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11.00 HORAS, 12 DE AGOSTO DE 2552 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA EPSILON ERIDANI, COMPLEJO MILITAR REACH DE LA UNSC, PLANETA REACH, CAMPAMENTO HATHCOCK
El Jefe Maestro dirigió el Warthog hacia la puerta fortificada e hizo caso omiso del cañón de la ametralladora que no acababa de apuntarlo del todo. El soldado que estaba de guardia, un cabo de marines, saludó con gesto vivo cuando John le entregó su tarjeta de identificación.
—¡Señor! Bienvenido al campamento Hathcock —dijo el cabo—. Siga este camino hasta el puesto de guardia interior y presente allí sus credenciales. Ellos le indicarán la dirección del complejo principal.
John asintió con la cabeza. Las ruedas del Warthog hicieron crujir la grava en cuanto las enormes puertas metálicas se abrieron.
Acurrucado en las montañas Highland del continente meridional de Reach, el Campamento Hathcock era un retiro del más alto nivel; jefes de estado, VIP y altos mandos del ejército eran los ocupantes normales de las instalaciones, además de una división de marines veteranos curtidos en la batalla.
—Señor, por favor, siga el camino azul hasta este punto de aquí —le indicó el cabo de la puerta interior, al tiempo que señalaba un punto que había en un mapa montado en un muro—, y aparque en el área de aparcamiento para visitantes.
Minutos más tarde aparecieron a la vista las instalaciones principales. John aparcó el vehículo y cruzó el complejo que le era agradablemente familiar. El y los otros Spartans habían acudido allí en secreto durante el entrenamiento. John reprimió una sonrisa al recordar cuántas veces los jóvenes Spartans se habían llevado de la base alimentos y suministros. Inhaló profundamente y percibió el aroma de los pinos piñoneros y la salvia. Echaba de menos aquel sitio. Había estado ausente de Reach desde hacía demasiado tiempo.
Reach era uno de los pocos lugares que John consideraba «a salvo» del Covenant. En las estaciones orbitales del planeta había un centenar de naves y veinte cañones MAC Mark V. Esos cañones eran alimentados por generadores de fusión que se encontraban enterrados en las profundidades de Reach. Cada Mark V podía disparar un proyectil tan enorme y a una velocidad tal, que dudaba que ni siquiera los escudos de las naves del Covenant pudieran resistir una sola andanada.
Su hogar no caería.
Altas vallas y alambre de espino rodeaban el complejo interior del Campamento Hathcock. El Jefe Maestro se detuvo al llegar a la puerta interior y saludó al PM que estaba de guardia.
El PM de marines volvió los ojos hacia el Jefe Maestro ataviado con el uniforme de gala, se puso firme, se le abrió la boca y se quedó mirándolo sin parpadear.
—Lo están esperando, Jefe Maestro, señor. Por favor, entre.
La reacción del guardia al ver a John —y las medallas que llevaba sobre el pecho— no era inusitada.
La primera noticia sobre los Spartans y sus logros había corrido a pesar de la capa de secreto con que la ONI había intentado rodearlos. Hacía tres años se había hecho pública la información por insistencia del almirante Stanforth, con la finalidad de levantarle la moral a la flota.
Era difícil confundir al Jefe Maestro con algo que no fuera un Spartan. Su estatura era de poco más de dos metros, 130 kilos de músculos duros como la roca y huesos densos como el hierro.
Además, su uniforme lucía una insignia especial: un águila dorada que tenía las garras hacia adelante, a punto de atacar. El ave sujetaba un rayo en una garra y tres flechas en la otra.
La insignia de los Spartans no era lo único de su uniforme de gala que atraía la atención hacia él. Medallas y condecoraciones de campaña le cubrían el lado izquierdo del pecho. El sargento Méndez habría estado orgulloso de su alumno, pero hacía mucho que John había dejado de llevar la cuenta de los honores que habían amontonado sobre él.
No le gustaba la ornamentación llamativa. Él y los demás Spartans preferían estar metidos dentro de sus armaduras MJOLNIR. Sin ella, John se sentía expuesto, de algún modo, como si hubiera salido de su alojamiento sin la piel. Se había acostumbrado a la mayor fuerza y rapidez que le confería, a que sus pensamientos fueran ejecutados instantáneamente.
El Jefe Maestro entró en el edificio principal. Por fuera estaba diseñado para que pareciera una simple cabaña de troncos, aunque grande. Las paredes interiores estaban revestidas de un blindaje de titanio-A, y en el subsuelo había búnkeres y lujosas salas de conferencias que se extendían a cien metros bajo tierra y se metían por debajo de la montaña de roca.
Bajó en ascensor hasta el Subsuelo III. Allí, un ayudante de la policía militar le dijo que aguardara en la sala de espera hasta que lo llamara el comité.
El cabo Harland se encontraba sentado en la sala de espera y leía un ejemplar de la revista STARS, mientras daba nerviosos golpecitos con un pie. Se levantó de inmediato y saludó cuando entró el Jefe Maestro.
—Descanse, cabo —dijo John. Le dirigió una mirada de desaprobación a los sofás demasiado mullidos, y decidió permanecer de pie.
El cabo, nervioso, se quedó mirando fijamente el uniforme del Jefe Maestro.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor? —dijo al fin, tras erguirse.
John asintió con la cabeza.
—¿Cómo se llega a ser un Spartan? Quiero decir… —Bajó la mirada al suelo—. Quiero decir que si alguien quisiera enrolarse en su destacamento, ¿cómo lo haría?
¿Enrolarse? El Jefe Maestro meditó la palabra. ¿Cómo se había enrolado él? La doctora Halsey los había escogido a él y a los otros Spartans hacía veinticinco años. Había sido un honor… Pero él no se había enrolado. De hecho, nunca había visto a ningún otro Spartan que no fuera de su clase. En una ocasión, poco después de que se «graduara» en los cursos de entrenamiento, había oído por casualidad a la doctora Halsey mencionar que el sargento Méndez estaba entrenando a otro grupo de Spartans. Nunca los había visto… ni al sargento tampoco.
—Uno no se enrola —dijo por fin al cabo—. Uno es seleccionado.
—Ya veo —replicó el cabo Harland, y arrugó la frente—. Bueno, señor, si alguien se lo pregunta alguna vez, dígales que me seleccionen.
Apareció el ayudante de la policía militar.
—¿Cabo Harland? Ya puede entrar. —Una puerta doble se abrió en la pared opuesta. Harland saludó otra vez a John y asintió con la cabeza.
Al levantarse y avanzar hacia la puerta, el cabo pasó junto a un hombre mayor que salía. Llevaba uniforme de oficial naval con galones de capitán. John valoró rápidamente al hombre: lustrosa insignia en el hombro, nueva; se trataba de un capitán recién ascendido.
John se cuadró y le dedicó un saludo preciso.
—Oficial en el puente —bramó.
El capitán se detuvo y miró a John de arriba abajo. En sus ojos había un destello divertido al devolverle el saludo.
—Descanse, Jefe Maestro.
John obedeció. El nombre del capitán —Keyes, J.— estaba bordado en la camisa gris del uniforme. John reconoció el nombre de inmediato: el capitán Keyes, el héroe de Sigma Octanus. «Al menos —pensó—, uno de los héroes supervivientes.»
Keyes miró el uniforme del Jefe Maestro. Sus ojos se demoraron en la insignia de los Spartans, y luego en la etiqueta con el número de serie de John, situada justo debajo de las barras de los galones. En el rostro del capitán apareció una débil sonrisa.
—Me alegro de volver a verlo, Jefe Maestro.
—¿Señor? —John no conocía de nada al capitán Keyes. Había oído hablar de su brillantez táctica en Sigma Octanus, pero nunca lo había visto cara a cara.
—Nos conocimos hace mucho tiempo. La doctora Halsey y yo… —Calló—. Bueno, no estoy autorizado a hablar de ello.
—Por supuesto, señor. Lo entiendo.
El policía militar apareció en el pasillo.
—Capitán Keyes, el almirante Stanforth solicita su presencia en la superficie.
El capitán le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.
—Dentro de un momento —dijo. Se acercó más al Jefe y le susurró—: Tenga cuidado ahí dentro. Los mandos de la ONI están… —Buscó la palabra correcta— irritados por los resultados finales de nuestro enfrentamiento con el Covenant en Sigma Octanus. Yo mantendría la cabeza gacha, ahí dentro. —Se volvió a mirar las puertas de la sala de la comisión.
—¿Irritados, señor? —preguntó John, genuinamente desconcertado. Habría pensado que los oficiales superiores de la UNSC estarían encantados con la victoria, a pesar del coste—. Pero si vencimos.
El capitán Keyes retrocedió un paso y alzó una ceja con aire interrogativo.
—¿La doctora Halsey nunca le enseñó que ganar no lo es todo, Jefe Maestro? —Saludó—. Excúseme.
John saludó. Estaba tan confundido a causa de la declaración del capitán Keyes, que continuó saludando mientras el capitán salía de la sala.
Pues claro que ganar lo era todo. ¿Cómo podía pensar de otro modo alguien que tenía la reputación del capitán Keyes?
El Jefe Maestro intentó recordar si alguna vez había leído algo parecido en algún texto de historia militar o de filosofía. ¿Qué más había, aparte de ganar? La única alternativa obvia era perder… y hacía mucho que le habían enseñado que la derrota constituía una alternativa inaceptable. Estaba seguro de que el capitán Keyes no había querido decir que deberían haber perdido en Sigma Octanus.
Impensable.
Permaneció de pie durante diez minutos, meditando el asunto. Finalmente, el policía militar entró en la sala de espera.
—Ya puede entrar, señor.
La puerta doble se abrió y por ella salió el cabo Harland. El joven tenía los ojos vidriosos y temblaba ligeramente. Su aspecto era peor que cuando el Jefe Maestro lo había encontrado en Sigma Octanus IV.
John le dedicó un brusco asentimiento de cabeza al cabo, y luego entró en la sala. Las puertas se cerraron detrás de él.
Sus ojos se adaptaron instantáneamente a la oscura sala. Un gran escritorio curvo dominaba el otro extremo de la habitación rectangular. El techo en forma de cúpula se alzaba por encima de su cabeza, con cámaras, micrófonos y altavoces colocados como constelaciones en un cielo.
Un proyector se encendió y siguió al Jefe Maestro mientras se aproximaba al escritorio.
Sentados en las sombras había unos doce hombres y mujeres vestidos con el uniforme de la Armada. Incluso con su agudizado sentido de la vista, el Jefe Maestro apenas podía distinguir los ceñudos rostros y el destellar de las hojas de roble y las estrellas de las condecoraciones a través de la cegadora luz cenital.
Se puso firme y saludó.
Los miembros del comité hacían caso omiso del Jefe Maestro y hablaban entre sí.
—La transmisión que interceptó Keyes sólo tiene sentido si se la traduce de esta manera —dijo un hombre, en las sombras. Se encendió un tanque holográfico por encima del cual danzaron unos diminutos símbolos geométricos: cuadrados, triángulos, barras y puntos.
En opinión del Jefe Maestro, se parecían al código Morse o a los jeroglíficos aztecas.
—Acepto eso —dijo una voz de mujer en la oscuridad—, pero los programas de traducción no dan ningún resultado. No se trata de un nuevo dialecto del Covenant que hayamos descubierto.
—Ni es en absoluto ningún dialecto del Covenant —añadió alguien más.
Finalmente, uno de los oficiales se dignó reparar en la presencia del Jefe Maestro.
—Al fin, soldado —dijo.
El Jefe Maestro dejó caer el brazo con el que continuaba saludando.
—El Spartan 117 se presenta según lo ordenado, señores.
Se produjo una pausa, y luego habló la voz de la mujer.
—Nos gustaría felicitarlo por el éxito de su misión, Jefe. Ciertamente, nos ha dado muchas cosas que considerar. Nos gustaría aclarar unos pocos detalles de su misión.
En la voz de la mujer había algo que ponía nervioso a John. No le daba miedo, pero era la misma sensación que tenía cuando iba hacia el combate. La misma que tenía cuando comenzaban a silbar las balas.
—¿Sabe usted, Jefe Maestro —intervino la primera voz masculina—, que no responder con la verdad u omitir cualquier detalle de relevancia, lo llevaría ante un consejo de guerra?
John se tensó, ofendido. ¡Como si él pudiera olvidar su deber!
—Responderé de acuerdo con mis mejores capacidades, señor —replicó, rígido.
El tanque holográfico volvió a zumbar y aparecieron imágenes grabadas desde un casco de Spartan. John reparó en la identificación del casco: era el suyo. Las imágenes se hicieron borrosas al avanzar rápidamente la grabación, y luego recuperaron el foco al detenerse. Una imagen tridimensional de las criaturas flotantes que había visto en Cote d’Azur quedó flotando en el aire, inmóvil.
—Pasen la parte comprendida entre las marcas uno y nueve, por favor —pidió la voz de la mujer.
Al instante, la imagen holográfica se animó; el alienígena desmontó y volvió a montar rápidamente un coche eléctrico.
—En cuanto a estas criaturas —continuó ella—: Durante la misión, ¿vio a alguna otra especie del Covenant, como Grunts o Jackals, interactuar con ellas?
—No, señora. Hasta donde pude ver, las dejaban solas.
—Y éstas —dijo ella. La imagen cambió al combate entablado con los gigantescos alienígenas acorazados—. ¿Vio en algún momento a estas cosas interactuar con otras especies del Covenant?
—No, señora… —El Jefe Maestro reconsideró la respuesta—. Bueno, por decirlo de alguna manera, sí. Si puede visionar la grabación dos minutos hacia atrás a partir de este fotograma, por favor.
El holograma se detuvo y la imagen se hizo borrosa al retroceder.
—Allí —dijo. La grabación mostró las imágenes de cuando John y Fred examinaban al Jackal aplastado del interior del museo.
—Esa huella en la espalda del Jackal —dijo—, creo que es de la bota acorazada de uno de esos alienígenas.
—¿Qué quiere decir, hijo? —preguntó un hombre que hasta entonces no había hablado. Era una voz vieja y áspera.
—Sólo puedo darles mi opinión, señor. No soy un científico.
—Dénosla, Jefe Maestro —pidió la misma voz áspera—. Yo, al menos, estaré muy interesado en oír lo que tiene que decir alguien con experiencia de primera mano… para variar.
Se oyó un susurro de papeles en las sombras, y luego silencio.
—Bien, señor… a mí me parece que el Jackal simplemente se cruzó en el camino de la criatura más grande. No se aprecia ningún intento de desplazarlo ni la más ligera desviación en el rumbo de las huellas siguientes. Simplemente, la criatura más grande le pasó por encima al alienígena más pequeño.
—¿Tal vez una prueba de estructura jerárquica de castas? —murmuró el anciano.
—Continuemos —intervino la mujer, ahora con la voz cargada de irritación.
La imagen holográfica cambió una vez más. Apareció un objeto de piedra: la roca que el Jefe Maestro se había llevado del museo.
—Esta piedra —dijo ella— es un típico ejemplo de granito ígneo, pero con una inusitada concentración de incrustaciones de óxido de aluminio; específicamente rubíes. Es igual que las muestras de mineral recuperadas del cuadrante 13/24.
»Jefe Maestro —continuó—, usted sacó esta roca… —Hizo una pausa—. De dentro de un escáner óptico. ¿Es correcto?
—Sí, señora. Los alienígenas habían depositado la roca dentro de una caja metálica roja. La estaban escaneando con rayos láser del espectro visible.
—¿Y el transmisor de láser pulsado infrarrojo estaba conectado a ese escáner? —preguntó ella—. ¿Está seguro?
—Completamente, señora. Mis detectores térmicos captaron una fracción de la transmisión dispersada por el polvo del ambiente.
La mujer continuó.
—La muestra de roca es aproximadamente piramidal. Las inclusiones de la matriz ígnea son relevantes por el hecho de que están presentes todas las morfologías cristalinas posibles del corindón: bipiramidales, prismáticas, tubulares y romboidales. Si la escaneamos desde la punta hasta la base con generadores de imagen de neutrones, obtenemos lo siguiente:
En la pantalla volvieron a aparecer una serie de cuadrados, triángulos, barras y puntos: símbolos que a John le recordaron otra vez la escritura azteca.
Déjà les había enseñado a los Spartans la historia de los aztecas: cómo Cortés, que contaba con una táctica y una tecnología superiores, casi había exterminado a toda la raza. ¿Acaso estaba sucediendo lo mismo entre el Covenant y los humanos?
—Vamos a ver —intervino la voz del primer hombre—, este asunto de la detonación de una cabeza nuclear táctica HAVOK… ¿se da cuenta de que cualquier prueba adicional de las actividades del Covenant en Côte d’Azur ha quedado borrada de manera efectiva? ¿Sabe qué oportunidades se han perdido, soldado?
—Tenía órdenes extremadamente específicas, señor —dijo el Jefe Maestro, sin vacilar—. Órdenes que procedían directamente de la NavSpecWep, Sección III.
—Sección III —murmuró la mujer—, que es la ONI… deduzco.
El anciano rió entre dientes en la oscuridad. El suave resplandor de la punta de un cigarro se avivó cerca de la voz, para luego oscurece.
—¿Está insinuando, Jefe Maestro —dijo el anciano—, que la destrucción de todas esas «pruebas», como quieren llamarlas mis colegas, se produjo porque ellos mismos lo ordenaron?
No había ninguna respuesta buena para esa pregunta. Cualquier cosa que dijera el Jefe Maestro sin duda irritaría a alguien de entre los presentes.
—No, señor. Simplemente declaro que la destrucción de cualquier cosa, incluida cualquier prueba, es resultado directo de la detonación de un arma nuclear. En pleno cumplimiento de las órdenes recibidas por mí. Señor.
—Jesús —susurró el primer hombre—. ¿Qué se puede esperar de uno de los soldaditos mecánicos de juguete de la doctora Halsey?
—¡Ya basta, coronel! —le espetó el anciano—. Este hombre se ha ganado el derecho a que lo traten con un cierto respeto… incluso usted.
El anciano bajó la voz.
—Jefe Maestro, gracias. Acabamos aquí, creo. Puede que más adelante queramos volver a verlo… pero, por ahora, puede marcharse. Debe tratar toda la información que haya visto u oído en esta reunión como clasificada.
—¡Sí, señor!
El Jefe saludó, giró sobre los talones y marchó hacia la salida.
La puerta doble se abrió y volvió a cerrarse tras él. Se sintió como si lo estuvieran evacuando del campo de batalla. Se recordó a sí mismo que, a menudo, esos últimos pasos eran los más peligrosos.
—Espero que lo hayan tratado bien… o al menos decentemente.
La doctora Halsey se encontraba sentada en una silla excesivamente mullida. Llevaba una larga falda gris que hacía juego con su cabello. Se levantó, le tomó la mano y le dio un pequeño apretón.
El Jefe Maestro se cuadró.
—Señora, es un placer volver a verla.
—¿Cómo está, Jefe Maestro? —preguntó. Posó una mirada cargada de intención en la mano con la que él se tocaba la frente, en saludo formal. Lentamente, él la bajó.
La doctora Halsey sonrió. A diferencia de todos los demás que saludaban al Jefe Maestro y se quedaban mirándole el uniforme, las medallas, las condecoraciones o la insignia de los Spartans, la doctora lo miraba a los ojos. Y jamás saludaba. John nunca se había acostumbrado a eso.
—Estoy bien, señora —dijo—. Vencimos en Sigma Octanus. Fue bueno obtener una victoria completa.
—Desde luego que sí. —Ella calló y miró en torno—. ¿Le gustaría obtener otra victoria? —susurró—. ¿La más grande que hayamos logrado jamás?
—Claro que sí, señora —replicó, sin vacilación.
—Contaba con que diría eso, Jefe Maestro. Hablaremos muy pronto. —Se volvió hacia el policía militar que aguardaba en la entrada de la sala de espera—. Abra esas condenadas puertas, soldado. Acabemos con esto.
—Sí, señora —replicó el PM.
Las puertas se abrieron.
Ella se detuvo.
—Pronto hablaré con usted y con los otros Spartans —le dijo al Jefe Maestro. Luego entró en la sala oscura y las puertas se cerraron detrás de ella.
John se olvidó del interrogatorio y de la desconcertante pregunta del capitán Keyes acerca de no ganar.
Si la doctora Halsey tenía una misión para él y su equipo, sería una buena misión. Ella se lo había dado todo: sentido del deber, del honor, del propósito, y un destino de protector de la humanidad.
Esperaba que le diera una sola cosa más: un modo de ganar la guerra.