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11.30 HORAS, 17 DE AGOSTO DE 2517 (CALENDARIO MILITAR) / SISTEMA SOILAR ERIDANUS, ERIDANUS II, CIUDAD DE ELYSLUM
El sol proyectaba un resplandor de fuego sobre el patio de recreo de las Instalaciones Educativas de Primaria número 119, de la ciudad de Elyslum. La doctora Halsey y el alférez Keyes se encontraban de pie en la semisombra de un toldo de lona y observaban a los niños que gritaban y se perseguían unos a otros, trepaban por enrejados de acero y hacían rodar pelotas antigravedad por las pistas de repulsión.
El alférez Keyes parecía tremendamente incómodo con ropa de paisano. Vestía un holgado traje gris y camisa blanca, sin corbata. Su repentino desgarbo le resultó encantador a la doctora Halsey.
Cuando se había quejado de que la ropa era demasiado holgada e informe, ella había estado a punto de echarse a reír. Era un militar puro, hasta los tuétanos. Incluso sin uniforme, su porte era rígido, como si estuviera en perpetua posición de firmes.
—Es bonito, esto —comentó la doctora—. Esta colonia no sabe la suerte que tiene. Estilo de vida rural, sin contaminación ni hacinamiento. Clima controlado.
El alférez acusó recibo con un gruñido mientras intentaba alisar las arrugas de su chaqueta.
—Relájese —le dijo ella—. Se supone que somos unos progenitores que venimos a inspeccionar la escuela a la que queremos traer a nuestra hijita. —Lo cogió del brazo y, aunque habría creído imposible una hazaña semejante, él se puso aún más erguido.
Ella suspiró y se apartó de él, abrió el bolso y sacó un ordenador del tamaño de la palma de su mano. Inclinó el ala del sombrero para que protegiera la pantalla de la luz de mediodía, la tocó con un dedo para acceder al archivo que contenía la información acerca del sujeto, y releyó el texto.
El número 117 presentaba todos los marcadores genéticos que ella había señalado en su estudio original: hasta donde la ciencia podía determinar, era el sujeto más perfecto para sus propósitos. Pero la doctora Halsey sabía que se necesitaría algo más que la perfección teórica para que este proyecto funcionara. Las personas eran más que la suma de sus genes. Existían factores medioambientales, mutaciones, éticas aprendidas, y un centenar factores añadidos que podían convertir en inaceptable a este candidato.
La fotografía del archivo mostraba a un típico varón de seis años. Tenía cabello castaño despeinado y una sonrisa traviesa que dejaba ver un espacio vacío entre los incisivos. Unas cuantas pecas salpicaban las mejillas. Bien: podría comparar la forma y distribución de esas pecas para confirmar su identidad.
—Nuestro sujeto. —Cuando ladeó la pantalla hacia el alférez para que pudiera ver al niño, la doctora Halsey reparó en que la fotografía era de hacía cuatro meses. ¿Acaso la ONI no se daba cuenta de a qué velocidad cambiaban los niños? Chapuceros. Tomó nota de solicitar que le enviaran regularmente fotografías actualizadas hasta que comenzara la fase tres.
—¿Es ese de ahí? —susurró el alférez.
La doctora Halsey alzó la mirada.
El alférez movió la cabeza hacia un montículo herboso que estaba situado al otro lado del patio de recreo. La cima de la elevación era de tierra pelada, despojada de toda vegetación. Una docena de niños se empujaban unos a otros, se agarraban, se abrazaban, rodaban cuesta abajo, y luego se levantaban para correr ladera arriba y reiniciar el proceso.
—El rey de la colina —observó la doctora Halsey.
En lo alto había un niño de pie. Bloqueaba, empujaba y rechazaba con fuerza a todos los otros.
La doctora Halsey dirigió el ordenador hacia él y grabó este incidente para posterior estudio. Accionó el zoom para obtener una imagen más detallada del sujeto. El crío sonrió y dejó ver el mismo espacio vacío entre los incisivos. Congeló un fotograma y comparó las pecas con la de la imagen que tenía en archivo.
—Ése es nuestro chico.
Sacaba una cabeza a los otros niños y —si su actuación en el juego era indicadora de algo— también era más fuerte que ellos. Otro niño lo agarró por detrás rodeándole la cabeza con un brazo. El número 117 se lo quitó de encima y, con una carcajada, lo arrojó cuesta abajo como si fuera un juguete.
La doctora Halsey había esperado un espécimen de proporciones físicas perfectas e intelecto pasmoso. Ciertamente, el sujeto era fuerte y rápido, pero era también cruel y rudo.
De todos modos, en estos estudios de campo había que evitar las percepciones subjetivas. ¿Qué se esperaba, en realidad? Era un niño de seis años, lleno de vida y emociones no reprimidas, y tan predecible como el viento.
Tres chicos lo atacaron a la vez. Dos lo pillaron por las piernas y el tercero le rodeó el pecho con los brazos. Todos cayeron rodando por la ladera. El número 117 pateó, dio puñetazos y mordió a sus atacantes hasta que lo soltaron y salieron corriendo para situarse a prudente distancia de él. El niño se levantó y corrió de vuelta hacia la cima, derribando a otro niño mientras gritaba que él era el rey.
—Parece —comenzó el alférez—, eh… muy animado.
—Sí —asintió la doctora Halsey—. Tal vez podremos utilizarlo.
Miró arriba y debajo de la zona de recreo. El único adulto presente estaba ayudando a levantarse a una niña que se había caído y raspado un codo; a continuación la acompañó hacia la enfermería.
—Quédese aquí y obsérveme, alférez —dijo la doctora, y le entregó el ordenador a Keyes—. Voy a echar un vistazo desde más cerca.
El alférez comenzó a decir algo, pero la doctora Halsey echó a andar y atravesó a media carrera las líneas de los cuadrados de una rayuela que había pintada en el suelo. Una brisa le agitó el vestido sin espalda y sin hombros, y ella tuvo que sujetarse el ruedo con una mano, mientras con la otra cogía el ala del sombrero de paja. Ralentizó para continuar a paso ligero, y se detuvo a cuatro metros de la base del montículo.
Los niños dejaron de jugar y se volvieron a mirarla.
—Tienes problemas —dijo un niño, y empujó al número 117.
Éste le devolvió el empujón y miró a la doctora Halsey directamente a los ojos. Los demás apartaban la mirada; algunos sonrieron con incomodidad, y unos pocos retrocedieron.
Su sujeto, sin embargo, permaneció donde estaba, desafiante. O bien estaba seguro de que ella no iba a castigarlo, o simplemente no le tenía miedo. Vio que el niño tenía una contusión en una mejilla, las rodilleras del pantalón rotas y un labio rajado.
La doctora Halsey se acercó tres pasos. Varios de los niños retrocedieron involuntariamente el mismo número de pasos.
—¿Puedo hablar contigo, por favor? —preguntó, sin dejar de mirar al sujeto.
Él rompió por fin el contacto ocular, se encogió de hombros y bajó pesadamente por la cuesta. Los otros niños soltaron risillas y chasquearon la lengua con desaprobación; uno le tiró un guijarro. El número 117 no les hizo el menor caso.
La doctora Halsey lo condujo hasta el borde de la cercana zona de arena, y se detuvo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Soy John —dijo el niño, que le tendió la mano.
La doctora Halsey no había esperado contacto físico. El padre del sujeto tenía que haberle enseñado el ritual, o bien él era un gran imitador.
Le estrechó la mano y la sorprendió la fuerza de la minúscula manita.
—Es un placer conocerte. —Se arrodilló para quedar al nivel de él—. Quería preguntarte qué estás haciendo.
—Ganando —replicó él.
La doctora Halsey sonrió. No le tenía miedo… y ella dudaba de que el niño llegara a tener algún problema para empujarla cuesta abajo.
—Te gustan los juegos —dijo—. También a mí.
Él suspiró.
—Sí, pero la semana pasada me hicieron jugar al ajedrez. Se hizo aburrido. Es demasiado fácil ganar. —Inspiró y exhaló con rapidez—. O… ¿podemos jugar a pelota antigravedad? Ya no me dejan jugar a pelota antigravedad, pero tal vez si usted les dice que no pasa nada…
—Tengo un juego diferente que quiero que pruebes —le dijo ella—. Mira. —Metió una mano dentro del bolso y sacó un disco de metal. Cuando lo hizo girar destelló al sol—. Hace mucho tiempo, cuando la Tierra era el único planeta en el que vivíamos, la gente usaba monedas como ésta como dinero.
Los ojos del niño se clavaron en el objeto, y tendió una mano para cogerlo.
La doctora Halsey apartó la moneda y continuó haciéndola girar entre los dedos índice y pulgar.
—Cada lado es diferente. ¿Lo ves? Uno tiene la cara de un hombre de pelo largo. El otro lado tiene un pájaro llamado águila, que sujeta…
—Flechas —dijo John.
—Sí. Bien. —Debía tener una vista excepcional para captar un detalle tan pequeño a esa distancia—. Usaremos esta moneda en nuestro juego. Si ganas, puedes quedártela.
John apartó los ojos de la moneda, volvió a mirarla a ella y entrecerró los ojos.
—De acuerdo —dijo—. Pero yo siempre gano. Por eso ya no me dejan jugar a pelota antigravedad.
—Estoy segura de que ganas siempre.
—¿Qué juego es?
—Uno muy simple. Yo lanzo la moneda así. —Flexionó la muñeca e impulsó la moneda hacia arriba con el dedo pulgar; la moneda describió un arco, girando en el aire, y cayó sobre la arena—. Pero la próxima vez, antes de que caiga quiero que me digas qué cara quedará hacia arriba, la que tiene la cabeza del hombre, o la que tiene el águila que sujeta las flechas.
—Entendido. —John se tensó, flexionó las rodillas, y entonces sus ojos parecieron desenfocarlas a ella y la moneda.
La doctora Halsey recogió el cuarto de dólar.
—¿Preparado?
John asintió con un leve gesto de la cabeza.
Ella lanzó la moneda al aire y se aseguró de que girara muchas veces.
Los ojos de John la observaron con aquella extraña mirada distante, la siguieron mientras ascendía y luego bajaba hacia el suelo… y una de sus manos salió disparada y la atrapó en el aire.
La sostuvo en alto, con la mano cerrada.
—¡Águila! —gritó.
Ella le cogió la mano con prudencia y le abrió el diminuto puño.
La moneda descansaba sobre la palma: el águila brillaba bajo el sol.
¿Era posible que viera qué cara estaba hacia arriba cuando la atrapó…? O, más improbable, ¿habría podido escoger la cara que quería? Esperaba que el alférez lo hubiera grabado. Debería haberle dicho que mantuviera el ordenador dirigido hacia ella.
John retiró la mano.
—Me la puedo quedar, ¿verdad? Es lo que ha dicho.
—Sí, puedes quedártela, John. —Le sonrió… y borró la sonrisa de sus labios.
No debería haberlo llamado por su nombre. Eso era una mala señal. No podía permitirse el lujo de que le gustaran los sujetos de la prueba. Se apartó mentalmente de sus sentimientos. Debía mantener una distancia profesional. Tenía que hacerlo… porque dentro de pocos meses el número 117 podría no estar vivo.
—¿Podemos volver a jugar?
La doctora Halsey se irguió y retrocedió un paso.
—Me temo que era la única que tenía. Ahora debo marcharme —le dijo—. Vuelve a jugar con tus amigos.
—Gracias. —Se alejó corriendo, mientras les gritaba a los demás niños—: ¡Mirad!
La doctora Halsey echó a andar hacia el alférez. El sol que se reflejaba en el asfalto era demasiado caliente, y de repente no tuvo ganas de estar en el exterior. Quería hallarse de vuelta en la nave, donde había frescor y oscuridad. Quería marcharse de aquel planeta.
—Dígame que ha grabado eso —le dijo al alférez cuando se metió bajo el toldo de lona.
Él le entregó el ordenador y la miró con aire perplejo.
—¿De qué iba todo eso?
La doctora Halsey comprobó la grabación, y luego le envió una copia a Toran, la IA de la Han, para que la guardara como copia de seguridad.
—Les hacemos pruebas a estos sujetos para buscar ciertos marcadores genéticos —dijo—. Fuerza, agilidad, incluso predisposición agresiva e intelecto. Pero no podríamos hacer pruebas remotas para todo. No hacemos pruebas de suerte.
—¿Suerte? —preguntó el alférez Keyes—. ¿Cree usted en la suerte, doctora?
—Por supuesto que no —replicó ella, que agitó despectivamente una mano—. Pero tenemos ciento cincuenta sujetos de estudio que debemos considerar, aunque instalaciones y financiación para sólo la mitad de ese número. Es una simple eliminación matemática, alférez. Ese niño ha sido uno de los afortunados… o bien es extraordinariamente rápido. Como sea, queda incluido en el estudio.
Miró por última vez al número 117, a John. Estaba divirtiéndose tanto, corriendo y riendo… Por un momento, le envidió al niño su inocencia; la de ella había muerto hacía mucho. Vida o muerte, suerte o infortunio, en cualquiera de los casos estaba condenando al niño a una enorme cantidad de dolor y sufrimiento.
Pero había que hacerlo.