El timbre sonó de un modo particular. Sonaba de un modo particular todas las tardes, pero aquel día se hizo notar más su particularidad. El timbre delataba el titubeo, la duda de quien lo oprimía temiendo que no respondiese la persona llamada, y aquella vez no respondió. Sonó como siempre; primero una vibración apenas audible y luego ya un breve timbrazo sin remedio: ya está, ya sonó, ahora a esperar. No abrió la puerta Elena. Antes de abrirse la puerta fueron acercándose pasos que no eran los de ella, pero ya no era posible retroceder: se abrió la puerta.
—¿Vienes a ver a Elena?
¿Se puede contestar a una pregunta superflua?… ¿Hay motivo para preguntar qué hace al que hace una misma cosa todos los días a la misma hora? La respuesta afirmativa asume cierta culpabilidad. Sí, claro que sí, ¿por qué negarlo?, como todos los días. ¿A qué otra cosa podría venir?… Todo esto en un mero:
—Sí, señora.
—Pues Elena no está: salió con sus amiguitas.
Entonces una despedida banal, torpe, evasiva como de quien es cogido en falta y media vuelta hacia la escalera; hacia el tramo que sube, pero sin subirlo, con una lentitud en los pies que la mente recorre veloz, en zigzag, en idas y venidas, en círculos concéntricos expandiéndose al impacto de cada piedra, de cada pensamiento que se deja caer como nunca pensado… Entonces ¿quién soy yo?… Si ellas, las otras —¿qué otras?— son sus amiguitas, yo ¿qué soy?… Yo ¿quién soy?
—¡Isabel!
Una voz vibrante y al mismo tiempo capciosa, desde la enorme estatura que no ha cerrado la puerta.
—Isabel, ¿querrías hacerme un trabajito?
—Sí, señora, lo que usted quiera.
—Entra, entonces.
Entrar sola —sola, sin Elena—, cruzar la antesala oscura, que se llena de luz al abrir la puerta del gabinete y entrar en el gabinete sola; quedarme sola allí unos minutos…
—Mira, ¿ves este trocito de hilo? Es un lino muy bueno, como ya no se hace. ¿Tú sabes sacar hilos?
—Sí, señora.
—A mí ya mis ojos no me lo permiten. Fíjate, está marcado con unas crucecitas. ¿Tú serías capaz?
—Sí, señora, yo sé hacerlo muy bien.
—Ya me figuro, serás tan habilidosa como tu madre.
Mi madre no sabe en este momento lo que voy a hacer y seguramente le gustaría saberlo. Me diría, «A ver si te portas bien»… Yo no sé si a mí también me gusta, pero, me guste o no, quiero portarme bien, quiero demostrar que aunque esté sola…
—Siéntate en esta sillita, junto al balcón. Todavía habrá luz un buen rato.
Ahora ya el estar sola tiene cierto no sé qué, cierto mérito… El mérito militar es el valor, dicen… El valor tiene mérito; estar aquí sola y hacerlo bien para que digan… Me conformo con que no digan, con que no puedan decir que lo hice mal. Ahora sola, con la puerta cerrada —no sé por qué la habrá cerrado, pero me alegro— no tengo miedo. Tampoco tengo ganas de curiosear las cosas porque Elena me las ha enseñado una por una y, además, esto de sacar hilos me entretiene sin impedirme pensar en lo que quiera. Si las marcas no están justas —y me parece que no lo están— yo sé corregirlas. Será doña Eulalia quien las ha marcado; si hubiera sido Elena no fallarían en un hilo. Su abuela podría haberle pedido a ella que se los sacase… pero Elena tenía que salir con sus amiguitas… ¿Cómo son?… Sé cómo se llaman, Elena las nombra a veces. Por cómo las nombra casi se puede saber cómo son: yo aseguraría que las desprecia a todas. Para ella, todas son Fulanita, Menganita… A mí no me llama nunca Isabelita; a ellas, Pilarcita, Encarnita… A ésta la detesta, no me cabe duda porque un día llegó a llamarla Encarnacioncita. ¡Qué burrada de nombre!… Y con qué cara lo dijo. Las caras que pone Elena cuando suelta una de ésas… Y hasta cuando no las suelta: sólo con lo que piensa parece que puede matar a alguien… Matar o todo lo contrario —no sé qué es lo contrario de matar, pero en fin, sí, se puede decir. Lo que pasa es que es difícil saber cuándo es algo bueno lo que piensa y cuándo es algo malo… Es lo que me pasó a mí el primer día. Y mi madre sin querer hacerme caso… Yo diciéndole, mamá, esa chica se ha enterado de todo y ahora va con el cuento… Qué tontería, no puede haberse enterado de nada… Te lo aseguro, mamá, te lo aseguro… Había subido los escalones de dos en dos —a mí me pareció de cuatro en cuatro—, como una araña, estaba en los huesos, con el vestido colorado, tan bonito que a mí me costaba trabajo decir ¡qué chica tan horrible!… Claro que ella también me pareció guapa, pero al mismo tiempo…, bueno, horrible no. Sólo se me ocurría decir ¡Mamá, mamá!, esa chica, ¿te has fijado en esa chica?… Ahora va con el cuento… Y nos quedamos las dos calladas, esperando que pasase algo. No esperamos mucho, pero yo me di prisa a pensar, me hice mis propósitos, tomé mis decisiones… Esa chica, nunca habrá nadie en el mundo a quien yo pueda odiar más… Y volvió en seguida, otra vez de cuatro en cuatro como yo había predicho. A mí ni me miró; le dijo a mi madre que si quería bajar un momento a su casa… Mi madre estaba sin aliento y ella la tranquilizó como si creyera que fuese por miedo a perder tiempo. Un momento nada más, le dijo, para hablar con mi tía. Echó a correr escaleras abajo, sabiendo que mi madre iría detrás. Y claro que fue, como un cordero, quitándose el delantal, recogiéndose los pelillos que se le escapaban del moño… Cuando volvió, con el corazón en la garganta… ¿Ves qué mal pensada eres?… Y yo, ¿cómo que soy mal pensada, no fue con el cuento?… Sí, pero no con el que tú te figuraste: la señora va a decir al albañil que blanquee también nuestra habitación. Qué desconcierto me entró; me quedé sin saber qué hacer con el odio… Y me daba rabia, una rabia atroz. Eso que llaman un desengaño debe de ser una cosa así… No sé cuánto me duró, pero mantenía aquel sentimiento como si no quisiera dejármelo quitar. Aunque las cosas cambiaban tanto de pronto… Luego ella subía a veces y hablábamos, no sé de qué, de cualquier tontería, pero me costaba trabajo mirarle a la cara: me parecía que iba a adivinar lo que estaba pensando. Y lo adivinaba, aunque no la mirase… Yo volvía del colegio y ella estaba en el cuartito de al lado, con sus cosas. Siempre me decía algo y yo procuraba que no durase mucho la conversación. Hasta el día en que todo se hizo diferente… Mira mi jardín, dijo. Yo no pasaba de la puerta, pero señaló a la ventana de la tronera y me decidí a mirar cómo daba el sol en la plantita de jaramago nacida entre las tejas… Las dos nos quedamos embobadas, mirando, cuando vino el pájaro a picotearla y salió volando en seguida… ¡Era un verderón!… Cuando lo dijo, yo entonces la miré a ella… Su cara se había transfigurado como… qué sé yo, como si echase luz, como si el pájaro verde… No, como si el verde del pájaro hubiera llenado el cuarto. Entonces pensé, nunca habrá nadie en el mundo a quien yo pueda querer más… Pero también procuré no mirarla para que no lo notase. No sé si se notaba, de todos modosa veces me parecía que no le daba importancia, que era como lo que por sabido se calla… Y luego fue como si hubiéramos olvidado que jamás hubiera pasado algo… Bueno, nunca pasó nada: a mí, dentro de mi cabeza, sólo me pasaban aquellas cosas de si la podría odiar o si la podría querer. Pero Elena es una chica a la que no puede pasarle nada de eso: ella no se queda nunca entre si será o si no será. Yo acabé dejando que todo fuese como ella quisiera. Unas veces me decía, baja a casa…, y yo bajaba. O me decía, entra un rato a mi estudio —como ella le llama al cuartito—, y yo entraba a ver lo que estaba haciendo. Hasta que decidió que yo bajase todas las tardes… Tú bajas, aunque yo no suba al estudio; tú bajas a eso de las cinco… —Pasos, se va a abrir la puerta…
—¿Qué tal te va saliendo eso? A ver, muy bien, muy bien. ¡Lo que te ha cundido!, ya tienes casi la mitad. Y tú no te dejas engañar por las marcas: está correcto, de mano maestra.
—Es muy fácil, doña Eulalia.
—No tanto, no tanto. ¿Tú has merendado?
—Sí, señora.
—¿Qué has merendado?
—Una naranja.
—No es gran cosa. Creo que podrás tomarte un tazoncito de café con leche.
—Oh, muchas gracias, pero no se moleste.
—No, si no me molesto nada: ya está hecho. Mi hermana no puede pasarse sin él.
Se va y vuelve en seguida con una bandeja.
—Mira, acércate el musiquero, aquí puedes ponerlo. Hoy nos han dejado solas a las dos viejas. Pero deja la labor: primero merienda.
Un tazón de café con leche, un platito con una ensaimada, todo encima del musiquero, junto al balcón. Siempre me gustó tanto el musiquero… Los madroños jaspeados, de lanas de colores, que le cuelgan alrededor tienen caritas diferentes que dan ganas de hablar con ellos… Y el día que le dije a Elena, ¿esto es para guardar las músicas?… Me aniquiló con la mirada. ¡No digas eso en tu vida, las músicas!… Di las piezas, los métodos, los cuadernos, las partituras, pero las músicas jamás… Y entonces ¿por qué se dice el musiquero?… Eso se dice en broma. Mi abuela es la que lo dice: creo que lo aprendió de los ultramarinos… Yo, como una idiota. ¿De los de ahí enfrente?… Y se tumba de risa, me toma el pelo con saña… ¡De los de ahí enfrente!… Imagínate a mi abuela platicando de música mientras le despachan el bacalao de Escocia… Se tira de espaldas en la cama, se accidenta a carcajadas… ¡Eres genial!… Quieres decir que soy idiota… Yo nunca quiero decir más que lo que digo, ¡eres genial!… Lo cortés no quita lo valiente… Claro que a mí no me importa que me corrija. Elena me corrige todo porque ella sabe palabras preciosas: alabastro… Yo no había oído nunca esa palabra, alabastro. Yo creía que la figurita de encima del piano era de cera y Elena me dijo, Es de alabastro… Es la Ariadna de mi abuelo… Otra coladura buena, por mi parte. ¿Es su primera mujer?… ¡Dónde estaría!… ¡Quién habría podido encontrar un pedazo cuando mi abuela la hubiese tirado por el balcón!… Luego me habló muchas veces de la ópera inspirada en una heroína antigua… Qué bonita debía de ser, qué bien dormidita está ahí encima. ¿Sabría ella, aquella mujer de otros tiempos —de hace siglos, parece— que llegaría a pasar una cosa así?… ¿No es fantástico que, después de tantos años, un señor tan serio como éste, con esa cara de león pálido, pensase en ella y le escribiera canciones?… Y que nadie lo tomase a mal como si se hubiera tratado de una… Otra palabra preciosa; ésta se la oí a doña Eulalia y no la entendí, pero luego Elena me explicó… una suripanta. ¿Cómo podrá tener mal sentido una palabra tan bonita?… El caso es que a ésta no la trataron como si lo fuera: la pusieron ahí, sobre el piano, bajo el retrato de él… Y a mí que no me digan, tenía que estar mucho más enamorado de ella que de doña Eulalia: por eso le puso el nombre a su hija. Y no es que doña Eulalia sea fea, no, debe de haber sido guapetona, pero esta otra, ¡vamos!, ni comparación. Es lo que pasará cuando pongan la ópera en el teatro; no encontrarán una tiple que se le parezca ni de lejos… La que venía a estudiar con la madre de Elena, la Claudina Toscani… Y Elena diciendo, pero ¡si es de Alcorcón!, si es Claudia López… ¿No ves que Claudia es lo único que le cuadra?… Fíjate en las ciruelas… No habíamos visto nunca una mujer con pezones más gordos; se le marcaban debajo de todos los vestidos… Claro que a ella no la pondrían el traje de Ariadna porque no está permitido, pero, aunque lo estuviera, sería cómico. Ella, en cambio, ahí dormidita, parece una santa. A mí, la verdad, las santas no me dicen nada: son unas monjitas… Bueno, las mártires son ya otra cosa, y a ésta me parece que se la podría poner entre ellas… ¡El timbre!… No, no puede ser Elena porque salió con su madre, que siempre lleva llave… ¿Qué hago?… Debería ir a abrir la puerta para que doña Eulalia no se moleste, pero ya viene por el pasillo.
—Abre tú, Isabel, porque no sé quién será.
Dos señoras, dos sombreros, dos paraguas que caen en el paragüero. Gritos de asombro… ¡Ernestina!… ¡Eulalia!… Gritos menos fuertes, ¡Paulita!… ¡Eulalia!… Besos en cada carrillo.
—¿A qué se debe esta satisfacción que me dais?… Porque mira que ha llovido desde la última vez…
—No se debe a nada —voz hombruna de Ernestina—, es decir, se debe a que te la debíamos… Diciendo a cada momento, tenemos que ir a ver a Eulalia, tenemos que ir a ver a Eulalia y dejando pasar los días. Hoy le dije a Paula, de hoy no pasa, y no pasó.
—¡Gracias sean dadas!… Isabel, no te quedes ahí en la puerta. Siéntate en tu sillita: todavía hay algo de luz.
Ernestina pregunta con la mirada, con un alzar de hombros… Doña Eulalia contesta, entre dientes, Es de arriba… Se sientan.
—Y ¿qué haces ahora, Ernestina? Te has pasado unos años de convaleciente, pero supongo que ya ni te acuerdas de tus males.
—Te engañas; me acuerdo perfectamente. No es tan fácil olvidarlo.
—Yo creo que te acobardaste porque parece una cosa tremenda una angina de pecho, pero todos esperábamos que reaccionases pronto.
—Todos, todos lo creíamos, tienes razón, Eulalia, máxime que el médico le aseguró que había sido una falsa angina.
—¿Tú crees que yo puedo tener algo falso?… Ni aunque sea una angina.
—¡Ya salió! Cualquiera diría que lo consideras un fracaso. Habrías preferido que te dijesen que era la mejor angina del mundo, que te aclamasen, que te gritasen ¡bravo!…, ¡bis!…
—Mira, lo de bis fue lo que más me desanimó. No me habría gustado repetirlo y yo sabía que era lo que me esperaba.
—Claro, todo te lo tomas a la tremenda, en todo pones ración doble… Así, la escena tenía que consumirte.
—No, Paula, no; lo que empezó a consumirme fueron los años y la angina me sirvió para hacer un mutis airoso… Más que para eso, me sirvió para ver lo… convencional —¿os gusta la palabra?—, eso es, para ver lo convencional de mi vocación.
—Te va a costar trabajo desacreditarte ante nosotras.
—Bah…, si os hago confidencias, os desmayáis… Cuando vi que tenla que ponerme a hacer economías, ¿creéis que lo que me apenó fue ahorrar mis energías en la escena?… No, corderas, el ánimo se me vino abajo cuando vi que tenía que suprimir el champagne en los antepalcos…
—¿Estás viendo, Eulalia? ¿Estás oyendo las blasfemias de mi hermana?…
—No le hagas caso: son más falsas que la angina.
—¿Qué sabéis vosotras, pazguatas?… Una conservando limpio el santo nombre de nuestros padres, que nos dejaron un poco de dinerito para que no nos veamos forzadas a trabajar, eso entre paréntesis. Otra el del genio de un marido que, si fuéramos a hablar… No vas a decirme a mí que para ti todo el monte fue orégano…
—Isabel, no es posible que sigas haciendo eso a oscuras. Se ha ido la luz enteramente.
—Me falta una sola carrera, doña Eulalia, y si no lo termino hoy…
—No tiene importancia; puedes terminarlo otro día.
—Pero si acabo en cinco minutos…
—Y esta chica tan mona, Eulalia, ¿es discípula de Ariadna?…
—No, es una vecinita del piso de arriba.
—¿De arriba?…
Una pregunta de la voz machuna. Una pregunta llena de afirmaciones: si arriba no hay piso, ¿qué es lo de arriba? ¿Hay siquiera un sotabanco?… Y, si no es discípula de Ariadna, ¿qué hace aquí esta pequeña? Muchas más preguntas que no preguntaban nada, sino que afirmaban. Una filiación rápida, tan terminante que hace innecesaria toda respuesta. La voz femenina sigue preguntando…
—Y ¿qué es lo que borda, tú la enseñas?
—No, Paulita, ella sabe de sobra. Me está ayudando a sacar hilos en un pedazo de lino que conservaba de otros tiempos.
Ah, qué habilidosa. Parece tan bien educada… y tan rubia como una princesita.
—¿Cómo una princesita?… —voz hombruna, terminante—. Lo que parece, de cabo a rabo…
Oscuridad, oscuridad que estalla como una bomba. Una bomba que, en vez de producir una llamarada, produce sombra, apaga todas las luces: la del pensamiento, la del sentido común. Una palabra que es una bomba de vacío. Es lo incomprensible, lo irrespirable, hostil a la vida. Y la palabra se repite y cuanto más se repite más oscura parece, más salvada, más sarcástica, más infamante. Porque se repite siendo aprobada, siendo comentada como una flecha en el blanco… El último hilo sale como si saliese de la inmundicia, como si fuera viscoso; no acaba de salir nunca, se rompe, hay que buscarlo y no se puede encontrar el cabo entre el tejido, que ya no es el lino blanquísimo, sino una cosa sobada, sucia… Y al fin sale, pero más vale tirar de él poco a poco para que dure hasta ver si se ve algo… No se ve nada; sólo se ve la condena, la humillación a que se puede someter a cualquiera, como un calabozo… Porque si a uno le llaman ladrón sabe si lo es o no lo es, sabe a qué carta quedarse: es una calumnia o es una acusación justa… Puede decir, lo soy, o no lo soy… A esto no se puede decir nada… «De cabo a rabo»… y se cierra la puerta, se queda uno como paralítico, como atado de pies y manos… ¡Elena!… ¡Dios mío! ¿Por qué no llega Elena?… Parece que suben, sí, abren la puerta, es Elena… (todo el trapo, hecho un ovillo, en el cesto de costura y Elena en la antesala. Gritos otra vez, saludos, besos —un aparte disimulado, mal disimulado).
—Elena, tengo que decirte una cosa.
—Espera un poco; voy a saludar a estas brujas. Vete mientras tanto a mi cuarto.
—Bueno, pero no tardes.
—¿Qué ha ocurrido? Tienes una cara que asusta.
—Ya te contaré, una cosa horrible…
Horas, siglos en el cuarto de Elena… Llegan las voces infames. No es posible que se lo cuenten, no, para ellas no puede tener importancia… Hablan de otras cosas y también esas cosas serán infames. El tono de sus voces… No entiendo lo que dicen, pero si oyese las palabras tampoco entenderla porque hablan como para que sólo se entiendan entre ellas… La Ernestina lleva la voz cantante y todas le ríen las gracias. Parece un macho que las domina a todas… ¡Hasta Elena se ríe! ¡Cómo es posible!… ¿Será que Elena también las entiende? ¿Puede encontrar también ella que tienen razón?… Si se lo digo y no me lo aclara es el último día de mi vida…
—¡Elena! Creí que no llegabas nunca.
—Pero ¿qué ha pasado?
—No sé, no sé cómo voy a explicártelo: una cosa que dijeron de mí.
—¿Una cosa que dijeron de ti? Pero no vas a llorar por eso…
—No, si no lloro; es de rabia.
—Bueno, ¿qué fue la cosa, algún chiste de Ernestina?
—Sí, eso, pero ¡qué chiste!…
—Cuenta.
—Estaban hablando de cosas de ellas, de cosas poco decentes, creo yo, y, claro, a tu abuela le pareció que yo no debía estar allí. Me dijo que ya no había luz, que lo dejase para otro día y, como les llamó la atención sobre mi, se pusieron a hacer preguntas. La gordita le preguntó si yo era discípula de tu madre y tu abuela entró en explicaciones. Bueno, eso no fue nada; la otra, con esa voz, dijo, como quien pone los puntos sobre las íes, que yo era de cabo a rabo…, así como suena, de cabo a rabo un Carreño… ¿Qué es un Carreño, Elena?…
—¡Caray, no lo sé! ¿Tú estás segura? ¿No habrás entendido mal? Me parece raro que Ernestina diga una cosa tan absurda, porque no es nada tonta.
—No lo será, pero ¿crees que tu abuela preguntó qué quería decir? Nada de eso, las otras dos dijeron amén, como si hubiera dado en el clavo… ¿Qué es un Carreño, Elena? ¿Es que es una cosa tan mala que no quieres decírmelo?
—Pero no seas idiota, criatura, ¿cómo no iba a decírtelo? Lo que pasa es que no sé lo que es: no lo he oído nunca… Pero me extraña que, si es una mala palabra, mi abuela la haya repetido, porque las detesta.
—Pues la repitió, y más de una vez. Luego siguieron hablando, pero yo ya no entendí más. Creí que perdía el conocimiento.
—Bueno, me parece que debes de haberte aturrullado, pero no te preocupes, ¿tú estás segura de que fue ésa la palabra?
—Estoy tan segura como de que hay luz.
—Entonces la busco en el diccionario y mañana te lo digo.
—¿Y si no está en el diccionario?… Las malas palabras no vienen.
—Ya sé que no vienen, pero es que no creo que sea una mala palabra. Y, después de todo, si no la encuentro se lo pregunto a mi padre.
—¿Te atreves a preguntarle una cosa así?
—Yo a mi padre le pregunto todo y, si no puede explicármelo, me dice, es una burrada, o es una porquería… Anda, vete a casa: mañana te lo digo.
Noche horrorosa, sin pegar ojo…
—Pero ¿no duermes? ¿Has comido algo abajo?
—Sí, mamá, una ensaimada.
—Eso no puede haberte hecho daño. ¿Tendrás fiebre? A ver… No, no la tienes…
Aguantar, aguantar el desvelo porque es imposible contar lo que ha ocurrido… Si mi madre lo supiera, ella no lo tomaría como yo, como una cosa absurda, incomprensible…, como una maldad hecha a ciegas como quien tira una piedra… Ella creería entender… y estaría segura de que todo era por ella, por ser ella mi madre. Hay que aguantar esta angustia como el que se cae al agua y aguanta sin respirar. Hay que no respirar hasta que se haga de día, esperando que la cosa se aclare y temiendo que cuando se aclare sea peor todavía… Porque no es posible que sea mejor, no, no puede ser que Elena me diga que no tiene importancia… ¿Cómo no va a tener importancia una cosa que varias personas aseguran, repiten, convienen todas en que está en lo cierto?… Eso es lo único que yo pude comprender, que estaba en lo cierto la frase dicha con un retintín, con un ¡ahí va eso!… Horas sin respirar, sin hacer ruido… Fingir el sueño respirando fuerte es difícil, es imposible porque lo que no se puede es respirar ni fuerte ni flojo… No se puede más que mirar la ventana de la tronera y esperar que llegue la luz… La luz llega al fin, quién sabe después de cuánto tiempo: tal vez ha habido unos minutos de sueño… Hay momentos en que parece que todo ha sido soñado, se siente un poco de descanso como si la postura en la cama fuese más cómoda, como si esta tranquilidad, este silencio, fuesen una seguridad, una falta de peligro… Y en seguida otra vez la angustia, la amenaza de lo que se va a descubrir porque no puede haber seguridad, porque la acusación puede ir, como un perro, olfateando derecho hasta la cosa escondida…, que, además, no está escondida: está al alcance de cualquiera… Y ahora, ya con la luz, esperar a que sea posible bajar a ver a Elena… Desayunar, lavarme, peinarme sin respirar, sin soltarse el nudo de la angustia atado al pescuezo… ¡Pasos!… Elena sube al estudio… Tan temprano: nunca sube a estas horas.
—¡Elena!
—¡Lo sé todo!…
—¿Qué es lo que sabes?
—Todo, todo lo que quieres saber.
—¿Y qué es, por favor, qué es lo que sabes?
—No puedo decírtelo.
—¿Por qué?
—Porque lo he prometido.
—¿A quién?
A mí misma.
—¡Elena, tú no te das cuenta!…
—Me doy cuenta de todo y por eso no te lo digo.
—¿Es tan horrible, tan fenomenal?
—Fenomenal es, horrible en absoluto.
—Entonces ¿no es tan malo?… Elena eres un monstruo si no me lo dices. ¿Tú has encontrado la palabra y has comprobado que no es una cosa horrorosa?
—No sólo no es horrorosa, sino que es una cosa excelente.
—¿Un Carreño es una cosa excelente?…
—Excelentísima. Habría quien daría miles de pesetas por uno de ellos.
—¡Por uno! ¿Es que hay muchos?
—Muchos no; hay unos cuantos. Ya lo verás.
—¿Dónde?
—Ah… A ver, hoy es viernes y son las ocho de la mañana. A las ocho de la mañana del sábado, veinticuatro horas. A las ocho de la mañana del domingo, cuarenta y ocho… más dos o tres hasta las diez o las once… alrededor de cincuenta…
—Oh, Elena, parece mentira… ¿Cómo puedes hacerme una cosa así?…
—¿Una cosa cómo? ¿Qué sabes tú cómo es la cosa que voy a hacer?
—No sé lo que vas a hacer, pero sé lo que estás haciendo. ¿Es que a ti también te divierte la frasecita de Ernestina?
—No me divierte, me admira. Ya te dije que no es nada tonta.
—No es tonta, pero es malintencionada porque, si es una cosa agradable o, por lo menos, amable, ¿por qué no lo dijo de un modo que yo pudiera entenderlo?
—Pues porque, si lo hubiera dicho más claro —más claro para ti—, tú no habrías comprendido lo admirable, lo… etcétera, etcétera… de su acierto.
—¿Tan burra crees que soy?
—Esto no tiene nada que ver con la burrada. Si yo te lo dijese ahora y, hasta si te lo explicase, te quedarías sin saber… No es eso precisamente: si te lo explicase, tú le darías importancia a cosas que no la tienen, y yo lo que quiero es que te caigas sentada, de asombro…, que veas la cosa en su salsa.
—¿En su salsa? ¿Es cosa que se come?
—No, panoli, ya sabes que yo hablo así. No se come, se mira. El domingo nos llevará mi padre a ver los Carreños.
—¿El domingo? ¿A dónde?… Ah, ya sé, a la casa de fieras.
—Frío.
—Entonces ¿por qué el domingo, es cosa de iglesia?
—No, ya sabes que mi padre no las frecuenta… Pero eso ya no es tan frío… Hay un sinónimo de iglesia que se le acerca… ¿Tú sabes lo que puede ser un sinónimo de iglesia?
—No lo sé, ni me importa; me figuro que será un cachivache cualquiera.
—¡Un cachivache!… ¡Fantástico!… Un sinónimo de iglesia es un cachivache… No te lo explico, no, tampoco te explico lo que es un sinónimo porque no quiero que adivines. El domingo irás a verlos y no irás con esa cara de víctima, porque, si no te pones muy contenta en este mismo momento, es que no tienes confianza en mí, y entonces, en venganza, te explico lo que es un Carreño y se rompe el encanto…, se queda en nada. Si te lo explico, con pelos y señales, te quedas toda la vida sin saber lo que es un Carreño.
—Yo creo que siempre comprendo las cosas que me explicas.
—Sí, casi siempre, pero es que ahora no se trata de comprender: se trata de decir ¡Ah!… de asombro.
—¿Crees que me darán miedo?
—Te lo quitarán… ¿Tú no tendrás un vestido negro?…
—No, nunca lo tuve. ¿Hay que ir de negro? ¿Qué vas a ponerte tú?
—Yo, cualquier cosa, no tiene importancia lo que yo me ponga.
—¿Y lo que me ponga yo la tiene?… Entonces, es que pueden pensar…
—No pueden pensar nada, los Carreños no piensan…, pensaron.
—¿Es que están muertos?
—Son inmortales… Pero bueno, volvamos al vestido negro: si no lo tienes habrá que confeccionarlo.
—¿De aquí al domingo?
—Por la mañana. Pregunta a tu madre, ella sabe hacer cosas de la nada… Me voy abajo, tengo que emprender inmediatamente la conquista del Himalaya.
—Tu abuela, ¿no?
—Acertaste.
—¿Y para qué quieres conquistarla?
—¡Secreto!…, es cosa que corresponde a la promesa… Figúrate, si yo faltase a algo que te hubiera prometido, ¿qué pensarías de mí?
—Pensaría las peores cosas.
—Pues imagínate lo que pensaría yo si faltase a lo que me prometo a mí misma.
—¡Oh, vete a freír espárragos con tus promesas!
—No, hoy no pienso hacer nada en la cocina.
¿En qué ha quedado todo?… Tragedia parece que no hay, pero oscuridad sigue habiéndola. No es la misma oscuridad que ayer, no, eso no, y, sin embargo, hay una cosa parecida… Yo me decía, si Elena no me lo aclara, si Elena está de acuerdo con ellas, si entra en el juego de Ernestina es el último día de mi vida. Y no me lo ha aclarado del todo. Y no ha entrado en el juego de ellas, pero ha inventado otro, por su cuenta, también desesperante. Y encima quiere que me ponga muy contenta y me saca a relucir lo de la confianza…, como si supiera que así, de refilón, he desconfiado. Claro que no puedo desconfiar, no tengo ningún motivo, incluso me avergüenza. No, no desconfiaré de Elena, es que desconfío tanto de todo que la desconfianza me rebosa. Bueno, la desconfianza no es cosa que rebose, al contrario, chupa el jugo de las cosas: es como un sumidero, todo se lo traga, y no, eso no se lo dejaré tragar…
—Mamá, ¿tienes algo negro de lo que se pueda hacer un vestido?
—¿Para quién?
—Para mí.
—¿Para ti? ¿Quién se ha muerto?
—Nadie: es que el domingo nos va a llevar el padre de Elena a un sitio.
—Ah, ya me figuro; he leído en el periódico que un coro de niños muy famoso viene a cantar en no sé qué iglesia y, como en esa casa siempre están con la música, eso debe de ser. Pero no sabía que había que ir a esas cosas de negro.
—Yo creo que esto es algo muy especial y me parece que no se trata de iglesia.
—Pues ¿dónde va a ser, por la mañana y con traje de ceremonia?
—Sí, es verdad. Elena no me ha dado más explicaciones.
—Bueno, lo que importa es que te lleven. No sabes lo que me alegra que ese señor te lleve con su hija. Siempre me pareció muy simpático.
—A mi también, pero nunca le oí abrir la boca.
—Espera, espera un poco…, podría hacerte un vestidillo con una falda mía, de lana, pero está muy raída, está ya muy vieja. Se me ocurre de pronto que una cosa que tengo en el fondo del baúl tal vez sirva. Ven, ayúdame a sacar la bandeja: la ponemos encima de la cama.
—Y esta caja de zapatos, ¿qué tiene?
—Nada, deja eso. No se puede abrir.
—Ya lo veo, le has puesto lacre en el cordel. ¿Creías que yo iba a curiosearlo?
—No, tonta, no es por ti. Figúrate, yo puedo ponerme mala un día y tener que venir alguien a cuidarme… En fin, nunca se sabe lo que puede pasar: déjala en su sitio… Mira, aquí está empaquetado hace dos años.
—¡Pero mamá, es un uniforme de las ursulinas!
—Sí, eso es; me lo dio una señora cuando sacó a la niña del colegio y lo guardé para cuando crecieses… Has crecido tanto que ya te está bien.
Yo no me pongo eso. Puede verme alguna chica que lo conozca y pensará que quiero pasar por…
—No puede conocerlo nadie si lo arreglo un poco.
—Además, no es negro.
—Es casi negro.
—No es eso lo que quiere Elena.
—Llámala y pregúntaselo.
—No creo que quiera subir: hoy está muy ocupada.
—Baja a enseñárselo.
—¿Con esta peste a naftalina?
—La naftalina no es peste; es un olor sano, a limpieza. Y además, de aquí al domingo ya se le habrá quitado.
—No, no se quita tan pronto: no se le quitará nunca.
—Entonces ¿vas a decirle que no puedes ir?
—Ah, no, eso no puede decírselo y además no quiero. No, yo quiero ir con ella el domingo.
—Yo también quiero que vayas. Anda, llama a Elena.
—¿A estas horas? Estarán todavía desayunando.
Si me abre la criada no paso de la puerta; le digo que la llame, aunque me advirtió que no podía perder tiempo. Sabe Dios lo que estará haciendo, y si la llamo… No, Elena no se enfada por una cosa así: la llamo y lo comprende en seguida. Comprenderá que la estoy ayudando, que estoy colaborando en esa cosa que se trae entre manos… ¿Qué será? ¿Qué se habrá inventado? ¿Qué comedia irá a representar?… Querría imaginarlo, querría adivinarlo antes que me lo diga. Pero ¿cómo lo voy a adivinar? Tengo que buscar una pista, a ver si por el hilo puedo sacar el ovillo. Pero ¿por qué hilo?… Aquello de la confianza… Sí, éste es el camino. Elena quiere que esté muy contenta y se entretiene en atormentarme, en freírme la sangre. Yo, por encima de todo, tengo que estar muy contenta… y el caso es que a lo mejor lo estoy. A lo mejor siento en el fondo algo así como una especie de alegría…
—¿Quiere decir a Elena que si puede salir un momento?
—¿Qué pasa, qué nuevo conflicto?… Ah, bueno, ¿se trata del vestido? Vamos a verlo.
—Estupendo, señora Antonia. Nada de arreglo, sólo pasarle una plancha.
—Pero ¿de veras le sirve?
—Pintiparado. Me vuelvo a mis quehaceres. No bajes hoy a las cinco; tengo que dar los últimos toques al proyecto… Bueno, cuando el vestido esté planchado lo bajas para ponerlo en el balcón, al aire.
La confianza…, ya está explotando la confianza. Es dominante. Se lo he oído decir a su madre y cuando se lo oí me pareció injusto, pero no lo es: Elena es dominante. Y ¿qué?… Aunque lo sea tengo confianza en ella. Mi madre no es dominante y la de Elena tampoco; las dos parece que siempre están pidiendo perdón, cosa que me saca de quicio, y supongo que también a Elena. En eso estamos iguales. Nunca hemos hablado de ello, pero yo me lo imagino. Elena es dominante y nunca pediría perdón a nadie… No sé, no puedo imaginar qué podría hacer Elena para tener que pedir perdón… Claro que si se equivoca, como cuando uno da un pisotón a cualquiera, sin querer, en ese caso uno pide perdón maquinalmente. Pero que Elena cometiese un error grave, que hiciera algo feo…, imposible. No. quiero hacerme ilusiones, pero la verdad es que me está sometiendo a un suplicio…, a una prueba, debe de ser. Debe de estar viendo adónde llega mi confianza y, claro, eso sólo lo puede hacer si está segura de que la cosa no va a decepcionarme. Pero ¿qué puede ser, algún bicho maravilloso? No, porque los más fantásticos son de otros climas muy diferentes del nuestro. Y además «habría quien daría miles de pesetas por uno de ellos»… No pueden ser bichos. Más todavía, «son inmortales»… Dicen que los loros viven cien años, pero eso no es ser inmortal. No, no son bichos porque dice que alguna vez pensaron… Tengo que esperar dos días y mi madre me preguntará, pero se conformará con cualquier respuesta. A mí me angustia decirle algo que no sea la verdad. Detesto tener que mentir y, sobre todo, a mi madre. Sin embargo, no puedo decirle lo de la palabrota. ¿Cómo podría convencerla de que no es palabrota? ¿Cómo podría contarle todo lo anterior, lo de «Es de arriba»… y la voz…, no, la mirada, el silencio que decía, «¿De arriba? Si arriba no hay nada»…? Mi madre sabe, en fin, claro que lo sabe, pero además siempre está pensando en ello. Siempre está recordando cómo llegamos aquí, a esto de arriba… Y el caso es que ella tiene confianza, no en Elena ni en nadie en particular: tiene confianza en todo el mundo. En la suerte, creo yo, y, sobre todo, en mi suerte. A ella le parece natural que me quieran… Lo que podría contarle es lo que dijo la otra, «Rubia como una princesita»… Eso la pondría orgullosa hasta reventar, y yo no se lo conté porque a mí me resultó reventante. Eso fue lo que más me hizo pensar en esto de arriba… Yo casi no me acuerdo… Yo no sé si eso es acordarse, porque ahora pienso en ello, ahora sí sé lo que es, pero antes no lo sabía. Yo era como un bebé, sabía hablar… Qué cosa tan idiota, como si el hablar fuera una cosa que se aprendiese. Claro que uno no nace hablando, pero ¿cuándo se aprende? Yo hablaba ya muy bien y sin embargo no entendía las cosas… Entendía, claro, lo que me decía mi madre, «Hemos encontrado una casita, verás qué bien, mañana nos mudamos»… Y nos mudamos. «Tú llevarás mi cestita de la costura»… y subí las escaleras con ella, detrás de mi madre que venía cargada con no sé qué… ¿Estaba yo contenta con la casita? No sé, no sé, estaba contenta por vivir sola con mi madre porque antes estábamos con otras mujeres… Ésta es la cosa, ahora veo que mi madre no las quería nada. Claro que aquí también teníamos al viejo en el cuarto de al lado, que era una pepla…, y mi madre pasándole la comida que hacía en la hornillita… Hasta que el viejo ya no pudo subir las escaleras y se quedó en el cuchitril de la portería. Luego la historia del albañil y la aparición de Elena…, ¡y el odio que me entró el primer día!… Y tanto tiempo, tantísimo tiempo… y ahora esperar a que aclare, dormir algunos ratos pensando…, un dormir que no es dormir. Los vigías y los serenos pasan las noches sin dormir, pero cuando se está en la cama uno cree que no duerme y, de cuando en cuando, se cae en un pozo, se deja de pensar o se queda uno parado en un pensamiento. Se queda uno dormido en una esperanza, en un miedo, en alguna cosa de la que no se puede ir más allá porque no se le ve la vuelta… Y por fin aclara la luz en la tronera y es otro día… ¿Cómo va a ser un día sin bajar a casa de Elena, y sin indignación, sin tristeza ni contrariedad?…Todo eso me está prohibido, sería falta de confianza. Tengo que estar tranquila y quieta aquí, sin rechistar, como en conserva, como mi vestido que estará ya en el balcón aireándose… Tengo la impresión de que estoy colgada, pendiente de un hilo. Estoy pendiente de lo que va a pasar y no me atrevo a moverme por miedo de que se rompa el hilo. Pero no se puede romper; tengo que tener confianza en el hilo… Tal vez suba Elena… Me parece haber oído la puerta de abajo… Sí, y ahora la del estudio… ¡Elena con un huevo en la mano!…
—Esto es cosa muy importante, sumamente importante. Con eso vas a lavarte la cabeza. Agua tibia, porque si el agua está demasiado caliente se hace huevo duro. Luego aclarar bien, con unas gotas de vinagre en el agua…
—Pero ¿te vas ya?
—Sí, mis quehaceres no tienen fin… Ah, nada de bigudíes, nada de trenzas: el pelo tiene que estar limpio como una seda y caer recto.
Menos mal, una tarea, una cosa con la que se puede pasar, haciéndola durar bien, casi una hora. Entre calentar el agua, poner la palangana en una silla, la toalla enrollada al pescuezo… Y mi madre…
—Sí, te habías abandonado mucho el pelo. Ha hecho bien en decírtelo, pero no me gusta que te lo haya notado. Luego te lavas los pies.
—Sí, mamá.
—Será mejor que lo dejes para la noche, al irte a la cama: así los tienes limpios para ponerte los calcetines blancos. ¿Podrás ponerte calcetines blancos?
—Creo que sí.
—Sí, me parece que calcetines blancos siempre están bien.
Y el pelo tarda en secarse… Primero está pesado sobre la toalla húmeda y luego se va aligerando. Se quita la toalla y la humedad queda en el pescuezo, pero se va pronto por el calor del cuerpo. El pelo empieza a ir secándose, se van separando los mechones. Al meter los dedos entre ellos, la mano se va llevando la humedad hasta que, a fuerza de peinarlo con los dedos, toma ya otra calidad como de seda: es lo que dijo Elena que tenía que parecer. No sé si lo parecerá, pero tocarlo es agradable. Y no puedo hacerme una trenza porque le quedarían onditas y Elena quiere que esté liso. ¿Será que los Carreños tienen el pelo laso? Entonces, por lo menos, tienen pelo.
—Mamá, ¡el agua está demasiado caliente!… Ahora no es tiempo de sabañones.
—Bueno, te echaré un chorrito de agua fría, pero caliente es mejor.
Este jabón de color de rosa tiene un olor que no es el olor de las rosas, pero las recuerda. Lo tiene uno en la mano y no parece estar oliendo rosas, sino viendo rosas… Qué sé yo…, es como si las rosas de trapo oliesen así, o las rosas de porcelana olas rosas pintadas en las paredes —no sé dónde las he visto. Ah, sí, en una confitería—, olor a rosas artificiales, que tienen la ventaja de que no se marchitan, puede uno meterse en la cama con ellas. Toda la noche oliendo a rosas pintadas… Las de porcelana tienen, además del color y del ruidito que hacen al chocar unas con otras —ésas las vi en el cementerio en una corona que había sobre la tumba de una muchacha y las toqué, eran deliciosas—, tienen una suavidad que no es suavidad de seda, como la del pelo: es una suavidad áspera, una suavidad mate…, ¿se podrá decir mate?… La del pelo, así, perfectamente limpio, es igual a la de una madeja cuando se la desenvuelve para devanarla. Suavidad…, no sé por qué las cosas suaves consuelan… Aunque a mí eso del consuelo no me gusta mucho porque, si le consuelan a uno, eso no quiere decir que el mal o la tristeza, o lo que sea, haya desaparecido. Le consuelan, sí, pero… Lo que yo encuentro en la suavidad de las cosas es como si, desde lo contrario…, no sé qué es lo contrario, no sé si se puede decir que el sufrimiento es lo contrario de la suavidad, pero algo de eso debe ser… Por eso yo no veo en ello consolación, lo que yo veo es como si mirase por una ventana una casa que no es la mía…; una casa lujosa, con espejos y lámparas de cristal, y viera que hay esas cosas y que yo no estoy dentro, pero puedo verlas… Es tonto, pero todo esto es parecido a la suavidad…, a la sensación que produce estirar los pies recién lavados entre las sábanas limpias… Es tonto, es traído por los cabellos —diría Elena—, pero no, no lo diría cuando yo se lo explicase —también yo puedo explicarle algunas cosas—, porque estoy en mi cama y son mis pies los que estiro, pero hay una novedad, una cosa que no es la de todos los días: es una cosa como una casa a la que me asomo de cuando en cuando… Es como una cosa que me dejan ver, pero a la que no estoy acostumbrada. Además…, claro que hay un además, porque esto de los pies y las sábanas ya lo he sentido otras veces. Muy agradable, por supuesto, pero no era más que como el descanso después de la molestia que era dejar que mi madre me fregase por todas partes, sermoneándome al mismo tiempo sobre la limpieza. Ahora es otra cosa, ahora todo está hecho como si fuera el principio de algo, como si todavía me quedara por saber adónde voy con los calcetines blancos, con el vestido negro —o casi negro— y con el pelo liso…, laso, como deben de tenerlo los Carreños… No, no debo dejar que me dé miedo la idea de verlos… No, tengo que dormir como si fuera a entrar en la casa que otras veces miro por la ventana y a dormir en una cama que no es la de todos los días… Hasta que haya luz. Y la luz ya debe de hacer tiempo que ha llegado porque están tocando a misa.
—No, hoy no vamos a misa porque no quiero que te arregles hasta las nueve. Además no me cabe duda de que van a llevarte a una iglesia. Te pongo en la carterita el rosario, por si acaso.
¡Mi vestido!…, no podría reconocerlo ni su dueña. En vez del cuellecito recto, ceñido al pescuezo, una golita de encaje blanco.
—¿Te gusta?
¡Quién podría contestar!…
—Pues eso no es nada. Siéntate para que no te desmayes, que vas a ver mi capo lavoro —obra maestra, se entiende.
—Pero ¡cómo es posible!… ¿Cómo has podido hacer esto?…
—Con paciencia: tiene veintisiete pedacitos… Pero la paciencia para un rompecabezas como éste siempre me sobró: para lo que tuve que hacer acopio fue para camelar a mi abuela y conseguir que me dejase hurgar en el baúl de sus trapos. ¡Eso sí que es un baúl mundo!… Yo me quedaba tonta; perdí más tiempo en eso que en confeccionar luego la boina. Me habría gustado que lo vieses, pero no quería descubrirlo hasta que estuviera hecho. Fíjate, se me ocurrió hacerlo así por la forma que tenían algunos pedazos del terciopelo: son como los gajos de una naranja… Pero ¿te has quedado tonta? ¿No dices nada?…
—¿Qué voy a decir?… Sólo tú eres capaz de inventar esto.
—Pero ¿te gusta o no te gusta?… A ver, póntelo todo. Mi padre debe estar ya vestido: quiere que salgamos antes de las diez porque allí —ya verás lo que es allí— tendremos que estar por lo menos dos horas. Mira, papá, le queda muy bien, ¿no?…
—Muy bien, perfectamente. La boina no tan ladeada; tiene que tener un aire serio.
—Ah, es verdad. ¿Así?… Me parece que así está bien.
—Está muy bien.
—Fíjate, papá, fíjate qué pelo. ¿No es una preciosidad?
—Sí, es una preciosidad, verdaderamente.
—Y esta tonta no se lo cuida.
—Ya se lo cuidará.
Tranvía hasta la Puerta del Sol. Luego, tranvía hasta el paseo del Prado y al fin…
—¡Ah!… ¿Vamos al museo?…
Pasar a mejor vida… ¿De quién se puede decir esto, de los héroes, de los santos, de los que tuvieron una muerte gloriosa o de los que tuvieron una vida aperreada?… De todos, creo, porque lo de mejor parece una comparación y de lo que se trata es de lo incomparable, de lo increíble, de lo pasmoso y de lo fácil que es pasar por una puerta, una puerta giratoria, una puerta que parece que se mueve por sí misma, que no hay que abrirla, sino que hay que echarse a ella, entregarse a tiempo porque ella sigue girando y otros vienen detrás, otros que tienen que pasar igualmente…, y uno pasa y entra en otro mundo… ¿Qué es lo que pasa cuando uno pasa?… No pasa nada… ¿Qué es lo que ve?… En el primer momento no ve nada… y eso que no ve es una visión como para olvidar todo lo que ha visto antes… Es como si, de pronto, tuviera uno delante lo que no puede ser… Uno está viendo, está oliendo un aire que no ha olido nunca, está oyendo un silencio como una quietud, una luz, un brillo en el suelo… Hay que andar por ese suelo que nos refleja… Hay que ir como van los otros, sin pisarlo, porque todos van muy por encima del suelo… Avanzan por una sala inmensa y uno tiene que seguirles y pasar por entre aquellos… ¿cuadros?… No, ¡quién piensa en cuadros!… Por aquellos lugares, por entre aquellas gentes que nos miran… Gentes increíbles; temibles unas, llenas de armas, y otras al contrario, ¡todo lo contrario!… Sin armas ni ropas ni nada. Desnudos, sin miedo a nada, con una tranquilidad como si nada pudiera alcanzarles, como si nada pudiera herirles… Las mujeres, sobre todo, con niñitos que les andan alrededor —amorcillos, parecen. Y hay que avanzar porque Elena me empuja, pero imposible romper la quietud, imposible ir más allá porque no se concibe nada mejor que esto, lo que está ahí delante, que parece infinito, que parece que no puede cambiar y, al mismo tiempo, da miedo que cambie, da miedo hacer el menor movimiento como si la visión fuera a desaparecer…
—Vamos, avanza. ¿Es que ya no quieres verlos?
—¿A quiénes?… Ah, sí, claro. ¿Están aquí?…
—Aquí están, un poco más allá. No nos detenemos ahora en nada, hasta que los veas. Luego te iré enseñando todo.
—¿Tú ya lo conocías?
—De toda la vida.
—Entonces, si sabías dónde estaban, ¿por qué me dijiste que no sabías lo que eran?
—Porque tal como me lo dijiste tú no comprendí. Mi padre lo comprendió en seguida.
—Ah, ¿tu padre lo comprendió? ¿Por qué? Ahora lo verás.
Al fin, al fondo de la primera sala, los Carreños… Pienso que se llaman así los personajes representados, pero Elena me aclara todo. No sólo lo que son los cuadros y el nombre del pintor, sino también lo de «De cabo a rabo»… Sí, me lo explican; me aseguran que parezco uno de ellos. Elena añade:
—Hasta cierto punto. Te parecerías más si tuvieras que pasar dos meses en el hospital porque estas gentes se caían de anemia.
—Es verdad, por eso mi madre se desespera de que esté pálida y delgada… Y el médico dice que no estoy mal, que es que soy así.
—Eso es, tú eres así, pero no volverás a ponerte ese vestido.
—¿Por qué?… A mí me gusta mucho.
—A mí no. ¿Ves?, por eso no sabía yo lo que eran los Carreños, porque nunca me gustaron. Los cuadros que yo quiero son otros y tú tienes que…, no es que tengas que cambiar, no, tú siempre serás así, como eres. Pero ya ves que ahora la gente no es tan fúnebre.
—No, pero tampoco es como la de estos otros…
—Ah, no, aquel de allí es una bacanal y ahora no las hay porque no dejan.
—Y ¿tú crees que si dejasen?…
Elena alza los hombros, mi pregunta le parece tonta. Me agarra del brazo y me lleva de unos en otros. De cuando en cuando echa una ojeada a su padre, que nos sigue pacientemente. A veces él nos indica cualquier cosa para que no dejemos de verla. Pero Elena quiere que yo vea, ante todo, sus amores.
—Lo que son los cuadros, los pintores, las épocas ya lo irás aprendiendo, ahora tienes que ver los personajes que son sólo para enamorarse. Verás, este primero…
Rubio, con una barba leve y dorada, un traje blanco y negro —más blanco que negro—, con una especie de barretina caída sobre el hombro…
—¿Quién era este caballero?
—No era un caballero, era un pintor. Aunque, bueno, tal vez un pintor pueda ser un caballero… Era un alemán, en todo caso, para comérselo, ¿no te parece?…
—Divino.
—Ahora verás una dama:
Salas y más salas, personajes desnudos o vestidos, santos, guerreros, ángeles, frailes blancos, caballeros palidísimos y enlutados… Al fin una dama vestida de rosa.
—Ésta es doña Tadea. ¿No es un escarnio un nombre tan horrible en una criatura tan encantadora? Fíjate qué cinturita, qué modo de ponerse el guante. Parece que no pesa en el suelo; toda ella es de pluma. A ésta también se la puede querer, pero no se puede hablar mucho con ella: es sólo así, como para verla pasar… Ahora verás otra que ya conoces.
—¿Yo la conozco? ¿De qué?
Salas y más salas, reyes y príncipes a caballo en cuadros enormes y en medio de la sala amplia, no muy luminosa, envuelta en una luz tranquila. Ariadna… Inmensa, inmensamente dormida. Blanda, con una blandura que sólo se encuentra en los bichos dormidos, en la pata de un gato dormido, blanda como de terciopelo. Y el mármol durísimo dormido en esa blandura, en esa pesadez… Elena la contempla.
—¿Has visto algo más hermoso?…
Elena canturrea, dando vueltas alrededor de Ariadna —la sala está vacía, al fondo un bedel soñoliento—, Elena sigue una especie de rito. No es necesario saber si lo hizo cien veces antes: se ve que es una cosa que hace, que siempre hizo, que hará siempre… Elena canturrea, la melodía apenas se oye, pero las palabras no son un bisbiseo como en los rezos: son claras, musitadas muy bajo, pero netas, destacadas sílaba por sílaba. Es el aria o la romanza… es la lamentación de Ariadna…
Las olas, por llamarme, rompían en la fimbria de mi veste.
Las olas me advertían, ¡Despierta…, abandonada!…
Elena sigue cantando y rodeando a Ariadna, su padre deja de mirar al retrato del rey o del caballo y lanza a Elena una mirada indefinible… Una mirada burlona y al mismo tiempo enternecida, una mirada de connivencia, de secretos, de afirmaciones de cosas repetidas… Elena responde con otra igual, pero evasiva: —Déjame seguir, ya hablaremos de esto…
Salida. Paseo del Prado hasta la Cibeles… Silencio, porque, ¿qué se puede decir después de lo que hemos visto?… No se puede hablar de otra cosa y de lo que llevamos en la cabeza tampoco se puede hablar. El padre de Elena repite su mirada burlona, pero ahora ya no es sólo mirada, es un comentario que intenta justificar la burla, aludiendo a cosas pasadas, a cosas ajenas, como si al oír cantar a Elena hubiera sonreído pensando en otro canto menos perfecto que el de ella…
—Qué burra la Claudina, qué incapaz de dar a cada sílaba su valor justo en las notas… Seis meses ensayando y diciendo «la fimbría»… sin percibir que la frase tiene su cúspide en «fím» y desde allí se derrama, en cascada…
Tranvía en la Cibeles hasta la Puerta del Sol. Tranvía por Fuencarral hasta San Vicente… Un vientecillo fresco me hace estornudar, saco el pañuelo y cae de mi cartera el rosario.
—Ah, ¿recuerdas lo que te dije? Un sinónimo de iglesia es templo. El museo es un templo, para mí.
Mirada burlona y connivente del padre de Elena, a la que Elena responde, connivente…
—No imaginas, papá, lo que dijo esta criatura cuando le pregunté si sabía lo que es un sinónimo de iglesia… Dijo, no sé lo que es, ni me importa, pero me figuro que será un cachivache cualquiera…
—¡Formidable!… Se podría hacer una frase muy bonita en un relato, describiendo una sacristía, por ejemplo… Allí había incensarios, vinajeras y otros sinónimos de iglesia…
Carcajadas de los tres al llegar al portal. Risas convulsivas, imposible subir sin agarrarse a la barandilla. Un piso, otro piso, otro piso… Elena toca el timbre con todas sus fuerzas: abre doña Eulalia… Elena ríe y tose, sin poder respirar.
—¡Ah!… Sin aliento llego…
—¿Qué es eso, dos pícaros galgos te vienen siguiendo?
—Oh, no…, y es una lástima, con lo que a mí me gustan los galgos… Les haría entrar.
—¡Hombre!…, es lo que nos faltaba: además, dos galgos.
Si yo sólo hubiera oído esa frase no le habría dado importancia porque no tiene nada de particular, pero vi la cara de doña Eulalia, vi cómo decía además… Todo el veneno y todo el misterio estaba en que dijo además mirando al padre de Elena. Los tres fuimos pasando por delante de ella, que había seguido con la mano en el picaporte y cuando pasó él doña Eulalia repitió la frase, «Además, dos galgos»… ¡Por qué habrá sucedido una cosa así en un día como hoy!… Era una mañana maravillosa, yo volvía… no sé… como si llegase de otro país, y no llegaba sola. Llegábamos los tres riendo como camaradas… Es absurdo o parece absurdo, pero era la verdad. Porque llegar Elena y yo riendo como locas era cosa corriente. Y eso mismo ya era raro, ya era difícil de comprender, incómodo para las gentes de su familia, que se extrañaban de que Elena prefiriese andar conmigo y no con sus amiguitas. Era cosa corriente para los vecinos, para los de la farmacia que nos veían bajar juntas todos los días a buscar los litines… Para todos ésos era la cosa más natural, en cambio, vernos llegar con ese señor que apenas sale de casa, que se pasa el invierno con una manta por las rodillas…, ¡y riendo él como un loco!… Como un chico; subiendo las escaleras sin esfuerzo, sin darle importancia más que al chiste que le desternillaba de risa… El chiste mismo había sido confeccionado por los tres porque Elena contó mi coladura, ¡garrafal, de antología!…, como ella dice, y su padre la convirtió en una frase muy cómica, como para decirla en el teatro… Todo esto, los contrastes del mundo donde habíamos estado, la seriedad de los Carreños —es cierto que parecen moribundos y, la verdad, más bien odiosos, pero no me importa parecerme a ellos: son algo que ahora se llamaría elegantes—, y al lado, simplemente, a dos pasos de los de la bacanal…, y otra mujer tendida en una cama, ¡maravillosa!… —Una lluvia de oro es lo que le cae encima, dice Elena—, y estatuas abajo, en el subsuelo y, sobre todo, Ariadna, tan nuestra… Claro que Elena tiene que sentirla más suya todavía por el nombre de su madre, pero, en todo caso, nuestra como si fuese nuestra santa o nuestra virgen en el altar de la música…, de las músicas, que la madre de Elena deja en el atril del piano y nosotras guardamos en el musiquero… A todo eso nos había llevado el padre de Elena, y no como un guardián, sino como un camarada. Eso es, como si para él también fuese extraordinaria la escapada, como si la aventura tuviese para él algo más delicioso todavía que la novedad… Bueno, no es eso precisamente… Para él, mejor que la novedad era el poder repetir una cosa que se conoce, que se quisiera frecuentar a diario y no se puede, como si hubiera algo que lo prohibiese… y, de pronto, se presenta la ocasión y se dice, ¡vamos allá!… Y todo esto deshecho, pisoteado por una palabra… Lo grande, lo fenomenal es que haya sido una palabra común. Porque la palabra que me aterró a mi era como un cuarto oscuro para el que no podía entrar en ella, pero para los que tenían la llave no era nada medroso. Ésta, en cambio, es atroz aunque todo el mundo la entiende… ¿La entendería él como yo la entendí?… Seguramente, seguramente está harto de oírla: para él no tendrá novedad su repetición repugnante. A mí me dejó apabullada porque vi la cara, oí el retintín… y la palabra se abrió, se destapó como una cosa llena de gusanos… ¡Cómo es posible que oiga uno con horror una palabra tan simple como además, y que sienta en ella tanto horror como en la palabra oscura, oiga el mismo acento de sentencia, de calabozo!… ¿Por qué habrá tenido que terminar con esto la mañana?… ¿Cómo voy a contarle a mi madre todas estas cosas?… No, no voy a contarle más que las que ella pueda comprender. Bueno, un poco más. Eso era, precisamente, lo que yo venía pensando, que le contaría algo que la deslumbrase y que ella, en seguida, añadiría a esa seguridad que tiene en mi suerte, a eso que ella supone y asegura —se lo he oído mil veces— que merezco, no sé por qué si todavía no descuello en nada… Pero sé que con lo que le cuente se quedará contenta… Claro que yo también estoy contenta, no por las mismas cosas… Aunque, ¿quién sabe?, es posible que todas las cosas que nos ponen contentos sean la misma… Pero no es eso solo, es que en ese momento —fue exactamente en el trozo del Prado hasta la Cibeles— todo era tan bonito, tan elegante… Eso fue lo que me hizo pensar en que los Carreños eran elegantes y sentí una especie de remordimiento por no haber contado a mi madre lo que había dicho la gordita. Fue un poco de maldad, por mi parte; no se lo conté, sabiendo que le daría una satisfacción enorme. Tampoco se lo conté a Elena, y si se lo hubiera dicho ella habría comprendido de qué trataba lo de los Carreños, pero yo, por un orgullo feroz…, el orgullo que mi madre me critica y que no corrijo porque sé que ella tiene puesto todo su orgullo en mi orgullo… Esto no es un retruécano —como dice Elena—; es que yo lo siento así. Yo sé que es como si yo hiciera un ejercicio muy difícil, que ella no supiera hacer…, qué sé yo…, andar por la cuerda floja, y ella me mirase desde abajo y me dijera, ¡Cuidado, hija mía, no debes hacer eso!…, pero yo viera que estaba orgullosa de que lo hiciera, que estaba segura de que había nacido para hacerlo… Tengo que contárselo, tengo que contarle todo desde el principio…
—Mamá, no fuimos a misa, ni a oír música, ni a nada de lo que te figuras.
—¿Entonces?… Pero ¡qué colores traes!, ni que vinieras del monte…
—Vengo de más arriba.
—¿Más arriba de qué?
—Más arriba de todo.
—¡Vaya!, ya estás con tus exageraciones. ¿Se puede saber adónde te ha llevado esa fantasiosa que te está enseñando?…
—¡Si tú supieras lo que me ha enseñado!… ¿Has entrado alguna vez en el museo?
—No, nunca entré, pero no creas que no sé lo que hay dentro; cientos de cuadros.
—¿Cuadros, dices?… Allí hay gentes, países. Allí todos están vivos, mirándonos, desnudos…
—¿Desnudos?
—Sí, la mayor parte.
—¿Y el padre de Elena os ha llevado a ver eso?
—Claro, él sabe los nombres de todos; en primer lugar el de su mujer.
—¿El de doña Ariadna?
—Sí, eso es, pero sin doña. Ariadna está allí, dormida, enorme… ¿Cómo te diría yo lo que mide?…, metros, kilómetros…, se tarda siglos en recorrerla de pies a cabeza… Está allí dormida, en la playa.
—Francamente, no comprendo nada de lo que dices. ¿Quién está allí dormida?…
—Ariadna, claro, pero ya puedes figurarte, de mármol… Eso del mármol es lo que ve la gente: nosotras no veíamos eso. Nosotras veíamos que Ariadna estaba dormida a la orilla del mar y venían las olas… Tú no sabes, no te imaginas cómo es el suelo allí dentro… ¿Sabes?…, es como un espejo en el que se refleja todo, lo que hay y lo que no hay. El color es dorado, como el de los marcos de los cuadros, pero como uno no se atreve a pisarlo, le parece que va por el aire o por el agua, le parece que es como el mar, que no se acaba nunca…
—¿Te crees que no sé cómo es un suelo encerado?… Lo sé muy bien, demasiado bien… Y después de todo, ¿para qué te han llevado a ver esas cosas?
—No, mamá, no son esas cosas las que me han llevado a ver expresamente. Me llevaron a ver otra cosa que todavía no te he descrito. Me llevaron a ver los Carreños… ¿Sabes lo que es eso?
—No, la verdad, eso no sé lo que es.
—Pues los Carreños son los cuadros de un pintor que se llamaba así, Carreño, y a los cuadros les dan ese nombre. Yo creía que era el nombre de los personajes retratados, pero era el del pintor.
—Ah, ¿son retratos de gentes antiguas?
—Sí, pero no muy antiguas, ¿comprendes?… No de aquellos tiempos en que iban desnudos. No, éstos están vestidos y todos de negro. Por eso quería Elena que yo llevase un vestido negro porque, ¿dirás cómo salió la cosa?… Se les metió en la cabeza que yo me parezco a esos personajes…
—¿Tú?
—Sí, mamá, figúrate que todos son príncipes, duques…
—¿Que tú te pareces?…
—Sí, mamá. ¡No pongas esa cara de espanto! Eso dicen Elena y su padre, pero no sólo ellos. Unas señoras que vinieron un día de visita dijeron lo mismo.
—¡Qué barbaridad! Pero ¿qué es lo que dijeron? ¿Ellas conocen a alguien?…
—Claro que conocen esos cuadros. Una sobre todo, una que creo que es muy lista… Pero ella lo dijo porque la otra, la que venía con ella, había dicho que yo era rubia como una princesita.
—¡Como una princesita! ¡Oh, no tanto, no tanto! ¡Dios mío, qué dolor de cabeza!… Mira, hija, quítate el vestido y baja a la farmacia: me traes los litines y le dices al Luis que te dé una papeletita de antipirina… Voy a echarme un rato, a ver si se me pasa. No puedo hablar, las palabras son como martillazos en las sienes… Esta hija mía… me da miedo que le metan tantos humos en la cabeza y, al mismo tiempo, todo lo suyo es tan fuera de lo corriente… ¡Todo! Porque mira que yo la eduqué bien, como le corresponde. Yo no la dejé hacer las cosas que hacen otros chicos… No pintes por las paredes, le tengo dicho, y nunca pintarrajeó. De pronto le digo ¿por qué pintaste ese trébol?, y dice ¡No lo pinté, estaba ahí!… No mientas. ¡Hay que ver cómo me miró!… No miento. Lo dijo con una voz que no era la suya. Y yo no tenía valor para insistir, pero ella veía que yo seguía creyendo que mentía y se puso así, muy condescendiente, a explicarme… El trébol estaba ahí, en un desconchado del yeso y yo le pasé el lápiz alrededor porque estaba ahí, pero no se veía… Yo habría preferido no verlo porque queda a la altura de mi cara en la almohada, como el del azulejo aquel… Cuando vino la monja a ponerme el termómetro, y yo tan distraída que no la sentí llegar… ¿En qué piensas, muchacha?… No supe qué contestarla. En nada, dije, me acordaba de mi pueblo… Ya, eso tira mucho, si no el pueblo, lo que te hayas dejado allá… Pues no, hermana, yo allá no me dejé nada… Entonces ¿fue el novio el que te dejó a ti?… No, hermana, yo nunca tuve novio, ni aquí ni allá… ¡La cara que puso!… Tenía ganas de seguir preguntando, y entonces, ¿cómo fue?…, es lo que tenía en la punta de la lengua, pero venía ya por el pasillo el médico con el ayudante y no me preguntó nada, sólo me dijo entre dientes, ¡Pues anda, que si llegas a tener!… Era mala aquella monja. Aunque es natural que pensase mal de mí. ¿Qué podía yo parecerle? Una perdida. Pero además es que le dio rabia que yo no mintiese para disimular, que yo no dijera, como dicen todas, que había sido engañada. Se aguantó las ganas de llamarme sinvergüenza… El médico leyó la tablilla que estaba a mi cabecera, me tomó el pulso, me dio un cachetito y le dijo al ayudante, ésta, mañana sale andando… Me dio un cachetito con una mano tan suave… Los pocos días que estuve allí siempre esperaba que viniera a verme y me diera cachetitos, en la cara o en el culo cuando me ponía la inyección, pero como se da a un niño. A mí eso me tranquilizaba mucho, me parecía que mientras me tratasen así… Cuando dijo que iba a salir andando es cuando pensé en lo que me esperaba. Salir andando —y cojeando, para remate— con mi niña, ¿andando hacia dónde?…¿Andando calle de Atocha arriba, calle de Atocha abajo?… Y sin saber… ¡Dios mío, los marquesitos!… Se hicieron mil pedazos… ¿Qué ha sido eso?…
—Nada, mamá. ¿Te has asustado? Es que se me cayeron las tijeras.
—¿Cómo las tijeras? Ha sido un ruido de porcelana, de algo que se estrellaba en el suelo.
—Pero mamá, ¿qué puede haberse estrellado? Te habías quedado dormida y te asustaste con el ruido. ¡Tardé tanto! Había seis personas en la farmacia.
—Sí, debo haberme quedado dormida.
—¿Se te pasó el dolor? Ahí está la antipirina, pero si ya no te duele es mejor que no la tomes.
—El dolor se me pasó, pero el susto… No ha podido ser el ruido solo de las tijeras. Yo he visto cómo se rompían: se resbalaban por el velador y se hacían añicos.
—Pero ¿qué es lo que se hacía añicos?
—Los marquesitos… unos muñequitos de porcelana.
—Eso es que estabas soñando. Aquí no hay tales muñequitos.
—Aquí no, ya lo sé. Pero los había, y los rompí yo. Yo empujé el velador, sin querer, por supuesto… Aunque…
—Pero ¿dónde, dónde pasó eso?
—Oh, hace muchos años. En casa de una señora… Mucho antes de nacer tú.
—Y ¿por qué los rompiste? Claro, dices que sin querer. Pero tú ¿qué hacías allí?
—Yo estaba allí de doncella. Ya te he dicho que cuando vine del pueblo estuve de doncella en aquella casa. ¡Y me llevé un disgusto cuando se rompieron! Creí que iban a echarme. Pero el señorito —con la mala idea que yo tenía de él—, sin embargo, me defendió. Le dijo a la señora: No riñas a la chica por esa antigualla: tanto mejor si se ha roto. Anda, trae el cogedor y échalo a la basura… Pero yo me dije no, no, voy a pegarlos con sindeticón porque quería guardar algún pedazo… Figúrate, una cosa rota que ya no sirve para tener encima de la mesa… Yo me conformaba con tener un pedacito porque hacía mucho tiempo que venía pensándolo… Y de pronto, ¡zas!…, aquel golpe y quedan hechos polvo.
—Pero mamá, si estabas soñando con todo eso… figúrate que no se me hubieran caído las tijeras; no te habrías despertado con el golpe, no se habrían roto los muñequitos y ¿qué es lo que habría pasado?
—No sé, no sé si lo soñé antes o después, lo que sí te aseguro es que oí el estruendo como aquella vez, igual que aquella vez.
—Pero en fin, si no se hubieran roto, ¿qué habrías hecho tú? ¿Habrías seguido de doncella? ¿Eso te gustaba?
—No, no me gustaba, pero habría seguido.
—Y ¿cómo eran los muñequitos?
—Ah, no sé cómo decirte: los marquesitos, le llamaban. Pero déjalo, ya es hora de comer… Creo que va a volver a dolerme la cabeza. Ya está haciendo calor, ¡qué verano nos aguarda!…
—A mí no me importa porque Elena se alegra de que haga calor.
—¿Porque a Elena le guste tiene que gustarte a ti también?
—No es que le guste el calor; se alegra porque hará bueno en el carnaval.
—Quién sabe cómo hará; puede cambiar el tiempo. Vamos, come, no te quedes embobada… Ah, y hoy vas a dormir la siesta. ¡Con lo que has corrido por la mañana!…
—Pero si no he corrido, mamá…
¿O sí he corrido?… He volado, he nadado…, ¿qué más?… He cabalgado, he ido a la guerra, he muerto, he subido al cielo, he visto la luz… Ésa es la cosa, uno cree que la luz es algo que sirve para ver, uno cree que si hay luz vemos las cosas, pero la luz no la miramos y allí, en cambio, ella iba delante de uno: se la veía en todas partes, como si fuese desnuda… No sé si es que ver desnudas a todas aquellas gentes, tan alegres…, no, tan tranquilas, tan seguras…, le hacía a uno querer ver lo que no ha visto nunca, le hacía a uno mirar y ver hasta lo que no hay… Porque la luz, claro que la hay, pero no puede uno decir que la ha visto como se ve un pájaro, como se ve un árbol, como se ve una casa. Y, sin embargo, yo puedo decir que la recuerdo a ella. Recuerdo su color y hasta su olor… Es tonto, pero aquel olor era como cuando pasa cerca una de esas señoras que van muy perfumadas, que van dejando una estela… Daba ganas de ir detrás, de ir siguiendo aquello que pasaba y lo llenaba todo…, y era la luz. Ahora voy a procurar ver la luz en todas partes, pero claro, no será la misma… ¿O es la misma siempre?… ¿O es, sencillamente, que hay mucha luz o que hay poca luz?… No, no es eso; es que es tan diferente, es que son tan diferentes las luces, es que son tan diferentes como las caras: tan diferentes como una cara de otra cara… ¿Es la cara que tiene la luz o es la cara que pone?… Porque no, no es sólo que uno la ve, es que ella le mira a uno con buena o con mala cara. Allí nos miraba como si nos cubriese de besos, como si nos llevase en brazos. Yo siempre he preferido dormir a oscuras, pero en aquella luz me gustaría dormir… La luz que entra ahora por la tronera ¿qué cara tiene?… Entra de lado, ya no da el sol de plano. Entra una luz que es como si se reflejase en las paredes el azul del cielo, como si les echase un poco de añil a las paredes. Como si fuera más visible, como si estuviera más presente que la de la mañana, y al mismo tiempo, más silenciosa…
La luz que entra ahora por la tronera es la luz de la hora de la siesta y el silencio es un tributo debido a su señorío, que se extiende por todo el barrio. La luz que entra ahora por la tronera le mira benévola, pero imperiosa, ¿quién se negaría a acatarla?… La luz mira al barrio con mirada hipnotizante; le impone la tregua en el esfuerzo, en el trabajo que significa mirar. Su torrente, su empuje sólo puede ser soportado con sordina, con tamices diversos la acogen en las diversas moradas… Persianas verdes, sensibles al aire, temblonas como alamedas. Visillos blancos, leves, nupciales como mosquiteros; muselinas opalinas. Transparentes de tela encerada; colores brillantes, sombríamente brillantes, guirnaldas de rosas en corona oval, enmarcando bosques de otoño donde huyen los ciervos, robles o praderas o lagos con cisnes… Verdes intensos en los paisajes, rojos cárdenos en las rosas… La luz, en esa hora, es acogida a través de esas pantallas y ella mira los cuartos pulcros, las camas mullidas, los cuerpos descubiertos… Todo lo mira aquiescente; la nota de su faz es pura armonía con cada atuendo de ventana. La tronera no tiene atuendo alguno; está desprovista, desprevenida, abierta, simplemente. La luz que entra ahora es también aquiescente con lo desguarnecido, con lo abierto a la mera necesidad. La luz no entra allí para ser vista, sino para cumplir su misión, y su cara, su gesto de la hora de la siesta es poco diferente del de la hora del trabajo. Su gesto no es ni benigno ni hostil, es atento, modesto, nunca deslumbrante, sino solícitamente alumbrante —nunca la habría descubierto aquí Isabel, nunca habría contemplado aquí su desnudez. La luz llega con el alba y va mirando pálidamente las cosas encubiertas; las dos durmientes, arropadas en sus camas, los pequeños utensilios caseros cubiertos con paños. Todas las cosas que no quieren ser vistas su dueña no las deja ver: cubrirlas es decoroso y descubrirlas, a medida que la luz ayuda, es asistir a su alumbramiento. La luz va mirando lo que al descubrirse aparece bien limpio, brillante: la luz va corroborándolo, poniéndolo en su lugar… El cuarto ha sido mirado, en todos sus avatares, por la dura, estricta, necesaria luz de la pobreza. Las ha visto llegar con sus bultos, con sus elementales, insuficientes enseres, que se han ido transformando, acoplando y mejorando a fuerza de combinaciones hábiles —mañas, ardides de la araña, ahorros de la hormiga, rapiñas de la comadreja— frutos del sagrado empeño materno; arte o artesanía, más bien: creación. La naturaleza —la mujer— odia el vacío, siente, ve —suprema abstracción— lo que falta, lo que hace falta y se inviste del poder de hacer de la nada, de hacer aquello que falta para que la falta no exista porque la no existencia que es la falta es mortal. La necesidad dicta la obra, labra el terreno para ella después de búsquedas infructuosas, degradantes, extenuantes, pero no suficientes para agotar el empeño. La luz más triste, más desolada, ha sonreído un instante, ha guiñado un signo de posibilidad en la negociación con una mayor pobreza, con una caducidad que se reducía, cedía su terreno, entregaba la mitad de su espacio por una módica asistencia. La luz, después de aquella transacción, quedó también aquí hermanada con el olor —el olor, materia fugaz que se escapa sin romper el vínculo, sin borrarse en el camino, sino al contrario, siendo camino hasta la cosa olorosa—, el olor de la necesidad, del sustento… En el cuarto cedido —condenada la puerta comunicante entre las dos piezas— la luz de la mañana, dura, estricta, corroboradora, colaboradora se unía, en dignación esencial, con el vaho del pucherito en la hornilla de petróleo, con el petróleo mismo, con las sustancias químicas servidoras de la higiene; lejía, zotal, jabón amarillo empapando el atadijo de esparto… Olores crueles como celadores, como guardias adustos y protectores, vencidos a veces por los olores caseros, sensuales, capciosos; ajo y cebolla, laurel, pimentón… La luz necesaria, confundida con estos aromas, abdica de su silencio —silencio de barrio sin gran tráfago: sólo pregones suben de la profunda calle— y acoge el ruido laborioso de una máquina Singer. La armonía necesaria queda dentro del cuarto. Fuera, en el largo corredor de las guardillas, la luz es más ociosa, su misión no es apremiante, nadie allí necesita ser alumbrado. La luz escatima —no por parquedad, concepto antitético de la luz—, localiza o sistematiza sus focos a lo Rembrandt, cae de pequeñas lucernas circulares, por donde se descuelgan los gatos, suaves, pesados, silenciosos. Los gatos caen de ellas como caen las gotas de la lluvia, caen por su peso y dan en el suelo un golpe imperceptible y corretean por el pasillo, buscan allí su caza o sus aventuras y saltan con precisión a la pequeña lumbrera que les da acceso al tejado. La luz allí, en todo el largo corredor en que se alinean las puertas de las guardillas, en el sentido longitudinal de la casa —esquina San Vicente y San Andrés: cinco huecos San Vicente, cinco San Andrés—, en el largo pasillo la luz asume el violento claroscuro y el olor tenebroso, feroz, acerbo de los gatos. Dentro de las guardillas la luz apenas se posa en viejos baúles, en cestos desfondados, bañeras de zinc, retratos ancestrales, bronces repudiados por la moda. Luego, en la escalera, la luz Genital de la claraboya se esparce, magnánima, a cualquier hora. Esplendente al mediodía, casi agobiante en el último piso: despiadada al final de la ascensión… Y cada piso —en cada piso dos cuartos— tiene su luz propia o tiene su coloquio con la luz porque la luz, en cada reducto íntimo, mira con el gesto que el diálogo suscita, en cada uno asume el temple del conjunto. El color de las paredes, de los muebles y de los rostros, porque ciertos determinados muebles concuerdan con el estilo y calidad de los alimentos. Ciertas cocinas dan a la sangre un cierto color que entona las caras, pero no sólo por la sangre, no: hay un tono que es el que dan el apetito ola desgana, el placer o la condescendencia, o la resignación o la costumbre, enemiga de los sentidos. Todos estos tonos marcan la carne humana, le dan su tinte como las cortinas a la luz y unos y otras: las cocinas con sus especies torpes o excitantes, las cortinas oscuras, pesadas sobre los alzapaños o amenas, blancas, de amorcillos bordados en la malla, dan su color sanguíneo a la luz: vivaz, arrebolado o tétrico o inane… Pero yendo por partes, dejando de lado toda adjetivación definitoria —siempre ambiciosa en extremo, incansable, obstinada sin freno: dejémosla a un lado—, el color o la luz, la sangre de la luz en cada piso es —concretamente en éste del que nos ocupamos— la taciturna, polvorienta luz que resbala por estantes cargados de ciencia, en el pequeño cuarto donde termina sus operaciones vitales un ilustre matemático. Departamento exiguo; biblioteca, comedor y alcoba con gran cama matrimonial, todavía indivisa. Todavía —después de más de cincuenta años— albergando a la que fue pareja amorosamente discorde. En concreto… Es tan difícil decir algo en concreto: la concreción limita —limitar es pésimo, pero delimitar es óptimo…, ¿cómo delimitar, sin limitar?, sobre todo si lo que se diseña es la unicidad singularísima, individual. En fin, en concreto, en el pequeño cuarto —tercero derecha— dos viejecitos sostienen su discordia, la cuidan como a hija única, siempre niña para los padres, su antagónica juventud de hombre estudioso y mujer frívola, de cuerpo enjuto, cetrino, parco, disciplinado, y cuerpo rosado, inquieto, consumidor de golosinas, de ovillos de lana en rápido cuchicheo de agujas, de noticias mujeriles sobre vidas ajenas… Esta discordia asidua se remansa ahora en las nuevas aficiones… Se enciende la luz al caer la tarde —la luz eléctrica ¿es una luz mercenaria o es, simplemente, luz, como toda luz?—, se enciende al caer la tarde y viene ya por el pasillo, acompañando a la luz el olor gracioso, aunque sombrío o melancólico —gracioso por lo nuevo, melancólico por lo invernal e intensamente aromático del apio—, viene difundiéndose por el pasillo, adelantándose el vapor que se escapa de las dos tazas, en las que se disuelven en el agua hirviendo dos cubitos Maggi… Más compleja la luz, más indefinible en el cuarto de la izquierda. Tiempos muy diversos, escalonados, no jerárquicamente, sino efectivamente —por lo tanto, creadores de efectos muy diversos en la luz—, un tiempo femenino, no maternal, sino matronil, de ahí la jerarquía temporal avasallada, en parte, por la efectividad de los otros tiempos, más que avasallada, frustrada en las dos viejas hermanas… Concretamente, delineando los cuartos que en el tercer piso —correspondiendo al corredor de las guardillas— se alinean en el pasillo, a lo largo de San Andrés, último reducto de la casa, amurallado por el respeto al pasado prestigioso, la tía —titulo suplantador del nombre, ya que éste, doña Marina, queda en mera denominación social de la que fue estéril en su brillante vida de gobernadora—. La luz, en su cuarto, resbala por cestillos de paja finísima, tejidos por manos indígenas en las remotas islas y se une o se embebe o se confunde dilectamente con el aroma del benjuí, revela los tonos exquisitos del chal de cachemira, la amarillez pulida del Cristo de marfil… En el resto de la casa la luz titubea, cambia de cara en las diversas piezas. Penetra como asistenta u oficiala en la cocina —la ventana abierta al lado derecho del fogón, manda el sol desde el reflector de la pared frontera, los cascos versátiles de las chimeneas brillan arriba—, y luz y olores, más que fundirse, juegan; alternan las especias de todas las Españas, cultivadas tal vez como única añoranza, porque la regenta de este dominio no mantiene un culto al pasado. Es decir, mantiene un culto, pero a un pasado que no pasó —que no aconteció, más exactamente—. El pasado de la matrona Eulalia fue una ferviente espera, una confiada, una más que segura prefiguración del triunfo. Mares y tierras recorridos quedaron allá porque nunca se llegó al acá, nunca se creyó estar en el presente, sino que se vivió para el futuro próximo, el que de un momento a otro iba a llegar y que no llegó. Así, las tierras ultramarinas perdieron toda categoría de recuerdo porque lo vivido en el tiempo pasado no tuvo lugar… La luz, indecisa, sigue por la casa a la que siempre se consideró gran mujer, prima donna en el hogar de un genio, y sólo en el gabinete del piano asume todas sus pertenencias… En el gabinete la luz es apacible y clara, cumple su cometido sobre los métodos y las partituras harto usadas —cumplió su misión durante veinte años sobre el papel pautado, iluminando la veloz escritura, más aún, iluminando al veloz pensamiento, ayudándole a correr con su cazamariposas por todo el cuarto—. Sólo en ese cuarto —balcón a San Vicente— la luz conoció el presente, lo actual, alumbró algo que de verdad era. Claro que sobre aquello se edificaba el incierto futuro, pero había reales, aunque momentáneas, iluminaciones, y ésas quedaban —siguen quedando— en el sueño de Ariadna —la luz traspasa, a veces, su sangre cérea de alabastro—, en el pensativo creador que un modesto artífice plasmó en un óleo amistoso —apenas gris la melena— antes de la prematura ausencia… Frustración, huida, se diría… Sentencia de la adversidad… Porque dijimos veinte años, pero fueron treinta o más de treinta, casi medio siglo. No había entonces un óleo —mediocre, pero fiel— en la pared, sobre el piano, porque la melena no era gris todavía: era juvenil, esproncediana, y las manos largas, delgadísimas, cumplían su jornada sobre las teclas, con rigor. Nunca más exactamente se podría decir que el joven maestro trabajaba como un forzado… Forzado por la pasión, por la fuerza que le daba fuerzas para aspirar a lo perfecto. Allí —entonces— la luz —primaveras de balcón entornado, claveles maternos colgando de la barandilla— besaba las notas pulquérrimas —tardes invernales, repiqueteo de lluvia o silencio de nieve—, la luz se recataba, dejaba intactos los rincones oscuros donde se albergaba la violencia de la Apassionata… Y largas temporadas la luz brillaba en la negra tapa del piano, no acompañada por melodía alguna: el maestro navegaba. Triunfaba en las salas —luz de hachones, de lámparas con mil prismas de vidrio y mil bujías— de los imperios de ultramar. Triunfaba en Manaos, en el feliz imperio de Pedro II y en México, en los trágicos días de Maximiliano. De allí había vuelto trayendo un retrato que el mismo Maximiliano de Habsburgo le había dado como recuerdo de su arrobadora música —las largas, delgadísimas manos habían constelado la sala imperial de notas tan puras como los prismas de vidrio, tan ardientes como las llamas de las bujías innumerables—, y el pequeño lienzo, que mediría poco más de un palmo, ocupó el lugar frontero al balcón —balcón de San Vicente—, y la luz, sin embargo, no hacía brillar el barniz. Se destacaban, con pulcritud de miniatura, los ojos claros y la barba rubia —partida en medio, dos conchas doradas bajo la boca—, imperaba en el gabinete la imagen del bello sentenciado. El maestro había sentido ante él la fascinación que inspiran los seres marcados por la adversidad y le había entronizado en su hogar, en aquel año —precisamente en aquel año de mil ochocientos setenta y tantos— en que, muertos sus padres, había traído a su casa a Eulalia, la esposa que le acompañaría gallardamente en sus próximas navegaciones. Con ella había brillado en Buenos Aires y en Lima; en todos los lugares que, por su fama, le reclamaban… Dos ciclos quedaban cerrados, cumplidas dos estaciones en las que había cosechado para satisfacer hartamente el hambre de su eros: belleza creada y belleza gozada… Pero bajo la satisfacción de tanta hartura, la bella, la sombríamente bella Melancolía —el codo en la rodilla y la mejilla en la mano, las vastas alas casi cerradas y tendida la mirada en desmedido vuelo; rodeada de los números místicos, de la ampolla cuya sangre de arena se escapa— nuestra sangre con ella —del Cupido dormido, del perro adicto enroscado en su constancia— la bella, la irresistible Melancolía le instigaba a la búsqueda de un nuevo hontanar de amor… Claro que en su mente todo esto era más simple, era simple en extremo, pero insoluble. Nuevos triunfos o aventuras sólo podrían sumar callejones al laberinto. Tenía que encontrar en sí mismo la vía luminosa, y una desoída o reprimida o inconfesada pasión clamó, como un barco que pide auxilio en la borrasca, entre la bruma de su mente —clamó como sirena de barco, cantó como sirena de carne—, la composición, la creación superadora, liberadora del monótono oficio ejecutante… Un contacto tan interior, un abrazo tan abismático le enlazaba a una forma —no a una voz, a una forma— que creía oír y no quería darle crédito en la oscuridad onírica: quería verla como forma, componerla como una ecuación astronómica, como una estatua hecha de movimientos estelares, como la escalinata que traspasa el aire todo, hasta llegar a la más alta esfera… La idea se dibujaba en la espuma durante días y noches de altamar. La espuma no repite jamás, no es posible entenderla mejor una segunda vez, había que huir su gracia voluble, distraer la mente con algo, un libro cualquiera, una historia… Hojear capítulos áridos, llenos de fechas… Párrafos más leves, al fin, más límpidos, más luminosos entraban en Grecia y destellaba un nombre, Ariadna, «la muy santa»… El culto tenía un ritual en el que un ritmo agitado suscitaba la angustia del laberinto, luego una claridad liberadora… La sonata se estructuró, no como espuma, sino como mármol, el barco navegó por un mar de dulzura y lentamente… En el camarote o en la cubierta, Eulalia soportaba un leve mareo que no era causado por el mar, sino que, con las manos sobre el vientre, sentía llegarle a la garganta en el latido de su sangre… España, el tren, el hogar al fin. Al siglo le quedan ya menos de veinte años de vida, iba poniéndose el sol en nuestros dominios—. El hogar con su coro femenino en torno a Eulalia. Primas juveniles y tías seniles, todas atisbando —contemplación, casi acecho— el misterio que bulle en el seno de Eulalia, como si esperasen la cocción de una tarta, relamiéndose ya de la futura emoción… La vecina tricoteuse abandonando su silenciosa vivienda y cortejando a Eulalia con el cuchicheo de sus agujas, surtiéndola de botincitos, de toquillones blancos que crecían en su regazo, brotando del movimiento de sus manos rosadas, de sus brazos desnudos bajo las puntillas de su matinée. La primavera avanzaba y al fin, en un mediodía de junio, había surgido del vientre conyugal Ariadna. Se había presentado como si escapase a la rutina, al cómodo, saludable albergue de un cuerpo bien nutrido y había aparecido desnuda, como su madre la parió. Esto, que es lo común, era lo exquisito y sorprendente: había aparecido como un proyecto virgen. Al mismo tiempo que el carro de Apolo… ¡Ésta es la cosa!… Ariadna y Ariadna eran gemelas. Ariadna había sufrido también una larga gestación en la mente del padre; no había dormido bajo un corazón de ritmo regular, sino que se había devanado en férvida espiral como una nebulosa. Ariadna no podía ser alumbrada —como Ariadna— desnuda, exenta y bien acabada en todas sus partes. Tenía que sufrir la transubstanciación, metabolismo o hipóstasis que es la idea musical. Tenía que condensarse primero y luego sublimarse. Todos los elementos que eran Ariadna, desde su fatal estirpe, tenían que arrojarse y fundirse en el pasmo erótico de la mente y surgir nítidos, con la medida insuperable ante la cual el aire se serena… Todo eso había ocurrido en un mediodía de junio. En el pequeño gabinete estudio se había precipitado por el balcón —balcón segundo de la esquina, en San Vicente— el solsticio vernal —enfrente, sobre el tejado, cúmulos blancos asomaban sus crestas dejando arriba el cobalto puro—, y en el último reducto de la casa —quinto balcón de San Andrés— la partera, de brazos remangados, sacaba de entre los vastos muslos, adornada por el esplendor de la sangre, una mujercita, cargada con su sino de mujercita. (Este hecho no sería digno de ser consignado si no fuera porque algún otro semejante —idéntico, podría decir, si nos atenemos a lo que un mero hecho pueda tener el sentido—, si no fuera porque algún otro semejante fue consignado, fue inmortalizado por una voz magistral y, por haberlo sido tan magistralmente, quedó asentado en la tradición. Así, pues, este hecho entra, valido de su consistencia propia, en el concierto ibérico, señalado solamente por su filiación solar, fuera de serie). El maestro la había recibido recién lavada —al pie de la cama la gran jofaina y las comadres con paños y pañales secándola, fajándola, envolviéndola entre el olor del espliego—, la había recibido en sus manos. No sabía tenerla en brazos, la tomaba alzándola ante su mirada, en elevación jubilosa, en consagración apolínea y la había llamado Ariadna. Había conjurado sobre aquel cálido grumo de vida a todos los imprevisibles poderes que se albergan en la belleza… Es demasiado asegurar que el maestro pensase en todo esto en aquel mismo instante, pero es tan seguro como todo lo que es, en su propio ser, que no temió los reveses del sino porque las musas invocadas sólo podrían otorgarle los dones que, por sí mismos, forman una dulcísima armonía… Aquel mediodía de junio le quedaban de vida al siglo justo dieciocho años, y al año siguiente Ariadna ya gateaba por el cuarto, ya empezaba a exigir sus caprichos, a señalar sus apetitos… En el estudio, Ariadna no tenía rasgos infantiles, sino líneas púberes; en cambio, carecía de la dura concreción de la mano que cogía el cantero de pan, del pie que pataleaba, del índice que apuntaba. Su contorno —bello, siempre bello, de infalible nobleza— temblaba como el de una estatua reflejada en el agua. A veces irrumpía con la fugacidad de un aerolito, brillaba en medio de la noche y otras veces se atenuaba hasta desaparecer… Ariadna correteaba ya por el pasillo, vestía ya la tira bordada, rodaba el aro por el Buen Retiro… Ariadna esquivaba —luz de atardecer rojizo, brillos en los muebles, ráfaga del bravío aceite que una puerta mal cerrada deja escapar— Ariadna esquivaba su ser sinfónico distanciándose, pero no adusta, no hostil. Cuanto más se alejaba, más prometedora, más perceptible se hacia su carga de amor… Ariadna, juiciosa, rompe puntas de lápiz sobre el duro revés del papel pautado… Ariadna presente —días grises, invernales, llovizna continua traída a los cristales por el viento, luz silenciosa, atenta a la suave llamada melódica—, presente, con la frente avanzando contra el viento, abandonándole su melena, dejándole ceñir su veste… Ariadna pasó ya la cartilla, aprendió el catecismo, estudia ya la Historia. Encaramada en la banqueta del piano hace ejercicios… La luz tiene también otras cosas que hacer en el resto de la casa. En el segundo piso los dos cuartos están unidos: una militara refugia su viudez en el más pequeño y ayuda a su exigua pensión recibiendo huéspedes en el más grande —huéspedes rigurosamente seleccionados por su seriedad—, militares, solterones, empleados a punto de jubilar. Poco tiene que hacer allí la luz sobre pantuflas, sobre colillas en los cuartos desertados por sus moradores, asiduos a tertulias. Poco podía hacer sobre la camilla en que la respetable hôtesse extendía sus solitarios… En el primer piso, en cambio, puede ir acompañada por muy diversos movimientos. La luz de la claraboya llega allá abajo disminuida, baja por el hueco de la escalera como por una chimenea y a la primera hora de la mañana deja subir titubeantes a las chicas que acuden al COLEGIO DE SEÑORITAS —por fuera, en la calle, sobre los dos balcones de San Vicente, la luz destaca el letrero blanco sujeto a las barandillas—, dentro del cuarto se reparte en toda una escala de ánimos femeninos. A las nueve en punto empieza su clase la señorita Laura —alpaca gris que parece guardapolvo, pero que es añoso, indestructible vestido— y dulcemente severa impone conjugación de verbos o extracción de raíces. Monótona atraviesa la luz los cristales cubiertos de albayalde en su parte baja para contener miradas. Monótona cae sobre los cuadernos, sobre los tinteros hundidos en los pupitres amarillos. Reluce en algunas cabezas, rimando con el olor de la brillantina. Desfallece al mediodía —más bien alumbra el desfallecimiento con que el hambre oprime, precisamente cuando más intensa es la luz y un luminoso abatimiento marchita los corazones de las muchachas… En esa hora, frecuentemente se abre la puerta lateral de la clase e irrumpe Piedita… Risas, llamadas, invitaciones dé las chicas a entrar, a sentarse en algún pupitre… Severidad de la maestra —¡Te tengo dicho, Piedita, que no se interrumpe la clase!… —Es que…, es que… Piedita retrocede hacia la puerta —apenas alcanza a la falleba— y desaparece… La luz se abisma en el cuchitril del portero, se reduce al mínimo como si el martillo no la necesitase para caer machaconamente sobre la suela, como si su ausencia disimulase el olor desolado… El zapatero cree ver crecer la luz cuando baja Ariadna —la falda ya al tobillo—, ligera, reprimiendo su paso ligero hasta igualarlo con el de su madre… En el gabinete, Ariadna… Ariadna y Ariadna pulsos isócronos. Ariadna con manos agilísimas como su padre vence etapa por etapa el riguroso aprendizaje. Gallarda, como su madre, se recoge la trenza sobre la cabeza; desnuda, es decir virgen como el primer día de su vida, sigue siendo un puro proyecto… Ariadna ya no cabe en el sereno ámbito de la sonata; su porvenir, lo que en ella hay de proyecto no se puede escribir sobre una página en blanco. Para que sea el suyo propio tiene que condensar, quintaesenciar el violento pasado. Ariadna reclama todo lo que fue, para poder ser. La bendición que va en la mirada temerosa del padre, cuando la mano de Ariadna vuelve la hoja en el atril, pasa por su frente como si la santiguase contra el sino. Cuando el maestro mira a Ariadna en su mente, la incita con una exigencia casi imprecatoria al riesgo culminante… En concreto, nuevamente en concreto. Con una devoción inmensurable, el maestro había tratado de encerrarla en una norma a cuyo son divino el alma, que en olvido esta sumida… A eso aspiraba, a revestirla con los signos de su origen primera, esclarecida… No pudo conseguirlo, no pudo encadenarla: Ariadna fue amada por Dionisos. Y ¿por qué y cuándo y cómo fue amada?… En concreto, no fue sólo que Ariadna proyectase la sombra de su historia como una planta insana, sobre la mente del maestro, hubo también una incitación técnica, un estímulo o fertilización al contacto con otras obras… Tal vez Gluck, su intensa Armida, su desolado Orfeo… Sumamente difícil deslindar —en concreto— la idea que surge como forma, de sus concomitancias…, porque la cosa fue así. Dionisos ardió de amores por Ariadna cuando oyó sus lamentos… ¿Cómo se lamentaba Ariadna, qué acento, qué nota escapaba de su pecho?… ¿Puede ser el dolor un valor estético? Ya se demostró hartamente. ¿Puede ser un reclamo erótico?… Puede serlo en mil formas, pero hay que encontrar —hay que concebir— la nota capaz de arrebatar al dios del arrebato… La dificultad estaba en eso: no podía consistir en el aullido ni en el rugido. El furor de una ménade no sería para el dios más que la voz del coro. Lo único, lo singular, lo personal en fin, tenía que ser una nota cuya excelencia, cuya esencia sublime sumiese al dios en un éxtasis, ¡Oh desmayo dichoso! ¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!… Sin ese dulce olvido no hay amor perfecto, porque, ciertamente, en el dios violento llameó el deseo de poseerla —de hacerla suya, se dice—, pero primeramente —el orden de los fenómenos es inesquivable—, primeramente fue el juicio. En el dios abismático, señor de los impulsos ciegos, brotó el deseo a consecuencia —quiere decir seguidamente— de la contemplación, que es como un probar, como un gustar (¿olvidaremos lo decisivo de este juicio cuando el Dios de los ejércitos —¿quiere esto decir de los que ejercen y ejecutan todo hacer?—, el Hacedor, después del FIAT, después, es lo que importa, ve que era bueno?). Como un gustar, como un probar y quedar —como la mosca en la miel— prendido o prendado —convertido en prenda pignorada—, enajenado, poseído, perdido en un dulce olvido… Había que encontrar la nota justa, la nota que conmueve a las piedras quiere decir la nota que hace saltar toda la ley arquitectónica… Toda ley, simplemente, porque en este caso —como caso hay que tomarlo—, en este caso es la fórmula sublime, exacta, incanjeable, la que detiene el rayo, le paraliza sobre ella —como el halcón que mira, juzga y mide el lugar donde va a dejarse caer… La nota presentida —presentida, no buscada en sistemática pesquisa o especulación—, la nota presentida sumía la mente del maestro en una contemplación oscura. No era dificultad: había superado el laberinto, era una certeza como la de esa piedra que, duramente enamorada…, se mantiene en el lazo que nada puede romper… Y al éxtasis que tiene por tarea imite el alma… ¡Era eso, exactamente! Era una emulación, perfilar, rematar como una tarea de randa sutilísima el éxtasis que, sin faz visible, encanta. Una ambición tan fervorosa no cabía en las líneas de una sonata —cabria, tal vez, en un airado Beethoven—, pedía la solfatara de la voz humana… ¡La ópera!… ¿Qué luz la miraba?… Cantaba en el azul del Mediterráneo y en el oro del Rhin; cantaba en las salas encendidas con mil arañas bajo el plafón decorado de musas, de deidades voladoras, cargadas de laurel, diademadas de perlas y rubíes… En las salas con palcos reales, con plateas como canastillos de hermosos escotes y en anfiteatros, en paraísos, gradas realmente angélicas, regiones de los puros, de los estudiantes, de los amantes… Cantaba en la calle. Por vías sutiles como filtraciones de la cultura, como retazos, como remanentes o, tal vez, como rebañaduras del espíritu: como espumas desbordantes de la riqueza… Por vías sutiles llegaba a cantar en la calle —Italia entera resonaba con su canto— porque su voz era la palabra verdadera…, hasta su ficción era la ficción anhelada y en ella verificada. Era el acento que todo nacido de madre entiende…, era, realmente, como un canto de madre que acunaba a las almas ignaras tan cálida y certeramente como a las doctas, a las pías como a las crueles, a las encumbradas como a las plebeyas. Cantaba por el siglo igualitario…, tal vez su canto de cisne… Y puede parecer que todo esto, en concreto, se extiende o se diluye, pero ¡todo lo contrario!, todo esto es un momento. Si dijéramos un momento al microscopio, seria como dar por exhaustiva la indagación y no lo es. No, no lo es porque la paciencia desfallece, a ratos. Desconfía también —la particular paciencia, la otorgada al narrador como parcela de la paciencia común, universal, humana—, desconfía, teme ser cortada o rechazada por el elemento homogéneo a que pertenece, teme ser tildada de ambiciosa, de vana o pretenciosa por creerse, en fin, soportable…, no siéndolo. Pero, realmente, la paciencia, si no dudase de su incesante manantial, se adentraría en el bosque —el bosque, árbol por árbol; el árbol, hoja por hoja; la hoja, célula por célula; la célula, etcétera…, hasta llegar adonde no haya uno por uno porque todo sea uno solo. Ésta es la ambición de la paciencia, amor, fuente de la constancia que se vuelca en catarata incalculable y es un momento. Ariadna llegaba de su paseo vespertino, ya encendidas las luces de la farmacia y la pollería. La calle en su silencio crepuscular —breve compás de espera— la miraba entre dos luces. Desde la farmacia la miraban don Luis y Luisito, desde la pollería, la mujer ruda que repelaba pollos a diario se asomaba a verla. Se quedaba en la puerta hasta verla entrar en el portal porque, una vez desaparecida Ariadna en la escalera, todavía quedaba algo digno de ser visto. Queda un joven paseante que va hasta la esquina y vuelve y torna y mira al balcón del tercer piso… La luz agota o recoge sus últimos velos de ocaso, se levanta sobre los tejados vestida de lentejuelas y deja en la calle a sus acólitos o vicarios —van, a lo largo de las aceras, encendiéndose los reverberos de gas—, por los balcones sale la luz de los quinqués, bajo sus haldas se empollan las cenas familiares y luego, más tarde, quedan sólo iluminados los balcones de los insomnes y los trabajadores. Del balcón del gabinete se escapa una luz rosada que amortigua una pantalla de tafetán. Se escapan, también, acordes o trozos melódicos que se repiten, nunca idénticos, se repiten como…, como si entre uno y otro mediase un afeo de olvido, un año de cultivo, de abono, de paletadas de humus… Tan distintos y tan semejantes como una rosa de otra rosa cada primavera… No, no, no…, porque una rosa no corrige a otra rosa. Los motivos melódicos corregían el perfil de Ariadna, se ceñían o se disipaban persiguiendo la nota inefable… Ciertas noches no eran las pensativas notas, sino los compases de algún maestro antiguo, los que se escapaban del balcón abierto —abierto para que los compases se escaparan, para que deambulasen por la acera de enfrente, de esquina a esquina—, fugas, fugaces y persistentes, aprovechaban la libertad del gabinete porque el maestro era ciertas noches distraído de su trabajo por otros temas ajenos a toda armonía. Dejaba su estudio y acudía a algún sótano en el que retumbaban los trompetazos de la discordia: profusas y restallantes las clásicas interjecciones. España estaba afectada por un mar de fondo; no sólo la península, sino también las tierras de ultramar. Las tierras; cuando el mar de fondo se rebulle en el agua, el buen navegante pasa deslizándose, y si alcanza la costa sereno, indiferente, cree haber triunfado. Cuando el piélago terrestre se agita en sus raíces, cuando se oyen sus convulsiones profundas, sus gemidos, sus maldiciones, sus amenazas… ¿Es posible henchir la vela con el viento del arte que no yerra, que siempre llega al puerto?… La cuestión no es sólo si es posible, sino si esa salvación personal, si esa escapada es deserción o si, por el contrario… Porque el mal que aqueja a las raíces, el que crece taimado, como un tumor, y esparce su ponzoña por toda la savia también puede ser combatido con… con cualquier cosa, con cualquier voz o trazo o piedra o número de pureza, de verdad, de vida real… ¿Es esto una escapada?… Si lo fuera no costaría tanto trabajo, tanto esfuerzo, tanto buceo en lo más auténtico… ¿de quién?… El fondo buceado o excavado con el tesón del minero ¿es sólo el fondo personal, el que un nombre y un rango social delimitan?… ¿No es la verdad total, no es el acervo de salud incorruptible de un pueblo?… El maestro volvía a altas horas abrumado por estos pensamientos y al desembocar en la calle oía el piano de Ariadna. Oía, conmovido, la impecable ejecución; creía oírse a sí mismo en sus años juveniles: la misma limpidez, el mismo rigor, sutileza, matiz, intensidad… Pensaba, «Es demasiado estudiar. Voy a reñirla por trasnochar tanto…, aunque me encanta su vocación…». Llamaba al sereno por su nombre y le llamaba tan bajo que el sereno no le oía, pero no se atrevía a gritar ni menos a tocar palmas, absorto en la música que se extendía por toda la barriada. No llevaba nunca la llave pesadísima y tenía que esperar a ver aparecer la lucecita del chuzo, bamboleante. Entonces le llamaba bajito y el sereno le oía, venía corriendo y le abría la puerta; difícil faena que un paseante nocturno observaba con atención desde la otra acera… Una larga cerilla sostenía su exiguo manto de luz hasta llegar al tercer piso; justo la zona donde había que poner el pie: el resto de la escalera era sombra. Minutos después la luz del gabinete se apagaba… Ariadna, entonces, le acogía con la fraternidad amorosa del camarada en la lucha: guerreaban juntos. Su trato con ella no era la paternal, autoritaria ¡y tan tierna! conducción por la recta vía —como con Ariadna—, con Ariadna en la oscuridad de su alcoba, corría bajo el sol del divino archipiélago y decantaba en su mente las notas luminosas que pudieran darse como efigie de aquella luz… Dijimos que Ariadna luchaba con él… Más que musa inspiradora, Ariadna era novia llena de promesas. Se mostraba, se desvelaba, pero no agotaba nunca lo encubierto. Los temas que en un principio se habían estructurado como sonata, informaban ahora el preludio. Se desarrollaba, apremiante, en la obertura con alcances de vórtice, el motivo del laberinto, y todos los otros infundidos de un acento sagrado, irrumpían a lo largo de toda la obra en súbitas eclosiones… Una especie de guión servía de cañamazo a los trozos conseguidos que, por su índole temática, se sucedían coherentes. Era necesario lograr un libro impecable. Difícil, muy difícil sugerir a un escritor —aun poeta, sería lo deseable— la idea tan amorosamente concebida…, ¿cómo?… Claro que es posible decir a un pintor, pinta el retrato de mi amada, pero no si el pintor tiene que preguntar ¿quién es tu amada, dónde puedo verla?, y hay que contestarle: no está en ningún sitio; sólo está en mi mente… Cuestiones como éstas, con sus pros y sus contras, surgían con la primera luz de la mañana y quedaban insolubles, obstruyendo el paso al proceso creador. Eran como conflictos domésticos, marginales sin duda, pero inesquivables… No eran éstos los únicos conflictos domésticos. Había otro que todavía se cernía lejos en el horizonte, pero que a veces amenazaba con su luz de tormenta… Suspensos los conciertos, cortada al ras su carrera de gran ejecutante, las reservas de los tiempos triunfantes podrían agotarse… ¿Se agotarían antes que una nueva ascensión coronase…? Conflicto aún más marginal, que quedaba, sin ambages, desoído. Cuatro años de vida le quedaban al siglo. La vida de Ariadna colectaría en el mes de junio los quince años. El espíritu heredado —más tímido, menos arrollador— se albergaba en magnífica morada —herencia materna—, y las faldas largas ya no dejaban ver los pies; espectáculo tradicionalmente codiciado por los contempladores. La hegemonía de Eulalia lograba, a ratos, imponerse. Había, incluso, cuchicheos entre madre e hija. Ariadna tocaba tierra, había que saltar a la nueva costa, había que atender a la nueva armonía, que no debía discordar por descuido. Ahora ya no era sólo un mundo encerrado en una mente; era el mundo, con sus circunstancias abiertas de par en par… Alguna de ellas había hecho saltar las lágrimas de Ariadna, había enrojecido su nariz. Era necesario tocar tierra. Era forzoso intervenir…
—¿Qué es eso, pichona, una furtiva lácrima?…
—Oh, no, papá, no es nada: es que me he rascado los ojos.
Era necesario espiar, ver qué actividades extrahogareñas llevaban todas las tardes a madre e hija de paseo. Había que ver qué es lo que escondía Ariadna en la mesa de su cuarto, sorprenderla pegando pedacitos de papel con un frasco de goma…
—¿Qué es eso, un rompecabezas?…
—No, papá, no es nada: un papel que se me rompió.
—Eso ya lo veo, pero ¿qué era el papel, una carta de amor?… No me extrañaría.
—Pues no, no es una carta de amor, es un poema.
—¡Ah! ¿Te escriben poemas?…
—Sí, ya ves. Bueno, si quieres verlo, no tiene nada de particular…
—Entonces, si no tiene nada de particular, ¿por qué lo guardas?
—Quiero decir que no tiene nada de malo. El poema es magnífico. Lo rompió por pura tontería. Yo dije que era muy bueno y él que era muy malo, que tenía un cúmulo de defectos… Yo me enfadé…
—¿Y reñisteis?
—¿Reñir?…, lo que se puede reñir con un amigo porque no éramos nada…, nada, en fin…
—Y ¿quién es él?
—Un chico que conocí hace poco. Mamá le encuentra muy bien educado.
—A ver el poema. El árbol se juzga por sus frutos.
—Está todo roto. No pude salvar más que el final. Todo el principio cayó en un charco.
El poema tal vez describiese los paseos nocturnos, tal vez hablase de sentimientos o ilusiones, pero por lo que quedaba —los dos últimos versos— parecía ser sólo, o principalmente, la milagrosa sorpresa de una noche.
¡Con qué fulgor relumbra esta noche el verano!
¿Salió la luna?… No, Ariadna toca el piano.
—Pues no está mal. Nada mal, sino muy al contrario…
—¡Lo ves! ¿Ves cómo yo tengo razón?… ¡Es buenísimo!
—¿Buenísimo?… Habría que ver otras cosas. ¿Qué es lo que ha publicado?
—No ha publicado nada: lo rompe todo.
No está claro cuál sea la rama del saber, científico o filosófico, en que se pueda estudiar cierto fenómeno… En primer lugar, no está claro el fenómeno. Está oscurísimo porque el lugar donde acontece es la mente humana: Se produce en su último fondo, en lo más cerrado y estalla como una súbita iluminación. Su potencia es deslumbrante y, al mismo tiempo, desconcertante, porque lo que ocurre en la mente no es más que la mitad del fenómeno. En concreto —por centésima vez, en concreto—, ocurre algo en la mente, un algo que es como una pretensión, una esperanza, un propósito —por decir algo racional—, y ello —lo que sea— queda latente, queda en pie. Queda, en cierto modo, expectante, en postura incómoda: no se asienta como lo que cae por su peso, como lo que se da por zanjado… Hasta ahí lo que pasa en la mente. Pero el fenómeno no termina ahí, sino que de pronto acontece lo fenomenal —en el vulgar sentido de la palabra—, y eso acontece a veces en otra mente —lo que no resulta del todo asombroso porque en seguida se sospechan comunicaciones a distancia—, pero también puede acontecer en cosas…, lugares, objetos…, elementos o mundos impenetrables, incoercibles sobre todo. Esto es lo pasmoso, la inexpugnable libertad con que esas cosas contestan, actúan, se presentan… No creo que esto esté claro: es necesario formularlo con gran sencillez, reducirlo a un ejemplo simple… Alguien piensa un día en cualquiera de los temas que más le han preocupado; piensa más intensamente que nunca, cae en la cuenta de que jamás lo estudió bastante, de que jamás indagó con acierto su aclaración y, de modo inmediato —lo importante es esto, la inmediatez del modo—, abre, como quien abre la puerta de su casa, el libro que lo contiene… Casualidad, esto está ya catalogado como casualidad: no hay que buscarle cinco pies al gato… Pero si alguien se angustia por un problema que le es de importancia vital —no que sea de mucha importancia, sino que sea el problema de su vida—, y de pronto, inmediatamente, es decir en forma inmediata al momento en que el problema se ha hecho para él claro como una ecuación que, por exacta, resulta enigmática, de pronto viene a… No, no a deshacer ni a desvelar ni a resolver. Viene otro enigma a concurrir, otro enigma vital de otra vida, y la confluencia produce una solución vital…, forma un caudal de vidas, de mentes, de amores… También se puede decir casualidad, y también se puede decir destino o providencia… Hasta se podría decir algo que ya no se puede decir… Hay cosas que se ven y no se ponen en duda. No sólo se ven, sino que se sabe a qué obedece su indescriptible aspecto, pero sus probabilidades incalculables no parecen sujetas a una ley. Digamos el humo…, el de una pipa, por ejemplo, que se tiene en la mano, y el humo queda preso en el ámbito desde donde se le observa: se ve cómo se atenúa, se escinde, se diluye en velos sutilísimos que vuelven sobre ellos mismos, forman volutas, anillos, ráfagas que escapan hacia la ventana, pasan bajo el cono de luz de la pantalla y se disipan. Sabido es que el humo va en la corriente del aire, que tiende hacia arriba, que por su densidad o coherencia se resiste a ser disuelto y que son todas estas fuerzas forzosas las que determinan la nube. Sabido es que… ¿Quién puede saber por qué un anhelo se formula claramente, con todas sus dificultades y todas sus probabilidades; queda pendiente de éstas, paralizado ante ellas como ante lo imposible, y, sin embargo, queda expectante?… Porque no es un problema planteado y o bien desechado o bien acometido hacia su solución: es sólo como una ambición de perfección que insiste en aparecer, que brota en el insomnio y en cualquier hora de meditación solitaria… Acompaña a la mente en el deambular nocturno, en cuanto termina la charla amistosa, la tertulia con sus noticias, proyectos, decisiones, ambiciones… En cuanto la voz del mundo, con su realidad angustiada, se acalla en la última despedida, en el último apretón de manos o en la última mano que cae del hombro, se desliza y resbala por el brazo… En cuanto la compañía es apurada como la última gota de una botella, el anhelo se reproduce, el prurito de su dificultad causa una desazón que agrava las pequeñas dificultades…, la de buscar en los bolsillos algo que no se encuentra, mientras el sereno escoge en su gran manojo la llave adecuada y, con cierta parsimonia… Mientras —exactamente en ese mismo momento— se pasea por la acera de enfrente un anhelo que, lejos de creerse fasto, se disimula y esconde, creyéndose indiscreto, cuando su presencia allí es tan fatal y necesaria como la caída del arroyo por la vertiente… ¿Casualidad?… Tal vez sea casualidad… A causa de tan feliz casualidad, el maestro, como un patriarca bíblico, bendijo la unión del poeta con Ariadna… Con Ariadna en la iglesia, con Ariadna en el estudio… Así fue, y no hubo sólo, por parte del maestro, la magnanimidad del patriarca, hubo también algo del regateo de Labán con Jacob. Claro que no le hizo servir siete años por Raquel: el tiempo apremiaba y el noviazgo duró pocos meses. Pero en ellos, apenas empezaba a caer la luz en el gabinete, terminaba el coloquio amoroso. Se encendían las velas del piano y los papeles sufrían las mutilaciones o añadiduras del lápiz rojo y azul. El libreto quedó perfilado y, más que adaptado, compenetrado con la partitura. La romanza o el aria del abandono, el despertar de Ariadna en la costa solitaria culminó como perfecto enlace del alarido y la armonía, como una melodía que brotase del fondo de la amargura. La luz de aquel invierno —noventa y cinco a noventa y seis—, límpida en la nieve o acerba en el viento seco, cumplía su breve jornada en los días cortos. Por la noche, la reemplazaban largamente velas y quinqués. Velones en la escalera; el portal abierto hasta tarde. Idas y venidas de un landó que traía y llevaba al maestro a los ensayos —luz del alba sobre los charcos helados donde resbalan los cascos de los caballos. Luz de triunfo durante seis meses de agitación desmedida y una sola noche luz de cataclismo. Desolación… Los muertos muy llorados se van con un cortejo de lamentos como marcha fúnebre: no le acompañó esa música. La lluvia lloró por todos y el silencio quedó en la casa como una perplejidad que quisiera ser incrédula, que no se aviniese a admitir… Algo se había roto: un corazón se rompe más silenciosamente que un vaso de vidrio, no causa el estruendo con que se despide de la vida un objeto precioso: se va en silencio y deja silencio al desaparecer. Deja estupefacción porque no sólo ya no es lo que era, sino que ya no es lo que iba a ser… La vida humana se patentiza en la muerte humana, en la que siempre sucumbe una preñez: el muerto se lleva un feto de futuro y los que saben la existencia de ese embrión se empeñan en sacarlo de las abolidas entrañas, en vivificar la promesa… Honores póstumos. Como un timbal velado resonaba el foyer del teatro… Comentarios en voz apagada, saludos que el colaborador e hijo político —denominación absurda— tenía que recibir, sordo a todo cumplido, a todo ofrecimiento, prodigando reverencias y besos en manos, pisando las alfombras como dunas o arenas movedizas donde fuera a hundirse, sin más agarradero que las posibles notas, la posible voz de Ariadna que no acababa nunca de sonar… No acababa nunca de alzarse el telón y, una vez alzado, no acababa nunca de… El aria del abandono se dilataba en la sala, extendiendo sobre todos los oyentes —los críticos, los colegas, los magnates, las damas, los bedeles y porteros, los cocheros expectantes a la puerta, los paseantes, la ciudad, el mundo—, extendiendo sobre todos un manto de orfandad… Ariadna desplegaba sus notas como para arrebatar al dios del arrebato… Ariadna mantenía su silencio bajo el velo negro, en el proscenio, junto a Eulalia que, bajo el velo negro, recibía la oleada del honor, la resaca de los aplausos que estallaban torrenciales, decrecían y volvían a levantarse arrolladores… Ariadna aparecía entre los paños rojos que se entreabrían para darle paso y arrastraba al poeta; le sostenía en sus reverencias y ella misma se apoyaba en su hombro para contener los sollozos que se agolpaban en su pecho de joven diva… Ariadna, en silencio, no guardaba silencio, sino que trataba de difundirlo, esperaba con angustia que se hiciese el silencio en la sala, que se hiciera el silencio en el mundo para salir del palco y marchar sola por el silencio. Eulalia accedió a alzarse de su silla cuando los aplausos se volvieron hacia el proscenio —dos mil manos enviaron sus palmadas oblicuamente hacia ella—, se alzó y, sin levantar el velo, saludó cortésmente, gallardamente… Ariadna se refugió en el antepalco, sola…, pero no. Ariadna ya no estaba sola… Terminó el año noventa y siete y todavía resonaron en el hielo de la calzada algunos pasos de caballos por la esquina de San Vicente. Algunos críticos y magnates vinieron, de cuando en cuando, durante un mes. Luego ya no llegó nadie porque una visita más reverenciable —más fúnebremente reverenciable— llegó para todos: llegó el año noventa y ocho… Pocas veces volvió a ser recordado el maestro en las escasas columnas que los periódicos dedicaban al mundo musical. En las tertulias, en cambio, los amigos le dedicaron con frecuencia oraciones fúnebres, inspiradas por los acontecimientos de la hora. Algún sentimental dijo, «Se fue a tiempo, el pobre. ¡Cuánto habría sufrido!». Algún mordaz, «De buena se ha escapado. Se largó y ¡ahí queda eso!»… Algún resentido, «El éxito fue clamoroso, pero si estuviera vivo ahora ¿quién se iba a ocupar?…». En el gabinete fueron espaciándose las visitas de pésame. Algunas amigas de juventud vinieron tarde por haber llegado del otro continente con la marejada que volvía a España —artistas y viajeros de todos géneros. Volvieron también familiares muy próximos a Eulalia. Largo y penoso viaje desde las Filipinas, de los que allí gobernaron en palacios de mármol, bajo abanicos de bambú… Volvieron con los restos de su boato, sin querer dar crédito a lo definitivo. Se albergaron como los pasajeros diplomáticos, con un confort provisorio que mantendría su rango mientras el exgobernador se hacía cargo de la situación. Marina no se haría cargo jamás. Eulalia, por el contrario, se había hecho cargo años antes de que la situación estallase… Se había hecho cargo de la situación en que iba a asentarse su casa, su mundo familiar desde… Había discutido, discretamente enérgica, con el maestro… «No te niego el talento de este muchacho, pero aparte de sus versos…». Y ahora trataba de descargar en su hermana la silenciosa inquietud, esperando que los restos del fenecido poder representasen un mínimo apoyo, una imprescindible ayuda, una solución para afrontar… La luz de la media tarde en el comedor —habitación de esquina, San Andrés, San Vicente— no lograba encerrar el diálogo en un clima grave, como era debido… Ya no podían estar cerrados los dos balcones, ya no había brasero bajo la camilla, ya no llenaba el cuarto el aroma del café porque el aire de abril pasaba de un balcón a otro y se llevaba la voz de Eulalia… Eulalia levantaba la voz con mesura, engolaba un poco el tono profundo para dar peso a sus palabras y, como último recurso —último, que era en realidad el primordial—, concluía, «Ten en cuenta que Ariadna espera para dentro de dos meses…». Para Marina era ésta una idea risueña: ella no había logrado nunca esa buena esperanza y se sentía complacida ante la proximidad del acontecimiento; quería presenciarlo, apadrinarlo… «Sí, Marina, sí, pero una criatura necesita algo más que pañales finos… Necesita tener unos padres, tener un padre que…». La luz fue en aumento, los días cada vez más largos traían cirros deslumbrantes sobre los tejados, al mediodía. A primera hora, la luz de mayo ya era risueña desde el amanecer y llegaba a la cocina muy suficiente para el café con leche y la tostada que madrugaban, prontas ya en el comedor para la cotidiana salida del poeta… No le alumbraba la luz matinal con esta denominación: en su rápida bajada de la escalera la luz acompañaba al nuevo empleado —oficial escribiente— del Ministerio de Instrucción Pública, Juan Morano, le reconfortaba al salir a la calle y le acompañaba por la acera de la derecha, hasta Fuencarral… Todo fue fácil, con la facilidad de lo posible, de lo practicable, hasta que la luz desbordante del mes de junio, la luz desnuda, violenta del mediodía, alumbró a Ariadna en su alumbramiento… La gran jofaina a los pies de la cama y las comadres… En aquel mismo cuarto último de la casa —quinto balcón de San Andrés. Allí mismo donde ella había nacido, Ariadna ponía en el mundo una mujercita que algún día podría decir «Donde mi madre fuera violada…». Las dos, madre e hija, habían sido poseídas en su desnudez, en su futurible virginidad por la luz de junio… Ocho días después fue llevada a la pila en la parroquia de Maravillas por sus tíos, los exgobernadores. Marina la sostuvo mientras recibía la sal, el óleo y el agua, y el párroco pronunció el nombre… El nombre había sido discutido y defendido por sus padres irreductiblemente. No habrían admitido jamás ninguno de los nombres vulgares que se prestan a diminutivos o deformaciones familiares. Sobre todo, no habrían admitido jamás un nombre que no les diese la seguridad de que habría sido aprobado por el maestro, un nombre que no fuese suficientemente noble, alto… Decidieron el nombre irreprochable, Elena… El párroco pronunció el nombre sublime, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo… Las velas y la lamparilla en el vidrio rojo palpitaron al abrirse la puerta de la iglesia…, se cerró la puerta y la pequeña comitiva salió al sol, en la calle del Dos de Mayo.