CINCO

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06.30 HORAS, 12 DE JULIO DE 2519 [CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA EPSILON ERIDANI, RESERVA SALVAJE DE ENTRENAMIENTO MILITAR DE REACH, PLANETA REACH

John se sujetó con fuerza mientras la nave de desembarco ascendía aceleradamente para pasar por encima de una escarpada cadena montañosa de cimas nevadas. El sol asomaba por el horizonte y teñía la nieve blanca con tonos rosados y anaranjados. Los otros miembros de su unidad pegaban la cara a las ventanillas y miraban a través de los cristales.

Sam estaba sentado junto a él y miraba al exterior.

—Buen sitio para hacer una guerra de bolas de nieve.

—Perderías —dijo Kelly. Se inclinaba por encima de un hombro de John para lograr una mejor vista del terreno—. Tengo una puntería mortífera con las bolas de nieve. Se rascó la cabeza.

—Mortífera, ya lo creo —murmuró John—. En especial si las cargas con rocas.

El sargento Méndez salió de la cabina de pilotaje al compartimento de pasajeros. Los cadetes se pusieron de pie y en posición de firmes.

—Descansen y siéntense. —La plata de las sienes de Méndez se había extendido hasta ser una franja que le atravesaba los costados del pelo, pero en todo caso se había hecho más fuerte y duro desde que John lo había visto por primera vez, dos años antes.

—La misión de hoy será sencilla, para variar. —La voz de Méndez atravesaba con facilidad el rugido de los motores. Le entregó unos papeles a Kelly—. Reparta esto, recluta.

—¡Señor! —Ella lo saludó con elegancia y le entregó una hoja a cada uno de los setenta y cinco niños del destacamento.

—Eso son partes de mapas de la región local. Se les dejará en el suelo de uno en uno, a solas. Desde allí tendrán que llegar a un punto de rescate marcado, donde los recogeremos.

John le dio la vuelta al mapa. Era sólo una parte de un mapa mucho más grande, sin ningún punto de rescate marcado. ¿Cómo se suponía que iba a orientarse sin un punto de referencia? Pero sabía que eso era parte de la misión: responder por sí mismo a esa pregunta.

—Una cosa más —dijo Méndez—. Dejaremos atrás al cadete que llegue en último lugar al punto de rescate. —Miró por una ventanilla—. Y el camino de regreso es muy largo para hacerlo a pie.

Esto no le gustó a John. Él no iba a perder, pero tampoco quería que perdiera nadie más. Pensar en Kelly, Sam o cualquiera de los otros recorriendo a pie el camino de regreso lo hizo sentir inquieto… si es que podían hacerlo en solitario, pasando por encima de esas montañas.

—Dejamos al primero dentro de tres minutos —bramó Méndez—. Cadete 117, usted será el primero.

—¡Señor! ¡Sí, señor! —replicó John.

Miró por la ventanilla para observar el terreno. Había un círculo de afiladas montañas, un valle con un espeso bosque de cedros, y una cinta plateada: un río que desembocaba en un lago.

John tocó a Sam con un codo, señaló el río y movió el pulgar en dirección al lago.

Sam asintió con la cabeza, luego se llevó a Kelly a un lado y señaló a través de la ventanilla. Kelly y Sam recorrieron con rapidez la línea de cadetes sentados.

La nave deceleró, y John sintió que se le subía el estómago a la garganta al descender hacia el suelo.

—Cadete 117: adelante. —Méndez se encaminó hacia la parte trasera del compartimento mientras la cola de la nave se dividía y se extendía una rampa. Un aire frío irrumpió en la nave. El sargento le dio a John una palmada en un hombro—. Tenga cuidado con los lobos cuando esté en el bosque, 117.

—¡Sí, señor! —John miró a los demás por encima del hombro.

Sus compañeros de entrenamiento le respondieron con un imperceptible asentimiento de cabeza. Bien, todos habían recibido el mensaje.

Bajó la rampa a la carrera y se adentró en el bosque. Los motores de la nave de descenso despertaron con un rugido, y el aparato ascendió hacia el cielo despejado. Se cerró la cremallera del abrigo. Sólo llevaba traje de campaña, botas y una gruesa parka; no era precisamente el equipo que él escogería para una prolongada estancia en tierras salvajes.

John echó a andar hacia un pico particularmente puntiagudo que había identificado desde el aire; el río se encontraba en esa dirección. Seguiría la corriente y se reuniría con los otros en el lago.

Marchó por el bosque hasta que oyó el gorgoteo de un caudal de agua. Se acercó lo bastante como para ver la dirección que seguía la corriente, y luego volvió a adentrarse en el bosque. Los ejercicios de Méndez solían tener trampa: minas aturdidoras en el recorrido de una carrera de obstáculos, tiradores ocultos con fusiles cargados con balas de pintura durante los ejercicios de desfile. Y estando el sargento en la nave, John no tenía intención de revelar su posición a menos que tuviera una buena razón para hacerlo.

Pasó ante un arbusto de arándanos y dedicó un poco de tiempo a arrancarle sus frutas.

Se encontraba a solas por primera vez en meses, y podía pensar. Se metió un puñado de arándanos en la boca y masticó.

Pensó en el lugar que había sido su hogar, en sus padres… pero eso cada vez se parecía más a un sueño. John sabía que no lo era, y que había tenido una vida diferente. Pero la vida que él quería era ésta. Era un soldado. Tenía que entrenarse para un importante cometido. Méndez decía que eran los mejores y más inteligentes de la Armada. Que eran la única esperanza de paz. Eso le gustaba.

Antes, no tenía ni idea de qué sería cuando se hiciera mayor. Realmente nunca pensaba en nada más que ver vídeos y jugar; nada le había planteado un desafío.

Ahora, cada día era un desafío y una nueva aventura.

Gracias a Déjà, John sabía más de lo que creía que hubiera podido aprender jamás en su antiguo colegio: álgebra y trigonometría, la historia de un centenar de batallas y reyes. Sabía tender un alambre cerca del suelo para hacer tropezar al enemigo, disparar un fusil y curar una herida pectoral. Méndez le había enseñado a ser fuerte… no sólo con el cuerpo, sino también con la cabeza.

Allí tenía una familia: Kelly, Sam y todos los otros de su destacamento.

El hecho de pensar en los compañeros le recordó la misión de Méndez: a uno de ellos iban a dejarlo atrás. Tenía que haber una manera de lograr que los recogieran a todos. John decidió que no iba a marcharse si no podía encontrarla.

Llegó a la orilla del lago, donde se detuvo y escuchó.

Oyó el ulular de una lechuza a lo lejos, y marchó hacia el sonido.

—Eh, lechuza —dijo, cuando estuvo cerca.

Sam salió de detrás de un árbol y sonrió.

—Lechuza primera para usted, cadete.

Recorrieron toda la circunferencia del lago para reunir a los demás niños por el camino. John los contó para asegurarse de que estaban todos: sesenta y siete.

—Reunamos los trozos del mapa —sugirió Kelly.

—Buena idea —asintió John—. Sam, llévate a tres y explorad la zona. No quiero que nos pille desprevenidos ninguna de las sorpresas del sargento.

—Bien. —Sam escogió a Fhajad, James y Linda, y los cuatro se adentraron en el sotobosque.

Kelly recogió los trozos de mapa y se instaló a la sombra de un cedro centenario.

—Algunas no pertenecen a este mapa, y otras son copias —dijo, y las extendió en el suelo—. Sí, aquí hay un borde. Lo tengo… esto es el lago, el río, y aquí… —Señaló hacia una zona verde lejana—. Ése tiene que ser el punto de rescate. —Sacudió la cabeza y frunció el ceño—. Pero si lo que dice el mapa es correcto, está a un día entero de camino. Será mejor que nos pongamos en marcha.

John silbó, y un momento más tarde regresaron Sam y los exploradores.

—En marcha —dijo John.

Nadie discutió. Formaron una columna detrás de Kelly, que iba consultando el mapa. Sam iba por delante, como avanzadilla. Era el que tenía mejor vista y oído. En varias ocasiones se detuvo e hizo un gesto para que los demás se inmovilizaran u ocultaran, pero en todas ellas resultó ser un conejo o un pájaro.

Tras varias horas de marcha, Sam retrocedió.

—Esto es demasiado fácil —le susurró a John—. No se parece a ninguno de los ejercicios de campo del sargento.

John asintió con la cabeza.

—También yo he estado pensando en eso. Simplemente mantén alerta la vista y el oído.

Se detuvieron a mediodía para estirarse y comer bayas recogidas por el camino.

—Quiero saber una cosa —dijo Fhajad, e hizo una pausa para enjugarse el sudor de la frente—. Vamos a llegar todos a la vez al punto de rescate, así que, ¿a quién van a dejar atrás? Debemos decidirlo ahora.

—Saquemos pajitas —sugirió alguien.

—No —intervino John, y se puso de pie—. No dejaremos a nadie atrás. Vamos a buscar la manera de marcharnos todos juntos.

—¿Cómo? —preguntó Kelly, mientras se rascaba la cabeza—. Méndez dijo…

—Ya sé lo que dijo. Pero tiene que haber una manera. Es sólo que aún no he pensado en una. Aunque tenga que ser yo quien se quede atrás, me aseguraré de que todos regreséis a la base. —John se puso en marcha otra vez—. Vamos, estamos perdiendo tiempo.

Los demás echaron a andar tras él.

Las sombras de los árboles se alargaron y fundieron entre sí, y el sol tiñó de rojo el borde del cielo. Kelly se detuvo y les hizo un gesto a los otros para que la imitaran.

—Ya casi hemos llegado —susurró.

—Sam y yo vamos a explorar la zona —dijo John—. Dispersaos todos… y no hagáis ruido.

El resto de los niños obedecieron las órdenes en silencio.

John y Sam atravesaron sigilosamente el sotobosque y se acuclillaron en el borde de un prado.

La nave estaba posada en el centro del prado, y sus focos iluminaban todo lo que estaba a menos de treinta metros. Había seis hombres sentados en la rampa, fumando cigarrillos y pasándose una cantimplora de mano en mano.

Sam hizo un gesto para que retrocedieran.

—¿Los reconoces? —susurró.

—No. ¿Y tú?

Sam negó con la cabeza.

—No van de uniforme. No se parecen a ningún soldado que yo haya visto. Tal vez son rebeldes. Quizá han robado la nave y matado al sargento.

—Imposible —dijo John—. Nada puede matar al sargento. Pero hay una cosa segura: no creo que podamos simplemente acercarnos y hacer que nos lleven a casa. Retrocedamos.

Se adentraron sigilosamente de vuelta en el bosque y les explicaron la situación a los otros.

—¿Qué quieres hacer? —le preguntó Kelly.

John se preguntó por qué pensaría ella que él tenía una respuesta. Miró en torno y vio que todos lo observaban, en espera de que hablara. Cambió el peso de un pie al otro. Tenía que decir algo.

—Bien… no sabemos quiénes son esos hombres ni qué harán cuando nos vean. Así que lo averiguaremos.

Los niños asintieron con la cabeza; parecían opinar que era el curso de acción correcto.

—Y lo haremos de este modo —prosiguió John—. Primero, necesitaré un conejo.

—Ésa soy yo —declaró Kelly, que se puso en pie de un salto—. Soy la más veloz.

—Perfecto —asintió John—. Irás hasta el borde del prado, y dejarás que te vean. Yo te acompañaré, me esconderé cerca y observaré. En caso de que te suceda algo, volveré para informar a los otros.

Ella asintió con la cabeza.

—Entonces, tú atraes a algunos hasta aquí. Pasa corriendo justo por aquí, y sigue. Sam, tú estarás a plena vista y fingirás haberte roto una pierna.

—Entendido —replicó Sam. Se acercó a Fhajad e hizo que le arañara una espinilla con una bota. De la herida resultante manó sangre.

—El resto de vosotros —dijo John—, esperad dentro del bosque, dispuestos en un círculo amplio. Si intentan hacer algo que no sea ayudar a Sam… —John cerró la mano derecha y se dio un puñetazo en la palma abierta de la izquierda—. ¿Os acordáis del alce y los lobos?

Todos asintieron con la cabeza y sonrieron. Habían visto muchas veces esa lección en el aula de Déjà.

—Coged unas cuantas rocas —les dijo John.

Kelly se quitó la parka y estiró las piernas y las rodillas.

—Muy bien —dijo—, hagámoslo.

Sam se tendió y se aferró la pierna.

—Aaaaah… me duele, ayudadme.

—No te pases —le advirtió John, que le lanzó un poco de tierra de una patada—. O se darán cuenta de que es una trampa.

Luego, él y Kelly se encaminaron sigilosamente hacia el prado y se detuvieron a pocos metros del borde.

—Si quieres que sea yo el conejo… —le susurró John.

Ella le dio un fuerte puñetazo en un hombro.

—¿Piensas que no puedo hacer mi parte?

—Lo retiro —replicó él, mientras se masajeaba el hombro.

John se alejó diez metros hacia un lado, se puso a cubierto y observó.

Kelly salió de la linde del bosque y avanzó hasta la zona iluminada por los focos de la nave de descenso.

—¡Eh! —llamó, y agitó los brazos por encima de la cabeza—. Aquí. ¿Tenéis comida? Estoy muerta de hambre.

Los hombres se levantaron lentamente y sacaron bastones aturdidores.

—Ahí hay una —oyó John que susurraba uno de ellos—. Yo la atraparé. El resto de vosotros quedaos aquí y esperad a los demás.

El hombre comenzó a avanzar con cautela hacia Kelly, con el bastón aturdidor sujeto a la espalda para que Kelly no pudiera verlo. Ella permaneció donde estaba y esperó a que se le acercara más.

—Espere un segundo —dijo luego—. Se me ha caído la parka ahí atrás. Vuelvo en seguida. —Giró sobre sí y echó a correr. El hombre saltó tras ella, pero Kelly ya había desaparecido en las sombras.

—¡Alto!

—Esto será demasiado fácil —dijo uno de los otros hombres.

—Los críos no sabrán qué los ha golpeado —observó otro—. Será como pescar en un barril.

John ya había oído lo suficiente. Corrió tras Kelly, pero se dio cuenta de que ni él ni el hombre tenían la más mínima posibilidad de darle alcance. Se detuvo al acercarse al lugar en que yacía Sam.

El hombre se detuvo. Miró en torno con prudencia porque sus ojos aún no se habían adaptado del todo a la oscuridad, y entonces reparó en Sam, que estaba tendido en el suelo y se sujetaba la pierna ensangrentada.

—Por favor, ayúdeme —gimoteó Sam—. Me la he roto.

—Tengo tu pierna rota justo aquí, chaval. —El hombre levantó el bastón.

John recogió una roca y se la lanzó, pero erró.

Sam rodó, se puso de pie y salió corriendo. Se oyó un susurro dentro del bosque, y entonces una granizada de piedras silbó entre los árboles y cayó sobre el hombre.

Apareció Kelly, y con todas sus fuerzas le lanzó una piedra en trayectoria oblicua que le dio en el centro de la frente.

El hombre se desplomó pesadamente en el suelo.

Los demás niños se acercaron.

—¿Qué hacemos con él? —preguntó Sam.

—Esto es sólo un ejercicio, ¿correcto? —dijo Fhajad—. Tiene que estar con Méndez.

John hizo rodar al hombre para tenderlo de espaldas. Un hilo de sangre le corría por la frente hasta un ojo.

—Ya lo oíste —susurró John—. Viste lo que iba a hacerle a Sam. Ni Méndez ni nuestros entrenadores nos harían nunca algo así. Jamás. No tiene uniforme. Ni galones. No es uno de los nuestros.

John le pateó al hombre la cara y luego las costillas. Por reflejo, el hombre se enroscó.

—Quítale el bastón.

Sam se apoderó del arma, y también lo pateó.

—Ahora volveremos y acabaremos con los otros —les dijo John—. Kelly, volverás a ser el conejo. Llévalos sólo hasta la linde del bosque, esfúmate y deja que nosotros hagamos el resto.

Ella asintió con la cabeza y se encaminó de vuelta al campo. El resto del destacamento se desplegó, y fueron recogiendo piedras a medida que avanzaban.

Un minuto más tarde, Kelly entró en el campo.

—Ese tipo se ha caído y se ha golpeado la cabeza —gritó—. ¡Por aquí!

Los cinco hombres restantes se pusieron de pie y corrieron tras ella.

Cuando estuvieron lo bastante cerca, John silbó.

De repente, el aire se inundó de piedras. Los hombres alzaron las manos e intentaron protegerse. Cayeron al suelo y se cubrieron la cabeza.

John volvió a silbar, y sesenta y siete niños cargaron, entre alaridos, hacia los desconcertados hombres. Éstos se levantaron para defenderse. Parecían aturdidos, como si no pudieran creer lo que veían.

Sam golpeó a un hombre en la cabeza con el bastón. Fhajad recibió de lleno en la cara un puñetazo de otro de ellos, y cayó.

Los hombres fueron abrumados por una ola de carne, golpeados por puños, piedras y botas hasta caer al suelo y quedar inmóviles.

John se irguió junto a sus cuerpos sangrantes. Estaba furioso. Les habrían hecho daño a él y a su destacamento. Tenía ganas de hundirles el cráneo a patadas. Inspiró profundamente y luego exhaló. Ahora tenía cosas mejores que hacer y problemas más grandes que resolver; el enojo tendría que esperar.

—¿Quieres llamar ya a Méndez? —preguntó Sam, mientras ayudaba a Fhajad a ponerse de pie con piernas temblorosas.

—Todavía no —le respondió John. Se encaminó hacia la nave. No había nadie más a bordo.

John accedió al sistema de comunicación y abrió la conexión de correo, mediante la cual entró en contacto con Déjà, cuyo rostro apareció como esquemático holograma que flotaba sobre el terminal.

—Buenas tardes, cadete 117 —dijo—. ¿Tiene alguna pregunta sobre los deberes?

—Algo así —replicó él—. Una de las misiones del sargento Méndez.

—Ah. —Tras una pausa momentánea, dijo—: Muy bien.

—Estoy dentro de una nave Pelican. No hay piloto, pero necesito llegar a casa. Enséñeme a pilotarla, por favor.

Déjà negó con la cabeza.

—Usted no está cualificado para pilotar esa nave, cadete. Pero sí que puedo ayudarlo. ¿Ve el símbolo alado de la esquina de la pantalla? Púlselo tres veces.

John lo hizo, y apareció un centenar de iconos y pantallas de números.

—Pulse dos veces las flechas verdes que hay a las nueve en punto —le dijo Déjà.

Lo hizo, y las palabras «piloto automático activado» destellaron en la pantalla.

—Ahora yo tengo el control —explicó Déjà—. Los traeré a casa.

—Espera un segundo —dijo John, y salió corriendo—. ¡Todo el mundo a bordo, ahora mismo!

Los niños corrieron al interior de la nave.

Kelly se detuvo.

—¿Quién queda atrás? —preguntó.

—Nadie —replicó John—. Entra ya. —Se aseguró de ser el último que subía a la nave, y luego dijo—: Bien, Déjà, sácanos de aquí.

Los reactores despertaron con un rugido, y la nave se elevó hacia el cielo.

John se encontraba de pie, firme, en el despacho del sargento Méndez. Nunca había estado allí. Nadie había estado allí. Por la espalda le caía un reguero de sudor. La madera oscura que revestía las paredes y el olor a humo de cigarro hacían que sintiera claustrofobia.

Méndez miraba con ferocidad a John mientras leía el informe que tenía en el portapapeles.

Se abrió la puerta y entró la doctora Halsey. Méndez se puso de pie, le dedicó una brusca inclinación de cabeza y volvió a sentarse en la silla acolchada.

—Hola, John —dijo la doctora Halsey. Se sentó enfrente de Méndez, cruzó las piernas y luego se arregló la falda.

—Doctora Halsey —replicó John, al instante. Le dedicó un saludo militar. Ninguno de los otros adultos lo llamaba jamás por su nombre de pila. No entendía por qué lo hacía ella.

—Cadete 117 —le espetó Méndez—. Vuelva a explicarme por qué robó una propiedad de la UNSC… y por qué atacó a los hombres que yo había asignado para su vigilancia.

John quería explicar que él simplemente había hecho lo que debía hacerse. Que lo lamentaba. Que haría cualquier cosa a modo de compensación. Pero John sabía que el sargento odiaba a los quejosos casi tanto como odiaba las excusas.

—Señor —dijo—, los guardias iban sin uniforme, sin galones. ¡No se identificaron, señor!

—Hmm. —Méndez volvió a meditar sobre el informe—. Así parece. ¿Y la nave?

—Traje a mi destacamento de vuelta, señor. Fui el último que subió a bordo… así que si alguien debía quedar atrás…

—No le he pedido una lista de pasajeros, tripulante. —Su voz se suavizó hasta ser un gruñido, y se volvió a mirar a la doctora Halsey—. ¿Qué vamos a hacer con éste?

—¿Hacer? —Se empujó con un dedo las gafas que le resbalaban por la nariz, y examinó a John—. Creo que es obvio, sargento. Ascenderlo a Jefe de Destacamento.