La separación de América

La Unidad de la Hispanidad

«El 12 de Octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad». Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad de los pueblos hispánicos?

Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces protestan los portugueses. No creo que los más cultos. Camoens los llama (Lusiadas, Canto I, estrf. XXXI):

«Huma gente fortissima de Espanha»

André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina Michaëlis de Vasconcellos: «Hispani omnes sumus». Almeida Garret lo decía también: «Somos Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica». Y don Ricardo Jorge ha dicho: «chamese Hispania à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico ao que lhez diez respeito». Hispánicos son, pues, todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.

Veamos hasta qué punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse a través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.

También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste al de las selvas paraguayas o brasileñas. Los climas de la Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinada.

¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a España y Portugal. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos ellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en la comunidad del origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino de una comunidad permanente.

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No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokio. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de México y de España, y aun también el de Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr. William G. McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa, basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como La Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), «que todos los pueblos hispanoamericanos abogan por la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del enunciado de Monroe».

De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas «los Estados desunidos del Sur», en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las repúblicas hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren. Es puro accidente que, al formarse las nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas, tan desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo: «Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en el mar».

Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en las doctrinas de la revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que «el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso y fatal». La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con que el chileno Edwards Bello proclamó que: «el arte iberoamericano, sin raíces en las modalidades nacionales, carece de interés en Europa». Pero muchos sienten que las cosas no marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos países, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de España. Lo atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo grande, a juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal, por lo menos sin un ideal que el mundo entero tenga que agradecerles. ¿Y no dependerá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será ésa también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?

Las ideas del siglo XVIII

Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero subsistente. Se manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aun de comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveria Martins, fueron hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y sentido. Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse las transformaciones por causas permanentes, siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido decir: «No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta», y ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España. Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D. Ramón de Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuela con los papeles de la Compañía Guipuzcuana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña Florida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias próceres de Venezuela, como los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. Su error fue suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio. Pero ¿no se originó el cambio en España?

Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus Noticias Secretas de América, destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: «Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre». Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcuana de Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno de los aristócratas catalanes que abrazaron contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para poder pagar sus deudas antiguas. Así se pierde un mundo.

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Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuitas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la Compañía de Jesús. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. «Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes», escribía D’Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: «Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame». La «infame», para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en el siglo XVIII, de substituir los fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de 1533, se establecía que: «Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)…, les hacemos hijodalgos de solar conocido…». Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los siglos XVI y XVII, de los «abuelos de España», deteniéndose, en cambio, a referir con todo lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la tercera nobleza de América, constituida por «los próceres», que fueron los caudillos de la revolución.

Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX, que un estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir en 1910, que la América del Sur «vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura excelsa». Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América hispánica: Vous n’êtes pas les fils de l’Espagne, vous êtes les fils de la Révolution française. Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es el único himno sin Dios, entre los grandes himnos nacionales, la misma inspiración con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domrémy. Y empieza a haber no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica no es para desdeñada.

De la Monarquía católica a la territorial

En general, los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual, que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución son herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de principios que se operó en España en las primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro gobierno desde 1750. Y es que los libros escolares de Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las formas de gobierno.

Los principios han de ser lo primero, porque el principio, según la Academia, es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de «politique d’abord», a menos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo XVIII, en que se nos perdió la Hispanidad. Las instituciones trataron de parecerse a las de mil seiscientos. Hasta hubo aumento en el poder de la Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas, y los que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.

La impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros, empezando por aquel Montesquieu que tan mala voluntad nos tenía. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.

Mucho bueno hizo el siglo XVIII. Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las Sociedades económicas de los Amigos del País, la renovación de los estudios. Embargados en otros menesteres, no cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias naturales, porque, respecto de las otras, Maritain estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a Descartes en el curso del siglo XVII, y no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque desconocido de nuestros intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de pelear por nuestro propio espíritu, aquel espíritu con que estábamos incorporando a la sociedad occidental y cristiana a todas las razas de color con las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien, el espíritu de los pueblos está constituido de tal modo, que, cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.

No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio, y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el régimen nuestro, aun sin cambiar de nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que veían, a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de Isabel la Católica, en que se decía: «El principal fin e intención suya, y del Rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa Fe Católica a los naturales», por lo que encargaba a los príncipes herederos: «Que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados». No era tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: «¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos».

Ésta no es la doctrina oficial. La doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alta recompensa por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Carrancá y Trujillo, afirma solemnemente que: «Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana significa la abnegación del orden colonial, esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como el enemigo de todo progreso». Pero que este proyecto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la obra de Mario André El fin del Imperio español en América, no es sino evidencia de que, con el espíritu de la Hispanidad, se ha apagado entre nosotros hasta el deseo de la verdad histórica.

La guerra civil en América

La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: «La guerra hispanoamericana es guerra civil entre americanos que quieren, los unos la continuación del régimen español, los otros la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano». ¿Pruebas? La revolución del Ecuador la hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el Rey! Y es que la aristocracia americana reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. «No queremos que nos gobiernen los franceses», escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810. Montevideo, en cambio, se declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron los franciscanos, cuyo convento hizo formar a los soldados el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los partidarios de España recibían refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el continente. ¿Quiénes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los propios americanos?

El 9 de julio de 1816 proclamó la independencia argentina el Congreso de Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas y frailes. El Congreso, se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de un fraile. En cambio, los clérigos de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la pugna por la independencia había sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco pelearon al principio con Boves por España, después con Paéz por la independencia. Luego el gobierno de Caracas, como muchos otros gobiernos americanos, juró solemnemente con el cargo «defender el misterio de la Inmaculada concepción de la Virgen María Nuestra Señora». Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar persuadido de que: «La convicción y la obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos prelados», había aconsejado enviar a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en México? Si el movimiento de 1821 triunfó tan fácilmente fue porque se trató de una reacción: «Contra el parlamentarismo liberal dueño de España, desde que, tras las revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a restablecer la Constitución de 1812». Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en México eran masones.

La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el 28 de septiembre de 1827, que: «La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza». Y en su mensaje de despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: «Me permitiréis que mi último acto sea el recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos, y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo». Esta historia no se parece a la que los españoles e hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y ello no muestra sino que la historia está por rehacer. Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos, propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre «Las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico». Lo más grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la conquista de Nueva Granada, no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del dominico Alonso de Zamora, que: «Los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento —momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde— en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores». Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390 000 indios y 642 000 criollos, además de 1 250 000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.

La defensa necesaria

Alguna vez ha protestado España contra estas falsedades. Generalmente, las hemos dejado circular, sin tomarnos la molestia de enterarnos. Pero esto de no enterarnos es inconsciencia, y la inconsciencia es una forma de la muerte. Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la perenne disposición a la defensa. Ser es defenderse. La inquietud no es un accidente del ser, sino su esencia misma. Conocida es la antigua fábula latina: «Erase la Inquietud, que cuando cruzaba un río y vio un terreno arcilloso, cogió un pedazo de tierra y empezó a moldearlo. Mientras reflexionaba en lo que estaba haciendo, se le apareció Júpiter. La Inquietud le pidió que infundiera el espíritu al pedazo de tierra que había moldeado. Júpiter lo hizo así de buena gana. Pero como ella pretendía ponerle a la criatura su propio nombre, Júpiter lo prohibió y quiso que llevara el suyo. Mientras disputaban sobre el nombre se levantó la tierra y pidió que se llamase como ella, ya que le había dado un trozo de su cuerpo. Los disputantes llamaron a Saturno como juez. Y Saturno, que es el tiempo, sentenció justamente: “Tú, Júpiter, porque le has dado el espíritu, te llevarás su espíritu cuando se muera; tú, Tierra, como le diste el cuerpo, te llevarás el cuerpo; tú, Inquietud, por haberlo moldeado, lo poseerás mientras viva. Y como hay disputa sobre el nombre, se llamará homo, el hombre, porque de humus (tierra negra) está hecho”».

Vivir es asombrarse de estar en el mundo, sentirse extraño, llenarse de angustia ante la contingencia de dejar de ser, comprender la constante probabilidad de extraviarse, la necesidad de hacer amigos entre nuestros conseres, la contingencia de que sean enemigos, y estar alerta a lo genuino y a lo espúreo, a la verdad y al error. La inquietud no es un accidente, que a unos les ocurre y a otros no. Ésta es la esencia misma de nuestro ser. Y por lo que hace a la patria, en cuanto la patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra inquietud respecto de la patria es, en verdad, su quinta esencia. Somos nosotros, y no ella, los que hemos de vivir en centinela; nos hemos de anticipar a los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos los seres vivos se defienden de la muerte, velar por su honra y buena fama y reparar, si fuese necesario, los descuidos de otras generaciones.

No fue meramente humildad nuestra, sino incuria, la razón de que se nos borrara del espíritu el sentido ecuménico de España. Incuria nuestra y actividad de nuestros enemigos. Mirabeau descubrió en la Asamblea Nacional que la fama da Luis XIV se debía en buena parte a los 3 414 297 francos (calculados al tipo de 52 francos el marco de plata) que distribuyó entre escritores extranjeros para que pregonasen sus méritos. Luis XIV fue seguramente el enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que colocaba a su nieto en el trono de Madrid decía secretamente a su heredero en sus Instrucciones al Delfín: «El estado de las dos coronas de Francia y España se halla de tal modo unido que no puede que no puede elevarse la una sin que cause perjuicio a la otra». De otra parte explicaba a su hijo la razón de haber auxiliado a Portugal, después de haberse comprometido con España a no hacerlo, diciendo que: «Dispensándose de cumplir a la letra los tratados, no se contraviene a ellos en sentido riguroso». La tesis de Luis XIV es falsa. A España no le perjudica que Francia sea fuerte. Lo que le dañaría es que fuera tan débil y atrasada como Marruecos. Ni Francia ha perdido nada por la pujanza de Italia, ni tampoco se debilitaría con el poder de España. Pero todavía Donoso Cortés tuvo que contestar a un publicista francés que aseguraba que el interés de Francia consistía en que España no saliera de su impotencia, para no tener que atender al Pirineo en caso de pelear con Alemania.

Ello es exagerado, y todo lo exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más política internacional que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda política, porque los vecinos se confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría en la guerra de todos contra todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los derechos de las otras patrias. Pero la apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial a las instituciones del Estado y a los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen las instituciones y perecen los pueblos. Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan las espadas, y no a la inversa. Esto que aquí inició la Acción Española, que es la defensa de valores de nuestra tradición, es lo que ha debido ser, en estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en todos los países hispánicos. Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora estamos a merced de los vientos.

Las luchas de Hispanoamérica

Todos los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales, aparte de la suya. La una es Rusia, la Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay; anteayer, el Salvador; mañana, Cuba; no pasa semana sin noticia de disturbios comunistas en algún país hispanoamericano. En unos los fomenta la representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita para influir poderosamente sobre todos, como sobre España desde 1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla, los de arriba, abajo; los de abajo, arriba; no hay que pensar si se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos que pasar quince años mal para que más tarde mejoren las cosas. Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en país alguno por el progreso de la revolución. Sólo mejoran donde se da máquina atrás. La revolución, por sí misma, es un continuo empeoramiento. No hay en la historia universal un solo ejemplo que indique lo contrario.

Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de Washington, sobre la contratación de empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos de Nueva York han impuestos reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había alzado contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia, que a la falta de voluntad de los deudores.

He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la supresión de los valores espirituales, por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperio económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les trate como a repúblicas de «la banana». Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se mantiene. El Fuero Juzgo decía magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. La revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.

De cuando en cuando se alzan en la América voces apartadas, señeras, que advierten a sus compatriotas que no debían de ser tan malos los principios en que se criaron y desarrollaron sus sociedades, en el curso de tres siglos de paz y de progreso. A la palabra mexicana de Esquivel Obregón responde en Cuba la de Aramburu, en Montevideo la de Herrera y la de Vallenilla Lanz en Venezuela. Son voces aisladas y que aún no se hacen pleno cargo de que los principios morales de la Hispanidad en el siglo XVI son superiores a cuantos han concebido los hombres de otros países en siglos posteriores y demás por venir, ni tampoco de que son perfectamente conciliables con el orgullo de su independencia, que han de fomentar entre sus hijos todos los pueblos hispánicos capaces de mantenerla. En página que siguen hemos de mostrar la fecundidad actual de esos principios. Hay una razón, para que España preceda en este camino a sus pueblos hermanos. Ningún otro ha recibido lección tan elocuente. Sin apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos dominios no se ponía el sol. Pero se le nubló la fe, por su incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus tradiciones y cuando empezaba a tener barcos y a enviar soldados a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un anciano que hubiese perdido la memoria. Recuperarla, ¿no es recobrar la vida?

Pasado y porvenir

Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechamos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano, será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos hispánicos al católico, tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Hay que hacer responsable de la prosperidad de cada región geográfica a los hombres que la habitan. Mas, por encima de la faena territorial, se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta, como Rubén, quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como Mr. Elihu Root, que: «Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la mentalidad jurídica de uno y otro país». A veces es puramente la amenaza de la independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.

Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en la libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es racial, ni geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia porque es el Catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿qué razón hay, fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que Heriot recientemente ha querido distinguir, diciendo que era la una la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de Goya, con su realismo y su afición a la «canalla», y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado por el momento, Sancho; no me extrañará, sin embargo, que nuestros pueblos acaben por seguir a Don Quijote. En todo caso, su esperanza está en la Historia: «Ex proeterito spes in futurum».