Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre Los Estados Unidos de hoy, ha pintado de un trazo los esfuerzos de la gran República norteamericana durante la posguerra definiéndolos como «la reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de sangre extranjera». El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y «procura su salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad». Amenazado en lo físico —porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más un 13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo—, hasta hace poco tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes. Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.

El viejo americano está contento consigo mismo; lo estaba, cuando menos, antes de la crisis que empezó en octubre de 1929. Se cree seguro del éxito, de la victoria, de la libertad, de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa «los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o los fermentos de disolución que amenazan su integridad». El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro «un segundo Brasil». El ideal sería que prevaleciese eternamente «el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones con Dios». Con ello no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud «la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos»; lo aristocrático, en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos entraran en la guerra «fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y norteamericanos», aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace más de un siglo.

Ésta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es esta una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando «las batallas de Dios», porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, «por decirlo así», como escribe Menéndez Pelayo en su estudio sobre Calderón: «el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos», sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones: rivalidad, por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad, frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.

Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente —aun después de llegadas a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente— de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza, que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Westfalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la guerra de sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.

El desorientado siglo XIX

Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se fueran cada uno por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se las encontraba otra salida que otras décadas de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre india.

Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispanoamérica no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola —las Universidades suelen alimentar este fuego profano— y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.

La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan deprisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el Rey de España. Éstas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el Rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.

Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los criollos se dijeron: «Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el instante». De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etc., le parecía incapaz de educarse «en la libertad, en la paz y en la industria». Pero flamencos y escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al África del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?

Al morir Simón Bolívar, exclamó: «¡Los tres más grandes majaderos de la Historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote… y yo!». Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: «Nadie pensaba que lo que perseguía era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás». Bolívar se encontró con el desengaño inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un francés: «¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!». Hace cuarenta años tropecé yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y «El alma encantadora de París». En todo el siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la Hispanidad las almas escogidas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, mientras pueblos enteros se echaban a dormir por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus compatriotas y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y de despensa.

Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que sabiduría, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explica San Pablo cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: «Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta». El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se desencanta porque los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a los demás en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han conocido los ideales supremos escribió Dostoievski su dilema: «O el valor absoluto o la nada absoluta», que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de que sus indios hayan preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.

Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.

La extranjerización

De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado, España misma es la originadora, cuando no la responsable. El agua de las fuentes suele venir de lejos y las inepcias de los periodistas españoles que no hace mucho tiempo califican de capciosos los gritos de ¡Viva España!, tienen también remoto origen. No sé si ello servirá de consuelo a nuestros compatriotas de América cuando se angustien por algún ataque antiespañol, pero yo lo sentí cuando me enteró Basterra, en Los Navíos de la Ilustración, de que el ambiente espiritual en que se formó Simón Bolívar fue el que habrían creado en Caracas los mismos españoles y ello porque me dije que lo que nosotros habíamos destruido: el prestigio de nuestra tradición, nosotros mismos podríamos rehacerlo, al menos si la Divina Providencia nos quiere devolver el buen sentido.

En su libro sobre Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, Mr. Cecil Jane ha dicho que «Carlos III fue el verdadero autor de la Guerra de la Independencia», y ello porque: «Al tratar de organizar sus dominios sobre base nueva destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían permitido que el régimen español durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo». Es demasiada culpa para un hombre solo. Alguna cabría a sus antecesores y a los virreyes, gobernantes, magistrados y militares, muchos de ellos masones, que España enviaba a América en el siglo XVIII, llenos de lo que se creía un espíritu nuevo. La responsabilidad fue, en suma, de la España gobernante en general, que renegaba de sí misma, en la esperanza de agradar a las naciones enemigas y sobre todo a Francia, porque, como escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1776: «Rousseau me dice que, continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la Iglesia, debe tenérsele por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio»; cosa que no pudiéramos decir nosotros de estas apreciaciones.

Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de nuestra extranjerización. No faltan los documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico, el valor de pensar por cuenta propia. Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera continuadores de su empuje. Quizás se entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que está ocurriendo en Francia. Desde que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los franceses más que de impedir que los pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que entonces sea suyo el poderío máximo de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es posible, aunque improbable, que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde hace bastante tiempo, Francia no respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus grandes intelectuales Francia está germanizada desde el tiempo de Madame Staël; y que sólo ahora, desde la última guerra y pocos años antes, se esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería disparatado suponer que si los alemanes acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que Francia sufriera un gran desastre o una serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la superioridad de Alemania que no pensarían ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.

También los españoles tuvimos a Francia bloqueada durante siglos: por el Norte, con la posesión de Flandes y de Arras; por el Este, con la del Franco-Condado; por el Sudeste, con la de Milán, y más al Sur los reyes de Aragón habían arrebatado Nápoles y Sicilia a la Casa de Anjou. D. Gabriel Maura (Carlos II y su Corte, vol. II, pág. 420) califica de «error casi secular» el de España al empeñarse en mantener, aliada de Alemania, la hegemonía en Europa. M. Bertrand, en su Historia de España, dice que aquélla fue una: «lucha por seguir siendo gran potencia europea». Y en ello hay parte de verdad, pero no peleábamos tan sólo por un ansia de hegemonía, sino por el empeño religioso de la Contrarreforma y por el anhelo de ayudar al Sacro Imperio Romano Alemán, como la espada temporal de la Iglesia. Más que el deseo de poder eran la fe y la honra quienes nos detenían en la Europa central. Y lo importante para nuestro razonamiento es que sentíamos todo el tiempo que la empresa era superior a nuestras fuerzas y que Francia consolidaba su posición frente al Imperio y frente a España, y a veces, como en los tiempos de Carlos II, frente a Confederaciones poderosas, en que entraban también Holanda, Suecia e Inglaterra.

En las décadas últimas del siglo XVII Francia tuvo que aparecerse a los ojos de nuestros gobernantes como la potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer. Carlos II y sus consejeros llegaron al convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la amistad de Francia, y la procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las Españas. Las lises borbónicas, es decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas austriacas: por águilas, emblema de la inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y entonces surgió el ideal de convertir España en otra Francia. Los franceses no eran contrarios. Luis XIV escribía en sus instrucciones secretas al Delfín, cuando ya ocupaba Felipe V el trono de Madrid, que no debía olvidarse nunca de que las Monarquías española y francesa se condicionaban de tal modo que no podía prosperar la una sin detrimento de la otra. Pero el auge de Francia nos hizo perder el equilibrio espiritual. Dejamos de tener lo que para un país civilizado es tan importante como el ser, a saber, la conciencia clara de nuestro ser y de su sentido. Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la persuasión de que la vida verdadera era la de Francia o en todo caso la de algún otro pueblo y en la más completa ignorancia del espíritu que anima nuestra historia. Donoso Cortés cuenta que: «En la Exposición de Londres (1851) hubo días en que el número de los españoles fue allí mayor que en Madrid». Y comenta, entristecido: «Tornáronse curiosos y sin asiento los que nunca se movían sino para conquistar la tierra o visitar los países conquistados».

Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros. Y no es que busquen, como escribía «Fígaro» en La polémica literaria: «un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme», pero sí que los de más talento estaban persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras, pero es que hemos estado secularmente persuadidos no tan sólo de que «no fue por estas tierras el bíblico jardín», sino de que nunca fuimos una potencia civilizadora de primera categoría. El propio Donoso Cortés, cuando escribía su libro sobre La diplomacia, en 1833, colocaba sin reparos a Francia al frente de la civilización universal, y cuando un crítico le reprochaba los galicismos de su estilo respondía desenfadadamente que: «Nadie se puede elevar a la altura de la Metafísica con los auxilios de una lengua que no ha sido domada por ningún filósofo». Entretanto Balmes, a quien no quiso el Cielo darle el menor talento para la poesía, cincelaba la prosa admirable con que escribió la Filosofía fundamental, y el mismo Donoso, unos años después, cuando se le cayeron las vendas de los ojos, escribía su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no ya con don de lenguas, sino con lo que vale mucho más, según San Pablo, con espíritu de profecía: «Porque mayor es el que profetiza que el que habla lenguas» (Nam major est qui prophetat, quam qui loquitur linguis, I Cor. XIV, 5).

La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar. Patriotas tan insignes como Cánovas dejaban caer la terrible sentencia: «Son españoles… los que no pueden ser otra cosa». Magníficos temperamentos nacionales como el de la Emperatriz Eugenia se educaban sin tener en la cabeza la menor idea de que España era algo más que un país de vinos, flores y cantares. Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos media historia de España que es una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable, en vez de concertar los ánimos contra las calamidades y «destruirlas combatiéndolas», como hubiera hecho Hamlet, de no haber sido Hamlet.

Parece como que nos poseyera algún espíritu que nos excitara todo el tiempo a ser otros, a no ser quienes somos. Y menos mal aún, porque con ese empeño de imitar y emular al extranjero aún conseguiríamos hacer algunas cosas de provecho, si nos tomáramos el trabajo necesario para adquirir las virtudes en que descuellan otros pueblos: Francia, en el ahorro; Inglaterra, en la iniciativa; Alemania, en la organización. Claro que así no se producen los genios, que han de vivir, nos dice Weininger, «en correspondencia consciente con el universo», lo que quiere decir, en primer término, que los genios han de ser genios de su raza, pero tipos como el de Jovellanos, que al anhelo de emular al extranjero, juntasen fuerte patriotismo territorial y popular, hombría de bien y positiva religión, los hemos producido y aún los seguiríamos produciendo, según todas las probabilidades, en número bastante, si al escepticismo respecto de sí misma, que es la extranjerización de España, no se hubiera unido el escepticismo respecto de toda la civilización, que es en lo que consiste esencialmente el espíritu revolucionario.

El naturalismo

Es muy curioso que Menéndez Pelayo no dedique apenas la menor atención en sus Heterodoxos a lo que vamos a llamar «naturalismo», aunque reproduce las fieras palabras con que Jovellanos lo combatió en su Tratado teórico-práctico de la enseñanza: «Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad… y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa»… Mi explicación, a falta de otra, es que, hombre de fe y doctrina, de cultura y de libros, la curiosidad de Menéndez Pelayo se extendía a todas las deformaciones de la cultura y de la fe, a condición de que los libros y su estilo se las presentaran con alguna decencia intelectual, pero que no podía interesarle en la misma medida la negación radical de toda cultura, que es la quinta esencia del «naturalismo», con lo que dicho queda que el concepto de naturaleza tiene aquí muy poco que ver con el de los juristas clásicos, que postulaban un derecho natural o normativo, como correspondiente a la naturaleza racional del hombre.

El naturalismo defiende y justifica al hombre tal cual es en la actualidad, con sus pecados y pasiones, frente a las instituciones históricas, que pretenden disuadirle del mal y estimularle al bien. Una formulación científica de este naturalismo es afirmar, con Bertrand Russell, que el impulso tiene más importancia que el deseo en las vidas humanas. La más conocida es la de Rousseau y su predecesor Lahontan al mantener la superioridad del hombre en el estado de naturaleza sobre el civilizado. Y si se acepta la definición que mi amigo Hulme daba del romántico como el que niega el pecado original, naturalismo y romanticismo son lo mismo. En ninguna de sus formas podrá elaborar el naturalismo una doctrina de gran aparato intelectual, pero si como doctrina es deleznable, como tendencia, en cambio, es casi irresistible y en ello está su gran pujanza. Constituye el elemento «demasiado humano» que hay en cada uno de nosotros, se encuentra en el aristócrata más linajudo y en el artista más exquisito, es el eterno Adán que quiere salirse con la suya porque le da la gana, y luego inventa las razones con que justificarse, que nunca son tan esenciales como el anhelo de hacer lo que quería. No es tanto una heterodoxia determinada, como el fondo permanente —el de Lutero, el de Enrique VIII— de donde salen todas las herejías.

En lo religioso podrá adoptar la fórmula, en apariencia inofensiva, de que sólo nos salva la fe, pero ya se niega con ello el poder de la razón, el de la voluntad, el de las prácticas religiosas, el de la disciplina social. El universo se hace arbitrario. Perdida la sustancia de las buenas obras, la vida es una procesión de sombras que vienen y van. Ya no falta sino leer a Omar Khayyam y decirse: «Yo mismo soy el cielo y el infierno». Bebamos, que mañana moriremos. Una cosa es verdad, mentira todo el resto: «La flor que ha florecido se muere para siempre». El naturalismo intelectual es todavía más sencillo. No hay verdad, ni falsedad objetivas: «Fuera de nuestra sensaciones, ni hay otra verdad, ni puede darse». Así resume Deborim, su gran comentarista, la filosofía de Lenin, que viene a ser la misma del conocido aristócrata que dice: «A mí que no me vengan con verdades: lo que yo quiero es que se me adule». En punto a moral, que cada uno haga lo que quiera y pueda, y ésta es la doctrina que proporciona los mayores éxitos de librería a los novelistas que procuran librar a sus lectores del temor al infierno y a los remordimientos. Y en cuanto a política y derecho no ha de haber más criterio que la voluntad del mayor número.

Si estas doctrinas prevalecieran en un país compuesto exclusivamente de espíritus trabajados por toda clase de disciplinas no pasarían de ser el capricho de una generación. Hasta pudieran ser temporalmente beneficiosas, en cuanto estimularan la espontaneidad y originalidad de los talentos. Pero no hay pueblos constituidos por filósofos. La cultura de los pueblos no puede pasar del grado elemental. Tampoco pudiera hacer grandes estragos la idea naturalista en países que no padecieran un proceso de extranjerización espiritual. A los veinte años de revolución restableció Francia su antigua Monarquía. En cualquier país de evolución normal, las piedras de los viejos monumentos se bastan para refutar el espejismo de la superioridad de los salvajes. Pero cuando el naturalismo empezó a propagarse en los pueblos hispánicos, España estaba en plena fiebre de extranjerización y el resultado del entrelazamiento de estas dos tendencias: la extranjerización y el naturalismo, fue la confusión de principios que todavía estamos padeciendo. La extranjerización pudo inducirnos a imitar lenta y fatigosamente las virtudes y los éxitos de otros países, pero el naturalismo nos hizo presumir que no era necesario tomarse gran trabajo para ello, sino meramente dejar obrar a la naturaleza, con lo que pudimos imaginar que Oxford y Cambridge y la industria de Inglaterra eran productos naturales de la libertad y que la Soborna y la riqueza de la tierra francesa eran obra de la revolución y no de la disciplina y del esfuerzo de mil años.

El naturalismo y el espíritu revolucionario tenían que ser doblemente desastrosos en países como los nuestros, empeñados en el larguísimo proceso de asimilarse y evangelizar razas extrañas, y aún hostiles, en algún caso, a las esencias de nuestra civilización, como eran, en España, los numerosos descendientes de judíos y moriscos y en América las razas de color. España no es meramente el país de Don Quijote, sino el pueblo de Sancho. Gabriela Mistral ha escrito hace poco que los pueblos de Hispanoamérica se componen de dos partes de indios, una de español y una de cosmopolitas, y si a razas atrasadas se las dice desde arriba y por los hombres de cultura que no necesitan esforzarse y que lo que más les conviene es que se entreguen a su espontaneidad, lo probable es que abandonen toda disciplina. Desde el momento, 1767, en que Bucareli, gobernador de Buenos Aires, dijo a los caciques guaraníes que los indios eran tan ciudadanos como los padres jesuitas que los adoctrinaban y que se les iba a enseñar el castellano, para enviarlos a Madrid y darles título de caballeros e hijosdalgo, los infelices gobernadores y caciques, perdida ya la convicción de la necesidad de seguir esforzándose para mejorar de estado, no tenían ya más horizonte que volver a la selva primitiva, y a la selva volvieron pocos años después.

Sacudir las cadenas; abatir los obstáculos tradicionales; la piqueta demoledora; la tea incendiaria. ¿Es posible que haya habido en el mundo espíritus cultivados que proclamaran que éstos son los modos y las herramientas del progreso? Es verdad que entre estos espíritus cultivados han abundado los especialistas en medicina o en ingeniería, que dogmatizan sobre filosofía de la historia, aunque ignoren lo mismo la historia que la filosofía, pero Rousseau y Russell son dos hijos de la civilización cristiana. Ningún pueblo salvaje ha producido nunca un Russell o un Rousseau. Recuerdo que Russell vino un día en Londres a una sociedad gremialista, de la que yo era miembro, a hablarnos de los horrores de la autoridad y de las excelencias de la libertad en materias de cultura, y como Russell era profesor en Cambridge, le interrogué en la hora de las preguntas: «¿Cree usted que los discursos de los energúmenos de Marble Arch, que son libres, superan en excelencia intelectual a las lecturas de Cambridge, más o menos controladas por el Gobierno?». La respuesta fue terminante: «No señor»; pero supongo que no entendería, por razón de mi acento extranjero, mi siguiente pregunta: «¿En qué funda usted, entonces, la superioridad de la libertad sobre la autoridad en la cultura?», porque se quedó sin responder, y nadie podrá contestarla en país alguno satisfactoriamente para el liberalismo.

Imagínese ahora el lector los efectos de las doctrinas naturalistas en una familia española de clases gobernantes. Recuerde que los hidalgos de Felipe IV y de Carlos II dominaban el latín, que su educación en las letras y en las armas era severísima y, sobre todo, que Sancho no sigue a Don Quijote meramente porque es un caballero, sino porque ejecuta con la palabra y con el brazo maravillas que le pasman de asombro. Y ahora póngase en el pellejo de un aristócrata español del año 1780, por ejemplo. Empieza por estar persuadido de que en otros países, y especialmente en Francia, se hacen mejor las cosas que en España. ¿Cómo ha de prepararse mejor para la vida? ¿Cómo ha de educar a sus hijos? La tradición y el buen sentido le aconsejan la más estricta disciplina, hasta enseñarles a andar el camino que la Humanidad lleva ya recorrido. Rousseau les dirá, en cambio (Profesión de fe del vicario saboyano): «Reduzcámonos a los primeros sentimientos que encontramos en nosotros mismos, porque a ellos nos devuelve el estudio, cuando no nos ha extraviado de ellos». Al principio de disciplina se opone el de la libre espontaneidad. Nuestro hidalgo se queda perplejo. Y el Dr. Simarro describía de esta manera los efectos de la perplejidad que producen las discusiones en los auditorios del Ateneo de Madrid: «Unos dicen que dos y dos son cuatro; otros, que dos y dos son cinco: quedemos, pues, en que son cuatro y medio». El efecto de esa perplejidad fue la relajación progresiva de la antigua disciplina educativa, a la que siguió, consecuencia fatal, el continuo descenso del nivel de nuestras clases gobernantes, hasta caer en la chunga que «la masa encefálica» inspira actualmente a los caudillos de la revolución.

Y ahora imagínese también el efecto que había de producir en América la crítica naturalista de nuestras instituciones tradicionales, crítica, de otra parte, más justificada de año en año por el continuo descenso de nuestras clases gobernantes. Nada es respetable; todo ha de ser destruido: lo mismo la dinastía que la nobleza, la Iglesia que la Historia, la Universidad que las Academias, el Ejército que la que se llamaba hacia 1890 «la justicia histórica», cuando aquel crimen de la calle de Fuencarral (nuestro asunto Dreyfus). Lo que tuvo que engendrar esa crítica fue un desvío y un desprecio hacia España y hacia sí mismos, en el que todos los pueblos hispánicos tenían que amenguarse, porque el ser mismo de las naciones depende, esencialmente, de su valoración y en que sólo por un milagro podían volver los ojos con afecto hacia la madre patria. Ese milagro se llamó Rubén.

Rubén Darío y los talentos

Siempre ha habido en la América española personas inteligentes afectas a España, sólo que eran generalmente escritores puristas, caballeros de otra época, espíritus reputados de arcaicos, apartados de la corriente general de las ideas, que nos era hostil casi siempre, quizás por oposición a la secreta, pero profunda simpatía popular. Es curioso que el cambio empezara a operarse precisamente en el año 98 de nuestros pecados, y que lo iniciase Rubén Darío, precisamente el más antiespañol de los escritores de América. Y esto no lo digo yo, sino el propio Rubén al describir en su Autobiografía su acción en Buenos Aires, durante los años anteriores a su venida a España: «Yo hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo hispano, al anquilosamiento académico, a la tradición hermosillesca, a lo pseudoclásico, a lo pseudoromántico, a lo pseudorealista y naturalista, y ponía mis Raros de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica, y aún de Holanda y de Portugal, sobre mi cabeza». Y en prueba de que este antihispanismo de Rubén alcanzaba éxito, el poeta recuerda la necrología que le hizo en Panamá cierto sacerdote, con motivo de haber circulado la falsa noticia de su muerte: «Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga de la literatura española… Con esta muerte no se pierde absolutamente nada».

El prestigio de que gozaba Rubén en América hacia el año 1898 no se debía únicamente al valor de sus poesías, sino al hecho de marchar a la cabeza del movimiento extranjerizante y naturalista, pero antiespañol, en ambos casos, de la literatura hispanoamericana. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Lo que le acontecía a Rubén en América era análogo a lo que le sucedía a Galdós en España, salvo que en Galdós se compensaban el fondo extranjero y naturalista de los ideales con el españolismo del lenguaje y de los personajes de sus obras, mientras que Rubén estaba afrancesado hasta la médula. Ya nos lo dice en su Autobiografía: «París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño». Rubén vino a España, sin embargo, por una de esas razones del corazón que la razón ignora. La Nación, de Buenos Aires, buscaba una persona que pudiera informarla sobre la situación de «la madre patria» al término de la guerra con los Estados Unidos, y se ofreció Rubén. Lo natural es que hubiera ido a Cuba, para saludar en nombre de la América del Sur a la nueva nación independiente y dar testimonio de sus primeros pasos por la historia; o a los Estados Unidos, para aprender de la poderosa nación «libertadora» la magistratura política y económica. Prefirió venir a España y poner en guardia a los pueblos de la América española contra el peligro norteamericano.

Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España al terminar el 98. Tampoco intenta explicárnoslo en su Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió confusamente, desde el primer momento, lo que los españoles solo vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los Estados Unidos fue un episodio del secular conflicto entre la Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque los españoles nos defendimos, en punto a propaganda periodística, tan desdichadamente, que parecía que no peleábamos en las Antillas y Filipinas, sino por el proteccionismo arancelario y el derecho a seguir nombrando los empleados públicos, cosas en las que acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando la batalla de todos los pueblos hispánicos, y que el día en que arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse sobre todos los pueblos españoles de América la sombra de las rayas y estrellas de los Estados de la Unión.

En la emoción de la España vencida se inspiró Rubén para sus Cantos de Vida y Esperanza. ¡Qué título, para puesto al contraste de las prosas regeneracionistas que la catástrofe suscitó en España! El primero de esos Cantos es la «Salutación del optimista», único himno hispanoamericano que tenemos. Si un instinto de salvación nos quisiera mover a preparar el espíritu de las nuevas generaciones para la defensa de las tierras hispánicas, no habría ceremonial en que no se recitaran las mágicas estrofas:

¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, salve!

El tema de la defensa de la Hispanidad llena el alma del poeta aquellos años. Lo mismo aparece en las poesías menores que en las máximas, en Cyrano en España, que en sus Retratos: «Don Gil, don Juan, don Lope…», en la «Letanía de Nuestro Señor Don Quijote», que en el «Saludo al rey Oscar», donde se encuentran aquellas frases: «Mientras el mundo aliente…, mientras haya… una América oculta que hallar, vivirá España». Allí está el cartel de desafío a Roosevelt, el otro Roosevelt:

Tened cuidado. ¡Vive la América española!…

Y pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!

Los mismos «Cisnes», que pueden simbolizar cuánto hay de extranjero y de naturalista en la poesía de Rubén, le hacen preguntarse:

¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?

¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?

¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?

¿Callaremos ahora para llorar después?

Aquí acaba Rubén como poeta de la Hispanidad. Aún tiene que escribir algunos de sus mejores poemas. Ya había compuesto la obra maestra de su extranjerismo, el Responso a Verlaine, absurdo como concepto, porque, ¿qué tiene que ver todo ese esplendor fantasmagórico con el desgraciado poeta de «Sagesse»?, pero arrebatador como belleza de dicción. Después escribió el poema supremo de su naturalismo, el Poema del Otoño, que termina: «Vamos al reino de la Muerte por el camino del Amor», porque su naturalismo, en efecto, es la muerte de las almas y de los pueblos en donde prevalece. La verdad, por supuesto, es lo contrario: «Vamos al reino del Amor por el camino de la Muerte». Un momento parece arrepentirse de sus osadías anteriores y aconsejar a los pueblos hispanoamericanos la aceptación de la tutela norteamericana, ya que en El canto errante se encuentra la «Salutación al águila»:

Bien vengas, mágica Águila de las alas enormes y fuertes,

a extender sobre el Sur tu gran sombra continental…

Pero su semilla había germinado. Si no el poeta de la Hispanidad, Rubén es, por lo menos, su San Juan Bautista. A partir de sus Cantos de Vida y Esperanza, es ya posible que los talentos de la América española dediquen a España sus obras mejores, y Enrique Larreta escribe La Gloria de Don Ramiro; Reyes, El embrujo de Sevilla; Manuel Gálvez, El solar de la raza; Joaquín Edwards Bello, El chileno en Madrid. No tardan en corearles los ensayos de carácter hispanófilo, como el Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz, o el Babel y castellano, de Arturo Capdevila, acompañados de las grandes reivindicaciones históricas, como La Magistratura indiana, de Ruiz Guiñazú, o Influencia de España y los Estados Unidos sobre México, por Esquivel Obregón, o la Legislación sobre indios del Río de la Plata en el siglo XVI, por García Santillán, o los estudios de Ricardo Levene; y no continúo porque no es mi propósito hacer la bibliografía del asunto. Lo importante es que ya no se trata de escritores con pretensiones casticistas, sino de espíritus que viven la vida de su hora. Los arcaicos son ya más bien los otros, los extranjerizados, los afrancesados, los que siguen pensando, con Sarmiento y su generación, que España es incapaz de asimilarse la civilización moderna «por su fanatismo y su carencia de aptitudes intelectuales y administrativas». Y la razón última de esta reacción hispánica es la amenaza norteamericana, y la necesidad de defenderse de ella con la apología de una razón de ser que justifique la existencia. La misma que movió a Enrique Rodó a escribir su Ariel para decir a los americanos del Norte que los del Sur tienen: «una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro». Sólo que Rodó no dice los hispanos, sino los americanos latinos, porque, saturado de cultura francesa, no había aún encontrado el sentido de España.

Rubén fue el hombre que forzó la puerta, para que lo hallaran los americanos, a través de la cultura universal. Hizo las dos cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana. Para Sarmiento, en cambio, los araucanos cantados por Ercilla no eran sino: «Indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora», porque así era de tierno aquel europeizador que aconsejaba al general Mitre: «No trate de economizar sangre de gauchos. Éste es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos». Las nuevas generaciones americanas han abierto los ojos al hecho de que no podían renegar de los españoles, de los indios y de los mestizos, como son los gauchos, sin suicidarse ante la humanidad, y sus hombres más eminentes han empezado a vislumbrar que es imposible orientar a sus pueblos sin volver antes los ojos hacia España. De haber hallado en España un sentido claro de la vida, la unión hispanoamericana sería ya un hecho, por lo menos en el plano espiritual, que es el que importa. Pero, desgraciadamente para los americanos, estas décadas han sido las de nuestra máxima extranjerización. Lo que en ellas decíamos los españoles era precisamente lo que estaban cansados de escuchar los americanos. Y así tuvieron que confrontarse, solitarios, con sus perplejidades.

Entre los yanquis y el soviet

Ya antes de la guerra, desde que la inminencia del conflicto obligaba a los pueblos de Europa a concentrar sus energías en prepararse para la prueba, toda América quedaba más o menos comprendida en la zona de influencia de los Estados Unidos. Los Bancos de Nueva York empezaban a disputar a los de Londres y París la colocación de capitales. La América española ofrecía al capitalismo universal inagotables riquezas que explotar. Durante la guerra no hubo más prestamistas asequibles para Hispanoamérica que los de Nueva York, sólo que entonces podía pensarse que las cosas cambiarían al hacerse la paz, pero cuando cesaron los combates y los Estados Unidos se convirtieron en acreedores universales, muchos hispanoamericanos creyeron que había que resignarse, como en el poema de Rubén, a que fuesen los norteamericanos los que llevasen a la América del Sur «los secretos de las labores del Norte», para que sus hijos dejaran «de ser los retores latinos y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter».

La América española no había acumulado capitales propios. En parte, a causa de la idolatría de París, «la capital del Amor, el reino del Ensueño», que había devorado las fortunas de los Nababes sudamericanos y donde 15 000 familias argentinas, antes de la guerra, se gastaban sus rentas. También, porque las riquezas naturales de la América tropical parecen hacer superfluo el ahorro. Los sistemas educativos, de otra parte, y sobre todo el bachillerato enciclopédico, no forman hombres de trabajo, sino almas apocadas que necesitarán el amparo de alguna oficina del Estado para asegurarse el pan de cada día. Así han crecido los presupuestos nacionales, a costa de la paralización del desarrollo capitalista, y en algunos países han creído los políticos que convenía al progreso de sus pueblos la importación de capitales extranjeros, y en otros se ha estimulado este convencimiento con las comisiones que recibían de los capitalistas. Lo que se ha llamado «la diplomacia del dólar» ha tenido que prevalecer en estos años. Ni la libra, ni el franco, podían disputarle la hegemonía en Sudamérica.

Sólo que al mismo tiempo que «la diplomacia del dólar» ha surgido en Sudamérica la influencia de Moscú. Ya en 1918 aparecen en varios países las Federaciones Universitarias de Estudiantes, de tipo análogo a la nuestra, enarbolando primeramente un programa de reforma docente, con la intervención de los estudiantes en el gobierno de los claustros, pero animadas en un espíritu político de carácter revolucionario. Al mismo tiempo se transforma el carácter del movimiento socialista obrero, porque la idea comunista deja de ser una utopía, sólo realizable en el transcurso de los siglos, para trocarse en plan de acción inmediata, «en nuestro tiempo», como dicen los camaradas de Inglaterra. México, revolucionado desde la caída de D. Porfirio Díaz, en 1911, se convierte en uno de los centros de la nueva agitación. El otro se establece en Montevideo, al amparo del jacobinismo del señor Battle y Ordóñez. Se inicia la propaganda entre las razas de color. El éxito es grande. El comunismo, al fin y al cabo, no es sino la última consecuencia del espíritu revolucionario que desde hace dos siglos está difundiéndose por los países hispánicos. Ya estaba implícito en el naturalismo de Rousseau y en la admiración a los pueblos salvajes. Cuando se celebra en febrero de 1927 la Conferencia de Bruselas, que puso en contacto, bajo la organización de Moscú, a los negros de los Estados Unidos, los indios de México y Perú y las Federaciones Universitarias de la América española, con los revolucionarios hindús, chinos, árabes y malayos y se constituyó la «Liga contra el imperialismo y para la defensa de los pueblos oprimidos», ya estaba actuando el espíritu bolchevique en casi todos los países hispanoamericanos, avivando el resentimiento de las razas de color y de los braceros inmigrantes.

De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de indios en la altiplanicie de Bolivia y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador y en Trujillo (Perú) e intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de México, Cuba, Centroamérica, Ecuador, Paraguay, Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina. La América española ha vivido estos años entre los Estados Unidos y el Soviet. Las intervenciones norteamericanas en Haití, Santo Domingo y Nicaragua, hacían temer a los hispanoamericanos que detrás de los capitales estadounidenses vinieran las escuadras y la infantería de marina, y éste era el tema que aprovechaban para sus propagandas los agitadores de las Federaciones Universitarias y de las sociedades obreras. Donde quiera que los norteamericanos han acaparado monopolios o industrias para cobro de sus préstamos, han surgido las huelgas y las revoluciones contra los Gobiernos que han entregado al extranjero las fuentes de la riqueza nacional. Así han podido advertir los norteamericanos la dificultad de realizar los sueños de imperialismo económico a distancia, que tan hacederos parecían. El capitalismo extranjero es necesariamente débil, porque no acierta a crear intereses afines que por solidaridad lo sostengan. Su colusión con los políticos venales tampoco lo refuerza, porque en los países hispánicos nunca son populares los políticos de negocios. Lo que hizo viable en Rusia la revolución bolchevique fue el hecho de que el capital era extranjero en su mayor parte. Cuando ello ocurre es ya más fácil alzarse en contra suya y presentarlo como un factor monstruoso, enemigo del proletariado y de la patria. Y no siempre es posible, como en el caso de Santo Domingo, Haití o Nicaragua, sostener los intereses imperiales con un par de compañías de infantería de marina. En el caso de países más pujantes sería necesario defender «la diplomacia del dólar» con grandes ejércitos, cuyo entretenimiento costaría bastante más dinero que el valor de los intereses que se han de proteger.

De otra parte, muchas de esas inversiones de dinero no han sido juiciosas. Durante la guerra se colocaron en Cuba inmensos capitales deseosos de explotar la industria azucarera. La baja del azúcar ha causado la ruina de empresas norteamericanas por valor de varios centenares de millones de dólares. La crisis actual ha hecho caer en la bancarrota a numerosos países hispanoamericanos, porque se les había prestado grandes sumas en tiempos de carestía, cuyo reembolso ha hecho imposible la baja de los precios. Y no hay manera de recobrar por vía compulsiva lo prestado. No es que los Estados Unidos hayan aceptado nunca la doctrina del Dr. Drago, sino que serían necesarios demasiados soldados para guarnecer el Continente. Después de pasar estos años entre la amenaza de los Estados Unidos y la de los Soviets, movimientos igualmente enemigos del espíritu de la Hispanidad, pero contrapuestos entre sí, los pueblos de la América española van a encontrarse ahora ante las mayores perplejidades de su historia, porque si ellos, de una parte, están arruinados, a causa de la baja de los precios de sus productos y del aumento de sus obligaciones públicas y privadas, sus acreedores se hallan tan en bancarrota como ellos, y más pobres, porque los Estados Unidos no cobran sus créditos, ni venden sus productos, y han de mantener de una manera u otra a sus doce o catorce millones de obreros sin trabajo, además de arbitrar los inmensos recursos que necesitan para cubrir los déficits de su Gobierno federal, de sus Estados federados y de los Ayuntamientos de sus grandes ciudades, por lo que ya se anuncia que el nuevo Presidente, Mr. Roosevelt, tendrá que hacer de síndico en la inminente quiebra.

Los dioses se van

Ésta es la hora dramática y sin precedentes para todos los pueblos hispánicos, de perder los maestros, de que se nos deshagan los modelos. Llegar a la mayoría de edad y recibir las borlas doctorales en la Universidad de la vida es también dramático, pero acaece en el curso natural de las cosas. Lo que no tiene ejemplo es quedarse sin maestros en el momento de seguir sus lecciones con más aplicación. Y esto es precisamente lo que en estos años nos ocurre. Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la hora actual en situación tan crítica y penosa que ya no pueden mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.

Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura (1819) que Francia e Inglaterra aleccionaban a las demás naciones en «toda especie en materia de gobierno» y que su revolución, «como un radiante meteoro», inundaba al mundo «con tal profusión de luces políticas, que ya todos los hombres conocían cuáles son sus deberes, en qué consiste la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus vicios», las palabras del libertador no expresaban sino el mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la propia España, habían llevado a Venezuela, con sus libros, los pilotos y negociantes de la Compañía del Cacao. Virreyes borbónicos y clérigos jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de América en el siglo XVIII. Las maravillas de la historia en otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que sobrevivió en 1918 a los horrores de la gran guerra, y aun en medio de las perplejidades de la post-guerra ha querido prolongarse en los descaminados panegíricos de la Rusia soviética o en los encomios, más justificados, que de los Estados Unidos se hacían hasta hace tres años, porque los mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se atrevían a burlarse del norteamericano Marden, por considerar el éxito material como la finalidad suprema de la vida, admiraban y aun envidiaban a los compatriotas de Washington y Lincoln por haberlo alcanzado.

¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos y sus máquinas y sistematizaciones el esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las multitudes de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad de entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres generaciones sucesivas de europeos, se desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la inspiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar poblaciones excesivas para sus angostos territorios, no consigue acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.

Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero sí de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino cánceres que la devoran.

Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un déficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35 000 millones de marcos de oro, de los 55 000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.

Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados disminuyen los beneficios del comercio, de la industria, de la agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que quiere decir que se va estrechando la posición de los industriales, de los agricultores, de los comerciantes y de los capitalistas, con lo que se hacen inseguras y poco codiciables las profesiones productoras de riqueza y se acrece el ansia de buscar asilo en las carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados y gobernantes a volver a aumentar el presupuesto de gastos, con lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las energías de la sociedad, pero que acaba indefectiblemente con la soberanía del Estado, que es el fin de los cánceres: matarse cuando matan.

No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja contra el Estado que debe protegernos. Y es el ideal mismo que inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en entredicho. La Edad Media se fundaba en una armonía de sociedades (communitas communitatum), que era también un equilibrio de principios, en el que se contrapesaban la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal, el campo y las ciudades, los reinos y el Imperio. Se rompió la armonía. Cada principio quiere hacerse absoluto; cada voluntad, soberana. Así han tratado de reinar como déspotas, por medio de un Estado omnipotente, la libertad ilimitada y la autoridad arbitraria, la nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el capital y el trabajo, y todavía sueñan los hombres con que el triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al infinito el poderío de su voluntad, que identifican con la de su nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus correligionarios. Sólo que las mentes reflexivas desconfían. Ya no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se alzaban. Y por primera vez desde hace dos siglos se encuentran los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a esos grandes países extranjeros que, como ha dicho Alfredo Weber, «sólo piensan en sí mismos, en su expansión y en su seguridad», como los reverenciaban cuando pensaban o parecía que pensaban por todas las naciones de la tierra. Alemania, que no paga a nadie; Francia, que no paga a los Estados Unidos; Inglaterra, que sólo paga a los Estados Unidos, en dinero señal, porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará de Francia; los Estados Unidos, que quieren cobrar de todo el mundo… Pero ¿son éstas las «luces políticas» que «inundan el mundo como radiante meteoro» y que cegaban a Simón Bolívar? Y si resucitara Sarmiento, el enemigo más encarnizado que han tenido los ideales hispánicos, ¿qué pensaría de estos países, que fueron sus dioses?

Escribo la palabra «dioses» deliberadamente. Era ayer todavía, el 2 de septiembre de 1888, cuando moría Faustino Domingo Sarmiento en la Asunción del Paraguay, y se envolvía su cadáver en las banderas de los cuatro pueblos a que había servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba fue grabado el epitafio por él elegido: «Una América libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres para todos». ¿Qué dioses eran ésos: Confucio, Buda, Odín, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su formación española. A principios de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: «Treinta años han transcurrido desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos… miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse de todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea». De estos juicios deducía remedios adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América ideales extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio, aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; así como también las personas de su intimidad a quienes trata Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de «una partícula del espíritu de Jesucristo», que por «la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral», lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas —piadoso por la fidelidad con que guardaba el culto de sus padres— que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las estrellas.

La vuelta del pasado

Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelaban, lo que querían ser. A esta interrogación no puede contestar más que la Historia. Pregúntese el lector lo que es como individuo, no lo que él tenga de genérico, y no tendrá más remedio que decirse: «Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo de ella». El mismo anhelo de futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos decir si es nuestro, personal o colectivo o cósmico. ¿Cuál no será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente, sino el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII? Así es, sin embargo. En estos dos siglos —también en los siguientes, pero no ya con la plena conciencia y deliberada voluntad que en ellos—, los pueblos de la Hispanidad, lo mismo españoles que criollos, lo mismo los virreyes y clérigos de España, que la feudal aristocracia criolla, constituida en las tierras de América por los descendientes de conquistadores y encomenderos, realizaron la obra incomparable de ir incorporando las razas aborígenes a la civilización cristiana; y sólo se salvará la Hispanidad en la medida en que sus pueblos se den cuenta de que ésa es su misión y la obra más grande y ejemplar que pueden realizar los hombres de la Tierra.

Son conceptos que parecen exagerados, sobre todo cuando se piensa que existe en todos los países un patriotismo territorial que no necesita fundarse en valores de Historia Universal. El teatro popular suele expresarlo en esas obras de carácter nacionalista —no necesita éste ser muy acentuado— en que uno diría que la tierra nativa se hace espíritu al ser evocada por la voz de una actriz y todos los espectadores sienten al escucharla el estremecimiento de una emoción patriótica, que parece bastarse para asegurar la eternidad a las naciones. Pero también suele haber en los pueblos minorías cultivadas, que se dan cuenta de que ese patriotismo territorial es común a todos los países y sienten por ello la necesidad de reforzar y justificar su lealtad con razones de Historia Universal precisamente, es decir, con el convencimiento de que su patria significa, para las otras patrias, un valor universal por ella mantenido y que sólo ella siente la vocación de seguir manteniendo. Y en este punto se convierte en sencilla verdad la paradoja de que el porvenir de los pueblos depende de su fidelidad a su pasado. Digo la paradoja, porque también hay verdad en los proverbios que dicen: «lo pasado, pasado» y «agua pasada no muele molino», aparte de la experiencia universal y dolorosa que a todos nos persuade de que no volveremos a ser jóvenes. Pero ello es decir que hay dos clases de pasado: uno que no vuelve y otro que no pasa o que no debe pasar y puede no pasar. La vida fluye y no volveremos a ser jóvenes, pero cuando decimos, con el poeta: «Juventud, primavera de la vida», ya hemos traspuesto la dimensión del tiempo, ya estamos en la orilla, viendo correr las aguas, ya somos espíritu. ¿En qué consiste, entonces, aquel pasado que no pasa?

Por lo que hace a los individuos, Otto Weininger mostró en su genial Sexo y Carácter que cuanto más profundamente se siente un hombre a sí mismo en el pasado, tanto más fuerte es su deseo de seguir sintiéndose en el porvenir; que la memoria es lo que da eternidad a lo sucedido; que, en general, no se recuerda sino lo que vale; lo que quiere decir que es el valor lo que crea el pasado, que lo que vale está por encima del tiempo, que las obras del genio son inmortales y que no es el temor a la muerte, como groseramente se ha pensado en la España contemporánea, lo que crea el ansia de inmortalidad, sino el ansia de inmortalidad, surgida de la conciencia del valor, lo que produce el temor a la muerte y el propósito de luchar contra ella. La vida de los pueblos, lo hemos de ver más adelante, es más espiritual que la de los individuos. En rigor, no viven sino como conciencia de valores comunes. Y por lo que hace a un grupo de naciones independientes, como la Hispanidad, su historia y tradición no son meramente esa conciencia de sus valores, sino la esencia de su ser. Jactarse de la muerte de la tradición es no saber lo que se está diciendo o continuar la gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII y aun en el XIX: la de Bolívar, la de Sarmiento, la de todos o casi todos nuestros reformadores… La gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII consistió en querer ser más fuertes que hasta entonces, pero distinta de lo que era. Una de sus expresiones póstumas ha de encontrarse en el opúsculo que yo compuse en mi juventud, y que se titulaba «Hacia otra España». Yo también quería entonces que España fuera, y que fuese más fuerte, pero pretendía que fuese otra. No caí en la cuenta, hasta más tarde, de que el ser y la fuerza del ser son una misma cosa, y que querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser. Para aumentar la fuerza no hay que cambiar, sino que reforzar el propio ser. Para ello ha de eliminarse o atenuarse todo lo que hay de no ser en nosotros, es decir, todos los vicios, todo lo que cada ser tiene de negativo. Y ya no es preciso añadir que lo que hay de positivo en el ser de un pueblo se va expresando en los valores de su historia.

El valor histórico de España consiste en la defensa del espíritu universal contra el de secta. Eso fue la lucha por la Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel. Eso también el mantenimiento de la unidad de la Cristiandad contra el sentido secesionista de la Reforma. Y también la civilización de América, en cuya obra fue acompañada y sucedida por los demás pueblos de la Hispanidad. Si miramos a la Historia, nuestra misión es la de propugnar los fines generales de la humanidad, frente a los cismas y monopolios de bondad y excelencia. Y si volvemos los ojos a la Geografía, la misión de los pueblos hispánicos es la de ser guardianes de los inmensos territorios que constituyen la reserva del género humano. Ello significa que nuestro destino en el porvenir es el mismo que en el pasado: atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas en el crisol de nuestro espíritu universalista. ¿Y dónde, si no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas adecuadas para efectuarlo?

¿Qué es principalmente lo que necesitan los pueblos hispánicos para cumplir con su misión? Lo primero de todo es la confianza en la posibilidad de realizarla. Ahí está su religión para infundírsela, pero ha de entenderse, como el padre Arintero, que: «No hay proposición teológica más segura que ésta: A todos, sin excepción, se les da —próxime o remote— una gracia suficiente para la salud…», porque, como lo más envuelve lo menos, la gracia para la salud implica la capacidad de civilización y de progreso. De esta potencialidad de todos los hombres para el bien se deriva la posibilidad de un derecho objetivo que no sea la arbitrariedad de una voluntad soberana —Príncipe, Parlamento o pueblo— sino una «ordenación racional enderezada al bien común», según las palabras de Santo Tomás, en que fundaban su concepto del derecho los jurista clásicos de la Hispanidad, como Vitoria o Suárez. Y ya no hará falta sino emplazar la administración de justicia por encima de las luchas de clases y partidos, como se hizo en los siglos XVI y XVII y se deshizo en el XVIII, para encontrar en el pasado hispánico la orientación del porvenir, como la Edad Media la halló en el Imperio Romano y el Renacimiento en la Antigüedad clásica.

Este universalismo del espíritu español era, por supuesto, el de todo el Occidente, el de toda la Cristiandad en la Edad Media, si bien en España lo exacerbaron las luchas seculares contra moros y judíos. Por la necesidad de ese universalismo no se habla ahora en los libros de mayor importancia, sino de la vuelta a la Edad Media, a «una nueva Edad Media», como diría Berdiaeff. No es solamente Massis quien lo propone al término de su Defensa de Occidente, sino que los hechos nos muestran la necesidad de que vuelva a rehacerse la unidad de la Cristiandad, si queremos salvar la civilización frente a las muchedumbres del Oriente, que viven realmente una vida animal de hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura de espiritualidad del Occidente para poder levantar los ojos de la tierra, pero que producen aspavientos de poeta, como Rabindranath Tagore, y fantasmas de profeta, como Gandhi, para ponerse a creer que se remediará su situación el día en que se lancen contra los pueblos decadentes de América y Europa.

De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Ésta es la explicación de que nuestros reformadores hayan renegado radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del mundo occidental, como a un Cielo del que estaban excluidos, y tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra, en la esperanza de que un salto mortal nos haría caer en las riberas de la modernidad… Pero el ansia de modernidad se ha desvanecido en el resto del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.

La historia de España en el extranjero

Don Julián Juderías publicó la primera edición de La Leyenda Negra a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una «España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones»; y como este concepto ofendía su patriotismo, el Sr. Juderías escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido intolerantes y fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también «habían sido intolerantes y fanáticos», y que, merecedores de «la consideración y el respeto de los demás», teníamos derecho a que, cuando se nos estudiara, se hiciera seriamente «sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones», como había pedido Morel-Fatio. El Sr. Juderías no podía sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos —que la mayoría de los españoles cultos veneraban como a dioses potentes y sabios— un proceso de crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión de valores, en que tenía que rehacerse también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro fracaso había sido su éxito, sus perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.

La segunda edición de La Leyenda Negra se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro juicio que el de obra previsora y benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.

Tengo sobre la mesa de trabajo la Historia de España, del académico francés M. Bertrand; la Isabel la Católica, del inglés Mr. W. T. Walsh; el Felipe II, del inglés David Loth; Libertad y Despotismo en la América española, del inglés Cecil Jane, que viene a ser una paráfrasis de aquel opúsculo maravilloso sobre: El fin del Imperio español en América, del cónsul francés Marius André. ¿Qué valor puede tener esta reivindicación de los valores históricos de España que se hace en el extranjero, y especialmente en Francia e Inglaterra, que tanto han hecho por obscurecerlos y denigrarlos? ¿Es que no somos ya por un peligro para nuestros seculares enemigos? Así es, en efecto; no lo somos, pero ello realza el valor científico de estas obras. Si fuéramos una gran potencia actual no se hablaría de nosotros con la palabra ecuánime en que se escriben estos libros. Un elogio de Alemania por un francés o de Francia por un alemán ha de ser inevitablemente polémico, lo que hará, en la mayoría de los casos, menos veraz que estas historias.

La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad frente al Islam. En estos años nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de los árabes. Los españoles cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había impedido fundirse con sus compatriotas moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes, pero infinitamente más tolerantes y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida entre los moros y españoles de Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto. Los árabes, a pesar de sus grandes poetas y místicos, fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fue siempre tan notoria como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto tradicional que los españoles tenemos de los moros, pero que los extranjeros —y algunos compatriotas— querían desvirtuar.

Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200 000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos. El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.

A Felipe II se le trató en su tiempo como el «demonio del Mediodía» y la «araña del Escorial». El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Qué sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.

Y en cuanto a las guerras de la independencia de América, que hasta ahora se nos definían como un episodio en la lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los libros de André y de Jane demuestran que en ellas combatieron principalmente los hispanoamericanos por los principios españoles de los siglos XVI y XVII y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III.

Ahora bien: estas cosas no ocurren sin motivo. Que en Francia e Inglaterra se reivindiquen los principios de la Hispanidad, cuando España misma parece avergonzarse de ellos, sería inexplicable si no fuera porque la razón de ser de la Historia es la perenne necesidad de realzar valores que se habían negado o relegado a segundo término y de rebajar otros injustamente ponderados.

Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y que hay un derecho común a todo el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la igualdad esencial de los hombres, fundada en su posibilidad de salvación. En los siglos XVIII y XIX han prevalecido las creencias opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no podían entenderse. En este supuesto de una Babel universal se han fundamentado la libertad para todas las doctrinas y, así postulada la incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común.

Ello ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos. En lo interno, a la guerra de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los armamentos, que es la continuación de la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI, frente a este caos, representaba, con su Monarquía católica, el principio de unidad —la unidad de la Cristiandad, la unidad del género humano, la unidad de los principios fundamentales del derecho natural y del derecho de gentes y aun la unidad física del mundo y la de la civilización frente a la barbarie—, los ojos angustiados por la actual enciérrense de los pueblos tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad, por razones análogas a las que movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el Imperio romano, con lo que fue creado el Sacro Romano Imperio, en la esperanza de que se sobrepasará a las arbitrariedades de pueblos y de príncipes.

No se rehízo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así procede la civilización; para crear el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la Humanidad. De cuando en cuando los ojos de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la Providencia. A los hombres normales el porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y es que no nos movemos meramente por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear hay que tener idea de lo deseado y aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscarla en los ejemplos del pasado.

La «política indiana»

A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibniz.

La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace mucho un libro que por sí mismo se bastaría, no ya a justificar la existencia de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones como casa editora, sino la de España como nación: la «Política Indiana», de Solórzano Pereira. Ningún hombre culto pasará un par de días en hojearlo sin que se le esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una enciclopedia de nuestro sistema colonial, escrita por un hombre de saber más que enciclopédico, porque lo orientan e iluminan la fe y el patriotismo. «La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía», dice sencillamente al comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias. El libro está hecho por una cabeza nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el autor ha tenido tres o cuatro vidas y que ha dedicado todas ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la observación de la realidad. Buena parte de la fama de sabio de Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en sus Ensayos. Las que hace Solórzano en los cinco volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas citas no son alarde vano de personal erudición, sino el método mismo de la obra. Se trata de un libro de Derecho, como lo dice su título en la lengua latina en que primeramente se escribió: De indiarum jure. Según la concepción predominante en los tiempos modernos, el Derecho no es sino la expresión de la voluntad soberana, sea del rey, del Parlamento o de quien fuere, por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en donde esa voluntad se hace explícita y mostrar su vigencia. En cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era hijo de la voluntad, sino de la inteligencia. No era una voluntad quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia la que descubría la «ordenación racional enderezada al bien común», que es la definición que Santo Tomás había dado del Derecho. Y para hacer ver que su entendimiento no se equivocaba, el jurista debía compulsar su propio juicio con el de los expertos, y mostrar el acuerdo de su criterio, con las respuestas de los prudentes (responsa prudentium) del Derecho romano, cuya prudencia, a su vez, se contrastaba con la de los grandes escritores y moralistas de las lenguas clásicas, los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.

Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria. Lo escribe un hombre que sabía muy bien que en el extranjero se propagaba ya que España «va de caída» y que no podía cerrar los ojos al espectáculo de despoblación y pobreza que en tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su consuelo en el progreso y prosperidad de las razas de América, obra de España, por lo que escribía con patriótico y legítimo orgullo hablando de su libro:

Donde justamente encarezco el cuidado y vigilancia en procurar la salud y defensa corporal de los indios, y en despachar y promulgar casi todos los días leyes y penas gravísimas contra los transgresores obrando en esta parte cuanto pudo y puede alcanzar la prudencia y providencia humana, y apresurando e igualando los castigos con los excesos, que es solo el modo que se halla para enmendarlos.

Y para demostrar que en este punto no sufría variantes la política de los reyes de España, se refirió a la Real Cédula del 3 de julio de 1627, en la que, no contento don Felipe IV con las penas y apercibimientos de su Real Supremo Consejo de las Indias, para que se quitasen y castigasen las injurias y opresiones a los indios, «puso de su real mano y letra las palabras siguientes: Quiero me deis satisfacción a Mí y al mundo del modo de tratar ese mis vasallos, y de no hacerlo (con que en repuesta de esta carta vea Yo executados exemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte) me daré por de servido. Y aseguraos que, aunque no lo remediéis, lo tengo de remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones de esto, por ser contra Dios y contra Mí, y en total destruición de esos Reynos, cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado».

La Política Indiana no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones, encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate «muy bien y amorosamente a los dichos indios». Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493. Al conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de Isabel la Católica. «Nuestra principal intención» fue convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a «Nuestra Santa Fe Católica». Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles, encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.

No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el problema de los indios. Lejos de compartir las ilusiones del padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de «criaturas miserables» dignas, por ello, de nuestra compasión, lo que no le impide afirmar, sin ambages que: «pues las fieras se amansan, los indios se harán políticos», porque: «la educación excede a la naturaleza». No puede darse tampoco fe más plena en la capacidad de los indios para el progreso. Lo mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos. Solórzano se da cuenta de sus vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que se sigue a la ilegitimidad del nacimiento de muchos de ellos. Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro para su dignificación como raza, aunque también reconoce a los hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los criollos, cuya capacidad pretendían negar algunos españoles, no puede darse defensa más cumplida que la que hace Solórzano de los muchos que en el Perú había conocido, tan significados por sus virtudes y talentos como los mejores europeos.

Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido contraponer la bondad y abnegación de los misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron nuestro feudalismo, es decir, una escuela de lealtad y de honor, al mismo tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de los indios. En el libro que dedica al régimen de la Iglesia en América se ha podido ver como un intento de convertir el Patronato de los reyes españoles —con el derecho anejo de nombrar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados, que les había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508—, en un Vicevicariato, que, naturalmente, no podía reconocer el Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían suceder otros que entregaran el gobierno de sus reinos a hombres como el conde de Aranda y Roda, más amigos de Voltaire y de Rousseau que del Cristianismo. Pero el hecho de que el más voluminoso de los Tratados de Solórzano se dedique al régimen eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en América.

El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad con que se atendía a la Administración de justicia. La institución de los visitadores y de los juicios de residencia a virreyes y oidores, al cesar en su cargo, corrobora ese celo. El propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se atendía a la formación y preparación de hombres públicos que, después de haber descollado en los estudios universitarios y de pasar sus buenos años en América, pudieran dar al Consejo de Indias la plena sazón de sus experiencias y talentos. Lo que no hay en la obra de Solórzano es un tratado militar de la defensa de las Indias, y sí solamente un capítulo en que se dice: «Que si se considera las historias, más lugares y provincias se hallará haber perdido Gobernadores de capa y espada que letrados». Y es que la dominación española en América vino a ser un Imperio romano sin legiones, porque la defensa del país estaba principalmente comisionada a los encomenderos, y los militares no aparecen sino en pequeño número en los años de la conquista y en número mayor cuando el Nuevo Mundo se separó de la Metrópoli.

Es imposible leer la Política Indiana sin estremecerse ante la fuerza intelectual y la energía moral que revela, no sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen de que es intérprete oficial. Se me ha escapado ya la comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano se comprende mejor a Maine, cuando termina sus ensayos de derechos romanos afirmando que las dos materias de pensamiento que hay capaces de emplear todas las facultades y potencias del espíritu humano son las investigaciones metafísicas, que no tienen límite, y las del Derecho, que son tan extensas como los negocios del género humano. Muchos críticos han dicho que las energías mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas desde que terminó la era de Augusto hasta que surgieron las polémicas del Cristianismo. Maine protesta del aserto y dice que lo que sucedió fue que las provincias orientales del Imperio se dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales encontraron en el estudio y práctica del Derecho «una ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro ejercicio mental y puedo añadir que los resultados obtenidos no fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo que se empleó en producirlos».

Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer a Solórzano. Su Política Indiana, antes de que la Compañía Iberoamericana de Publicaciones la editara, era una obra agotada y conocida solamente por los especialistas de estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene sobre la influencia que ejerció entre los próceres de la Independencia. En regla general puede decirse que nuestros hombres cultos no han oído ni el nombre de don Juan de Solórzano Pereira. No importa. En su obra se cuenta que al advertir los indios mensajeros que los españoles distantes y ausentes se entendían por lo que iba escrito en las cartas, creyeron eran éstas alguna cosa vivas. Tenían razón, en cierto modo. Y hay papeles que no sólo son vida, sino algo superior. La «Política Indiana» es vida y algo más. Al tropezarse con Solórzano han de sentir los hombres cultos que también por los pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en las cabezas privilegiadas, sino en su régimen, en sus instituciones, en su obra colectiva. Y entonces se evidencia que…

Contra moros y judíos

Si nos creemos inferiores a otros pueblos, es por ignorancia de nuestra Historia. Cuando ésta nos muestre la perspicacia de nuestros genios, el magnífico sentido de justicia de nuestra instituciones tradicionales, el espíritu moral de nuestra civilización, las mentes escogidas pensarán, con Menéndez Pelayo, que la extranjerización de nuestras almas es la razón de nuestra decadencia. Al revés de los norteamericanos de vieja cepa, enteramente dedicados en estos años, según nos los pinta André Siegfried, a defenderse de los gérmenes heterogéneos: católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su seno y contradicen su tradición, los españoles e hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo XVIII, a la admiración de lo extranjero y, a pesar de las protestas de Menéndez Pelayo y de los tradicionalistas, no habrían cejado en este enajenamiento, si no fuera porque los países que quieren imitar han caído en situación tan deplorable, que ya no pueden servir de modelo ni suscitar envidias.

De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente accidental. No pudo evitar la Casa de Austria que Francia se constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su fracaso fue el cambio de dinastía, el afrancesamiento de la corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros intelectuales. Pero la merecida quiebra de la política antifrancesa de los Austria no quiere decir que los franceses nos fueran superiores, como tampoco el hecho de que los indios de América se dejasen matar por el «vaho» de los españoles significa que sean incapaces de civilización, sino que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de las enfermedades que resistían nuestros hombres. Ya se han habituado, y ahora hay probablemente más indios en América que cuando la conquista; algunos españoles hemos aprendido a defendernos de las tendencias extranjerizadoras; lo que fue, en un momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo siempre. Si nuestro espíritu universalista, nos permitió creer en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos hará volver en nosotros mismos, cuando esos pueblos se nos muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su parálisis económica y su descrédito progresivo.

El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del fatalismo musulmán. «Islam», según Spengler, «significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que se enfrente al divino». Y yo no soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que «islam» es el infinitivo, y «muslim», el participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo que confirma lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus instituciones fundamentales, como la administración de justicia.

Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se persigue el robo o el homicidio, sino a instancias de parte, y si el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general se perdona mucho, setenta veces siete, porque Alah es esencialmente el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes exigen a los hombres cierta medida de perfección. Por lo menos, no han de ser ladrones; no han de ser homicidas. Esta exigencia es la expresión de nuestra creencia en la capacidad de bondad de los hombres, en su libertad fundamental. Por eso castigan los Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados los hayan perdonados. Apreciamos las circunstancias atenuantes, pero suponemos que los hombres pueden siempre sobreponerse a ellas para dejar de cometer un crimen. El Islam concede más importancia que nosotros a las circunstancias y menos a la libertad del hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que el acusado no ha podido proceder de otro modo. Nosotros en cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de Dios, afirmamos la libertad del hombre, porque la libertad del español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos prometió cuando nos dijo que la verdad nos hará libres, explicándonos inmediatamente después que ello significa libertarse de la servidumbre del pecado.

Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra. Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos «príncipe de los doctores de la ley», y en cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: «Y, por tanto, no deis vuestras hijas a sus hijos, ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz ni su prosperidad» (IX, 12), y, finalmente les exhorta a que: «Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas hayan nacido» (X, 3).

La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos. Cuenta Israel Friedlander que, cuando se admitieron, fue siempre: «Bajo la condición expresa de que con ello abandonaban el derecho a ser judíos de raza». Por esta causa fueron rechazados los samaritanos, que profesaban su religión, pero que no procedían de su sangre. Y, de otra parte, un judío sigue siendo judío cuando abjura de su fe. Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición. No podíamos confiarnos en su conversión supuesta, porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que en 1284 pagaron a Castilla 853 951 judíos varones y adultos el impuesto de tres maravedíes por cabeza, lo que indica que el número total de judíos era de cuatro a cinco millones, en una población total que se calcula en 25 millones de habitantes, y que la peste negra redujo a la mitad.

Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abrigaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir mejor con los preceptos del «Deuteronomio», que establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral: «Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna». «Al extraño cobrarás intereses; al hermano no se los cobrarás». Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse por Israel con la Península. San Pablo lo había dicho ya: «et omnibus hominibus adversantur» (y son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).

Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la firme convicción que el español abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra. Estos dos principios son grandes y ciertos, y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que han estado bajo nuestro dominio. Pero acaso no sean suficientes para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en la superstición de valorar exageradamente las cosas extranjeras, en detrimento de las nuestras. Todos los pueblos hispánicos hemos padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama «complejo de inferioridad», que ha constituido positiva amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa conquistarnos. Y no me cabe duda que durante muchos años se ha cometido en Washington el mismo error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.

Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y Santo Domingo y, en parte, la concesión de la independencia a Filipinas. Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielos, pero en cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha, advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana, por demasiado costosa, cualquier tentativa de sojuzgarnos, incluso, como se está viendo en esta temporada, la del imperialismo económico y la explotación a distancia, porque por mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir Chile y lograr por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.

Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se los conquiste con ejércitos y escuadras, como que ellos se dejen caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu.

La conquista del Estado

Todo lo que hemos dicho, en efecto, induce a pensar que se está alejando el peligro de una extranjerización definitiva de los pueblos hispánicos. Ese peligro no se desvanecerá nunca del todo, porque sus tierras son tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los principios ideales que las guiaban, con su consiguiente desprestigio, que las ha hecho perder el poder de fascinación que ejercían sobre el resto del mundo, y, en particular, sobre nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con la necesidad de dedicar buena parte de sus energías a defender su tradición puritana frente a los pueblos extranjeros que habitan su territorio, al mismo tiempo que el crecimiento de población de nuestras naciones aumenta su capacidad de resistencia contra cualquier propósito invasor. También se fortalece la posición de los países hispánicos con la rehabilitación de nuestros valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas la curiosidad extranjera y nuestras propias investigaciones. Pero la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su crisis, sino cuando afronte triunfalmente el mayor de los peligros que la acechan, que es el naturalismo, la negación radical de los valores del espíritu. Nuestra rehabilitación histórica no puede influir directamente sino en la gente culta, en la aristocracia, en la «élite». Al pueblo se le ha dicho demasiado que los obreros carecen de patria, para que sea empresa fácil que vuelva a emocionarse con las glorias de la Hispanidad, aparte de que en España hay vastas zonas populares que nunca compartieron las ilusiones y esperanzas de nuestras clases educadas, y en América ha de descontarse la tentación, que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra. Para salvar a nuestros pueblos de la caída en el naturalismo, habría que reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una jerarquía secular, saturada de principios hispánicos, encendida en nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar la vida al progreso y educación del pueblo, hasta hacer que prenda entre los más humildes la fe en la libertad espiritual y el ansia infinita de perfeccionamiento.

En los pueblos hispánicos hay de todo: minoría cultas, aristocracias de la sangre y de las maneras, masas manejables y perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso abandono, no sólo entre las masas populares, sino entre las clases que debieran velar por el mantenimiento y depuración de su sentido aristocrático. Hay pueblos que tratan de constituirse democráticamente; otros que han renunciado a ese empeño en vista de no haberlo podido realizar; algunos que han hallado en el caudillismo y en el mando único la posibilidad de la paz y del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la aristocrática, a falta de un mando único y justo que otorguen a cada clase su derecho. Éste es un momento de crisis, porque ya ha desaparecido entre las clases educadas la fe que alimentaban en poder constituirse en regímenes como los de Francia y los Estados Unidos, ahora también en crisis, que conciliasen la democracia y los respetos sociales, el sentido jurídico y la cultura general. Las democracias de ahora no se contentan ya con esta clase de regímenes: quieren ser niveladoras en lo económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los valores del espíritu, en el orden moral.

Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han de dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como el botín del vencedor.

Nada ha sido más funesto a los pueblos de la Hispanidad que su concepto del Estado como un derecho a recaudar contribuciones y a repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a ese concepto la división de la Hispanidad en una veintena de Estados. De esa manera se dispone de otras tantas Presidencias, Ministerios, Cuerpos Legisladores y «funcionarios de toda clase», que es la definición que ha dado el humorismo de la nueva República española. Cuando Cuba era colonia nuestra, su presupuesto total era de unos veintitrés millones de pesos, diez de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda, y otros diez el ejército y marina, quedando apenas tres para los servicios civiles de la isla. Al hacerse independiente, cargó la Metrópoli con el servicio de la Deuda y con los gastos militares. El presupuesto de tres millones no tardó en rebasar la centena. Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo momento en que todos los cubanos parecían nacer con su credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.

Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran la lista civil de las clases medias. En su tiempo, apenas se conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar pensiones a los trabajadores sin empleo. El Estado contemporáneo es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere decir que su bancarrota es infalible, hipótesis que la realidad confirma con la desvalorización de libras y liras, marcos y francos, que no ha impedido que el ulterior incremento de los gastos públicos vuelva a poner a los Estados en trance de nueva bancarrota. Es posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer temporalmente en el mundo. Ello querría decir que todos los países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de Rusia, y por tristezas análogas a la de su pueblo esclavizado y a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. De lo que no cabe duda es que ese tipo de Estado absorbente tiene que conducir en todas partes a la miseria general.

Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración que la de ser empleado público. Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador, más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún golpe de autoridad que arrebate a los electores influyentes su botín de empleos públicos.

Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación. Pero, por supuesto, el Estado-botín no es sino la expresión política de un sentido naturalista de la vida, como el Estado-servicio la de un sentido espiritual o religioso.

En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.

Resumen

La crisis de la Hispanidad es la de sus principios religiosos. Hubo un día en que una parte influyente de los españoles cultos dejó de creer en la necesidad de que los principios en que debía inspirarse su Gobierno fuesen al mismo tiempo los de su religión. El primer momento de la crisis se manifiesta en el intento de secularización del Estado español, realizado por los ministros de Fernando VI y Carlos III. Ya en ese intento pueden distinguirse, hasta contra la voluntad de sus iniciadores, tres fases diversas: la de admiración al extranjero, sobre todo a Francia o a Inglaterra y desconfianza de nosotros mismos, la de pérdida de la fe religiosa, y la puramente revolucionaria.

Al trasplantarse a América estos modos espirituales, destruían necesariamente los fundamentos ideales del Imperio español. No hemos de extrañarnos de que la guerra de la independencia fuera en el Nuevo Mundo una guerra civil. De una parte se alzaron contra los fermentos revolucionarios de la España europea los criollos aristócratas y reaccionarios; de otra parte, pelearon contra España, por temor a su posible reacción, los americanos de ideas revolucionarias.

Estos movimientos antiespañoles han buscado apoyo, de una parte, en el auge industrial y político de las naciones más hostiles a España, que ha hecho creer a numerosos intelectuales hispanoamericanos que eran modelos más dignos de imitación que la «atrasada» madre patria, y de otra parte, en el interés de fomentar a toda costa la independencia de Estados nacionales, proveedores de empleos para todos y, especialmente, para las clases educadas.

Pero todos estos aspectos de la crisis de los pueblos hispánicos pueden considerarse como históricos y pasados, aunque continúen influyendo en la realidad presente:

Primero, porque el valor de España y de su civilización está siendo reivindicado por todos los historiadores imparciales de alguna perspicacia.

Segundo, porque en todo el Occidente está volviendo a recobrar la fe católica la parte más excelsa de la grey intelectual. Una confesión que satisface a un Maritain, a un Papini, a un Chesterton o a un Max Scheler, no puede ya parecer estrecha a ninguna inteligencia honrada.

Tercero, porque los pueblos que fueron hostiles a la tradición de España están pasando por una crisis profunda, de la que no sabemos si podrán salir, como no se guíen por principios de autoridad y universalidad, análogos a los de nuestra tradición.

Y cuarto, porque los Estados democráticos nacionales son, en todas partes, demasiado costosos, y han de ser sustituidos por nuevas concepciones del Estado, en que éste deje de ser visto como usufructo nacional, para ser considerado como un servicio y un honor, ya que entonces surgirá espontáneamente la federación o confederación de todos los Estados hispánicos, aunque fuera preciso reconocer alguna norma y designar alguna autoridad, para evitar que exploten a sus pueblos…