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12.10 HORAS, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2525 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA EPSILON ERIDANI, MUELLE ESPACIAL DE ERIDANUS II, NAVE CIVIL DE CARGA «LADEN» (NÚMERO DE REGISTRO F-0980W)
—Spartan 117: en posición. Siguiente comprobación a las 04.00. —John apagó el micrófono, cifró el mensaje y lo introdujo en el repetidor de comunicaciones. Activó un impulso seguro de transmisión hacia el Atenas, la nave exploradora de la Oficina de Inteligencia Naval que se encontraba estacionada a unas pocas unidades astronómicas de distancia.
Él y sus compañeros de equipo treparon a las vigas superiores. En silencio, tejieron una red de soporte para poder descansar con una comodidad relativa. Debajo de ellos había cien mil litros de agua negra, y estaban rodeados por dos centímetros de acero inoxidable. Sam amañó el sensor de nivel para que la computadora de la reserva no dejara entrar más agua en el tanque de almacenaje. Las luces de los cascos proyectaban un entramado de líneas de reflejo que se cruzaban y entrecruzaban.
Era un escondite perfecto, todo según lo planeado, pensó John, y se permitió una pequeña sonrisa de triunfo. Los datos técnicos que la Oficina de Inteligencia Naval les había proporcionado sobre la Laden mostraban una serie de cápsulas hidropónicas montadas en torno al sistema de carrusel de la nave: los gigantescos tanques de agua usaban la alimentación gravitatoria para regar las plantaciones de la nave.
Perfecto.
Habían esquivado con facilidad al guardia solitario apostado en la bodega de carga principal, y entrado en la casi desierta sección central. El tanque de agua camuflaría sus señales térmicas y obstaculizaría cualquier sensor de movimiento.
El único elemento de riesgo entraría en juego si la sección central dejara de girar… porque las cosas podrían ponerse muy feas dentro del tanque, y muy rápidamente. Pero John dudaba de que eso fuera a ocurrir.
Kelly instaló un diminuto repetidor de microondas en el exterior de la escotilla superior. Se apoyó el pequeño ordenador en la barriga y conectó con la red de la nave.
—Ya estoy dentro —informó—. No hay ninguna IA. ni un sistema de codificación serio… estoy evaluando el sistema. —Pulsó unas cuantas veces más la pantalla y activó el programa de intrusión: el mejor que podía proporcionar la Oficina de Inteligencia Militar. Un momento después, la luz de la pantalla palpitó para señalar su éxito.
—Han trazado una trayectoria de navegación hacia el cinturón de asteroides. La hora estimada de llegada es dentro de diez horas.
—Buen trabajo —dijo John—. Equipo, dormiremos por turnos.
Sam, Fred y Linda apagaron sus linternas.
El tanque reverberó al arrancar los motores de la Laden. La superficie del agua se inclinó cuando aceleraron para salir de la estación de atraque orbital.
John se acordaba de Eridanus II; vagamente recordaba que había sido su hogar. Se preguntó si su antiguo colegio, su familia, continuarían estando allí…
Aplastó su propia curiosidad. Las especulaciones eran un buen ejercicio mental, pero la misión estaba primero. Debía permanecer alerta… o, si no podía, dormir un poco para estar alerta cuando lo necesitara. «El descanso puede ser un arma tan mortífera como una pistola o una granada», les había dicho el sargento Méndez, al menos un millar de veces.
—Tengo algo —susurró Kelly, y le pasó el ordenador de bolsillo.
En él se veía el inventario de carga de la Laden. John hizo correr la lista: agua, leche, zumo de naranja congelado, diodos para soldador, magnetos superconductores para un reactor de fusión… no había mención alguna de armas.
—Me doy por vencido —dijo—. ¿Qué estoy mirando?
—Te daré una pista —replicó Kelly—. El sargento los fuma.
John recorrió la lista hacia atrás. Allí: cigarros Sweet William. Junto a ellos, en el inventario, figuraba una caja de champán de Beta Centauro. Había filetes de Nueva York en congelación profunda, y bombones suizos. Estas mercancías se guardaban en una bodega de seguridad. Tenían los mismos códigos de ruta.
—Artículos de lujo —murmuró Kelly—. Apuesto a que van directamente hacia el cinturón de asteroides, como entrega especial para el coronel Watts o sus oficiales.
—Buen trabajo —replicó John—. Les pondremos un localizador a esas mercancías, y las seguiremos.
—No será tan fácil —intervino Fred desde la oscuridad. Encendió su linterna y se volvió a mirar a John—. Hay un millón de posibilidades de que esto pueda salir mal. Vamos a entrar sin que se haya hecho un reconocimiento. No me gusta.
—Sólo contamos con una ventaja en esta misión —dijo John—. Los rebeldes nunca han sufrido una infiltración, así que deben sentirse relativamente seguros y no nos esperarán. Pero cada segundo de más que permanezcamos allí… es una posibilidad más de que nos detecten. Nos guiaremos por la corazonada de Kelly.
—¿Estás cuestionando las órdenes? —preguntó Sam a Fred—. ¿Asustado? —En su voz había un asomo de desafío.
Fred pensó durante un momento.
—No —susurró—. Pero esto no es ninguna misión de entrenamiento. Nuestros objetivos no dispararán balas aturdidoras. —Suspiró—. Es sólo que no quiero fallar.
—No vamos a fallar —le aseguró John—. Hemos cumplido con todas las misiones en las que hemos estado antes.
Eso no era totalmente cierto: la misión de acrecentamiento había acabado con la mitad de los Spartans. No eran invencibles.
Pero John no tenía miedo. Estaba un poco nervioso, tal vez… pero preparado.
—Rotaremos los ciclos de sueño —dijo John—. Despertadme dentro de cuatro horas.
Se dio la vuelta y al cabo de poco se durmió, arrullado por el sonido del agua al moverse. Soñó con la pelota antigravedad y con una moneda que giraba en el aire. John la atrapó y gritó: «¡Águila!». Y volvió a ganar.
Siempre ganaba.
* * *
Kelly le tocó un hombro a John, que despertó instantáneamente, con una mano sobre el fusil de asalto.
—Estamos decelerando —susurró ella, y dirigió la linterna hacia el agua de debajo. La superficie mostraba una inclinación de veinte grados.
—Luces fuera —ordenó John.
Se sumieron en una oscuridad total.
Abrió la escotilla, y a través de la rendija deslizó la sonda de fibra óptica que había conectado al casco. Todo despejado.
Salieron al exterior y descendieron con cuerdas por la parte exterior del tanque de diez metros de altura. Se pusieron los monos manchados de grasa y se quitaron los cascos. Los trajes negros abultaban un poco de más por debajo de la ropa de trabajo, pero el disfraz aguantaba las miradas curiosas. Con las armas y el resto del equipo metido dentro de macutos de lana vasta, pasaban por miembros de la tripulación… de lejos.
Avanzaron silenciosamente por un corredor desierto y entraron en la bodega de carga. Oyeron un millón de diminutos chasquidos metálicos cuando la gravedad hizo posar la nave que parecía haber atracado en una estación giratoria o un asteroide con rotación propia.
La bodega era una sala descomunal, atiborrada hasta el techo con barriles y contenedores. Había gigantescos tanques de aceite. Robots toro automatizados corrían entre las hileras, comprobando que no hubiera objetos que se hubieran soltado durante el viaje.
Se oyó un terrorífico golpe metálico cuando una abrazadera de anclaje sujetó la nave.
—Los cigarros están por aquí —susurró Kelly. Consultó el data pad, y volvió a guardarlo.
Se pusieron en marcha, sin abandonar las sombras. Se detenían cada pocos metros, escuchaban y se aseguraban de que sus campos de tiro estaban despejados.
Kelly alzó una mano y cerró el puño. Señaló la escotilla que había en el lado de estribor de la bodega.
John les hizo una señal a Fred y Kelly, seguida por un gesto que les indicaba que avanzaran. Fred usó el descerrajador y la puerta se abrió con una diminuta detonación. Entraron y cerraron tras de sí.
John, Sam y Linda esperaron. Se produjo un movimiento repentino y los Spartans cambiaron rápidamente las armas a posición de disparo…
Un robot toro pasó por uno de los pasillos adyacentes.
Las descomunales puertas de popa de la bodega se abrieron con un siseo. En la bodega penetró la luz, y entraron una docena de estibadores vestidos con mono.
John aferró con más fuerza la MA2B. Un hombre miró a lo largo del pasillo donde ellos se encontraban escondidos entre las sombras. Se detuvo, se tomó su tiempo…
John levantó el arma lentamente, con manos firmes, y apuntó al pecho del hombre. «Disparen siempre al centro de la masa», les había bramado Méndez durante los entrenamientos. El hombre se irguió, se estiró, y continuó adelante, silbando para sí.
Fred y Kelly regresaron, y Kelly abrió y cerró una mano con la palma hacia arriba: había colocado el localizador.
John sacó el casco de dentro del macuto y se lo puso. Encendió el localizador de navegación y vio el triángulo azul destellar una vez en la pantalla transparente de dentro del casco. Le hizo a Kelly el gesto del pulgar hacia arriba y se quitó el casco.
Lo guardó, al igual que la MA2B, y le hizo una señal al resto del grupo para que lo imitara. Salieron con naturalidad de la bodega de popa de la nave y entraron en la base rebelde.
El muelle de atraque había sido tallado en la roca. El techo estaba a un kilómetro de altura. Unas brillantes luces cenitales que parecían brillantes soles en un cielo iluminaban perfectamente el lugar. Dentro de la caverna había centenares de naves atracadas: pequeñas naves individuales, corvetas clase Mako, buques de carga, e incluso una nave de descenso Pelican de la UNSC, capturada por los rebeldes. Cada nave estaba sujeta por enormes grúas que se movían sobre raíles. Las vías conducían hasta las grandes puertas de unas cámaras estancas. Así debía de haber entrado la Laden.
Había gente por todas partes: trabajadores y hombres en impecables uniformes blancos. El primer impulso de John fue ponerse a cubierto. Todos y cada uno de ellos era una amenaza potencial. Deseó tener el rifle en las manos.
Conservó la calma y avanzó entre aquellos desconocidos. Tenía que darle buen ejemplo a su equipo. Si su reciente encuentro con los soldados de las ODTS en el gimnasio del Atlas era un buen indicativo, sabía que el equipo no interactuaría bien con los nativos.
John pasó ante estibadores, tranvías robotizados cargados de mercancías, y vendedores ambulantes que ofrecían carne asada ensartada en un palito. Avanzó hacia unas puertas dobles que había en la pared de roca opuesta, donde se leía: «DUCHAS PÚBLICAS». Las atravesó y sin mirar atrás.
El lugar estaba casi desierto. Había un hombre cantando en la ducha, y dos oficiales rebeldes que se desnudaban cerca del dispensador de toallas.
John llevó a su equipo hasta el rincón más alejado de la sala de taquillas, y se acuclilló sobre uno de los bancos. Linda se sentó de espaldas a ellos, para vigilar.
—Hasta ahora, todo bien —susurró John—. Ésta será nuestra posición de repliegue en caso de que todo se desmorone y nos separemos.
Sam asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Ya tenemos una guía para encontrar al coronel. ¿Alguien tiene idea de cómo salir de esta roca una vez que lo atrapemos? ¿Volvemos al tanque de agua de la Laden?
—Demasiado lento —dijo Kelly—. Tenemos que suponer que cuando se den cuenta de que el coronel Watts ha desaparecido, su gente lo buscará.
—Había una Pelican en los muelles —dijo John—. La cogeremos. Ahora, averigüemos cómo hacer funcionar las grúas y las cámaras estancas.
Sam sopesó las mochilas de explosivos.
—Conozco la manera de llamar educadamente a las puertas de esas cámaras estancas. No te preocupes. —Daba golpecitos con el pie izquierdo, cosa que sólo hacía cuando estaba ansioso por ponerse en movimiento.
Fred tenía los puños cerrados; puede que estuviera nervioso, pero mantenía los nervios bajo control. Kelly bostezaba. Y Linda permanecía completamente inmóvil. Estaban preparados.
John cogió el casco, se lo puso y comprobó la posición del localizador.
—Dirección 320 —dijo—. Se está moviendo. —Recogió su equipo—. Así que haremos lo mismo.
Salieron de las duchas y cruzaron el muelle, pasaron a través de enormes puertas de guillotina y entraron en una ciudad. Esta parte del asteroide parecía un cañón tallado en la roca; John apenas podía distinguir el techo, de tan alto que estaba. Había rascacielos y edificios de apartamentos, fábricas, e incluso un pequeño hospital.
John entró en un callejón, se puso el casco y determinó con precisión el emplazamiento de los localizadores mediante las señales azules que veía en el frontal del casco. Se superponían a un tranvía de carga que rodaba silenciosamente calle abajo. En la parte posterior iban tres guardias armados.
Los Spartans lo siguieron a una prudente distancia.
John determinó las rutas de escape de que disponían. Demasiada gente y demasiados factores desconocidos. ¿La gente de aquel lugar iba armada? ¿Lucharían todos si estallaba el conflicto? Unas pocas personas le dirigieron miradas extrañas.
—Dispersaos —les susurró a los miembros de su equipo—. Da la impresión de que estemos desfilando.
Kelly aceleró el paso y se adelantó. Sam se quedó atrás. Fred y Linda se desviaron a derecha e izquierda.
El tranvía de carga giró y avanzó lentamente por una concurrida calle. Se detuvo ante un edificio. La estructura tenía doce pisos de altura, con balcones en cada planta.
John supuso que eran barracas.
Había dos guardias armados, vestidos con uniforme blanco, ante la entrada principal. Los tres hombres del tranvía salieron con un cajón que metieron dentro.
Kelly miró a John. Él asintió con la cabeza para darle vía libre.
Ella se acercó a los dos guardias, sonriendo. John sabía que la suya no era una sonrisa amistosa. Sonreía porque por fin tenía la oportunidad de poner a prueba su entrenamiento.
Kelly saludó con una mano a uno de los guardias de la puerta, y la abrió. Él le pidió que se detuviera y le mostrara su identificación.
Ella entró, agarró el fusil de él, lo retorció y lo arrastró al interior consigo.
El otro guardia retrocedió un paso y la apuntó con el fusil. John saltó hacia él por detrás, lo cogió por el cuello y se lo partió, para luego arrastrar al interior el cuerpo inerte.
La sala de entrada tenía paredes de hormigón, y una puerta de acero con una cerradura de tarjeta electrónica. Una cámara de seguridad colgaba, rota, por encima de la cabeza de Kelly. El guardia al que había arrastrado al interior yacía a sus pies. Ella ya estaba trabajando con un programa decodificador de cerraduras que llevaba en su data palm.
John sacó el MA2B y la cubrió. Fred y Linda entraron y se quitaron los monos para luego ponerse los cascos.
—El localizador está moviéndose —informó Linda—. Marca 270, elevación, diez metros, veinte… treinta y cinco y estable. Yo diría que es el último piso.
Sam entró, cerró tras de sí y luego atascó la cerradura.
—Ahí fuera está todo despejado.
La puerta interior emitió un chasquido.
—Puerta abierta —anunció Kelly.
John, Kelly y Sam se quitaron los monos, mientras Linda y Fred los cubrían. John activó los indicadores de los sensores térmico y de movimiento del casco. La mira se encendió cuando levantó el MA2B.
—Adelante —dijo John.
Kelly abrió la puerta. Linda entró y se desvió a la derecha. John entró y se apostó a la izquierda.
Había dos guardias sentados detrás del mostrador de recepción del vestíbulo. Otro hombre, sin uniforme, se encontraba ante ellos, en espera de que lo atendieran; vieron otros dos hombres uniformados de pie junto al ascensor.
Linda disparó contra los tres del mostrador, y John eliminó los objetivos del ascensor.
Cinco disparos… cinco cuerpos cayeron al suelo.
Entró Fred y se hizo cargo de los cuerpos, que arrastró hasta detrás del mostrador.
Kelly fue hacia la escalera, abrió la puerta y les hizo una señal a los otros para indicar que estaba despejada.
El ascensor emitió un timbrazo y se abrieron las puertas. Se volvieron todos y apuntaron con las armas, pero la cabina estaba vacía.
John exhaló de alivio, y luego les hizo una señal para que entraran en la escalera; Kelly abrió la marcha. Sam ocupó la retaguardia. Subieron en silencio nueve tramos dobles de escalera.
Kelly se detuvo al llegar al último rellano, el del noveno piso. Señaló hacia el interior del edificio, y luego hacia arriba.
John detectó débiles manchas de calor en el piso décimo segundo. Tendrían que escoger una ruta mejor, un camino de entrada que nadie esperaría que tomaran.
John abrió la puerta. Se encontró con un corredor desierto, sin objetivos.
Se encaminó hacia las puertas del ascensor y las forzó para abrirlas. Luego encendió los elementos refrigerantes del traje negro para enmascarar su señal térmica. Los otros hicieron lo mismo… y desaparecieron.
John y Sam treparon por el cable del ascensor. John miró hacia abajo: una caída de treinta metros hacia la oscuridad. Tal vez sobreviviría a una caída así. Los huesos no se le romperían, pero sufriría heridas internas. Y sin duda comprometería la misión. Se aferró con más fuerza al cable y no volvió a mirar hacia abajo.
Cuando hubieron trepado los tres pisos que les quedaban, se desplazaron hasta los rincones situados a ambos lados de la puerta cerrada del ascensor. Kelly y Fred treparon por el cable tras ellos y se situaron de pie en los rincones opuestos para superponer las líneas de fuego de los cuatro. Linda fue la última en llegar. Trepó tan velozmente como pudo, trabó un pie en una riostra cruzada y quedó colgando cabeza abajo.
John alzó una mano con tres dedos desplegados, luego dos, y finalmente uno, y a continuación él y Sam abrieron silenciosamente las puertas del ascensor.
Había cinco guardias de pie dentro de la habitación. Llevaban armaduras ligeras con casco, y empuñaban rifles HMG-32 del modelo antiguo. Dos de ellos se volvieron.
Kelly, Fred y Linda abrieron fuego. Los paneles de madera de nogal que había detrás de los guardias quedaron agujereados por las balas y manchados de sangre.
El equipo entró en la habitación con rapidez y en silencio. Sam se hizo cargo de las armas de los guardias.
Había dos puertas. Una daba a un balcón; la otra tenía una mirilla. Kelly comprobó el balcón.
—Esto da al callejón que hay entre los edificios —susurró a través del canal abierto entre los cascos—. No hay actividad.
John comprobó los localizadores. Los triángulos azules señalaban una posición situada justo al otro lado de la segunda puerta.
Sam y Fred la flanquearon. John no recibía ninguna lectura térmica ni de movimiento. Las paredes estaban protegidas. Había demasiados factores desconocidos y no disponían de tiempo suficiente.
La situación no era ideal. Sabían que al menos había tres hombres en el interior: los que habían transportado el cajón hasta allí arriba. Y podría haber otros guardias… y, para complicar más la situación, debían apresar con vida al objetivo.
John abrió la puerta de una patada.
Captó la totalidad de la situación de una sola mirada. Se encontraba en el umbral de un suntuoso apartamento. Había un pequeño bar con anaqueles de botellas llenas de líquidos ambarinos. Una gran cama redonda dominaba un rincón, decorada con brillantes sábanas de seda. Todas las paredes tenían ventanas con cortinas de un blanco inmaculado, y el casco de John se ajustó inmediatamente para que no lo deslumbrara la luz ambiente. Una moqueta roja cubría el suelo. El cajón con los cigarros y el champán se encontraba en el centro de la estancia. Era negro y blindado, cerrado herméticamente para proteger el contenido del vacío del espacio.
Detrás del cajón blindado había tres hombres de pie, y uno acuclillado detrás de ellos: el coronel Robert Watts, el «paquete».
John no disponía de una línea de disparo totalmente despejada. Si erraba, podría herir al coronel.
Los tres hombres, sin embargo, no tenían ese problema. Dispararon.
John se lanzó hacia la izquierda. Los impactos de tres balas en un costado lo dejaron sin aliento. Una de ellas atravesó el traje negro. Sintió cómo rebotaba contra sus costillas, y el dolor lo recorrió como una navaja al rojo vivo.
Hizo caso omiso de la herida, rodó y se puso de pie. Ahora tenía una línea de disparo despejada. Apretó el gatillo una vez… y una ráfaga de tres balas penetró en la frente del guardia del centro.
Sam y Fred entraron girando en torno al marco de la puerta, Sam erguido, Fred agachado. Las armas con silenciador tosieron, y el par de guardias restantes cayó al suelo.
Watts se quedó detrás del cajón, y blandió una pistola.
—¡Alto! —gritó—. Mis hombres vienen hacia aquí. ¿Pensáis que estoy solo? Estáis todos muertos. Arrojad las armas.
John gateó hasta la barra del bar y se acuclilló junto a ella. Obligó al dolor de estómago que sentía a desaparecer. Les hizo a Sam y Fred un gesto y les mostró dos dedos desplegados, y luego señaló con los dedos por encima de su cabeza.
Sam y Fred dispararon una ráfaga por encima de la cabeza de Watts, que se agachó más.
John saltó por encima de la barra y cayó sobre su presa. Aferró la pistola y se la arrebató de la mano, proceso en el que le partió al hombre los dedos índice y pulgar. John pasó un brazo en torno al cuello de Watts y sofocó al hombre que pataleaba hasta dejarlo casi sin sentido.
Entraron Kelly y Linda. Kelly sacó una jeringuilla y le inyectó a Watts la polypseudomorfina suficiente como para mantenerlo sedado durante casi todo un día.
Fred retrocedió para cubrir el ascensor. Sam fue a acuclillarse junto a la ventana, desde donde observó la calle de abajo por si veía alguna señal de problemas.
Kelly se acercó a John y le bajó el traje negro. Los guantes le quedaron resbaladizos de sangre.
—La bala aún está dentro —dijo, y se mordió el labio inferior—. Hay mucha hemorragia interna. Espera. —Sacó un pequeño frasquito de dentro del cinturón e insertó el cuello dentro del agujero de bala—. Puede que esto te escueza un poco.
La bioespuma de autosellado llenó la cavidad abdominal de John, y también le escoció como si un centenar de hormigas le caminaran por las entrañas. Ella retiró el frasco y cubrió el agujero con un apósito.
—Estarás bien durante unas horas —dijo, y le dio la mano para ayudarlo a levantarse.
John se sentía tembloroso, pero lo lograría. La espuma evitaría que se desangrara y que sufriera un shock… al menos durante un tiempo.
—Llegan vehículos —anunció Sam—. Seis hombres entran en el edificio. Dos ocupan posiciones en el exterior… pero sólo en la parte delantera.
—Meted a nuestro paquete dentro del cajón y cerradlo —ordenó John.
Salió de la habitación, cogió el macuto y se encaminó hacia el balcón. Afianzó una cuerda y la dejó caer doce pisos hasta el callejón. Bajó por ella, dedicó un segundo a sondear el callejón en busca de amenazas, y luego pulsó una sola vez el micrófono gutural: era la señal de «vía libre».
Kelly unió una anilla de descenso al cajón, y lo empujó fuera del balcón. Descendió controladamente por la cuerda, y se detuvo con un golpecito sordo al llegar al suelo.
Un momento después, el resto del equipo se deslizaba por la cuerda.
Se pusieron rápidamente los monos. Sam y Fred transportaron el cajón al interior del edificio adyacente. Salieron a la calle media manzana más abajo, y se encaminaron hacia los muelles al paso más rápido posible.
Docenas de hombres uniformados atravesaban a la carrera los muelles, en dirección a la ciudad. Nadie los detuvo.
Volvieron a entrar en las duchas públicas, ahora desiertas.
—Comprobad todos vuestros cierres herméticos —dijo John—. Sam, ve a tocar el timbre de la puerta. Reúnete con nosotros en la nave de descenso.
Sam asintió y salió corriendo del edificio, con ambas mochilas de C-12 colgadas de un hombro.
John sacó el botón de pánico. Activó el modo de transmisión verde y lo arrojó dentro de una taquilla vacía. Si no lograban salir, al menos la UNSC sabría donde estaba la base rebelde.
—Tienes el traje roto —le recordó Kelly—. Será mejor que subamos ya a la nave, antes de que Sam haga estallar los fuegos artificiales.
Linda y Fred comprobaron los sellos del cajón, y luego los sacaron al exterior. Kelly abrió la marcha y John ocupó la retaguardia.
Subieron a bordo de la nave de desembarco Pelican, y John evaluó el armamento: coraza abollada y chamuscada, un par de viejas y anticuadas ametralladoras de cadena de 40 mm. Le habían quitado los lanzacohetes. No era un caballo de guerra, precisamente.
Se produjo un potente destello al otro lado de los muelles. El trueno recorrió la cubierta, y luego el estómago de John.
Mientras John observaba, en la puerta de un compartimento estanco se materializó un agujero en medio de humo y metal destrozado. El negro espacio apareció al otro lado. Con un rugido ensordecedor, la atmósfera contenida en la zona de los muelles se transformó bruscamente en un huracán. Personas, cajones y desechos salieron disparados a través del dentado agujero.
John se metió dentro de la nave y se preparó para cerrar la escotilla principal.
Observó cómo las puertas de emergencia descendían ante la grieta de la cámara estanca. Se produjo una segunda explosión, y la puerta dejó de bajar, para luego caer y aterrizar sobre la cubierta, donde aplastó una nave de transporte ligera.
Detrás de ellos, se cerraron grandes puertas para aislar los muelles del resto de la ciudad. Docenas de trabajadores que aún estaban en los muelles corrieron hacia ellas para salvar la vida, pero no lo lograron.
Sam llegó a la carrera, perfectamente a salvo dentro del traje negro sellado. Pasó a través de la cámara estanca de entrada a la nave.
—La puerta trasera está abierta —dijo, con una amplia sonrisa.
Kelly encendió los motores. La Pelican se elevó, cruzó los muelles y luego salió al espacio a través del agujero abierto por las explosiones. Ella empujó la palanca reguladora hasta la máxima potencia.
Detrás de ellos, la base insurgente tenía el mismo aspecto que cualquier otra roca del cinturón de asteroides… pero ésta estaba perdiendo atmósfera y comenzaba a rotar de modo errático.
Tras cinco minutos a máxima velocidad, Kelly redujo la potencia del motor.
—Llegaremos al punto de recogida dentro de dos horas —dijo.
—Mirad cómo está el prisionero —dijo John.
Sam abrió el cajón.
—Los sellos han resistido. Watts continúa con vida y tiene el pulso estable —informó.
—Perfecto —gruñó John. Hizo una mueca al aumentar el palpitante dolor del costado.
—¿Tienes molestias? —preguntó Kelly—. ¿Qué tal aguanta la bioespuma?
—Está bien —replicó él, sin mirarse siquiera el agujero del costado—. Saldré de ésta.
Sabía que debería sentirse satisfecho, pero en cambio sólo se sentía cansado. Había algo de aquella operación que no acababa de gustarle. Se preguntó por todos los estibadores y civiles muertos en el asteroide. Ninguno de ellos era un objetivo, y, sin embargo, ¿no eran todos rebeldes los que estaban en el asteroide?
Por otro lado, todo había sucedido de acuerdo con lo que decía el sargento: había seguido las órdenes, completado la misión, y sacado a su gente de allí con vida. ¿Qué más quería?
John enterró las dudas en las profundidades de su mente.