PRÓLOGO

PRÓLOGO

05.00 HORAS, 12 DE FEBRERO DE 2535 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA LAMBDA SERPENTIS, CAMPO DE OPERACIONES JERICHO VII

—Contacto. Todos los equipos a la espera; contacto enemigo, mi posición.

El Jefe Maestro sabía que probablemente había más de un centenar de ellos (los sensores de movimiento se salían de la escala). De todos modos, quería verlos con sus propios ojos; el entrenamiento recibido le había dejado clara esa lección: «Las máquinas se averían. Los ojos no».

Los cuatro Spartans que componían el Equipo Azul le cubrían la espalda, completamente silenciosos e inmóviles, dentro de la armadura de combate MJOLNIR. En una ocasión, alguien había comentado que con aquella armadura parecían dioses griegos de la guerra… pero sus Spartans eran mucho más efectivos e intrépidos de lo que los dioses de Homero hubieran sido jamás.

Deslizó la sonda de fibra óptica hasta la parte superior del risco de tres metros de altura, y la hizo pasar al otro lado. Una vez situada en posición, la conectó al frontal de su casco.

Al otro lado vio un valle con paredes de roca erosionada y un río que serpenteaba a lo lejos… y acampados a lo largo de las orillas, hasta donde podía ver, había Grunts.

El Covenant usaba a estos robustos alienígenas como carne de cañón. Medían un metro de estatura y llevaban acorazados trajes presurizados que reproducían la atmósfera de su gélido planeta de origen. Al Jefe Maestro le recordaban perros bípedos, no sólo por su apariencia sino también porque su idioma —incluso con el nuevo software de traducción— consistía en una extraña combinación de chillidos agudos, ladridos guturales y gruñidos.

Además, eran casi tan inteligentes como los perros. Pero su menor capacidad intelectual se veía compensada por una tenacidad absoluta. Los había visto lanzarse contra los enemigos hasta dejar el suelo cubierto de cadáveres… y a sus oponentes sin municiones.

Estos Grunts estaban inusualmente bien armados: aguijoneadores, pistolas de plasma y cuatro cañones de plasma estacionarios. Estos últimos podían representar un problema.

Y había un segundo problema: había fácilmente un millar de ellos.

Esta operación debía ser ejecutada de manera perfecta. La misión del Equipo Azul era hacer salir a la retaguardia del Covenant para permitir que el Equipo Rojo se escabullera en medio de la confusión y plantara una cabeza nuclear táctica HAVOK. Cuando aterrizara la siguiente nave del Covenant, al bajar los escudos y comenzar a descargar soldados, se llevarían una sorpresa de treinta megatones.

El Jefe Maestro desconectó la unidad óptica y se retiró de la pared de roca, para luego transmitirle la información a su equipo a través de un canal de comunicación seguro.

—Cuatro de nosotros —susurró Azul-Dos—. ¿Y un millar de ellos? Los pequeñajos lo tienen muy mal.

—Azul-Dos —dijo el Jefe—, te quiero arriba con los lanzamisiles Jackhammer. Cárgate a esos cañones y ablanda al resto. Azul-Tres y Cinco, seguidme: somos los de control de masas. Azul-Cuatro, tú prepara la alfombra de bienvenida. ¿Entendido?

Cuatro luces azules parpadearon en el frontal del casco cuando los cuatro integrantes del equipo acusaron recibo.

—A la voz de ya. —El Jefe Maestro se acuclilló y preparó—. ¡Ya!

Azul-Dos subió de un salto a la parte superior del risco de tres metros de alto. No se oyó sonido alguno cuando la media tonelada de Spartan y armadura MJOLNIR aterrizaron sobre la piedra caliza.

La Spartan cogió en vilo un lanzacohetes y corrió a lo largo del borde; era la Spartan más rápida del equipo del Jefe Maestro. Él confiaba en que los Grunts no podrían detectarla en los tres segundos que permanecería a la vista. En rápida sucesión, Azul-Dos vació los dos tubos del Jackhammer, lo dejó caer y luego disparó los otros cohetes con la misma rapidez. Los proyectiles volaron hacia la formación de los Grunts y detonaron. Uno de los cañones estacionarios saltó por los aires, envuelto en las llamas de la explosión, y el artillero fue lanzado al suelo.

Ella soltó el lanzamisiles, bajó de un salto, rodó una vez y volvió a ponerse de pie para continuar corriendo a máxima velocidad hacia el punto de retirada.

El Jefe Maestro, Azul-Tres y Azul-Cinco saltaron sobre el peñasco. El Jefe cambió a infrarrojos para que su visión pudiera atravesar las nubes de polvo y humo de combustible justo a tiempo de ver cómo la segunda andanada de Jackhammers impactaba contra sus objetivos. Dos consecutivas eclosiones de destellos, fuego y explosiones atronadoras diezmaron las filas de vanguardia de los Grunts, y, aún más importante, convirtieron los restantes cañones de plasma en chatarra humeante.

El Jefe y los otros abrieron fuego con sus rifles de asalto MA5B, arma totalmente automatizada que disparaba cinco ráfagas por segundo. Las balas antiblindaje penetraban en los alienígenas, les abrían brechas en los trajes presurizados y encendían con sus chispas los tanques de metano que llevaban. Las erupciones de fuego trazaban brutales arcos en el aire, y los Grunts heridos huían, presas de la confusión y el dolor.

Finalmente, los Grunts se dieron cuenta de qué sucedía y de dónde procedía el ataque. Se reagruparon y cargaron en bloque. Una vibración sísmica sacudió la porosa piedra sobre la que el Jefe apoyaba los pies.

Los tres Spartans acabaron las balas antiblindaje para después, todos al mismo tiempo, cambiar a balas de fragmentación. Se pusieron a disparar contra la marea de criaturas que ascendía hacia ellos. Cayeron filas y más filas de alienígenas. Los que venían detrás pasaban por encima de los camaradas caídos.

Las agujas explosivas rebotaban en la armadura del Jefe y detonaban al impactar contra el suelo. Vio el destello de un disparo de plasma, se apartó hacia un lado y oyó crepitar el aire en el sitio que había ocupado una fracción de segundo antes.

—Soporte aéreo del Covenant acercándose —informó Azul-Cuatro a través del canal de comunicación—. Tiempo estimado de llegada, dos minutos, Jefe.

—Recibido —respondió—. Azul-Tres y Cinco: mantened el fuego durante cinco segundos, y luego retiraos. ¡Ya!

Las luces de estado parpadearon una vez para acusar recibo de la orden.

Los Grunts estaban a tres metros de la pared. El Jefe Maestro lanzó dos granadas. Él, Azul-Tres y Azul-Cinco saltaron hacia atrás para bajar del risco, aterrizaron, giraron y echaron a correr.

Dos golpes sordos reverberaron a través del suelo. No obstante, los chillidos y ladridos de los Grunts que se aproximaban ahogaron el ruido de las explosiones.

El Jefe y su equipo cubrieron a la carrera la ladera de medio kilómetro en treinta y dos segundos exactos. La pendiente se interrumpió bruscamente en una caída en picado de doscientos metros de altura que acababa en el océano.

La voz de Azul-Cuatro crepitó a través del canal de comunicación.

—La alfombra de bienvenida está lista, Jefe. Preparado cuando tú lo estés.

Los Grunts parecían una alfombra viviente de piel y garras azul acero y armas cromadas. Algunos subían a cuatro patas por la pendiente. Ladraban y aullaban, pidiendo la sangre de los Spartans.

—Desenrolla la alfombra —le dijo el Jefe Maestro a Azul-Cuatro.

La pendiente estalló… y columnas de piedra arenisca pulverizada, fuego y humo se precipitaron hacia el cielo.

Esa misma mañana, los Spartans habían enterrado minas Lotus antitanque dispuestas a modo de telaraña.

Sobre el casco del Jefe Maestro rebotaron granos de arena y esquirlas de metal.

El Jefe Maestro y su equipo volvieron a abrir fuego para acabar con los restantes Grunts que aún estaban vivos y se esforzaban por levantarse.

El detector de movimiento destelló para ponerlo sobre aviso. Se acercaban proyectiles desde lo alto, a las dos en punto, a velocidades que superaban los cien kilómetros por hora.

Por encima del borde rocoso aparecieron cinco aeronaves Banshee del Covenant.

—Nuevos objetivos. ¡Todos los equipos, abrid fuego! —bramó.

Los Spartans dispararon sin vacilar contra las Banshees. Las balas rebotaban sobre la quitinosa armadura de las aeronaves; haría falta un disparo muy certero para inutilizar las cápsulas antigravedad colocadas en el extremo de las anchas «alas» de un metro de largo.

Los disparos, sin embargo, captaron la atención de los alienígenas. De las cañoneras de las Banshees salieron disparados chorros de fuego.

El Jefe Maestro se lanzó al suelo, rodó y volvió a ponerse de pie. La piedra arenisca saltó en pedazos en el sitio que él había ocupado apenas un instante antes. Sobre los espartanos llovieron gotas de vidrio fundido.

Las Banshees pasaron por encima de sus cabezas en medio de un terrible estruendo, y a continuación ladearon bruscamente las alas para hacer otra pasada.

—Azul-Tres, Azul-Cinco: Maniobra Theta —gritó el Jefe Maestro.

Azul-Tres y Azul-Cinco alzaron un pulgar para acusar recibo de la orden.

Se reagruparon al borde del acantilado y se engancharon a los cables de acero que pendían a lo largo de la pared de roca, hasta el fondo.

—¿Habéis cargado las minas con fuego o con metralla? —preguntó el Jefe.

—Ambos —replicó Azul Tres.

—Bien. —El brigada cogió los detonadores—. Cubridme.

Las minas no estaban pensadas para derribar objetivos aéreos; los Spartans las habían colocado allí para aniquilar a los Grunts. No obstante, en el campo de batalla había que improvisar. Otra máxima del entrenamiento que recibían: adaptarse o morir.

Las Banshees entraron en formación en «V» lanzándose en picado hasta casi rozar el suelo.

Los Spartans abrieron fuego.

De las Banshees surgieron ráfagas de rayos de plasma hirviendo que salpicaron el aire.

El Jefe Maestro se desvió hacia la derecha, luego hacia la izquierda; se agachó. Cada vez apuntaban mejor.

Las Banshees estaban a cien metros de distancia, luego a cincuenta. Las armas de plasma se recargaban a la velocidad suficiente para efectuar otro disparo… y, a esa distancia, el Jefe no podría esquivarlo.

Los Spartans saltaron hacia atrás desde lo alto del acantilado, sin dejar de disparar sus armas. El Jefe Maestro también saltó y golpeó los detonadores.

Las diez minas —cada una de las cuales era un tubo de acero lleno de napalm, balas antiblindaje ya disparadas y casquillos de balas de fragmentación— habían sido enterradas a unos pocos metros del borde del acantilado, con la boca dirigida hacia arriba en un ángulo ascendente de treinta grados. Cuando explotaron las granadas situadas en el fondo de los tubos, todo lo que se les puso por delante se transformó en una carnicería infernal.

Los Spartans se golpearon contra la pared del acantilado, y los cables de acero a los que estaban sujetos restallaron al tensarse.

Los recorrió una ola de calor y presión. Un segundo más tarde, cinco Banshees en llamas pasaron a toda velocidad por encima de sus cabezas y dejaron tras de sí espesas estelas de humo al caer al agua. Cayeron con gran estrépito y desaparecieron bajo las olas color esmeralda. Los Spartans permanecieron suspendidos durante un momento, esperando y observando, apuntando al agua con los fusiles de asalto.

Ningún superviviente salió a la superficie.

Descendieron hasta la playa y se reunieron con Azul-Dos y Azul-Cuatro.

—El equipo Rojo informa que se ha cumplido con el objetivo de la misión, Jefe Maestro —dijo Azul-Dos—. Envían sus felicitaciones.

—Eso, difícilmente va a equilibrar la balanza —murmuró Azul-Tres, y pateó la arena—. No cuando esos Grunts aniquilaron de aquella manera al 105.° Pelotón Drop Jet. Deberían sufrir tanto como sufrieron aquellos muchachos.

El Jefe Maestro no tenía nada que responder a eso. Su trabajo no era hacer sufrir a nadie; sólo estaba allí para ganar batallas. Al precio que fuera.

—Azul-Dos —dijo el Jefe Maestro—. Abre la comunicación con los de arriba.

—Sí, sí. —Ella lo conectó al sistema SATCOM.

—Misión cumplida, capitán De Blanc —informó el Jefe—. Enemigo neutralizado.

—Excelente noticia —replicó el capitán, que suspiró y añadió—: Pero vamos a sacarlos de allí.

—Aquí abajo apenas si hemos comenzado a entrar en calor, señor.

—Bueno, aquí arriba la historia es diferente. Salgan de allí para que Los recojan lo antes posible.

—Entendido, señor. —El Jefe Maestro cerró el canal—. La fiesta se ha acabado, Spartans —dijo a su equipo—. Nos largamos en quince minutos.

Recorrieron a paso ligero los diez kilómetros de playa para regresar a la nave de descenso: una Pelican llena de arañazos y abolladuras debidos a tres días de dura lucha. Subieron a bordo y los motores de la nave volvieron a la vida.

Azul-Dos se quitó el casco y se rascó el cortísimo pelo castaño.

—Es una lástima abandonar este sitio —dijo, y se inclinó para mirar a través de un ojo de buey—. Quedan tan pocos…

El Jefe se situó junto a ella y miró hacia fuera mientras se elevaban: vio amplias llanuras onduladas de setarias palmifolias, la verde extensión del océano, una banda de nubes delicadas como gasa en el cielo, y rojos soles ponientes.

—Habrá otros lugares por los que luchar —dijo.

—¿Los habrá? —susurró ella.

La Pelican ascendió con rapidez a través de la atmósfera, el cielo se oscureció, y al cabo de poco sólo los rodeaban estrellas.

En órbita había docenas de fragatas, destructores y dos gigantescas naves de transporte. Todas las naves presentaban marcas de carbón y tenían el casco acribillado. Estaban maniobrando para abandonar la órbita.

Atracaron en el hangar de babor del destructor Resolute, del UNSC. A pesar de estar rodeado por dos metros de chapa de titanio-A y por una serie de armas modernas, el Jefe Maestro prefería pisar tierra firme, con gravedad real y una atmósfera real que respirar: un sitio donde tuviera el control y donde su vida no se hallara en manos de pilotos anónimos. Simplemente, una nave no era su elemento.

El campo de batalla sí.

El Jefe Maestro subió en ascensor hasta el puente para presentar su informe, y aprovechó ese breve descenso para leer en su pantalla el informe posterior a la acción presentado por el Equipo Rojo. Según lo previsto, los Spartans de los equipos Rojo, Azul y Verde —sumados a tres divisiones de Marines del UNSC; curtidos en batalla—, habían impedido el avance de las fuerzas del Covenant. Las cifras de bajas aún continuaban llegando, pero —al menos en la superficie—, las fuerzas alienígenas habían quedado completamente desarticuladas.

Se abrieron las puertas del ascensor, y el Jefe Maestro salió al puente cuya cubierta estaba revestida de caucho. Le dirigió un brusco saludo al capitán De Blanc.

—Señor, me presento a informar según las órdenes.

Los suboficiales del puente retrocedieron ante el Jefe Maestro. No estaban habituados a ver de cerca a un Spartan con su armadura MJOLNIR (la mayoría de los soldados rasos ni siquiera habían visto a un Spartan en toda su vida). El fantasmal verde iridiscente de las placas de la armadura y las capas negro mate de debajo le conferían una apariencia de gladiador y en parte de máquina. O quizá se debía a que para la tripulación del puente tenía un aspecto tan alienígena como un miembro del Covenant.

Las pantallas mostraban estrellas y las cuatro lunas plateadas de Jericho y al límite de la visión, una pequeña constelación de estrellas iba acercándose.

El capitán le hizo un gesto al Jefe Maestro para que se aproximara, mientras contemplaba ese grupo de estrellas: el resto del grupo de batalla.

—Está sucediendo otra vez.

—Solicito permiso para permanecer en el puente, señor —dijo—. Quiero… verlo esta vez, señor.

El capitán bajó la cabeza con aire extenuado. Miró al brigada con ojos obsesivos.

—Muy bien. Después de todo lo que ha pasado para salvar Jericho VII, le debemos eso. Pero estamos a sólo treinta millones de kilómetros del sistema, ni remotamente la distancia a la que me gustaría estar. —Se volvió a mirar al oficial de navegación—. Dirección 1-2-0. Prepare nuestro vector de salida.

Se volvió para encararse con el Jefe Maestro.

—Nos quedaremos a mirar… pero si esos bastardos giran siquiera un milímetro hacia nosotros, saldremos pitando de aquí.

—Entendido, señor. Gracias.

Los motores del Resolute rugieron, y la nave comenzó a moverse.

Tres docenas de naves del Covenant —naves grandes, destructores y cruceros— aparecieron a la vista en el sistema. Eran estilizadas, con más aspecto de tiburón que de nave estelar. Las líneas laterales se iluminaron, y entonces descargaron una lluvia de fuego sobre Jericho VIL

El Jefe observó durante una hora, sin mover un solo músculo.

Los lagos, ríos y océanos del planeta se vaporizaron. Al llegar el día siguiente también se habría vaporizado la atmósfera. Campos y bosques quedaron lisos y vidriados, con un resplandor rojo vivo en algunas zonas.

Donde antes había habido un paraíso, sólo quedaba un infierno.

—Preparados para saltar lejos del sistema —ordenó el capitán.

Hacía diez años que duraba aquello. La vasta red de colonias humanas reducida a un puñado de fortalezas por un despiadado enemigo implacable. El Jefe Maestro había dado muerte a enemigos en la superficie: les había disparado, los había apuñalado, los había matado con sus propias manos. En la superficie, los Spartans siempre vencían.

El problema residía en que los Spartans no podían llevar la lucha al espacio. Cada pequeña victoria en la superficie se convertía en una importante derrota en órbita.

Dentro de poco no quedarían más colonias, ni un solo asentamiento humano, ningún sitio al que huir.