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05.30 HORAS, 24 DE SEPTIEMBRE DE 2517 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA EPSILON ERIDANI, COMPLEJO MILITAR DE REACH, PLANETA REACH
—¡Despierte y arriba, cadete!
John se dio la vuelta en el camastro y volvió a dormirse. Vagamente tenía conciencia de que aquella habitación no era la suya, y de que había más gente en ella.
Lo sacudió una descarga desde los pies descalzos hasta la base de la columna vertebral. Gritó de sorpresa y cayó del camastro. Se sacudió para librarse de la desorientación causada por el hecho de estar casi dormido, y se levantó.
—¡He dicho arriba, recluta! ¿Sabe hacia dónde es arriba?
Ante John se encontraba de pie un hombre vestido con uniforme de camuflaje. Tenía el pelo corto y gris en las sienes. Sus oscuros ojos no parecían humanos; demasiado grandes y negros, y no parpadeaban. Llevaba un bastón plateado en una mano; al agitarlo hacia John chisporroteó.
John retrocedió. No tenía miedo de nada. Sólo los niños pequeños tenían miedo… pero, por instinto, su cuerpo se apartó tanto como pudo de aquel instrumento.
Docenas de otros hombres despertaron al resto de los niños. Setenta y cuatro niños y niñas gritaron y salieron del camastro de un salto.
—Soy el sargento Méndez —gritó el hombre uniformado que se encontraba junto a John—. El resto de estos hombres son sus instructores. En todo momento harán exactamente lo que les digan.
Méndez señaló hacia el otro extremo de la barraca hecha de bloques de hormigón.
—Las duchas están a popa. Se ducharán todos y luego regresarán aquí para vestirse. —Abrió el baúl que había a los pies del camastro de John, y sacó las dos piezas de un chándal gris.
John se inclinó hacia él y vio su nombre estampado en el pecho: JOHN-117.
—Nada de gandulear. ¡De prisa! —Méndez tocó a John entre los omóplatos con el bastón.
Un relámpago recorrió el pecho del niño. Cayó sobre el camastro y quedó boqueando, esforzándose por respirar.
—¡Va en serio! ¡Vamos, vamos, vamos!
John se puso en marcha. No podía inhalar, pero de todos modos salió corriendo, aferrándose el pecho. Al llegar a las duchas, logró inspirar entrecortadamente. Los demás críos parecían asustados y desorientados. Todos se quitaron el camisón y subieron a la cinta transportadora, donde se ducharon con agua templada jabonosa y se enjuagaron con gélida agua pulverizada.
Volvió corriendo a su camastro, se puso ropa interior, calcetines gruesos, el chándal y un par de botas de combate que se ajustaban perfectamente a sus pies.
—Fuera, cadetes —anunció Méndez—. ¡A paso ligero… marchen!
John y los demás salieron en estampida de la barraca a una franja de hierba.
El sol no había salido aún, y el borde del cielo era de color añil. La hierba estaba mojada de rocío. Había docenas de hileras de barracas, pero no se veía a nadie más levantado en el exterior. Un par de naves a reacción pasaron rugiendo por lo alto y ascendieron en arco hacia el cielo. A lo lejos, John oyó un restallido metálico.
—Van a formar cinco hileras de igual largo —bramó el sargento Méndez—, con quince cadetes en cada una. —Esperó unos cuantos segundos mientras los niños iban de un lado a otro—. Enderecen esas filas. ¿Sabe contar hasta quince, cadete? Retroceda tres pasos.
John se situó en la segunda fila.
Al respirar el aire frío, comenzó a despertar. Y a recordar. Se lo habían llevado en mitad de la noche. Le habían inyectado algo y había dormido durante mucho tiempo. Luego, la mujer que le había dado la moneda le había dicho que no podía regresar. Que no volvería a ver ni a su madre ni a su padre…
—¡Salten así! —gritó Méndez, que saltó para caer con las piernas abiertas a la vez que levantaba los brazos y los unía por encima de la cabeza, y con el segundo salto volvió a la posición original—. Cuenten hasta cien. Preparados… ya. —El suboficial comenzó el ejercicio y John lo imitó.
Uno de los niños se negó… durante una fracción de segundo. Al instante, tuvo encima a un instructor. El bastón salió disparado hacia el estómago del niño, que se dobló por la mitad.
—Siga el programa, recluta —le gruñó el entrenador. El niño se enderezó y comenzó a saltar.
John nunca había dado tantos saltos de ese tipo en toda su vida. Le quemaban los brazos, el estómago y las piernas. Por la espalda le corría el sudor.
—Noventa y ocho… noventa y nueve… cien. —Méndez hizo una pausa e inspiró profundamente—. ¡Abdominales! —Se dejó caer en la hierba—. Cuenten hasta cien. Nada de vaguear.
John se dejó caer al suelo.
—El primer tripulante que lo deje —dijo Méndez—, tendrá que correr dos veces alrededor del complejo… y luego volver aquí y hacer doscientos abdominales. Preparados… ¡Contad! Uno… dos… tres…
Siguieron sentadillas y flexiones de piernas.
John vomitó, pero no por eso le concedieron respiro alguno. Pasados unos segundos, ya tenía encima a un entrenador. John rodó sobre sí y siguió.
—Levantamiento de piernas —continuó Méndez, como si fuera una máquina. Como si todos ellos fueran máquinas.
John no podía seguir… pero sabía que si se detenía volvería a recibir una descarga de bastón. Lo intentó; tenía que moverse. Las piernas le temblaban y respondían con gran lentitud.
—Descanso —gritó Méndez, por fin—. Entrenadores, traigan el agua.
Los entrenadores llevaron carros cargados de botellas de agua. John cogió una y la vació a grandes tragos. Estaba tibia y era ligeramente salada. No le importó. Era la mejor agua que había bebido jamás.
Se dejó caer de espaldas sobre la hierba, jadeante.
Ahora el sol estaba alto. Calentaba. Rodó para ponerse de rodillas y dejó que el sudor goteara de su cuerpo como una lluvia abundante.
Se levantó lentamente y miró a los otros niños. Estaban acuclillados en el suelo, sujetándose los costados, y ninguno hablaba. Tenían la ropa empapada de sudor. Allí, John no reconoció a nadie de su colegio.
Así que estaba solo entre desconocidos. Se preguntó dónde estaba su madre, y qué…
—Un buen comienzo, cadetes —les dijo Méndez—. Ahora vamos a correr. ¡En pie!
Los entrenadores blandieron los bastones para hacer mover a los niños. Corrieron por un sendero de grava que atravesaba el complejo y pasaba ante otras barracas. La carrera parecía eterna: corrieron a lo largo de un río, cruzaron un puente, luego por el borde de una pista donde los aviones a reacción despegaban. Una vez pasada la pista, Méndez los llevó por un zigzagueante sendero de piedra.
John quería pensar en lo que había sucedido, cómo había llegado allí y qué iba a suceder a continuación… pero no podía pensar con claridad. Lo único que podía sentir era la sangre latiéndole dentro, el dolor de los músculos y el hambre.
Entraron corriendo en un patio de piedras lisas. En un asta que había en el centro ondeaba la bandera de la UNSC, un campo azul con estrellas y la Tierra en una esquina. Al otro lado del patio había un edificio con una cúpula adornada con conchas y columnas blancas, donde una docena de amplios escalones conducían hasta la puerta. En el arco que había sobre la entrada, estaban grabadas las palabras «ACADEMIA DE OFICIALES DE LA ARMADA».
De pie en los escalones había una mujer que los llamó por señas. Llevaba una sábana blanca envuelta en torno al cuerpo.
A John le pareció vieja, y sin embargo joven al mismo tiempo. Luego vio las motas de luz que giraban en torno a su cabeza y supo que era una IA. Las había visto en vídeos. No era sólida, pero a pesar de ello era real.
—Excelente trabajo, sargento Méndez —dijo con una voz resonante y sedosa, antes de volverse a mirar a los niños—. Bienvenidos. Mi nombre es Déjà y seré su profesora. Por favor, entren. La clase está a punto de comenzar.
John gimió en voz alta. También otros refunfuñaron.
Ella dio media vuelta y echó a andar hacia el interior.
—Por supuesto —comentó—, si prefieren saltarse las clases, pueden continuar con su entrenamiento matinal.
John subió los escalones a paso ligero.
El interior era fresco. Había preparada una bandeja con galletas saladas y un cartón de leche para cada uno. John mordisqueó las galletas secas y rancias, y bebió la leche a grandes tragos.
Estaba tan cansado que tenía ganas de apoyar la cabeza sobre el escritorio y echar un sueñecito… hasta que Déjà comenzó a hablarles sobre una batalla, y de cómo trescientos soldados habían luchado contra miles de infantes persas.
En la clase apareció una campiña holográfica. Los niños caminaron en torno a las montañas y colinas en miniatura, y dejaron que la orilla de un mar ilusorio les lamiera los pies. Soldados del tamaño de juguetes marchaban hacia lo que Déjà explicó que era el Paso de las Termopilas, una estrecha franja de tierra que corría entre unas abruptas montañas y el mar. Miles de soldados marchaban hacia los trescientos que guardaban el paso. Los soldados lucharon, las lanzas y los escudos se partieron, las espadas destellaron y derramaron sangre.
John no podía apartar los ojos del espectáculo.
Déjà explicó que los trescientos eran Spartans y que eran los mejores soldados que habían existido jamás. Los habían entrenado para luchar desde la infancia. Nadie podía vencerlos.
John observaba, fascinado, mientras los Spartans holográficos masacraban a los lanceros persas.
Se había comido las galletas saladas pero continuaba con hambre, así que cogió las de la niña que tenía al lado cuando ella no miraba, las masticó y se las tragó mientras continuaba la batalla. El estómago siguió refunfuñándole y gruñéndole.
¿Cuándo llegaría el almuerzo? ¿O era ya la hora de cenar?
Los persas abandonaron el combate y huyeron, y los Spartans quedaron como vencedores, en el campo.
Los niños los aclamaron. Querían verlo otra vez.
—Eso es todo por hoy —dijo Déjà—. Continuaremos mañana, y les mostraré unos lobos. Ha llegado la hora de que salgan al patio de recreo.
—¿Recreo? —dijo John. Eso era perfecto. Por fin podría sentarse en un columpio, relajarse y pensar durante un momento.
Salió corriendo, al igual que los otros cadetes.
El sargento Méndez y los entrenadores los esperaban fuera del aula.
—Hora de ir al patio de recreo —dijo Méndez, y les hizo gestos a los niños para que se acercaran—. Es una corta carrera. En formación.
La «corta carrera» se convirtió en tres kilómetros. Y el patio de recreo no se parecía a nada que John hubiese visto. Tenía un bosque de postes de madera de veinte metros. Redes para carga hechas de cuerda y puentes tendidos entre los postes; se mecían, se cruzaban y entrecruzaban unos con otros como un laberinto suspendido en el aire. Había postes para descender deslizándose por ellos, y cuerdas con nudos para trepar. Había columpios y plataformas suspendidas. Había cuerdas que pasaban por dentro de poleas e iban atadas a cestas que parecían lo bastante sólidas como para elevar a una persona.
—Cadetes —dijo Méndez—, formen tres filas.
Los instructores avanzaron para dirigirlos, pero John y los otros formaron las tres filas sin hacer comentarios ni aspavientos.
—La primera persona de cada fila será del equipo número uno —dijo Méndez—. La segunda persona de cada fila será del equipo número dos… y así sucesivamente. Si no lo han entendido, díganlo ahora.
Nadie dijo nada.
John miró a su derecha. Un niño de pelo color arena, ojos verdes y piel muy bronceada le dedicó una cansada sonrisa. Impreso en lo alto de la sudadera tenía su nombre: SAMUEL-034.
En la fila más allá de Samuel había una niña. Era más alta que John, flacucha, con una larga melena azul. KELLY-087. No pareció muy contenta de verlo.
—El juego de hoy —explicó Méndez—, se llama «Toca la campana». —Señaló el poste más alto del terreno de juego, que superaba a los otros por diez metros adicionales, y tenía al lado un poste de deslizamiento hecha de acero. En la parte superior de ese poste había una campana de latón.
—Hay muchas maneras de llegar hasta la campana —les explicó—. Dejaré que cada equipo encuentre su propio camino. Cuando todos los miembros de un equipo la hayan tocado, tendrán que bajar al suelo a toda velocidad, correr de vuelta aquí y atravesar esta línea de llegada.
Méndez trazó una línea recta en la arena con el bastón.
John levantó una mano.
Méndez lo miró ferozmente durante un momento con aquellos ojos negros que no parpadeaban.
—¿Alguna pregunta, cadete?
—¿Qué ganaremos?
Méndez alzó una ceja y estudió a John.
—Ganarán la cena, número 117. Esta noche, la cena es pavo asado, salsa de carne y puré de patatas, mazorca de maíz, tortas de chocolate y nueces, y helado.
Entre los niños se propagó un murmullo de aprobación.
—Pero —añadió Méndez—, para que haya ganadores, tiene que haber un perdedor. El equipo que sea el último en acabar, se queda sin cena.
Los niños guardaron silencio… y luego se miraron entre sí con desconfianza.
—Prepárense —dijo Méndez.
—Soy Sam —les susurró el niño a John y la niña integrante del equipo.
—Yo soy Kelly —dijo ella.
John se limitó a mirarlos sin decir nada. La niña lo retrasaría. Lástima. Tenía hambre y no estaba dispuesto a permitir que lo hicieran perder.
—¡Ya! —gritó Méndez.
John se abrió paso entre la multitud de niños y trepó por una red de carga hasta una plataforma. Atravesó el puente a la carrera y saltó a la plataforma siguiente justo a tiempo. El puente volcó y envió a otros cinco al agua que había debajo.
Se detuvo ante la cuerda a la que había atada una gran cesta. Ascendía para pasar por una polea y volvía a bajar. No creía ser lo bastante fuerte como para izarse a sí mismo, así que cogió una cuerda con nudos y trepó por ella. La cuerda se mecía violentamente en torno al poste central. John miró hacia abajo y estuvo a punto de perder la presa. Desde arriba, la distancia parecía el doble que desde el suelo. Vio a todos los demás, algunos trepando, otros chapoteando en el agua, levantándose y comenzando otra vez el ascenso. Ninguno estaba tan cerca de la campana como él.
Se tragó el miedo y continuó trepando. Pensó en el helado y las tortas de chocolate, y en que iba a ganar.
John llegó a lo más alto, cogió la campana y la hizo sonar tres veces. Luego se sujetó al poste de acero y se deslizó hasta el suelo, donde cayó sobre una pila de cojines.
Se levantó y, sonriente, corrió hacia el sargento. Atravesó la línea de meta y lanzó un grito victorioso.
—Soy el primero —dijo, jadeando.
Méndez asintió e hizo una marca en la hoja que llevaba en el portapapeles.
John observó cómo los otros llegaban hasta la campana, la hacían sonar y corrían de vuelta hacia la línea de meta. Kelly y Sam tuvieron problemas. Quedaron atascados en la cola que se formó en el último tramo del recorrido hacia la campana.
Finalmente la hicieron sonar y se deslizaron hasta el suelo… pero atravesaron la meta en último lugar, tras lo cual le lanzaron a John una mirada colérica.
—Buen trabajo, cadetes —dijo Méndez, y les dedicó a todos una amplia sonrisa—. Volvamos a las barracas a papear.
Los niños, cubiertos de barro y apoyados los unos en los otros, lanzaron aclamaciones.
—… todos menos el equipo tres —dijo Méndez, que miró a Sam, Kelly y John.
—Pero si yo he ganado —protestó John—. He sido el primero.
—Sí, usted ha sido el primero —le explicó Méndez—, pero su equipo ha sido el último en llegar. —Luego habló para todos los niños—. Recuerden esto: no ganan a menos que gane su equipo. Si una persona gana a expensas del grupo, significa que ha perdido.
John permaneció en estado de estupor durante toda la carrera de regreso a las barracas. No era justo. Él había ganado. ¿Cómo se puede ganar, y aun así perder?
Observó cómo los otros se atracaban de pavo cuya carne blanca chorreaba salsa. Se metían en la boca montañas de helado de vainilla, y se marchaban todos del comedor colectivo con pegotes de chocolate en las comisuras de la boca.
John recibió un litro de agua. La bebió, pero no tenía el más ligero sabor, y no aplacó en lo más mínimo el hambre que sentía.
Tenía ganas de llorar, pero estaba demasiado cansado. Se desplomó sobre el camastro, mientras pensaba en diferentes modos de vengarse de Sam y Kelly por causarle problemas… pero no podía pensar. Le dolían todos los huesos y músculos.
Se quedó dormido en cuando su cabeza tocó la plana almohada.
* * *
El día siguiente fue igual: ejercicios y carreras durante toda la mañana, y luego clase hasta la tarde.
Esta vez, Déjà les habló de los lobos. El aula se transformó en un prado holográfico, y los niños observaron cómo siete lobos cazaban un alce. La jauría trabajaba unida para atacar a la gigantesca bestia por dondequiera que no mirara. Resultó fascinante y horripilante observar cómo los lobos derribaban y luego devoraban a un animal que era muchas veces más grande que ellos.
En el aula, John evitó a Sam y Kelly. Robó unas cuantas galletas saladas cuando nadie lo miraba, pero no consiguió calmar el hambre que sentía.
Después de clase, corrieron de vuelta al patio de recreo. Hoy era diferente. Había menos puentes y sistemas de cuerdas y poleas más complicados. El poste de la campana era ahora veinte metros más alto que cualquiera de los otros.
—Los mismos equipos de ayer —anunció Méndez.
Sam y Kelly se acercaron a John. Sam lo empujó.
John se encolerizó; tenía ganas de darle a Sam un puñetazo en la cara, pero estaba demasiado cansado. Necesitaría de todas sus fuerzas para llegar hasta la campana.
—Será mejor que nos ayudes —susurró Sam—, o te empujaré desde una de esas plataformas.
—Y yo saltaré encima de ti —añadió Kelly.
—Vale —susurró John—. Pero intentad no retrasarme.
John examinó el circuito. Era como recorrer un laberinto sobre papel, sólo que éste daba vueltas y más vueltas, saliendo de la página y entrando en ella. Muchos puentes y escalerillas de cuerda llevaban a puntos muertos. Entrecerró los ojos… y al fin halló una ruta posible.
Tocó con un codo a Sam y Kelly, y luego señaló.
—Mirad —dijo—, esa cesta con la cuerda que hay al otro lado. Sube directamente hasta arriba, aunque la subida es larga y habrá que hacer mucha fuerza. —Flexionó los bíceps, sin saber si sería capaz de hacerlo en el estado de debilidad en que se encontraba.
—Podemos lograrlo —dijo Sam.
John miró a los otros equipos, y vio que también buscaban una ruta.
—Tendremos que correr muy rápido hasta la cesta —dijo—. Asegurarnos de que nadie más llegue primero.
—Yo soy muy rápida —dijo Kelly—. Rápida de verdad.
—Cadetes, preparados —gritó Méndez.
—De acuerdo —asintió John—. Tú ve delante y guárdala hasta que lleguemos.
—¡Ya!
Kelly salió disparada. John nunca había visto a nadie que se moviera como ella. Corría como los lobos que habían visto ese día; parecía que sus pies apenas tocaban el suelo.
Cuando llegó hasta la cesta, John y Sam estaban apenas a medio camino.
Un niño llegó antes que ellos.
—Fuera —le ordenó a Kelly—. Voy a subir.
Sam y John llegaron corriendo y lo apartaron de un empujón.
—Espera tu turno —dijo Sam.
John y Sam se reunieron con Kelly dentro de la cesta, y entre los tres se pusieron a tirar de la cuerda para ascender. Había muchísima cuerda. Por cada tres metros que recogían, ascendían sólo uno. Una brisa mecía la cesta y la hacía rebotar contra el poste.
—Más rápido —los instó John.
Tiraron como uno solo, seis manos trabajando al unísono, y el ascenso se aceleró.
No fueron los primeros en llegar, sino los terceros. Pero todos hicieron sonar la campana: Kelly, Sam y John.
Descendieron deslizándose por el poste. Kelly y Sam esperaron a que John llegara al suelo, y luego atravesaron juntos la línea de meta.
El sargento los observó. No dijo nada, pero John creyó ver que una fugacísima sonrisa pasaba por sus labios.
Sam les palmeó la espalda a John y Kelly.
—Eso ha sido un buen trabajo —dijo. Se quedó pensativo durante un momento, y luego añadió—: Podemos ser amigos… quiero decir, si queréis. Si no, no pasa nada.
Kelly se encogió de hombros.
—Claro —replicó.
—Vale —dijo John—. Amigos.