El dilema de ser o valer

Sería mucha pretensión imaginarse que al tratar de definir la Hispanidad nos estemos aventurando «por mares nunca de antes navegados». El tema de la patria, de la nación o de la «ciudad» es tan antiguo como la cultura. El intento de definirlo, sin embargo, tropieza con dificultades que aún no han sido vencidas. Aquí los mapas nos sirven de poco. Hasta hace pocos años figuraba en ellos Polonia como parte de Rusia, Alemania y Austria, lo que no la impedía seguir siendo Polonia. La India es una de las colonias de Inglaterra, lo que no quita para que ningún inglés admita a un indio entre sus compatriotas. Y la Hispanidad aparece dividida en veinte Estados, lo que no logra destruir lo que hay en ellos de común y constituye lo que pudiera denominarse la hispanidad de la Hispanidad. Si este espíritu de las naciones o de los grupos nacionales fuera tan visible y evidente como el Ministerio de la Gobernación o la Dirección de Seguridad, no habría problema. Pero algo eludible y fugitivo debe de haber en su constitución cuando tantos españoles e hispanoamericanos de aguda inteligencia pueden vivir como si no existiera. Esa mariposa volandera es lo que quisiéramos apresar entre los dedos, para mirarla con detenimiento.

Éste es un tema de tal naturaleza, que en cuanto se nos quiere simplificar se nos escapa. Cuando un joven francés de talento, como M. Daniel Rops, nos dice en su libro último Les années tournantes, que: «La patria no es un Moloch… Es un ser de carne y de sangre, de nuestra carne y nuestra sangre», no se sabe si M. Rops ha meditado bien las consecuencias de su aserto, porque si la Patria es un ser de carne y sangre, como sólo metafóricamente se puede hablar de la carne y la sangre de Francia, mientras que la carne y la sangre de los franceses son de una realidad indiscutible, resultará que Francia no es más que un nombre y que no hay más realidad que la de los franceses, con lo que se suprime la cuestión, que consiste precisamente en esclarecer en qué consiste la esencia de las naciones, la esencia de Francia. De las palabras de M. Rops se deduciría que no existe y que el patriotismo de los franceses no les obliga más que a ayudarse unos a otros, lo que es insuficiente, porque esta ayuda mutua puede ser muy cómoda para los que la reciben, pero muy incómoda para los que la dan, lo que hará probablemente preguntarse a éstos por la razón de que se hayan de sacrificar por sus hermanos, y a esta pregunta ya no hay respuesta, porque la razón de los deberes de solidaridad de los compatriotas ha de buscarse en la autoridad superior de la Patria, de la misma manera que las obligaciones de hermandad de los hombres dependen de la paternidad de Dios.

Esta autoridad superior de la Patria sobre los individuos es lo mismo que quiso expresar nuestro Cánovas con su magnífica sentencia: «Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre». Sólo que estas palabras no se deben entender literalmente, sino en su sentido polémico. Lo que quería decir Cánovas es que se debe estar con la Patria, porque de hecho su discurso se dirigía también a algunas gentes que no estaban conformes con su política ni con su sentido de la Patria. Quizás penetrara mejor en el espíritu de las naciones Mauricio Barrés al definirlas como «la tierra y los muertos», aunque tampoco se le ha de entender al pie de la letra, porque en ese caso describirían sus palabras más la esencia de un cementerio que la de una nación. Los muertos de Barrés no son los cadáveres, sino las obras, las hazañas, los ideales de las generaciones pasadas, en cuanto marcan orientaciones y valores para la presente y las que han de sucederla.

Pero lo mismo estos conceptos que el de D. Antonio Maura, cuando decía que «la Patria no se elige», envolvían cierta confusión entre la región de los valores y la de los seres, que conviene desvanecer de una vez para siempre, precisamente para que no se frustren los propósitos patriotas que animaban a tan excelsas personalidades, ya que lo mismo Cánovas que Maura que Barrés concibieron su patriotismo en disputa con los antipatriotas o los tibios, que no querían se sacrificaran intereses particulares en aras de una patria demasiado exigente. Así también se escriben estas páginas pensando en los muchísimos españoles e hispano-americanos de talento que han perdido el sentido de las tradiciones hispánicas, pero de ningún modo hemos de decirles, como Cánovas, Maura o Barrés, que tienen que estar de todos modos con la tierra y los muertos, sea su voluntad la que fuere, y que éste es un hecho que está por encima del albedrío individual, aunque haya en este argumento su parte de verdad, porque es evidente, de otra parte, que el hecho de que aquellas gentes talentudas se coloquen frente a las tradiciones de su madre Patria o continúen ignorándolas, es por sí mismo prueba plena de que se pierde el tiempo diciéndoles que tienen que estar donde no están, como lo perdería el que dijese a ciegos, cojos o sordos que los hombres no pueden ser ciegos, ni cojos, ni sordos, y lo único que probaría es que estaba confundiendo el ideal con la realidad. Ahora bien: mentes esclarecidas no caerían en esta confusión si no fuera porque se trata de una materia en la que se entrelazan íntimamente el mundo del ser y el de los valores. Por eso es posible que un espíritu tan fino como el de M. Charles Maurras, en su Diccionario Político y Crítico, siga a nuestro Cánovas al considerar la Patria como un ser de la misma naturaleza que nuestro padre y nuestra madre. He aquí sus palabras:

Es verdad; hace falta que la Patria se conduzca justamente. Pero no es el problema de su conducta, de su movimiento, de su acción el que se plantea cuando se trata de considerar o de practicar el patriotismo, sino la cuestión de su ser mismo, el problema de su vida o de su muerte. Para ser justa (o injusta) es preciso primero que sea. Es sofístico introducir el caso de la justicia, de la injusticia o de cualquier otro atributo de la Patria en el capítulo que trata solamente de su ser. Hay que agradecer y honrar al padre y a la madre, independientemente de su título personal a nuestra simpatía. Hay que respetar y honrar a la Patria, porque es ella, y nosotros somos nosotros, independientemente de las satisfacciones que pueda ofrecer a nuestro espíritu de justicia o a nuestro amor de gloria. Nuestro padre puede ir a presidio; hay que honrarle. Nuestra patria puede cometer grandes faltas; hay que empezar por defenderla, para que esté segura y libre. La justicia no perderá nada con ello, porque la primera condición de una patria justa, como de toda patria, es la de existir, y la segunda, la de poseer la independencia de movimiento y la libertad de acción, sin las cuales la justicia no es más que un sueño.

Con los sentimientos que inspira a M. Maurras podemos simpatizar de todo corazón, sin asentir a sus palabras, ni mucho menos compartir sus conceptos. Francia es un país central, que ha estado en todo tiempo rodeado de pueblos poderosos, a veces rivales y enemigos suyos. Los franceses han tenido que vivir desde hace bastantes siglos en constante centinela. Para resistir el ímpetu de estos vecinos han necesitados unirse íntimamente. Y por ese puede decir M. Maurras, en otra cláusula de su artículo, que: «El amor de la Patria pone de acuerdo a los franceses: católicos, librepensadores o protestantes; monárquicos o republicanos. La Patria es lo que une, por encima de todo lo que divide». Pero hasta en Francia hace falta predicar constantemente el patriotismo, y por eso pide M. Maurras que se conjure al Estado «a enseñar la Patria, la Patria real, concreta, el suelo sagrado en donde duermen los huesos de los padres y la semilla de los nietos, los siglos encadenados de la historia de Francia y las perspectivas de nuestra civilización venidera»; y añade que «la enseñanza de la Patria es la enseñanza y la defensa del nombre, de la sangre, del honor y del territorio francés». También tiene Francia sus antipatriotas. Contra ellos se yergue vigoroso, legítimo, inexpugnable, el ideal nacionalista.

Para defender la patria francesa contra sus enemigos externos e internos, M. Maurras cree conveniente alzar la categoría suprema de su pensamiento, que probablemente, en su filosofía positivista, es la de la realidad, la de la sustancia tangible y ponderable. Por eso dice que antes de la justicia o de la injusticia está el ser, lo que en los términos de nuestro modo de pensar equivale a afirmar la primacía o superioridad del ser sobre el valer. Ahora bien: al decir que la Patria es un ser positivo, que ha de defenderse a toda costa, M. Maurras está diciendo algo que coincide con el pensar común de los hombres, sobre todo en países como Francia, que han sufrido diversas invasiones en estas generaciones y donde la defensa nacional constituye una de las mayores preocupaciones de los hombres públicos y buen número de ciudadanos. Todo parece comprobar la idea de que la Patria es un ser: ahí están el territorio, la población, con sus características corpóreas, el lenguaje propio, los recuerdos personales de la última guerra, las memoria verbales y escritas de las guerras anteriores. De otra parte, esta filosofía, que hace preceder el ser a los valores, se acopla sin esfuerzo al sentir ordinario que supone que también en los hombres es anterior el ser a las obras de mérito o desmérito de que se hagan responsables en su vida. Este modo corriente de pensar halla su confirmación en las teorías evolucionistas, que hacen creer en la existencia de hombres y acaso de sociedades humanas anteriores a toda cultura, a toda obra del espíritu. Innecesario añadir que en la actualidad hay muchos millones de hombres que son evolucionistas, y aun darvinianos, sin tener una idea precisa de lo que se significa con esas palabras. Se trata de ideas que están en el aire, como la interpretación marxista o económica de la historia, lo que no quiere decir que sean verdaderas.

Porque también hay otra filosofía que supone que el espíritu es anterior a todo, y que en la ontología de la nación o de la Patria, el valor es anterior al ser. En Francia, por ejemplo, es también posible suponer que nació la patria francesa el día en que Clodoveo, rey de los francos, hizo de París su capital y adoptó la religión cristiana, porque entonces se efectuó la infusión de la ley sálica sobre sucesión de tierras en el derecho romano y el canónico, la del espíritu militar germánico en la civilización latina, la de un acento nórdico en una lengua romana y la de la religión católica en el espíritu racista y aristocrático de los pueblos septentrionales. Antes de Clodoveo no veo en el país vecino sino tierras y razas, elementos que contribuyen a formar la patria francesa, pero que no son todavía Francia. Francia surge con la amalgama físico-espiritual, que hace el rey Clodoveo, de elementos nórdicos, meridionales y universales, amalgama que tiene que ser de gran valor humano, porque su armonía y resistencia se han probado en el curso de mil cuatrocientos años de historia, al cabo de los cuales sigue siendo Francia la misma esencialmente, y aún parece dispuesta a resistir otros catorce siglos el oleaje del tiempo.

Al decir esto no se pretende resolver desde luego el problema de si el ser de las naciones es anterior a su valor o si es su valor, por el contrario, lo que crea y conserva su existencia. Lo que se afirma es que hay en ello una cuestión genérica, es decir, relativa a todas las naciones, que ha de esclarecerse antes que la específica de la Hispanidad. Y para precisarla mejor se ha de empezar por dejar establecido que en todas las naciones el patriotismo es complejo y se refiere al mismo tiempo al territorio, a la raza y a los valores culturales, tales como las letras y las artes, las tradiciones, las hazañas históricas, la religión, las costumbres, etc. El patriotismo del hombre normal se dirige al complejo de todo ello: territorio, raza y valores culturales. Ama el territorio natal porque es el que le ha nutrido, y su propio cuerpo viene a ser un pedazo de la tierra nativa. Quiere a las gentes de su raza porque son también pedazos de su tierra y se le parecen más que las de otros países, por lo cual las entiende mejor. Aprecia más que otros los valores culturales patrios porque su alma se ha criado en ellos y los encuentra más compenetrados con su tierra, su gente y el alma de su gente que los de otras naciones. Pero en este afecto hacia la territorio, la raza y los valores hay sus más y sus menos. Los pueblos quieren más el territorio y la raza; las gentes cultivadas, los valores. Entre los pueblos, el patriotismo de los nórdicos —ingleses, alemanes, escandinavos— es más racial que territorial; el de los latinos, más territorial. Entre los mismos españoles, el sentimiento de los catalanistas es más territorial que racial, mientras que el de los bizcaitarras, más racial que territorial. El hombre medio considera como su Patria el complejo de territorio, raza y valores culturales a los que pertenece, y no se pone a discurrir que lo constituyen elementos heterogéneos, de los cuales unos son «ónticos»: el territorio y la raza, mientras que los culturales son espirituales o valorativos. Pero de esta heterogeneidad surge el problema.

El pensador —y a veces también el político, el escritor y todo el que intente ejercitar alguna influencia sobre sus compatriotas— tiene que preguntarse si en este complejo de la patria es lo primero y más fundamental el territorio, la raza o los valores culturales. ¿Cómo vamos a poner en tela de juicio el ser del Quijote o el de la batalla del Salado? No se trata de eso, sino de comprenderlos, para fijar su orden genético, para lo cual hay que dilucidar si el ser de la Patria, mezcla de elementos ónticos o de los valorativos, surge de sus elementos ónticos o de los valorativos. La consecuencia práctica de adoptar una u otra solución será de inmensa trascendencia, como hemos de ver más adelante. Se trata de uno de los máximos dilemas que pueden presentársenos en la bifurcación de los caminos: el de la primacía del valor o la del ser. En último término, hay que elegir entre pensar que en el principio era el Verbo, como dice San Juan, y que «el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas», como describe el Génesis, o suponer que nuestro verbo y conciencia y presunciones morales emergen inexplicablemente de la «tierra desnuda y vacía y de las tinieblas sobre el haz del abismo»… Pero la cuestión de la Patria no es tan complicada y será resuelta sin gran dificultad.

La Patria es espíritu

Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo tanto, espíritu. Si fuera un ser del que nosotros formáramos parte, no podríamos discutirla, como no discutimos sus elementos ónticos. Cada uno ha nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos ónticos, el Sr. Maura tenía razón: «la patria no se elige». Pero la patria es, ante todo, espíritu. Y ante el espíritu es libre el alma humana. Así la hizo su Creador.

España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586. Entonces hace San Isidoro el elogio de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos: «¡Oh España! Eres la más hermosa de todas las tierras… De ti reciben luz el Oriente y el Occidente…». Pero a los pocos años llama a los sarracenos el Obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el Conde D. Julián. La Hispanidad comienza su existencia el 12 de octubre de 1492. Al poco tiempo surge entre nuestros escritores la conciencia de que algo nuevo y grande ha aparecido en la historia del mundo. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran deseado que las tres carabelas se volvieran a Palos de Moguer, sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice que la patria es un valor desde el origen, y por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según los teólogos, es espiritual desde el principio, ab initio.

Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con los que la hazaña crea la patria, pero todavía no hay patria. Hasta que Recaredo no deparó el vínculo espiritual en que habían de juntarse el Gobierno y el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y sujetos a un Gobierno godo, al que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados habitaban la misma tierra, comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe, que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos anteriores, la conquista y colonización romanas, la misma propaganda del Cristianismo en la Península no fueron sino las condiciones que posibilitaron la creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no crea sus obras de la nada. Pero la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable, por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra, ahora llena de signos, que no cesan de evocarlo ante nuestras miradas.

La patria es espíritu como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y ésta es la razón de que nos equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que dice que, de dos proposiciones contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que frecuentemente, sin darnos cuenta de ello, sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento. Toda la ciencia no es sino uno de los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, «nuestra alma intelectiva es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano», como enseña Santo Tomás, y es artículo de fe desde los tiempos del Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están ligadas también a las condiciones tempo-espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el principio de los tiempos la Historia Universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda mejor la lección del holocausto en la vida de los propios héroes, que se sacrificaron por defender sus gentes y su tierra, que en la de los héroes de otros pueblos.

Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y espiritual en que nos criamos, nos son también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines, y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y los gustos. Todo ello junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia corresponde a un pueblo. Puede compararse, si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor trabaja en él. Ella, naturalmente, mientras: «No es Babilonia, ni Nínive, enterrada en olvido y en polvo». Mejor fuera decir que cada patria es un melodía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos, en proporción de su memoria y su afición. Hay almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben la música ya oída suelen ser las que más intensamente anhelan la que les falta oír y las más capaces de componerla.

Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales queda rechazada la pretensión que desearía fundar las naciones exclusivamente en la voluntad de los habitantes de una región cualquiera, ya constituidos en Estado independiente o deseoso de hacerlo. Al término de la guerra europea se intentó modificar con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Fue el Presidente de los Estados Unidos, Mr. Wilson, quién dedicó a esta finalidad cinco de los Catorce Puntos que propuso a los beligerantes, olvidándose quizás, de que su país libró la más sanguinarias de sus guerras al sólo efecto de impedir que se salieran con la suya los Estados del Sur, que quisieron vivir de propia cuenta. Así han surgido las repúblicas de Estonia y de Livonia y caído en la miseria las poblaciones del antiguo Imperio austro-húngaro. Y es que si las naciones no se basan más que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos. Vitigudino proclamará su independencia y hasta es posible que los pueblos vecinos la reconozcan, si están poseídos de la doctrina de que los derechos a la soberanía sólo se basan en la voluntad de quién los alega. Solo que los pueblos mudan de parecer y luego ocurre que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la ambición de sus vecinos, que también suelen ser las que encarnan algún valor de Historia Universal, cuya conservación interesa al conjunto de la humanidad.

En Francia tiene muchos adeptos la explicación voluntarista de las nacionalidades. La frase de Renan que considera las naciones como «plebiscitos permanentes», le incluye entre los voluntaristas. M. Boutroux ha tratado de sistematizar este pensamiento diciendo que la unidad de la nación está constituida «por la voluntad común, consciente y libre de los ciudadanos de vivir juntos y formar una comunidad política». Peor a este intento de definición ha podido objetar triunfalmente el alemán Max Scheler que no tiene sentido decir que la unidad de una persona espiritual colectiva consiste en la voluntad consciente y libre de sus partes, porque así no se constituye persona alguna. Si las partes de la nación, los individuos, son personas es precisamente porque su unidad no depende de «la voluntad consciente y libre» de las células que las constituyen. Sólo que al dar su solución frente a la doctrina de Boutroux, cae Max Scheler en un misticismo colectivista de aceptación difícil para una mente clara. Porque en su opúsculo: Nation und Weltanschauung, escribe:

La nación es una persona colectiva espiritual que convive originariamente en todos sus miembros (es decir, en sus familiares, linajes, y pueblos, porque los individuos no son nunca miembros) y ello de tal manera que lo que forma la esencia moral de la nación no es la responsabilidad de las voluntades individuales que pertenecen a ella, sin la solidaria responsabilidad original de cada miembro en la existencia, el sentido y el valor del conjunto.

En esta definición se salva el escollo de reducir la nación a un acto de voluntad coincidente de los individuos, pero se crea, en cambio, una responsabilidad colectiva de los linajes y los pueblos, que sólo puede tener carácter metafórico, como la sangre y el cuerpo de Francia, de que nos ha hablado M. Daniel Rops, porque la verdad es que no conocemos más responsabilidad que la de los individuos. Tal vez fuera deseable que todas las familias se sintieran responsables de los destinos de un pueblo, pero son muy contadas aquellas cuyos miembros sienten todos la patria de la misma manera. Lo que hace Max Scheler es imaginar un alma colectiva, a la que Renan hubiera querido enriquecer dotándola de conciencia propia. El pasaje de Renan se encuentra en el capítulo de «Sueños», de sus Diálogos filosóficos:

Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra, las ciudades, como Atenas, Venecia, Florencia, París, actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie… La célula es ya una pequeña concentración personal: al consonarse juntas varias células, forman una conciencia de segundo grado (hombre o animal). Al agruparse las conciencias de segundo grado forman las conciencias de tercer grado: conciencias de ciudades, conciencias de Iglesias, conciencias de naciones, producidas por millones de individuos que viven la misma idea y tienen comunes sentimientos.

Es un razonamiento que cae por su base cuando uno se pregunta si es verdad que la conciencia que Renan llama de segundo grado, la del hombre, se crea por la consonancia de las células y cuando se reflexiona que tampoco es cierto que se formen conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los individuos. No hay almas colectivas. No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya conservación interesa a los individuos y a las familias y a los pueblos. Maeterlinck ha escrito que: «Los hombres, como las montañas, sólo se unen por la parte más baja. Lo más elevado que poseen se eleva solitario al infinito». Este dicho no es del todo cierto. Cuando rezan juntos unos cuantos hombres se están uniendo por la parte más alta. Pero, entendámonos, lo que se une de ellos son las finalidades de sus almas y no las almas mismas. Las almas no se unen entre sí; se unen en Dios o se unen en la patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores, porque no hay en la tierra almas superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva solitaria: sola cum solum. Sólo de Dios espera la salud. De los santos no pedimos más que la intercesión. Y tampoco hace falta considerar a la patria como una diosa, para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos estamos obligados a rezar por ella y de hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada día, porque de la patria lo recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.

Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a nuestros compatriotas, aunque sea muy provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se enternezcan el recuerdo del pasaje natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo, que cifren su confianza en la honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay alimento comparable a los de su región. También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de cada pueblo. Hasta pudiera decirse que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la patria chica, de la región nativa. Pero lo que forma la patria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo un valor de Historia Universal. Imaginémonos un territorio habitado por gentes heterogéneas, sin unidad de lenguaje ni de ideales. Pues no constituirán una patria. Pensemos que están unidas por un espíritu de mutua defensa y por lazos de consanguinidad, pero no por la conciencia de valor universal alguno. Pues serán una tribu, pero no una patria, porque un día vendrán gentes que tengan verdaderamente patria y hablarán a la parte superior del alma de estos cabileños y los incorporarán a su nación. La patria se hace —perdóneseme si lo repito— con gentes y con tierra, pero la hace el espíritu y con elementos también espirituales. España la crea Recaredo al adoptar la religión del pueblo. La Hispanidad es el Imperio que se funda en la esperanza de que se puedan salvar como nosotros los habitantes de las tierras desconocidas. Los elementos ónticos, tierra y raza, no son sino prehistoria, condiciones sine qua non. El ser empieza con la asociación de un valor universal o de un complejo de valores a los elementos ónticos. Toda patria, en suma, es una encarnación.

El valor de la patria es anterior al ser. Aquí también han de entenderse las cosas a derechas. Desde un punto de vista cronológico es evidente que nada del ser es anterior al ser. Pero el nacimiento de la patria se debe a una idea que se expresa en un acto y el mantenimiento de la patria es un sistema de ideas, expresadas también en actos, que se acumulan en apoyo de la idea originaria o de lo que haya de esencial en ella. En sus Diálogos filosóficos dice Renan: «Yo creo, en efecto, que hay una resultante del mundo, una capitalización de los bienes de la humanidad y del universo, que se forma por acumulaciones lentas y sucesivas, con enormes desperdicios, pero con un acrecentamiento incesante, como en la nutrición del adolescente». Añade que sólo dura lo que se hace por el ideal y que anula el resto: «Como los egoísmos rivales se hacen en el mundo un contrapeso exacto, no queda para crear un efecto útil más que la suma imperceptible de la acción desinteresada». La patria es también una acumulación de todas las actividades que la crean, sostienen engrandecen. Lo que no puede sostenerse es que sea una acumulación incesante o fatal. Renan supone con plácido optimismo que los actos egoístas se contrapesan con exactitud. Lo supone, pero no lo demuestra, ni la experiencia lo confirma. Lo que la Historia Universal nos dice es que las naciones se engrandecen por acumulaciones sucesivas de acciones valiosas, que aumentan su valor original, pero que disminuyen y se disipan con las ruindades colectivas y los vicios individuales. El ser de las patrias se funda en el bien y en el bien se sostiene, no en ninguna clase de «sagrado egoísmo nacional». Los actos generosos, la contribución de cada pueblo al universal crecimiento del espíritu, es lo que le vale el fervor de sus hijos y aun el de los amigos que le sostendrán en la hora de la necesidad. Y si es cierto que la justicia internacional no prevalece siempre de momento, tampoco las injusticias pueden durar perpetuamente. Al cabo de tres siglos y medio de difamaciones, vemos rehabilitarse la memoria de Felipe II y con ella el buen nombre de España. No durará tanto la popularidad de las naciones que se dejan guiar por el egoísmo en sus relaciones con el resto del mundo y procuran después cubrir su desamor con la propaganda de mentiras o de lemas sonoros, pero sin ningún significado.

El deber del patriotismo

La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan. Y añadimos que con esta definición se aseguran, en la esfera teórica, mejor que con ninguna otra, los deberes patrióticos, por lo mismo que se los limita en su órbita normal, al mismo tiempo que se resuelven satisfactoriamente numerosos problemas, que quedan insolubles en el aire, lo mismo cuando sólo se atiende a los elementos ónticos de la nación: la tierra o la raza, que cuando se funda la patria en una tradición indefinida, es decir, en una tradición que no ha discriminado lo bueno de lo malo.

La patria la crea un valor; en el caso de España, la conversión de Recaredo y de la monarquía visigoda a la religión del pueblo dominado. La patria se funda en el espíritu, es decir, en el bien. En el bien se funda y en el bien se sostiene, así como en el mal se deshace; y por eso no creo que pueda aseverarse que la defensa de su ser sea anterior a su justicia o injusticia. Cualquier acto de justicia, la fortalece, cualquier injusticia la debilita. La gloria la glorifica, la vergüenza, la avergüenza. En el mundo de la vida individual permite Dios que prevalezca en algunos casos la injusticia. También en la historia de los pueblos, pero sólo por corto tiempo y ello con un propósito que luego se vislumbra. El padre Vitoria tenía razón al afirmar que: «Cuando se sabe que una guerra es injusta, no es lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él requeridos, porque el mal no se debe hacer, y conviene más obedecer a Dios que al Rey».

¿Negaremos con ello que tienen razón los que dicen que se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre? Todo lo contrario. Se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre, pero los mandamientos de la Ley no han de considerarse aislados, sino en su conjunto, en el compendio que los reduce a dos: el de amar a Dios y el de amar al prójimo. Se ha de estar con el padre, la que no quita para que sea heroica la fuga del hijo del ladrón, que huye de la tutela paterna porque no quiere que su padre le enseñe a robar. El mandamiento que nos pide honrar padre y madre supone que el padre y la madre se conducen como corresponde a la dignidad espiritual que la paternidad y maternidad implican. No se nos pide cumplir un mandamiento para conculcar todos los demás, sino que cada uno de los mandamientos, salvo el primero, que nos exige amar a Dios, está condicionado por los otros nueve. En el caso del padre Vitoria ha de tenerse en cuenta que se trataba del primer maestro en teología moral de su tiempo y que de entre sus discípulos salían los confesores de los Reyes de España, que se contaban entonces entre los poquísimos súbditos que conocían lo bastante los motivos de cada guerra, para poder resolver en conciencia sobre su justicia o injusticia. De hecho hay dos clases de hombres: los gobernantes y los gobernados. Los gobernantes están en la obligación de que su patria esté siempre al lado de la razón, de la humanidad, de la cultura, del mayor bien posible. Los gobernados no tienen normalmente razones para poder juzgar a conciencia de la justicia o injusticia de una guerra. Salvo evidencia de su injusticia, su deber es obedecer las órdenes de su Gobierno. Y aunque tengan algunas razones para creer sus órdenes injustas, si no son suficientes para producir la certidumbre, en caso de duda deben ir con los suyos. ¡En la duda, Señor, con los nuestros!

A primera vista podrá parecer que a la patria le conviene siempre, con razón o sin ella, el sacrificio de sus hijos. Pero no es así. Y ello por dos razones. A la patria injusta se le pierde el respeto y se acaba por perderle el cariño. Si una nación mata y roba a otras, al solo objeto de engrandecerse, es inferior a sus hijos, porque éstos deben estar seguros de que su ser no mengua, sino que se agranda, cuando someten su albedrío a su moralidad. Hombres educados en una religión que nos enseña que Dios es amor, no puede rendir homenaje a una patria que todo lo exige sin dar nada. La patria-Moloch no merece nuestro sacrificio, ni alcanza nuestro afecto. Pero es que, además, si no velan con todo cuidado los encargados de ello por ligar escrupulosamente la causa de la patria a la del bien universal, no solamente perderán para ella el afecto de sus hijos, sino que suscitarán en contra suya enemistades que, tarde o temprano, le serán perjudiciales y acaso funestas. Cuanto más noble sea la conducta de la patria nuestra, siempre que no sacrifiquen con ello sus intereses vitales, lo que sería al mismo tiempo abandonar la causa de la justicia, cuanto más generosamente proceda, cuanto más rica sea en contenidos espirituales, tanto más la amaremos sus hijos, tanto más numerosos serán fuera de ella sus admiradores y amigos, tanto mayor su gloria, tanto más fundados sus títulos al respeto y al aprecio universales.

Este concepto de las patrias como tesoros espirituales hace justicia a su patente e indiscutible desigualdad. En las teorías ónticas, cuando se ve la esencia de la nación en la tierra o en la raza o en la tradición indefinida, es decir, sea la que fuere, todas las patrias son iguales. Todos los hombres han de querer o pueden querer con el mismo cariño su tierra o su raza o su tradición. Lo mismo ocurre cuando se funda en la «voluntad consciente y libre de los ciudadanos». Tan respetable es la del bosquimano como la del francés o el alemán. Pero todos sabemos que las naciones son desiguales, no solo en poder, riqueza y población, sino en su mismo ser. El patriotismo del cabileño o del turquestánico no es el mismo que el del inglés o el italiano. El ser nacional del salvaje o del bárbaro es mucho más indefinido que el del hombre civilizado. A medida que la cultura va multiplicando los vínculos nacionales se intensifica el patriotismo de los hijos de las distintas nacionalidades. La aparente intensidad del patriotismo en las naciones nuevas encubre malamente el temor de que, por tratarse precisamente de un patriotismo poco hecho, puedan perderlo fácilmente sus hijos o, tal vez, no llegar a adquirirlo, si se trata de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Lo que se dice con ello es que la patria, como el patriotismo, es un concepto gradual, y no absoluto, que unas patrias son más patrias que las otras, y sus hijos más o menos patriotas, según su cultura y la dirección de su cultura, y que los miembros de las nacionalidades son más o menos activos o pasivos, más o menos sujetos u objetos de la historia, con lo cual la teoría no hace sino confirmarnos lo que nos dice la evidencia.

Nuestra teoría hace también justicia a las diversas formas que puede adoptar el sentimiento nacional y a su diversa graduación jerárquica. Hay gentes que no llegan a sentir en la patria más que el afecto de la tierra o de las gentes o el acomodo a sus alimentos o costumbres. Sobre todo en estos siglos de extranjerización, ha habido españoles ilustres que, enamorados como estaban del cielo y del suelo patrios, de las canciones populares, de los caballos, de los vinos, de los cantares, de los bailes, no tenían, sin embargo, la menor noticia de que la epopeya hispánica ha sido tan importante para el mundo que, sin ella, no se explica la Historia Universal, como lo demuestra el completo fracaso del Esquema de la Historia de Mr. H. G. Wells, debido a su ignorancia de la fe y de las obras de España. El hombre es un complejo de cuerpo y alma. El patriotismo integral ha de responder a esta complejidad. Es, pues, necesario que gustemos y apreciemos la tierra, la gente, los productos, las costumbres de la patria nuestra. Pero si el patriotismo se refiere solamente a los elementos ónticos de la nacionalidad, podría degenerar en una pasión, a la que Lord Hugh Cecil negaba positivo valor espiritual. Es claro que Lord Cecil se refería puramente a este patriotismo del territorio y de la raza. Cuando se ama en la patria preferentemente su acción y significación espiritual, el patriotismo no es sólo una pasión, sino un deber, un mandamiento de los más elevados, porque en el amor al espíritu nacional amamos al Espíritu, que es Dios.

Pudiera decirse que el patriotismo de la tierra es el natural, y que suele ser la ausencia y la nostalgia quienes nos lo descubren. En los países de América se da frecuentemente el caso del joven inmigrante español que, al cabo de algunos años de residencia, siente que no puede seguir viviendo sin tomar contacto con la tierra nativa. Será inútil que se le diga que en el Continente americano hay muchas tierras y diversos climas, que convendrán mejor a su salud que el terruño nativo. Nuestro compatriota estará convencido de que lo que necesita es el aire y el sol de su provincia y de su pueblo, el trato de sus gentes, el pan de su infancia, aunque sea más negro. Y ese patriotismo irracional tendrá también razón. Pero hay también otro patriotismo, que conoce el hombre que ha vivido, no sólo con el cuerpo, sino con el espíritu, en países extranjeros, y estudiando sus idiomas, y aprendido a manejarlos, y que tal vez se ha labrado en ellos una posición y un nombre, y que también un día siente que la vida del país extranjero en donde habita fluye como al margen de su propia vida. En realidad, probablemente no le importa tanto lo que en él ocurre como los sucesos de su propia patria, lo que le hace, tal vez, un poco distraído e impide que se entere de cosas que en su país le hubieran apasionado, por lo que un día llega a la conclusión de que el pan espiritual de otras naciones no le aprovecha tanto como el de la propia, y no es final deseable para un hombre de espíritu morirse fuera de la patria, después de haber vivido algunos años en calidad de extranjero distinguido, por lo que, aunque su patria sea áspera y pobre y le regatee el salario y la fama, decide volver a ella en busca del aguijón de los problemas nacionales, sólo porque son los suyos propios y las raíces de su patria.

Éste es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la tierra y el de la raza. Alemania es tal vez el país cuyos hijos se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el extranjero. Lo demuestra el inmenso número de ellos que se hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en tiempos de mayor migración que los actuales. Pero estos alemanes eran generalmente los que no habían pasado por las Universidades y otras escuelas superiores, y su desnacionalización se debía, probablemente, a que encontraban más fácilmente la cultura de otros países que la de el suyo propio, donde hasta los periódicos de gran circulación están escritos por universitarios, al parecer, con el propósito de que sean también universitarios sus lectores. En cambio, los doctores germánicos no se acomodan a país alguno que no sea germánico también. No soportan el destierro sino obligados por la necesidad. Y ello es otra prueba de que cuanto más intensa es la cultura, más desarrollado está el espíritu nacional. La aparente excepción de los misioneros que dedican la vida a la propaganda de la religión en países salvajes o poco civilizados se explica por el hecho de que no haya apenas misioneros que se contenten con propagar la religión. Todos procuran difundir y enaltecer el espíritu de la nación en que han nacido, y a su obra misionera deben los países que los envían buena parte de su influencia en el resto del mundo. Los intelectuales alemanes han solido ser hasta ahora los menos tocados de nacionalismo. Como escribe Federico Sieburg, en su Defensa del nacionalismo alemán, lo normal entre ellos, aunque amaban los clásicos de su país, sus paisajes, sus cantos, etc., es que no pensaban que tuvieran que ocuparse especialmente de Alemania. Pero cuando han visto que les faltaban los medios materiales, la necesaria amplitud del territorio para mantener y acrecentar el patrio espíritu, ha surgido entre ellos un patriotismo tan ardoroso y exaltado, que el mundo tendrán que hacer justicia a sus legítimas reivindicaciones, si ha de evitar gravísimos conflictos.

Con ello se dice que en el patriotismo espiritual incluye también el territorial, porque en la tierra se hallan las condiciones materiales de la posibilidad de que el espíritu realice su misión, aparte de los signos y estímulos que la obra de las generaciones anteriores ha puesto en ella. Pero no sería exacto decir que el patriotismo territorial, en cambio, es independiente del espiritual, porque el espíritu está presente en todo, aunque dormido a veces. La filosofía de Witehead nos dice que toda experiencia es bipolar. En lo físico se apunta lo espiritual; en lo espiritual, la tendencia a encarnar en lo físico. En todas las cosas se da también y al mismo tiempo lo universal y lo particular. Sustento de los hombres y a la vez materia moldeada, embellecida y formado por su espíritu, la tierra en que las patrias se asientan no es tampoco extraña al espíritu. Físicos contemporáneos, como sir James Jeans. nos dicen que también son espíritu los átomos. Lo esencial e importante para nosotros, hombres, complejos de alma y cuerpo, es que la obra espiritual realizada en nuestra tierra por gentes de nuestra raza, cuya sangre corre por nuestras venas, cuyo lenguaje expresa nuestras ideas, marca una ruta ideal que también es la nuestra, no sólo porque dimos en ella los primeros pasos en la vida y porque todo en torno suyo nos anima a la marcha, sino porque fuera de ella somos niños perdidos en el bosque.

Días pasados leía en el Paraninfo de la antigua Universidad de Alcalá los apellidos de sus profesores más ilustres; unos me eran conocidos; otros, no; todos ellos hombres que con sus escritos y palabras habían tratado de abrir paso al espíritu por las cabezas de sus discípulos. La mera lectura de sus nombres me hacía estremecer de emoción. ¿Puede creer nadie que la obra de esos maestros se ha desvanecido por completo? ¿O que no significa para nosotros nada distinto de las de sus contemporáneos de Oxford o Nápoles? ¿Qué no hay en nosotros modos y esencias que tienen su origen en las tareas de los profesores de Alcalá? No se diga que el signo del espíritu es la universalidad. La maldad es tan universal como la bondad. Nadie sabe dónde ni cuándo nació Satanás, ni tampoco se fijó su imagen en el paño de ninguna Verónica. La bondad deja sus signos individualizados en el espacio y en el tiempo. La maldad, en cambio, es destructora, y no deja más señal que la nada. Por donde pasa el caballo de Atila no vuelve a nacer hierba.

El mejor maestro del patriotismo es San Agustín: «Ama siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios», escribe en De libero arbitrio. «La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa… Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abuelos», dice otro texto del mismo libro. «Vivir para la patria y engendrar hijos para ella es un deber de virtud», se lee en La ciudad de Dios. «Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera», escribe en una de sus cartas.

He aquí un sentido completo de la patria. La que engendra es la raza; la que nutre, la tierra; la que educa, la patria como espíritu, a la que se quiere tanto más cuanto más tiempo pasa, es decir, cuanto más la conocemos. No es meramente la tierra, como decía un anarquista que llevaba a su hijo a una frontera, para hacerle ver que no hay apenas diferencia entre una nación y otra. No es tampoco meramente un ser moral, puesto que ha encarnado en los habitantes de un territorio. Pero no es tampoco una conciencia colectiva, como quisiera Renan. No es una superalma. Es más que el Estado, porque éste puede sernos opresivo y explotador, y no pasa de ser el órgano jurídico y administrativo de la patria. En cierto modo, es inferior al hombre; porque el hombre tiene conciencia y voluntad, y la patria no las tiene. Pero le es superior, porque puede durar sobre la tierra, porque debe durar, si lo merece, hasta el fin de los tiempos, engendrando, nutriendo y educando a las generaciones sucesivas, y el hombre es efímero. No podría decirse, sin embargo, que el hombre ha sido hecho para la patria; porque la verdad es que las patrias han sido hechas para los hombres, para que los hombres puedan espiritualizarse en esta tierra y no lo conseguirán del todo si no dedican la existencia a procurar que merezca su patria perdurar hasta el fin de los tiempos, cosa que no se logrará si no la hacemos servir a la justicia y a la humanidad.

El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como San Agustín nos dice, más que a todas las cosas, después de Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos amarla por sí misma, sino en Dios, y sólo así, si nos sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo empleamos nuestra influencia en hacer que sirva a su vez los principios de la justicia universal y los intereses generales de la humanidad, perdurará y prosperará la nación nuestra. Pero si la convertimos en ley absoluta, y si nos persuadimos o se persuaden sus gobernantes de que los intereses del Estado tienen que ser justos por ser del Estado, haremos con la patria lo que con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por exceso de amor, y es que los echaremos a perder. Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena.

La tradición como escuela

«Donde no se conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora». A propósito de esta sentencia, acaso la más conocida de Menéndez Pelayo, me escribía hace años D. Miguel Artigas, que hay que fijarse que en ella se asocian las palabras «original» y «dominadora». Una idea original se puede producir en cualquier ambiente, conserve o no la herencia de lo pasado, pero sólo será dominadora si encuentra ya el camino abierto para ella por una sucesión de ideas que la sirvan de antecedente, y ello por una razón: la de que en un pueblo se conservan como en depósito de sentimiento los pensamientos del pasado y que una idea no puede ser dominadora si no logra el apoyo popular.

El Sr. Artigas me daba un ejemplo de esta tesis. Leyendo a Quevedo se encontró con la idea de que la cualidad dominante del «valido», es decir, del político, ha de ser el «desinterés». No era una opinión particular, porque así han pensado los españoles desde los tiempos más remotos, desde los de Viriato el pastor y el rey Witiza, y en la actualidad no alcanzan popularidad plena sino aquellos hombres públicos cuyo desinterés es notorio y salen de las posiciones más altas tan pobres como han entrado en ellas. Es natural que no todos los españoles compartan este sentimiento. Hay algunos que califican de «santonismo» esta preferencia del desinterés sobre el talento, que tan arraigada se halla en nuestro pueblo, pero a pesar suyo es un hecho que el hombre público no es popular entre nosotros si no sacrifica sus intereses privados al común. Como sepa vivir dignamente su pobreza, después de ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros, se le perdonan muchas faltas, incluso la de una verdadera capacidad política, incluso la falta de visión, que, según el Libro de los Proverbios, hace morir al pueblo (Prov. 29, 18.).

Otras naciones no comparten esta exigencia nuestra. Mirabeau recibía dinero de Luis XVI por sus informes, y ello no quebrantaba su reputación entre los revolucionarios. Danton lo recibió no tan sólo de Luis XVI, sino del Duque de Orleans y del Gobierno de Inglaterra, y durante muchos años se le consideró como «la encarnación del patriotismo revolucionario y hasta del patriotismo a secas», como dice M. Gaxotte, en su historia de la Revolución francesa. Durante la gran guerra hemos visto formar parte del Gobierno de diversas naciones a hombres interesados en los contratos de aprovisionamiento, sin que se produjera escándalo. Y, sin embargo, el pueblo español tiene razón. El hombre público ha de ocuparse de los intereses generales, y no de los particulares suyos. No es sólo la tradición nuestra la que ha sentido que había oposición entre unos y otros. Horacio ensalza aquellos tiempos viejos, en que eran pequeñas las rentas de los particulares, pero grandes las de la comunidad:

Privatus illis census erat brevis,

Commune magnus.

Y, de otra parte, es imposible atender al mismo tiempo los cuidados particulares y los públicos. La política es absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para pensar en sí.

He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía orientadora en la elección del caudillo político. Tal vez nos prive, en algún caso excepcional, de un buen estadista, aunque cuidadoso de sus bienes privados. En la generalidad de los casos el índice del egoísmo se nos revelará contrario al del valor político. Y de todos modos sabremos siempre que la virtud del desinterés servirá de pedestal al caudillo y que, en caso de que le falte, habrá que vencer cierta resistencia para hacerle popular. Pero si el caudillo se amolda a esta antigua predilección popular, podrá emplear en su obra de estadista la energía que en otro caso hubiera necesitado para adquirir la indispensable popularidad. Con lo cual queda evidenciado que el carácter original y dominador de su obra dependerá, en buena parte, de su adecuación a las condiciones exigidas por «la herencia de lo pasado».

* * *

Otro ejemplo de la utilidad inmensa que puede derivarse de la tradición, cuando se la acepta como escuela, lo encontramos en la justicia y en su administración. No cabe duda de que ambas fueron excelentes en España durante siglos. El paradigma de Isabel la Católica recorriendo a caballo las vastedades de su reino, para presidir los juicios de la Santa Hermandad, hizo que nuestra Monarquía concediera durante siglos esencial importancia a la justicia. Y hoy reconocen los historiadores que no fue en vano. El inglés David Loth, en su biografía de Felipe II, confiesa sin reparos que en España se gozaba de más seguridad de vida y hacienda que en ningún otro país europeo. Lo mismo dice el crítico Cervantes en su Persiles. El jurisconsulto argentino D. Enrique Ruiz Guiñazú ha dedicado una obra capital, La Magistratura indiana, a demostrar que las Audiencias americanas fueron organismo principal de la obra civilizadora de España y de que sus grandes privilegios se debían a que todos los reyes de Castilla tenían especial cuidado en recordar a virreyes y arzobispos que los oidores de sus Audiencias representaban inmediatamente a la persona real y encarnaban su autoridad primera. En caso de vacar los virreinatos, eran las Audiencias las que gobernaban el territorio y este privilegio de la justicia no fue abolido hasta 1806, en vísperas ya de la separación. A partir de esta fecha, ninguno de los pueblos hispánicos se ha distinguido por la excelencia de su administración de justicia. ¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces?

En su estudio sobre el padre Vitoria, escribe el padre Menéndez Raigada, obispo de Tenerife: «Trasponiendo la materialidad de las normas jurídicas, efímeras e imperfectas como obra humana que son, es como Vitoria ha podido desentrañar la médula de la verdadera juridicidad; remontándose a las cumbres de la Moral, es como ha podido dominar el panorama jurídico y descender luego con pie seguro para abrir al Derecho sus legítimos cauces; buceando en la naturaleza humana y arrancando sus bloques de la cantera del Derecho natural, es como ha podido construir su ciclópeo castillo del Derecho de gentes». Pero no era sólo el padre Vitoria el que trasponía los límites del Derecho para buscar en la moral su fundamento. Esto se venía haciendo desde hacía siglos y no sólo para la creación del derecho de gentes. En su libro sobre el doctor Palacios Rubios, cuenta D. Eloy Bullón que «en las alegaciones jurídicas, y aun en las sentencias de los tribunales», se habían extendido «la moda y el abuso de estudiar con excesiva preferencia el Derecho romano y canónico y de citar constantemente autores extranjeros», que no eran siempre juristas, puesto que éstos se fundaban, a su vez, en las opiniones de moralistas y filósofos. Añade que la Corona misma autorizó por decreto de 1499: «que adquiriesen valor legal en nuestros tribunales, aunque solamente a título supletorio, las opiniones de los doctores Bartolo de Sasoferrato, Baldo de Ubaldis, Juan de Andreas y Nicolás de Tudeschis, llamado el Abad Panormitano». Y muchos años después, Solórzano Pereira no se contenta con citar autores y providencias españolas en su obra sobre la Política indiana, sino que no hay jurista, ni clásico antiguo, medieval o de su tiempo al que no se haga contribuir al esclarecimiento y justificación de las leyes de Indias.

Y ello explica, a mi juicio, la excelencia de nuestra justicia en aquellos tiempos. Estaba administrada por hombres cuya misión no se reducía a aplicar determinado artículo de cierta ley a cierto caso, sino que en cada sentencia y en cada alegación se remontaban a las fuentes mismas de la moral y del derecho, no dejando que la letra de la ley les matase el espíritu, sino buscando en éste la vida del derecho y su efectividad. Cada administrador de la justicia podía sentirse revestido de la dignidad del legislador, porque en cada dictamen se apelaba de la letra de la ley al espíritu y al propósito que la inspiraron. Y por esta elevada conciencia de su misión encontraban los jurisconsultos plena satisfacción de sus funciones, como se muestra en el empaque y circunstancias de las obras de nuestros tratadistas. Hombres que a diario tenían que remontarse a las fuentes mismas del Derecho y al panorama de la jurisprudencia universal eran felices en su oficio, porque ejercitaban las más nobles actividades del espíritu.

Las cosas cambiaron desde que en el siglo XVIII empezó a difundirse en España la tesis de que la ley no era sino la expresión de la voluntad general o el mandato del Soberano, individual o colectivo, a las personas sometidas a sus órdenes, porque así se prescindía nada menos que del carácter moral de las leyes, con lo que, poco a poco, se fueron olvidando nuestros juristas de que, como habían aprendido en Santo Tomás, en Soto y en nuestra escuela clásica, la ley debe ser justa, y la ley que no es justa no es ley, sino iniquidad. En otros países no fue así, y ello por la razón sencilla de que los conceptos de Rousseau y de Austin tuvieron que adaptarse a los tradicionales, pues, como escribe Alfredo Weber en sus Cuadernos de Política: «La antigua vida de la comunidad europea, resonando en el pensamiento común europeo, se había mostrado bastante fuerte para encerrar en el paréntesis de un derecho natural naciente al nuevo Estado soberano de una comunidad europea». En España, en cambio, se tomaron al pie de la letra, y desprendidas de sus raíces las nuevas ideas, se rompió ese paréntesis del derecho natural, y de mal en peor recientemente se ha llegado a la monstruosidad de que preguntado un periódico de izquierdas si sería justa una ley en que votasen las Cortes Constituyentes la decapitación de todos los hombres de derecha, contestó llanamente: «Pues si la votasen, sería lo justo».

Divorciada la ley de los principios orales del derecho y de la jurisprudencia universal, nuestros abogados no tienen ya que ocuparse sino de encontrar en el Alcubilla una aplicación al caso concreto que se les presenta. Y ésta es la razón de que los más eminentes se tengan que dedicar a la política. Nadie puede sentir satisfacción interna en aplicar disposiciones formuladas por una colectividad que no se cuida sino de satisfacer pasiones e intereses de partido. Podremos llamar derecho a esas disposiciones, pero, en el fondo, estamos persuadidos de que no son derechos. Aquí también nos ha sido funesta la ruptura de la tradición. Para que en el orden jurídico se pueda producir una idea original y dominadora ha de amoldarse a aquel propósito general de establecer el bien en la tierra que, desde los tiempos más remotos, ha inspirado toda legislación digna de este hombre. Y para ello habría que empezar por resucitar el concepto que de la ley tenían nuestros clásicos, cuando veían en ella, como Santo Tomás, una ordenación racional enderezada al bien común.

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Todavía citaré otro ejemplo. España ha producido tres de los cinco grandes mitos literarios del mundo moderno: Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Los otros dos son Hamlet y Fausto. Hay quien añadiría a esta lista el Raskolnikoff de Dostoievski, en Crimen y Castigo. Tengo entendido que Raskolnikoff significa en ruso: «partido en dos», y si fuera, en efecto, necesario que se rompa el hombre de la ética social para que surja de sus pedazos el hombre espiritual sería otra de las grandes figuras literarias, porque implicaría un problema moral permanente. Pero no lo he estudiado lo bastante. El hecho es que habiendo producido los españoles la mayoría de los grandes mitos literarios modernos, deberíamos saber mejor en qué consisten y cómo se producen. De no haber vivido pendientes de los últimos libros extranjeros, habríamos advertido que estas grandes creaciones del espíritu humano se parecen todas ellas en una cosa: en que no son tipos de la realidad, aunque infinitamente más claros y transparentes que los reales, como lo prueba el hecho de que conocemos mucho mejor a Don Quijote que a nuestros familiares y a nosotros mismos. No son seres reales, pero sí las ideas platónicas, si vale la palabra, de los seres reales. Don Quijote es el amor, Don Juan el poder, la Celestina, el saber, pero, aparte de mostrársenos como la personificación de estas ideas, se supone que por lo demás, son personajes humanos, que se mueven y viven y mueren en el mundo de la realidad, porque sólo la realidad cotidiana del mundo puede dar el necesario realce a la idealidad de estos grandes fantasmas literarios. Pues bien, si hubiéramos visto con claridad que estas figuras supremas son proyecciones del deseo o del temor o de ambos en la linterna de la imaginación y que su grandeza se deriva de los problemas morales que personifican, España hubiera podido convertirse en estos siglos en una fábrica gloriosa de mitos literarios, porque Don Quijote, Don Juan y la Celestina no representan sino aspectos parciales del amor, del poder y del saber, y si la duda y el ansia de experiencias han servido para crear tan grandes figuras como Hamlet y Fausto, es de creer que lo mismo pueda hacerse con la conciencia y la vigilancia, y aun con cada uno de los vicios y de las virtudes y con todos los distintos aspectos del saber, del poder y del amor que sugieran a la fantasía los cambios de los tiempos.

Es probable que ni Cervantes, ni Tirso, ni Fernando de Rojas necesitaran saber bien lo que hacían para crear sus personajes. Pero es sabido que en la historia del arte los períodos reflexivos suceden a los espontáneos. Esta reflexión puede hacerse lo mismo sobre los autores extranjeros que sobre nuestros clásicos. En general, es conveniente que los escritores estén al tanto de la literatura universal, para que aprendan en todas las escuelas las categorías y las técnicas de su arte. Pero la propia tradición no es sólo el mejor maestro, sino un camino medio andado y la indicación del que ha de andarse. La tradición, como corriente histórica, no sólo nos sitúa con justicia en nuestra actualidad, sino que nos orienta hacia lo porvenir. Hasta sus mismas lagunas parece que nos están señalando la región a donde debieran aplicarse nuestras facultades creadoras. Y es que nuestra obra de arte, a diferencia de la extranjera, no es para nosotros meramente una obra, sino la culminación de un proceso y el manantial de nuevas aguas. Don Quijote es el término de la epopeya nacional del siglo XVI, el desencanto que sigue al sobresfuerzo y al exceso de ideal, pero también la iniciación de un mandamiento nuevo: «¡No seas Quijote!», a veces prudente, a veces matador de entusiasmos, como losa de plomo que nos colgáramos al cuello. Con lo que indico que también el «Quijote» está por rehacer. En la Argentina se ha rehecho dos veces, y ambas con éxito. La primera en el Martín Fierro, de Hernández, hace ya más de medio siglo. La última, y aún reciente, en Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Se trata en ambos casos de un Don Quijote gaucho y de las figuras literarias de más envergadura que han navegado por aguas de América. Aunque sea literariamente la Argentina el más afrancesado de los pueblos hispánicos, ha tenido que inspirarse en la tradición española, que es la suya, para crear sus tipos máximos. Y lo mismo ciertamente ocurrió a España, porque en pleno romanticismo tuvo Zorrilla el pensamiento de renovar la figura de Don Juan, que ya llevaba más de dos siglos en la escena, y nadie negará que su Tenorio constituye el fantasma de más luz que en el curso del siglo XIX han producido las letras de España.

Nihil innovatur, nisi quod traditum est, dice un viejo apotegma, que viene a expresar la misma idea que Menéndez Pelayo. Sólo se renueva lo que de la tradición hemos recibido. Se consumen en vano los talentos cuando buscan por los espacios vacíos la originalidad. El hombre no crea de la nada. Es necesario, ya lo he dicho, que volvamos los ojos a la obra del mundo para depurar las categorías y perfeccionar las técnicas de nuestro arte. Pero ello ha de ser para emplazarnos de nuevo en la corriente de nuestra tradición, porque en ella nos esperan, como en una caja de resonancia, las voces de los muertos y la mejor inteligencia de lo que dicen nuestros contemporáneos, para animarnos a la obra. Y en la tradición es todo escuela, lo mismo el acierto que el error, el éxito que el fracaso, porque ella ha creado en torno nuestro lo mismo lo que tenemos y gozamos, que lo que no tenemos y habemos menester.

La busca del no ser

Sobre el ser de los pueblos se han escrito los mayores absurdos. Acaso ninguno tan pintoresco como el que afirma que Francia es el ser, mientras que Alemania es el devenir. Fue Henri Massis, en su Defensa de Occidente, quien dijo a los franceses que el hombre occidental «había querido ser y no había consentido perderse en las cosas», mientras que los asiáticos confundían la propia personalidad «en el inmenso equívoco de una ilusión de las formas vivientes». También fue Massis quien acusó a los alemanes de la posguerra de haberse dejado ganar el espíritu asiático de un Dostoievski o de un Tagore (salvemos las distancias). Después vino el alemán Federico Sieburg, gran escritor, y dijo: «La juventud alemana ha preferido siempre tender al infinito que contentarse con lo hecho. Quiere devenir, no vivir; crear, no gozar; resolver, no ver pasar. Francia está ya hecha». Y por influencia de ambos polemistas, los periódicos de Francia y de Alemania han creado en mutua oposición, pero, en el fondo, con acuerdo mutuo, dos nuevos tópicos: Francia, es el ser; Alemania, el devenir.

La verdad que hay en todo ello es muy modesta y poco metafísica. No es que el espíritu de Francia sea todo o principalmente ser, ni el de Alemania todo o en su mayor parte devenir, sino que Francia está contenta con los territorios que le conceden los Tratados, y Alemania, no. Para conservar estos territorios el espíritu de Francia no sólo es, sino que deviene todo lo que juzga necesario; y para poder adquirir los que juzga indispensables a su vida, el de Alemania no sólo deviene, sino que es. Ni Francia se dedica a clavetear el Universo, para que no se mueva, ni Alemania a fundirlo en un gran horno, para que todo él fluya. Ya Aristóteles vio que el ser y el devenir se daban juntos y ni el Occidente, ni el Oriente lograrán separarlos. Los españoles no tuvimos nunca el menor inconveniente en ver estas cosas como Aristóteles y el padre González Arintero tituló su obra fundamental: Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, para evitar lo mismo: «los excesos del estancamiento, o sea, la petrificación del antiquísimo», que para no dar: «en el extremo opuesto, aun más peligroso del modernismo, que nos induce a suicidarnos con pretexto de vivificarnos». Cuando se oye al que ha dicho: «Soy el Camino, la Verdad y la Vida», no es lícito hipostasiar las debidas distinciones para convertirlas en ilegítimas separaciones, porque en la Verdad están la Vida y el Camino; en el Camino, la Verdad y la Vida, y en la Vida, la Verdad y el Camino.

Cuando se dice que Alemania es el devenir y Francia, el ser, lo que se hace es tomar por esencias genéricas las diferencias específicas y acaso momentáneas, como si se dijera de un músico que es todo oído o de un pintor que no es más que visión. Excusado es decir que si el aserto tuviera fundamento harían bien el músico y el pintor en consultar a un médico. Hay quien tiene un concepto especializado de las naciones, parecido al de los antiguos librecambistas, que deseaban que España se limitara a producir aceitunas, naranjas y vino e Inglaterra carbón y hierro. Hay también, por el contrario, partidarios de la «autarquía», para que ninguna nación dependa de otra para su subsistencia. Ha habido españoles eminentes que afirmaban que nosotros no valemos para la ciencia, ni para labores que exijan objetividad y disciplina. Pero no creo que nación alguna se contente con dedicarse a alguna especialidad en las actividades del espíritu, para abandonar o dejar de cultivar todas las otras. Al contrario, todos los pueblos quieren serlo todo: artistas e inventores, guerreros y místicos, comerciantes y financieros. Diríase que a todos ellos les parece axiomático el pensamiento que Herder expresa en sus Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad cuando afirma que: «La salud y duración de un Estado no depende del punto de su más elevada cultura, sino de un equilibrio prudente o feliz de sus operantes fuerzas vivas. Cuanto más profundo se halle su centro de gravedad en estos esfuerzos vitales, tanto más firme y duradero será». Y así ocurre que naciones que nunca descollaron en ninguna actividad especializada, que nunca tuvieron un guerrero de genio, ni un científico de primer orden, ni un artista supremo, como no pueden vivir sin soldados, ni sin ciencia, ni sin arte, suplen las faltas de hombres superiores con personalidades poco brillantes, pero competentes y adecuadas a la función que desempeñan y se hacen envidiables por la proporción y armonía con que se dedican a todas las actividades necesarias, al punto de que nada esencial se echa en ellas de menos.

Otras veces ocurre que los pueblos se distinguen por ciertas aptitudes y descuidan las otras. España fue durante los siglos XVI y XVII un pueblo de soldados, misioneros y juristas. Con sólo las Leyes de Indias habría bastante para justificar nuestra existencia ante la Historia Universal. Maine ha mostrado que en el cultivo del derecho puso Roma tanto espíritu como Grecia en el de la metafísica y las letras y que los resultados obtenidos valieron el trabajo puesto en la faena. Pero no fue solo en el derecho, sino en la teología donde los discípulos del padre Vitoria ejercitaron sus talentos. Actualmente no sabemos apenas los españoles lo que es el don de las ideas generales, ni el acierto de la inteligencia. Si un hombre tiene entre nosotros talentos para la novela, para el teatro, para la poesía o para la estilística, hallará fácilmente quien lo reconozca y señale su puesto. Si lo tiene, en cambio, para las ideas generales, no encontrará quien se lo diga, y aunque se reconozca su fuerza espiritual se considerará su empleo desconcertante y paradójico, porque, desde que desaparecieron los discípulos del padre Vitoria, falta una tradición donde emplazarlo y valorarlo. Hasta pudiera decirse que ellos se llevaron para dos siglos largos el secreto del talento específicamente intelectual. El hecho es que mientras los máximos ingenios españoles se ejercitaban en la jurisprudencia y en la teología, en el resto de Europa se creaba una ciencia que iba a cambiar la faz del mundo, porque, como dice Maritain en Los grados del saber:

El gran descubrimiento de los tiempos modernos, preparado por los doctores parisienses del siglo XIV y por Vinci, realizado por Descartes y Galileo, es el de la posibilidad de una ciencia universal de la naturaleza sensible, informada no por la filosofía, sino por las matemáticas; digamos de una ciencia físico-matemática. Esta invención prodigiosa, que no podía cambiar el orden esencial de las cosas del espíritu, ha cambiado la faz del mundo y dado lugar a la terrible incomprensión que ha enemistado para tres siglos la ciencia moderna y la philosophia perennis. Ha suscitado graves errores metafísicos, en la medida en que se ha creído que nos traía una verdadera filosofía de la naturaleza. En sí misma, desde el punto de vista epistemológico, era un descubrimiento admirable, al que podemos asignar fácilmente su lugar en el sistema de las ciencias. Es una scientia media, cuyos ejemplos típicos eran entre los antiguos la óptica geométrica y la astronomía: una ciencia intermediaria, a caballo sobre la matemática y sobre la ciencia empírica de la naturaleza, una ciencia en que lo real físico nos proporciona la materia por las medidas que nos permite recoger, pero cuyo objetivo formal y cuyo procedimiento de conceptualización siguen siendo matemáticos; digamos una ciencia materialmente física y formalmente matemática.

En otro libro escribe Maritain que para allanar el conflicto entre la filosofía de Aristóteles y la física nueva, hubiera hecho falta un genio excepcional que hubiera descubierto, por encima de los errores de detalle, la esencial compatibilidad de las dos disciplinas. A los españoles nos hubieran bastado con que en Alcalá o en Salamanca se hubiera conocido la nueva física o con que los nuevos físicos de Europa hubieran podido discernir las esencias de la filosofía que en España se enseñaban, pero esta endósmosis no se verificó, y aunque ahora vemos claramente que era España la que poseía el saber más valioso, el de más rendimientos positivos era el de los extranjeros y cuando España se sintió débil y menesterosa de más fuerza, fue a buscarlo a los países de ultra montes, empezando por cambiar de dinastía y sometiéndose todo el siglo XVIII a los ideales y modos de Francia. Es natural que tratáramos de cubrir nuestros defectos, porque los pueblos buscan su integridad espiritual, como si algún instinto superior inspirase a las naciones el pensamiento de Herder sobre la necesidad del equilibrio. Si no teníamos una buena física era oportuno ir a buscarla donde la hubiese, porque la física es una ciencia esencialmente poderosa y el poder sobre la naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que, en la busca de lo que nos faltaba, descuidáramos lo que teníamos. Durante más de dos siglos hemos ignorado la existencia del padre Vitoria, como si no fuera el hombre más inteligente de su tiempo. Hemos desconocido igualmente el espíritu de las Leyes de Indias. Hemos desfilado ante las maravillas de nuestro arte barroco sin admirarlas ni entenderlas y ha sido necesario que la gran guerra pusiera en peligro la civilización europea, al modo que el Renacimiento y la Reforma hicieron peligrar la fe cristiana, para que entendieran los alemanes la significación del voluntarismo inherente al barroco —la voluntad de creer y de hacer creer— y la hicieron comprender a los demás. Durante más de dos siglos hemos creído que nuestras imágenes policromadas no eran sino objetos de culto y no las hemos mirado con ojos de artista, por el mero hecho de ser esculturas de color, como si las estatuas griegas fueran también policromadas cuando destinadas a estar bajo cubierta. De nuestra teología no hemos sabido nada, ni saben ahora sino algunos religiosos. Dejamos que nuestros máximos valores espirituales se convirtieran en polvo y olvido, como si fuéramos un pueblo extinguido. Al Greco se le descubrió apenas hace treinta años y no hace mucho que Maier Graeffe dijo de su obra lo mejor que se ha dicho, pero todavía no se ha fijado la relación que existe entre su pintura y su cultura. A Velázquez no hace muchos más años que comenzamos a apreciarle por su realismo, pero todavía no se le ha dedicado el libro que realce su dignidad y valor constructivo. Lo más grave de todo fue la substitución de nuestro antiguo sentido de justicia por la soberanía popular, como si la voluntad de los más tuviera que ser justa.

El hecho es que a mediados del siglo XVIII echamos de menos algo esencial en el espíritu nuestro. Pongamos que ello acaeció en el año 1750, porque todos los autores están contextos en que en el siglo XVIII no se diferenció substancialmente de su antecesor, sino en la segunda mitad. También porque fue en 1750 cuando Torres Villaroel pidió que se le jubilase de la cátedra de matemáticas que desempeñaba en Salamanca, para dedicarse a abogar por la fundación de una Academia que se dedicara a investigar y a enseñar su ciencia. También fue en 1750 cuando el padre Feijoo, a quien prohibió atacar el rey Fernando, se hizo cargo en sus Cartas Eruditas del sistema de Newton y empezó a defenderlo. Todavía tengo tres razones para fijar esta fecha. Fue cuando el padre Burriel escribió sus Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las artes, en que se proponía reanudar el hilo de la vieja cultura española. Fue en 1750 cuando se terminó la fachada del «obradoiro» de la Catedral de Santiago, que puede considerarse como la última obra en gran escala de la España tradicional. Pero lo fundamental es que en 1750 vivíamos en plena actuación del marqués de la Ensenada en el Gobierno. Ensenada fue el inventor de las pensiones al extranjero. Envió a expensas del Erario a jóvenes de nuestras clases media y alta para estudiar en las capitales extranjeras y traer a España ideas nuevas sobre las ciencias, las artes y las letras. Al mismo tiempo trajo de Francia y de Inglaterra ingenieros navales, mecánicos e hidráulicos, para resucitar las industrias y a científicos extranjeros, como Bowle y Ker, que se encargaron de explotar las riquezas naturales de España. Ensenada había presentado un informe a Fernando VI quejándose de falta de profesores de derecho, político, de física experimental, de anatomía y de botánica, así como de la carencia de mapas exactos, que le parecía deshonrosa.

Y con ello se confirma que hacia 1750 nos persuadimos los españoles de que algo muy importante nos faltaba, pero no estábamos seguros de lo que era. Si hubiéramos tenido entonces un genio o si un genio extranjero se hubiera dedicado a estudiarnos, habría visto que lo que necesitábamos entonces era precisamente la disciplina físico-matemática, destinada a transformar el mundo. Tal vez si hubiéramos podido darnos cuenta en 1720 de lo que advertimos treinta años después, hubiéramos caído en la cuenta de que lo esencial que ocurría en el mundo era la creación de una nueva ciencia por la obra confluyente de Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, Newton y Leibniz. En diez años habríamos reparado la falta y no se hubiera vuelto a hablar del atraso de España. Pero en 1750 era ya adulta la generación que pudiera llamarse de los grandes separatistas. Lessing había nacido en 1729. Era el hombre que iba a separar el pensamiento de la verdad, al decir en su Nathan el sabio que si le dieran a elegir entre la verdad y el camino de la verdad, preferiría el último. El camino de la verdad es el pensamiento. Sin la verdad como estación de término, la preferencia por el camino equivale a contentarse con el pensamiento por el pensamiento. Rousseau había nacido en 1712. Su Contrato Social desliga la vida política de las instituciones de la cultura y de la experiencia de la historia. Baumgarten nació en 1714. Su Estética, que separó el conocimiento estético sensible del intelectivo, fue el primer paso de todo movimiento que cristaliza en la fórmula del arte por el arte y que ha querido separar la actividad artística de la religiosa y la moral. Adam Smith había nacido en 1723. Su Riqueza de las Naciones separó la economía de la moral y la política, al partir del supuesto de que no esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el panadero y el lechero, sino de su egoísmo. Ya el abate Prévost había separado en su Manon Lescaut el amor ideal de toda clase de consideraciones morales y sociales. También Kant, nacido en 1725, era ya adulto, aunque fuera mucho después cuando escindió la ética de sus raíces religiosas y científicas. Y Montesquieu acababa de publicar El espíritu de las leyes (1748), que, al dividir el poder legislativo del judicial, rompía la unidad esencial que debe haber entre la legislación y la jurisprudencia y desataba la Revolución al investir al Soberano, que bien podía ser el vulgo ignaro, con la toga del legislador.

A esa Europa, que empezaba a perderse en el caos, fue la España de 1750 en busca de una estrella orientadora. Honremos la buena fe de nuestros abuelos. Cumplieron su deber lanzándose por esos mundos en busca de lo que su patria no tenía y necesitaba. No podemos calificar sus viajes de infructuosos, porque ahí están nuestras escuelas de ingenieros y de artillería, que han sido en estos tiempos nuestro orgullo durante muchos años. No nos lamentemos demasiado porque muchas de las cosas que nos trajeron nuestros pensionados del siglo XVIII han resultado luego de escaso provecho nacional. También hay un valor en el no ser, un valor de experiencia. Hay que hacer muchos ensayos estériles para lograr alguno de éxito. Agradezcamos a nuestros mayores, no sólo los aciertos sino los errores de buena fe. Los pueblos aspiran a la integridad espiritual y no es siempre cosa fácil dar con ella. Muchos de aquellos hombres arrastraron la impopularidad para meter a su país por los cauces de la cultura nueva, y si además de la física matemática, que nos hacía falta, nos lanzaron por el camino de una revolución, que no nos hacía falta alguna, no todos ellos fueron culpables de malevolencia. Algunos de ellos se preguntarían por las causas de la prosperidad de Francia. ¿Cómo era posible que triunfara un pueblo que se había aliado a los protestantes y a los turcos, mientras España, siempre fiel a su ideal religioso, se encontraba decaída? De entre las cosas que los hombres buscan, para la mayor gloria de su patria, hay algunas que se incorporan a su ser y no tardan en formar tradición; otras hay, en cambio, que no suscitan sino odios y disputas, porque repugnan a su vida. ¿Cómo distinguirlas por adelantado? ¿Cómo ahorrar el coste de las experiencias fracasadas? Parece que no hay modo y que tenemos que resignarnos a juzgar del árbol por sus frutos.

Si las ideas antitradicionalistas valieran más que nuestra tradición, ésta se hubiera convertido en una especie de prehistoria, sólo que algo mejor conocida. Esto es lo que se ha querido hacer en estos años al llamar «cavernícolas» a los españoles amantes de las glorias del pasado. Sólo que cuando se pregunta por los títulos de las ideas que se juzgan nuevas, los enemigos han de guardar silencio, si no prefieren envolverse en retórica inane. Porque el árbol se conoce por los frutos y los suyos no aparecen. Ni una filosofía que se sostenga, ni un sistema de derecho satisfactorio, ni el bienestar del pueblo, ni un gran arte, ni historia, ni poesía. Un trágala perpetuo, una amenaza incesante, un permanente insulto. ¿Son éstos los títulos de las nuevas ideas? ¿El arte por el arte? No ha producido una gran obra en país alguno. ¿La economía individualista? Es la madre de la cuestión social. ¿El socialismo? Arruina a los pueblos. ¿La democracia? Es la incapacidad para el gobierno. ¿El liberalismo espiritual? Es el triunfo de la difamación. ¿El bachillerato enciclopédico? Como casi todo el presupuesto de Instrucción pública, no sirve sino para infiltrar en los espíritus el horror al trabajo. Repitámonos para consolarnos, que la más de estas cosas nos las han traído gente de buena fe, que se echaron a buscar por el mundo lo que necesitábamos. Pero no olvidemos que las acompañaban y empujaban los resentidos, los negadores, los anormales, que no se movían sino por impulsos destructores, que, por lo visto, no se han satisfecho con hacer astillas lo que fue el más generoso y humano de los Imperios que ha habido en el mundo.

Cuerpo, alma y espíritu

¡Pobres pueblos hispánicos! En lo material parece que el destino de todos ellos, los de América como los de Europa, era conocer un momento la riqueza para volver a caer después en la penuria. Dinero extranjero ha afluído a casi todos ellos en pago de sus productos o para explotación de sus riquezas, y cuando se habían acostumbrado a cierta abundancia, el extranjero se ha marchado a otros países para proveerse a menos precio de análogos artículos. Ello ha ocurrido con los azúcares de Cuba y con el mineral de hierro de Vizcaya, con los nitratos de Chile y con las naranjas de Valencia, con el petróleo de México y con el cobre de Río Tinto. Ahora parece que empieza a acontecer con las carnes, el trigo y el maíz de la República Argentina. Por lo visto, no somos ni lo bastante hábiles para enriquecernos de un modo permanente en nuestros tratos con el extranjero, ni lo bastante humildes para resignarnos a ser por mucho tiempo su colonia económica.

Pero el desengaño material es poca cosa junto al espiritual. La Inglaterra librecambista, que iba a enseñar economía a todas las naciones, ha tenido que cerrar sus fronteras y no sabe si en lo futuro dispondrá de recursos suficientes para seguir nutriendo a su pueblo con alimentos importados. Francia, promesa universal de placeres, guarda en los sótanos de su Banco central, en la Rue de la Vrilliére, el dinero amonedado y los lingotes de oro con que debieron «financiar» su crecimiento los países hispanoamericanos, pero nadie sabe si podrá costear los presupuestos de su democracia. Los rascacielos de Nueva York serán herrumbre y ruinas antes de encontrar inquilinos que puedan pagar a sus propietarios la renta calculada. Lo peor no es que estemos mal nosotros, sino que, salvo la posibilidad de que los nuevos regímenes de Italia y Alemania señalen un camino de progreso, no haya en el mundo nada que envidiar y tengamos que decir con Quevedo:

Y no hallé cosa en que poner los ojos

Que no fuese recuerdo de la muerte.

Ello no importaría grandemente si los pueblos hispánicos nos aprendiéramos la debida lección, y es que todo o casi todo lo que padecemos es resultado de haber abandonado nuestro sistema tradicional de legislación, fundado en el saber especializado y en la inspiración cristiana, por otro en que la ley no es ya sino la voluntad de un soberano, individual o colectivo. Dejamos al padre Vitoria por el barón de Montesquieu, que separó, con su célebre división de poderes, la legislación de la jurisprudencia, y desde entonces nos condenamos a no vivir sino bajo el albedrío caprichoso de un tirano o de una mayoría parlamentaria, no menos irresponsable e ignorante. Los pueblos hispánicos se hicieron en torno de una creencia religiosa: la de que la Providencia ha dispensado a todos los hombres una gracia suficiente para la salud. Sobre esta idea hemos fundado nuestras instituciones políticas. Si todos los hombres pueden salvarse, todos deben poder mejorar de condición, entiéndase bien que se dice «poder mejorar», no mejorar a secas. Que mejoren o no de condición deberá depender de sus merecimientos. Las instituciones no han de estorbar, sino que han de favorecer, el ascenso social de los que lo merezcan. En ese espíritu se inspiraban las leyes de Indias. Y hubo un tiempo en que el negro, el indio, el zambo, el cholo y el mulato estaban persuadidos de que había un rey de Castilla que defendería su justicia si fuera necesario. El catolicismo español llevaba implícito el ideal de cristianizar al mundo entero y de elevar, en lo posible, a todos los caídos. Ahora nos hemos olvidado de todo eso. De cada veinte hombres cultos no habrá apenas uno que se dé cuenta de que América no fue descubierta por el progreso de las artes de la navegación, ni por codicia, sino por el convencimiento de que los habitantes de sus tierras ignotas podían salvarse lo mismo que nosotros, ni de que lo maravilloso de esta gloria, con la que de un solo golpe creamos la unidad física del globo, la unidad moral del género humano y la posibilidad de la Historia Universal, no está en el pasado, sino en el porvenir, en cuanto marca, lo mismo en lo social que en lo internacional, el derrotero que hemos de seguir en lo futuro para hacer de la Humanidad una sola familia.

Es probable que a la pérdida de nuestra tradición ecuménica haya contribuido no poco la misma índole universal de nuestro espíritu. Por ella estábamos más dispuestos que cualquier otro pueblo a creer en la bondad de las ideas extranjeras. Un fuerte patriotismo territorial nos hubiera impulsado a defender con más tenacidad nuestros propios valores. Pero tal vez era preciso, para que este patriotismo se vigorizase entre nosotros, que se fragmentara nuestro imperio, porque mientras se sostenía eran tan grandes nuestras tierras que no podíamos quererlas, ya que ojos que no ven, corazón que no siente. No sé si ahora mismo habrá brotado, en alguna de las patrias formadas en lo que fue el Imperio nuestro, uno de esos nacionalismos exagerados, que se olvidan de que la vida de los pueblos debe también ajustarse a los principios generales del derecho y de la moral. Lo que sé es que un nacionalismo que se funde en la tradición —y apenas es concebible un nacionalismo que no busque sus raíces en la Historia—, tiene que ser en España universalista, porque ése es el sentido de toda nuestra Historia. Entre nosotros no podría tener otro sentido hacer distingos entre patriotismo y nacionalismo, que no sea el de considerar el nacionalismo como un patriotismo militante frente a un peligro de disolución. Para España no hay más nacionalismo que «el nacionalismo justo», que definía recientemente el Comité archiepiscopal de la Acción Católica Francesa como: «aquél que quiere para su país la prosperidad, el respeto de sus derechos y su verdadero lugar en el concierto mundial». Los grandes hombres que el espíritu territorial produce en nuestra patria, como Jovellanos y Pignatelli, no son «jingoes», ni «chauvinistas», sino espíritus ponderados que no renuncian a su universalismo y en que se armonizan sin violencia el espíritu de las águilas austriacas con la economía de las lises borbónicas, al revés de lo que ocurre con fanáticos del tipo de Aranda y Floridablanca, que no creían en la posibilidad de construir carreteras sin combatir la religión y que, en último término, antes renunciarían a las carreteras que a la persecución de los creyentes.

No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a monopolizar el patriotismo. Queramos o no queramos, los pueblos hispánicos tenemos una patria dual: territorial y privativa, en un aspecto; espiritual, histórica y común a todos, en el otro. ¿Qué sabe de España el español que no ha salido nunca de ella, siquiera sea con el alma? ¿Y qué sabe de su propia patria el americano que se figura que no comenzó su historia sino en las guerras de la independencia? El español que no lleve en el alma la catedral de México, no es totalmente hispánico. Y el mexicano que no perciba el carácter hispánico de su grandioso templo, es porque no lo entiende. Pasamos todos por un período de falta de fe en nosotros mismos. Parecemos los «heitmatlos», los despatriados de la cultura. A lo sumo se dicen los más piadosos de nosotros, que Dios no puede abandonar a España, lo que sería admirable si implicase el propósito de consagrar la existencia a su defensa, pero que, sin este propósito y la acción consiguiente, viene a ser casi como la fe sin obras del luteranismo. La diversidad misma de nuestros territorios y de nuestras razas y su profunda unidad espiritual, en la que no es posible que surja un gran poeta, como Rubén Darío, sin que se erija en vate hispánico, nos está diciendo que así como en el hombre hay, según San Pablo (I, Tesalonicenses, V, 23) «espíritu, alma y cuerpo», también los hay en la patria, sólo que en ella es posible que la pluralidad de los cuerpos, que son los diversos territorios, y la mayor pluralidad de las almas, que son las de los hombres, se den al mismo tiempo que la unidad del espíritu. El drama se opera, por supuesto, en la región medianera, que es la de las almas. A ellas corresponde nutrirse del espíritu, para espiritualizar con él la tierra y conservar y acrecentar el tesoro espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten con él. Ellas son las que han de conservar izada la bandera. El espíritu no puede morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o traicionarlo o cambiar sus valores por desvalores que envenenen las almas. También en este plano del espíritu ser es defenderse. Ser es defender la Hispanidad de nuestras almas. La Hispanidad, como toda patria, es una permanente posibilidad. Así como sobre el individuo se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la patria, en cambio, como la rueda de la Fortuna, es permanente posibilidad. Puede morir, puede ser inmortal, por lo menos mientras no venga el fin del mundo: todo depende de nosotros, que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros destinos personales como abandonemos el que nos señala, como corriente histórica que apunta al porvenir, la tradición de nuestra patria.

Pero son pocos los españoles e hispanoamericanos que nos damos cuenta de que vivimos espiritualmente de la Historia. Cuando era yo joven, en el atropello del 98, que fue nuestro «Sturm-und-Drang», llamé a Menéndez Pelayo «triste coleccionador de naderías muertas» porque, en mi ignorancia, no me daba cuenta de la supervivencia de lo histórico. Pocos años después me horroricé, todavía me estremezco al recordarlo, cuando en un discurso de la Biblioteca Nacional, exclamó don Marcelino, con voz tonante y retadora: «Entre los muertos vivo». Me pareció oír decirle que vivía entre cadáveres, y aunque recuerdo, y todavía me parece estar oyendo sus palabras precisas: «Entre los muertos vivo», yo sentí como si proclamase que se estaba muriendo entre los fallecidos. La idea de que se pudiera vivir entre los muertos y la de que sólo entre ellos pueda vivirse con plenitud la vida del espíritu, me eran entonces completamente extrañas y hasta repugnantes y supongo que lo seguirán siendo a inmenso número de compatriotas educados. Pero recientemente recibía la Academia Francesa a M. Abel Bonnard, sucesor de M. Le Goffic, y en su discurso de contestación recordaba Monseñor Baudrillart que el último libro de Le Goffic: Broceliande, termina con un capítulo que se titula «Espíritu, ¿estás ahí?».

«Cae la noche o más bien, sube, y los pensamientos con ella. El bosque no es ya más que una masa coagulada y negra: en el centro de la cabaña hay dos espejos que se devuelven todavía reflejos de luz; un pedazo de cielo, un estanque. Es la hora de las apariciones: “Espíritu que espero, cualquiera que sea el mensaje que me traigas, ¿estás ahí?”. El espíritu aparece: es el encantador Merlín, que, como el Proteo de la fábula, ha recibido el doble don de profetizar y de cambiar de forma. Y he aquí que sucesivamente reviste la de todos los personajes, humildes o grandes, que han encarnado y traducido al exterior el alma de Bretaña. Espíritu, ¿estás ahí? La cuestión sube a nuestros labios, con la noche de nuestras vidas, mientras miramos Francia, tal como ahora se deshace y se rehace. Espíritu de Francia y de su tradición, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, en ese caos de sistemas y de ideas, en esta invasión tumultuosa de doctrinas extrañas a tu genio que maestros extraviados pretender imponerte? Señores, nuestra misión es guardar, en el curso de las evoluciones legítimas, el espíritu sin el cual, aunque subsistiera un pueblo francés, Francia dejaría de existir».

Para evocar el espíritu de la Hispanidad o el de Francia no nos parece el mejor medio apelar a los servicios de Merlín cuando tenemos el camino de Menéndez Pelayo: el de la Historia. Sólo que no ha de pensarse que la Historia es sólo útil, a los que la enseñan o a los historiadores. La historia es útil sobre todo a los hombres de acción. Hasta pudiera definirse como el método universal de toda acción. El político no tiene otra guía que las analogías que le ofrece la Historia. Tampoco hay ciencia especial de los negocios que la experiencia del negociante, que viene a ser su Historia. Y cuando los negocios que la ocupan trascienden su experiencia personal, a la Historia ha de acudir para informarse. Al pincel que pinta una sonrisa deben acudir las mil sonrisas de los recuerdos del artista y de los cuadros de los museos. El general empeñado en un combate no tiene tampoco más estrella del Norte que la que le ofrezcan en su mente la semejanza de análogas batallas. Todo lo que podemos vislumbrar del porvenir es lo que nos indican las corrientes históricas. Hasta los físicos y matemáticos más notables suelen distinguirse por el conocimiento de la Historia de sus ciencias y en ella encuentran, por analogía, la única guía que puede orientarles en sus perplejidades, que son la noche oscura que precede a sus descubrimientos. Y sin llegar a la identificación que hace Croce entre la Lógica y la Historia, porque en los seres hay también lo general, que no es histórico, no cabe duda de que el modo individual de cada ser sólo en su historia se revela.

Al morir Menéndez Pelayo, el 19 de mayo de 1912, puede decirse que la innegable derrota de su propósito fundamental coincidía con el comienzo de su victoria definitiva. Estaba derrotado, porque había dedicado la vida a arrancar a España de las garras de la revolución, y ésta se propagaba en torno suyo, por todos los departamentos del Estado, para minar y corroer lo que aún quedase del espíritu tradicional. Don Marcelino había vivido entre sus muertos, sin poderse dedicar al cuidado de formar generaciones de discípulos que continuasen su labor. De cuando en cuando se escuchaba la protesta del polígrafo, que volvía a sumirse en sus infolios después de formularla. Sus compatriotas estaban divididos, desde hacía más de un siglo, en dos grupos: los que seguían la tradición patria en la línea del tiempo, pero vueltos de espaldas a lo que en el mundo acontecía y como temerosos de que les fuera en el porvenir tan enemigos como en el pasado; y los que vivían con las miradas fijas en el mundo exterior, dispuestos en cualquier momento a aceptar sus ideas y a dar a la novedad el valor de la verdad, pero ignorantes y despreciadores de su propio pasado, con lo que ya se dice que en el fondo se despreciaban a sí mismos, porque no somos sino lo que el tiempo nos ha hecho. Y aunque se llamaban y se creían innovadores, su labor era puramente destructiva, porque sólo se renueva lo que de la tradición recibimos: Nihil innovatur, nisi quod traditum est. Al morir el polígrafo, ese mundo, que tantos españoles venían venerando con culto idolátrico, estaba a punto de arrojarse por el despeñadero en que se ha hundido. Los españoles no hemos sabido evitar que la catástrofe universal nos alcanzase. Desde hace tres años puede decirse que estamos en la guerra.

Pero a medida que la crisis del mundo se ha ido acentuando, han comenzado a menudear los libros maravillosos extranjeros en que se reconoce la razón de España: la de Isabel la Católica, la de Carlos V, la de Felipe II, la de la Contrarreforma, la de las Leyes de Indias, la del arte barroco. Y de otra parte, los mismos españoles hemos empezado a aprender, estupefactos, lo que fue nuestra acción en el Concilio de Trento, lo que enseñaba Francisco de Vitoria, lo que fueron nuestras controversias religiosas en los siglos XVI y XVII, y cómo no hubo en el mundo pensadores más sabios y profundos que Molina y Suárez, Álvarez y Báñez. La vida de Menéndez Pelayo entre los muertos y la de sus continuadores nos han valido el conocimiento de una España inmortal, creadora y maestra de una Hispanidad, que puede, si quiere enraizarse en su pasado, defender su futuro contra todas las sacudidas de los demás pueblos. La crisis del mundo no se debe, en último término, sino al esfuerzo insano realizado por los pueblos y las clases sociales para colocarse en situación de privilegio respecto de los demás. Es fundamentalmente extraña al espíritu hispánico. Los españoles y los hispanoamericanos podíamos, debíamos haber previsto que esos esfuerzos tenían que frustrarse, porque nuestra fe fundamental nos dice que la Providencia ha dispensado a todos los hombres una gracia suficiente para la salud, de cuya fe teológica se deriva un credo político. Las sociedades han de constituirse de tal modo que no estorben, sino que ayuden al mejoramiento de sus miembros y de los demás hombres, pero con el convencimiento de que no se conseguirá que todos mejoren, porque no todos sabrán o querrán aprovecharse de las condiciones que se les propongan para estímulo. Ello significa que los hispanos no creemos en países privilegiados. En vano tratará Israel de vivir sobre los gentiles, imaginándose que le son inferiores. En vano fingirán una superioridad de raza los anglosajones o alemanes. Tampoco se conseguirá que Francia llegue a ser permanentemente la sal de la tierra. Será absurdo querer que los albañiles de Nueva York puedan ganar siempre, como ganaban hace cuatro años, más dinero que los miembros del gobierno español. Ni es posible que los pueblos que componen el Islam se persuadan de que siempre han de tener que servir a los otros, sólo porque la palabra Islam signifique abandono a la voluntad de Dios, porque antes abandonarán el Islam que resignarse a inferioridad perenne, a que tampoco se someterán los pueblos de Asia, ni los de África.

Todos pueden caer y todos pueden levantarse, lo mismo los pueblos que los hombres. Esto es lo que nos dice nuestra fe y lo que la Historia corrobora. Nuestra caída, la de todos los pueblos hispánicos, porque todos juntos no pesamos lo que en el siglo XVI, consistió solamente en haber inferido de cierta superioridad temporal de otros pueblos, una superioridad inherente, contraria a nuestra fe; dicho más claro, en haber creído en la superioridad intrínseca de Francia e Inglaterra y, después, de los Estados Unidos y Alemania. De esta traición a nuestra fe fundamental se ha derivado la deficiencia de nuestra labor creadora, con cuya deficiencia hemos pretendido corroborarnos en este credo de abyección. Pero la verdad, y nuestra verdad, es la que defendía Diego Laínez, en Trento, cuando decía que las armas y el caballo que Dios ha puesto en nuestras manos son insuperables para la pelea, por lo que no hemos de culpar de nuestro atraso a nuestra tierra, ni a nuestra raza, sino que hemos de poner en la batalla de toda la mente, todo el corazón, toda la vida.