre, por ejemplo… Pero esta vez se equivoca. Me extraña que no haya visto que, desde el primer momento, he tratado de ponerlas en relación… En mi amistad con Felisa no hay misterio de ningún género. Me extraña que no lo haya visto, sobre todo, que no lo haya visto en mí. Porque cuando ella explotaba lo de los nombres… «¿Qué tal Pilarcita?»… «¿Qué tal Encarnita?»… Y yo, con una crueldad inagotable, las deshacía, se las regalaba hechas trizas. Todas sus ridículas ñoñerías, su obtusidad, su inocencia de rorros, mezclada a su circunspección de señoras, a su chismorreo de comadres… Todo era desarrollado, adornado a veces, realzado para obtener la risa de Isabel más despiadada. Pero ella, de pronto, decía con un retintín especial, «¿Y Adelina?»… Yo decía ¡Ah, ésa es fantástica!, y no le daba más explicaciones, y ella no las pedía. Eso es lo más grande, ella no las pedía. Como, por suerte, Adelina no está en Madrid… ¿Por suerte?… Yo la quiero mucho, pero si tengo que definirla para mí misma, también tengo que decir ¡es fantástica! porque no sé cómo calificar sus cosas. Para mí, sus cosas, son cosas de chicas, picardías. Yo siempre las he oído —no sólo oído— como niñerías, como lo que se hace cuando se es pequeña: cuando uno es pequeño, habría que decir, porque claro está que los chicos hacen lo mismo. Yo nunca le he dado seriedad a esas cosas y, sin embargo, no hubiera querido nunca acercar a ellas a Isabel. ¿Por qué?… La verdad es que no sé por qué… Es como si en ella, en Isabel, todo eso… ¿Es que ella no sabe nada de eso? A lo mejor es todo lo contrario: es que está harta de saberlo. Pero no, creo que es que yo no quiero saber cómo lo sabe ella. Porque ella tiene que saberlo como lo sabe la gente, en general. Su madre no puede haberle dado nunca una explicación de otro género. Bueno, lo grave es que seguramente le habrá dado alguna explicación. A mí no me la han dado más que en gotas. Y ese poco nunca lo tomé en serio. Por eso, las cosas de Adelina, el verano que pasamos juntas en El Puerto… nos metíamos a jugar —a jugar— en aquel baño moro abandonado —el agua estaba cortada desde hace siglos— todo cubierto de enredaderas, jazmines y heliotropos… Y jugábamos allí durante horas. Luego jugábamos por la noche, en la cama… ¡Las ojeras de Adelina!… Mis tíos siempre preocupados por las ojeras de su niña y ella, cuando hablaban de sus ojeras, ponía una cara inocente que era peor que una confesión. Y le decía, pero ¿no ves que se van a dar cuenta?… ¡Qué disparate! No sé enteran de nada… Les despreciaba, Adelina despreciaba a sus padres por aquella confianza. No, por aquella falta de desconfianza, que no es lo mismo. La verdad es que mis pobres tíos son tontos de capirote, y Adelina no es tonta, no, les da cien vueltas… Para mí, todos ellos están ya a mil leguas: se han quedado allá, como cosas de chicos. De todo aquello no recuerdo más que el baño moro, debajo del heliotropo, como una cosa encantadora y nuestros juegos… también como una cosa encantadora… Pero no llevaría nunca a Isabel a uno de esos juegos… Hay que dar la vuelta, hay que doblar la esquina. Veremos lo que aporta Felisa… Bueno, hasta mañana.
—¿Tienes papel?
—Sí, tengo.
—¿Tienes carboncillo, chinches?
—Sí, tengo de todo.
—No hace falta que te levantes tan temprano. Con cinco minutos tenemos bastante para llegar antes que abran la clase.
—Sí, ya lo sé.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana… Oye ¿te has fijado en la pinta que tiene Piedita? Hace unos días que la encuentro rara.
—Sí, es verdad, hace ya una semana que se lo comenté y me dijo «Es que me pongo el peinado de Mlle. Robin». Entonces le pregunté dónde la había visto y empezó a contarme una película que estaban dando en el Príncipe Alfonso. Eso fue hace unos cuantos días, antes de la noticia. Había ido con la señora Smith.
Ya, ya… El peinado también debe de habérselo aconsejado ella: huele a señora Smith.
—¡Caray, qué olfato tienes! Es verdad. Fue lo de Mlle. Robin lo que me despistó. ¡Me entraron unas ganas de verla!… Con esto de haber perdido el Noviciado, hace un siglo que no vamos al cine. En cuanto mi madre tenga una tarde libre. Está tan lejos el Príncipe Alfonso.
—Sí, lo de Mlle. Robin debe de ser verdad, pero el caso es que parece que va peinada de peinadora.
—¡Caliente! ¡Caliente!… Hay que investigar…
Querido, queridísimo… No, no puedo seguir. Es inútil, llevo ya tres días intentándolo y no logro ni dos líneas porque Piedita quiere que le pregunte si está realmente decidido a venir y cuándo: para preguntárselo tengo que decirle por qué se lo pregunto. Claro que a mí me interesa ¡me importa vitalmente! pero tengo que decirle que se lo pregunto por lo otro. Y lo otro… ¿Qué le digo yo de lo otro?… Si pudiera decirle lo que yo quisiera, le diría, ven corriendo, ven a ayudarme a entender este asunto, a ver lo que hay en todo esto, a ver qué partido debemos tomar. Aunque creo que es inútil tomar partido. La cosa se ha dado de un modo inevitable. ¿Lo habría evitado yo, de haber podido?… En el fondo de mi alma, me encuentro más cerca de haberlo provocado que de haberlo evitado. En el fondo de mi alma tengo que decir que tal vez mis intenciones, mis deseos inconfesables lo provocaron. Tendría que creerlo, ¡es completamente idiota!, pero tendría que creer que yo había conjurado a algún mal espíritu… ¿Por qué malo? ¿Por qué querer evitarlo ahora? Yo, sobre todo, no tengo derecho. Puede parecer que lo tengo porque nadie sabe lo que me desautoriza para conmigo misma. Nadie sabe que yo me desautoricé, al autorizarla… La única solución sería que Manolo estuviese aquí y diera su opinión. Y así y todo, sería dudoso que su opinión sirviera para algo. Lo atroz es que yo esté tan segura de su opinión: me descargo con eso. No me atrevo a opinar por mi cuenta: me aferro a pensar, Manolo no lo aprobaría… Y no me atrevo a preguntárselo, no me atrevo a hablarle de ello para que no perciba mi… no sé cómo llamarle. Claro que, si viniera… se es otro tema que tampoco me atrevo a tocar por lo mismo, porque no quiero que perciba… Bueno, a nadie —ni a él ni a nadie— puede extrañarle que le diga que espero su llegada con impaciencia. No, es cosa que no puede extrañar a nadie, pero aunque sea por carta, se nota el acento, se nota la alegría de su llegada —está permitido decir que su llegada es para mí una alegría, aunque todos estemos— ¡él en el grado máximo! —privados de alegría por mucho tiempo. Pero no, mi alegría es demasiado grande para poder hablar de ella, así que no puedo hablarle ni de eso ni de lo otro ni de nada… Luego, Piedita acosándome… «¿Le has contado a Manolo, le has dicho que queremos que venga?»… ¡Queremos!… ¡Qué barbaridad! ¿Cómo voy a escribir una cosa así, si no puedo ni repetirlo dentro de mi cabeza?… ¡Queremos!… Y ella lo dice con toda naturalidad. Porque, ¡pondría las manos en el fuego!, no puede haber pasado nada todavía entre ellos. No, el modo de presentarse ¡y en una situación tan crítica!… Con eso demostraba su seriedad, afrontaba, ostentaba la corrección de sus relaciones… ¡Y ella!…, la muy imbécil, la muy… No encuentro improperios bastante fuertes por—, que nunca los usé con ella, nunca tuve que reñirla o censurarla seriamente. Cuando tenía cinco años, a veces le daba un coscorrón, le decía, te voy a poner el culo como un tomate…, y ella se reía. Ahora no se reiría si le dijese lo que pienso. Pero, por mucho que le impresionen mis improperios —tal vez he hecho mal en no arrastrarla por los suelos, verbalmente. He tratado de hacerle comprender, de un modo racional. Para eso tenía que haber estado yo en posesión de mi razón y, en cuanto me largaba una de éstas…, ese ¡Nosotros!… me quedaba sin sentido. ¡Nosotros! es una alcoba, es más hermético que la bendición de la Santa Madre Iglesia: es una guarida, es un clan. Dice ¡Nosotros! y ya no es uno de nosotros. Mucha gente diría que estoy en un error, que el clan se ramifica y se enriquece así, con nuevos retoños. De acuerdo, de acuerdo: eso pasa, cuando pasa, eso es así, cuando es así… Y ¿cuándo no es así? Cuando no se sabe cómo es y se percibe, se barrunta, se huele un olor que no es el de la guarida, el de la madriguera… Otra vez, mucha gente diría… porque poca gente comprendería que yo lo hundo, lo entierro en ese terruño, lo embadurno de ese barro, precisamente porque no se trata de barro, no se trata de nada material —si hay que decirlo así—, no se trata de nada que pueda empañar nuestros pergaminos —cosa de la que carecemos, absolutamente—, si los tuviéramos, nos ayudaría a darles brillo, pero no se trata de eso… No se trata de nada que pueda sufrir detrimento o mejora con un poco —o un mucho— de dinerito —o de dinerazo— ni con un nombre decente, irreprochable. ¿Qué podemos decir de don Braulio Beltrán?… «¡Él es, él es!»… ¡Qué disparate! ¡Qué cretinada!… ¡La semejanza fonética!…, pero no, Dios mío, yo no quiero ser «el infame acusador»… Yo no quiero calumniarle: de lo que le acuso es de su verdad… No hay nada parecido en el caso, la tempestad es la que se arma dentro de mi cabeza… Claro que en el caso hay aquello de «Yo de las Indias traigo un tesoro»… ¡Ahí está!… Que si la cosa es material o no es material. ¡Ahí está!… ¿Quién no asiente a la bendición de la riqueza sobre el puro amor del grumete?… ¡Romanticismo!… Todos nos lo tragamos en cuanto lo condimentan con un poco de amor… ¡Eso es!, yo también me lo tragaría…, y no digamos si hubiera amor de por medio en la misma riqueza, si hubiera algo ¿bello?… Ése es otro de los espejuelos… «Diamantes brasileños, tan puros como el sol». Y también ver al tipo sudando para obtenerlos, «Del fondo de la tierra mi mano los sacó»… Yo no sé de dónde habrá sacado sus diamantes —no, no es cosa de diamantes: es cosa de tejidos…, de hortalizas…, ¿qué más da?—, supongo que de uno de esos modos que, oficialmente, se llaman decentes y… sin sudar. ¡Eso es lo que me repugna!, lo bien que lo pasan, lo tranquilos, lo seguros, lo morales que se sienten… ¡Qué horror, qué horror, Dios mío!, intento disculparme acusándoles, cuando he sido yo la primera… ¡Eso es!, antes de que esto ocurriese yo he sentido la tempestad, yo he tenido miedo al naufragio… El miedo no tiene disculpa. Miedo insuperable se llama a esas situaciones violentas y, generalmente, súbitas: situaciones que agarran al individuo por sorpresa, como a un conejo… Yo no sé si tiene más derecho a llamarse insuperable el miedo cotidiano, el naufragio en el tiempo. Yo no he visto a Piedita amenazada por ningún otro enemigo: era ése el que me obsesionaba… por comparación. ¡Ésa es la cosa! ¡Tan diferentes, tan contrarios nuestros tiempos!… Sólo iguales en eso de ser tiempo. Y, después de todo, ¿qué más da? ¿Qué más da que se le coma a uno el tiempo con tenedor o con cuchara?… ¡No!, no da lo mismo, hay grandes diferencias. Yo, por mí, no le tuve nunca miedo al tiempo. ¡Qué miedo iba a tenerle, si no me daba cuenta de que existía!… Tenía demasiadas cosas en que pensar, demasiadas cosas que hacer. Ha empezado a parecerme un ogro con la boca abierta cuando he visto que Piedita no le llenaba, no le alimentaba… ¡Qué idiotez!, no es cosa de metáforas…, ¿o sí?… Sí, sí que es cosa…, porque en cuanto se pone uno a pensar en el tiempo se levanta el pasado gesticulando, asustándonos con sus visajes… El tiempo no le deja a uno pensar en un tiempo, no se deja mutilar: el tiempo es todo el tiempo. Y ¿qué es el pasado de Piedita? Un vacío, un no ser. ¡Dios mío! ¿Habría consentido yo que fuese algo?… Claro que, si hubiera demostrado grandes dotes de superioridad, de santidad, inclusive… Tengo que hacer esta suposición para reírme de mí misma porque yo no la habría estorbado ni en ese caso. Yo siempre tuve la idea de que hay que respetar… ¿Qué es lo que he respetado? ¿Ha salido a la puerta de la calle? A dar sus leccioncitas, eso sí, pero con los pasos contados. ¿Ha corrido el albur de…? Yo corría el albur saltándome todas las restricciones porque, claro está, mi ambición intelectual me daba derecho a todo. Yo me tomaba todos los derechos y ella no. Ella ¿qué derechos podía tomarse? ¿El derecho de pasear por ahí su palmito? ¿El derecho de ser deseada? «El buen paño en el arca se vende», decían nuestras abuelas, y nosotras, las nietas, ya no lo decimos, ni lo hacemos, ni lo toleramos. A mí no habría habido quien me tuviese bajo un cerrojo, ni abuelas ni padres… Y en cuanto me tocó a mí el papel de guardián… ¡Cuidado! cuidado, no vaya a ser que el simún, que la lava vaya corriendo detrás de ella y la alcance… La lava, el simún del deseo que ahora veo con horror que no la ha perseguido —paseantes callejeros, de ínfima categoría… ¿Quién sabe, quién sabe lo que habría en ellos?… Pero no, el arca estaba bien cerrada: me correspondía a mí su custodia… Se expone uno más fácilmente al deshonor de sus ideales más queridos que al vulgar bien parecer… Sin atenuantes, toda la culpa es mía: no la culpa del conjuro, no, eso son pamplinas: la culpa del encierro, la llave del arca. No puedo quejarme porque el paño ha sido altamente cotizado… ¡Dios mío, a esto hemos venido a parar! ¿A parar? No, estamos empezando… ¿Empezando a qué?… Estamos en un callejón sin salida. Y el caso es que lo que me hace desbarrar es la idea de que ella se escape. Porque ésa es la cuestión, se escapa de la pobreza y se instala en la miseria… ¿Puede ella darse cuenta de que eso es la miseria? No, no puede porque aquí, en nuestra casa, en su casa, nunca vivió más que la pobreza, nunca nadó en nuestra abundancia… Esto es lo más doloroso para mi, esto es lo que veo ahora: veo lo que ella anhelaba —no puedo decir buscaba, no era consciente, no era atrevida—, era… ¿Qué es lo que era o más bien lo que no era? No era lo necesario para dejarse arrebatar por Leandro —¡Pobrecito!, las tenacillas le habían dado un aire hortera, pero era joven, tenía cierta belleza… ¿Qué sería, un estudiantito, un empleadito?… No sé, pero había en él una posibilidad de Leandro… Yo en el caso… Claro que yo no me habría visto nunca en ese caso, pero puedo ponerme en él. Sí, yo en ese caso podría haber vivido mi Helesponto por encima de la masa vociferante que les rodeaba. Yo podría haberme emborrachado con todo eso, pero jamás habría perdido el sentido común… jamás me habría dejado anegar, ¡enfangar!, por el sentido común. ¡El buen sentido que ha tenido esta muchacha! es lo que dirá mucha gente. La bendición de Booz. «Bendita seas de Jahvé, hija mía. Tu último acto ha sido mejor que el primero porque no has pretendido a ningún joven, pobre o rico»… Una mujer ejemplar, Ruth, la espigadora, yo siempre dije ¡qué asquerosa!… Pero hay más crueldad en esto porque tengo que volver a decirme que no ha sido una conveniencia buscada conscientemente. Ha habido una atracción, una seducción… Aquí la madre Celestina no ha venido con un poco de hilado, no ha venido con nada habitual, doméstico, sino con cachivaches del progreso, con ideas forasteras, más brillantes que las que nosotros cocinamos… Horror a las flores cortadas, por ejemplo ¡qué civilización!… Y la perorata suasoria tesa contra mí, porque sabía que yo me chupaba el dedo tanto como ella— «es la pareja ideal para mi Leandro»…, porque no podía decir para mi Claudio, ¡Braulio! ¡Señor!, qué confusión, qué obstinación en asociarse esos dos nombres… No podía decirlo, pero podía hacerlo. La pareja ideal para su incondicional colaborador, para su camarada, acompañante hacia todo esnobismo —más mundano que el señor Smith, encerrado en su fábrica— más alegre, con la alegría de los que ostentan la necesidad de alegrarse porque perdió a la joven esposa… Hace ya un buen rato de esto… A estas fechas ha logrado la alegría en la misma medida que l’en bon point… Aunque su extremada civilización no le permite la glotonería, le lleva a alardear de sobriedad, «¡Nada como una buena ensalada!»… ¡Dios mío, qué vergüenza! Estoy probando, gustando, experimentando la vergüenza por primera vez en mi vida. La vergüenza químicamente pura porque siempre que uno ha sentido vergüenza —yo o cualquiera— ha sido en relación con el prójimo. Uno se ha puesto colorado por cualquier coladura, por cualquier indiscreción que otros han visto, pero ahora, esto que me avergüenza no lo ve nadie. Yo me veo a mí misma degradada, rebajada a este comadreo, avasallada por toda esta humanidad que le cae a uno encima, sin remisión, sin atenuante… Considerando, contemplando las heces, escarbando, quitándoles la cobertura decente hasta ver claro y decir, son eso, deyecciones —mierda es palabra demasiado inocente—, son detritus, son algo peor: son mentira. Eso es, eso es lo que hay dentro cuando se escarba, los clasifico así, sin el menor escrúpulo de conciencia… Porque siempre que me ha acometido una tentación de repugnancia, siempre he podido frenarme —sinceramente, espontáneamente, humanamente porque era mi humanidad la que se detenía con respeto, ¡con veneración!, ante lo humano— ahora no, ahora no puedo ¡no quiero! No puedo decirme, como otras veces, ¿Quién puede saber las presiones, las carencias, los desconocimientos que lo provocan?… No, ahora no puedo decir nada de eso, por lo tanto tengo que desechar toda piedad, tengo que agotar mis blasfemias para quitármelo de la cabeza porque me abochorna… Tengo que hacer partícipe a Manolo, ¡es forzoso! Querría evitárselo, pero es imposible, y ¿cómo dejarle caer encima, ¡en su estado!, todo esto?… Pero como de ese estado no va a salir, es inútil esperar un poco. También es inútil y hasta inconveniente atenuar la gravedad. Podría suponer que yo no lo consideraba una catástrofe, podría creerme a mí también hundida en el fango y eso, para él, sería demasiado… ¿Puede ser algo, ¡ya, a estas fechas!, demasiado para él?… No se atrevió a escribirme ni a darme la noticia por teléfono…: Y abro la puerta y me encuentro a su ayudante, y le sonrío, esperando que me dé noticias bien recientes…, y el pobre no sabía por dónde empezar. Claro que en cuanto le vi la cara… Las noticias fueron detalladas, el proceso de la enfermedad, hasta el último momento y el estado en que quedó Manolo… la frase definitiva… No, nada puede afectarle ya. Tal vez me quede todavía el espectáculo de su indiferencia ante todas estas cosas. Tengo que preparar mi ánimo para lo peor… Tengo que escribirle ahora mismo. Querido, queridísimo Manolo…
—Yo creo, Ariadna, que debías obligar a tu marido, bueno, ya sé que no puedes obligarle. Creo que deberías convencerle de que sería conveniente que fuese a ver a ese señor.
—No quiere, y cuando dice que no es que no.
—Ya, ya le conozco, harto le conozco… Pero es una ocasión que no debía desperdiciar.
—Pues por eso no voy, por eso precisamente. No quiero aparecer aprovechando la ocasión.
—¡Ah! ¿Estabas ahí? No me importa que lo hayas oído: no era una conspiración, era una simple opinión: una cosa que se le ocurre a cualquiera que tenga una cabeza sobre los hombros.
—¿Lo ve usted?, me está dando la razón. Me está usted demostrando que no debo ir porque el señor Téllez tiene una cabeza sobre los hombros: se la he visto unas cuantas veces y sé que acostumbra hacer uso de ella. Es un profesor notable. En cuanto me viera aparecer por su despacho diría, ya está aquí éste, a ver si cae la breva…
—Eso es lo que a ti se te ocurre. Tú, con pensar mal de todo el mundo lo arreglas todo.
—Está usted en un error. Si yo creyera que era posible arreglar algo pensando mal, ya habría arreglado el mundo: le habría vuelto del revés como un calcetín. Pero pensar mal no arregla nada y pensar bien menos.
—Bueno, bueno, ya sé que es machacar en hierro frío, pero ¡vamos!, si no quieres aparecer por el despacho, ponerle dos letras, una carta sentida —eso no me vas a decir que no sabes hacerlo. Porque figúrate que te lo encuentras en cualquier sitio; no haberle dicho una palabra en un caso así, con lo que tiene que haberle afectado, con lo que representa para él y para todos los de su partido…, es una falta de educación.
—Si me lo encuentro en algún sitio, suponiendo que me reconozca, suponiendo que alguna vez se haya dado cuenta de mi existencia, ¿quién puede saber si ese señor supone que yo tengo educación?…
—¡Ah!, evidente, evidente, ¿quién puede saberlo?… Pero si le demuestras que no la tienes, queda informado.
—Eso es verdad, y no es poca cosa estar informado de algo, de algo seguro mediante una demostración… Saber algo a ciencia cierta ¡no es poca cosa! Sobre todo para un hombre inteligente como el señor Téllez. Un hombre al que no se le escapa nada… Caía a veces por el negociado y empezaba a preguntar cosas a unos y a otros. Tomaba sus notas, revolvía ficheros. Era amable con todos, pero de pronto se paraba, escuchaba… Notaba la diferencia, no ya en lo que se decía, sino hasta en el tono de voz, hasta en la pronunciación. No era de esos que adulan al personal para ser bien atendidos. No, se notaba que en él eso era espontáneo, le era natural tener una actitud diferente…, un modo de atender, un modo de dirigir la palabra, de hacer cualquier pregunta u observación. Hasta su mirada era diferente cuando esperaba una respuesta que él sabía satisfactoria. Era un modo de mirar que daba un crédito a la persona preguntada, una libertad para decir claramente lo que pensase. Sin ser de los confianzudos, ni mucho menos. No participó jamás en los chistes —generalmente verdes, y verde lechuga— que son el ambiente de oficina, el ambiente del Negociado de Primera Enseñanza. Ambiente en el que se refocilan muchos, algunos diputados y algunos catedráticos, pero Téllez no. Nunca jamás: si llegaba en uno de esos descansos —el cigarrito, el café que traía el ordenanza— se hacía el silencio. Lo hacía él con la mirada, en absoluto, en absoluto autoritaria: inteligente, sólo inteligente. Echaba una mirada en redondo y todos los imbéciles se quedaban callados. Entonces se dirigía a quien él creyese que podía entender lo que necesitaba y se dirigía con una deferencia como si, en vez de solicitar un servicio, premiase a la persona al confiarle el trabajo, la distinguiese, la destacase de los otros, estableciendo con ella una relación de cierta proximidad…, nada más que de cierta proximidad. Pero sin cortapisas, con la mesura natural de quien es un caballero. Eso es lo que se le nota a la legua, eso es lo que impone respeto en él… Que no es lo mismo que la cohibición, la incomodidad, el envaramiento que produce el señoritismo, la jerarquía o superioridad o ventaja de posición. Que es lo que significa la palabra caballero hoy día: ése es el sentido que tiene en esta época sin sentido… En esta época en que con llevar una camisa flamante y un par de habanos en el bolsillo ya se es un caballero… No me he fijado nunca en las camisas de Téllez, pero habanos no lleva nunca. ¿Será que no fuma? Ah, sí, fuma pipa. Ahora recuerdo que eso mismo de la pipa le da un señorío, una respetabilidad, que no es tampoco la seriedad que dan los años: no creo que llegue a los cincuenta. Es la respetabilidad moral… Ahí está la diferencia, una es esa respetabilidad que cohíbe, que impone, que aleja y otra la que allana o atrae por reconocimiento de la excelencia, por la seguridad…
—¡Papá!, te estoy llamando hace una hora. ¿Estás dormido?
—No, estaba pensando.
—Bueno, aunque pienses, déjame el diccionario.
—Ahí lo tienes.
—No, quiero el enciclopédico y estás apoyado en él.
—¡Ah sí!, no me daba cuenta. ¿Para qué lo quieres?
—Para ver la época de Dante, la fecha exacta de la Divina comedia.
—No hace falta el diccionario, es el mil trescientos y pico.
—¿No sabes el pico?
—No, ni tiene importancia. ¿Por qué quieres saberlo?
—Porque vamos a casa de Felisa y nos va a enseñar una edición que su padre ha encontrado en una librería de viejo. Creo que está mutilada, pero le quedan algunos grabados preciosos.
—Ya, ya me figuro. Te gustarán.
Vagar por las librerías de viejo y tener un poco de dinero para cualquier hallazgo… La gente se las arregla, ¡quién puede saber cómo!, con un sueldo miserable, porque ¿qué sueldo se puede tener en la Compañía Telefónica? Aunque haya llegado a tener un buen cargo, aunque se haya llevado años pegado a una mesa, aunque tal vez el comienzo no haya sido ni mesa, sino uno de esos tableros con agujeros y clavijas. Y tal vez ni siquiera eso, tal vez haya sido correr por las calles con los partes telefónicos… Sea lo que sea, actualmente, el señor Olmedo adquiere libros viejos, gramófonos, discos… Padre excelente, se desvive por nutrir de cultura a su chica. Muy bien, cada uno hace lo que puede… ¿Nos agarramos a eso de «el que hace lo que puede no está obligado a más»? Pero ¿qué es lo que uno puede hacer? ¿Hay quien lo sepa?… El movimiento se demuestra andando. ¡Otra vez la demostración! El que puede hacer algo, lo demuestra haciéndolo, pero el que no puede, ¿cómo demuestra que no puede?… Lo que quieren todos es que uno se eche al ruedo y demuestre…, pero no, no quieren que demuestre que no puede: quieren que sea uno más de los que pueden un poco, malejamente, lo suficiente para ser uno más y nunca uno mejor… Cuando uno sabe que es mejor no demostrándolo… ¡Entonces demuestra que es peor! Bastante le importa a uno que crean que es peor. La cuestión es saber si hay algo peor en eso, en ese no demostrar. Porque para uno mismo no es necesario… ¡Ya empezó! «Mi mi sol, mi mi do, re re fa…». El a be ce, el balbuceo de una pequeña que no llega con los pies al pedal. ¡Una más!… Unas tocan, otras cantan. Unas llegan, todas a muy poca altura, otras no dan ni un paso. ¡No era esto! No, no era éste el camino… Entonces no se pensaba en demostración: uno era tan superior, ciego, iluminado, imbécil, infalible…, joven, simplemente. Uno no pensaba en demostrar, quería imponer. Imponer, ¡qué escándalo! ¿No?… Pues sí, eso es lo que uno quería… ¡Ella podía haberse impuesto! ¿Por qué no se impuso?… Desfallecimos, con un poder demostrable…, demostrado. Con un…, ¿qué objeto tiene?…
Casi da miedo mirarlo tan de cerca porque, si fuese una trompeta de metal dorado, pensaría uno que no podía hacer más que ¡tararí!… Pero con ese azul, que es el de las campanillas, da la impresión de que no es cosa fabricada, de que es una flor: la flor de la música.
—Si dices eso antes de oírlo, ¿qué dirás cuando pongamos algo de Caruso?… Yo sé ponerlo, pero es mejor que esperemos a que venga mi padre porque, fijaos, está bastante resentido… Mi padre lo ha sujetado con esparadrapo y no se nota nada, pero hay que echarle a andar casi sin tocarlo porque se desnivela al menor contacto. Está algo lisiado, pero gracias a eso ha podido comprarlo. No hay día que mi padre no descubra algo en las prenderías. Vais a ver los grabados: son su última adquisición. Fíjate, de éste no han dejado casi nada.
—¡Qué horror! Pero esto no es carcoma: la carcoma no hace más que agujeritos.
—No, esto es cosa de ratones. El libro tiene poco más de cincuenta años, pero ha estado más de veinte en un sótano.
—¿Cómo lo sabes?
—El anticuario es amigo de mi padre y le cuenta la historia de todos sus cachivaches: la de este libro es fenomenal. Traído por no sé qué joven viajero y anatematizado por no sé qué vieja abuela —tal vez madre, tal vez no tan vieja— a causa de esas almas desnudas. —¡Ah, Felisa!, piensa un poco en lo que has dicho. ¡Almas!… Un libro que no habla más que de almas y ¿qué ha hecho el dibujante?… Cuerpos, cuerpos. Yo no sé muy bien lo que pasa aquí dentro, leí en una historia de la literatura un resumen de media página y algo más que me explicó mi padre. Saqué en consecuencia que Dante había querido reflejar en su libro el dolor, el tormento de las almas culpables… Fíjate, en este libro uno piensa que le van a hablar de los castigos que sufren las almas de los que pecaron. Claro está que es lo mismo que nos dicen todos los libros de nuestra religión. Estamos hartos de saberlo desde que sabemos leer, y desde antes…, pero de eso a verlo… ¡Fíjate bien, verlo!… Y aquí el dibujante ¡ha querido verlo!… Si lo ves, ¿qué es lo que ves?… Cuerpos, cuerpos, formas… El cuerpo humano en el dolor tiene su forma o, más bien, la forma sublime de la belleza, el cuerpo en su ser, en su modo de ser, el modo en que se ha inscrito, esa palabra que es el cuerpo, esa armonía, esa plenitud de mundo que el alma, el yo, el sujeto, el quien, el cada uno lleva como un atlante glorioso, doloroso…, esa forma, en el dolor, es la forma del dolor, sin dejar de ser la forma de la belleza. Porque ya sabemos que el dolor deforma, pero no en el infierno, es decir, allí donde no hay más que almas, donde las almas para ser visibles, captables, audibles, tienen que hablar con la forma de sus cuerpos… Claro que el ilustrador no ha reflejado la fealdad de las almas. Tendría que haber dibujado jorobados, patituertos, pero no se ha dejado llevar por esa apariencia porque, a lo mejor, los jorobados, los patituertos tienen almas bellísimas… ¿Se puede dibujar la fealdad de las almas? Claro que sí, pero sólo en los rostros. Ni el dibujante ni el poeta han querido darnos esa proximidad de confesión, de delación, de descuido, de amenaza que en un rostro humano es patente. El ilustrador les ha mirado más desde lejos, nos los ha mostrado entre las tinieblas de la condenación, entre los riscos, los peñascos, las dificultades del castigo, las penas… Cuerpos atormentados, llevando hacia la sombra eterna su forma humana, su dolorida, su retorcida belleza… Porque el ilustrador no ha visto otra cosa. La misma cosa que ve Elena porque Elena no puede ver otra cosa. La ve, la contempla, la persigue hasta la perplejidad, esa zona o ámbito en que su mente se pierde sin extraviarse, se extasía sin detenerse, se zambulle o se precipita desalada por alcanzar lo que tiene en sí misma, en el último fondo de su amor… Y no dice ni una palabra, se hunde en el silencio porque ella es la más afectada, es la que fluctúa en la perplejidad, sintiéndose tan leve, tan vulnerable como una pompa que puede estallar de un momento a otro…
—Cuánto tarda mi padre: debe de estar dando conversación al prendero. Ahora está loco con una cosa que quiere sacarle barata: lleva ya una semana regateándole y no le convence… ¡Ahí está!, nunca llega tan tarde. Papá, ¿la traes?
—¡Qué voy a traerla! Ese cabroncete se empeña en pedirme cinco duros. Ah, veo que tienes visitas. ¿Qué hay, ninfas? Estáis esperando que os ponga el gramófono, me parece.
—Sí, señor; sí, claro.
—Perfectamente. Ahora vais a ver lo que es bueno. Pero paciencia, esto requiere mucho cuidado. Primero, limpiar el disco con el cepillito de felpa. Una felpa de seda lo limpia perfectamente, y luego ponerlo sin desequilibrar el platillo… Pero ¿cuál pongo primero? ¿Cuál crees que preferirán estas niñas? Tienen caras de marisabidillas. Claro, si no lo fueran no serían amigas tuyas.
—Papá, me parece que te tiemblan las manos.
—Sí, me tiemblan porque he tomado diez tazas de café. Empezaba a dejarse convencer, el puñetero, cuando llega un tipo que yo creí que venía por ella, porque la miró nada más entrar y, como estaba a su alcance, porque yo la había bajado del estante, le puso la mano encima. ¡Se me revolvió la bilis, te lo aseguro!… Paciencia, chicas, me parece que esto se ha aflojado un poco: lo arreglo en seguida…: Pero no, el tipo no sabía lo que era: le pareció cómodo para apoyarse. Si le llega a aflojar los cinco duros le reviento. No me la hubiera dejado quitar: ya me he hecho a la idea de que esté ahí encima… Ahora ha quedado fuerte, ya no se tambalea… Me quedo aquí por las noches, leyendo y fumando, y miro la estantería y me parece verla, me parece que estuvo ahí siempre… «Correva il treno e nel vertiginoso…, ¡atención!…, camin mi transportaba affranto e muto»… Inmensa voz, límpida, brillante, profunda, oscura, masculina, inmensamente tierna y dolorida… Nuevamente la misteriosa conjunción del dolor y la belleza… ¿Por qué y cómo?… Así, simplemente así. Se ve o se oye, se vive, se padece, se goza y, lo que es más grande, se comprende… Porque se puede decir, trivialmente, que no se entiende, y es cierto, no se entiende con explicación lógica, pero se comprende, se posee, se abarca, se estrecha cese sonido, ese acento, timbre, nota, se aprieta al corazón… ¿Al corazón?… Si fuera sólo al corazón, eso lo entiende cualquiera y no se trata de eso: se trata de lo que comprehende cualquiera, sin entenderlo porque lo comprehende con los sentidos que no fallan nunca en la lógica, en la armonía, en la armonía de estos contrarios, en la disonancia desgarradora, fascinadora del dolor… «Il pensiero volava ad altro giorno cuando lieto, con te fecci la via»… Hasta la máxima estridencia, la más inadmisible humanamente, la desintegradora separación, la que divide, dejando la vida atada, encadenada a la ausencia total y nutrida, mantenida en vilo por la memoria, que queda paralizada en el umbral de la realidad… «ora, nella tristezza del ritorno, ero solo»… Todo estaba dicho por unas notas, por un aliento admirablemente libre, poseedor —en la sangre, en la tensión de unas cuerdas vocales, en el cúmulo de datos, elementos o notas que forman la estructura de una persona, de todo lo que vive y rebulle callado entre el pecho y la espalda de un hombre— poseedor de una alta escuela, de una ley a la que no puede faltar sin morir… Luego brotaba «Sorrento», «Santa Lucia» y todo lo demás y todo era sólo como un esmalte azul o, más bien, como un raso azul en el que se bordaba —el amor y el tiempo lo bordaban— todo el dechado inextricable. Y todo ello encerrado en melodías seculares, dicho con formas verbales simples, dialectales, campesinas, marineras… Y entre el silencio de la interrupción —nueva asistencia médica de esparadrapos, de entablillamientos que aseguran la estabilidad— en la minuciosa elección de algo muy distinto, de algo pedido por Felisa como lo que le es dilecto… «Sì, Manon, o fato apunto, apunto un sogno»… Muy otra la voz —el raso ya no es azul, es blanco en la casaca del caballero Des Grieux—, sigue siendo masculina, pero no con aquel brío, no con aquel aire abierto al mar, sino con una confidencial, anhelosa añoranza… La añoranza de lo que se anhela, no de lo que se tuvo, sino de lo que tal vez se llegue a tener… «Piccola casetta bianca, in fondo al bosco ner»… Todo tiene otra fisonomía, sin que falte una misma… un mismo… una mismidad que late o suena en lo que habla, aunque el gesto, la cara sea muy otra. Las notas, ahora, no son mandadas, prodigadas por la boca que corresponde a los ojos violentos, sino escapadas, prodigándose dulcemente de la boca dibujada sobre la barbilla partida —un poco gordezuela— que Felisa muestra mientras musita un nombre, Anselmi, con amor, con delicia… Y la patética historia llena la estancia despacho humilde, pero docto, abarrotado de libros, casi sin espacio para el sillón desfondado tras la mesa, desde el cual sueña el señor Olmedo con la deidad que acabará habitando sobre su estantería. Añoranza de lo deseado, presencia de la bella cosa, la bella faz que todavía no está, pero que estará porque siempre estuvo en el anhelo… Y ya es muy tarde, es necesario poner fin a lo que nunca podrá acabar, a lo que ha empezado con una firmeza como si fuera un principio que tuviera detrás el anhelo eterno. Como si fuera un fugaz escape de eternidad.
En la antesala un diálogo femenino, que llega fragmentado al despacho. Por la puerta entreabierta asoma la cabeza la madre de Felisa —ojos azules, tan hundidos en órbitas descarnadas que miran, sin querer entrar. Habla con voz que no quiere sonar. Con boca que no quiere abrirse, musita…
—Es la madre de una de estas niñas. De Isabel, creo.
—Que pase.
—No quiere.
—Que pase, carajo. ¿Por qué no ha de pasar?
Y pasa, y las explicaciones quedan desoídas…
—Pregunté a doña Ariadna y me dijo…
—Siéntese ahí, en el sillón.
—Pero, señor, si yo sólo venía…
—Ahí, en el sillón. ¡Pues no faltaba más!
Y la madre de Felisa, que sólo ha visto a las chicas en la antesala, al final del pasillo oscuro, que sólo les ha dicho ¡Hola!…, entra, como cumpliendo un deber o un acto de generosidad, acompañar a la visitante cohibida, cumplir como dueña de casa, cohibida igualmente, igualmente intrusa… Y las chicas desconcertadas… Desconcertados todos, pero efectuando el concierto, ejecutando cada uno su parte, sin participar, o participando sin saberlo, sólo con ser, con adentrarse cada uno en sí mismo —excepción hecha del señor Olmedo, director…, no, acumulador y contemplador de las rutilantes disonancias—, cada uno —cada una, más bien— abismada en su… caso, situación, circunstancia. Cada una temiendo o deplorando o celebrando que haya ocurrido aquello… Esperando o temiendo o soportando que dure o que acabe… Y no acaba porque en una voz masculina clama un lamento desesperado y una voz femenina suspira por el que naufraga en la desesperación… «¡Qué negra y triste melancolía su voz revela, a su pesar!»… Y el mar ahora no es azul, es tenebroso, la borrasca se ha llevado al navegante al fondo del desamor. Y ella clama «¡Quién fue la ingrata, quién fue la impía que así su calma pudo turbar!»… Y las dos voces jurando o conjurando al destino… «De hoy más, reír. De hoy más, llorar»… Y la perplejidad, ámbito donde se disipa Elena por su ambición desproporcionada, por el gigantismo de su alma excepcional, confunde ahora, extravía como a niños desamparados a las dos madres, porque ese secreto, ese delito sangriento que se revuelve en el fondo de lo cotidiano, que no aflora jamás porque se ha creado una cáscara espesísima de deberes triviales, vitales, ineludibles para que la vida…, no, el vivir se realice sin chocar con el mundo, sin provocar la repulsa que niega el trabajo, que impide circular por la urbanización de la honra…, y aquí, ahora, grita, suscita en la mente, en las venas que laten en la garganta el secreto de la pasión, aquella fiebre que era el insomnio… Aquí, ahora, es una frase preciosa, un gorjeo de tórtola, tristísimo y bello… ¡y decente!, digno, admitido, cantado ante los padres por la bocina mágica —sobre una camilla, en un rincón— imponiendo la sugestión de formas y contactos sagradamente escondidos en la sangre más que en el alma de Antonia… Y desnudándose también halagador —aquello mismo, la pasión insensata, invencible, efímera—, mostrándose con la sonrisa engañosa de lo que fue y ya no es, con la inverosimilitud de lo que ya no es…, de lo que, simplemente, no es y pretende convencer, exigir un crédito para aquel su haber sido… y no lo consigue porque hay un rencor que lo niega… No, no, no…, eso que está ahí, patente y nos embauca con su acento falaz, que nos encandila con su soflama, que llamea, brillando como el agua en el espejismo, para una sed que no se sacia, sino que se apaga a medida que la vida misma se va apagando en el corazón de Carmina, en la hondura de las ojeras, simas en cuyo fondo chispean los que fueron ojos azules… Y todo ello es como un idioma extranjero… No eran así para Elena e Isabel las palabras mal entendidas, pero tan próximas, tan cristalinas, evidentes, fehacientes, patentes como para jurar por ellas, por su verdad. Las palabras nunca oídas descubrían el mundo para las que, en el umbral, piafaban por lanzarse al galope… Y el bajo, la voz proyecta del viejo borracho… «¡Veinte años ha que no corría un noroeste tan singular!»… Y el reloj de pared en la antesala —el mar imponiéndose con sus vientos inesperados— aún soñados, terribles —aún forjados por el alcohol, premonitorios de naufragio— siempre presente en el sueño, en el amor, en la vida el naufragio —con sus diez campanadas terminantes… Y hay un movimiento, un conato de disolución del concierto, pero la ley concertante exige el final… «¡Timón y brújula se me extravían y el aparejo se fue a rodar!»… Y quedan todavía unas notas más, unas palabras más, hasta que el disco se acaba y rasca un instante algo como una rúbrica o una conclusión… ¡Basta! ¡Se acabó!… Y el concierto sale a la antesala y se despiden, sintiéndose inseparables. Las chicas, enlazadas por su amistad, las madres, hermanadas por su estupor, por su no entender y obedecer a lo que ha ocurrido, a lo que nadie había preparado ni provocado pero que, por su singularidad, por su extravagancia en la vida de cada una, quedará indeleble, modificará en cierto modo sus vidas, sobresaliendo de lo cotidiano mecánico, con su presencia inverosímil. Con el lujo de lo superfluo, para una Antonia—, con la estridencia de lo irregular, para la otra —Carmina. Para las dos, en fin, un impacto, una colisión, una caricia, un fogonazo.
—¡Esto es pistonudo! He dicho pistonudo, no tiene por qué sulfurarse. Si no hubiera estado usted delante, habría dicho otra cosa.
—Gracias por la atención, pero no pierdes nada con adoptar la costumbre.
—Las cosas desacostumbradas hay que subrayarlas con frases de gran calibre. Le apuesto cualquier cosa a que si le leo esta cartita suelta usted una… In mente, por supuesto: se la traga, se aguanta las ganas de soltarla, pero la piensa.
—¿Qué esperas? ¡Con las pocas cosas extraordinarias que pasan!… Si hubiera una que me hiciera a mí soltar un taco, alquilarían balcones para verla.
—No es cosa que se pueda ver. Siéntese y escuche. Estaba esperando que se despidiese esa niña que todavía hace gorgoritos en la antesala… Vamos, parece que se cerró la puerta. Escucha, Ariadna. Es muy breve, es lacónica como un parte oficial, escrito a máquina por un secretario cualquiera. «Distinguido señor: agradezco mucho su sentida carta y me complace saber que puedo contarle entre los que han sido afectados por el drama que tanto nos ha conmovido… Le saluda cordialmente…». La firma no sigue a estas líneas: hay un estrambote escrito a mano. «Su carta, amigo Morano, es de las que resultan consoladoras: en la excelencia de la forma está la verdad del sentimiento. Déjese ver por aquí, estamos necesitando gente por encima de lo común. Un abrazo. Téllez»…
—Pues sí, te confieso que has ganado la apuesta. Pero el taco que se me ha ocurrido no es de asombro, es uno de los más gordos que te mereces. Si te dijera los que te adjudico, sería más que Ponerte como hoja de perejil. ¡Qué modo de desperdiciar! ¡Qué comodidad!… ¡qué!… Dejémoslo aquí.
—A ver, papá, déjame esa carta. ¿De quién es, de aquel señor que conociste en el Ministerio? ¿No dijiste que era un profesor muy notable? Debe de ser un señor que sabe lo que dice. A ver, dámela…
—Toma: guárdala entre los documentos valiosos.
—¡No, si la cosa es como para tomarla a broma! Dásela a la niña para que juegue, aunque ya ha pasado de la edad. Al paso que va, me parece que seguirá jugando hasta que sea tan vieja como su padre.
—Para algo ha de servir… Si por lo menos sirve para que juegue Elena…
«En la excelencia de la forma está la verdad del sentimiento». ¿La verdad, papá?… Tu sentimiento no era tan grande al escribir la carta como el de este señor… El señor Téllez, cuando ocurrió esa cosa horrible, seguramente se quedó hecho migas. Todos sus planes, todo lo que esperaba hacer ayudado o inspirado por su jefe —debe de ser una cosa tan… satisfactoria, animadora, tranquilizadora al mismo tiempo que arrebatadora obedecer y sentirse colmado, satisfecho, realizado al obedecer—, todo lo que esperaba hacer derrumbado y toda la confianza, el compañerismo, la fraternidad de los que hacen algo en compañía… Debió de ser una cosa atroz lo que sintió el señor Téllez. Sin embargo, en la carta de mi padre encuentra revelada la verdad del sentimiento, y el sentimiento de mi padre no fue ni un miligramo del señor Téllez… No, no lo fue, si el sentimiento se pudiera medir por gramos. Lo que pasa es que mi padre puso en la calidad de la forma el sentimiento del señor Téllez y no el suyo. Pero no es que él no tuviera ningún sentimiento: mi padre lo tenía, como yo y como cualquier persona que no fuera una bestia, pero el que puso…, el sentimiento al que dio una forma de gran calidad no fue un sentimiento que sentía, sino un sentimiento que consideraba, que contemplaba, podría decir. Un sentimiento que creaba —si alguien oyera esto podría decir que lo fingía, pero ¿quién tiene derecho a pensar en estas cosas? Mi padre no fingía, creaba el sentimiento… No, tampoco es esto: lo capturaba, lo cazaba como los que cazan perdices con reclamo o, también, lo copiaba, lo repetía como eso que pasaba en el aire cuando vibra el diapasón… ¡qué sé yo!… El caso es que se ve que es la verdad, se ve que está allí la verdad. No he leído en ninguna de las críticas de libros que vienen en El Liberal una frase que me haya dado una idea más exacta de lo que debe ser bueno en lo que se lee. Es una frase que tengo que guardar… ¡Qué enormidad! ¡Las hojas de periódicos que tengo guardadas!, algunas enteras del Blanco y Negro porque no las entendía. Y no me gustaba preguntar… porque entendía, ¡ésa es la cosa! Entendía, pero sabía que no entendía enteramente y las guardaba para cuando entendiese. Y cuando ya entendía no necesitaba volver a leerlas porque las retenía todas en la memoria, íntegras, y después de entendidas me parecía que ya podía echarlas a la basura, pero no las echaba, no podía desprenderme de ellas, y sigo sin poder: las recuerdo todas, pero esto es diferente. Estoy segura de que algún día lo encontraré destacado, enmarcado como una frase excepcional. En la forma excelente está la verdad y mi padre, que es capaz de esa perfección, no hace nada con ella. ¡Ésta es la cosa! Esto es lo horrible, esto es lo monstruoso, lo idiota, lo abyecto, lo que dice todo el mundo… ¿No es atroz que pase algo tan misterioso, tan intrincado, tan indescifrable, y que ese algo pueda ser señalado, caricaturizado, más grave que la caricatura, que pueda ser acusado ¡con razón!…? ¿Es esto posible? ¿Es que yo no lo entiendo? ¿Es que tengo que guardarlo para más tarde? No, no tengo que informarme de nada, tengo que aclarar en mí misma lo que entiendo y lo que no entiendo. Mi padre puede escribir una carta excelente, excepcional. ¡Qué lástima no haberla leído! Pero no le pregunto si guarda borrador porque se indigna: eso, él lo desprecia. ¿Borrador para una carta, qué te has creído, eso no lo hace más que el que se dispone a escribir una misiva garliborleada? —me parece oírle. Una carta se escribe como se habla… Mi padre escribió la carta como hablando con el señor Téllez. Claro que si hubiera sido hablando de verdad, habría en ella algo de lo que el señor Téllez dijera y, por lo sorprendido —agradablemente sorprendido— que se sintió al recibirla, se ve que no colaboró en ella, se ve que la encontró como un reflejo exacto de lo que para él es la verdad, que tiene que ser lo que siente él mismo… Y el caso es que mi padre le ve muy raras veces; no anda nunca por ahí con ese señor… ¿Cómo podría yo imaginar, rehacer en mi cabeza la carta de mi padre?… ¿Qué relación hay entre ellos, qué rasgo común, qué semejanza? No hay ninguna, no hay nada que salte a la vista. Por lo que mi padre ha dicho de él, este señor hace un montón de cosas, todas brillantemente y mi padre no hace ninguna. Pero no es que no sirva para no hacer nada: es que no lo hace. Le han fracasado los empleos, eso es verdad, pero ¿por qué no hace algo para lo que no se necesite empleo?… Alguna vez lo hizo, de joven, cuando el abuelo encontraba sus versos excelentes. Mi padre escribía aquellas frases preciosas que eran para las melodías de mi abuelo… no sé, algo así como sus huestes. Las acompañaban, pero no a sonar; no eran como el acompañamiento en la música. Eran su compañía en la lucha, en el drama. Los lamentos de Ariadna iban en unas notas desgarradoras, pero los versos… un solo verso descubría, destapaba como quien levanta el velo del misterio, como quien lo saca de la melodía… Cuando el mar le dice «¡Despierta, abandonada!»… Que no es lo mismo que decir, Despierta abandonada. Es enteramente otra cosa, es darle ese nombre, decirnos que ella es la abandonada, que hay que llamarle así porque ningún otro nombre le cuadra. ¿Presentía mi abuelo que iba a abandonarla tan pronto? ¿Conocería él la medida de la cuerda que le quedaba a su corazón?… Él sabía que él era el maestro, que si él no dirigía, no conducía, se acababa todo, se callaba la orquesta, se quedaba la tiple con la boca abierta y las notas divinas se escapaban como cuando una bandada de pájaros —todos los gorriones que llenan un árbol—, cuando están trinando todos a un tiempo y de pronto se callan porque algo les asusta, les amenaza. Es la presencia de la muerte lo que corta los trinos… Y eso es lo que pasó: eso es lo que le pasó a mi padre, se quedó sin el jefe, sin el capitán… ¿Le irá a pasar lo mismo al señor Téllez? ¿Será eso lo que mi padre ha percibido, lo que le ha hecho escribir una carta que es la verdad, la verdad misma?… Seguir a un capitán, servir, obedecer… Otro dato sobre el señor Téllez: dijo una vez mi padre que es un caballero y que hoy día no se sabe lo que es un caballero… ¿Qué es un caballero? Mi padre ¿es un caballero?… Claro que yo sé lo que era un caballero, pero lo que quería saber es lo que ahora falta…, no, lo que ahora sería posible para seguir siendo un caballero. La cuestión es muy idiota porque en seguida salen a relucir los juicios de las gentes sobre el que hace o deja de hacer tal cosa… Yo veo a veces que mi padre es un caballero sólo en el modo que tiene de saludar a la gente —a la gente que saluda, que no es mucha—, en el modo de quitarse el sombrero, sin afectación, sin ceremoniosidad: con una verdad, ¡ésa es la palabra! Con una verdad como si fuera un gesto de más que rendimiento, de más que cortesía, de algo como el signo de los juramentados… Más, más todavía, es el modo de hacer una cosa simple, cotidiana en una forma que sobrepasa todo… Le dije una vez a mi padre que cuando él se quita el sombrero parece que pasa el Santísimo. ¡Qué burrada!, me dijo, pero no es tan burrada; es que cuando un caballero saluda a otro caballero siempre saluda a algo santísimo, siempre saluda a lo que hay en los dos… ¿qué es lo que hay en los dos?… eso en lo que los dos están ante lo santísimo… La burrada consiste en que mi padre no cree en nada santo ni santísimo: no quiere nada con los santos. Supongo que el señor Téllez tampoco, ¿mi madre, mi abuela?…, vaya usted a saber… Pero ni doña Laura, ni creo que los de casa del señor Olmedo…, ni yo, después de todo. Yo voy cada día menos a la iglesia y creo que acabaré no yendo; pero siempre seguiré diciendo estas cosas, pensando estas cosas porque no hay otro modo de pensar, no hay otro modo de decir las cosas que uno siente santísimas… No consigo poner nada en claro; me devano los sesos con todo esto y no doy un paso…: —¿Adónde voy a parar con lo de la caballerosidad y la santidad?… Lo que yo querría saber es lo que había en aquella carta.
—Papá, cuéntamelo que le dijiste en aquella carta a aquel señor.
—¿Que te lo cuente? ¿Crees que me la sé de memoria como la tabla de multiplicar?
—No…, o sí. Probablemente te la sabes.
—¿Probablemente?… Desgraciadamente, es verdad, la recuerdo enterita. No podía yo figurarme que fuese a dar este resultado. Me esforcé en que no tuviera una línea, ¡ni una palabra!, que pudiera oler a petición. Y ya ves, ¡que me deje ver por allí!… Sí, señor, sí, me dejaré ver y ¿qué?… Lo de siempre, promesas, ofrecimientos… volver a todo aquel ajetreo para nada, para estar lo mismo dentro de cuatro días…
—Es brutal, Isabel, es inhumano por nuestra parte, pero la verdad es que no la echamos de menos.
—Será todo lo brutal que quieras, pero como es la verdad, tenemos que reconocerlo. ¡Qué raro, pasar una cosa tan importante y quedarnos como sin darnos cuenta!
—¡Es rarísimo! Cuando hace unos meses pasábamos días y noches pendientes de su capricho. No le llamábamos capricho, entonces: le llamábamos ilusión, le llamábamos las cosas más bonitas y, sobre todo, las más serias. Nos parecía que aquello era lo más importante que podía pasarle a una criatura. Vivíamos pendientes de ella, como si estuviera muy grave y no pudiéramos movernos de su cabecera… ¿Recuerdas?, aquella presencia de la muerte, que no se podía negar, que con nuestra voluntad le poníamos un continuo estorbo para que no llegase a su destino demasiado pronto, para que no se llevase, de paso, la ilusión —eso es lo que era para nosotras, ilusión, como son las de los ilusionistas, que le dejan a uno convencido de que son verdaderas—, para que no se llevase ni el menor deseo de Piedita…
—¿Tú crees que Piedita tiene deseos?
—¿Y tú, lo crees?
—Creo que tú le embutiste algunos.
—No repitas lo que puede decir cualquier hijo de vecino. No me vengas con la monserga de que yo invento las cosas, de que yo os hago creer en algo que no es más que una pompa.
—Y no es más que una pompa. ¿O prefieres consolarte diciendo que nosotras somos inhumanas?… No, si no te niego que tal vez lo seamos, pero precisamente iba a contarte una impresión que tuve el otro día. Es una cosa tonta, pero yo creo que significa mucho… El otro día, al venir, me quedé parada en la esquina y sentí una especie de tristeza por la falta del letrero…’ No sé cómo decirte, pero ¿ves?, eso es algo: el letrero falta y uno se siente triste, pero falta Piedita y uno no se pone triste.
—Sí que sabes decirlo. Claro está que en ti no tiene nada de raro, pero no se te escapa que a mí me pasa lo mismo… Se ha evaporado. ¿Por qué no pensamos en lo que estará haciendo ahora, en su viaje de novios, en su casa, que debe de ser lujosa y que no tenemos ni la menor curiosidad?… No, no la tenemos porque si fuéramos a verla sería una casa más, pero ¿qué le diríamos, cómo la comentaríamos con ella? Yo creo que no podríamos decirle nada, ni de eso ni de ninguna otra cosa: no podríamos hablarle, no nos entenderíamos. Sería como hablar a una persona con la que no hubiéramos hablado nunca… ¡Y no hemos hablado nunca con ella!
—Bueno, eso tú…
—No, no vuelvas a lo de antes. Te estoy diciendo una cosa que merece pensarlo bien. No se trata de que antes quisiéramos mucho a Piedita —tú no la querías, ya lo sé: yo la quería por las dos— y ahora no la queremos porque nos parece diferente. No, no es eso. Si fuera eso añoraríamos lo de antes, recordaríamos lo mucho que la queríamos…-lo digo en plural aunque no lo fuese; piénsalo en plural para que lo entiendas. No recordamos lo de antes porque hay cosas o hechos o actos de las personas que pueden borrar el pasado. Uno se dice, aquélla que queríamos es, era entonces, ésta que es ahora.
—Sí, ya me hago cargo. Por más que me den ganas de tomarte el pelo por el desengaño, creo que lo que dices tiene mucha miga. Es verdad, vuelvo a decirte lo del letrero: de eso podemos sentir añoranza porque seguimos creyendo que era lo que era y que ya no es, simplemente, ya no es, pero no porque sea otra cosa, sino porque ya no es.
—¿Es que somos inhumanas?
—¡Hombre, no sé!
—Pues más difícil es saber si lo es su misma hermana. ¿Tú no has visto cómo trajina doña Laura por la casa, sin echarla de menos sin titubear al borrar sus huellas transformándolo todo, haciendo desaparecer la clase, el gabinete del piano, el cuarto de Piedita?… Todo se está transformando en una casa apropiada para una pareja con un hijo… Sí, eso es lo que va a ser. Doña Laura va a dedicarse a cuidar a su hermano y al chico que se ha quedado sin madre. ¿Es que es inhumana?
—No te devanes los sesos: ni tú ni yo vamos a encontrar la solución…, pero lo que sí te digo es que van a pasar cosas. No sé qué pero estoy segura de que algo va a cambiar. No creas que es porque mi madre se haya empeñado en bajarle las faldas hasta el tobillo… ¡No te conté!… Ya puedes figurarte quién se dio cuenta en seguida… «¡Medias, eh!»… Y yo creí que iba a decirme por lo menos alguna picardía, pues no, nada eso. Me miró con cierta seriedad, con una especie de tristeza…, no, de gravedad. Me miró como si me felicitase por algo peligroso, por algo, ¿cómo te diría yo?…, fatal.
—No tienes que decirme nada: sabes que le conozco como mi bolsillo. Eres tú la que no le conoces.
—Bueno, basta con que le conozcas tú, no te lo discuto: es un ángel del cielo.
—No es un ángel: es un chico estupendo, que te quiere como un imbécil.
—¿Eso es que me quiere? El otro día me cogió la mano y me mordió un dedo. ¿Eso es porque me quiere?
—Claro ¿por qué va a ser?
—¡Me harta ese asunto del amor! Tú lo entiendes porque lees novelas que están llenas de eso: por eso no me gustan. Me cansa leer, prefiero dibujar, pintar en cuanto pueda. ¿Cuándo crees que podré ir a copiar al museo?
—No sé, tenemos que enterarnos de lo que hay que hacer para obtener el permiso. Lo que no entiendo es que te harte la idea del amor y te entusiasmes con lo que ves en el museo. ¿Tú crees que algo de eso existiría si no fuera por el amor? Claro que si te digo que todos esos cuadros se pintaron por amor no quiero decir que los que los pintaban mordiesen a la gente, pero sí puedes estar segura de que esas gentes, entre sí, todo ese mundo que nos encanta, nos encanta porque vivían mordiéndose unos a otros.
—Debe de ser verdad, debes de tener razón; por eso me revienta hasta en el cine. A ti te gustan las películas de amoríos, a mí las de aventuras, las de caballos que corren y vaqueros que echan el lazo. También me gustan las de detectives: a ti sólo las de Francesca Bertini.
—No sólo ésas, pero sí es mi preferida. ¡Tiene una elegancia! No sólo en el vestir, sino en los movimientos, en las actitudes. Felisa me ha hecho observar un detalle, en las escenas amorosas ella siempre se mantiene en una postura no precisamente altiva, pero sí situándose en una posición en la que el amante esté como ascendiendo hacia ella. Siempre, cuando llega a besarla…
A mí me revienta eso de los besos.
—¡Eres un caso! ¿Por qué te revienta? ¿A ti no se te ocurre besar a las personas que quieres?
—Sí, pero de otro modo. Eso de que se besen en la boca me revuelve el estómago. Ya sé que no se besan, pero lo parece, y a mí, cuando alguien me da un beso y me deja húmedo el carrillo, no sé qué hacer hasta que puedo frotarme. ¿Y qué me dices de algunos versos que he leído en los que hablan del deseo de besar sus labios?… No comprendo que a nadie pueda gustarle.
—Empiezo a creer que yo soy mucho más idiota que vosotras y, probablemente, que todo el mundo, porque tú sientes esa repugnancia y lo dices; yo, si lo pienso bien, también me repugna, pero lo he leído y como lo que he leído dice que es maravilloso no soy capaz de pensar diferente de lo que he leído. ¿Es estupidez o es fe? No sé, ya lo veremos… Felisa dice que Francesca Bertini mantiene una actitud altiva o elevada, yo la admiro apasionadamente, pero no se me había ocurrido definir su estilo con esa claridad…
—Felisa es algo mayor que tú.
—Sí, pero no es eso sólo. Es que Felisa se entera más de lo que pasa en el mundo. No sale de su rincón, como nosotras, pero su padre le trae más noticias porque es un hombre lleno de ambiciones, de pequeñas ambiciones que le inculca a ella… Felisa le secunda en sus caprichos, le alaba sus descubrimientos. Está esperando con tanto empeño como él mismo la consecución de esa deidad que quiere poner sobre la estantería. ¿Cómo será? ¿Será una cabeza de Venus antigua o será alguna bella Pompadour, alguna cortesana?… Felisa nos llamará en cuanto la tenga. Y ¿sabes lo que debíamos hacer? Podíamos pasar y salir con ella a la hora en que baja por la leche. Me ha dicho que todas las tardes se encuentra, a las siete en punto, a un poeta que vive por aquí. Ella le conoce sólo de vista, pero le gusta encontrarle y con eso ya le parece que son amigos.
El otoño avanzado ya, crepúsculo temprano: las seis y ya oscureciendo. Viento de la sierra cortante, invernal, pero en la luz una reminiscencia luminosa, una oposición a la oscuridad o, acaso, una tendencia a engalanarse con brillos eventuales, espaciados: primeras estrellas casi imperceptibles en el cielo límpido y abajo, en las calles, primeros alumbrados de comercios y portales… Luces con fisonomía propia, con carácter profesional, laboriosas, cumpliendo amarillamente sobre tabernas o pequeños talleres donde se desojan viejos zapateros: estridentes en las bombillas sin tulipa, señalando piezas de percal o satín. Blanca, pálida, diurnamente luminosa como saliendo de lo que no puede oscurecerse, como anunciando lo perfectamente blanco, virginal, maternal…, el manto de luz o, tal vez, el aliento, el vaho de la lechería. Las comadres del barrio, las muchachas de servicio, todas las hembras aunadas en la camaradería de sus cocinas, todas acudiendo a participar de la blancura imprescindible, como si nadie entre los viejos y adultos, entre las amas de casa o los militares, los empleados, los obreros, los ministros…, nadie pudiera pasarse sin su lactancia cotidiana. Botellas, jarros y lecheras de aluminio alineadas en el mostrador van recibiendo la justa medida. Las medidas de estaño, metal más opaco, más pesado, más estable en su forma tubular, con el asa firme para ir, de una en otra, repartiendo su contenido exacto, despachan con ligereza y las comadres van saliendo, y las chicas también. Felisa coge su lechera y sale con ella, ágil, no incomodada por el sello doméstico, humilde, necesario, prosaico por tanto, pero fácilmente superable, olvidable: leve peso que se lleva sin sentir, colgando de la mano izquierda mientras se piensa en otra cosa. Se piensa y se habla porque sus amigas, sus hetairas, camaradas que no comparten su cámara ni sus quehaceres, que vienen a su casa a compartir, a comunicar en mutuas confesiones todos sus anhelos y se entreayudan a lograrlos. Felisa con cierto orgullo o más bien con la alegría de un anfitrión que ofrece amena hospitalidad, con una solicitud del que lleva un regalo sabroso, describe o prepara la mise en scéne adecuada al bohemio, al que viene —o va: seguro del vecino del barrio, pero de ignorado domicilio viene o va al café, a algún café de los de nombres famosos, Pombo tal vez, tal vez Zaragoza, donde hay música, no rascada por algún inepto, fracasado o barato aporreador de pianos, sino difundida por violines exquisitos, místicos, profunda y silenciosamente escuchada por poetas. El bohemio, envuelto en su capa, con su sombrero blando, ligeramente haldudo, un poco ladeado, va a aparecer de un momento a otro por San Vicente: es su camino y su hora es, más o menos, las siete, luego va, no es hora de volver a su casa. Va probablemente a tomarse unas copas, cerveza o vermut, o algo más fuerte porque beben mucho: todos los poetas beben mucho, es sabido. El vino y no digamos el ron, y no digamos otra cosa que aquí, en las tabernas del barrio no se conoce, pero que seguramente lo hay en otros sitios, el ajenjo, una especie de anís que forma en la cabeza una nube opalina… Debe de ser una especie de acuario en el que fluctúan las visiones inconcebibles, las imágenes divinas, confusas…
—Sí, eso es. Parece imposible que la confusión sea divina y lo es, sin embargo. Pero es la confusión que da el alcohol: la confusión de cuando uno está despierto es la cosa más irritante. La de la borrachera es como una promesa.
—¿Cómo lo sabes? ¿Te has emborrachado alguna vez?
—Sí, claro, como todo el mundo, como vosotras. No me vais a decir que no habéis sentido nunca nada parecido. ¿Quién no se ha emborrachado en las fiestas familiares, en santos, cumpleaños, ¡Navidades, sobre todo!? ¿Quién no ha bebido un poco más de lo que le permitían? ¿Quién no ha quitado un poco de las copas de padres y tíos, de las que quedan inacabadas en el aparador, en la cocina?… Y las reprimendas y los comentarios, ¡Se va a emborrachar esta chica!…, todo sonando lejos, en la confusión deliciosa, en la indiferencia por los regaños más fuertes, en un aferrarse a la sensación, no querer desprenderse de ella, no querer ser interrumpida…
—Es verdad, Elena, todos hemos hecho esas cosas, de chicas, pero no les dábamos importancia. No nos percatábamos de que eso es lo mismo que…, lo mismo que hacen los mayores cuando ya nadie puede impedírselo.
—A muchos se lo impiden y puede que hagan bien porque sus visiones…, sus acuarios no tienen esos seres que flotan.
El bohemio no aparece, no es puntual o sí lo es, pero no infaliblemente. Tiene sus costumbres, una cosa que mucha gente considera prosaica pero que puede ser entrañable, puede tener también una levedad opalina como lo que se vive sin sentir por estar sintiendo vivir por su cuenta al pensamiento. Por su cuenta, entregado a su tarea de pensar, pero no ajeno, no olvidado ni indiferente a lo apenas percibido, sino impregnado de su aura, entonado y teñido por su clima —toda idea, toda labor cotidiana del pensamiento, llevando consigo la lluvia o niebla, el relente o el resistero de la hora en que se perfiló, se presintió o se concluyó la verdad perseguida. Así, los poetas ensimismados bajo su sombrero haldudo, pasan al lado de los trajinantes urbanos sin chocar con ellos, sin atenderles ni ignorarles. Acariciándoles tal vez como a cuerpos impenetrables, entre los que circulan, callejean leves, distantes y presentes, ajenas y participantes o, más bien, rapaces, hurtadoras de aromas, de tonos, de melodías o bramidos, sus criaturas opalinas… Aparece, al fin, el bohemio… Viene a buen paso, sin prisa. Embozado en su capa, no por el frío, sino por el negligente acorazamiento que da el embozo; por el autoabrazo en que el embozado se aísla, se afirma, se acompaña… Suave contacto de terciopelo en la mejilla y pantalla o muralla en la que el aliento se detiene y devuelve su calor a la cara. El bohemio pasa, las chicas le miran temerosas, indiscretas: casi se paran, querrían detenerle o volver atrás para encontrarle otra vez y ver mejor los detalles que se les escaparon.
—Es feo, para qué vamos a negarlo.
—Yo no os dije que fuese guapo. Tiene carácter, se diferencia de cualquiera de los tipos que andan por ahí.
—Eso sí, eso es verdad: es inconfundible. Pero es lástima que no sea un poco más… ¡qué sé yo!… Tiene, me parece que tiene un ojo…
—Sí, eso yo también lo he visto: tiene un ojo biroque.
—¡Oh!, qué exigentes, qué meticulosas. Os habéis puesto a examinarle y yo quería que le miraseis como una figura, un tipo…
—Sí, Felisa, así le hemos mirado. Nos hemos detenido en detalles porque somos detallistas, no podemos evitarlo: todo lo miramos pelo por pelo. Pero por encima de todos los detalles está la figura que tú nos habías hecho imaginar. Eso es lo que quedará, eso es lo verdadero, un tipo, un hombre especial, inconfundible.
—Un hombre, un poeta que tiene su nombre de ciudadano, Emilio Carrere… Sus poemas aparecen en las revistas, en los periódicos. Sus libros no son muchos: recuerdo los títulos de algunos… ¡esperad, fijaos!… ¿Veis, estáis viendo?… Mi padre dobla la esquina cargado con un paquete enorme. Me había asegurado que la traería a cualquier precio. Vamos, corred: todavía le alcanzamos en la escalera.
Sobre la mesa, separados, tirados al suelo con el revés de la mano todos los papeles, está la cabeza. No es venusina ni apolínea, no es tampoco hermafrodítica… Es una cabeza humana, antropológicamente humana. Todos sus rasgos son los de EL HOMBRE, correctos, sin belleza ni fealdad. No esculpidos, sino moldeados en una materia blanca —porcelana, tal vez—, brillante, pulquérrima como un tazón, como los utensilios que la higiene exige inmaculables. Sus rasgos anónimos componen una faz de pureza insospechada, inconcebida, como sólo un ser que viene, del mundo de la absoluta pureza, del ámbito de la mente, puede tener… Y lo tiene sin poseerlo, sin ser nadie que pueda llamarlo suyo. Su pureza es ser todo, de todos, y la faz infinitamente ajena a sí misma, asciende en sus líneas hasta un cráneo desnudo, igualmente ajeno a toda braqui o dolicocefalia. Un cráneo que deja ver su forma y tiene inscritas en tinta azul —inscritas bajo el esmalte, incisiones, más bien, coloreadas antes de someterse al horno— casillas delatoras, indicadoras didácticamente de los múltiples sutiles, soterrados pero regulares, albergados con el orden debido a sus jerarquías, todos los movimientos de la mente humana.
—Es la cabeza de Gall.
—¡Ah!, no imaginaba… ¿Quién es Gall?
—Es el creador de la frenología, una ciencia poco estudiada: combatida, en fin…
—¡Ah! pero no es que éste sea su retrato. Esta cabeza es para estudiarla, ¿no?…
—Claro.
—Sí, chicas, sí, para eso es, sólo que yo no voy a estudiar nada en ella porque no tengo preparación suficiente, pero me gusta tenerla. Si tuviera ahí en la estantería una cabeza de Minerva, todo el que la viera sabría que era un homenaje a la sabiduría. Esto, en cambio, nadie sabrá por qué lo tengo, pero para mí es lo mismo: ésta es mi Minerva. Es la cosa en que los hombres de ahora se están rompiendo los cascos.
—Bueno, papá, el caso es que ya la tienes.
—Eso es, ahora… A ver, ayudadme a subirla allá arriba. El sillón no sé si se desfondará con mi peso, pero poniendo los pies donde se afirman las patas… No puedo subirme con ella en los brazos y pesa demasiado para que vosotras la levantéis… Bueno, bueno, ya veo que tenéis fuerzas. ¡Cuidado!… Ya está. ¿Se ve bien desde abajo? ¿No lo habré metido demasiado hacia dentro?…
—No, papá. Desde aquí, que es donde tú te sientas, se ve perfectamente.
—Entonces no hay más que hablar.
No era una cabeza de Venus, no era una imagen encantadora que inspirase delicias o ternuras: era una estricta forma humana, una presencia de nadie, de un nadie que era todos. Ahora estaba puesta sobre la estantería y allí era un objeto, pero antes de estar allí era un sujeto porque se esperaba algo de ella, se la esperaba, se sabía su existencia en otra parte y se quería traerla allí, se quería poseerla para dialogar, comunicar, gozar de su presencia feraz. Antes de estar allí estaba su promesa y ahora, sobre ella o de ella misma, dimanaría el aura de sus dádivas, de sus posibilidades incalculables. Brillaría por la noche, en la penumbra, fuera del foco de luz que la pantalla proyectaba sobre la mesa: leves brillos designarían la desnudez de su cráneo, la recta línea de la nariz compensada estrictamente por la dé la mandíbula: su esquematismo era su misterio… Y en su misterio estaba su Afrodita… Si hubiera sido una cabeza de Minerva el homenaje, el culto designaría lo clara, proverbial, terminantemente venerable. Siendo lo que era, esbozaba lo que había de ser. Su pura, virginal preñez hacía latir la esperanza. No era una cabeza de Venus, como Elena había imaginado, era una conjunción de las diosas —rara conjunción y también fatal conjunción— en la que ellas, las poderosas se potencian. Atenea añadía… nuevas joyas no, nada externo ni ornamental: añadía al cuerpo mismo de la deseable, ¿senos, cabellos?… ¿Aumentaba las madejas recogidas al salir de la concha?… Aumentaba zonas, lugares de placer, ámbitos de fecundación. Afrodita potenciaba o caldeaba los rigurosos lineamientos, los postulados, las ecuaciones, los signos infinitos que, sin ella, permanecerían pasmados en su infinidad y, con ella, hervían, tensaban los nervios, el instrumental orgánico del hombre —de los hombres, de cualquier hombre sentado a su mesa de estudio, de meditación, de ensoñación. La cabeza esquemática tenía la virtud más conspicua de Venus, la más noblemente afincada en la libertad humana, el deseo… El movimiento apetitivo que salta sobre la necesidad, que va hacia su norte, ¿como la «duramente enamorada»?… Ésta es la cuestión. El norte, necesario, forzoso, y la dura y callada piedra ¡amándole tanto!… El hombre, movedizo —mortal por lo tanto, sujeto a principio y fin—, queriendo aprender de ella la fidelidad, la firmeza, porque mortal, sabiéndose finito, y sintiendo en sí la ligazón en que su materia se ama, se mantiene y defiende confiando —olvidando, de tanta confianza— el lazo forzoso, salta sobre él, salta a su más allá con el deseo de procrear en un allá al que no va a alcanzar, pero que tendrá como una rúbrica incanjeable, el signo de su dádiva… paternal…, maternal tal vez porque el deseo es largamente albergado y alimentado de la propia sustancia y confiado a los que están hechos de la misma materia que se ama a sí misma… Confiados, aunque la dádiva no aporte nada a lo real, aunque no sea más que un legado de esperanza, una ensoñación que se entrega o se comunica, y que no tiene de positivo más que el tono, la composición armónica del ser que va a seguir; la tensión más bien, el germen del deseo hacia el allá amado… anhelado en la noche, detrás de la mesa, alumbrado por la pantalla verde, traspasando la penumbra con la mirada hasta acariciar el numen dilecto… Todo esto, todo este fárrago de ultimidades, de esencias, nadando en la opalina embriaguez del bebedor de sabiduría —quiere decirse del que la goza, la prueba apenas con los labios, en tabernas humildes, porque todo esto pasa, acontece en el reino de la humildad. Esta antítesis es el intríngulis porque la humildad reina allí. Reina, está en su sede, en su silla: no pretende desertar de su reino, traicionar a sus fieles por un trono advenedizo. Está en su sede porque sabe que allí está su tesoro, allí está su hontanar de futuridades en el que se abrevarán los soberbios… Hay en el barrio cantinas para los que viven con sed.
—¿No te dije que iban a pasar cosas? Ya están pasando.
—Lo que ha pasado sin sentir es el invierno. Hemos terminado el curso gloriosamente. ¿Es eso lo que quieres decir?
—No, yo a eso le llamo decentemente, nada más, porque no tiene nada de extraordinario. Vinimos a casa con nuestros respectivos premios, como dos niñas aplicadas que somos. Lo que te digo que pasa es que andarnos con gente, vamos a sitios adonde no íbamos antes.
—La aparición de Montero, providencial, como tú dijiste.
—Y lo repito, es un ser benéfico no sólo para nosotras. Él se propuso sacar de Zamora a su maestro y lo sacó. Debe de tener agarraderas, pero no creo que sea un chico de gran posición.
—No tiene una peseta. Lo que tiene es una posición, una actitud como si la peseta no existiese. Y, sin embargo, no, no es eso porque yo le he oído comentar con doña Laura la conveniencia económica del traslado de don Manuel. Le ha contado ce por be las ventajas que obtuvo con la venta de la casa: creo que fue él quien corrió con todos los trámites. No existe la peseta para él, no quiere o no necesita nada para sí mismo. Parece ser que no come, pero come: le he oído contar dónde, cuánto y cómo come. Cuánto le cuesta, cuáles son las cosas mejores y más agradables, lo que es más higiénico, lo que es más apetitoso, todo, de todo habla, de todo entiende.
Y todo lo juzga. A nosotras nos tiene fichadas.
—¿Se da cuenta de que nosotras le fichamos a él? Yo creo que sí y creo que no le molesta. Pero no es que lo tome a juego, no es que lo torne a broma: lo toma como un juego en el que vamos a ver quién gana.
—Bueno, no va a ganar nadie porque si ganase alguno se acabaría el juego y no se va a acabar. ¿Ves?, ésa es la diferencia de ese juego con el que se trae Felisa estudiando a su poeta, sin cruzar palabra. Uno le mira, le observa cada día un detalle, cosas sueltas que no se continúan como lo que se dice hablando. Porque, si le mirásemos como lo que se mira en los escaparates, le veríamos pelo por pelo, pero no veríamos el efecto que hiciesen en él nuestros descubrimientos.
—Eso es, eso es, él los registra: responde como si los estudiase por las noches y se trajese la lección preparada al día siguiente. Claro que nosotras hacemos lo mismo. Yo creo que hacemos más porque no es sólo que preparemos la lección para dársela al otro día, sino que la estudiamos para nosotras mismas. Aprovechamos sus enseñanzas: nos larga una de ésas que acostumbra y nos quedamos rumiándola, y nos la incorporamos o nos la sacudimos. Es difícil sacudírselas porque nos están a la medida.
—Todo lo que hace es la medida justa: nunca nos elogia, nunca se contonea para que admiremos sus conocimientos. Sólo, a veces, hace prodigios de agudeza, sin palabras, como el día que hablábamos de mi premio ¿te acuerdas? Yo creía que él no conocería muy bien la escultura antigua y cuando le dije que había ganado el premio porque el modelo me gustaba me miró de un modo, así como asintiendo… Yo dije, «Si me llegan a poner el Esclavo me sale una birria, pero pusieron el torso del Belvedere y me salió estupendo». ¡Qué sonrisita de aprobación! Como si me dijera, lo mismo habría hecho yo.
—Claro que entiende también de eso. Pero cuando se trata de algo más cerca de su especialidad, quiero decir de su manía, el rigor…, entonces no se contenta con miraditas. Es capaz de dejar caer algo bastante afilado.
—¿Crees que te ha dicho alguna vez algo afilado?
—No sé si será que yo lo afilo cada día un poco más. Tengo motivos para afilarlo. En primer lugar, me lo merecía por haber hecho alarde de la frasecita de mi profesor. Se lo conté como una frase curiosa. Bueno, espera un poco, yo creía —y ahora tenemos que aquilatar si lo creía o no lo creía—, yo creía que se lo contaba para que viese qué ocurrencia tan sutil había tenido. Le conté letra por letra lo que había dicho al verme solucionar un problema geométrico por procedimientos completamente peregrinos, «peregrinos» es lo que dijo don Joaquín. Y añadió «Si la geometría no existiese usted la inventarla»… ¿Recuerdas lo que dijo Montero?
—No, no lo recuerdo.
—Pues fue muy diferente de lo que te dijo a ti con la miradita aquella, que se hacia cargo de tus gustos y predilecciones, como si hubierais hablado de ello largamente. A mí me dijo, casi sin mirarme, ladeando un poco la cabeza como en las situaciones dudosas, «¡Cuidado con el paraguas!».
—¿Con qué paraguas?
—Es una frase hecha. Se dice del que cree haber inventado algo y resulta que está inventado hace siglos.
—Pero ¿tú crees que es eso lo que quiso decir?
—Claro que es eso. Lo dijo bien terminante porque vio que ése era mi peligro y mi terror…
La bruja pasa por el jardín maravilloso y dice, «Es un jardín magnífico, pero no tiene el árbol que canta»… (de esto ya ha hablado mucha gente) y basta con eso. En el jardín se levanta una bruma, las hojas gotean, lagrimean porque el jardín quiere tener lo que no tiene… Sin embargo, ese prurito de querer tener es estimulante, en cambio una comezón angustiada, un tanteo en la oscuridad, aguzando el oído por el terror de oír detrás pasos y no saber de quién… No saber si se tiene y no querer tener ¡tal vez! aquello. Aquella facilidad, que puede ser como una dádiva del cielo, como un manjar delicioso que…, no, no llega a estar envenenado, simplemente, no llega a estar, no llega a ser. Porque no es un suplicio tantálico, no es que las cosas estén ahí, a cierta altura y no se pueda alcanzarlas, sino que se alcanzan y después de alcanzarlas… resulta que no se habían alcanzado. ¿Hay algo más horrible que la traición?… Lo más horrible en el panorama o en el arsenal o en el acervo de posibilidades que se intuyen o se presienten en la traición es la posibilidad que parece imposible, pero que es posibilísima, la autotraición… Posibilidad de plano inclinado, en la que incalculables cosas resbaladizas —la facilidad ante todo, el pequeño éxito, la adulación que a veces se asienta en algo puro y cordial, pero que igualmente suelta su aceite balsámico y resbala y hace resbalar. Todo lo lisonjero, aunque no venga de voces humanas, sino de los hechos, de las cosas mismas que se dejan hacer, que parece que han sido hechas con el conocimiento consciente, pero no: es que salieron así, brotaron seductoras, convincentes y resbaladizas porque lo atroz es lo agradable del resbalar en la confianza… Resbalar y caer y despertar en la decepción mortal. Porque la decepción es eso, venir uno con sus vivencias, con lo que creyó su vida o su vivir y encontrarlo muerto…, no encontrar que se ha muerto, sino que nunca fue vivo de verdad, que vivimos la mentira de lo aparentemente real…, no, de lo realmente real como es real el espejismo, es realmente espejismo…, pero que allí donde creíamos que estaba no estaba… Y entonces ¿cuál es el camino? Huir del plano inclinado, acometer la calzada ascendente y vencer dificultades. Pero las dificultades también pueden ser engañadoras. No son resbaladizas, son dédalos, laberintos de espejos, en los que la voluntad, el más tenaz empeño puede perderse por tomar la revuelta errónea, por creer que lo difícil, aquello que se está viviendo con pasión —con deseo de posesión— es la compleja riqueza del enredo y que con una paciencia infinita —porque la paciencia es de las cosas que se hacen sentir como infinitas— se puede deshacer el nudo, pero no se deshace porque la uña —el instrumento que da a cada cual la natura— no es suficientemente apta ni bastante fuerte ni bastante aguda ni bastante sutil, adecuada al caso, eficaz, ligera como para no dejar pasar el tiempo en vano, como para no llegar a la situación de comprobar, también ahí, la negación de la tarea, como para no chocar con la frontera de la nada irrespirable.
—Me dijo lo del paraguas yo creo que para cortarme un poco los humos.
—No, no seas aprensiva. Te dijo eso, que es una cosa bastante difícil de entender, sabiendo que ibas a pescarla ¿comprendes? Si él hubiera creído que tú no habías pensado nunca en ello, te lo habría dicho de un modo más explicativo. Te habría dicho, «Tenga usted cuidado, no vaya a inventar el paraguas». Pero te dijo sólo ¡cuidado con el paraguas!, que es como dar por sentado que a ti eso no se te escapa. Montero no es capaz de una frasecita insidiosa… ¿Por qué le llamamos Montero? Es antipático emplear el apellido con un chico —aunque sea mayor que nosotras, es un chico joven—, un chico que frecuentamos tanto, pero la verdad es que yo no sé su nombre de pila.
—Yo tampoco, pero no es Miguel ni Gabriel ni Rafael, por muy angélico que le encontremos. Montero es un nombre muy común, se oye muchas veces, don Fulano Montero, pero en él más que un nombre parece un cargo, un título de categoría, algo así como Montero Mayor… Como si llevase detrás muchos perros olfateando… Pero no es por eso por lo que le llamamos Montero, es porque ha sido el primer chico que nos ha hablado de usted. Cuando se lo caricaturizó doña Laura le pareció que le quitaba un mérito. Le pareció, además, que era a nosotras a quienes nos privaban de algo que merecíamos.
—Eso es, sacó a relucir lo del inglés, dejando sentado que era más correcto. Tuvo la esperanza, ¡el pobre!, de que con él hablásemos en inglés a los cuatro días. Menos mal que Felisa se negó en redondo. Como a ella le hace estudiar tanto su padre, tiene un pretexto, pero nosotras… La verdad es que estamos atrasadas. Bueno, yo estoy en la cartilla: tú no necesitas estudiar porque lo que no sabes…
—¡Vamos!, decídete a mentarme el paraguas.
—¡Oh!, déjate de tonterías. Eso se te ha quedado atragantado.
—No lo creas: es lo que mejor he digerido… ¿Para qué ha venido Montero?… ¿Para qué ha nacido Montero?… Para mentarme a mí el paraguas… ¿Recuerdas ese cromo que vimos en la librería escolar? El ángel de la guarda va detrás de unos niños que se disponen a cruzar un puentecillo de tablas… El ángel es enorme, es precioso, luminoso, pero se supone la tranquilidad, la ligereza con que van tan contentitos, los niños inocentes… No sé si está en el cuadro o si es que yo lo perfecciono en mi memoria, pero es tan realista, ¡es tan real! la sonrisa, el ramito de flores, que se ve —o se debe ver— las tablas carcomidas, algunas ya sostenidas por una astilla… ¿Para qué ha nacido Montero?… Para decirme a mí ¡Cuidado!, no ponga usted esa carita inocente hablando de sus triunfos… Más vale que mire dónde pone el pie… Luego, al salir me dijo que iba a traerme un montón de libros.
—Me voy doña Laura. Me voy ahora, en el rápido de las cinco. Mañana llegará Ramón.
—¿Se va usted, Montero? ¿Llegará usted a Zamora antes que Ramón salga de allí?
Un intercambio de miradas… Cuando el diálogo es inteligente, cuando es una rápida captación de ideas y hasta una rápida discusión y hasta una violenta disputa; cuando es cosa de ideas… Las miradas pueden ser brillantes vislumbres, como el foco que se manda con un espejo, que pasa y deslumbra, pero ilumina, cuando es cosa de ideas… Cuando es cosa de hechos, de dramas, de cosas que se puede hacer, que se puede temer…, también es rápido y luminoso, también es deslumbrante, pero como las luces marinas, como las señales a través de océanos nocturnos. Y el juego o intercambio no es disputa en busca de lógica o consecuencia: es súplica o corroboración. —Vaya usted, ¡por el amor de Dios!, vaya usted en seguida. —Ya voy, voy corriendo: no tiene por qué angustiarse… Yo estaré allí… No pasará nada… Y las miradas se recogen después de haber cumplido. Casi con rubor de haber dicho tanto, casi con temor de no haber dicho bastante. Y un apretón de manos suave, ligero aunque un poco demorado entre preguntas y encargos.
—Los cuartos están preparados: no sé por qué ha de venir solo el niño.
—¡El niño! Ya verá usted a dónde ha llegado. Créame a mí, es mucho mejor que venga solo. Aquí le dejo los libros para Elena.
El montón de libros es un libro, Humillados y ofendidos. Un pequeño privilegio, efecto de una conjunción feliz. Nada absurdo como pedir peras al olmo, ¡todo lo contrario! Se trataba de un florecimiento circunstancial, pero la flor era la que correspondía a la ley del árbol… Y la feliz circunstancia era la única cosa o situación o albur o carambola que puede producir, en grandes o pequeñas dosis, felicidad. La única cosa —claro que no es cosa— que consiste en un entendimiento, en una percepción certera, seguida de una respuesta magnánima. Simplificando, la circunstancia en que uno ve cómo o quién es otro y trata de hacer que siga siendo como es y quien es. Por haberse dado esta conjunción feliz, era soportable la salida matutina hacia Fuencarral, el tranvía lleno, abarrotado de un fraternal cansancio: no el cansancio de después, sino el de antes. El de antes de comenzar la jornada, jornaleros todos, no por el jornal estipulado, sino por la invariable tarea de ver comenzar la luz —neblina, escarcha o aurora sonrosada—, alzarse el mediodía con sus olores, su aflicción bajo el diafragma y su deseo del pequeño placer, del pan o el vino o la fritura o el irresistible estímulo del chorizo, la llamada de las especias ancestrales. Y decaer luego y el cansancio ser ya casi un recuerdo, que se dejaría adormecer si no fuese por la amenaza —la cierta, la infalible amenaza— de recomenzar al alba… Todo era soportable porque pequeños privilegios rompían la monotonía a veces. Esperados ya a diario —puesto que el primero se había producido— y cargados, más que de esperanzas, de recuerdo, abrillantados, sublimados por lo que significaban como presencia del pasado.
—Usted, Morano, que le gusta la música, han mandado unos palcos al Negociado de Bellas Artes. ¿Quiere uno?
—¡Oh!, con mil amores. Se lo agradezco infinito.
—Son de los de arriba, pero creo que no son malos.
—Son los mejores, para oír bien.
Eso fue la primera vez, y luego las otras ya se redujo a pasar por delante de la mesa y, con una sonrisa de picardía filial, dejar caer sobre el expediente un papelito rosa o azul, según correspondiese al Real o al Español. Y así seguían pasando cosas. Una nueva noche de emoción para las chicas —las tres inseparables—, una cosa que pasaba, un acontecimiento. Para Ariadna, más que una evocación, una resurrección o una invocación mágica, una repetición de los datos materiales: las luces, la felpa roja del palco y los bombones, sobre todo los bombones. Las conocidas y sorprendentes cremas encerradas en la cáscara dura de chocolate, el fondant blanco, la vainilla amarillenta y la frambuesa rosada… Todo era palabras de amor. Eran como notas que no se oían, pero se sentían: se recibía su sabor como una palabra y se respondía con el asentimiento del gustar, paladear, desleír hasta el último vestigio del sabor, hasta borrarlo, consumir el último resto, perseguir con la lengua por todos los repliegues de las mucosas la estela del perfume hasta comprobar su extinción, hasta quedar en el sabor neutro de la propia lengua que se reconoce en su casa y desea uno más, desea romper otra vez la cáscara de chocolate amargo y desleír una nueva crema y oír aquellas notas, que fueron como canción de cuna. Los clásicos, venerables acordes eran voces de infancia, que habían crecido con ella, habían llegado a ponerse de largo, habían llegado al ramo de azahar… Claro que también habían llegado al velo de luto, pero esto —por ahora— había que sobrepasarlo, contener los recuerdos, no dejarles derrumbarse hacia el infortunio que parecía superado… Parecía absolutamente vencido allí, en el palco minimizado entre la exuberancia dramática de Verdi… En casa quedaba la que no creía en las cosas que estaban pasando. No, la pequeña mejora de posición, amenizada por los cordiales privilegios… No, no, no… No había por delante nada serio, como es un escalafón, como es una seguridad ante los cambios caprichosos —imprevisibles, incomprensibles— de la política. No, no, no… Una posición apoyada en la simpatía, en la vanidad de una carta bien escrita: tal vez en el conocimiento de los viejos versos que sedujeron al maestro, al marido genial, que dejó todo en el aire para que se lo llevase el diablo… Las cosas que pasan toman giros imprevistos. Felisa no quiere bajar por la leche a las siete. Ha abandonado su hora vesperal, que era como su palacio, su mansión en la que señoreaba por su particular señorío. Por su aire, que daba al abriguillo de paño ordinario, a las medias negras de algodón, no siempre intactas junto a los talones… a todo el indumento de extrema modestia un porte de señorita —señorita entre las comadres, entre las urbanas, aunque campesinas, maritornes— que inspiraban una respetuosa simpatía porque su señorío estaba en su indiferencia a la pobreza, en su elegancia en la pobreza. Y de pronto Felisa esquivó las siete de la tarde, abandonó la acera de San Vicente, el trozo más sombrío —comercios miserables, vinateros, hojalateros— por donde se encontraba con el bohemio. El bohemio hundido en el olvido, suplantado en su interés por otra figura más interesante o, tal vez, contemplada, esperada, espiada de un modo más interesado.
—¡Vaya por Dios!, se ha puesto tonta con el alemancito ese.
—¿De dónde te sacas que se ha puesto tonta? Le gusta, está enamorada, no sé si mucho o poco, pero en fin, está enamorada.
—Pues eso es haberse vuelto tonta. No acordarse de nada, estar ahí pendiente del vecinito que toca el violín… ¿No te parece una cursilería?
—No, no me lo parece.
—Ah, claro, es una cosa muy seria. Ahora Felisa tiene un pretendiente. ¿No es eso?
—Sí, eso es.
Entran en escena los hombres, con papeles muy diversos. El vecino no actúa, toca su violín al volver del trabajo y, por la coincidencia de su vuelta, por ingresar a las siete en el foco de la luz láctea —delatora tal vez de las medidas no intactas, de la lechera de aluminio—, por haber roto el clima vesperal con el foco duro, inexorable, de la realidad, había hecho huir a todos los fantasmas, había eliminado toda ideal reminiscencia con un rasgo, avasallador aunque incierto, de futuro.
Los otros son más próximos. Llegaron a la casa desde Zamora, y no la habían ganado, sino perdido en menos de una hora: en el tiempo de una centella, la decisión. Si se puede concebir un tiempo por debajo del tiempo, es decir un propósito —la acción de la voluntad, como un motor en marcha que no avanza—, un propósito fijo y al mismo tiempo pujante, obrando en un determinado sentido hasta provocar o lograr la palabra que pone en movimiento el tiempo de los hechos, de lo que hay que hacer: ¡Pues sí, nos vamos!… Y la voluntad pujante embala objetos y sujetos. El chico, ante todo, facturado a su nuevo hogar y allá en Zamora, pasando lo que nadie sabrá nunca porque saberlo sería saber quiénes eran Montero y Manuel —Laura sabía quién era Manuel, Montero tal vez ni él mismo supiese quién era. Y sin embargo, su filiación imposible hacia superflua la desconfianza. Montero era su presencia. Una presencia tan eficiente que se la podía mandar lejos, encomendarle algo. «Vaya usted, ¡por el amor de Dios!, vaya usted en seguida»…, porque se sabe que estando él presente no pasará nada. No se sabe qué podría pasar, incluso se sabe que tendrá que pasar algo, pero no se sospecha qué será porque apenas se conoce el lugar. No se ha visto el trazo de la vida dibujado sobre… Una casa en una ladera, con un jardín delante: un mínimo jardín, del que rebosa la hiedra y detrás unos palmos de tierra con las pequeñas plantas que la cocina sacrifica a diario, por donde corretean los pequeños bichos, esperando, sin saber, el mismo sacrificio… Y algo tiene que pasar allí porque lo que pasó fue un arrancamiento al que no se le consiente la dulce melancolía, sino que se ratifica con la corroboradora, radical destrucción, que aterroriza a las gallinas en sus aseladeros… La implacable devoradora que crece de lo mismo que devora, que destruye y sólo es mientras va destruyendo, porque no es mera apariencia: es algo —nadie puede cogerlo con la mano—, existe vibrando, luciendo cambiante, creciendo luminosa, intensa y densa en el momento de abrazar y poseer —poseer sin conservar, siendo solamente la sustancia de la posesión y decayendo a medida que la cosa va siendo consumida, ella misma consumiéndole si no le dan otro alimento. Omnívora, chisporroteante según la materia devorada —maderas que chascan al ser mordidas, telas, mantas que unen al brillo inflamado el humo negro y muselinas coloreadas y rasos carnales, rosa o marfil, que dan un rápido fulgor intenso y desaparecen. Algo tenía que pasar allí, tenía que levantarse el efímero y definitivo monumento a lo que pasa… Porque había acontecido lo intolerable, lo inadmisible para la mente —para el ser porque se trataba de cómo es lo que es—, para el humano, que es así y no quiere ser así. Y su no querer es tal que se convierte en un querer… en un creer ser de otro modo, es decir, ser, ser y no dejar de ser. Pero lo que había acontecido era que algo —alguien— había dejado de ser. Y no era cosa de ofrendarle flores, que agonizan lentamente. Había que hacer brotar sobre el ara —la tierra que conocía sus pies, que había recibido de sus manos el agua, regada en ligero espolvoreo y les había pagado con los verdes corazones que se encaraman al cañizo—, había que hacer alzarse la efímera melena de la destrucción que tanto se parece a la vida, que se levanta, palpita, languidece y desaparece… Llegaron a la casa y se dejaron sentir. Hubo alguna visita breve y no repetida porque, aunque aceptada cortésmente, suprimida por innecesaria, y sólo la habitual asiduidad discipular, la familia acostumbrada, lo que fue nacido allí y no establecido por nada convencional…