El sentido del hombre en los pueblos hispánicos

Estoicismo y trascendentalismo

Empieza Ganivet su Idearium Español sentando la tesis de que: «Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo vital y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca. Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: “No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre”».

Estas palabras son merecedoras de reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la Historia nos aseguran ser certísimo. Y lo que en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los españoles un suceso adverso, como perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos aptitudes exageradas, como la de supones que la justicia del Universo se ha violado, porque la suerte de las batallas nos haya sido contraria o que toda la civilización se encuentra en decadencia, porque se hallan frustrado nuestros planes, sino que nos conducimos de tal modo que «siempre se puede decir de nosotros que somos hombres», porque ni nos abate la desgracia, ni perdemos nunca, como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos del mundo. Por esta condición o por este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía, que somos buenos perdedores. Ni juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de considerarle como de madera superior a la nuestra. Argentina es la tesis de que: «La victoria no concede derechos», pero su abolengo es netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres sean mejores por haber vencido. Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparemos a la derrota. La victoria nos parece buena, pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el vencido, sino a estar mejor preparado o a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción, que me parece fundamental, ha de elaborarse el ideal hispánico.

Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos «dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino». Esto lo creyeron los estoicos, pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hayan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse como Ganivet: «Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas». Esto no lo hemos creído nunca los hispanos —y esta palabra la uso en su más amplio sentido— y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.

El estoico se ve a sí mismo como la roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y éstas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero cuando nos preguntamos: ¿qué es la vida?, o, si me perdona el pleonasmo: ¿cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos, con Manrique: «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar», o con el autor de la Epístola Moral: «¿qué más que el heno, a la mañana verde, seco a la tarde?». No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la insustancialidad de la vida y de sus triunfos.

Campoamor la dirá, con su humorismo: «Humo las glorias de la vida son». Espronceda, con su ímpetu: «Pasad, pasad en óptica ilusoria… Nacaradas imágenes de gloria, coronas de oro y de laurel, pasad». Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Amescua: «Breve bien, fácil viento, leve espuma».

El humanismo español

Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que la constitución ideal de España, tal como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso, si no indestructible, que imprime carácter a todo español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por el contrario desearía que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la materia. Y hasta cuando dice, con Calderón:

¿Qué es la vida? Un frenesí.

¿Qué es la vida? Una ilusión,

Una sombra, una ficción,

Que el mayor bien es pequeño

Y toda la vida es sueño,

Y los sueños, sueños son…

no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida, sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla Ganivet, pero no como un tesoro, que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán que desde fuera nos atrae.

Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos: las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema insoportable: lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión, buscamos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un «eje diamantino». En los grandes momentos de nuestra historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces, cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos recogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:

Acudamos a lo eterno

que es la fama vividora,

donde ni duermen las dichas

ni las grandezas reposan.

Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y entonces, como en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día, «el humanismo español», y que sentimos igualmente cuando los sucesos nos son prósperos, que en la adversidad.

Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo característico de los españoles es que afirmamos esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor de su diferencia, y aún al tiempo mismo de reconocerlo y ponderarlo. A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no esté al borde del abismo. Si hay en el alma española un «eje diamantino» es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de error.

Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él. Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los textos de medicina. Y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es representativo, porque en el momento mismo de la humillación y la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, no tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional, abyecta, de todo lo extranjero no sobrevivirá al fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y políticos, contrarios a nuestra tradición, ha tremolado el mundo en estos siglos.

Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres. Pero al profundizar en la historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: «Ecce sto ad ostium et pulso; si quis… aperuit mihi januam intrabo at illum…» (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré), por lo que, también, la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las Vidas Paralelas, de Plutarco, unos tipos de hombre que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del Año Cristiano. Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.

Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno porque lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de terciar en la disputa, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta pueblos enteros, o por lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino porque lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades «a priori», han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.

El humanismo del orgullo

Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre cuando se sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición. Éstos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de «boicoteados», de caídos y de ex-hombres.

Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se «congelan» naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos.

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuanto se deja de ser «ministro» de un bien trascendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia porque se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.

El humanismo materialista

Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras. Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva. Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia. Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos. Puesto que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad?

Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día: «¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!», y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.

Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que: «Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: no hay un tercer camino». La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.

Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuida sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.

De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?

Nuestro humanismo en las costumbres

Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media. No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: «Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro sino hace más que otro». Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: «Un home non e mais que outro, si non fai mais que outro». Los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: «Les obres fan els mestres». Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser duque, y tú, criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice «ser», en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro sino hace más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo que quiere decir, en el fondo, que no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el que hoy las hace buenas, mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro excepto Dios. Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal duque, y tú, buen criado. En lo esencial somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por encima de las diferencias de las clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad, no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros. Pero hay algo anterior al amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate generosamente. Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo en sus negocios. Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de sus inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos: «We follow our betters». (Seguimos a los que son mejores que nosotros). Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre, aquel ignorante, este letrado. Todos han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aun lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los pueblos que se creen de selección, se alzan sobre un bajo fondo social de ex-hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían: «¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!».

Nuestro humanismo en la historia

Esto no es solamente un supuesto. Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leonenses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente fue esto: «Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos». El ejemplo de Ojeda los siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fecha del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado «Fiesta de la Raza», a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarle. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres. El gran Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica es el Rey Don Philipo, nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S. M. o con respeto que le tienen: y esto no sólo es parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual lo afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado…

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su Monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ése fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y éste es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus períodos de fe, sino también en los de escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres, para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: «Sto ad ostium, et pulso». (Estoy en el umbral y llamo). Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.

Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.

Resumen final

Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que ellos son los buenos, por estarles vinculadas la bondad en alguna forma de la divina gracia; y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Ésta es la posición aristocrática y particularista. Hay, también, la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos, porque no existe moral absoluta y lo bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora. Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Ésta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres del Asia, del África y de América. Y así puede decirse que la misión histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad.

Ello explica también nuestros descuidos. El hombre que se dice que si quiere una cosa, la realizará, cae también fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje cualquier día. Ésta es la perenne tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de que el tiempo perdido es irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre está medida con tan estrecho compás. Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos y enmendarnos. Y a fuerza de querer matar el tiempo nos quedamos atrás y el tiempo es quién nos mata.

Porque el mundo, entonces, se nos echa encima. Nadie nos cree cuando decimos que podemos, pero que no queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se actualiza no convence a nadie. La rechifla de los demás se nos entra en el alma y los más sensitivos de entre nosotros mismos, que por esencial convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al compartir las críticas de los demás respecto de nosotros. Ésta es nuestra historia de los dos siglos últimos. Si logramos salir de este período de depresión del ánimo será, en primer término, porque nuestro pueblo no compartió nunca el escepticismo de los intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor en lo pasado no en inferior a la de ningún otro pueblo de la tierra.

En estos años nos está descubriendo el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las gentes cultas. Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que un hombre de cultura moderna, como el profesor Barcia Trelles, encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco Suárez las verdaderas fuentes del Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro. Podemos ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. De ella nacía el impetuoso anhelo de ir a comunicársela. En esa creencia vemos también ahora la piedra fundamental del progreso humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por creerlo posible.

Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos. Sólo que ella se funda en otra creencia antecedente y fundamental, sobre la cual ha de entenderse previamente las inteligencias directoras de los pueblos hispánicos, y de ella se deriva una consecuencia: la de que el mundo no creerá en el valor de nuestro tesoro si no lo demostramos con nuestras obras. De la creencia antecedente y de la consecuencia práctica hemos de tratar, pero estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en las posibilidades superiores de todos los hombres, ha de empujarnos a realizarlas en nosotros mismos, para ejemplo probatorio de la verdad de nuestra fe, y que la lección, que dimos ya en nuestro gran siglo, volveremos a darla para gloria de Dios y satisfacción de nuestros históricos anhelos.

Contraste de nuestro ideal (Libertad, Igualdad, Fraternidad)

El «eje diamantino»

Contrastemos ahora nuestro antiguo sentido del hombre con el ideal revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. Ganivet nos dice que el «eje diamantino» de la vida española es un principio senequista: «Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre». He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte, sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.

Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y ésta fue la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzase del polvo. Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si ésa es su voluntad. La idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del catecismo. El autor del Idearium Español ha atribuido a los estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajando secularmente por las doctrinas de la Iglesia.

Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo, porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego a de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los «cristianos viejos». Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer antesala a las clases sociales que desean alzarse a ellas; segundo, que la España católica venía a construir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.

* * *

Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son «resentidos», hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: «Todo reino dividido consigo mismo será asolado» (Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis, Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.

En el «eje diamantino», de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.

Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?

La capacidad de conversión

Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Éste es el sentido de la libertad cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser «el filósofo del liberalismo». A principio de siglo escribió un ensayo: La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo que causó sensación:

Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo, Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente.

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda han aprendido de memoria este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, «para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente», mientras que sus actos exteriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar el mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de «la colocación accidental de los átomos». Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gracia de Dios, la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.

* * *

En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: «aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más pesado que en otros países de Europa». Revolviéndose sobre toda clase de «boycots», escribió Stuart Mill su célebre sentencia: «Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad». Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo y un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su Catecismo del Revolucionario, cuando decía: «Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira». No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de sus gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.

El «principio del crecimiento»

También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al final de su ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su «Principio del Crecimiento». Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de Crecimiento, que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí, por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. «Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso». La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había trazado de realizar. Pero los impulsos que deben fomentarse son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Ésta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos «centrales» que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos. Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.

Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:

Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Éstas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Ésta es una ley de la humanidad, una ley de la historia.

A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

La igualdad humana

Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre, puede levantarse; pero también caer, por alto que parezca. En esta posibilidad de caer o levantarse todos los hombres son iguales. Por ella es posible a Ganivet imaginar su «eje diamantino» o imperativo categórico: «que siempre se pueda decir de ti que eres un hombre». El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote, enderezar su ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero ésta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que: «Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley». Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.

Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que se lo dijera todo. La validez de la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de su naturaleza es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho. No habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas todos los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de conversión de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la verdad y cambiar de conducta. Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.

Unos, son fuertes; otros, débiles; unos, talentudos; otros, tontos; unos, gordos; otros, flacos; unos blancos; otros, color chocolate; otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana. El hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro «tótem». Si el «tótem» de un «clan» es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se imagina conejo. Lo que el «tótem» subraya es el «hecho diferencial». Israel es el pueblo elegido; cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con los otros. Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterránicos. Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados.

El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la unidad y la fraternidad del género humano. No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos. Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única cosa en que los hombres son iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad económica sin apelar a medios terroristas. La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento.

Fraternidad y hermandad

La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre Las dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de La Evolución creadora que la fraternidad que los filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan prenderse su alma del amor hacia todos los hombres: «A través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor divino». Añade que los místicos desearían: «Con ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana, y hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo». De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los grandes místicos, que: «el hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta», y que: «Dios necesita de nosotros como nosotros de Dios». ¿Y para qué necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos. El Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos tiene.

Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia. El origen histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios universal, con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero los profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a todos los hombres. Frente a los falsos profetas, descritos de una vez para siempre, al decir de ellos: «que muerden con sus dientes y predican paz», Miqueas dice (3,8): «Más yo lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su pecado». De la sucesión de los profetas surgen los apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes siglos es, eminentemente, un pueblo misionero, su pueblo es el que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión de todos los hombres de la Tierra. Al principio no es este sino el convencimiento de teólogos y de las almas superiores. Pero ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España, universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre respecto al destino, náufragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto. No serían hermanos si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su pérdida. La certidumbre de una o de otra les colocaría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben de tratarse como hermanos.

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El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque, si no viene de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra interpretaban el darvinismo como la doctrina de una lucha general e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al resonar el ¡ay de los vencidos! Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera posible constituir sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades. Esa necesidad le hizo buscar en la historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la ley fundamental de la naturaleza. Los sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales y humanas sino como defensa contra algún enemigo común. Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico y por lo que hace a los hombres, entre las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual, muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos. La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a California que por reconocimiento de su derecho.

También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad. Jeremías Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que: «La naturaleza a colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la pena y el placer». Las acciones públicas o privadas han de ser aprobadas o desaprobadas según que tienden a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: «porque lo que se usa para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas a de empezar en alguna parte». Actualmente ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la política y costumbres de los pueblos del Norte. Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio. A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann recuerda que la utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades. En España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el poeta: («¡Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor!»). Los cínicos habrían dicho que no les hacía gracia sacrificar su felicidad personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el mayor número.

Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de la utilitaria. Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no nos decimos realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo. El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y vicios entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la propaganda activa. Lo mismo el morfinómano. No tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una intuición previa del bien, somos niños perdidos en el bosque. Los filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el Imperativo Categórico se entiende como ley de nuestra naturaleza racional, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible conculcarlo. Y ahora Scheler y Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo para que fuese autónomo y universal: bastaba con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley moral. Precisamente porque no es subjetiva podemos cumplirla o vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.

La fe y la experiencia

El kantismo ha dejado de dominar las Universidades. La filosofía de los valores, que ahora prevalece, viene a ser una forma eufemística de la teología, no sólo porque el sentimiento apreciativo de los valores es la fe, según Lotze, sino porque Dios es el valor genérico del que todos los valores particulares derivan su esencia como tales valores, ya que todo valor debe inspirar amor y cuando se busca la esencia de cada amor (phila) en otro amor, ha de llegarse necesariamente a un amor primo (prooton philon), a il primo amore, como Dante lo llamaba, con pasmosa literalidad. Benjamín Kidd pudiera jactarse de que el siglo no ha sabido contestar a su cartel de desafío. Los intereses del individuo y los de la sociedad no son idénticos, no pueden conciliarse. No hay forma de construir una sociedad de tal manera que a las mujeres les convenga tener hijos y a los soldados morir por la patria, y como las sociedades necesitan absolutamente de mujeres que las den hijos y de soldados que, si es preciso, mueran por ellas, hacer falta buscar una sanción ultra-racional, ultra-utilitaria, para el necesario sacrificio de los individuos a las sociedades. Ésta es una de las funciones que la religión desempeña y que sólo la religión puede desempeñar: proveer de sanciones ultra-racionales al necesario sacrificio de los individuos para la conservación de las sociedades. Y no sólo a su conservación, sino a su valor y enaltecimiento, porque toda acción generosa, toda obra algo perfecta requieren la superación del egoísmo que nos estorba para hacerla.

De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los siglos. Los de nuestro siglo XVI no eran muy distintos de los españoles de ahora. ¿Cómo una España menos poblada, menos rica, en algún sentido menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre, tantos poetas, tantos santos, tantos generales, tantos héroes y tantos misioneros? Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad española estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaban a los hombres a ponerse en contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo. Conspiraban al mismo intento la Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras. Y el resultado último es que los españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su extremo límite y menos libres para entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y protección de las leyes, y más hermanos por la conciencia de la paternidad de Dios, de la comunidad de la misma misión y de la representación de un mismo drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.

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Ahora están desencantados los españoles que habían cifrado sus ilusiones en los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Se habían figurado que florecerían con esplendidez al caer las instituciones históricas, que, a su juicio o a su prejuicio, estorbaban su desenvolvimiento. Un desencanto de la misma naturaleza se encuentra siempre que se estudia el curso de otras revoluciones. El propio Camilo Desmoulins preguntaba en sus escritos últimos a Jacques Bonhomme, personificación del pueblo francés: «¿Sabes a dónde vas, lo que estás haciendo, para quién trabajas? ¿Estás seguro de que tus gobernantes se proponen realmente completar la obra de la libertad?». Los gobernantes de la hora se llamaban Saint Just y Robespierre…

La comparación puede ser engañosa. Es posible que aquí no nos hallemos frente a una revolución, sino ante el hecho de un Monarca que se alejó del poder y de una clases conservadoras que les dejaron irse, porque no se dieron cuenta en un principio de lo mucho que el viaje las afectaba. Ésta no es del todo una revolución, pero ¿es que ha habido alguna vez una revolución que no fuera, en esencia, la carencia o el cese de las instituciones precedentes? El hecho es que el desencanto se produce lo mismo que si se tratara de una revolución sangrienta.

«¡No es eso!», exclaman graves varones moviendo la cabeza de un lado para otro. No es eso. Habían soñado con que la nación se pusiera en pie, con que se hicieran presentes las energías supuestas y dormidas. No es eso. No habían querido ver lo que enseña la experiencia de todos los pueblos: que la democracia es un sistema que no se consolida sino a fuerza de repartir entre los electores destinos y favores, hasta que produce la ruina del Estado, eso aparte de que no llega a establecerse en parte alguna sino se les engaña previamente con promesas, de imposible cumplimiento o con la calumnia sistemática de los antiguos gobernantes. ¿Qué se hizo del sueño de libertad para todas las doctrinas, para todas las asociaciones? Un privilegio para los amigos, una concesión para los enemigos, a condición de que sean buenos chicos. De la igualdad se dice sin rebozo, desde lo alto, que no se puede dar el mismo trato a los amigos que a los enemigos. La fraternidad se ha convertido en rencor insaciable y perpetuo contra todas o casi todas las clases gobernantes del régimen antiguo. Y no es eso, se dicen los que habían esperado otra cosa. Unos culpan de ello a la maldad de los gobernantes; otros, a la de los gobernados. «¡Hablar a esta tropa de juricidad!». Pero los hombres son los hombres. Ni tan buenos como antes se los figuraban, ni tan malos como ahora se dice. Los de nuestro siglo XVI no eran mejores. Ni tampoco de una naturaleza más religiosa que los de ahora. Las condiciones eran otras. Se les inducía a vivir y a morir para la mayor gloria de Dios. Había en lo alto un poder permanente de justicia que premiaba y castigaba. Sonaban más aldabonazos en la conciencia de cada uno. Se hacía más a menudo la «toma de contacto» con Dios. El problema no consiste en mejorar a los hombres, sino en restablecer las condiciones sociales que los inducían a mejorarse. Es decir, si me perdonan la paráfrasis Alfonso Lopes Vieira, el dilecto poeta portugués: «En reespañolizar España, haciéndola europea y, a través de la selva obscura, en salvar también las almas nuestras».

La España misionera

Una obra incomparable

No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia. Verdad que en estos dos siglos de enajenación hemos olvidado la significación de nuestra Historia y el valor de lo que en ella hemos realizado, para creernos una raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra; no había entonces español educado que no tuviera conciencia de ser España la nueva Roma y el Israel cristiano. De ello dan testimonio estas palabras de Solórzano Pereira en su Política indiana:

Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa, que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan innumerable grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino de antes muchos mayores quilates, pues además de la luz de la fe que dimos a sus habitantes, de que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y, enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos.

Pero todavía hicimos más y no tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad): no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de raza de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte para decirles:

Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos.

No garantizo el acierto de Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se produzca la unidad de las razas que hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo esencial y más importante es que ya se ha producido la unidad del espíritu, y ésta es la obra de España en general y de sus Órdenes Religiosas particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes, obispos, legisladores, magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares…; pero en la que el puesto de honor corresponde a las Órdenes Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en América.

Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con P. Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el principal fin de la pacificación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato. También aducían la bula de Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Y fue la acción constante de las Órdenes Religiosas la que redujo a los límites de justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.

La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.

La acción de los Reyes

Ahora bien, al realizar esta función no hacían las Órdenes Religiosas sino cumplir las órdenes expresas de los Reyes. En 1534, por ejemplo, al conceder Carlos V la capitulación por las tierras del Río de la Plata a D. Pedro de Mendoza, estatuía terminantemente que Mendoza había de llevar consigo a religiosos y personas eclesiásticas, de los cuales se había de valer para todos sus avances; no había de ejecutar acción ninguna que no mereciera previamente la aprobación de estos eclesiásticos y religiosos, y cuatro o cinco veces insiste la capitulación en que solamente en el caso de que se atuviera a estas instrucciones, le concedía derecho sobre aquellas tierras; pero que, de no atenerse a ellas, no se lo concedía.

Los términos de esta capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por todos los Monarcas de la Casa de Austria y los dos primeros Borbones. No concedían tampoco tierras en América como no fuera con la condición expresa y terminante de contribuir a la catequesis de los indios, tratándolos de la mejor manera posible. Y así se logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres expatriados y en busca de fortuna, se convirtieran realmente en misioneros, puesto que a la caída de la tarde reunían a los indios bajo la Cruz del pueblo y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Órdenes Religiosas para obligarles a atenerse a las condiciones de los Reyes y respetar el testamento de Isabel la Católica y la Bula de Alejandro VI, que no se cansaron de recordar en sus sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.

La eficacia, naturalmente, de esta acción civilizadora, dependía de la perfecta compenetración entre los dos poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la Historia y que es la originalidad característica de España ante el resto del mundo.

El militar español en América tenía conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros fines que los que él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta compenetración entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las civiles y las militares, como no se han dado en país alguno. El P. Astrain, en su magnífica Historia de la Compañía de Jesús, describe en pocas líneas esta compaginación de autoridades:

Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro, y de otros capitanes de cuentas, iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los bárbaros atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español para defenderle y para escarmentar a los agresores.

Y de lo que era el fundamento de esta compenetración nos da idea un agustino, el P. Vélez, cuando hablando de Fr. Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:

Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como cualquier prescripción civil.

Pues bien, este Estado teocrático —el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe, según el juicio de la Prensa revolucionaria— acaba por lograr lo que ningún otro pueblo civilizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindús, ni Francia con sus árabes, ni Holanda con sus malayos en las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún otro país ha vuelto ha producirse una coordinación tan perfecta de los poderes religioso y temporal, y no se ha producido por una falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.

Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de África, no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales y históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordenación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.

El Concilio de Trento

El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de España en su aspecto espiritual. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas —cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo de 1931, como si fuéramos los españoles indignos de conservarlos…—, pronunció en su Concilio de Trento su discurso sobre la «Justificación». Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a la que subsiste en los países nórdicos; donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman, «dagoes», palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.

Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la «Justificación», propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios, que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sólo y que la fe es un libre arreglo de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Ésta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: «¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente?».

Ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió a la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa:

Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: «Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea». A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: «Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio». Pero al tercero de los aspirantes a la joya le dice: «¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma».

La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; ésta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.

La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fue aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura, palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen los asistentes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación…

Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martins ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad; de haber prevalecido otra teoría de la Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano.

Todo un pueblo en misión

Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu que expresa Santiago el Menor cuando dice al final de su epístola, que: «El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados». (V, 20). Lo mismo los reyes, que los prelados, que los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio, durante el siglo XVI y XVII no hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la Justificación se debe únicamente a los méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero; su sacrificio carece de eficacia.

La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo. Santa Teresa habla como un soldado. Se imagina la religión como una fortaleza en que los teólogos y los sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les ayudan con sus oraciones; y escribe versos como éstos:

«Todos los que militáis

debajo de esta bandera,

ya no durmáis, ya no durmáis,

que no hay paz sobre la tierra».

Parece como que un ímpetu militar sacude a nuestra monjita de la cabeza a los pies.

La Compañía de Jesús, como las demás Órdenes, se había fundado para la mayor gloria de Dios y también para el perfeccionamiento individual. Pues, sin embargo, el paje de la Compañía, Rivadeneyra, se olvida al definir su objeto del perfeccionamiento y de todo lo demás. De lo que no se olvida es de la obra misionera, y así dice: «Supuesto que el fin de nuestra Compañía principal es reducir a los herejes y convertir a los gentiles a nuestra santísima fe». El discurso de Laínez fue pronunciado en 1546; pues ya hacía seis años, desde primeros de 1540, que San Ignacio había enviado a San Francisco a las Indias, cuando todavía no había recibido sino verbalmente la aprobación del Papa para su Compañía.

Ha de advertirse que, como dice el P. Astrain, los miembros de la Compañía de Jesús colocan a San Francisco Javier al mismo nivel que a San Ignacio, «como ponemos a San Pablo junto a San Pedro al frente de la Iglesia universal». Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a San Francisco a Indias era casi su propio yo; si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la misionera de las Indias. ¡Tan esencial era la obra misionera para los españoles!

El propio P. Vitoria, dominico español, el maestro, directa o indirectamente, de los teólogos españoles de Trento, enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a acertar la fe, dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, «tanto si reciben como si no reciben la fe»; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la predicación del Evangelio, «los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden predicarlo a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio». Es decir, el hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del derecho internacional, máximo iniciador, en último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran nuestras Leyes de Indias, legítima la misma guerra cuando no hay otro medio de abrir camino a la verdad.

Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los hombres podían salvarse, ésta era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.

Las Misiones guaraníes

Ejemplos de lo que se puede emprender con este espíritu nos lo ofrece la Compañía de Jesús en las misiones guaraníes. Empezaron en 1609, muriendo mártires algunos de los Padres. Los guaraníes eran tribus guerreras, indómitas; avecindadas en las márgenes de grandes ríos que suelen cambiar su cauce de año en año; vivían de la caza y de la pesca, y si hacían algún sembrado, apenas se cuidaban de cosecharlos; cuando una mujer guaraní necesitaba un poco de algodón, lo cogía de las plantas y dejaba que el resto se pudriese en ellas; ignoraban la propiedad; ignoraban también la familia monogámica; vivían en un estado de promiscuidad sexual; practicaban el canibalismo, no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros en la guerra, sino también por gula; tenían sus cualidades: eran valientes, pero su valor les llevaba a la crueldad; eran generosos, pero una generosidad sin previsión; querían a sus hijos, pero este cariño les hacía permitirles toda clase de excesos sin reprenderlos nunca… Allí entraron los jesuitas sin ayuda militar, aunque en misión de los reyes, que habían ya trazado el cuadro jurídico a que tenía que ajustarse la obra misionera.

Nunca hombres blancos habían cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el P. Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes soledades, más de una vez tañían la flauta para encontrar ánimos con que proseguir su tarea llena de tantos peligros y de tantas privaciones. Y los indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los guaraníes capaz de hacerles comprender que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos, habían abandonado su patria y su familia y todas las esperanzas de la vida terrena, sencillamente para realizar su obra de bondad, y poco a poco se fue trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los adoctrinados.

El caso es que a mediados del siglo XVIII aquellos pobres guaraníes habían llegado a conocer y gozar la propiedad, vivían en casas tan limpias y espaciosas como las de cualquier otro pueblo de América; tenían templos magníficos, amaban a sus jesuitas tan profundamente, que no aceptaban un castigo de ellos sin besarles la mano arrodillados, y darles las gracias; acudieron animosos a la defensa del imperio español contra las invasiones e irrupciones paulistas, del Brasil; contribuyeron con su trabajo y esfuerzo en la erección de los principales monumentos de Buenos Aires, entre otros la misma Catedral actual… Y solamente por la mentira, hija del odio, fue posible que abandonaran a los Padres.

Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado amigo D. Ramón de Basterra, se apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de Jesús, como primer paso para aplastar «la infame». Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador llamado Francisco Bucareli, totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios impidieran que los jesuitas se marcharan el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía, que ya llevaba consigo, y para poder ejecutarla sin tropiezo tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres Jesuitas le enviaran inocentemente a Buenos Aires varios caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes de los hidalgos del siglo XVIII, bastante historiados en aquel tiempo, lo mismo en España que en París, y decirles que ellos eran tan grandes señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos, los sentó en su mesa, les hizo oír con él misa en la Catedral, les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y de esta manera consiguió que aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían tenido a los Padres. Por otra parte, las precauciones de Bucareli eran inútiles, porque los jesuitas aceptaron la orden de salir de los dominios españoles con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha caracterizado a la Orden en todo tiempo. El lenguaje que empleó Bucareli con los indios, era el mismo, en el fondo, con que la serpiente indujo a Eva a comer de la fruta del árbol prohibido: «Eritis sicut dii»: Seréis como dioses. Si abandonáis a los Padres Jesuitas, seréis iguales a ellos o más grandes aún.

Durante algunos años, en efecto, como a los Jesuitas sucedieron los Franciscanos, no menos heroicos que ellos, las Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los nuevos Padres eran primerizos en aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a los Franciscanos la protección de las autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. El resultado es que al cabo de treinta años, las doctrinas desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se cayeron, las casas de los indígenas se vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente, porque se vieron obligadas a luchar inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto de las palabras del diablo para los que las creen.

Filipinas y el Oriente

Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible que continuara la obra de las Órdenes Religiosas todo el siglo XVII y hasta el término del siglo XIX. Es penoso, en parte, recordarlo, porque nosotros, los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando acontecieron aquellas malandanzas de las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella figura heroica del pobre Rizal que, arrepentido, decía pocas horas antes de ser fusilado: «Es la soberbia, Padre, la que me ha conducido a este trance». Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor, escultor y, también, músico. Pensador no lo era. De haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la justificación de su deseo y pretensión de que su país, Filipinas, figuraba en el concierto de las naciones libres y soberanas de la tierra, y de que su raza, la tagala, fuera también una de las razas gobernantes.

Hace poco, Aguinaldo, que peleó por las ideas de Rizal, empezó a revelar el secreto, cuando escribió al solemnizar en Manila el «Día de España», el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, de 1924 en el periódico «La Defensa», de Manila, periódico de los españoles, que España había dado a los filipinos todas sus propias esencias espirituales, y después de recordar que en su juventud había peleado con el general Primo de Rivera, también joven, terminaba diciendo: «¡España! ¡España! ¡Querida madre de Filipinas!…».

En realidad, si Diego Laínez no hubiera hecho triunfar en Trento la tesis que afirma la capacidad de los hombres para obrar bien, y si no existiera un dogma que nos dice que todo el género humano proviene de Adán y Eva, no habría el menor derecho para creer que los tagalos pudiera ser un pueblo gobernante como los demás pueblos de la tierra. Entre las gentes de Oriente y las gentes de Occidente, entre los asiáticos y los europeos (si vamos al terreno puramente natural y científico), hay una especie de antipatía habitual. El japonés es un hombre que sierra al recoger la herramienta; nosotros, serramos cuando la empujamos. El japonés pega su golpe al retirar el sable; nosotros cuando lo adelantamos. Si nosotros herimos a un japonés en lo profundo de su amor propio, sonríe como si le hubiéramos dicho un cumplimiento. Un cuento inglés de niños dice que un gato sentenció gravemente su opinión sobre los perros con las siguientes palabras: «Entre los perros y nosotros no cabe inteligencia. Cuando un perro gruñe, es que está enfadado; cuando el perro mueve el rabo, es porque está contento; pero nosotros, los gatos, cuando gruñimos es porque estamos contentos, y cuando movemos el rabo, por el contrario, estamos enfadados». ¡Insuperable diferencia!

Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la creencia de que todos descendemos de Adán y Eva, y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres se salven, porque la Providencia ha dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no quedará razón alguna para que las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los tagalos no sean nuestros esclavos, para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los hombres sólo puede fundarse en la paternidad de Dios.

La civilización filipina es obra de nuestras Órdenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hallen protegidos por la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste —cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos— parece que prefieren concederles la independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.

El fin de las misiones

Pensad, en cambio, cuán diversa ha sido la suerte de la India. En la India predicó San Francisco Javier e hizo muchos miles de católicos. El propio santo ha referido la forma maravillosa en que aprendía los idiomas indígenas, hasta poder traducir a ellos los Mandamientos y oraciones principales, y cómo, campanilla en mano, iba convocando gentes en los pueblos y les hacía aprenderse de memoria los Mandamientos y después rezar las oraciones, para que Dios les ayudase a cumplirlos, y así efectuó por la India y la China y el Japón una obra incomparable de catequesis. Pero en la India faltó a la obra misionera el apoyo de un Gobierno como el español. La obra del Gobierno inglés tuvo un carácter mercantil y liberal: carreteras, ferrocarriles, bancos, orden público, sanidad, escuelas. El liberalismo prohíbe a los ingleses mezclarse en la religión, ideas y costumbres de los hindús. Ello parece cosa muy bonita y aun excelsa; pero es en realidad muy cómoda y egoísta. El estado actual de la India, Gandhi lo ha descrito con un episodio de su vida. Gandhi estaba casado cuando tenía once años de edad y comenzaba sus estudios de segunda enseñanza. Gracias a estos estudios y a que tenía que pasar muchas horas del día separado de su mujer, no envejeció prematuramente, hasta inutilizarse, como le ocurrió a un hermano suyo, en análogas circunstancias. Toda la India o la mayoría de su pueblo, está envejecida y debilitada por abusos sexuales. Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20 000 ingleses pueden dominar a 350 000 000 de indios. Están depauperados por su salacidad y porque no se les dice, con energía suficiente, que pueden corregirse y salvarse, como se les ha dicho a los filipinos, que en buena medida han conseguido vencer las tentaciones de su clima enervante.

Ése es el resultado del sistema británico. Comparad la India con las Filipinas y ahí está, en elocuente contraste, la diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y deben ser como nosotros; y el inglés de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se funda en el absoluto desprecio del pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a su salacidad y propensiones naturales, suponiendo que de ninguna manera podrá corregirse.

Ahora nos explicamos el orgullo con que Solórzano Pereira habla en el siglo XVII de la acción misionera de España, así como la persuasión de sus compatriotas, que veían en España la nueva Roma o el Israel moderno. Claro que Solórzano sustentó una tesis que la Santa Sede hizo perfectamente en no aceptar. En vista de que los españoles habíamos realizado esa magnífica obra misionera, Solórzano proclamaba nuestro Vicevicariato, y en aquellos momentos, en efecto, no cabe duda de que España ejercía algo muy parecido al Vicevicariato en el mundo. Lo que no podía imaginarse Solórzano era que ciento cincuenta años después, España estuviera gobernada, como lo estuvo en tiempos de Carlos III, por ministros masones, que iban a deshacer nuestra obra misionera.

Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de las misiones en los dos siglos últimos; la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo el ideario rusoniano, que ha hecho prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta creencia de que el salvaje es superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau creía deformado por las instituciones de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres por las Universidades para que sepan gobernar, que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del mejor cameralista, y que para gobernar no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la capacidad administrativa de los hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no hacen falta nuestras misiones, sino las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí vino el decaimiento del espíritu misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos decadentes, se ha vuelto poco a poco, a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.

En España, en parte, por la obra del P. Gil, en Oña, y por la del P. Sagarminaga, al fundar en Vitoria la cátedra de métodos modernos misioneros, indudablemente se ha rehecho la eficacia catequista y en estos cuarenta años han vuelto a hacerse cosas grandes en tierras de Ultramar por nuestras Órdenes Religiosas. Y hoy podemos enorgullecernos de que en alguna región española, como Navarra, el número de vocaciones misioneras es tan grande como en el siglo XVI.

La vuelta de las misiones

No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el Extremo Oriente. Han salvado la vida de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente. Las misiones recogen las criaturitas, evitando que sus padres las maten, y las alimentan y educan. Lo que es la vida de los misioneros nos lo pintará el hecho de que los Agustinos tienen en la provincia de Hunán, más grande que España, a 24 Padres, cuya subsistencia y sostenimiento de casas, escuelas, templos, etc., importa medio millón de pesetas anuales, que les remiten sus compañeros españoles, de los que éstos ahorran de su trabajo docente en sus Institutos y Centros de enseñanza. Estos misioneros viven en el corazón de la China, en la mayor soledad, y actualmente con el temor de que una invasión comunista o una agresión bolchevique les queme la Misión o la Iglesia, pero con la esperanza puesta en que hay, en torno suyo, hombres que les quieren, a quienes han adoctrinado, a cuyos espíritus han llevado la fe y la caridad. Ésta es también la vida de nuestros dominicos, franciscanos y jesuitas en aquellos países. En las fuentes del Amazonas hay también misioneros españoles, soportando temperaturas atroces y una atmósfera saturada de humedad, donde todas las cosas se derriten si les es posible, víctimas de las fiebres, pero perseverantes en su empeño, como la obra de los franciscanos en África, comenzada en los tiempos de Raimundo Lulio, y que tantos cientos de vidas nos cuesta, por el fanatismo y crueldad de los mahometanos. Pero la sangre de los mártires va quebrantando la resistencia de los islamitas al Cristianismo, y hoy es más fácil la predicación que hace cien años, y hace cien años menos peligrosa que hace doscientos…

Pero lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus esfuerzos, es que se produjera, en los países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que, en las tierras conquistadas por la Monarquía Católica de España, recibían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas del Asia y del África.

Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr. Nitobe, que termina con la profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente se alzará la Cruz sobre el horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino la hoz y el martillo. Ésta es, a mi modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos probables. O la Cruz, de una parte, diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando delante de sus ojos un ideal infinito, o la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a una interpretación puramente material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el altar es una superstición y que debemos contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán tomado su partido. Lo grave es que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos estaban pagados por los Gobiernos monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los enemigos de la cultura y de la sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que dedicar buena parte de nuestra energía misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que tan pronto como se efectúe esta labor de reconquista —y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que comprendemos la necesidad de consagrar a ellas nuestras vidas— y a medida que se vaya efectuando, el alma española volverá a soñar con descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que puedan salvarse, lo mismo que nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar, persuadido de esta Catolicidad o universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más fuerte y más segura o, cuando menos, la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.

Los españoles de América

El éxito de los aldeanos

Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del nuevo mundo, y las revoluciones suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las órdenes religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adoptarlos a las otras; al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras.

Entre tanto estoy cierto de que la clase más indefensa de la tierra, en punto a buena fama, la constituyen los comerciantes españoles de América. En España no se acuerdan de ellos más que sus familiares, beneficiados por sus giros. Lo que aquí suele preocuparnos, y no mucho, es el comercio español con América, que es cosa bien distinta, y que no ofrece porvenir muy seguro, porque España nunca pudo competir en los países americanos con los grandes países manufactureros, y mucho menos podrá hacerlo cuando estos pueblos se ven derrotados por la competencia japonesa, que es una de las razones de que todos tiendan actualmente a la «autarquía» o economía cerrada. De otra parte, los vinos y las frutas que España puede exportar en gran escala se producen cada día en América en mayores cantidades. Tampoco los hispanoamericanos pueden simpatizar demasiado con el patriotismo español de nuestros compatriotas establecidos en sus territorios porque preferirían que se nacionalizaran en ellos y renunciaran para siempre al sueño de acumular un pequeño capital, que les permita regresar a su patria. Y los españoles educados que emigran a América tampoco suelen ser amigos de nuestros comerciantes, porque no les perdonan que progresen más que ellos, a pesar de su mayor cultura, y ésta es una de las maravillas que nadie suele explicarse satisfactoriamente, a pesar de que no hay cosa más fácil de entender.

Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los españoles procedentes de aldeas que los que van al nuevo mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que los cultos.

En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como la enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar. La ventaja que tienen nuestros emigrantes campesinos sobre los urbanos y educados, consiste principalmente en no haberla recibido. El indiano Quirós, de la Sinfonía Pastoral, de Palacio Valdés, se encuentra con que su hija, criada en medio de todos los lujos, es tan endeble, que puede enfermar de tisis cualquier día. La medicina que necesita y que la cura es la pobreza y el trabajo. Tan extraño remedio no se le había ocurrido jamás a su buen padre. Era, sin embargo, el mismo sistema educativo que él había recibido en su aldea y al que debió en América el éxito y la fortuna.

Pero además ocurre que aquellas provincias que dan el mayor contingente emigratorio: Galicia, Asturias, la Montaña, las Vascongadas, León, Burgos y Soria, no son países sin cultura. No lo serían aunque no se cuidaran, como lo hacen, de la enseñanza popular, ni aunque fueran totalmente analfabetos, porque la Iglesia, las costumbres y el refranero popular se bastarían para mantener un tipo de civilización muy superior al que producen, por punto general, las escuelas laicas y la prensa barata.

Es curioso, al efecto, que España no fue país de alta cultura sino cuando carecía de Ministerio y de presupuesto de Instrucción Pública. Pero si los hijos de las regiones y clases sociales menos afectadas por las nuevas ideas son los que se desenvuelven con más éxito en América, la razón no es solamente la negativa de ser las menos contaminadas de los falsos valores de la modernidad, sino la positiva de conservar, por eso mismo, con mayor pureza, los principios de vida de la España tradicional histórica. Mientras la educación moderna, con su carácter enciclopédico en los grados primarios y secundario y especializado en el superior, no parece proponerse otro objeto que desplegar ante los ojos admirados del alumno los productos de la cultura, con lo que no forma sino almas apocadas, que necesitarán la sopa boba del Estado para no morir de hambre, la educación antigua se empeñaba en obtener de cada hombre el rendimiento máximo. Parece que sus principios se conservaran vivos en nuestro pueblo campesino, y que por ello han organizado de tal modo sus comercios los españoles de América, que pueden esperar de cada dependiente el esfuerzo mayor y más perseverante de que es capaz.

El sistema comanditario

La perfecta compenetración de intereses y de espíritu entre el principal y sus empleados, que caracteriza al sistema comanditario del comercio español en América, y que es el secreto de su éxito, se obtiene mediante la confianza que tiene cada dependiente de que, si muestra actividad e inteligencia en su trabajo, llegará día en que se le interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le ayudará a establecerse por su cuenta, con lo cual le será posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que empieza barriendo una tienda a los trece o catorce años de edad, puede concebir la esperanza de ser dependiente de mostrador antes de los veinte, y habilitado antes de los treinta, y socio industrial antes de los cuarenta, y patrono algo después. En el fondo no se trata sino de la aplicación al comercio del antiguo sistema gremial, con su jerarquía de aprendices, oficiales y maestros, en la que sólo llegaba a la suprema dignidad de su arte quien hubiera producido una obra maestra, sin la cual no se le permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo alguno en el gremio o cofradía de su oficio. Pero entonces se le abrían las dignidades de la ciudad. Si el albañil o carpintero, podía encargarse de la construcción de alguna abadía o catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad de maestro de obras del Rey, era porque la Edad Media, que fue una edad cristiana, fundaba sus instituciones en la necesidad que tiene el hombre de que no se le muera la esperanza, virtud que no subsiste tampoco sin la base de la fe y sin el remate de la caridad, pero que se alimentaba con la persuasión de que mejoraría la posición de cada operario, según las excelencias de sus obras, lo que explica, de otra parte, que fueran tan maravillosos los edificios de aquella época.

En el fondo, el principio que anima al comercio español en América es el mismo que constituía la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. Se trata de proveer a cada uno de la coyuntura que le permitan alzar su posición en el mundo. Con ello no se dice que habrán de aprovecharla todos, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. Lo que se hace es aplicar a las cosas de tejas abajo la parábola del padre Diego Laínez en el Concilio de Trento. Se concede a cuantos aspiran a vencer el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, ya que la gracia de Dios es asequible a todos, pero después se espera que cada candidato luchará desesperadamente por el triunfo. También ha de poner toda su alma el dependiente que aspire a ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar sus ilusiones en la prosperidad del negocio. Pero cuenta con la esperanza firme de mejorar de posición, al cabo de su largo esfuerzo, y el español de alma previsora prefiere optar a un premio que valga la pena, aunque solo lo obtenga después de muchos años, con lo que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno de esos grandes comercios extranjeros de América, donde probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde no tiene la menor esperanza de que se le llegue a interesar en el negocio, por lo que renuncia a sacrificar el porvenir al día de hoy.

Con el señuelo del ascenso futuro de cada empleado, logra el comercio español de América la perfecta identificación del principal y los dependientes, que es lo que le permite afrontar con buen ánimo la concurrencia de otros comerciantes y los malos tiempos. Es un comercio que carece de capitales iniciales propios y que trabaja a crédito y, sin embargo, prospera y se difunde, hasta en competencia con el de los chinos, que viven con nada, y con el de los sirios, descendientes de los fenicios de Sidón y Tiro y aptos como ellos para el tráfico. En el Centro de Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban los españoles en el comercio de comestibles al por menor, que es lo que se llaman «almacenes» en la Argentina, y me encontré con la sorpresa de que hace cincuenta años dominaban el ramo los italianos en la capital, pero que habían tenido que ceder el puesto a los españoles. Y es que los italianos no han podido lograr identificar los intereses de los principales con los de los dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus comercios, en beneficio de sus empleados, tan fácilmente como los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora, y entonces son sus hijos los que los heredan.

En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus dependientes en una relación de intimidad que no es obstáculo para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la jerarquía y a la edad. En los malos tiempos se reducen y encogen los gastos. En el campo de Cuba el principal y sus dependientes suelen tender el catre en el mostrador y vivir en la tienda, comen juntos, trabajan todos dieciocho horas al día y ello todo el año, domingos inclusive, porque la molienda no suele interrumpirse en los ingenios ni en los días festivos, y apenas si tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año. Por eso cuando los americanos entraron en Cuba a raíz de la guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos, no tardaron en batirse en retirada ante la competencia del comercio español, que se contentaba con menores beneficios y conocía mejor a sus clientes, para negarles o concederles crédito. Y es que los norteamericanos se habían enfrentado con un principio espiritual superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al mayor capital y a la posibilidad de pagar a la dependencia con mayores salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en principios de solidaridad y de justicia y en la virtud de la esperanza.

La actual crisis

Es verdad que al sistema comanditario del comercio español pueden oponérseles consideraciones de orden familiar, que le han creado muchos enemigos en los países de América. El español cree justo que la tienda pase al dependiente que más se ha interesado en su prosperidad, con lo cual es posible que se perjudiquen los hijos del principal. En muchos casos no hay tal perjuicio, porque esos hijos suelen preferir las carreras liberales al comercio y son pocos los padres que se deciden a hacer sufrir a sus hijos los trabajos y penalidades que implica la profesión de tendero en sus grados inferiores. De otra parte, hay que considerar que los dependientes no se hubieran sacrificado tantos años por la tienda, pudiendo acaso ganar mejores sueldos en otra ocupación, sino con la mira de que no se les defraude en su esperanza de llegar algún día a habilitados y socios industriales. En todo caso, el orgullo de los comerciantes españoles de América consiste en facilitar el avance de sus antiguos dependientes y entre las colectividades españolas alcanza mayor fama el que ha dado medio de establecerse por su cuenta al mayor número de dependientes. Hay casos de hombres que, por haber pasado del comercio al detalle al comercio al por mayor y haber vivido tiempos prósperos, han podido establecer a veinte y aun a treinta dependientes antiguos, y estos próceres gozan en nuestras colectividades de una aureola que envidiarían nuestros grandes de España.

En cierto modo es explicable que los Gobiernos criollos procuren evitar este desarrollo del comercio español con toda clase de medidas, como el cierre dominical de los comercios, la imposición de horas de descanso para la dependencia y aún la obligación a los patronos de emplear a dependientes del país, por lo menos en cierta proporción. Hay países de América donde la pobreza ha resuelto el problema, porque los principales se ven obligados a emplear a sus hijos en la tienda casi desde su infancia, con lo que los comercios pasan, naturalmente, a manos suyas. El problema no surge sino donde la prosperidad es suficiente para evitar a los hijos los trabajos más duros, y no sería justo privar de su recompensa al dependiente que apechuga con ellos. Los antiguos gremios solían resolverlo con los años de aprendizaje, en que el hijo del maestro salía a correr tierras, y a aprender el oficio bajo la disciplina de otros maestros; años de correrías y de amores, los «Wanderjahre», que cantan todavía los poetas de Alemania. Es posible que toda la América española se empobrezca a tal punto, que desaparezca la cuestión. Pero con ello no perderá su validez el principio en que se inspiran nuestros comerciantes. Las almas bajas rinden su mayor esfuerzo por un estímulo inmediato, pero las almas superiores prefieren sacrificar el presente al porvenir. Todas las instituciones deberían organizarse de tal modo, que las dignidades supremas correspondieran a los sacrificios más perseverantes, para que todos los hombres puedan esperar que, si se esfuerzan por lograrlo, les aguarde, como premio de sus trabajos, una vejez honrosa y respetada. Y no es pequeña maravilla ésta de que, en pleno siglo XX, el principio central de la Hispanidad: la fe en el hombre, la confianza en que pueda salvarse, si se esfuerza con energía y perseverancia en ello, actúe con el mismo éxito entre la prosaica economía del comercio americano, que entre los graves teólogos del Concilio de Trento.