Si Elena viene con nosotras, querrá llevar también a Isabel. No es que a mí me importe, no, pero si lo saben las otras chicas dirán… Ya dicen; no se puede evitar. Las que dicen son las envidiosas, porque si ella no fuera la primera de la clase pasaría inadvertida, pero como lo es dicen que yo la distingo, y añaden, aunque…, bueno…, a pesar de…, etcétera. ¿Cómo puedo yo decirles a las chicas que a mí ese a pesar de… me tiene sin cuidado? A las chicas no podría decírselo, no podría explicárselo razonablemente —no sé siquiera si me lo explico a mí misma—, pero a las madres menos y son las madres las que lo propagan. Las chicas lo han aprendido de ellas, lo han pescado en sus comadreos, y eso puede perjudicarme, afectar a la buena fama del colegio. Ellas, las comadres, temen también que el hecho afecte, en cierto modo, a sus hijas. ¿A la fama?… No sé si será a la fama porque ¿puede afectar a la fama de unas cuantas hijas de tenderos —bien específicamente, carniceros, panaderos, verduleros y hasta el más lujosamente instalado; el electricista—, puede afectar a su fama el haber sido educadas —suponiendo que estén siendo educadas— en un colegio donde se admite a una niña de padre desconocido? ¿O será que las comadres temen que el contacto de esa niña influya en la moral de sus hijas?… Seguramente temen algo impreciso, un perjuicio vago…, igual que temo yo que sus temores perjudiquen mi fama —no la mía, claro, ya pasé de la edad—, perjudiquen la fama del colegio. Y lo temo igual que ellas porque no lo temo por mí. Es raro; ese temor por la prole en las madres es natural y yo tengo ese mismo temor por Piedita. Claro que Piedita es la prole de mis padres, es la misma prole que soy yo: no sé si será egoísmo… Pero no, no puede serlo porque, precisamente, Piedita es lo que yo no soy…, es como si ella lo fuera por mí. ¡Desde que nació fue una criatura tan hermosa!… Y me he pasado veinte años cuidándola, veinte años temblando por ella. Casi veinte años, todavía no los ha cumplido, ¡Dios mío, veinte años!… Que se los ha pasado aquí, encerrada porque yo tengo miedo…, tengo miedo de todo lo que pueda afectarla. ¿Tengo yo también miedo de eso de la fama? Claro que lo tengo, sólo que cuando uno anda con gentes de letras pone su fama en otro renglón. Y también les tengo bastante miedo a las gentes de letras… ¡Dios mío!, ¿por qué nos tenemos tanto miedo los unos a los otros? Es una enfermedad endémica de la raza humana. Y andan por ahí optimistas diciendo que es necesario desechar ese miedo, que no hay por qué, que el hombre es naturalmente bueno; que es el miedo el que enturbia las cosas. ¿Qué es el miedo? ¡Dios mío!…, ¿por qué digo Dios mío, si no creo en Dios?… Lo he dicho ya dieciséis veces, ¿por qué? Por miedo. No creo en Dios: me atrevo a decirlo, pero dentro de diez minutos vuelvo a decir ¡Dios mío!…, y cuanto más lo digo, más me repito que no creo en Dios… Porque cuando digo ¡Dios mío! es una imprecación, es casi una blasfemia… Tengo miedo de blasfemar. Pero tengo menos miedo de decir no creo en Dios que de decir ¡Dios mío!, porque si digo que no creo en Dios lo digo con un acto meramente mental que no interesa a ninguna otra zona de mi ser. En cambio, cuando estoy enfurecida, asqueada, llena de desprecio al género humano, y digo ¡Dios mío!…, qué posos, qué ponzoñas no vomitaré en esa imprecación. Las comadres se inquietan porque sus hijas traten a una chica que es hija de una mujer que la ha tenido… vaya usted a saber cómo. Y me las confían a mí, que me río de eso, de lo otro y de lo de más allá. Claro que no me río delante de ellas, eso no. La enseñanza que yo les suministro es la cosa más modosita…, ellas no soportarían dosis más fuertes. ¿Es por eso por lo que no les aumento la dosis? ¿O es porque, si se la aumentase, sus madres no me las confiarían?… Qué sé yo… Si no tuviera ese temor —el temor de quedarme sin ellas— ¿me atrevería yo a cargar la mano? ¿No tendría yo el mismo miedo que tienen sus madres? ¿No tendría yo un miedo desinteresado, un miedo por la prole de los otros? ¿Soy yo capaz —todavía— de tener ese miedo? Lo dudo… O será que tengo miedo de mí misma, que tengo miedo de repartir lo que llevo dentro y que ello, de por sí, se desarrolle, se vuelva contra mí y me dé miedo. Lo que me daría miedo, en ese caso, no sería que se volviese contra mí prácticamente —con resultados prácticos—, sino que se me pusiera delante, que se hiciera ver… Todas mis cosas son racionales, rematadamente racionales; no es que tema descubrir un fondo turbio en lo que creo cristalino… Lo que temo es verlo, simplemente, ver su…, en fin…, su faz habría que decir en este caso; su fisonomía o rasgo o gesto de desolación. Esto es estúpido porque, si sé que es desolación lo que hay en su gesto, ¿por qué voy a espantarme de verlo, cuando me paso la vida considerándolo? Es un temor muy poco decente; es el temor de que lo vean los otros, de que vean que es cosa mía porque cuando lo considero yo, a solas, no lo vemos más que Dios y yo…, es un decir, por decirlo de algún modo. Ahora no se me ocurre decir ¡Dios mío!, no, no me sale… ¡Vaya!, ya está ahí Elena, seguramente acompañada.
—Piedita nos dijo que estuviéramos a las tres en punto.
—Ah, ¿fue Piedita quien marcó la hora? Veremos lo que tarda en estar arreglada.
—¡No tardo nada! Ya estoy.
—¡Qué milagro!
—Oh, Piedita, qué guapísima estás. ¡Con ese sombrero! Es precioso.
—¿Precioso? Es un pavero de cuatro cuartos.
—Y eso ¿qué tiene que ver? El verde le va… ¿No es verdad, Isabel?
—Le va al pelo.
—¿Al pelo nada más?
Al pelo y a todo el resto… Pareces… A ver ¿qué pareces? Ah, sí, una Divina Pastora.
—¡Elena!, tienes una imaginación… Vamos, id bajando. Ahí viene el cartero.
—Señorita doña Laura.
—Sí, gracias. ¡Es de mi hermano! La leeré cuando estemos sentadas en la hierba, en el tranvía no puedo leer.
—¿Cuánto tarda el tranvía?
—No sé; supongo que una media hora. Pero más vale así, habréis hecho la digestión para cuando bebáis el agua ferruginosa.
Yo no la bebo. ¡Qué asco!, sabe a sapo.
—Tú la beberás, Piedita, que no sabe tan mal.
—Pues a mí me gusta.
—¡Elena!…
—No es precisamente que me guste. En casa, si me la dieran en un vaso, no me gustarla, pero la idea de beberla en el caño ese y, sobre todo, saber que el sabor es de hierro, que está uno bebiendo hierro.
—Sí, eso es verdad… A mí, de pequeña, me gustaba chupar las llaves.
—Ah, ¿te acuerdas? Buenas reprimendas te ganaste.
—A mí también me riñe mi madre por chupar las agujas de ganchillo.
—Ah, ¿tú también las chupas, Isabel?
—Y yo, y todo el mundo. ¿Usted no las chupa nunca, doña Laura?
—¡Elena, qué cosas tienes!
—Pero qué tontería; ni que fuera una cosa mala chupar las agujas de gancho. ¿Le parece a usted que no se debe preguntar?
—¿Por qué no, Elena? Tienes razón. No es nada malo.
—Entonces ¿las chupa usted o no las chupa?
—¡Eres imposible!… Bueno, para que te quedes tranquila, alguna vez debo de haberlas chupado.
—Eso es lo que quería saber, porque si alguien no las ha chupado nunca no puede ni imaginar lo que es ese sabor. ¿Cómo describiría usted ese sabor?
—Describir un sabor… no es cosa fácil.
—Claro que no es fácil, por eso me gustaría que lo describiese usted, o tú, o tú…, porque todas lo conocemos. A ver si yo lo describo… Es un sabor que es casi un dolor. Sí, eso es; llega un momento —cuando ya lleva uno un rato chupándola— que casi no se puede resistir; es como si el sabor fuese punzante. No picante, no; es que se hace cada vez más agudo. Algo de eso pasa con el sabor de la menta, pero la menta es siempre fría y la aguja no. También se parece un poco al sabor de la sangre, pero el sabor de la sangre es más gordo; el de la aguja es finísimo…, es limpio…
—Te vas acercando. Es posible que en el sabor de la sangre haya algo que concuerde con el sabor del hierro.
—Sí, puede que la sangre sepa a hierro, pero no a aguja.
—Parecería que la aguja fuese para ti la mejor golosina.
—¿Golosina?… No, el sabor de la aguja es como un sonido que está vibrando mientras uno piensa en otra cosa… Uno se queda pensando, con la aguja en la boca, y piensa algo del color del sabor… Ah, eso es importante, lo del color. El sabor se parecerá al de la sangre, pero el color no es ese rojo simple…, colorado. Es un rojo que a veces se ve en la iglesia, en paños, en cortinones…, un rojo lleno de azul… Sí, eso es; uno chupa la aguja y el color —o el sabores misterioso…
—Bueno, ahí viene el tranvía. Vamos, subid. No os quedéis en la plataforma. Luego acabarás de contarnos lo de tu aguja misteriosa.
El caño, dándole el sol toda la mañana; está tibio, pero el agua está fresca, aunque no muy fresca, y sabe, si no a sapo, a algo vivo, a algo entrañable, al hierro entrañado de la tierra. Sabe a algo sustancial, se podría partir el pelo en cuatrocientos —cuatrocientos es un número perfectamente concebible y el pelo se podría partir en lo inabarcable, en lo incalculable, porque son inconcebibles las venas de la tierra —son inconcebibles porque no son venas— por donde viene y se reparte luego por las venas —verdaderas venas— de los chicos que traen las madres, llenas de fe, y esa nodriza —les traen y les obligan a beber, sujetan a los pequeños contra el caño como contra la teta de una pasiega— y esa vena abierta queda fuera del recinto, su pródiga riqueza está al alcance de todos. A lo acotado, a lo regio sólo entra el que tiene una tarjeta. Hay que entrar, con ella, por una puerta y pasar por unos guardas —pasas por delante de ellos, pasas por su permiso; una ancha zona de oposición, de temor, de desconfianza… ¿Será posible pasar?… ¿Será suficiente la tarjeta?… ¿Será auténtica?… ¿No habrá caducado?… En la avenida de entrada —enorme— la grava suena bajo los pies como algo difícil de mascar, algo artificial puesto allí para dejar delimitado el suelo con aquella dureza que no suena a campo. Luego, ya no suena: se empieza a pisar la tierra, que no es blanda, pero parece suave, silenciosa, tanto que se deja olvidar. Se puede correr y avanzar por los caminos laterales, por donde no hay caminos, por entre malezas de donde surgen a veces bichos que estaban allí escondidos, pero parece que brotasen de la tierra, como el agua. Unos echan a volar, otros corren, se escurren por entre la hierba, veloces, dejando un surco —un surco dejado ya antes por ellos mismos, por sus congéneres mismos, por sus mismos— y corren como corre un chorro de agua por la arena y se meten en ella, por otro agujero. Y las flores que empiezan —innominables para el profano— se ve que deletrean la estación. No son las flores silvestres ya prestigiosas —margaritas, ancianos, amapolas— ni las más rudas —retamas, jaras, cantuesos, que nunca vendrían a los jardines señoriales—, son fioretti —al gusto de Francesco y al de Sandro—, minúsculas, exquisitas, imperceptibles para quien no las busca y las contempla, escondidas, ignoradas… De pronto, en una umbría, al volver una esquina —una esquina que no es más que un término de la espesura—, en el lugar donde da el sol naciente, donde el mediodía es cálido y por la tarde queda una luz fugitiva…, allí mismo, esplendente, recubierto de blancura de arriba abajo, un arbusto ostenta todo su lujo para sí mismo…
—¡Ah, doña Laura! ¿Qué es esto tan precioso?
—Un espino, un espinillo. No me gusta ese nombre tan tonto: yo siempre digo une aubépine.
—Sí, es más bonito, suena mejor.
—No es que suene mejor, es que dice más. Fíjate, si digo un espino blanco, miento una cosa que está a la vista: tendría que decir un alboespino y eso suena muy antiguo.
—Es verdad, habría que decirlo hablando en verso. Pero lo grave es… No, si ya sé que no se puede hacer… Lo grave es que no podamos llevarnos una rama, porque es como para sentarse delante, y estar mirándola dos horas.
—¡Oh, no, Elena!, las flores cortadas…
—¡Ya salió!… Ésas son las cosas que le enseña a mi hermanita la señora Smith.
—No me las enseña: ella las dice y a mí me parece que tiene razón. Una cosa muerta…
—Pero Piedita, no es una cosa, es una flor. Muerta o viva, imagínate cómo estarías con una corona de flores…
—Ah, Elena, qué bien conoces su flaco. A eso no te contesta.
—Es que Piedita parece más hermana de Elena que de usted. Y además parece que fuera su hermana pequeña… ¿No es gracioso?
—¡Ya lo creo!… ahora eres tú la que le pones los puntos sobre las íes a Elena.
—Y mañana usted le pondrá a ella un número diez.
—Se lo pongo siempre. No hay quien le quite el primer puesto.
—Porque tiene usted mucha paciencia conmigo, doña Laura, y además comprende todas mis cosas. Usted lo comprende todo.
—Me halaga mucho que lo creas, Isabel, pero no puedo dejarte en el error: hay muchas cosas que no comprendo.
—No, no las hay, no hay ninguna. Usted ha comprendido lo que he dicho de Elena y Piedita, y no todo el mundo lo comprendería.
—Está en lo cierto, doña Laura, puede usted creerla. Puede usted creer todo lo que diga: yo me harto de decirle que es genial.
—¡Te hartas!… Ya te diré yo de lo que me harto…
—Bueno, no vayáis a reñir por eso.
—Oh, no, esté usted tranquila, no reñimos jamás. A veces me dan ganas de darle un capón, de tan genial como es. Fíjese usted, fíjese bien en lo que ha dicho… Piedita parece mi hermana pequeña…
—He dicho que Piedita porque hablábamos de Piedita, pero todo el mundo, sea quien sea, siempre parece tu hermana pequeña.
—¡Isabel!…, tienes un ojo clínico que me está resultando peligroso. ¿Qué dices tú a esto, Elena?
—Lo que ya he dicho, es genial…
—¡Vamos, niñas!… Ya no tenéis edad de revolcaros en la hierba…
—¿De qué tengo yo edad, doña Laura?… Yo no lo sé, no lo sé. Y eso es lo que olfatea esta chica, con su genialidad. Me preguntó una vez cómo es que yo hablo de tú a Piedita, siendo tan mayor, y me puse a explicarle… No acabaría nunca… ¡Cómo bajaba las escaleras Piedita, corriendo conmigo en brazos! Mi abuela le decía ¡La vas a estrellar!…, pero a mí no me daba miedo: me encantaban las fuerzas que tenía. Me llevaba con un solo brazo y yo debía de pesar ya bastante… Tendría unos dos años y ella unos doce, ¿no es eso?… Es mayor la diferencia entre nosotras que entre Piedita y mi madre… Cuando ustedes vinieron a la casa Piedita tendría poco más de tres y mi madre unos nueve. Entonces era mi madre la que bajaba por ella y se la subía a casa… La subiría también corriendo, aunque eso ya es más pesado, pero también es menos peligroso… Es raro, pero ¿puede usted creer que recuerdo tan claro cuando mi madre subía cargada con Piedita como cuando Piedita bajaba corriendo conmigo en brazos? ¡Igual, completamente igual!… La luz de la escalera hacia arriba o hacia abajo, y eso repitiéndose durante tanto tiempo y los pequeños cambios… No, pequeños no, grandes y bien grandes, pero tan lentos como el minutero…, un minutero que en vez de medir minutos midiese años. Y las modificaciones del tú y el usted, delante de las discípulas… Piedita llamando a mi madre doña Ariadna. ¡Qué cosa horrible!… Y todas las cosas que pasaron en la casa, que parecía que siguieran pasando porque se hablaba de ellas a todas horas, la catástrofe de mi abuelo, la llegada de mis tíos. Y luego la de ustedes… Recuerdo perfectamente una cosa… ¿Dirá usted?… La instalación del letrero en la barandilla de los balcones…
—Pero Elena, cuando nosotras llegamos a la casa tú no habías nacido.
—Es verdad, claro que es verdad, pero sin embargo yo lo recuerdo… Y no es como lo que recuerdo de cuando mi madre corría con Piedita por las escaleras, no. Esto lo recuerdo con una seguridad, con la seguridad de haberlo visto… Pero ¿cómo puede ser?…
—¡Ah, sí! Elena tiene razón. Ahora recuerdo yo el letrero que teníamos al principio. Era una especie de lienzo o de hule, con letras pintadas y luego pusiste el letrero blanco, de media caña.
—Eso es, Piedita, tenías que recordarlo porque lo que yo recuerdo es que me tenías en brazos y mirábamos a los hombres descolgarse por el balcón para sujetar el letrero, y nos daba miedo que pudieran caerse… Y luego nos mirábamos desde la calle y nos parecía tan bonito…
El jardín, el espino, la primavera no quedaban abolidos, no quedaban olvidados: quedaban incluidos en la casa, en la historia de la casa. Aquí, en el momento presente, estaba todo aquel pasado como si sólo se pudiera ver desde aquel entonces todo este ahora… Como si sólo pudieran verlo los que componían aquel tejido de recuerdos, los que ante aquella primavera, arrancando aquellas florecillas, hierbecillas, piedrecillas… recordaban todo el camino seguido… El canino, no todo él era risueño, pero siempre digno de fidelidad, siempre grato, melancólicamente grato: dolorosamente, trágicamente, monótonamente, risueñamente, sombríamente grato. El camino había sido una cadena de contactos que se eternizaba, fuertemente eslabonada… Y, sin embargo, en este ahora, algo quedaba fuera de la cadena, alguien que en el presente era tan real, tan fiel al presente, tan participante de lo que se está dando ante los ojos; alguien que tiene vivido su camino con tanta devoción… Pero cuyo encadenamiento no posee tan lejana regularidad… No puede esta otra historia mostrar sus eslabones, sus escalones subidos, porque en ellos no hubo diálogo, no hubo broche, no hubo respuesta continuada… Hubo temor, vergüenza —es difícil pensar claramente ese concepto, vergüenza—, soledad. Era un pasado no compartido, del que no era posible decir ¿recuerdas?… No era posible decirlo, pero aunque no llegase a sonar la pregunta, había una respuesta firme… Había una mirada vigilante —dominante, eso es cierto—, allanadora de obstáculos, demoledora de todas las barreras. Una mirada que se atrevía a decir «¡Recuerdo! Yo recuerdo tus recuerdos, yo los adopto, siempre que tengas confianza…». Por esa mirada, por esa confianza se podía seguir, se podía tolerar los motes irónicos sin mansedumbre, sin humillación… Se podía emplear la pelea al modo masculino, rodar por el suelo, como los chicos ruedan en sus luchas callejeras… Y la mirada dominante imponía otro punto de vista, llevaba a la otra mirada hacia un lugar novísimo, sin recuerdos… ¡Mira el barquito del telekino! —dijo mira, no mirad—. ¡Míralo allá, en la otra orilla del lago!… Mi padre me dijo que no dejase de verle… Será ése, ¿no, doña Laura?…
—Sí, ése debe de ser. Desde ese pabelloncito de ladrillos es desde donde lo conducen.
—¿Y va solo?
—Completamente solo.
—¡Cómo me gustaría ir en él!
—¡Piedita! Tú, que no cortarías una flor, le quitarías al barquito todo su misterio.
—No le quitaría nada. Yo iría en él y me dejaría llevar.
—Yo no iría. Lo que a mí me gusta es verle desde aquí. Fíjate, Isabel, mírale cómo va solito…
—Bueno, niñas, es hora de merendar. Te dije, Elena, que no trajeses nada. Aquí tenéis bocadillos de ternera y mandarinas.
—Es que quería que probase usted estas mediasnoches: son originales.
—¿En qué consisten?
—Son simples mediasnoches, con un buen pedazo de chocolate dentro y puestas al horno.
—¡Oh, qué buena idea!
Entonces, el barquito siguió paseándose por el lago. Vino acercándose, luego evolucionó un poco y por fin llegó al pabellón de ladrillos como vienen los cisnes a comer en la mano… Y los bocadillos eran exquisitos. Estaban hechos con rajas de ternera a la cacerola y algo de la salsa había empapado el pan. Tenían un sabor muy casero; allí, al aire libre, recordaban la cena, el rebañar del plato… Había que beber agua —la fuente allí mismo— para experimentar las mediasnoches, tostadas y traspasadas por el chocolate… Y el barquito emprendía un segundo giro, y la quietud y el silencio eran tan grandes que se podía escuchar el absoluto silencio que le conducía… Y las mandarinas se desnudaban fácilmente, se desprendía la cáscara y sonaban al romperse las venillas que la sujetaban a los gajos. Y el olor, casi floral, perfume que barría los sabores grasos, densos, remataba el acto de comer, lo recubría con su limpieza —aquí no ha pasado nada—, todo se difundía en la estela de una sensación depurada…
—¡Ah, se me olvidaba leer la carta de Manolo! Y por el peso, es todo un cartapacio.
—Entonces, mientras usted lee, ¿damos nosotras una vuelta alrededor del lago?
—Bueno, pero no os vayáis lejos.
—Y ahora cuenta, ¿qué hay del asunto?
—Yo creo que es un hecho.
—¿Y te deja tu hermana?
—Sí, la señora Smith la ha convencido. Le ha dicho que me necesitaba, que no encontraba otra pareja para su Leandro… Leandro no es su hijo, no. Su hijo es Sansón, un bruto: se le ha metido en la cabeza que él tiene que ir de Sansón, porque le va al tipo.
—¿Y la niña de la señora Smith, tu discípula?…
—Ésa va de Ofelia, también le va como un guante. En cambio, la señora Smith, que es muy guapa, se va a vestir de vieja. Figúrate que, para que las chicas no vayamos solas, han ideado ir ella, su consuegra y una amiga, de Parcas. La carroza figurará por la parte de delante una gruta, y allí dentro irán las tres Parcas, hilando, con unas batas grises, finas como telas de araña y melenas blancas hasta el tobillo. Encima, como si la gruta estuviese en una montaña, en la parte más alta va un Cupido, apuntando con la flecha.
—Y el Cupido ¿quién es?
—Nadie, el Cupido es de cartón piedra. Lo hizo un empleado de su fábrica en Valencia, un chico que hace allí fallas. Y va a hacer también las rosas de papel, cientos de rosas de papel que caen desde el Cupido en guirnaldas y envuelven a los amantes célebres. Cada pareja va como atada por una guirnalda de rosas… Hasta los caballos, cuatro percherones blancos, llevarán como riendas guirnaldas de rosas.
—¿Y quién los guía?
—Ah, ese problema costó mucho resolverlo. No quería la señora Smith que hubiese delante un par de cocheros que quitasen la vista al grupo de las Parcas y se le ocurrió poner, sentaditos al pie de la gruta, a dos chicos pequeños, vestidos de amorcillos —con camisetas de color de rosa, puedes figurarte—, que llevasen cogidas las riendas, pero claro, los chicos no pueden guiar los caballos, entonces se le ocurrió poner a cuatro muchachotes —no sé de dónde los sacará— que vayan a pie, vestidos de faunos, llevando a los caballos de la cabezada.
—¡Pero es fantástico, Piedita, es fantástico!… Aquí no se ha visto una cosa así. Claro, la señora Smith debe de haber aprendido esas cosas en Niza y en tantos sitios como ha recorrido. Creo que ha estado en el Japón, ¿no?…
—Sí, vino loca. Quería haber hecho un dragón como los que hacen allí, pero no la secundó nadie porque no tiene lucimiento para los que van dentro.
—Claro, claro. En cambio, en esto vais a estar deslumbrantes. Bueno, como guapa ya sabes que vas a estar en primera fila, pero también tienes que estar animada, tienes que hablar… ¿Cómo es tu Leandro?
—Pues no está mal; rubio, delgadito, muy alto. La señora Smith le rizó todo el pelo con sus tenacillas. Él no quería dejarse, pero le agarró… Mi hermana dice que es una mujer frívola, pero está en un error: se interesa mucho por el ocultismo.
—¡Ah!… No, no vayáis por ahí derecho. Damos un poco la vuelta y llegamos por detrás al bosquecillo donde está el espino: tengo una idea.
—No, Elena, podemos vernos en un compromiso si te lo descubren.
—No podrán descubrirme nada porque no habrá nada cubierto.
—¿Y entonces?
—Entonces, quítate el sombrero y dame dos o tres horquillas.
—Se me caerá el moño… ¡Oh!…, ¿esa rama enorme te atreves a cortar?
—No es tan enorme y me encanta cortarla. Es lo justo para dar la vuelta alrededor de la copa. Fíjate, ¿puede alguien creer que este sombrero no fue siempre así? A ver, póntelo. ¿Qué te parece, Isabel?
—¡Fenomenal!
—Pero ¿voy yo a atreverme a pasar con esto por delante de los guardas? Además, mi hermana no lo va a consentir.
—Tu hermana ni lo va a notar.
—Te apuesto…
—Lo que quieras.
—Hemos tardado un poco: creería usted que nos habíamos perdido… ¿Malas noticias?…
—Muy malas.
—¿Manolo?
—No. Magdalena… A estas horas ya deben de haberla operado y la cosa es grave, muy grave…
No me atrevo a decírselo ni a Isabel, aunque no sé si se lo debería decir…, no sé. ¿Es mejor hablar de ello o no hablar?… Si se lo cuento a Isabel, la meto en el conflicto, si no se lo cuento no sé si en su cabeza se ha producido el mismo lío. Sospecho… me está oliendo a que sí, y tal vez más complicado. Lo que yo encuentro grave le parecerá exagerado, y le parecerá grave que yo lo encuentre… No se lo cuento, no quiero que me diga que es una cosa idiota sabiendo, como sabe, que no es idiota. ¿Quién podría entenderlo mejor que ella, después de haber visto lo que pasó?… Doña Laura acongojada —seguramente lloró a mares mientras nosotras dábamos la vuelta al lago— por la enfermedad, por la muerte, es bien probable, de su cuñada… ¿Cómo será Magdalena?… Datos…, el chico, Ramón, es muy guapo, dicen, «tan guapo como su madre»… Y don Manuel, «Manolo, enamoradísimo de Magdalena»… «Para Manolo sería fatal»… «No lo soportaría»… Sí, todo eso es Magdalena. Si se muere —porque tal vez no pase la operación—, ¿qué harán todos ellos?… ¡Qué oscuridad les caerá encima!… No me imagino cómo se quedarán el padre y el hijo, pero a doña Laura, que adora a su hermano, me la imagino sollozando, enlutada… Esto es lo primero que imaginé, Piedita de luto… La persona más ignorante o la más malvada o la más egoísta tiene que darse cuenta de que la muerte de esa señora es mucho más importante… más impresionante… No sé, no sé decir lo que es, pero yo lo siento como el que más. Yo veo que es trágico, que es suficiente para dejarle a uno apabullado, y, sin embargo, yo pienso en Piedita de luto… Bueno, lo que pienso no es cómo va a estar, sino cómo no va a estar…, cómo se va a hacer imposible todo lo que está pensando ahora… Lo que más me angustia es que no ha sucedido como cuando ocurre una catástrofe. Si esa señora se hubiese muerto, todos estaríamos tristísimos, aterrados como si hubiéramos visto hundirse medio mundo. Todos estaríamos como si se nos hubieran hundido cosas propias, cosas diferentes, pero iguales en eso de hundirse… Y como uno tiene el sentido de la proporción, hasta en las cosas que no se pueden medir… Un caballo es mayor que un perro, pero se puede sentir más la muerte de un perro que la de un caballo… Y en estas cosas uno tiene idea de la medida, no porque nos lo hayan enseñado desde pequeños, no, si fuera eso solo…, pero no lo es. Es que todos hemos medido las cosas dentro de nuestra cabeza, hemos imaginado todo lo que puede pasarnos y, cuando les pasan a los otros las cosas que hemos imaginado, ya sabemos… Por esto, si hubiera ocurrido la catástrofe, todos estaríamos pensando en los que habían perdido más… pero no ha ocurrido. Eso es lo difícil de calcular… A esto, me dirían…, ¿quién me lo diría?… ¿A quién podría yo irle con esta historia?… Sólo a Isabel, claro, pero no quiero irle con ella por… Creo que no podré menos de ir. No podré soportar yo sola este problema… Problema, calcular… la gente se asusta cuando uno emplea estas palabras, como si les mentará a la bicha… «¡Pero esta niña, cómo habla!», dicen… Pueden irse al cuerno… Isabel entiende estas cosas, lo que quiere decir que acabaré contándoselo. Si no se lo he contado ya es porque sé que hay en todo ello algo que no le gusta nada, pero nada… En fin, es el caso que la catástrofe no ha ocurrido, todavía, pero está ahí; se va a saber de un momento a otro si ocurre o no ocurre… No, no, si ocurre en seguida lo sabremos, pero a lo mejor estamos muchos días sin saber en qué queda la situación… Bueno, aquí hay dos cosas; tengo que plantearme el problema bien claro, calcular todo, calcular hasta el mínimo detalle… Hay un inconveniente y es que algunos detalles tendré que averiguarlos porque no quiero intervenir en ellos, no quiero fabricarlos yo. Mañana, nada más ver la cara de Piedita tal vez comprenda o tal vez no porque ella, para ella misma, ¿se habrá planteado el problema?… Si para ella no hubiese problema, eso lo vería en seguida. Si ella estuviese abrumada por la noticia, si ya no pudiera pensar en otra cosa, si diera todo por terminado definitivamente, no habría más que hablar…, pero ¿y si no?… ¿Y si está queriendo conservar la esperanza?… Es probable que ella esté aferrada a esta idea de conservar la esperanza porque eso es lo natural; eso es lo que estará pasándole a su hermana. No habrá dormido en toda la noche: habrá estado rezando… No creo, me parece que ella es de las que no rezan… Aunque puede que en esta ocasión, si no rezando, algo parecido… Y hasta puede que rezando como cualquier hijo de vecino… Pero Piedita…, ésta es la otra fase del problema —la que a Isabel la encocoraría—, ¿me interesan a mí los asuntos de Piedita como para quitarme el sueño?… No porque sean de Piedita —esto es lo que no podré nunca meterle en la cabeza—, sino porque este asunto, éste que ahora es el asunto de Piedita, es como para quitarle el sueño a cualquiera…, a cualquiera que sea capaz de perder el sueño por un problema. No hay mucha gente que se desvele por un problema sin solución —éste, si hay problema, solución no la tiene. Problema hay si Piedita está conservando la esperanza de su proyecto, cosa que no se confesará a sí misma. Yo no quiero hacer que me lo confiese a mí, no quiero que crea que yo se lo sugiero. Si ella se ha planteado el problema, trataré de ayudarla, dato está. Claro que no podré ayudarla más que a aguantar… Lo más difícil de soportar será eso, no saber cuánto va a durar la incertidumbre… Aquí hay algo tan enrevesado que no soy capaz ni de pensarlo claro… La incertidumbre es una cosa insoportable y vamos a suponer que dure diez o quince días. Según como termine el asunto, la incertidumbre se aplacará o se borrará de un modo muy diferente… Supongamos que, después de diez días de una angustia horrible, esta señora se muere: entonces nos parecerá poco lo que nos hemos angustiado, nos parecerá que ella se merecía más, mucho más de esa angustia, que era como una ofrenda que le hacíamos, trataremos de consolarnos pensando que la hemos acompañado con ella y estaremos seguros de que ella lo ha percibido, de que ha sentido nuestra despedida —me revientan esas gentes que dicen «a mí no me gustan las despedidas»…, como si fuera cosa de gustar. A nadie puede gustarle despedirse, pero si llega el caso ¿cómo no esperar hasta que el tren se convierta en un punto, y luego ni un punto?…, pero no se trata de esto ahora. Ella lo habrá percibido y habrá recibido nuestra angustia como esas cosas que ponían en los sepulcros las gentes antiguas: así quedaban en paz con los muertos… Eso es, si se muere. La angustia queda en paz, pero ¿y si no se muere?… ¿Y si después de diez o quince días se pone buena?… Claro está, se pondrán todos muy contentos. Claro, claro que sí, se pondrán todos, y yo misma, muy contentos, pero aquellos días de angustia… No, no, no…, si lo miro superficialmente, parece que es que siento haber gastado inútilmente una cantidad… No es eso, no es eso en absoluto: es que en aquellos días se murieron tantas cosas… Si no se muere, después de quince días, la alegría de que no se haya muerto no sirve para ir hacia atrás a buscar la alegría que se debía…, que se podía haber tenido… ¡Ya estoy en lo mismo! Claro que ella merecía esa interrupción que nos dejó —yo tengo que meterme en el asunto como si fuese cosa mía para entenderlo hasta el fondo—, ella merecía que nos hubiéramos quedado sin aliento, esperando… Pero ella merecía —o merece— una alegría verdadera, entera, si sale del peligro. Merece ese cambio de la luz, «¡Vaya, ya pasó la tormenta: ahora vamos a vivir al sol, todos tan contentos!»… No, eso no será así… por parte de Piedita. Será por parte de doña Laura, aunque tal vez tampoco pueda serlo porque sí doña Laura nota en Piedita ese descontento, esa especie de decepción… No, decepción no puede ser, pero sí ese desconcierto que le queda a uno cuando algo le ha salido mal, cuando quiere corregir o enmendar algo… Porque Piedita querrá volver a estos días, a esta ilusión… ¿Cómo va a poder Piedita recobrar la alegría de hoy por la mañana —de hoy no, de ayer, debe de estar ya amaneciendo—, la alegría de ella?, esto es lo que yo quiero imaginar, porque si pienso en la mía es muy diferente…, la diferencia que hay entre un retrato y un espejo. Yo siempre podré ver el retrato —la descripción de la carroza, me parecía estar viéndola y la veré, dentro de ocho días, con o sin Piedita, la veré—, ella, desde hoy mismo, en cuanto se levante se verá ya cambiada. No sé cómo será el cambio, y eso es lo que quisiera saber. Piense lo que piense, esa expresión un poco tonta —bastante idiota, dice Isabel—, un poco expectante…, siempre parece que está así, «A ver qué pasa»… Esa expresión ya no será enteramente igual. No será como cuando bajábamos corriendo por la cuestecita hacia el sitio en que estaba sentada doña Laura…, ella, con el espino en el sombrero. Parecía que corría hacia el lago… El lago estaba lejos, pero le servía de fondo azul, con el barquito blanco, solitario… No podíamos imaginarnos que íbamos a encontrar aquella cara descompuesta, llena de lágrimas… No, ni siquiera doña Laura podrá recobrar la alegría, en el caso de que haya motivos para recobrarla. Siempre sentirá que tiene algo de culpa en la decepción —alegría y decepción juntas, ¡es como para subirse por las paredes!—, en la inconformidad de su hermana, porque claro que sentiría esa inconformidad, en el caso de…, en el caso de que se deje pasar el tiempo. Ahí sí que se podría decir en el caso de que pierda el tiempo, porque es como el que puede perder el tren. La carroza va a pasar dentro de ocho días, pero no es como eso que se ve a veces en la estación, uno que llega echando el bofe, perdiendo el sombrero, y salta y le agarran desde arriba y le suben en vilo… No, aquí, Piedita tiene que estar tomando el tren desde hoy mismo; tiene que tomar el billete, tiene que decirle a la famosa señora Smith que no desiste, que va, pase lo que pase. La señora Smith no admitiría que le dijese, iré o no iré, según se den los acontecimientos… Y ahí contará mucho la culpa de doña Laura porque la decisión de desistir o continuar hay que tomarla hoy mismo y… vamos a suponer que Piedita, en su fondo, la haya tomado; antes que a la señora Smith tiene que comunicárselo a su hermana ¿qué puede pasar entre ellas si se pone a la vista la diferencia de… sentimientos? No sé, no sé si es cosa de sentimientos… Es cosa de que el sentimiento, en doña Laura, es el sentimiento y nada más, la noticia le ha caído de golpe y, en medio de su vida, tan aburrida, el sentimiento es algo: se zambulle en él y todo lo demás se le olvida. En cambio Piedita… no se me ocurre pensar que no tenga un gran sentimiento, pero vamos, yo creo que no puede echarse de cabeza a sentirlo; yo creo que lo que hará será querer quitárselo como se quiere quitar un dolor… Claro que a lo mejor no… No consigo ver claro. Yo me pregunto si doña Laura será capaz de ver… Y, si lo ve, ¿qué hace?… Porque si Piedita se entrega al sentimiento, si da todo por perdido —todo lo actual, es decir, todo lo de ayer—, habrá entre ellas una armonía. No porque se pongan de acuerdo, sino porque concuerden. Pero ¿y si Piedita quiere salvar, por encima de todo, la esperanza?… Claro que esa misma posición, ese estar agarrada a la esperanza, será la de su hermana y, ahí, ¡qué discordancia!… ¿Podrá este asunto crear la discordia entre ellas?… ¿Podrá doña Laura decirle alguna de esas frases vergonzosas —vergonzosas para el que las dice y para el que las oye—, esas frases que no es que pongan las cosas ahí delante, en cueros, sino que las tiñen de un color chabacano…? «¿Cómo puedes seguir pensando en eso sabiendo que tu hermano?»… No, no es posible que llegue a ocurrir una cosa así… Es inútil, no sé qué pensar… Ya hace rato que ha amanecido…
—¡Isabel!
—Es muy temprano para llamar, pero no pude menos. Bajé por el pan y me encontré en el portal al chico que traía el telegrama. Subí con él y doña Laura lo leyó: «Operación efectuada. Escribo». No dice más.
—Cuando no dice más, es que no ha habido desastre.
—Eso parece.
—Vamos abajo, a ver qué creen ellas. ¿Estaba pesimista doña Laura?
—Yo creo que sí, pero lo disimulaba. Me parece que por no angustiar a Piedita… Ya, ya sé lo que estás pensando.
—¿Qué es lo que sabes?
—Lo que estás pensando, te acabo de decir. Y seguramente llevas pensándolo un rato largo.
—¿Tú no?
—Sí, yo también… Eso se le ocurre a cualquiera.
—Y entonces ¿qué cara ponemos?… No es que tengamos que poner una cara compungida. Lo que quiero decir es que ¿cómo vamos a disimular que estamos pensando en lo que estamos pensando?
—¿Crees que es tan malo pensar eso?… Para doña Laura sí, claro, pero ¿es que es tan malo, es que es posible no pensar en ello? No digo tú, que tienes esas debilidades…
—Yo no tengo debilidades. No le llamarás debilidad a pensar las cosas, sean buenas o sean malas… No tengas tú esa debilidad. Me estaba resultando demasiado bonito que pensases lo mismo que yo, pero si sales con lo de las debilidades, es que no lo ves como yo lo veo. No entiendes que a mí me obsesiona como un rompecabezas que hay que componer.
—Está bien, vamos a componerlo, pero ¿cómo?
—No sé, cuando estemos abajo veremos el cariz que tiene.
Una alteración, un trastrueque de lo cotidiano hacía la cosa insondable. Diferencias en el orden del día, asumían el papel de obstáculos a la investigación… Las chicas, en la clase, escribían con orden, con silencio respetuoso. Piedita dictaba Historia de España… No quiso mandarlas a casa; ya que habían venido… Pero clase no habría porque la maestra, después de semejante noche… Así Piedita, quedó allí inaccesible… En el cuarto de doña Laura, los postigos cerrados, la puerta entreabierta permitía preguntarle en voz baja cómo se encontraba, si necesitaba algo, qué podían traerle… La asistenta vendría tarde, era necesario que tomase algo, podían bajar a la farmacia por algún calmante, preguntarían a don Luis… —Bueno, bueno, preguntadle… —Baja tú, Isabel; yo voy a hacer algo mientras tanto… Sobre la chapa del fogón la cafetera de aluminio tenía agua caliente; bastaba quitar la arandela para que hirviese y hacer la tila… Ir despacito al cuarto y echarle unas gotas del frasquito… ¡Olor tristísimo!…, tan triste que parecía imposible que sirviese para combatir la tristeza…, parecía, más bien, que, como corroboración, la consolase, la hiciera aceptable… «Este aroma exquisito es triste: destila tu tristeza en un doloroso aroma y duérmete bajo su triste exhalación…». Salir de puntillas y desde la puerta de la clase un ligero adiós a Piedita…, subir corriendo al estudio, con un gran paquete… —No, aquí no lo desenvuelvo. Ya sabes que no quiero meter trapos en el estudio, echar hilos por el suelo. Vámonos a mi cuarto. —Fíjate, le ha cundido poquísimo. Tenemos que terminarlo entre hoy y mañana. ¿Qué prefieres, poner la cinta azul o hacer la cadeneta?
—Me da lo mismo, pero tal vez sea mejor que pongas tú la cinta y yo la cadeneta, porque la cinta hay que ponerla primero, ¿no?
—Eso es, tú haces la cadeneta con la seda negra: ponla doble para que quede bien gorda. En el primer trozo está marcado, pero creo que luego puedes seguir, sin marca. No te equivoques.
—¡Qué voy a equivocarme! En los pedacitos que bajan verticales, a la derecha, y en los horizontales, por debajo.
—Exactamente; así parece la greca de relieve, ¿ves? Lo dibujó mi padre y yo lo pasé a la tela; hace un efecto estupendo…
—Y ¿qué van a decir aquí, en tu casa?
—Pues cada uno dirá lo que le corresponde: todo el mundo se sabe muy bien la lección.
—¿Tú te la sabes?
—No, ni tú tampoco: nosotras la improvisamos. También mi padre la improvisaría, si tuviera ganas, pero no las tiene porque todo (o casi todo) le es indiferente… Mi madre repite la lección por cansancio. ¡Da tantas lecciones al cabo del día!, que una más… La que no se cansa de repetirla es mi abuela: ella las larga y las deja sentadas…
—Sí, generalmente le deja a uno sentado.
—Pero contigo no se ha metido nunca, creo yo…
—No, conmigo no. Mira, ¿va bien esto?…
—Va perfectamente bien. Oye, abajo en la clase, ¿dibujáis algunas veces?
—Sí, algo dibujamos: tengo un cuaderno lleno de garabatos.
—¿Por qué no me lo has enseñado?
—Porque está muy mal.
—No lo creo… Tú dibujas… Mira, es una cosa que se me ocurre en este momento… No, no es que se me ocurre, es que la veo. No comprendo por qué no lo he visto antes: tú dibujas…
—Pero no, si no he hecho nunca más que esas tonterías de la clase.
—No digo que hayas hecho nada, digo que dibujas. Fíjate, eso de poner las sombras en su sitio, sin estar marcadas, me demuestra que dibujas. Y vas a empezar a dibujar inmediatamente, mañana mismo.
—¡Mañana mismo! ¿Dónde?
—Arriba, en mi estudio. Hay allí una carpeta muy grande que puede servirte de tablero. Carboncillo tengo bastante y mañana compramos papel. ¿Qué, no te hace?… Por la cara que pones…
—¡Pero Elena!…
—¿Qué pasa, dónde está el terremoto?
—No es terremoto, es… qué sé yo… ¡Ah!…, mira, me equivoqué; puse una a la izquierda… ¿Ves?…, para que te hagas ilusiones.
—No me hago ilusiones. Deshazla y ponla a la derecha. Ya va siendo hora de que no te aturulles por la mínima cosa. Te diré lo que nos dijo doña Laura, «¡Ya no tenéis edad!…». Ya no tienes edad de asustarte como un ratón… ¡Con tu estatura! Me llevas varios centímetros…
—¡Qué disparate! No te llevo nada, estamos iguales.
—No señor, no estamos iguales. Ven, vamos a marcarlo aquí, en la puerta… ¿Ves?, centímetro y medio… Con once años, más alta que yo. Tienes que ir haciéndote a la idea de que ya no eres una niñita pequeña. ¿De qué te ríes?…
—De una cosa tan idiota… Figúrate que no estaba don Luis en la farmacia: me despachó el Luis, el Luisito, que tiene ya tantos bigotes como su padre… Y me dice, así, de sopetón, «¡Menos mal que se puso mala tu maestra! ¡Así has tenido que bajar a hablar conmigo…!». Fíjate ¡qué ganso!
—¿A cuántos estamos hoy? Ah, sí, a 7 de abril…
—Pero ¿por qué lo pones en la puerta?
—Porque es el primer día que nos medimos… y porque es el primer día…, a no ser que otras me las hayas ocultado…
—¿Otras qué? No vas a creer que a mí eso me hace gracia.
—Cose y calla.
Luis —Luisito—, ya podía afeitarse los bigotes, pero no se los afeitaba: un día que se los afeitó le dijo su padre, «Tienes cara de cura»… La pugna entre sus padres, a este respecto, era dramática y pesaba sobre él, no como una sentencia, sino como una cadena al tobillo, arrastrada desde… desde antes de nacer. Una cadena que le ayudaba a romper su padre. Ya la había roto; era libre, enteramente libre: esa cadena no coartaría nunca su porvenir…, no, nunca, de hecho. Era sólo la presión del grillo en un miembro, que no quedaba por esto inmovilizado, no, pero la presión del grillo no se borraba y el sentimiento que inspiraba aquella presión era insólito porque no era el deseo de escapar a ella —¡tan fácil había sido liberarse!—, sino el deseo…, el deber… ¿Puede haber un deseo del deber? ¿Puede el deber ser seductor, hechicero, tiránico como la tentación?… No era el deseo de escapar porque lo que todo grillo o cadena tienen de ajeno no era lo temible. Lo invencible era la impronta, lo que el grillo había dejado como un anhelo de fidelidad… No hay fidelidad sin promesa y él no había prometido nada… Él había sido prometido… ¿Puede una mujer dialogar con el feto que apenas se devana en su vientre, que va dibujándose con los puños apretados contra las órbitas…, puede atarle con un grillo indestructible?… Se trata no ya del alborear de la vida, sino del brocal de la muerte… La madre, moribunda —así lo creía—, había prometido a Dios, si le fuese devuelta la salud, que su hijo le sería consagrado. La salud le fue devuelta, el hijo llegó al mundo sin presentar huellas del pasado peligro. La terrible promesa dispendió el poder de su esencia dramática en las más soterradas raíces: al exterior se desarrolló con las proporciones pueriles que las mujeres dan a los alimentos —juego, solaz de la mente— de sus hijos. Todo glosado en el comadreo, en la emulación con las amigas… «¿Has visto? Mi curita tiene de todo… Las velitas, los candelabros, el misal. La sabanilla del altarcito se la hice yo misma, ¿ves? Toda de Richelieu…». El juego era encantador por la seriedad y por la habilidad innata que se delataba en las manitas finas, llenas de tacto inteligente… Sin embargo, los enseres eclesiásticos fueron quedando mellados ni más ni menos que los otros juguetes, y a los siete años el juego tuvo su promoción en la parroquia. Entonces fue la sobrepelliz y el incensario, y «Fíjate, fíjate con qué habilidad, con qué tino maneja el apagavelas…». A los diez ya habían sido muchas las disputas de sus padres… Él era el tema, pero se alejaba para considerarlas. Estudiaba los pros y los contras… ¿Cuál de los dos tiene razón?… No se atrevía a juzgarlos… ¿Cuál de los dos quisiera yo que la tuviese?… No dudaba. De aquellas disputas se escapaban frases terribles, brutales. Él huía el murmullo de las voces y las voces se recataban en una cierta confusión; en rociadas de frases intermitentes, que quedaban cortadas… Otras, en cambio, se disparaban como escopetazos y le llegaba neto su estampido, por lejos que estuviese… Brutal, taxativa dentro de la interrogación, «¿Iba yo a dejarte hacer de él un marica?»… O la desgarrada, aullante como un perro nocturno, «¡Es su condenación lo que buscas, es su condenación!»… Y la respuesta tajante; hachazo y escobazo a un tiempo, que arrambla con todo «Si hay Justicia, ¡óyelo bien!, si hay justicia, no habrá más condenación que la mía»… Así que, si hay justicia, eso se da por seguro y se puede aceptar voluntariamente la condena, presentarse ante el juez y declararse culpable… Su padre era capaz de hacerlo, no faltaba más que saber si hay justicia, y eso sólo preguntando allí donde nada del código puede ser ignorado… Si lo hubiera preguntado sencillamente, tal vez hubiera obtenido una respuesta proporcionada a su inocencia, pero hizo un preámbulo, quiso marcar la gravedad de su investigación, mostró una conciencia atormentada, obsesionada por el concepto —no por el sentimiento— de culpa, y el leguleyo —burócrata adocenado en el guichet del barrio humilde— soslayó las respuestas, condujo con su autoridad el interrogatorio por el carril que lleva a las sólidas culpas de los chicos. No respondió a nada: preguntó implacablemente… Preguntó… los placeres solitarios, los tocamientos, las visiones espiadas bajo las faldas… ¡No, no, no! Luis negó todo; negó lo que creía haber confesado otras veces. Aunque así fuese, lo negó cínicamente, ferozmente, y no en esa forma, no, no, no, más débil que un NO rotundo… A cada pregunta, un NO cargado de desprecio por aquella palabra que oía por primera vez, por aquella obscenidad que acababa de aprender, los tocamientos… NO a las preguntas estúpidas, NO a la banal penitencia… Instalado en el NO como en morada recién adquirida, recibió la comunión… Luego empezaron los estudios, la química estricta, la botánica olorosa… y las salidas con los camaradas, nunca sin algunas pesetas en el bolsillo… Y el silencio, con esa faz impía que tiene todo olvido, hasta el de lo detestado, el silencio sobre las disputas familiares, como si ya… Todo lo familiar quedaba, en cierto modo, avasallado por lo externo. La ciudad, que siempre había sido un lugar transitable, el espacio que quedaba entre una y otra casa, una y otra familia: el espacio, las calles para ir de visita… Ahora empezaba a ser una presencia —no una visita, sino un huésped—, algo a lo que todos quedaban obligados —obligados por su realidad y obrigados, al modo portugués— por gratitud. La tremenda, la imperiosa realidad era grata, era digna de gratitud porque era llena de gracias… La realidad, con todas sus impurezas, siempre cargada con la gracia de su ser, siempre iluminada por el peligro de su dejar de ser, de su mortalidad… Todo, los juegos infantiles, que ya no eran niñerías, que ya podían seducir a los adultos —la ola giratoria, ¡el tobogán, sobre todo!, en el solar de la Cibeles, frente al Banco… El tobogán, edición de bolsillo del orgasmo, anticipación, más que iniciación…, algo así como el goloseo del manjar que se prepara. Y el placer, inmensurable por sobrepasar toda sensualidad, por abarcar…, por envolver y realizar, sólo con señalarla, la sensualidad suprema, la que se extiende o se infiltra o se adueña palpable con el mismo poder de la mente y del sentimiento, la visión…, el cine. Las Indias inagotablemente descubiertas, lugar de emigración, Eldorado para todos los pobres y todos los ambiciosos…, plantío de ambiciones, muestrario de bellezas —sin canon— más bien instaurador, creador con el solo poder de su índice luminoso…, de su FIAT… El cine, la realidad en imágenes sin cuerpo, sombra y luz… silencio, esto es, atención. Atención sin pestañeo, abrir los ojos y ver…, ver velozmente porque pasa…, la imagen se escapa y no vuelve, pero se grabó suficientemente como para que no haya olvido porque, si ella —la imagen— no queda grabada, pierde realidad y sentido la que la sigue…, su cadena es irrompible, llena toda la noche de la visión y la llena con las más extremadas escenas de amor o de muerte, clamando en el silencio…
Fuera, un clamor se empieza a oír desde lejos, muy tenue, y se va acercando. Aumenta como un tañido metálico…, el badajo golpea sin reposo la campana de los bomberos… Sobre los cristales de la claraboya la luz es rojiza y suben las dos —las dos hermanas— para ver desde los balcones del tercer piso… Arde el cine del Noviciado. Una inmensa hoguera se levanta en la calle Ancha: toda la gente en los balcones. El fuego les ha sacado de sus asuntos propios, el cine les ha convocado al espectáculo de su destrucción, de su propia muerte —quién sabe a cuántos humanos alcanzaría— a su apoteosis, capaz por sus dimensiones de reunirles y de robarles un poco la atención que tenían puesta en su vida privada…, las miradas mandan su lluvia de piedad sobre las llamas… Las dos hermanas descansan en la terrible visión, no por lo de el mal de muchos, sino por la libertad que les da la ocasión lamentable… Es reposante comulgar en los lamentos de muchos, relegando…, separando, como quien separa con la mano, el dolor oscuro de lo incierto, de lo que no se sabe si ha pasado —la amenaza del dolor tal vez peor que el dolor mismo, «Lo que has de hacer, hazlo pronto»—, mientras no se sabe es necesario, es liberador, es reconfortante lamentar algo concreto, un dolor real, como si se temiese el fracaso del temor…, como si la intensidad —la verdad, sobre todo— del dolor padecido anhelase ser justificado por el hecho mismo que se aborrece… Un coro de vecinos agolpados en los balcones comenta, banalmente —también la liberación y el reposo que da el comunicar puede provocar la náusea… el dolor degradado por los gritos mujeriles, por las consideraciones, reflexiones y hasta oraciones tópicas de las comadres puede suscitar el rechazo, cortar la corriente de la comunicación—, Laura hace por no oír, mira las llamas con el silencio atónito en que las potencias se concentran, como si estuviese en la sala, ante una grandiosa película. Oye, con el deleite que otras veces le ha inspirado el rumor intrigante de la cabina —especie de susurro de la luz—, el chisporroteo del fuego, el chasquido de las vigas derrumbadas… Piedita se apretuja en un balcón al lado de Elena… —Tú te llevaste una cosa de mi cuarto, ¿no?… —Claro, hay que terminarlo… —¿Tú crees?… —No creo nada, pero tú no te preocupes de ello; se terminará a tiempo… —Pero ¿y si…? —¡Ah!, si… Tu hermana está estornudando… —Claro, se tiró de la cama… —Es lo que faltaba… Parece que van dominándolo, ya no hay llamas más altas que las casas; queda el resplandor del rescoldo… Va deshaciéndose la reunión, tardan en irse los íntimos. Ariadna abraza a Piedita, sin comentarios. Eulalia tranquiliza a Laura… No hay que ponerse en lo peor… ¿Quién sabe?… Hoy día hay tantos adelantos… La noche ha sido colmada, sólo persiste el olor desolado que trae el aire. La marcha de los bomberos, ahora con más leve campanilla, se abre paso… ¿Isabel?…, desde la tronera el espectáculo era más perfecto… La luz dejó de ser rojiza sobre la claraboya. La escalera esperó el amanecer como todos los días y la mañana fue poniendo todas las cosas en orden. Isabel bajó, por si hubiera clase: no la había.
—Elena, es mejor que bajes en seguida; llegó otro telegrama, tal como temíamos, «Gravedad continúa. Hay esperanzas».
—Iba a bajar ahora mismo.
—Espera un momento. Doña Laura está en la cama con un constipado, de abrigo. Hay que traerle un jarabe. Me dijo Piedita que se lo subiera, pero no quiero… Ve tú, yo te espero en el portal.
—Pero ¡eres idiota, criatura!… ¿Te va a comer el coco?…
—Seré idiota, pero no voy.
—Bueno, no podemos discutirlo ahora. Yo voy y ya hablaremos.
Una mujer espera en la farmacia: no hay el menor ruido, ni dentro ni fuera, pero alguien debe de estar preparando lo que espera la mujer. Sale Luis, ataponando el frasco. Jarabe de Tolú. Luis busca el jarabe en la vitrina. —Ponlo en la cuenta de doña Laura… Luis levanta los ojos, mira a Elena… Nada más.
Josué detuvo el sol… Algunas leyendas, fantasmas, sombras poéticas de otros tiempos, se han deshecho ante la luz de nuestra era racional. Otras, en cambio, sólo ahora logran su eclosión, su eficiencia sugestiva. Ésta del sol obedeciendo, complaciendo, más bien, a Josué —no nos convence imaginarle detenido por una orden; no queremos ver el suceso como un juego de estrategia, sino como una conjunción vital—, ésta, por ejemplo, hoy se entiende —o se vive: ¡quién no la ha vivido!— como un instante en que Josué —digamos— contiene el aliento… Su vida, el flujo de su sangre queda en suspenso, mientras el torrente de su voluntad —«Voluntad es sólo lo que dice SÍ o NO»— se precipita en catarata de afirmaciones y todo, el orbe, la atmósfera, los astros quedan detenidos —no riela la luz en el agua, no cambian las sombras en las dunas—, engendrando velocidad… Elena piensa, antes de nada, que tiene trece años y, no seguida, sino simultáneamente, piensa que hace trece años que conoce a Luis. Piensa, durante el tiempo que la mirada de Luis se detiene en sus ojos, y lo importante es que la mirada no fue una mirada significativa: fue una mirada, simplemente. No fue melancólica ni angustiada ni reticente: fue una mirada detenida. Luis levantó los ojos y miró a Elena… nada más. No se puede decir de otro modo —piensa o más bien ve los trece años de su vecindad, de su amistad, porque Luis tiene dieciséis pero su amistad tiene trece— en ese instante ve la amistad que existe entre ellos; ve, sobre todo, la confianza, la enorme confianza que tiene con Luis —en Luis, más bien— le ve —Isabel la caricaturizaría por esto— como un hermano pequeño… Como un hermanito que de pronto encontrase perdido, acongojado por no tener algo que desease locamente y le echa el brazo por los hombros… No llores, yo te lo traeré… Elena ve la forma o la presencia de esa confianza que ha sentido o más bien constatado, en el modo de envolver el jarabe, en el modo en que las manos de Luis proceden: ponen el frasco sobre el papel extendido en el mostrador —el papel es azul-gris, tiene letras por el lado lustroso, que no se transparentan por el lado mate y el frasco, en su caja, queda tendido en la extensión plomiza cuyo plomo es más bien plomo de nube—, queda el frasco tendido en la superficie de tono incierto y Luis levanta el papel por el lado derecho, luego por el izquierdo, y lo ajusta a la caja, lo dobla, ciñéndolo a los ángulos, monta un borde sobre otro —el izquierdo encima, tal como habría hecho con las manos si las hubiera cruzado rápidamente— y en los lados estrechos, cabecera y pies del frasco yacente, dobla los extremos en sentido oblicuo, llevándolos a coincidir hasta formar un triángulo que, al levantarse, ajusta y cierra el paquete… Meticulosamente —no lentamente porque el tiempo, en la duración de la maniobra, es puro tiempo místico—, con una perfección que en cada doblez habla, narra en confidencia el sentido esencial de lo que se está viviendo… Pasa, índice y pulgar, por los ángulos y los ajusta, los marca bien, pasa luego el canto de la mano por encima, como para comprobar que no quedan arrugas y ese pasar es, no rápido, sino decisivo —excluyente no hay nada, esto es, no hay nada que hacer— y la perfección de lo rematado… Las manos que jugaron con objetos sagrados se mueven, obran, ejecutan cada movimiento como elevación de su propio acto. Elena va comprobando en cada uno de ellos la razón —razón de ser— de su confianza; en cada uno de ellos va leyendo la solidez, la calidad de la materia —aquel alma o personalidad o humanidad, simplemente, es la materia o tema de su meditación—, claro que Elena no está meditando, está viviendo, en miríadas de fases estelares, el texto infinitesimal —va comprobando lo cierto, lo exacto de su primera certeza, la adquirida en la mirada, que ya no se repite—. Ya no vuelven a mirarse, Luis mira, no el paquete que está haciendo, sino el espacio que le queda alrededor, Elena mira las manos de Luis, a las cuales les ha sido encomendada —por nadie, por su propio ser las manos de aquel alma, personalidad, humanidad simplemente—, les ha sido impuesta la facultad de relatar minuciosamente, de afirmar con la firmeza de lo que se afirma, jurando… Y luego, sin que las miradas vuelvan a cruzarse, sin siquiera un adiós, un gracias —demasiado falto de toda etiqueta, de toda educación, podríamos decir—, el trato de la vieja vecindad, en la que apenas se dice buenos días… Elena echa a correr escaleras arriba porque Isabel no la esperaba en el portal, sino en el descansillo: en el portal se sentía demasiado expuesta…
—¿Qué te ha dicho?
—Que eres completamente imbécil.
—¡Te ha dicho!…
—No, no me lo ha dicho, pero lo ha pensado. No me ha dicho nada, no te ha mentado… ¿Qué querías, que me hubiera dicho que no había podido dormir?…
—No, yo qué voy a querer. A mí qué me importa…
—Entonces ¿por qué preguntas? ¿Por qué te subiste aquí a esperar a ver si yo traía alguna noticia?…
—Oh, no inventes…
—¿Qué pasa, no tenían el jarabe?
—Sí, Piedita: es que estábamos discutiendo, un tema nuevo que…
—Ah, bueno, luego me contáis. Ahora vamos a dárselo, que lleva diez horas tosiendo.
Toser es también un tema nuevo para la persona acorralada por la incertidumbre. El domingo, la carta; el lunes, el telegrama, y por la noche, la conmoción del incendio como una distensión de los nervios no aplacadora, pero sí dispensadora de equilibrio. Angustia, sufrimiento, tensión manifestada, expresada como quien repite un texto o como quien copia un modelo. El horror está ahí, asoma por encima de los tejados y nuestros lamentos se elevan tratando de igualarle en dimensiones. Pero el incendio termina y los lamentos enmudecen porque al horror se mezcla una dosis de perplejidad. ¿Qué irá a pasar? ¿Qué estará pasando? ¿Qué habrá pasado ya, qué será —allá, en el otro sitio, a doscientos kilómetros de distancia— lo que en este momento está a la vista, lo que es comprobable, lo que ofrece la medida justa del dolor? ¿Qué será esa realidad distante y cómo resistir esta incierta, muda, impotente expectación hasta llegar a saber?… Hay que encontrar algo; una molestia no es una distracción egoísta, lo que tiene de diversión —incursión en la fijación dolorosa de algo diverso— lleva en sí su propia expiación… Toser, toser hasta desgarrar la garganta. Toser broncamente desde el fondo de los pulmones, sustituir el ¡ay!, el tópico suspiro, por el carraspeo rabioso, arrancar flemas, empapar pañuelos con la destilación de las narices, con el sudor que convierte la almohada en algo fangoso de donde trasciende el olor a la lana mojada —como una oveja bajo la lluvia, como una imposición de las cosas materiales, en su pasividad—, la almohada o los bronquios, la manta o la inflamación nasal que impide el paso del aire, el camisón y las sábanas pegados a las piernas, arrugándose a cada movimiento, enrollándose hasta formar cordones que no se pueden estirar con las manos, que mantienen el cuerpo encajonado en el lugar húmedo de donde no se puede salir porque alargar los pies hasta las zonas frías de la cama es destemplarse, y se repite el estornudo, el moqueo, el carraspeo y ya no hay valor ni siquiera para sacar la mano y separar los pelos pegados a la frente por el sudor, la gota que asoma a la punta de la nariz, fría como si estuviese a la intemperie… Todo ello interrumpiendo, rechazando más bien a la primavera que estaba empezando, pero que no entra en la alcoba. No logran infiltrarse por las rendijas las ráfagas tibias que arrancan de los plátanos las semillas viejas y las deshacen en vilanos porque el espacio cúbico del cuarto está henchido por la trementina, por el vaho de eucaliptus hervido en la olla de barro. No, la primavera no puede entrar en el cuarto, no puede hacerse sentir, pero entre el sudor y la carraspera está presente en la idea del tiempo que pasa. El tiempo vago de la incertidumbre es cierto y fijo, matemáticamente fijo para lo que queda en la calle, para los que andan por la calle porque no lo es sólo para los árboles y las semillas… Lo es para la gente… Lo es para Piedita… Su proyecto de diversión, de lujo, de novedad tan obstinadamente defendido como combatido… ¿Habría una especie de presentimiento en la oposición al proyecto, un temor?… «No te arriesgues en una ambición difícil de sostener, demasiado costosa, demasiado insólito el clima de lujo y ostentación demasiado estridente en tu vida»… Y eso, la consideración de su vida sin brillo ni estridencia —que no es que la estridencia sea cosa deseable, más que entre lo que no es armonía, sino monotonía—, eso mismo en lo que se fundaba la oposición era lo que había acabado por vencerla lo que había logrado el consentimiento… En realidad, no había sido una pura ternura o compasión por el capricho —llamémosle ilusión—, sino una ambición de otro género práctico…, practicable…, un vago, probable —al menos no imposible— germen de practicismo… Era una jugada peligrosa, pero era una jugada. Haber dado el consentimiento era haber aceptado el juego. No había por qué negarlo, ella había entrado en el juego… Ella esperaba más, mucho más que Piedita de la jugada. Porque ¿qué es lo que esperaba Piedita?… Jugar, brillar una tarde en Recoletos, pasar disfrazada, encarnar a la amante legendaria —su hermosura clásica se lo permitía—; estaría espléndida con la túnica que le había dibujado el señor Morano, pero aparte de eso ¿qué sabía ella de Hero? ¿Qué sabe lo que es un amor que llega al perjurio ante los dioses? Claro que yo he puesto en sus manos bastantes libros, muchos más, por supuesto, que los que puedan haber pasado por las de esos jóvenes, hijos de… ¿ricos, digamos? Excepto, claro está, la señora Smith, que es hija y madre de ricos, que es esnob, por naturaleza… ¿Qué pueden saber todos ellos de esa fauna que van a pasear en un carromato…, los amantes…, CARROZA DEL AMOR…, y las parcas hilando…? No es que la señora Smith no chanele, no, tiene sus ideítas…, probablemente entre su sociedad muy bien acogidas. Todos estarán pendientes de que llegue ese día, ese domingo radiante —radiante sólo unas horas, las que tarde la carroza en recorrer la Castellana y Recoletos… Unas horas suficientes para lo que ellos desean, para lo que ellos esperan, unas horas de placer… ¡Qué prestigio, qué majestad tiene esa palabra si la comparo con lo que eran mis esperanzas respecto a la jugada! Porque yo he pensado mucho en ello, tanto como Piedita, quién sabe si más… Pero yo no he pensado en esa carretada de amantes en traje de gala, no he pensado en su tarde —porque la cosa será, como es siempre, durante la tarde entera. A raíz del almuerzo los preparativos —no habrán comido algunos, de impaciencia, hasta el oscurecer, hasta que se enciendan los primeros faroles y se vaya deshaciendo todo el conjunto, se vayan yendo cada uno a su casa, con un recuerdo como el que queda… del placer, eso es; de cualquier placer, por pequeño que sea, siempre que sea de verdad un placer… ¡Que pasa, dicen!… Claro que pasa; pasa como un aerolito. Lo que yo quería —anhelaba, esperaba— no era nada tan brillante ni tan pasajero. Yo accedí pensando que tal vez…, en esas brillantes reuniones, en esos encuentros, tal vez se produjese…, en fin, tal vez se encontrase algo duradero. Sí, eso es lo que yo pensaba. Yo me decidí a arriesgar no sé qué porque el peligro real no lo había. Había el riesgo de ese pasajero esplendor… ¡Es tan difícil saber lo que hay en este alma demasiado femenina!… El caso es que yo me paso la vida temblando por ella, temiendo que en cualquier momento se deje encandilar por algo…, y otras veces temblando que pase por todo sin pena ni gloria… Demasiado femenina, demasiado buena, demasiado sana… Yo vivo deseándole un castigo para todas esas virtudes, deseando que aparezca un amo para todas esas demasías. Porque un hombre tal vez no encuentre que es demasiado… Y de pronto todo se deshace, todo se interrumpe… Ella seguramente habrá perdido el entusiasmo, el humor, la alegría. Que ha perdido la alegría es evidente, pero no sé si será, en gran parte, por haber perdido la alegría… Algo así como…, en fin, no sé, algo que se pulveriza… Yo, en cambio, como no era alegría ni placer de ningún género lo que esperaba, como era una codiciosa esperanza de… descanso. Yo estoy siempre queriendo descansar de este peso que no me pesa, no…, o sí me pesa, pero es un peso que adoro. Si quiero descansar es por alejarme un poco y verlo, verlo en su estar. Ver si consigue una estabilidad suya y no mantenida por mí… Uno descansa un poco en el alejamiento, sin que las ataduras se relajen. Las ligaduras que no se aflojan ni se rompen son las que uno no había advertido, no había pensado nunca que existiesen tales ligaduras, hasta que en un determinado momento, el nudo se aprieta hasta asfixiar… Como ahora, con esta catástrofe que está pasando allá, en Zamora… Hace tres días pensábamos en Zamora y no se nos nublaba la luz…, ni siquiera aunque nos contasen que había pasado cualquier cataclismo en Zamora, qué sé yo, un descarrilamiento de trenes… Nombres, nombres es lo primero que preguntaríamos y, si no figuraban nuestros nombres, lo sentiríamos mucho, pero no se nos nublaría la luz… En seguida largan anatemas contra la familia, contra el clan… Como si el clan y la familia fuesen abstracciones, cosas instituidas en códigos que se pudieran abolir… ¡Qué no habremos abolido los librepensadores que somos nosotros, nuestra familia…, destructores, amasadores, libérrimos! ¿Qué mierdas de códigos no derribaríamos? ¿Qué ligaduras podrían imponérsenos…? La ligadura, vamos, si me pongo a decir que existe la ligadura, dirán que es un efecto irracional, que es un sentimiento remanente de un estadio primario, cuando lo que es…, cuando en lo que es culmina… Vamos a ver, ¿qué es lo que culmina?, ¿qué es lo que es?… Conocimiento, eso es, conocimiento. Yo no sé qué será lo que esté pasando en Zamora en este momento, y no saberlo es mortal precisamente porque sé lo que es —no sólo cómo es, sino lo que es—, sea lo que sea lo que esté pasando… sé lo que se está produciendo en una mente, en unos ojos…, en una boca que fuma o no fuma, bebe o no bebe, según se den los hechos. Yo sé cómo está siendo todo esto, estoy desde aquí respondiendo a cada uno de los gestos de mi hermano y, ¡ésa es la cosa!, si digo que respondo sin saber, ya estamos con lo de lo irracional, cuando se trata de un saber más riguroso que cualquier otro saber…, un responder, un corresponder… Porque vibra el diapasón… ¡Dios mío!, debe de estar subiéndome la fiebre… ¿Quién grita de ese modo por el balcón? Ah, es la loca de Araceli, hablando con Piedita.
—Sí. Elena estaba aquí conmigo, pero ha ido a abrir la puerta porque hemos visto entrar en el portal al cartero. Luego te llamo, Araceli.
No llega la carta anunciada, pero tampoco llegan más telegramas. La situación se va a estancar. Todavía puede llegar un telegrama, incluso a media noche. Eso significaría que había pasado algo serio. ¡Que no pase, Señor, que no pase! Vamos a terminar la túnica… Ah, ¿no recuerdas que íbamos a empezar otra cosa?
—¿Qué cosa?
—¿Te atreves a decir que no lo recuerdas?
—No.
—¿No qué? ¿Que no lo recuerdas o que no te atreves?
—Bueno, entonces sí.
—¿Sí qué?
—Lo que tú quieras, lo que más rabia te dé. Con que te acuerdes tú basta para que no pueda escaparme.
—Ah, pero ¿querías escaparte?
—No, no, no. No quería.
—Y ¿qué es lo que querías, si se puede saber?
—Lo que quería estás harta de saberlo. Lo que no quería es empezar ahora. ¿No ves la tormenta que se está echando encima?
—Y ¿qué tiene que ver la tormenta? Además, está todavía muy lejos.
—La tormenta tiene que ver mucho porque habrá una luz horrible en el estudio, me saldrá todo mal y me quedaré convencida de que no sirvo para nada.
—Como yo estoy, de antemano, convencida de todo lo contrario. —Pero como yo no lo estoy… Vamos a terminar eso aunque tengamos que encender la luz. La cinta está ya casi toda puesta… ¿Has oído?
—Sí, viene a toda velocidad.
—No, si no te decía el trueno. ¿No has oído gritar Elena?
—Ah, me figuro quién es. ¡Justo!, es ella en persona. Y ahora ha gritado más fuerte, temiendo que un trueno más gordo no nos dejase oírla. Voy a asomarme antes que empiece el chaparrón.
—Araceli…
—Te estoy llamando todo el día, Elena. ¿Dónde andas metida?
—¿Qué me querías?
—Me encontré abajo a Piedita y me contó…
—Espera un poco que pase el estruendo: no se oye nada.
—¿Le estás terminando la túnica? ¿Te falta mucho? Debe de ser preciosa.
—Espera, espera un poco. No se puede oír nada.
—¿Cómo que no? Yo te oigo perfectamente.
—Pero no grites: paso en un momento…
Tiene que haberla oído doña Laura. Tiene que haberse dado cuenta de que estamos preparando todo aquí arriba, como si tal cosa… Qué atroz tienen que resultarle estos estampidos, ahí metida, en su cama, y viendo que las demás estamos tan tranquilas, pensando en trapos, sosteniendo el capricho de Piedita. Porque ella creerá que Piedita sigue en sus trece porque nosotras la secundamos… Bueno, puede que eso la consuele un poco. Para ella tiene que ser más llevadero que la culpa sea nuestra y no de Piedita… ¡Atiza! Éste ha sido bárbaro…
—Éste ha caído en la casa.
—No, en la casa no.
—¿Cómo lo sabes?
—Pues…, no sé. No es que sepa que no ha caído, no es que sepa cómo es el que no cae, pero estoy segura de que, si hubiera caído, no se podría dudar. Anda, vamos a ver qué quiere esa chiflada.
—Pero ¿a qué voy a ir yo?
A nada, a ver lo que quiere.
—Pero no es a mí a quien se lo quiere contar… Y ahora está empezando el diluvio.
—¿Qué importa, para cruzar la calle?
¡Qué olor maravilloso viene!, y qué estruendo. Claro, como que no es agua, es granizo. Fíjate cómo se amontonan en las cunetas. Da ganas de cogerlos a puñados… Caen, se estrellan en las losas o rebotan como si fueran elásticos, describen curvas, breves parábolas blancas que se destacan en el suelo mojado como collares. Saltan con el ímpetu de su abundancia, como si se volcase una cornucopia inagotable. Llueven perlas… Y la Felipa en la puerta de la pollería, mueve la cabeza con desolación… ¡Esto es la desgracia de muchos!… Pero no es porque sea una vieja agorera, es porque piensa en el pueblo, en el suyo. El olor de la tierra mojada —ha salido a olerla como si la hubiese llamado— es como una cara familiar, como todas las caras de hermanos y hermanas, que pueden malparir por una cosa de éstas. Caras que le pasan por la mente, que le vienen a la memoria con la misma abundancia de cornucopia porque son innumerables, son lo inolvidable, lo conocido, lo que se vio mil veces y lo que no se vio nunca, pero se sabe cómo tiene que ser: se sabe cómo tiene que llorar aquella cara que nunca se vio llorando. Se sabe cómo puede estar cayendo la cortina blanca sobre los sembrados, echando al suelo las flores de los árboles, y levantándose por todas partes el olor maravilloso, como si el verde entregase su alma en ese olor. Y la entrega, claro, tanto como la recibe. Caen unos cuantos brotes, se tumban unas cuantas espigas y los que no caen ni se tumban beben, impasibles, la gracia que les llueve encima… Y todo esto se puede agolpar en una mente con la claridad de una lámina iluminada, con la minuciosidad de un detallado relato, pero sólo como un olor. Todo esto no es más que un olor a la puerta, un olor que se precipita sobre la que ha salido a olerlo y, desolada, se mete adentro, al olor a piojina de las plumas, al olor de la sangre, al olor de la calderilla en el cajón, al olor del papel de estraza para los cucuruchos. Olores monótonos, seguros, cotidianos, sin memoria…
—Te estaba haciendo señas para que te callases, Araceli. No quería que te oyese doña Laura.
—Ah, no te entendí. Pero ¿por qué, porque esté constipada?
—No, no es por eso; pasa una cosa muy grave en su familia. Ya te contaré. ¿Qué es lo que querías?
—Oh, cuánto lo siento. Verás. No es que quiera yo cargarte con otra tarea, no. Quiero que veas lo que se me ha ocurrido armar con estos trapos. ¿Ves? ¿No crees que con esto puedo ir de egipcia al baile del Centro Gallego?
—Pues sí, el color es bonito. El rojo y el negro siempre están bien.
—Le he puesto las rayas horizontales porque moldean más las caderas.
—Ya lo creo. ¿No te hará un poco demasiado ancha?
—No, no, tengo muy poca cintura, con el corsé bien apretado. Yo no entro por lo del corsé recto. Eso les va a los que no tienen ni de aquí ni de aquí.
—A ver, pruébatelo.
—No está más que hilvanado, pero me lo pondré porque lo que quiero que me resuelvas es el escote. Que sea bastante grande pero que pueda llevar camiseta.
—¡Camiseta! ¿Cómo quieres que no se te vea?
—Le he quitado las mangas a una vieja y, remetiéndolo bien por arriba, sujeto con imperdibles…
—Bueno, yo vendré a ayudarte a vestir.
—¡Ay, qué bien! Eso es lo que quería. Pero espera un poco, mira, el collar lo he copiado de uno del museo, con unas cuentas que tenla… Y no quiero ponerme en la cabeza ese trapo que les cae a los lados porque quiero que se me vea el pelo. ¿Ves?, así, suelto, me está muy bien. Tengo que lavarlo, claro. Me gustaría ponerme en la frente esa culebrita que llevan algunas… ¿Crees que se podrá hacer?
—¿Qué no se podrá hacer?
—¿Tú crees que se puede, Isabel? Hasta ahora no has dicho ni pío. ¿No te gusta la tela?
—Mucho, me gusta mucho. El colorado es precioso y con su pelazo negro le va a sentar muy bien.
—Bueno, ya no llueve, adiós.
¡Ya te cayó encima la culebrita!, dijo Isabel… Sí, y no sólo la culebrita. Luego me revienta que digan… sobre todo mi abuela, que tiene de mí una opinión pésima, y se harta de decir, «Esta chica se desvive por ayudar a todas», «Es el paño de lágrimas de las vecinitas», «Debería meterse a hermana de la Caridad». Y me revienta porque lo dice pensando otra cosa. Ésa es la cuestión, los demás no dicen nada y piensan eso, piensan lo que ella dice y ella, que lo dice, no lo piensa… yo tampoco. No tengo la menor disposición para hermana de la Caridad. Cuando Isabel dijo que Piedita parecía mi hermana pequeña, también lo dijo con una intención perra, porque le daba rabia, pero eso —como todo lo que a ella se le ocurre— no hay quien lo mueva. Si resulto siempre, con cualquiera, hermana mayor, no es porque me guste mandar: ni siquiera cuando mando, cuando todos están esperando que mande y tengo que mandar, me guste o no me guste. Tengo que mandar porque veo claro lo que los demás ven oscuro. Ésa es la cosa, si resulto hermana mayor es porque las hermanas o hermanos mayores que andan por ahí son hermanos porque les tocó así y yo no: yo es porque me pongo a serlo… Parece que eso es lo que dice mi abuela, pero no, es enteramente diferente. No es que yo me ponga a considerarme hermana de todo el mundo, no, lo que pasa es que me acerco. Me acerco a veces demasiado: nunca es demasiado para lo que querría acercarme porque nunca es demasiado para ver cómo es la gente. Para ver precisamente lo que ellos no ven —no sé quiénes son ellos, todos—, porque eso es lo bonito —bueno, más qué bonito. Cada uno queriendo… Imposible saber qué es lo que quiere Piedita… El carnaval, hay que ver las cosas que se oye decir del carnaval a la gente. Unos que ¡qué alegría!, que es la fiesta de la alegría… Otros todo lo contrario; que al final…, que la vanidad…, que la decepción… ¡Cretinadas! El carnaval no es ninguna de las dos cosas: no es ni alegre ni triste: es… no sé…, es tremendo. Lo que menos se comprende es lo feo, los payasos, las caretas de las destrozonas, las destrozonas mismas, cuando uno lo que quiere es la purpurina, la tarlatana, las cosas que no se ponen todos los días, las cosas que parecen de lujo, pero que no lo son. Son más que lujo porque los que se visten de príncipes o de sultanes, son sultanes o príncipes antiguos, muertos…, casi santos. Todo lo que está tan lejos es casi santo: tiene que tener algo de santo para que la memoria lo haya conservado con ese brillo… Y lo que no tiene brillo, lo feo, también se conserva en la memoria, entonces, también es santo: no, es sagrado… ¿El demonio es sagrado? Debe de serlo. Lo feo ¿puede ser sagrado? Debe de serlo puesto que no se acaba nunca. Cosas feas, gentes feas hay por todas partes, por más que uno no quiera verlas… No es que yo no quiera verlas, no es que yo haga por no verlas: lo que yo quiero es que no existan, pero como existen y como se le ponen a uno delante, yo las miro igual que a las cosas bonitas —no igual, pero sí tanto como—, las miro puede que más porque me cuesta más trabajo entenderlas, me cuesta acercarme a ellas, pero me acerco. Porque, si no hubiera más que cosas bonitas… Hay cosas en el carnaval que, aunque sean bonitas, no son ni brillantes ni alegres. Y precisamente ésas son las cosas que más me gustan —que me más que gustan—, me atraen, me…, tendría que decir me enamoran porque lo que yo siento ante esas cosas, con esas cosas, por esas cosas, es lo amoroso que provocan, que rezuman, que le envuelve a uno… Mi padre dice que la palabra melancolía no tiene un sentido tan bonito como a mí me parece, pero no me importa, para mí tiene el sentido que yo oigo en su sonido, que yo veo en su sonido. Melancolía es lo que yo veo —y lo que todo el mundo ve porque lo he leído cien veces, pero no lo veo porque lo haya leído, sino porque es—. Melancolía es como una palidez…, como lo que se pone pálido de tanto… Es Pierrot, todo de blanco, con botones negros para resaltar más su palidez: es la cara de Pierrot con la palidez de la luna. Y también es la luna sin Pierrot, la luna con los gatos por los tejados… Esos dibujos que aparecen en el Blanco y Negro, siluetas de campanarios recortándose sobre la luna y algún gato con el rabo erizado. Me encantan esos dibujos en silueta porque son como el retrato de la noche, son como la noche, son como el retrato del silencio, de la melancolía. Es tanta la melancolía que hay en esos tejados por donde andan los gatos que uno siente que tienen que gritar. Nadie se atreve a gritar de melancolía: sólo los gatos. Alguien diría —los cretinos, que son los que siempre tienen algo que decir— que los gatos gritan por otra cosa. No es que yo no sepa por qué gritan los gatos, pero decir que eso es otra cosa me parece una cretinada. Yo les oigo y sé que gritan por lo que yo veo. ¿Cómo puede ser que lo que se oye y lo que se ve sean una misma cosa y que esa cosa se ve y se oye, pero no se puede decir qué es?… Porque no es lo mismo que esa otra cretinada que largan algunos respecto al amor, son tan idiotas que no saben lo que les pasa. Me revienta hasta cantando «Voi che sapete che cosa è amor»… La música es divina, pero la Claudia cantándolo con una cara inocente… ¿Cómo se puede no saber lo que es el amor? Eso se sabe a los tres años. El cariño, el odio, los celos, eso nace uno sabiéndolo. Porque todo eso, el cariño, el odio, los celos son cosas que se sienten por alguien y si uno siente eso por una persona que tiene delante de los ojos, ¿cómo no va a saber lo que siente?… No es lo mismo que eso otro, eso que anda por los tejados, eso que es tan sobrecogedor, eso que tiene que ver con una luz o con una falta de luz, con ciertos sitios por donde uno pasa y le entra una especie de terror… La gente es tan chabacana que de todas las cosas más grandes hace como recetas de cocina. Los peligros que corre una chica, cuando ya ha pasado el Rubicón —dice mi abuela—, ya no puede enseñar las pantorrillas, tiene que andar con mucho cuidado… sí, eso se le ocurre a cualquiera porque tener miedo es natural, pero una cosa es el miedo y otra el terror. El terror es el deseo de andar por los tejados. Y, claro, eso no le dejan a una. Yo no sé si me atrevería, si me dejasen, pero ver la noche, andar por ahí de noche ¿me atrevería a ir sola? No, creo que no: tendría miedo. Si lo pienso bien, veo que, por muy maravilloso que me parezca el terror, tendría miedo, como cualquier otra chica… ¿Tendría miedo?… qué sé yo: como no se puede hacer la prueba porque no le dejan a uno. Ni a Piedita ni a Araceli, que son ya talludas… A Isabel ¿la dejará su madre? No, jamás la dejará. Isabel, como todavía no ha pasado el Rubicón, puede llevar calcetines y, precisamente, de Isabel es de quien no me siento nunca hermana mayor. A veces le grito, le digo palabrotas para parecer dominante, pero no sé, hay cosas que ella sabe más que yo. Y en cambio en otras parece tan inocente que yo casi no me atrevo a hablarle. Siempre me han sido antipáticas las chicas inocentes, pero Isabel, cuando sale a relucir algo que ella no entiende y se queda como si tal cosa…, indiferente, sin curiosidad. Yo me digo, o no lo sabe o lo sabe demasiado o lo sabe de otro modo… No acabo de entenderlo, aunque tanto quiero entenderlo. Esto del carnaval, por ejemplo, a ella no le agita, como a mí. No es curiosidad lo que le falta, no, por eso se ve que sabe: lo que no tiene es impaciencia, y eso demuestra que tiene seguridad. ¿Por qué? Carece de muchas más cosas que yo y, sin embargo, no se abalanza a todo, como yo me abalanzo… Ésas son mis dotes de hermana de la Caridad —sin retintín, terminantemente, otras veces dice mi abuela que soy una perfecta metomentodo— y seguramente cree que eso me indigna, cuando estoy de acuerdo, estoy de acuerdo: necesito meterme en todo. Lo que me indigna es que los demás se metan tan poco. Eso es lo que hago con Piedita, procurar que se meta más. ¿Qué es lo que ella pone en esta empresa? El deseo de estar muy guapa, de que todos digan que es una preciosidad, que ¡qué belleza de chica!… Sí, claro pero la belleza de todo lo demás, de lo que va a tener alrededor, de lo que no va a tener, probablemente, porque irá —en el caso de que llegue a ir— muy puntual, como ella va siempre, a la hora que le digan y cuando la cosa se termine se volverá a casa, pero esa cosa interminable…, esa belleza del carnaval. No digamos ya la de la gente, la de las bellezas que se vean por allí, sino las cosas mismas, las cosas del carnaval, que no se ven en otros días del año. Las serpentinas, el confeti… ¡Es como para emborracharse! Por eso se emborracha tanto la gente en el carnaval, porque todo es como para emborracharse. Una serpentina, verla desenvolverse y caer, cuando la tiran de un balcón, en espiral, deshaciéndose el tirabuzón hasta quedar tendida donde la lleva el aire, y siempre meciéndose, balanceándose, entremezclada con otras. ¡Qué cosa divina! Divina porque no se concibe que un hombre cualquiera haya podido inventar una cosa así. ¿En qué se inspiró el que inventó una serpentina?, en las virutas del carpintero, tal vez. Sí, pero el cómo se desenvuelve al caer y, sobre todo el cómo se mezcla con otras, todas iguales, aunque de diferentes colores y ese ser iguales y mezclarse sin escaparse, todas prendidas en el balcón, como una melena, pero una melena que no sólo cae por su peso, pesa poco y el viento la lleva, pero no llega a alisarla del todo, las puntas conservan su curva, el tirabuzón no se deshace del todo, se queda convertido en una especie de gancho en la punta, que se alarga como los pámpanos de las parras, pero no se agarran nunca, se quedan como demostrando el deseo de agarrarse, el deseo de agarrar algo del que las tira y se queda con ellas prendidas, como extendiéndose, prolongándose en ellas… Y el confeti ¡no digamos!… Esa explosión… le tiran a una un puñado a la cara y es un golpe blando que se convierte en una nube de colores… Eso ahí, en cualquier esquina, pero a la salida de los teatros, de los bailes, bajo la luz de los focos, al subir a los coches las enmascaradas de dominó, los hombres con chisteras relucientes… Claro, toda esa belleza hay que haberla leído, hay que haberla vivido antes de poder vivirla, como si la conociera uno desde los tres años, desde que nació, como si fuera una cosa que no se ha aprendido. Porque yo no sé cuándo la he aprendido: la he leído antes de saber leer. No es que me haga ilusiones de perspicacia, pero siempre me ha sucedido ver en las cosas más de lo que hay. Veo una lámina de un libro, una figura en cierta actitud, una cabeza con un gesto en la boca o en la mirada y ya sé toda la historia. A veces veo cosas que al recordarlas crecen. Recuerdo el color de una lámina que no tenía color y yo la recuerdo con colores deliciosos y hasta con movimiento… ¡Seguro!, eso lo he recordado mil veces, una página del Blanco y Negro que era eso, «La salida del baile». Caía la lluvia, caía oblicua entre la luz de los focos, salpicaba en los charcos y ella —la mujer en dominó— saltaba al coche, saltaba al estribo, con un zapatito dorado y el coche arrancaba. Sonaban las pisadas de los caballos, las ruedas por el empedrado irregular, el coche se alejaba dando pequeños trompicones…, no se deslizaba, se precipitaba. La mujer del dominó y el hombre con chistera no iban como el que sale del teatro porque se ha terminado la función, sino como el que va sin cansancio, a otro baile, a otra sala iluminada con arañas llenas de prismas… Siempre juntas esas cosas, juntas sin mezclarse, traspasándose, enmarañándose: la noche, las luces, la música… Como aquella canción, «El vals sus delicias nos brinda a gozar, ¡oh placer seductor!…», delicias que sólo se pueden concebir bajo los prismas de cristal en las lámparas, en los candelabros, por todas partes multiplicando la luz en sus lágrimas… ¿Lágrimas de alegría? No, lágrimas de… no sé, porque todas esas cosas que dicen, delirio, frenesí, son demasiado agitadas, yo veo más en todo eso algo así como un deslumbramiento, como una estupefacción, un sobrecogimiento, que es con lo que termina la canción «Y a la luz de los fulgores que hace al alma estremecer…». Eso es lo que yo hago por sugerirle a Piedita, le canto la canción y me dice «Qué bonito, qué bien lo cantas. Parece que está uno viéndoles bailar»… Pero ella no se arrebata, no sale de su paso. Araceli… Claro que yo no hablo con ella tanto como con Piedita. Y lo curioso es que veo más claro lo que ella quiere. Y no es que sea más expansiva, no es que lo manifieste más. Al contrario, es que lo tiene más dentro, su deseo es más profundo, por eso yo lo veo mejor. Por eso casi no hablo con ella, no se me ocurre incitarla a cosas más arriesgadas porque ella, sin hablar, me transmite su… no sé, una especie de ansiedad, una desazón. Se desprende de ella el olor de su angustia. No se atreve a quitarse la camiseta, como si no se la hubiera quitado nunca. El olor está en toda ella, hasta en su cuarto, hasta en las ropas que se quita… Se las quita con un gesto vergonzoso, pero no es pudor, es angustia, es desconfianza de su cuerpo, aunque diga que su cinturita con el corsé… el corsé se lo desabrocha, lo tira sobre una silla y despide un olor que no es sólo el olor al perfume que se echa, es como si le quedase el olor de algún medicamento, de algún ungüento o linimento para algún dolor: es el olor de un dolor. Con el miedo que le tiene al frío no sé cómo va a arreglarse para lavarse ese pelazo en el palanganero. Cuando se lo suelta, el olor de la brillantina se difunde como el vapor al destapar un puchero. Bueno, pues en esa nube de angustia —porque lo que huele es su angustia, su descontento, su desconfianza— en medio de todo eso hay irás…, más calor, más pasión… Voy a hacerle la culebrita. Si, puedo hacerla muy bien con un alambre de esos gordos, de hacer los armazones de los sombreros. Lo difícil es hacerla de un modo que quede bien sujeta en una cinta, a modo de diadema, porque si se tuerce… ¡Qué horror!, ¿por qué se me habrá ocurrido esto?… Siempre que me pongo a construir algo mentalmente, me sale algo torcido, me ocurre algún percance, se rompe o lo corto donde no debía cortarlo y no lo puedo enmendar. No puedo lograr la imagen de la cosa arreglada: el defecto sigue allí por más que me empeñe en olvidarlo, en corregirlo… No puede ser, tengo que vencerlo, tengo que conseguir la cosa perfectamente hecha: tengo que borrar —pero ¿cómo?… Cuanto más pienso en ello, más claro aparece el defecto, más invencible, más abrumadora la idea de una cosa que se tuerce, que se cae, que se le ve el relleno—. No, no puede fallarme. Tengo que hacerla en la forma de un corchete, eso es. Un alambre de cuarenta centímetros, doblando por la mitad queda en veinte, doblado otra vez, en ángulo recto, queda en diez, eso es. A partir del ángulo, el trozo que vaya a formar el cuerpo y la cabeza, bien liado con un algodón gordo, modelándolo, y sujetando los dos alambres juntos fuertemente como para poder separar, a partir del ángulo, los dos extremos y formar con ellos dos argollitas que se puedan coser a la cinta como un corchete, eso es… Luego, conseguir un cierto garbo, una curvita… Ha dado una hora: creo que han sido las cuatro.
El viejo, el portero, el señor José, mascando la colilla de un puro, dijo: —Qué bonito, sobar los pelos de la chica, con las mismas manos que luego te pones a hacer píldoras.
—En primer lugar, esto no son pelos. En segundo, no los estoy sobando.
—Ah, no son pelos. Pues ¿qué son, melcocha?
—No sé, eso es lo que estoy haciendo, viendo a ver…
—Bueno, ya lo has visto, ahora suelta —grita Isabel—. No seas burro, Luis, que me haces daño: suéltamela trenza.
—No quiero.
El viejo, el señor José, se fue, llevándose el eucaliptus. Isabel se quedó tirando de su trenza, sin conseguir liberarla porque Luis dijo «No quiero». Lo dijo una sola vez, pero su negación siguió zumbando como una afirmación furiosa. Dijo «No quiero» con tal gravedad, con una voz más captadora, más táctil que la mano. Isabel dejó de tirar de su trenza porque ya no sintió que era su trenza lo que Luis tenía agarrado: se sintió toda ella como un pajarillo en la mano que lo envolvía, lo oprimía, lo inmovilizaba sin ahogarle, sólo rodeándole con un poder, con un querer que estaba afirmado ferozmente en aquel «No quiero». Y siguieron así un rato, Isabel tirando y Luis reteniendo la trenza. Isabel no tiraba tan fuerte como para arrancarla de la mano: tiraba sólo para mantenerla tirante y así, en esa tirantez, percibía que estaba sujeta. Hacía por irse y, tirando un poco, demostraba que todavía estaba allí. Luis no la soltaba, pero pensaba que tenía que soltarla. Pensaba en cómo la iba a soltar: no iba a dejarla caer de pronto, iba a depositarla en el lado izquierdo —era la trenza que colgaba sobre el hombro izquierdo, la que correspondía a su mano derecha—, iba a depositarla suavemente sobre el céfiro azul (la cliente, desconocida, había dicho, —¿Dónde has comprado ese céfiro? —No sé, lo compró mi madre. —Me gustaría saberlo porque no he podido encontrarle así, de cuadritos). Isabel, vestida de céfiro azul, y la trenza izquierda —tan larga, tan suave— descansaría sobre la curva casi imperceptible. Había que calcular bien el punto por donde tenía que estar cogida para, al depositarla, pasar suavemente el dorso de la mano por la curva, por el cuadrito —imposible adivinar a qué cuadro azul o blanco correspondía el vértice, el punto más sensible que, tal vez al pasar la mano por él demostrase que era algo vivo, tal vez respondiese, entregase —libre de la voluntad fría, recatada, hostil—, tal vez entregase la respuesta que ella, sus ojos azules, tan limpios como el cristal más duro, se empeñaban en negar. Tal vez al pasar la mano suavemente…
—¿Quiere usted darme la Emulsión Scott?
—Sí, en seguida.
—¿Pero me das o no me das los litines?
—¡Litines! El paquete tirado con fuerza en el mostrador. ¿La Emulsión? Sí, ahora se la doy. Isabel corre al portal, corre escaleras arriba, con las dos trenzas echadas a la espalda y los litines en la mano.
Todas las viejas de la casa —madres, abuela, maestra—, todas con reuma, todas con dolores en todas partes, echando en el agua los litines y Elena negándose a bajar por ellos. Elena, con una crueldad, con una habilidad especial para dejarla indefensa. Elena —el dinero en la mano, delante de doña Eulalia— «Isabel, ¿quieres bajar por los litines para mi abuela? Yo no puedo ahora…». Y delante de doña Laura y delante de su madre, «Tienen ustedes que tomar los litines, son una cosa extraordinaria…». Y los paquetes consumiéndose, y Luis acechando el momento de echarle mano… Las trenzas, después de todo, así, en broma, se pueden agarrar delante de la gente: a nadie le extraña que a una chica le den un tirón de una trenza. Antes, con una sola a la espalda, no se dejaba ver como éstas de ahora. Y no estaba dispuesta a volver a echarla atrás… Había sido un hallazgo, había sido como un regalo, como una herencia de sus antepasados, los Carreños. El deseo de volver a verlos, que había tenido durante tanto tiempo era porque sabía que iban a darle algo… eso que se lee en algunos cuentos, los niños van a casa del abuelo y siempre vuelven cargados con cosas, siempre encuentran en el armario o en el desván los viejos trastos familiares… Los trastos, los armarios, los desvanes que ella nunca tuvo, que nunca podrá ir a ver… Pero sí los Carreños. Allí, en su casa, en la más grande, en la más grandiosa casa, buscando alrededor de ellos, estaba segura de encontrar no un disfraz, no, no un manto de rey muerto, sino una cosa con la que poder vestirse todos los días, vestirse aun llevando cualquier vestido, salir a la calle a diario. Ir vestida de ella misma, ser ella, Isabel, como nunca lo había sido… De un modo vago, sabía que aquello, las dos trenzas, era algo de lo que se había investido porque no era una cosa que se pudiera endosar, sino que era algo suyo, de su misma persona. No tenía una fecha fija y limitada, como los trajes de Piedita y Araceli, no terminaba en una hora dada… Y no es que aquellas túnicas y telas rayadas no fueran preciosas: sí, lo eran. Sí, habían sido deslumbrantes, habían sido emocionantes desde su proyecto, cuando todo las amenazaba; la incertidumbre, la desgracia anunciándose y no acabando nunca de llegar, absorbiendo las energías, agotando la paciencia, agotando el tiempo hasta el último momento, hasta el momento en que ya parecía que era demasiado tarde, en que ya la ilusión, chafada por el cansancio se desganaba, se desangraba del impulso y entonces, la carta liberadora. Pasado el peligro, la actividad había multiplicado el tiempo. Piedita, como siempre, embobada. Elena disparada cómo una exhalación, armando, cosiendo, prendiendo, peinando el pelo castaño claro, sosteniendo el moño griego bien levantado de la nuca, bien esbelto, bien estatuario. Sujetándole la túnica para que el borde no arrastrase por las escaleras, acompañándola hasta el coche de la señora Smith, que había venido por ella, y viéndola partir —todas las vecinas asomadas— en pleno mediodía, como si fuera a desposarse con Leandro —las vecinas, sin saber nada de Leandro, pensando sabe Dios qué—, el coche desapareciendo en la esquina de Fuencarral… Luego, la tarde en Recoletos…
Un conflicto diplomático, acometido por Elena —ignorado por Isabel— había preludiado aquella tarde.
—Doña Laura, mi madre ha dicho que viene con nosotras, quiere ver a Piedita en la carroza, así que… vamos Isabel y yo con ustedes dos…
—Sí, claro, por supuesto.
—Sí, claro, pero…
—Ah, ya sé lo que piensas… Por mí no hay inconveniente. Pregúntale a tu madre.
—Oh, mi madre ya sabe usted que nunca se opone a lo que yo digo.
—Entonces…
Entonces faltaba proponérselo a la interesada y Elena sentía el escrúpulo de proponérselo tan tarde, de haber llegado a la última hora —apenas había tiempo para vestirse—, pero sin embargo, con una naturalidad difícilmente conseguida, como si fuera la cosa más lógica, como si desde un principio se hubiera pensado —Isabel había bajado a la calle—, Elena había cogido la ocasión por los pelos…
—Ay, cómo me gustaría verla, qué guapa estará, pero con esta rodilla ¿cómo voy a ir rengueando?… No, Elena, no, muchas gracias por invitarme, pero no me decido.
—Pero si apenas se le nota lo de la pierna.
—No se me nota porque lo disimulo, cuando no me duele, pero ahora llevo unos días muy malos. Y mira que tomo los litines.
—Es una lástima que no pueda venir. Pero no deje de tomarlos —Isabel llega, no se hace el menor comentario. Isabel no pregunta: se entera, al primer golpe de vista. Hay un largo rato de silencio. Luego, nada más.
—¿Vamos?
—Vamos.
Lento el desfile, carrozas anunciadoras, de carácter industrial y otras pertenecientes a clubs deportivos, a centros regionales. Entre ellas, la Carroza del Amor, la creación de la señora Smith, puro capricho de mujer rica, de viajera, de cosmopolita extravagante: la carroza digna de Niza… Muy bien la montaña de cartón piedra y en cada intersticio rocoso una pareja de amantes —de los glorificados, claro está— las Parcas en su gruta y el Cupido apuntando. Todo ello muy propio, los trajes, las actitudes, todo perfectamente sentido, perfectamente interpretado. Sólo una cosa propia, con otra propiedad, con la propiedad de lo natural, de lo verdadero, de lo que no imitaba nada, no copiaba nada, no repetía nada: se repetía a sí mismo, sin saber que repetía, siendo, permaneciendo en su misma forma secularmente: los caballos blancos… Descansaban sobre sus grupas las guirnaldas de rosas, prendidas en la cabezada, caían pesadas, formando curvas que rimaban con los cuellos, pesados también, pero soberbios, carnosos, musculosos, y tan ideales, tan quintaesenciados, tan arquetípicos, tan seguros de su perfección, del grave y ligero movimiento con que sacudían las crines… Los caballos, absolutamente mudos y como sordos a todo el griterío, a los aplausos. Impasibles, reconcentrados en su belleza, marchando al paso de los diablejos que los conducían —dijo una ciudadana, «La carroza del amor, ¡y son los diablos los que la llevan!»— los faunos, con pieles de cabra, los retenían al llegar a la tribuna del jurado y ellos levantaban la pata, con el enorme casco acompañado de una melena de crines, y luego la posaban en el suelo y quedaban en su escultura, inmóviles, sólo a veces levantando la cabeza, no por impaciencia, sino por no poder aquietar la majestad de sus movimientos… Y, obtenido el premio, y apagado el estruendo de los aplausos, la carroza seguía hacia la Cibeles y luego hacia Atocha… El gentío iba aclarando, se apagaban algunos focos del paseo central: había que ir yendo hacia casa. Todavía quedaban grupos de estudiantes que les tiraban puñados de confeti y piropos desenfadados, a pesar de que iban acompañadas por señoras. Ellas se reían, con la risa permitida como un disfraz que rompía la seriedad cotidiana. Rompía la costumbre, una risa destrozona, imprudente… Y en el suelo había diez centímetros de confeti, rebujones de serpentinas que habían sido pisoteadas, sin deshacerse su enredo. Eran como pelucas, como moños arrancados o como nidos; también como nudos que se habían formado al entrecruzarse incalculables espirales, lanzadas con incalculables, contrarios, súbitos impulsos. Era agradable; más que agradable, espontánea, mecánicamente voluptuoso meter los pies, hundirlos o enredarlos en ellas, llevar un rato arrastrando un rebujón, que al fin se rompía por el lazo enganchado en el pie y se quedaba atrás… Luego, se quedaba atrás todo ello. Se quedaba detrás de una semana neutra, en la que apenas se hablaba del resultado brillante… Sólo Araceli describía su noche egipcia, el garbo de su culebrita dorada, enhiesta gentilmente en la diadema negra. También su túnica rayada y su melena fosca se fueron quedando atrás… Luego, llegó el calor prematuro, el jaramago junto a la tronera empezó a sufrir de sequía. Al mediodía abrasaban las tejas y la luz en el estudio era insoportable por las mañanas. Sólo al oscurecer Elena, con implacable perseverancia, ponía a Isabel ante el papel Ingres. Y, en efecto, Isabel dibujaba. Tenía todas las condiciones necesarias, sabía ver, que no es lo mismo que ver. No es que veía bien, sino que veía inteligentemente, amorosamente, rigurosamente. Elena había oído decir —porque de eso ya se hablaba y, naturalmente, se escribía, así que Elena lo había oído en algún periódico— que no se debía copiar de láminas, que era mejor tener, desde un principio, modelos del natural y ponía a Isabel a dibujar jarros o pilas de libros en diferentes agrupaciones. Hacía que se entrenase para ingresar en la Escuela de Artes y Oficios en cuanto empezase el curso. Ella había hecho ya uno, había seguido el sistema habitual, pero quería que Isabel llegase conociendo ya un plan más moderno. Quería ponerle un modelo vivo, un modelo con movimiento, y el viejo, el señor José se lo proporcionó. Elena lo sacó de la ratonera, dejándole caer en una caja de cartón. Le subió a casa muy en secreto para sorprender a Isabel, lo escondió en la cocina, pero el cartón era demasiado vulnerable para sus dientecillos. Lo echó en una pecera vacía. De allí no podía escaparse y allí mismo se le podía copiar, se le podía ver en todos sus escorzos, en todas sus graciosas posturas. Allí, en un rincón, debajo de una banqueta, podía esperar hasta la tarde. Pero antes de la tarde —salió a comprar papel y no lo encontró en todo el barrio— al volver al mediodía.
—Mira, mira qué pez ha caído aquí.
La Sinfo, la asistenta, le enseñó la pecera llena de agua. No llena, el agua no tendría más de diez centímetros de altura. El ratón, puesto en dos pies, apenas llegaba a diez centímetros: sólo la punta de la nariz alcanzaba la superficie. Así había permanecido más de tres horas… Intentó salvarle, estaba vivo, pero casi inerte, agotado, sin ganas de vivir… Comentarios —Isabel acabó enterándose—. Estas chicas, tan desarrolladas y tan sabihondas, todavía llorando por un ratón… No habían llorado, habían palidecido, habían casi blasfemado, maldecido a la bestia… Nunca, ni por todas sus precocidades, ni por todos sus portentos o avances librescos, Elena se había sentido más mujer, más adulta… Nunca había juzgado, aquilatado los matices humanos, las calidades, las clases… más despiadadamente. Era como si la onda de piedad que le había herido, atontado, suspendido el aliento se volviese de espaldas, mostrase su revés, su negación ante las diferentes voces humanas. Ante todas las palabras convencionales, estúpidas, delatoras en su estupidez de podredumbre, de deyecciones, de simulacros, de hipocresías… Ante todo eso permanecía, insistía como la mancha de luz que hiere la retina y no se borra, la imagen grabada, clavada, imborrable, de diez centímetros de vida, de una nariz alcanzando la superficie del agua… La luz de la tarde en el estudio no era mala para dibujar, pero el ánimo era pésimo. Hablaron poco del suceso, casi no hablaron en toda la tarde. Frases sueltas acudían, de pronto… Es sábado, ¿te acuerdas?
—Sí, ya.
—Es que mañana es domingo ¿o no te acuerdas?
—Claro, claro que me acuerdo. En este momento no me acordaba, pero no creerás que se me haya olvidado.
—¿Volviste a hablar de ello con doña Laura? ¿No se le habrán quitado las ganas?
—¡Cómo se te ocurre!
Entonces, el proyecto, la promesa obtenida de volver… de recobrar la visión que incita a vivir, sustituyó a la imagen de la vida recién vivida, al rostro de la abyecta, estulta maldad. Todo quedó borrado por veinticuatro horas de esperanza.
Primero el olor… cerrar los ojos para contemplarlo. Avanzar, percibir la luz como un contacto, no precisamente en los ojos, sino en todas partes; en la frente, en las mejillas. La luz como un clima y luego, pidiéndole permiso, disculpándose de utilizarla, olvidarla y mirar las cosas que ella descubre, desnuda, acaricia, templa o ensombrece o hace arder. Por entre la luz, asomándose hospitalariamente, rostros, miradas, cuerpos radiantes o doloridos, desnudos o vestidos… Vestidos de negro, pálidos, macilentos y tan señoriales, los Carreños, Carlos II, la monjil doña Mariana de Austria como dueños de la casa, como retoños que fuesen abuelos, como fetos seculares de un mundo oscuro…
—¡Pero Isabel! ¿Cómo no has matado a quien se le ocurrió compararte con ellos?
—¿Por qué iba a matarla? A mí me gustan mucho.
—¡Vamos!, no te hagas la extravagante…
—Si no es extravagancia, es agradecimiento. A ellos les debo todo. —¿Qué es lo que les debes?
—Todo, todo esto. Si no hubiera sido por ellos…
Todo… todos ellos allí, esperando que vinieran a saludarles, a besarles, a oprimir contra ellos los corazones como paños de Verónica, llevándoselos ¡para siempre!… Contemplación que nada ni nadie puede borrar. Nombres como cortinas que se descorren, como ventanas abiertas, nombres que no son de un ser humano que anduvo por la calle en tal fecha ni de otro que se le puso, delante con un pincel en la mano… Nombres que son de aquellas estructuras en las que los dos están confundidos. Aquella bellísima, rosada, ingrave, calzándose el guante, es un Goya. Aquel rey macilento, con la frente abombada, y el pelo del más exquisito, noble, delicado rubio, es un Carreño… Y la mujer tendida en la cama, con pechos pequeñísimos y la cintura un poco demasiado ancha… Ya ves, Piedita, tú crees que ése es tu defecto… —Es verdad. Y en ella no hace nada mal… Esa hermosa es un Ticiano. Esa mujer hilando; ella y su trabajo, el movimiento de su mano, el aire que la rodea es un Velázquez… Porque no son solamente rostros, ojos que nos intimidan o nos fascinan o nos conmueven; son también lugares, cielos como lagos, lagos que se alejan en bosques, entre montañas azules, entre cipreses o pinos de terciopelo o rocas de ámbar donde se albergan ascetas que son un Patinir. Al bajar, primero la gran sala henchida del sueño de Ariadna. Ahí el artífice desaparece, no es más que Ariadna, ella y el mármol, como si el mármol se hubiese transmutado en ella, como si ella hubiera descendido al mármol, se hubiera echado a dormir en él, confiándose a él, esperando en él, en su quietud inmutable, la llegada del dios violento. ¿Cómo es posible imaginar, ante tanta quietud, ante la inocencia del brazo muelle, redondo, que se mantiene levantado, formando ángulo sobre la cabeza, ante los senos sin peso, como colinas en el campo de un pecho que no se agita al alentar…, cómo imaginar que amó y lloró tanto?… En el mundo, en el ámbito del mármol, como si el silencio fuera el artífice, como si la durísima materia, por dura, por incorruptible, hubiera recibido la dignación de la forma, se hubiera hecho depositaria de su palabra inmortal, celestial… ¡La forma, la palabra que nombra en mármol la unánime, estelar, auroral pubertad de los Dioscuros!… Formas fragmentarias, también, que parecen bastarse, trozos tan íntegros que no serían superados si el todo a que pertenecieron viniese a unírseles, no aclararía nada el misterio de su significado, su significado está esculpido en ausencia… Tal vez el dorso inclinado, tal vez los brazos y la juvenil cabeza de la ninfa… ¿Sonreiría?… Sonrisa y juventud, levedad de una hija del aire, del bosque, del río… Tal vez de cualquiera de los orbes que se adivinan en sus caderas, apenas asentadas oblicuamente, como si fuera a alzarse o como si acabara de posarse… Grupa tan quintaesenciada, tan depurada en la forma que no se sabe si es una grupa o una flor o una idea… Y subir otra vez las escaleras de piedra presididas por un titán atormentado, encadenado al claroscuro de Ribera y entrar en otras salas menos conspicuas y…
—¡Elena, otros Carreños!…
—No, no creo que sean Carreños. A ver. Son mazo. Sí, parecen Carreños, pero no son. ¿Ves?, el príncipe Baltasar Carlos, en Velázquez es un niño, aquí es un muchacho…
—Pero ¿esta dama?…
—Ah, sí, ya ves, Margarita de Austria.
—Sí, ya lo veo, pero ¿no ves más?
—Claro que lo veo… Esto no se puede negar… Fíjese, doña Laura…
—Bueno, en ésta ya es otra cosa… Aunque tu nariz es más bonita.
—Oh, mi nariz… pero ¿y todo lo demás?
—¿Qué es lo demás? ¿No me vas a decir que te gusta el vestido? Tiene un aire de viuda… ¿La vas a imitar tú?
—No, Piedita, en el vestido no porque yo no seré nunca viuda: no pienso casarme… No me mires, Elena…
—Esta pobrecita no fue nunca viuda: el viudo fue su marido. Ella no pasó de los veinticinco años, creo.
—Ah, doña Laura, ¿es posible?… Entonces, esas gentes que están al fondo arrodilladas, como si estuviesen en la alcoba, rezando por alguien, ¿por quién pueden rezar?… Rezan por ella. Ella está muerta en la alcoba, tendida en la cama, no con ese traje negro, tan elegante; está con un sudario blanco y, mientras las otras rezan, ella está aquí, en esta otra habitación, pensando, despidiéndose de todo. De su hijo que iba a tener esa boca —que algunos llaman boquineta—, que también vestiría siempre de negro, con ese porte elegante, sobrio. No tiene más joyas que azabache; una pulserita en la mano que sostiene los guantes y algo como una mantilla o una toca, que le cae como una borla de azabache por entre las trenzas… Las trenzas juveniles, casi infantiles, destacadas, singulares, distintas de cualquier otro tocado. ¿En qué reina se ve un peinado así: dos trencitas como dos espigas, una a cada lado, la raya en el derecho y el pelo bien atusado sobre la frente, bien liso; recogido todo él en las dos trencitas que quedan como dos lazadas curvas a los lados de la cara y ocultan las puntas entre la borla de azabaches? Las dos trencitas fuera de toda moda. Las dos trencitas tal vez estuviesen extendidas sobre el sudario blanco, pero aquí, en el retrato que Mazo pintó —¿Cuándo? ¿Antes o después de muerta? ¿Posó ella para el pintor aquí, en la estancia solitaria adonde ella ha venido a despedirse?—, tiene en la otra mano, en la que apoya en el respaldo del sillón, un pañuelo, un gran pañuelo blanco, como para hacerle aletear en la despedida. Su mirada es muy triste como si no estuviese preparada para la muerte, como si la cogiese desprevenida ese quehacer de morir y temiese no hacerlo bien. Tal vez sin testamento, sin confesión no es probable porque eso no se lo habrían consentido. A eso, a subsanar ese imprescindible requisito todos la habrían ayudado, pero a ordenar sus… Tendría muchas más joyas, además de esos azabaches, y tal vez quisiera dejárselas a alguna de sus damas, doncellas o amigas… Pero sólo había dejado escritas las dos trenzas, las dos espigas apretadas, granadas de porvenir porque iban a despertar en la juventud de Isabel que las trasplantaría del azabache al céfiro azul… Rápidamente —ya en casa— el peine, por la parte espesa, alisando sobre la frente el pelo dividido a la derecha por la raya. La raya suavemente desviada hacia el centro del cogote para dar a las dos trenzas el mismo grosor y, bien apretadas, atadas en las puntas con cordoncitos de seda, una a cada lado, sueltas sobre los hombros…
—¿De dónde te sacas ese peinado? La niña de una señora alemana llevaba esas trencitas. Pero era una chiquitina y tú ya vas estando grandullona: Anda, bájame por los litines.
Y Luis la miró con terror, con espanto, con arrobo, con cólera como si hubiera descubierto un rival. Vio el esmero, la decisión que había en aquellas trenzas, la consciente feminidad. Vio que eran una cosa elaborada, ¿adoptada o dedicada?… Eso es lo que quería saber, lo que quería preguntar abruptamente, violentamente, escondiendo la violencia como un puñal en la manga…
—¿Para quién te peinas?…
La mano de Isabel coge el paquete, los hombros hacen un mohín, saca la lengua, vuelve la espalda, echa a correr… La violencia, el arma utilizada en tan pequeño ataque, se queda insatisfecha y se ensimisma, se reconoce, se considera en sus dimensiones y, cuanto más se considera, más se crece. Examina el brote o borbotón surgido ante la presencia de Isabel, ante las trenzas de Isabel que se presentaron, se descubrieron como si se hubiera quitado el vestido, como si le hubiera dejado ver algo que no conocía y que, al mismo tiempo que se lo enseñaba, se lo negaba, le prometía la negativa. Ésa era la provocación, alzar los hombros, dar media vuelta, y, antes de completar la media, antes de darle la espalda, enseñarle la lengua, la cosa negada… La cosa rosada, móvil, viviente, aún más tentadora que la carnalidad pétrea de coral rosa, brillante en el labio inferior terso, pulido, casi nunca dilatado en la sonrisa. Todo eso, la visión de todo eso tan breve, tan huidiza, pero tan permanente como una planta que echa raíces, como raíces que fuesen tentáculos, que a propósito o con un propósito de adentramiento se van enseñoreando del ser, en total, inflamándolo, convirtiéndolo en un único ente de deseo… El deseo convertido en violencia, o al contrario, la violencia llameando y el deseo custodiando, defendiendo de la hoguera su íntima, silenciosa, escondida fuente de ternura… Luego, las apariciones cotidianas entre la gente, con la presencia, a veces, del padre cada día más incapacitado para el trabajo, más vencido por su corazón deficiente, condenado, convertido en depósito de condenación —de la condenación temida, no de la aceptada— de la separación, de la partida… Interrumpiendo con esa amenaza de partida el curso —que debería ser fácil, alegre— de la vida del hijo… Y todo sucediéndose con abrumadora regularidad: la farmacia, las gentes acudiendo con sus torpes consultas, con sus recetas de curanderos… Y el estudio al mismo tiempo, el empeño en terminar bien, en llegar a doctorarse, en ser lo que se es cumplidamente… Y las apariciones de Isabel, sus cambios sutiles, dentro de su inmutable, hermético carácter. Su exquisita, infantil figura, su feminidad inexpugnable, su inteligencia como una chispa azul en su mirada tan descubierta como la de una niña que se hace la tonta… Y el torrente de pasiones, de intenciones, todas imposibles hasta aquel día en que la más leve, pueril, disfrazada de juego —la farmacia solitaria, al mediodía, el viejo portero pidiendo unas hierbas y, de pronto Isabel—, así, como jugando, echar la mano rápidamente y agarrar la trenza —con el corazón en la garganta, pero convenciéndose de que le ha perdido el miedo—, la trenza tan suave que es difícil retenerla sin que se escurra. Apretarla con tal fuerza que ya no se siente, queda como incrustada en la mano, y no soltarla aunque ella proteste… —No seas burro, Luis. Suéltame la trenza.
—¡No quiero!
Estoy harta de bajar un día sí y otro también por los litines.
—¿Qué se le va a hacer? Cada día tiene más reuma la gente.
—Lo que yo quisiera saber es si esto sirve para algo. A mi madre no deja de dolerle la rodilla. Tendría que ir al médico, pero no quiere.
—¿Por qué no quiere?… Hay que convencerla. Déjamela a mí.
—¿Quiere usted decirme por qué…?
—No, Elena, no es que no quiera ir al médico, es que sé lo que me va a mandar: lo mismo que la otra vez.
—¿Qué le mandó?
—Las inyecciones.
—¿Y no le hicieron efecto?
—¿Qué efecto me iban a hacer si no me las puse? ¿Tú sabes lo caras que salen?
—No es posible que sean tan caras.
—Las inyecciones no, pero el practicante… Y si no ir al hospital y perder toda la mañana… ¿Puedo yo pasarme la mañana sin coser un día sí y otro no?…
—Claro, eso es verdad… Sin embargo, tiene usted que ponérselas. ¿Conserva la receta?
—Sí, la receta sí, pero ¿y qué?
—Que en mi casa hay una jeringa… Yo se las pongo. ¿No se atreve?
—¡Tú! ¿Te atreves tú?
—Claro que se atreve, mamá; se atreve a todo.
—A todo no, pero a esto sí. Lo único que importa es la asepsia, ¿sabe usted?, la limpieza, y eso lo voy a hacer yo mejor que en el hospital. Luis me informará… No bajes tú, que le atortolas: ahora soy yo quien tiene que parlamentar.