SIETE

7

00.00 HORAS, 30 DE MARZO DE 2525 (CALENDARIO MILITAR) / TRANSPORTE «ATLAS» DE LA UNSC EN RUTA HACIA EL SISTEMA LAMBDA SERPENTIS

—Y así entregamos al espacio los cuerpos de nuestros hermanos caídos.

Méndez cerró solemnemente los ojos por un momento, acabada la ceremonia. Pulsó un botón y las urnas con las cenizas entraron lentamente en los tubos de eyección… y salieron al vacío por el otro lado.

John se mantenía rígidamente firme. Los puertos de lanzamiento de la nave de transporte —normalmente atestados, llenos de gente e hirvientes de actividad— estaban insólitamente silenciosos. Las cubiertas de artillería del Atlas habían sido despejadas de munición y tripulantes. De las altas grúas pendían ahora largos pendones negros, sin adornos.

—Honores… ¡ar! —bramó Méndez.

John y los otros Spartans supervivientes saludaron al mismo tiempo.

—Deber —declaró Méndez—, honor y sacrificio personal. La muerte no disminuye estas cualidades en un soldado. Los recordaremos.

Una serie de golpes sordos resonaron a través del casco del Atlas cuando las urnas fueron lanzadas al espacio.

La pantalla parpadeó para mostrar un campo de estrellas. Las urnas fueron apareciendo una a una, y rápidamente comenzaron a retroceder respecto a la nave de transporte que continuó su rumbo.

John miraba. Con cada uno de los cilindros de acero inoxidable que pasaba flotando, sentía que estaba perdiendo una parte de sí mismo. Era como dejar atrás a su gente.

La cara de Méndez muy bien habría podido estar cincelada en piedra, por la emoción que manifestaba. Acabó el prolongado saludo militar, antes de volver a hablar.

—Tripulantes, pueden retirarse.

No todo se había perdido. John recorrió la cámara de artillería con la mirada. Sam, Kelly y otros treinta aún permanecían en posición de firmes con sus negros uniformes de gala. Habían logrado salir ilesos de la última… «misión» no era la palabra más correcta. Pero más o menos.

Había una docena más, sin embargo, que habían sobrevivido… aunque ya no eran soldados. A John le hacía daño mirarlos. Fhajad estaba sentado en una silla de ruedas, temblando de modo incontrolable. Kirk y René estaban en tanques de gelatina de flotación neutral y respiraban ayudados por máquinas; sus huesos habían quedado tan retorcidos que ya no parecían humanos. Había otros, vivos, pero con lesiones tan críticas que no se les podía ni mover.

Los enfermeros empujaron a Fhajad y los otros lesionados hacia el ascensor.

John avanzó hacia ellos y se detuvo, cerrándoles el paso.

—Alto, tripulante —exigió—. ¿Adonde se llevan a mis hombres?

El enfermero se detuvo y sus ojos se abrieron más. Tragó antes de hablar.

—Yo, señor… obedezco órdenes, señor.

—Jefe de destacamento —llamó Méndez—. Un momento.

—Permanezca aquí —ordenó John al enfermero, y marchó hacia el sargento Méndez—. Sí, señor.

—Déjelos marchar —le dijo, en voz baja—. Ya no pueden luchar. Éste no es su lugar.

Inadvertidamente, John miró la pantalla y las largas filas de urnas que disminuían con la distancia.

—¿Qué les sucederá?

—La Armada cuida de los suyos —replicó Méndez, y levantó un poco más el mentón—. Puede que ya no sean los soldados más rápidos o más fuertes, pero siguen teniendo mentes agudas. Aún pueden planificar misiones, analizar datos, resolver operaciones…

John exhaló un suspiro de alivio.

—Es todo lo que pide cualquiera de nosotros, señor: una oportunidad para servir. —Se volvió de cara a Fhajad y los otros, se cuadró y saludó. Fhajad consiguió levantar una mano temblorosa y devolverle el saludo.

Los enfermeros se los llevaron.

John miró al resto de su destacamento. Ninguno de ellos se había movido desde la conclusión de la ceremonia en memoria de los muertos. Esperaban la siguiente misión.

—¿Nuestras órdenes, señor? —preguntó John.

—Dos días completos de descanso en cama, Jefe de Destacamento. Luego, terapia física de microgravedad a bordo del Atlas hasta que se recuperen de los efectos colaterales.

«Efectos colaterales.» John flexionó una mano. Ahora era torpe. A veces apenas podía caminar sin caerse. La doctora Halsey le había asegurado que esos «efectos colaterales» eran una buena señal.

—Su cerebro tiene que aprender a mover su cuerpo con reflejos más rápidos y músculos más fuertes —le había explicado. Pero le dolían los ojos, y también le sangraban un poco por las mañanas. Tenía jaquecas constantes. Le dolían todos los huesos.

John no entendía nada de esto. Sólo sabía que tenía un deber que cumplir, y ahora temía no ser capaz de hacerlo.

—¿Eso es todo, señor? —preguntó a Méndez.

—No —replicó el sargento—. Déjà entrenará a su destacamento con el simulador en cuanto esté en condiciones de hacerlo. Y —añadió—, si están ustedes a la altura del desafío, le gustaría cubrir algo más de química orgánica y álgebra compleja.

—Sí, señor —replicó John—, estamos a la altura del desafío.

—Perfecto.

John continuaba de pie, sin moverse.

—¿Hay algo más, Jefe de Destacamento?

John frunció la frente, vaciló, y finalmente habló.

—Yo era el Jefe de Destacamento y la última misión era, por lo tanto, mi responsabilidad… y murieron miembros de mi destacamento. ¿Qué hice mal?

Méndez miró fijamente a John. Los desvió hacia el destacamento y luego los volvió hacia John.

—Acompáñeme. —Condujo a John hasta la pantalla, donde se detuvo a observar cómo la última de las urnas se perdía en la negrura.

—Un jefe debe estar dispuesto a enviar hacia la muerte a los soldados que tiene bajo su mando —dijo Méndez mirando fijamente a la pantalla—. Esto es así porque su deber para con la UNSC anula su deber para consigo mismo e incluso para con su tripulación.

John apartó la mirada de la pantalla. No podía seguir observando el vacío. No quería pensar en los compañeros —amigos que para él eran como hermanos y hermanas—, perdidos para siempre.

—Es aceptable —prosiguió Méndez—, entregar sus vidas en caso necesario. —Por fin se volvió para mirar a John a los ojos—. No obstante, no es aceptable desperdiciar esas vidas. ¿Entiende la diferencia?

—Creo… creo que la entiendo, señor —replicó John—, pero, ¿cuál de las dos cosas sucedió en esta misión? ¿Vidas entregadas? ¿O vidas desperdiciadas?

Méndez se volvió otra vez hacia la negrura del espacio y no respondió.

00.30 HORAS, 22 DE ABRIL DE 2525 (CALENDARIO MILITAR) / «ATLAS», NAVE DE TRANSPORTE DE LA UNSC EN PATRULLA POR EL SISTEMA LAMBDA SERPENTIS

John se orientó al entrar en el gimnasio.

Desde el corredor estacionario resultaba fácil darse cuenta de que esta sección del Atlas rotaba. La aceleración constante proporcionaba a las paredes circulares una semblanza de gravedad.

A diferencia de las otras zonas de la nave de transporte, sin embargo, esta sección no era cilíndrica, sino más bien un cono segmentado. La parte externa era más ancha y rotaba más lentamente que la parte interna, más estrecha, para simular diferentes fuerzas gravitatorias a lo largo del gimnasio que iban desde un cuarto de gravedad a dos unidades.

Había pesas, sacos de golpes y de velocidad, un cuadrilátero de boxeo, una máquina especial para estirar y tonificar todos los grupos musculares. No había nadie más a una hora tan temprana. Tenía el gimnasio para él solo.

Comenzó por los brazos. Se encaminó a la sección central, calibrada en una unidad gravitatoria, y cogió unas pesas de veinte kilos. El peso no era el correcto: demasiado ligera. La velocidad de rotación debía de estar desajustada. Dejó las pesas y cogió unas de cuarenta kilos. Esas sí estaban bien.

A lo largo de las últimas tres semanas los Spartans se habían sometido a una rutina diaria de ejercicios de estiramiento e isométricos, prácticas ligeras de boxeo y mucha comida. Tenían orden de tomar cinco comidas al día ricas en proteínas. Después de cada comida debían presentarse en la enfermería de la nave para recibir una serie de inyecciones de vitaminas y minerales. John estaba deseando regresar a Reach y a la rutina normal.

En el destacamento quedaban sólo treinta y dos soldados. Treinta candidatos habían sido «arrebatados» del programa SPARTAN, muertos durante el proceso de acrecentamiento. Una docena más, que sufrían efectos colaterales del proceso, habían quedado permanentemente destinados a la Oficina de Inteligencia Naval.

Los echaba de menos a todos, pero tanto él como los demás debían continuar adelante; tenían que recuperarse y ponerse a prueba otra vez.

John pensaba que ojalá el sargento Méndez lo hubiese puesto sobre aviso. Habría podido prepararse. Tal vez estaba ahí la trampa de la última misión: aprender a prepararse para cualquier cosa. No volvería a bajar la guardia.

Se sentó en la máquina para ejercitar las piernas, la calibró al peso máximo, pero la notó demasiado ligera. Se encaminó al extremo de alta gravedad del gimnasio. Las cosas parecieron normales otra vez.

John se ejercitó en todas las máquinas, y luego se encaminó hacia un saco de velocidad, un saco de cuero sujeto al suelo y al techo mediante gruesas bandas elásticas. Al saco sólo podía golpeársele siguiendo ciertas frecuencias preestablecidas, ya que de lo contrario comenzaba a girar de modo caótico.

Le dirigió un golpe directo, rápido como una cobra, que impactó. El saco de velocidad se movió, aunque lentamente, como si estuviera bajo el agua… demasiado lentamente si se consideraba la fuerza con que lo había golpeado. Había que aflojar la tensión de los elásticos.

Tañó el elástico y sonó una nota. Estaba tenso.

¿Acaso estaba estropeado todo lo que había en el gimnasio?

Cogió una clavija de una de las anillas de sujeción de la barra de las pesas. Se encaminó hacia la sección central, donde supuestamente había una unidad gravitatoria. Sostuvo la clavija a un metro de la cubierta y lo soltó. Repiqueteó sobre la cubierta.

Dio la impresión de caer normalmente… y sin embargo, de algún modo, a John también le pareció una caída lenta.

Activó el cronómetro del reloj y volvió a dejar caer la clavija. Cuarenta y cinco centésimas de segundo.

Un metro en medio segundo, poco más o menos. Había olvidado la fórmula de distancia y aceleración, así que realizó los cálculos y volvió a derivar la ecuación. Incluso calculó la raíz cuadrada.

Frunció el ceño. Antes, las matemáticas siempre le habían costado.

La respuesta era una aceleración gravitacional de nueve coma ocho metros por segundo, exactos. Una unidad gravitatoria estándar.

Así pues, la sala rotaba correctamente. Era él quien estaba mal calibrado.

Su experimento fue interrumpido. Cuatro hombres entraron en el gimnasio. No llevaban uniforme, sino sólo pantalón corto y botas. Tenían la cabeza completamente afeitada. Eran todos muy musculosos y delgados, y estaban en forma. El más corpulento de los cuatro era más alto que John. Tenía un lado de la cara cubierto de cicatrices.

John se dio cuenta de que pertenecían a las Fuerzas Especiales: Tropas de Choque de Descenso Orbital. Los ODTS tenían los tradicionales tatuajes grabados a fuego en los brazos: «DROP JET JUMPERS» Y «PRIMEROS EN EL INFIERNO».

«Helljumpers»: el infame 105°. John había oído charlas de comedor sobre ellos. Eran famosos por sus éxitos… y por su brutalidad, incluso contra sus camaradas soldados.

John los saludó con un cortés asentimiento de cabeza.

Ellos pasaron junto a él y comenzaron con las pesas libres en alta gravedad. El más corpulento levantó la barra de las pesas. Tenía que esforzarse mucho y la barra oscilaba, inestable. Los platos de hierro del lado derecho se deslizaron de la barra y cayeron sobre la cubierta. El lado opuesto de la barra se inclinó y él soltó el peso que casi le aplastó un pie al compañero que lo ayudaba.

Sobresaltado por el ruido, John dio un brinco.

—¿Qué de…? —El corpulento soldado se puso de pie y miró con ferocidad la anilla de sujeción que se había soltado.

—Alguien le quitó la clavija —gruñó, y se volvió a mirar a John.

John recogió la clavija.

—El error es mío —dijo, y avanzó—. Le pido disculpas.

Los soldados fueron todos a una hacia John. El tipo corpulento se detuvo a cinco dedos de distancia de su nariz.

—¿Por qué no coges esa clavija cacho carne? —dijo, sonriendo—. O, mejor aún, tal vez debería hacértela tragar. —Les hizo un gesto de asentimiento a sus amigos.

John sólo conocía tres maneras de reaccionar ante la gente. Si eran sus oficiales superiores, les obedecía. Si formaban parte de su destacamento, los ayudaba. Si eran una amenaza, los neutralizaba.

Así pues, cuando los hombres que lo rodeaban se pusieron en movimiento… él vaciló.

No porque tuviera miedo, sino porque aquellos hombres podrían haber encajado en cualquiera de las tres categorías en que clasificaba a la gente. Desconocía su graduación. Eran sus compañeros en tanto que soldados al servicio de la UNSC. Pero, en ese momento, no parecían amistosos.

Los dos hombres que lo flanquearon lo aferraron por los bíceps. El que se le situó detrás intentó rodearle el cuello con un brazo.

John encogió los hombros y pegó el mentón al pecho para que no pudiera estrangularlo. Pasó bruscamente el codo derecho por encima de la mano que lo sujetaba, lo pegó al costado y luego le dio un puñetazo directo al hombre y le rompió la nariz.

Los otros tres reaccionaron sujetándolo con más fuerza y acercándosele más… pero, al igual que la clavija al soltarla, se movieron con lentitud.

John se agachó y escapó del fallido intento de sujetarlo por el cuello con una llave. Rotó para apartarse al tiempo que se soltaba de la presa del que tenía a la izquierda.

—¡Basta! —resonó una voz atronadora que atravesó el gimnasio.

Entró un sargento que avanzó hacia ellos. A diferencia de Méndez, pulcro y en forma, y siempre serio, a este hombre le sobresalía la barriga por encima del cinturón, y parecía desconcertado.

John se cuadró. Los otros se quedaron quietos y continuaron mirando a John con ferocidad.

—Sargento —dijo el hombre al que le sangraba la nariz—, sólo estábamos…

—¿Le he hecho alguna pregunta? —bramó el sargento.

—¡No, sargento! —replicó el hombre.

El sargento observó a John y luego a los soldados de las ODTS.

—Si estáis todos tan ansiosos por pelear, meteos en el cuadrilátero y a por ello.

—¡Señor! —dijo John, se encaminó hacia el cuadrilátero, se deslizó entre las cuerdas y se quedó esperando.

Aquello comenzaba a tener sentido. Se trataba de una misión. John había recibido órdenes de un oficial superior, y los cuatro hombres eran ahora sus objetivos.

El más corpulento pasó entre las cuerdas y los otros se reunieron a observar.

—Voy a hacerte pedazos, cacho carne —le gruñó con los dientes apretados.

John saltó impulsándose con el pie que tenía situado más atrás, y cargó todo su peso en el primer golpe. Su puño impactó contra el ancho mentón del hombre. La mano izquierda de John golpeó a continuación e impactó contra la mandíbula del soldado.

El hombre alzó las manos; John avanzó, le sujetó un brazo contra el pecho, y le dirigió un gancho a las costillas flotantes. Se partieron huesos.

El hombre retrocedió con paso tambaleante. John avanzó un corto paso y descargó un golpe de talón contra una rodilla del soldado. Con tres puñetazos más lo tuvo contra las cuerdas… donde entonces dejó de moverse, con los brazos, las piernas y el cuello inclinados en ángulos antinaturales.

Los otros tres hombres avanzaron. El que tenía la nariz sangrante cogió una barra de hierro.

Esta vez, John no necesitaba órdenes. Tres atacantes al mismo tiempo: tenía que acabar con ellos antes de que lo rodearan. Puede que fuera más rápido, pero no tenía ojos en la nuca.

El hombre de la barra de hierro dirigió un golpe terrible contra las costillas de John; éste se desplazó a un lado para esquivarlo, aferró la mano del hombre y la inmovilizó sobre la barra, que luego hizo girar para partir los huesos de la muñeca del atacante.

John le lanzó una patada lateral al segundo soldado; le dio de lleno en la entrepierna, y le partió la pelvis.

John le quitó la barra de hierro al primero, giró con rapidez y le dio al tercer hombre un golpe en el cuello tan fuerte que lo lanzó por encima de las cuerdas.

—Descanse, número 117 —bramó el sargento Méndez.

John obedeció y soltó la barra. Al igual que la clavija, el arma improvisada pareció tardar demasiado en llegar a la cubierta.

Los soldados de las ODTS yacían desmadejados en el suelo, inconscientes o muertos.

Méndez avanzó hacia el cuadrilátero desde el otro extremo del gimnasio.

El sargento estaba boquiabierto.

—¡Sargento Méndez, señor! —dijo, y saludó con brusquedad—. ¿Qué está…? —Se volvió a mirar a John, con los ojos muy abiertos, y murmuró—. Es uno de ellos, ¿verdad?

—Los enfermeros vienen de camino —declaró Méndez, con calma. Se acercó más al sargento—. Hay dos oficiales de Inteligencia que lo esperan en Operaciones. Ellos lo informarán… —Retrocedió un paso—. Le sugiero que se presente de inmediato ante ellos.

—Sí, señor —dijo el sargento, que salió casi corriendo del gimnasio. Miró una sola vez a John por encima de un hombro, y luego aceleró el paso.

—Sus ejercicios han concluido por hoy —dijo Méndez a John.

John saludó y abandonó el cuadrilátero.

El equipo de enfermeros entró con camillas y corrió hacia el cuadrilátero.

—¿Permiso para hablar, señor? —dijo John.

Méndez asintió con la cabeza.

—¿Esos hombres eran parte de una misión? ¿Eran objetivos o compañeros?

John sabía que aquello tenía que ser algún tipo de misión. El sargento había estado demasiado cerca como para que fuese una coincidencia.

—Se enfrentó usted con una amenaza y la neutralizó —replicó Méndez—. Esa acción parece haber respondido a su pregunta, Jefe de Destacamento.

John frunció la frente mientras pensaba en el asunto.

—He respetado la cadena de mando —dijo—. El sargento me dijo que peleara. Yo estaba amenazado y en peligro inminente. Pero a pesar de eso ellos eran de Fuerzas Especiales de la UNSC. Colegas soldados.

Méndez bajó la voz.

—No todas las misiones tienen un objetivo simple ni llegan a una conclusión lógica. Sus prioridades son obedecer las órdenes de su cadena de mando, y luego conservar su vida y las vidas de los miembros de su equipo. ¿Está claro?

—Señor —dijo John—. Sí, señor. —Se volvió a mirar el cuadrilátero. La sangre comenzaba a empapar la lona. John tenía una sensación extraña en el fondo del estómago.

Llegó a las duchas y dejó que le lavaran la sangre. Se sentía extrañamente triste por los hombres a los que había matado.

Pero sabía cuál era su deber: el sargento se había mostrado insólitamente locuaz con el fin de dejar claro el asunto. Obedecer órdenes, mantenerse a salvo él y hacer lo mismo con su equipo. Era en lo único que debía concentrarse. John no le dedicó más pensamiento al incidente del gimnasio.