—¿El señor Isherwood?

—Al habla.

—¿El señor Christopher Isherwood?

—Sí, soy yo.

—Pues verá, llevo desde ayer por la tarde tratando de hablar con usted.

La voz, al otro extremo del hilo, tenía un matiz de censura.

—Sí, es que no estaba en casa.

—¿No estaba usted en casa?

(No parecía muy convencido.)

—Pues no.

—Ah, ya…

Una pausa para meditar esto. Y luego, súbitamente receloso:

—Pues es curioso, porque… Su número comunicaba todo el tiempo. Todo el tiempo.

—¿Quién es usted? —pregunté a mi vez, apuntando en mi voz un comienzo de irritación.

—Imperial Bulldog.

—¿Cómo dice?

—Sí, la empresa cinematográfica Imperial Bulldog. Le hablo de parte del señor Chatsworth… A propósito, ¿estuvo usted alguna vez en Blackpool en mil novecientos treinta?

—Me parece que se equivoca usted —yo ya estaba a punto de colgar—, en mi vida he estado en Blackpool.

—¡Estupendo! —la voz de mi interlocutor se rompió en una viva risita comercial—. Entonces no habrá visto usted un espectáculo que se llama La violeta del Prater.

—No, nunca, pero, la verdad, ¿qué tiene eso que ver con…?

—No, nada, es que lo cerraron a la tercera noche, pero al señor Chatsworth le gusta la música y piensa que podemos utilizar la letra de casi todos los números… Su agente nos dice que usted sabe muchísimo de Viena.

—¿Viena? Pues sólo he estado allí una vez. Una semana.

—¿Una semana? —la voz ahora se volvió bastante displicente—. No puede ser, se nos ha asegurado que vivió usted allí.

—Mi agente se refería a Berlín.

—Ah, ya, Berlín, bueno, pues viene a ser lo mismo, ¿no? Lo que quiere el señor Chatsworth es alguien con sello, con aire europeo. Tengo entendido que habla usted alemán, ¿no es así? Eso también nos sirve. Vamos a traer de Viena a Friedrich Bergmann, para que dirija.

—Ya.

—Friedrich Bergmann, le conoce, ¿no?

—En mi vida he oído hablar de él.

—Pues es curioso, porque también ha trabajado mucho en Berlín. ¿No hizo usted cine allí?

—Yo no he hecho cine en ninguna parte.

—¿No? —la voz, por un instante, pareció consternada, pero se reanimó inmediatamente—. Bueno, en fin…, me figuro que al señor Chatsworth le dará igual. Con frecuencia contrata a escritores sin experiencia. Yo, en su lugar, no me preocuparía por…

—Oiga, un momento —le interrumpí—. ¿En que se basa usted para creer que a mí me interesa ese trabajo?

—Bueno, en fin…, le diré, señor Isherwood, eso no es cosa mía —ahora la voz se puso a hablar muy rápidamente, haciéndose más débil—. El señor Katz estaba concretando ya las cosas con su agente y no tengo la menor duda de que llegarán a un acuerdo. Seguiremos en contacto. Bueno, adiós…

—Oiga…, un minuto…

Pero ya había colgado. Estuve un momento apretando la clavija del teléfono, estúpidamente, poseído de confusa indignación. Luego cogí el listín y di con el número de Imperial Bulldog, marqué la primera letra, volví a colgar. Fui hacia la puerta del comedor, donde mi madre y Richard, mi hermano menor, estaban terminando de desayunar. Me detuve un momento en el vano de la puerta, encendiendo un cigarrillo, sin mirarles, con gran indiferencia.

—¿Era Stephen? —preguntó mi madre, que siempre sabía cuándo había que darme pie.

—No —exhalé una bocanada de humo, mirando ceñudo al reloj de la repisa de la chimenea—. Era gente de cine.

—¡De cine! —Richard dejó de golpe la taza sobre la mesa—. ¡Pero Christopher!, ¡qué emocionante!

Oyendo esto mi ceño se acentuó.

Al cabo de una pausa razonable mi madre preguntó con muchísimo tacto:

—¿Es que quieren que les escribas algo?

—Eso parece —respondí, arrastrando las palabras, como si encontrara el tema demasiado aburrido para hablar siquiera de él.

—¡Pero, Christopher, es maravilloso! ¿Y de qué va a tratar la película? ¿O es que no nos lo puedes decir?

—No lo pregunté.

—Ah, ya… ¿Y cuándo empiezas?

—No empiezo. Les dije que no.

—¿Qué les dijiste que no? ¡Qué lástima, hombre…!

—Bueno, más o menos…

—¿Y por qué? ¿Es que no te ofrecieron bastante dinero?

—No, si de dinero no hablamos —le dije a Richard, con un leve tono de censura en la voz.

—Bueno, no, claro. De eso quien se encarga de hablar es tu agente, ¿no? Ya sabrá él sacarles los cuartos. ¿Y cuánto piensas pedirles?

—Ya te dije que no lo voy a hacer.

Se produjo otra pausa. Mi madre la rompió diciendo con tono cautísimamente insustancial:

—Bueno, la verdad es que el cine se está volviendo cada vez más soso. No me extraña que no consigan convencer a buenos escritores de que trabajen para ellos.

No contesté. Sentí que mi ceño comenzaba a desfruncirse.

—Seguro que te vuelven a llamar dentro de unos minutos —dijo Richard, esperanzado.

—No sé por qué, la verdad.

—Pues, sí, hombre, tienes que hacerles muchísima falta, porque si no no te habrían llamado tan temprano. Además, ya se sabe que con la gente de cine no vale decir que no.

—Pues yo lo que pienso es que ya están hablando con el siguiente de la lista —bostecé con bastante poco realismo—. Bueno, en fin, me parece que lo que voy a hacer es ir a ver si le hinco el diente al capítulo once.

—La verdad, me admira la tranquilidad con que lo tomas todo —dijo Richard, con esa falta total de sarcasmo que a veces da a sus observaciones el tono de versos de Sófocles—. Yo, en tu lugar, estaría tan emocionado que no sería capaz de escribir una sola palabra en todo el día.

—Bueno, hasta luego —mascullé.

Volví a bostezar, me estiré y me dirigí hacia la puerta, pero fue mi propia falta de decisión lo que me paró frente al aparador. Me puse a enredar, nervioso, con la llave del cajón de las cucharas, lo cerré, lo abrí, lo volví a cerrar. Finalmente me soné las narices.

—¿Por qué no te tomas otra taza de té antes de subir? —sugirió mi madre, que había observado mi actividad con una leve sonrisa—. ¡Anda, Christopher, todavía está hirviendo!

Me senté de nuevo a la mesa, sin contestar. El periódico seguía abierto ante mí, como lo había dejado media hora antes, todo arrugado y lacio, como desangrado de noticias. La retirada de Alemania de la Sociedad de las Naciones seguía siendo el tema candente. Un especialista predecía guerra preventiva contra Hitler para el año próximo, cuando la Línea Maginot fuera inexpugnable. Goebbels había dicho al pueblo alemán que su voto del doce de noviembre tendría que ser sí o no. El gobernador Ruby Laffoon, del Estado de Kentucky, había dado el grado de coronel a Mae West.

—El dentista de la prima Edith —dijo mi madre, pasándome la taza— parece muy convencido de que Hitler va a invadir Austria de un momento a otro.

—No me digas —tomé un gran sorbo de té y me eché contra el respaldo de la silla; ahora, de pronto, me sentía lleno de excelente humor—. Bueno, no me cabe duda de que los dentistas disponen de fuentes de información inasequibles a los demás mortales. Pero yo, que soy un ignorante, la verdad, no veo cómo…

Me lancé. Mi madre sirvió más té a Richard y luego volvió a llenar su propia taza. Los dos se intercambiaron leche y azúcar en sonriente pantomima y se retreparon cómodamente en sus sillas respectivas, como la gente en un restaurante cuando la orquesta toca el primer acorde de una melodía que todos se saben de memoria.

En diez minutos eché por tierra todos los argumentos que pudieran ocurrírsele al dentista y muchos que no se le ocurrirían. Me serví de muchas de mis palabras favoritas: gauleiter, solidaridad, viraje, dialéctica, gleichschaltung, infiltración, anschluss, realismo, tranche, alto mando. Y finalmente, después de una pausa para encender otro cigarrillo y recobrar el aliento, me puse a esbozar con bastante detalle la historia del nacionalismo desde el golpe de Múnich.

Sonó el teléfono.

—¡Vaya, qué pesadez! —dijo Richard con gran cortesía—. ¡Siempre nos interrumpe precisamente cuando estás contándonos algo interesante! No lo cojas. Ya se cansarán…

Pero yo ya me había levantado de un salto, tirando casi la silla, y estaba en el recibidor, cogiendo el auricular.

—Sí… —jadeé.

No me contestó nadie pero era evidente que en el otro extremo habían descolgado el auricular: voces lejanas, al parecer enzarzadas en violenta discusión, con un fondo de música de radio.

—Dígame —insistí.

Las voces se alejaron un poco.

—¡Dígame! —aullé.

Debieron de oírme, porque voces y música cesaron de pronto, como si una mano hubiese tapado la bocina.

—Bueno, al diablo —les dije.

La bocina se destapó justo lo suficiente para dejarme oír una voz de hombre con fuerte, áspero acento extranjero que decía: «Esto es del género tonto».

—¡Dígame! —aullé—. ¡Dígame! ¡Dígame! ¡Dígame! ¡Dígame! ¡Dígame!

—Un momento —dijo la voz extranjera, muy brusca, como quien habla a un niño machacón.

—¡No tengo la menor intención de esperar un momento! —le grité, y tan estúpidas me parecieron mis propias palabras, que rompí a reír.

La bocina volvió a destaparse para dejar paso a una avalancha de palabras y música, tan altas que se diría que hubieran estado represadas durante toda la pausa.

—Dígame —dijo la voz extranjera, rápida, impaciente—. ¡A ver, dígame!

—¿Sí?

Haló! El doctor Bergmann al habla.

—Buenos días, doctor Bergmann.

—¿Sí? Ah, buenos días, haló? Haló, querría hablar con el señor Isherwood, por favor, inmediatamente.

—Al habla.

—El señor Kríistoffer Ichervood… —dijo el doctor Bergmann con mucho cuidado y énfasis. Daba la impresión de estar leyendo mi nombre en una agenda.

—Soy yo.

—Ja, ja… —era evidente que a Bergmann se le estaba agotando la paciencia—. Quiero hablar personalmente con el señor Isherwood, haga el favor de traérmelo.

—Yo soy Christopher Isherwood —le dije en alemán—. Ha estado hablando conmigo todo el tiempo.

—Ah, ¿de modo que usted es el señor Isherwood? ¡Magnífico! ¿Por qué no me lo dijo desde el principio? ¡Y además habla usted mi idioma! ¡Bravo! Endlich ein vernuenftigen Mensch! ¡No tiene usted idea de lo que me alegro de oír su voz! Bueno, a ver, querido amigo, dígame, ¿puede usted venir a verme inmediatamente?

Me llené de cautela:

—¿Hoy mismo?

—No, ahora mismo, en cuanto le sea posible, en este mismo instante.

—Es que esta mañana estoy muy ocupado… —comencé, vacilante, pero el doctor Bergmann me interrumpió con un suspiro que más bien parecía largo y alto quejido.

—Esto es absurdo. Terrible. Me rindo.

—Quizás esta tarde me fuese posible…

Pero esto Bergmann lo descartó sin más.

—No hay nada que hacer —murmuró, como hablando consigo mismo—, qué ciudad más absurda, nadie entiende una palabra. Es terrible, no hay nada que hacer.

—¿No podría usted venir aquí?

—No, no. No hay nada que hacer. Bueno, es igual. Demasiado complicado. Scheusslich.

Se produjo una pausa de gran tensión. Me chupé el labio. Comenzaba a sentirme débil. En fin, ¡al diablo el tío ese!

Finalmente le pregunté, a desgana:

—¿Dónde está usted?

Le oí volverse a alguien con un gruñido agresivo:

—¿Dónde estoy? —le respondieron algo que no pude entender, y luego, de nuevo, el gruñido de Bergmann—: No entiendo una sola palabra. Háblele usted.

Una voz nueva, tranquilizadoramente cockney:

—Buenos días, caballero. Estamos en el Hotel Cowan, en Bishopsgate. Justo frente a la estación. No tiene pérdida.

—Gracias —dije—. Estaré allí en un momento. A…

Oí la voz apresurada de Bergmann:

¡Moment! ¡Moment!

Al cabo de lo que pareció un breve, pero furioso forcejeo, Bergmann se apoderó del instrumento y emitió un hondo y resoplante resuello.

—Y dígame, amigo mío, ¿cuándo llegará aquí?

—No sé, en una hora más o menos.

—¿Una hora? Es mucho tiempo. ¿Y cómo viene?

—Pues en metro.

—¿No sería mejor coger un taxi?

—No, ni hablar —respondí con firmeza, calculando mentalmente el precio de la carrera de Kensington a la estación de Liverpool Street.

—¿Y por qué no sería mejor?

—Pues porque tardaría tanto como en el metro. No tiene usted idea del tráfico.

—Ah, sí, claro, el tráfico. Terrible.

Un hondo, hondísimo resoplido, como de una ballena moribunda al borde mismo de hundirse para siempre en el océano.

—No se preocupe —le dije jovialmente. Me sentía lleno de buena voluntad ahora que había ganado la batalla del taxi—. En seguida estoy con usted.

Bergmann gruñó levemente. Era evidente que no me creía.

—Adiós, amigo mío.

Auf Wiedersehen… Bueno, no, no está bien dicho, todavía no le he visto.[1]

Pero Bergmann ya había colgado.

—¿Eran los del cine? —me preguntó Richard cuando miré al comedor.

—No, bueno, sí, en cierto modo. Luego os lo cuento todo. Ahora tengo que salir corriendo. Ah, y otra cosa, mamá, es posible que vuelva un poco tarde a comer…

El Hotel Cowan no estaba tan justo enfrente de la estación como me habían dicho. Siempre pasa lo mismo. Llegué de mal humor, porque me habían dirigido mal dos veces, y encima había estado a punto de atropellarme un autobús. Iba sin aliento. A pesar de mi decisión de tomar a Bergmann con calma, la verdad es que fui corriendo desde la boca del metro.

El hotel era bastante pequeño. El portero estaba a la entrada cuando llegué, jadeante. Era evidente que le habían apostado allí a mi espera.

—¿Es usted el señor Isherwood? El doctor quiere verle en seguida. Todo le ha salido mal. Llegó un día antes de lo previsto. Una de esas cosas que pasan. No le esperaba nadie en el puerto. Tuvo problemas con el pasaporte. Tuvo problemas con la Aduana. Perdió una maleta. En fin, una verdadera catástrofe. Son cosas que pasan.

—¿Y dónde está ahora? ¿Arriba?

—No, señor, ha salido por cigarrillos. No le gustan los que tenemos aquí. Me imagino que se les acaba cogiendo gusto a esas marcas del continente a poco que se acostumbre uno a ellas. Son más suaves.

—Bueno, esperaré.

—Si me permite un consejo, caballero, será mejor que vaya a buscarle. Ya sabe lo que son los extranjeros cuando no conocen Londres. Son capaces de perderse en medio de Trafalgar Square. Claro que eso también a nosotros nos ocurriría. No sé qué puede haberle pasado, hace ya veinte minutos que salió.

—¿Por dónde fue?

—Nada, a la vuelta de la esquina, a la izquierda. Tres puertas más abajo. Seguro que da con él.

—¿Qué aspecto tiene?

Mi pregunta pareció divertir al portero.

—Le reconocerá en cuanto le vea, no se preocupe. Ni entre un millón le pasaría inadvertido.

La chica del estanco estuvo también muy expresiva. No tuve la menor necesidad de describir al doctor Bergmann. Su visita había causado una gran impresión.

—Un tipo raro, ¿verdad? —dijo con una risita—. Me preguntó qué tal me sentaba pasarme aquí el día entero. Le contesté que no tenía tiempo de pensado. Y luego nos pusimos a hablar de sueños.

Bergmann le había hablado de un médico que vivía en el extranjero, la chica no recordaba a punto fijo dónde, y que decía que los sueños no significan lo que uno piensa que significan. Daba la impresión de que a Bergmann esto le parecía un gran descubrimiento científico, pero a la chica le divirtió mucho y le hizo sentirse superior, porque ella lo sabía desde siempre. Tenía en casa un libro que había sido de su tía y se titulaba El libro de los sueños de la reina de Saba, escrito mucho antes de que naciera aquel médico extranjero.

—Es interesantísimo. Por ejemplo, si se sueña con salchichas, bueno, pues quiere decir una riña, pero si las comes quiere decir amor, o buena salud, igual que estornudar y las setas. La otra noche soñé que me estaba quitando las medias y, como era de esperar, a la mañana siguiente, así, sin más, mi hermano me envió un giro postal de cinco chelines y seis peniques. Claro que no siempre se cumplen así los sueños, quiero decir no tan en seguida…

En este punto conseguí interrumpirla, y le pregunté a dónde había ido Bergmann.

Me explicó que estaba buscando no sabía a punto fijo qué revista, y ella entonces le había mandado al kiosco de Mitchell, en el otro extremo de la calle. No tenía pérdida.

—Ah, y de paso llévele sus cigarrillos —añadió—. Se los ha dejado aquí, en el mostrador.

Mitchell también recordaba al señor extranjero, aunque no con tanto afecto como la chica del estanco. Al parecer había tenido una discusión. Bergmann buscaba La Nueva Escena Mundial, y se enfadó mucho porque el chico del kiosco, pensando, como es natural, que sería alguna revista teatral, le ofreció en su lugar La Escena o La Era. Me imaginé a Bergmann gruñendo: «Imposible, no hay nada que hacer». Al fin y a la postre Bergmann condescendió a explicar que La Nueva Escena Mundial era una revista política y en alemán, y entonces el chico le aconsejó que fuera a ver si la tenían en el puesto de periódicos de la estación del metro.

Entonces perdí la cabeza. Aquel asunto estaba degenerando y convirtiéndose en una caza del hombre, y mi única perspectiva era correr, como un sabueso, de pista en pista. Cuando me vi ante el puesto del metro me di cuenta de lo estúpidamente que había estado actuando. Los encargados estaban demasiado ocupados para fijarse en una persona con acento extranjero, y, además, habían pasado por allí varios en aquella media hora. Me puse a mirar en torno a mí como un poseso, abordé a dos desconocidos que podían ser Bergmann y me miraron con ofendido recelo. Y, finalmente, volví al hotel.

Allí seguía el portero, acechándome.

—Mala suerte, señor —su actitud era la del espectador que se muestra comprensivo con el que llega el último en una carrera de obstáculos.

—¿Qué pasa? ¿Es que no ha vuelto?

—Bueno, sí, ha venido, pero se ha vuelto a ir. Al minuto o así de irse usted. «¿Dónde está?», me pregunta, justo como usted, y entonces va y suena el teléfono, y era uno de los señores del estudio, que querían que el doctor fuese inmediatamente, pero inmediatamente, a donde estaban ellos. Yo le dije que usted estaba al volver, pero no quiso esperar. Es así, qué quiere usted, la impaciencia personificada, de modo que fui y le busqué un taxi.

—¿Y no dejó ningún recado?

—Sí, señor. Le esperan a comer en el Café Royal a la una en punto.

—¡Vaya por Dios!

Me senté en una silla, en el vestíbulo del hotel, y me sequé la frente. ¿Quién diablos se habían pensado que eran? Esto tenía que servirme de lección. Una cosa era cierta: no volverían a verme el pelo, aunque vinieran a mi casa y me estuvieran esperando a la puerta el día entero.

Estaban en la Parrilla.

Llegué con diez minutos de retraso, una pequeña concesión a mi vanidad ofendida. El jefe de los camareros conocía al señor Chatsworth y me lo señaló. Me detuve un momento para mirarles un poco de lejos antes de acercarme a su mesa.

Una gran cabeza gris muy poblada, vuelta de espaldas a mí, frente a un rostro sonrosado y redondo como una luna, de cabello ralo y rubio, bien peinado y reluciente, con gafas de gruesa montura de carey. La cabeza gris estaba inclinada hacia adelante, sumida en seria e intensa conversación. La cara sonrosada, en cambio, echada hacia atrás, parecía abierta de par en par al mundo entero.

—Entre nosotros —decía—, lo que les pasa no es más que una cosa, que no tienen savoir-vivre.

Los ojos redondos y pálidos, ampliados por las gafas, oteaban la sala entera, incluyéndome a mí en su campo visual sin mostrar la menor sorpresa.

—El señor Isherwood, ¿no? Me alegro mucho de que haya podido venir, creo que no nos conocemos.

No se levantó. Pero Bergmann se puso en pie de un salto con sorprendente rapidez, como un títere. «Un títere trágico», me dije para mis adentros. No pude menos de sonreír cuando nos dimos la mano, porque la presentación parecía completamente superflua. Hay encuentros que son como reconocimientos. El nombre, la voz, las facciones, carecen de importancia: yo aquel rostro ya lo conocía, era como el rostro de una situación política, de una época. El rostro de Europa Central.

Bergmann, no me cabe duda, se dio cuenta de lo que yo estaba pensando.

—¿Qué tal está usted, señor?

Dio a esta última palabra un énfasis levemente irónico, y los dos seguimos así un momento, mirándonos.

—Siéntense —dijo el señor Chatsworth de buen humor.

Levantó la voz:

Garçon, la carte pour Monsieur! —varios de los clientes se volvieron para mirarnos, y él añadió—: Le recomiendo el Tournedó Chasseur.

Escogí Sole Bonne Femme, a pesar de que no me gusta, porque fue lo primero que vi y también porque estaba decidido a hacer ver a Chatsworth que yo hacía lo que quería. Él ya había pedido champán.

—Nunca bebo otra cosa hasta que ha oscurecido.

Nos explicó que él tenía un sitio en Soho donde le guardaban su vino tinto.

—Di con seis docenas de botellas en una subasta la semana pasada. Aposté a mi mayordomo a que encontrara algo mejor que lo que tenemos en la bodega. No saben ustedes lo arrogante que es el condenado, pero tuvo que acabar por darme la razón. Y encima tuvo que pagar la apuesta, por supuesto.

Bergmann gruñó muy bajo. Tenía la atención fija en Chatsworth, le observaba con una intensidad que habría reducido a cualquiera en medio minuto al más embarazoso de los silencios. Había comido su plato de carne con una especie de frenética impaciencia nerviosa y ahora fumaba. Chatsworth comía calmosamente, pero con gran determinación, deteniéndose a cada bocado para hacer una declaración. La mano fuerte, peluda, sin anillos, de Bergmann, descansaba sobre la mesa, con un cigarrillo entre los dedos apuntando derecho al corazón de Chatsworth como un acusador dedo índice. Tenía una cabeza espléndida de emperador romano con viejos y oscuros ojos asiáticos. Su traje, parduzco, envarado y sin gracia, no le sentaba bien. El cuello de la camisa le estaba demasiado prieto. Llevaba la corbata sesgada y mal anudada. Por el rabillo del ojo me fijé en su barbilla grande y sólida, en la línea de su boca, dura y prieta, en los agrios surcos que bajaban de la nariz imperiosa, en el tupido pelo negro que le asomaba de las ventanillas de la nariz. Era un rostro de emperador, pero con los ojos oscuros y burlones del esclavo: el esclavo que obedecía, y llevaba la corriente irónicamente a un amo incapaz de comprenderle; el esclavo de quien el amo dependía por completo: tanto para divertirse como para instruirse, porque, sin él, su poder no tendría justificación; el esclavo que escribía fábulas de hombres y animales.

Chatsworth había dejado el tema del vino, y ahora, en lógica secuencia de ideas, hablaba de la Riviera. ¿Conocía Bergmann Montecarlo? Bergmann gruñó negativamente.

—Pues, le diré —añadió Chatsworth—, Montecarlo es mi hogar espiritual. Nunca me interesó Cannes. Monte tiene un je ne sais quoi, algo exclusivamente suyo. Todos los inviernos sin falta voy a pasar allí diez días. Contra viento y marea. Por muy ocupado que esté, nada, agarro y me voy. Para mí la cosa es muy sencilla: es como una inversión. Sin Monte no me sería posible aguantar esta dichosa niebla y la llovizna continua de Londres, así, como lo oye. Cogería la gripe o vaya usted a saber qué. Tendría que pasarme un mes en la cama. Y, la verdad, yo al estudio estoy haciéndole un favor; eso es lo que no me canso de decirles. A ver, garçon!

Se interrumpió para pedir Crêpes Suzette sin consultar con nosotros y se puso a explicarnos que él, en realidad, no era un jugador:

—Ya tengo que jugar bastante con esto de las películas, pueden creerme. La ruleta es un juego de lo más tonto. Sólo para viejas e idiotas. A mí lo que me gusta es el Chemin de Fer. El año pasado perdí un par de miles de libras. Mi mujer prefiere el bridge, y es lo que yo le digo, que eso es puro provincianismo isleño.

Yo me preguntaba si el inglés de Bergmann estaría a la altura del de Chatsworth. La expresión de Bergmann se volvía más y más enigmática. Hasta Chatsworth debió darse cuenta de esto, porque pareció perder confianza en su auditorio. Intentó otra táctica, y la comenzó felicitando al jefe de los camareros por las Crêpes Suzette:

—Enhorabuena a Alphonse de mi parte, y dígale que esta vez se ha superado a sí mismo.

El jefe de los camareros, que, evidentemente, conocía a Chatsworth, hizo una profunda inclinación:

—Por usted, Monsieur, siempre ponemós un pocó más de interés. Sabemós que usted es un connoisseur, que apresiá estás cosás.

Chatsworth sonrió de oreja a oreja.

—Mi mujer me dice que soy un comunista. Qué le voy a hacer. A mí es que me repatea ver cómo trata mucha gente al servicio. Sin la menor consideración. Sobre todo a los chóferes. Cualquiera diría que no son seres humanos. Hay snobs que los matan a trabajar. Les hacen levantarse a cualquier hora y los pobres llega un momento en que ya no saben si son personas. Yo, por mi parte, no puedo permitirme esos lujos, pero, así y todo, tengo tres: dos de día y uno de noche. Mi mujer está siempre incordiándome, quiere que los despida. Pero es lo que yo le digo: «O tenemos tres o conduces tú». Y ella, claro, no está por la labor. Las mujeres son pésimas conductoras, pero la mía, por lo menos, lo reconoce.

Trajeron el café y Chatsworth sacó un tremendo estuche de tafilete rojo, del tamaño de un Nuevo Testamento de bolsillo, donde guardaba los puros. Nos explicó que costaban cinco chelines y seis peniques cada uno. Yo rehusé, pero Bergmann cogió uno y lo encendió frunciendo torvamente el ceño.

—En cuanto se acostumbre a ellos ya no fumará otra cosa —le advirtió Chatsworth, añadiendo benévolamente—: Mañana le mando una caja.

El puro, en cierto modo, completaba a Chatsworth. Chupándolo parecía volverse más grande. Sus ojos pálidos relucían con luz profética.

—Hace años que tengo una gran ambición. Se van a reír de mí. Todo el mundo se ríe, dicen que estoy loco. Pero a mí me tiene sin cuidado.

Hizo una pausa. Luego anunció solemnemente:

—Tosca. Y con la Garbo.

Bergmann me dirigió una mirada rápida y enigmática. Luego exhaló humo con tal fuerza que hizo retroceder el del puro de Chatsworth, envolviéndole la cabeza. Chatsworth pareció satisfecho. Evidentemente era ésta la clase de reacción que esperaba.

—Sin música, claro. Así es como lo haría, sin más —hizo otra pausa, posiblemente esperando protestas, pero no las hubo.

—Es uno de los argumentos más grandes del mundo. Lo que pasa es que la gente no se da cuenta. Es fenomenal.

Otra pausa impresionante.

—¿Y a que no saben ustedes quién quiero que me lo escriba?

El tono con que dijo esto nos preparó para la mayor sorpresa de todas.

Silencio.

—Pues Somerset Maugham.

Silencio total, roto solamente por la respiración de Bergmann.

Chatsworth se retrepó en su asiento con el aire de quien lanza un ultimátum.

—Y si no consigo a Maugham, pues nada, lo dejo.

«¿Se lo ha propuesto ya?», quise preguntarle, pero me dije que era una pregunta indigna del momento. Mis ojos se encontraron con los ojos solemnes de Chatsworth, que me forzaron a sonreírle débil, nerviosamente.

Mi sonrisa pareció gustar a Chatsworth. La interpretó a su manera, y, cuando menos lo esperaba, me correspondió sonriéndome con la cara entera.

—¿A que adivino lo que está pensando Isherwood? —le dijo a Bergmann—. Y tiene razón, qué diablos, no tengo más remedio que reconocerlo. Pues lo que piensa es que soy un condenado snob intelectual.

Bergmann, de pronto, me miró. Vaya, menos mal, me dije, va a decir algo. Los ojos negros chispearon, los labios se curvaron, formando una palabra, las manos esbozaron el contorno de un ademán. Y justo entonces oí decir a Chatsworth:

—Hola, Sandy.

Me volví, y me llevé la gran sorpresa de ver junto a nuestra mesa nada menos que a Ashmeade. Un Ashmeade con casi diez años más encima, pero, aparte de esto, apenas cambiado: seguía siendo apuesto, aún tenía el pelo castaño rojizo y airoso; todavía vestía con la negligente elegancia del universitario: chaqueta de sport, jersey de seda, pantalones anchos de franela.

—Sandy es nuestro corrector de guiones —le dijo Chatsworth a Bergmann—. Es terco como una mula; si un guión no le gusta lo rehace entero, aunque sea de Shakespeare.

Ashmeade sonrió: era su sonrisa de siempre, suave, de minino.

—Vaya, ¿qué tal, Isherwood? —me dijo en voz baja, divertida. Nos miramos. «¿Y qué diablos haces tú aquí, si se puede saber?», me dieron ganas de preguntarle.

Yo estaba realmente horrorizado. Ashmeade, el poeta. Ashmeade, la estrella de la Sociedad Marlowe. Y sin duda él se daba cuenta de lo que pasaba por mi mente. Sus ojos sonrientes, color oro claro, se negaban a confesar nada, a intercambiar señales cómplices conmigo.

—¿Se conocen ustedes? —preguntó Chatsworth.

—Estuvimos juntos en Cambridge —dije, concisamente, sin dejar de mirar retador a Ashmeade.

—Ah, vaya, ¿conque Cambridge? —era evidente que esto había impresionado a Chatsworth y me di cuenta de que a sus ojos mi papel había subido varios puntos—. Pues tendrán ustedes mucho de que hablar.

Miré a Ashmeade a los ojos, retándole a contradecir esto, pero Ashmeade se limitó a sonreír al amparo de su máscara decorativa.

—Bueno, hay que volver al estudio —declaró Chatsworth, levantándose y estirándose—. El doctor Bergmann viene con nosotros, Sandy. Haz el favor de proyectarle la película esa de Rosemary Lee, ¿eh? ¿Cómo demonios se titula?

Luna sobre Mónaco —dijo Ashmeade, con el mismo tono de voz de quien dice Hamlet: indiferente, sin comillas.

Bergmann se levantó con un hondo y trágico gruñido.

—Es una mala película —le dijo Chatsworth jovialmente—, pero le dará una idea de cómo es ella.

Fuimos todos hacia la puerta. Bergmann parecía muy bajo, macizo y pesado; iba entre la masa, relativamente manejable, de Chatsworth y la altura juncal de Ashmeade. Yo cerraba la marcha, sintiéndome marginado y algo malhumorado.

Chatsworth hizo seña al del guardarropa de que no se molestase y con gesto señorial le puso él mismo el abrigo a Bergmann. Fue como vestir a una estatua romana. El sombrero de Bergmann parecía una broma de pésimo gusto. Demasiado pequeño, se le encaramaba absurdamente a los rizos tupidos y grises; y su rostro asomaba torvamente bajo el ala con la expresión de un emperador que ha sido cogido prisionero y está siendo vejado por la canalla rebelde. Ashmeade, como es de suponer, no llevaba ni sombrero ni abrigo, pero sí un fino paraguas, perfectamente enrollado. Fuera, nos esperaba el Rolls-Royce de Chatsworth, con chófer y todo: era gris pálido, para hacer juego con su traje, algo suelto, pero bien cortado.

—Lo mejor será que duerma bien esta noche, Isherwood —me aconsejó Chatsworth, benévolo—. Vamos a tener que trabajar muy duro.

Ashmeade no dijo nada. Sonrió y se metió en el coche después de Chatsworth.

Bergmann se detuvo, me cogió la mano. Cubrió su rostro una sonrisa de gran encanto, íntima incluso. Estaba muy cerca de mí.

—Adiós, señor Isherwood —me dijo en alemán—. Mañana por la mañana le llamo —bajó la voz, mirándome a los ojos honda, afectuosamente—. Estoy convencido de que nos encontraremos muy bien juntos. Le diré, ya no siento el menor reparo con usted. Somos como dos hombres casados que se encuentran en una casa de putas.

Cuando llegué a casa mi madre y Richard estaban esperándome en el cuarto de estar.

—Bueno, ¿qué?

—¿Salió bien?

—¿Qué era, por fin?

—¿Hablaste con él?

Me dejé caer sobre una silla:

—Pues, sí —dije—. Estuve con él.

—Y…, ¿todo bien?

—¿A qué te refieres, todo bien?

—¿Te van a dar el trabajo?

—Pues la verdad es que no sé… Bueno, no, sí… Sí, parece ser que sí.

Uno de los esbirros de Chatsworth había instalado a Bergmann en un apartamento con servicio incluido en Knightsbridge, no lejos de Hyde Park Corner. Allí le vi a la mañana siguiente, en lo más alto de varios tramos de escalera. Antes incluso de que nos viéramos, ya había empezado a saludarme desde sus alturas.

—¡Arriba! ¡Más alto! ¡Más alto! ¡Valor! ¡No, todavía no! ¿Dónde está usted? ¡No pierda valor! ¡Vaya, por fin! ¡Servus, amigo mío!

—Bueno, ¿qué? —le pregunté, mientras nos dábamos la mano—. ¿Qué tal? ¿Le gusta esto?

—¡Es terrible! —los ojos de Bergmann chispearon cómicamente bajo los tupidos arbustos de sus cejas negras—. ¡Es un infierno! ¡Lo que ha hecho usted es ascender al infierno!

Aquella mañana ya no era Bergmann un emperador, sino un viejo payaso melenudo, envuelto en su chillón batín de seda. Tragicómico, como todos los payasos cuando se les ve descansando entre bastidores, después del espectáculo.

Me puso la mano en el brazo:

—Primero, una cosa, por favor. ¿Es toda la ciudad así de horrible?

—¿Horrible? ¡Pero si ésta es la mejor parte! Pues espere a ver los barrios bajos y las afueras.

Bergmann sonrió:

—No sabe cuánto me consuela.

Entramos en el apartamento. En el cuartito de estar, lleno de humo de cigarrillo, el calor era tropical. Apestaba a pintura fresca. Todo él estaba sembrado de prendas de ropa, papeles, libros, en explosivo desorden, como los escombros en torno a un volcán.

Bergmann llamó:

—¡Señorita!

Del cuarto interior salió una chica. Tenía el pelo lacio y rubio, cepillado hacia atrás desde las sienes, y su rostro, ovalado y reposado, habría sido muy bonito de no ser por la barbilla, que era demasiado puntiaguda. Llevaba gafas sin montura y el color de su barra de labios desentonaba. Iba vestida de taquígrafa, con un pulcro conjunto de chaqueta y falda.

—Dorothy, le presento al señor Isherwood. Dorothy es mi secretaria, el más bello regalo que me ha hecho la munificencia del señor Chatsworth. Verá, Dorothy, el señor Isherwood es el buen Virgilio que ha venido a guiar mis pasos por esta comedia anglosajona.

Dorothy sonrió con la sonrisa de la secretaria nueva: todavía un poco desconcertada, pero ya dispuesta a esperar cualquier cosa de unos jefes locos de atar.

—¡Ah, y, por favor, suprima ese fuego! —añadió Bergmann—. Sin el menor género de dudas, me está matando.

Dorothy se arrodilló y cortó el fuego de gas, que rugía en una esquina.

—¿Le hago falta ahora? —preguntó, muy eficiente—. ¿O puedo seguir con las cartas?

—Usted siempre nos hace falta, querida mía. Sin usted no existiríamos un solo instante. Usted es nuestra Beatriz. Pero, ante todo, el señor Virgilio y yo tenemos que conocernos. O, mejor dicho, tiene él que conocerme a mí. Porque, verá —continuó Bergmann al irse Dorothy de la habitación—, a usted yo ya le conozco de arriba abajo.

—¿Ah, sí?

—Sin duda. De usted sé todo lo importante. Espere. Le voy a enseñar una cosa.

Alzando el dedo índice y sonriéndome, me indicó que tuviera paciencia y se puso a buscar entre las ropas y los papeles esparcidos. Yo le observaba con creciente curiosidad, mientras la búsqueda de Bergmann se hacía más y más frenética. De vez en cuando parecía descubrir algún objeto que, evidentemente, no era el que buscaba, y entonces le miraba un momento, como quien mira una rata muerta y apestosa, y lo tiraba a un lado con un resoplido de repugnancia o alguna exclamación como: «¡Abominable!», «Scheusslich!», «¡Estúpido a más no poder!». Le observé sacar de esta manera un grueso cuaderno de notas negro, un espejo de afeitar, una botella de tónico para el cabello y una faja ortopédica. Por fin, debajo de un montón de camisas, dio con un ejemplar de Mein Kampf y lo besó antes de tirarlo al cesto de los papeles:

—¡Le amo! —me dijo, con un gesto torcido y cómico.

La búsqueda se amplió al dormitorio. Le oí revolverlo todo, resoplando y respirando ruidosamente. Yo estaba apoyado contra la repisa de la chimenea, mirando fotos de una mujer grande, rubia, de aspecto ocurrente, con una niña delgada, de tez oscura y aire asustado. Luego le tocó el turno al cuarto de baño, hasta que, por fin, oí a Bergmann decir, con voz de triunfo: «¡Vaya!». Volvió a grandes zancadas al cuarto de estar y agitó ante mis ojos un libro con el brazo extendido: era mi novela El memorial.

—¡Ya ve! ¡Aquí la tiene! La leí a medianoche. Y esta mañana la releí en el baño.

Me sentí absurdamente complacido y halagado.

—Vaya —dije, tratando de no darle importancia—, ¿y qué le pareció?

—Pues me pareció grandiosa.

—Mucho mejor debía ser. Lo que pasó fue que…

—Le aseguro que se equivoca —me dijo Bergmann, con bastante severidad, comenzando a pasar páginas—. Esa escena…, cuando el protagonista trata de hacer un suicidio…, es genioso —frunció solemnemente el ceño, como retándome a contradecirle—. Yo lo encuentro indudablemente genioso.

Reí, sonrojándome. Bergmann me observaba, sonriente, como un padre orgulloso que escucha los elogios que hace de su hijo el director del colegio. Luego me dio un golpecito en el hombro.

—Bueno, si no me cree, le enseñaré una cosa. Mire, lo escribí esta mañana, después de leer su libro —se buscó en los bolsillos y, como solamente tenía siete, no tardó mucho en sacar una hoja de papel muy arrugada—. Mi primer poema en inglés. A un poeta inglés.

Lo cogí y leí:

Cuando soy muchacho mi madre me dice

que da buena suerte despertar cuando luce la mañana

y oír ante todo el canto de la alondra.

Ahora ya no soy un muchacho, y despierto. La mañana está oscura;

oigo cantar un pájaro de nombre desconocido

en un idioma extraño, pero es buena suerte, me digo.

¿Quién es este cantor que no teme a la ciudad gris?

¿Le ahogarán también, pronto, como al pobre Shelley?

¿Acaso los verdugos de Byron le enseñarán a cojear?

Espero que no lo hagan, porque a mí me da felicidad.

—La verdad… —dije—. ¡Es precioso!

—¿Le gusta? —Bergmann quedó tan encantado que se puso a frotarse las manos—. Pues tiene que hacerme el favor de corregirme el idioma.

—Ni hablar. Me gusta así.

—Yo creo que ya tengo un cierto sentido del idioma —dijo Bergmann, con modesta satisfacción—. Pienso escribir muchos poemas ingleses.

—¿Puedo quedarme con éste?

—¿De verdad? ¿Lo quiere usted? —sonrió de oreja a oreja—. Pues entonces se lo dedicaré.

Sacó una pluma estilográfica y escribió: «Para Christopher, de Friedrich, su compañero de cárcel».

Dejé el poema cuidadosamente en la repisa de la chimenea. Me pareció el único lugar seguro de todo el cuarto.

—¿Es ésta su mujer? —le pregunté, mirando las fotografías.

—Sí. Y ésta es Inge, mi hija. ¿Le gusta?

—Tiene unos ojos preciosos.

—Es pianista. Tiene mucho talento.

—¿Y viven en Viena?

—Sí, por desgracia, y estoy muy inquieto por ellas. Austria ya no está segura. La peste se extiende. Yo quería que se hubieran venido conmigo, pero mí mujer tiene que cuidar de su madre. No es fácil —Bergmann suspiró hondamente, y luego, dirigiéndome una sagaz mirada—, usted no está casado.

Más bien parecía una acusación.

—¿Cómo lo sabe?

—Estas cosas se notan. ¿Vive usted con sus padres?

—Con mi madre y mi hermano. Mi padre murió.

Bergmann gruñó, asintiendo. Era como un médico que ve confirmado su diagnóstico más pesimista.

—Usted es un típico hijo de mamá. Es la tragedia inglesa.

Me eché a reír.

—Le diré, hay muchos ingleses que se casan.

—Sí, se casan con sus madres. Es un desastre. Eso va a ser la destrucción de Europa.

—La verdad es que no acabo de ver…

—Conducirá, sin el menor género de dudas, a la destrucción de Europa. He escrito los primeros capítulos de una novela sobre este tema. Se titula El diario de un Edipo de Eton —Bergmann, de pronto, me dirigió una encantadora sonrisa—. Pero no se inquiete. Todo eso lo vamos a cambiar.

—De acuerdo —sonreí—, no me inquietaré.

Bergmann encendió un cigarrillo y exhaló una nube de humo, desapareciendo casi en ella.

—Y ahora —anunció—, ha llegado el terrible, pero inevitable, momento en que tendremos que hablar del delito que estamos a punto de cometer: este desafuero público, este gran fastidio, este escándalo, esta blasfemia… ¿Ha leído usted el guión?

—Me lo mandaron anoche con un mensajero.

—¿Y…?

Bergmann esperaba mi respuesta mirándome muy fijo.

—Pues es peor de lo que yo me temía.

—¡Magnífico! ¡Excelente! Le diré, soy un pecador tan viejo y tan terrible que nada resulta nunca tan malo como yo esperaba. Pero veo que usted está sorprendido. Que está estremecido. Y eso es porque es usted inocente. Y esa inocencia es lo que yo necesito para que me ayude; la inocencia de Aliosha Karamázov. Voy a dedicarme a corromperle a usted. Se lo voy a enseñar todo, desde el principio mismo… ¿Sabe usted lo que es una película? —Bergmann juntó las manos, las ahuecó amorosamente, como protegiendo una flor exquisita en su interior—. Le diré: una película es una máquina infernal. Una vez que la enciendes y la pones en marcha da vueltas con tremendo dinamismo. No puede parar. No puede pedir excusas. No puede retractarse de nada. No puede esperar a que uno lo entienda. No puede explicarse a sí mismo. Lo único que hace es ir madurando hasta la inevitable explosión. Esta explosión nosotros tenemos que prepararla, como anarquistas, con la mayor habilidad y malignidad… ¿Vio usted, cuando estaba en Alemania, Frau Nussbaums letzter Tag?

—Sí, claro que la vi. Tres o cuatro veces.

Bergmann sonrió de oreja a oreja.

—Pues la dirigí yo.

—¿De veras?

—¿No lo sabía usted?

—Bueno, la verdad es que no me fijé… ¡Fue una de las mejores películas alemanas!

Bergmann asintió, encantado, aceptando esto como la cosa más natural.

—Pues tiene que decírselo a Paraguas.

—¿Paraguas?

—Sí, el Beau Brummel ese que apareció ayer cuando estábamos comiendo.

—Ah, se refiere a Ashmeade…

Bergmann pareció inquietarse:

—¿Es muy amigo suyo?

—No —sonreí—, no es muy amigo.

—Le diré: ese paraguas que lleva a mí me parece sumamente simbólico. Es la respetabilidad británica, que piensa: «Tengo mis tradiciones y ellas me protegerán. Nada desagradable, nada que no sea propio de un caballero puede ocurrirme a mí en mi parque privado». Este pomposo paraguas es la varita mágica de los ingleses, con la que tratarán de hacer desaparecer a Hitler. Y cuando Hitler, como un maleducado que es, se niegue a desaparecer, el inglés abrirá su paraguas y dirá: «Bueno, ¿y a mí qué más me da que llueva un poco?». Pero lo malo es que la lluvia será una lluvia de bombas y de sangre, y el paraguas no es impermeable a las bombas.

—No desprecie usted el paraguas —le dije—, las institutrices lo usan a veces con bastante buen éxito contra los toros. Pincha mucho.

—Se equivoca… El paraguas es inútil. ¿Conoce usted a Goethe?

—Muy poco.

—Pues espere. Le voy a leer una cosa. Espere. Espere.

—Lo estupendo de una película —anuncié a madre y a Richard a la mañana siguiente, cuando nos reunimos a desayunar—, es que tiene una cierta velocidad fija. La forma de verla está, digamos, condicionada mecánicamente. Un cuadro, por ejemplo, uno puede, simplemente, echarle una ojeada, o fijarse durante media hora en su esquina superior izquierda. Y un libro, pues lo mismo. El autor no puede impedir que lo hojees, o que te fijes en el último capítulo y te pongas a leerlo al revés. Ésa es la cosa, que es uno el que decide la forma de verlo. Pero en el cine la cosa varía. Lo que tienes delante es una película, y hay que mirarla de la manera que el director quiere que se mire. Es él quien escoge los momentos clave, uno tras otro, y quien concede al espectador cierto número de segundos o de minutos para comprender cada uno de ellos. Si te pierdes alguno, no lo repetirá, ni lo parará para explicártelo. No puede. Ha comenzado una cosa y no le queda otro remedio que terminarla… En fin, una película es algo así como una máquina infernal…

Me paré bruscamente, las manos en el aire. Me había sorprendido a mí mismo haciendo uno de los ademanes más característicos de Bergmann.

Siempre había tenido bastante buena opinión de mí mismo como escritor, pero durante los días que pasé con Bergmann hube de reducirla considerablemente. Yo me había hecho creer a mí mismo que tenía imaginación, que era capaz de inventar diálogos, que sabía desarrollar un personaje. Me creía capaz de describir prácticamente cualquier cosa, de la misma manera que un pintor que conoce su oficio sabe dibujar un rostro de viejo, una mesa, un árbol, lo que sea. Bueno, en fin, pues parece ser que me había equivocado.

La época es a comienzos del siglo XX, poco antes de la primera guerra mundial. Es un cálido atardecer de primavera en el Prater de Viena. Las salas de baile están iluminadas. Los cafés, llenos. Las bandas tocan a todo tocar. Los fuegos artificiales se derraman sobre los árboles. Los columpios columpian. Los tiovivos dan vueltas. Hay espectáculos de monstruos, gitanos que echan la buenaventura, chicos que tocan el acordeón. Mucha gente comiendo, bebiendo cerveza, paseándose por las veredas a lo largo del río. Los borrachos cantan a voz en grito. Los amantes, del brazo, dan vueltas, susurrando, a la sombra de los olmos y de los plateados álamos.

Hay una chica llamada Toni que vende violetas. Todo el mundo la conoce, y ella tiene siempre una palabra para todos. Ríe y bromea y ofrece sus flores. Un oficial trata de besarla, pero ella se zafa de buen humor. Una vieja dama ha perdido su perro; ella se muestra comprensiva. Un caballero, indignado, tiránico, busca a su hija: Toni sabe donde está, y con quien, pero no se lo dice.

Luego, cuando va por los paseos arbolados con su cesto de violetas, alegre y descuidada, se encuentra de pronto cara a cara con un apuesto muchacho vestido de estudiante. El estudiante le dice, verazmente, que se llama Rudolf. Pero no es lo que parece. En realidad es el príncipe heredero de Borodania.

Y yo tenía que escribir todo eso.

—No se preocupe usted por los planos —me había dicho Bergmann—. Usted lo que tiene que hacer es escribir los diálogos, crear ambiente, dar a la cámara algo que escuchar y que mirar.

No me salía. No me salía. Mi impotencia estuvo a punto de hacerme llorar. Pero tenía que ser la mar de sencillo. He aquí al padre de Toni, por citar un ejemplo. Es gordo y jovial, y tiene un puesto de salchichas de Viena. Habla con sus clientes. Habla con Toni. Toni habla con los clientes. Estos contestan. Todo ello muy alegre, divertido, encantador. Pero la cuestión es, ¿qué diablos se dicen?

Yo, la verdad, no lo sabía, de modo que tampoco podía escribirlo. Ésta era la pura, la brutal verdad: no sabía dibujar una mesa. Traté de refugiarme en mi orgullo. Esto, después de todo, era trabajo de películas, de criada para todo. Era algo esencialmente falso, barato, vulgar. Estaba por debajo de mi dignidad. No debí comprometerme a hacerlo. Fue por culpa del peligroso encanto de Bergmann, y por las casi increíbles veinte libras semanales que Imperial Bulldog se mostraba dispuesta, como la cosa más natural del mundo, a pagarme. Pero era traicionar mi arte. No tenía nada de raro, por tanto, que me resultara tan difícil.

Tonterías. Ni yo mismo me creí todo eso. Hacer hablar a la gente no tiene nada de vulgar. Un viejo que vende salchichas no es vulgar, excepto en el sentido original de la palabra: «perteneciente al vulgo». Shakespeare habría sabido cómo hablaba. Y también Tolstói lo habría sabido. Y si a mí no se me ocurría era porque, a pesar de mi tan proclamado socialismo de salón, yo no era más que un snob. No sabía cómo hablaban los demás, excepto los chicos de las escuelas privadas y los bohemios neuróticos.

Recurrí, lleno de desesperación, a recuerdos de otras películas. Traté de ser ingenioso, gracioso. Concebí chistes y bromas complicadas, palabreras. Escribí una página de diálogo que no conducía a ninguna parte ni servía más que para dejar en claro que cierto personaje secundario y anónimo estaba liado con la mujer de otro. Y a Rudolf, el príncipe que iba de incógnito, le hice hablar por el rasero de las peores comedias musicales que había visto en mi vida. Casi no me atreví a enseñar a Bergmann el fruto de mis desdichados esfuerzos.

Lo leyó todo con ceño fruncido y un gruñido corto y profundo, pero no pareció ni desanimado ni sorprendido:

—Le diré una cosa, maestro —comenzó, dejando caer mi manuscrito, como por descuido, en el cesto de los papeles—, una película es una sinfonía, y cada tiempo ha de ser escrito en una cierta clave, o sea, que hay que escoger una nota y tocarla inmediatamente, de modo que esa nota sea característica del conjunto y haga concentrar la atención.

Sentado muy cerca de mí y deteniéndose solamente para dar largas chupadas al cigarrillo, se puso a describirme la secuencia inicial. Fue desconcertante. Todo volvía a la vida. Los árboles comenzaban a agitarse a la brisa del atardecer, se oía música, los tiovivos se movían. Y la gente hablaba. Bergmann improvisó la conversación, medio en alemán, medio en un inglés ridículo, y estaba viva, y era auténtica. Sus ojos relucían, sus gestos y ademanes se volvían exagerados, imitaba, hacía el payaso. Comencé a reír. Bergmann sonrió, encantado de su inventiva. Todo resultaba muy sencillo, muy eficaz, muy evidente. ¿Cómo era que no se me había ocurrido a mí?

Bergmann me dio un golpecito en el hombro.

—Bonito, ¿verdad?

—¡Maravilloso! ¡Voy a apuntarlo antes de que se me olvide!

Pero él, entonces, se puso muy serio:

—No, no. Es malo. Malísimo. Yo lo único que quería era darle a usted una idea. No, así no. Espere. Tenemos que tener en cuenta…

La luz del sol se cubrió de nubes. La expresión de Bergmann se volvió torva al pasar al análisis filosófico. Me dio diez excelentes razones por las cuales todo aquello era imposible. Y también éstas me parecieron evidentes. ¿Cómo no se me habrían ocurrido a mí? Bergmann suspiró:

—No es tan fácil… —encendió otro cigarrillo—. No es tan fácil —murmuró—, espere, espere, vamos a ver…

Se levantó y dio un paseo por el cuarto, respirando fuerte, las manos rigurosamente cogidas a la espalda, el rostro cerrado al mundo exterior, implacablemente, como la puerta de una cárcel. De pronto tuvo una idea. Se detuvo, le divertía. Sonrió.

—¿Sabe usted lo que me dice mi mujer cuando tengo estas dificultades? «Friedrich», me dice, «tú vete a escribir poemas. En cuanto haga la cena inventaré esa historia idiota que tanto te preocupa. Después de todo, la prostitución es cosa de mujeres».

Así era Bergmann en sus días buenos; los días en que yo hacía el papel de Alyosha Karamázov o, como Bergmann le decía a Dorothy, de burra de Balaam, «que, en una ocasión, dijo una cosa maravillosa». Mi incompetencia sólo servía para estimular en él brillantes alardes de imaginación. Chispeaba de epigramas, sonreía de oreja a oreja, llegaba a asombrarse a sí mismo. En sus días buenos nos llevábamos los dos perfectamente. La verdad era que Bergmann no necesitaba, en absoluto, un colaborador. Lo que necesitaba era estímulo y comprensión: necesitaba a alguien con quien hablar en alemán. Necesitaba un auditorio.

Su mujer le escribía a diario; Inge, dos o tres veces a la semana. Él me leía pasajes de sus cartas, siempre llenos de chismorreo casero, teatral y político; y estos chismes daban lugar a anécdotas, ya fuera sobre el primer concierto de Inge, sobre su suegra, sobre actores alemanes y austríacos, o sobre las películas y obras de teatro que había dirigido. Era capaz de pasarse una hora entera explicando cómo había puesto Macbeth en escena, en Dresde, con máscaras, a la manera de las tragedias griegas. A veces pasaba toda una mañana oyéndole recitar sus poemas, o bien me contaba sus últimos días en Berlín, en la primavera de aquel mismo año, mientras los nazis merodeaban por las calles como bandidos, y cómo su madre le había salvado de varías situaciones peligrosas con una rápida respuesta o una ocurrencia oportuna. Aunque Bergmann era austríaco, le habían aconsejado que dejara su trabajo y se fuera de Alemania cuanto antes mejor. Así es como habían perdido casi todo su dinero. «Y entonces me llegó la oferta de Chatsworth, ¿se da cuenta? Ya comprenderá que no podía rehusarla. No tenía otra alternativa. Desde el principio tuve mis dudas sobre esta artificial violeta del Prater. Ni siquiera desde el otro extremo de Europa olía bien… Pero, en fin, me dije: esto es un problema, y todos los problemas tienen solución, de modo que haremos lo que podamos. No desesperemos. ¿Quién sabe? A lo mejor, después de todo, acabamos poniendo en manos del señor Chatsworth un encantador ramillete de violetas, una bonita sorpresa».

Bergmann requería constantemente todo mi tiempo, toda mi compañía, toda mi atención. Durante esas primeras semanas, nuestra jornada laboral no hacía más que alargarse, hasta que me planté e insistí en ir a mi casa a cenar. Él parecía decidido a poseerme totalmente. Me acosaba con preguntas sobre mis amigos, mis intereses, mis costumbres, mi vida amorosa. Los fines de semana, sobre todo, eran objeto de su interminable, celosa curiosidad. ¿Qué hacía yo? ¿A quién veía? ¿Vivía como un monje? ¿Es al señor W. H.[2] a quien buscaba, o a la dama oscura de los sonetos? Pero yo me mostraba tan obstinado como él y no le decía nada. Lo que hacía era buscarle las cosquillas con sonrisas e insinuaciones.

Él, entonces, frustrado, concentraba su atención en Dorothy, que, más joven y menos experimentada, no podía hacer frente a su curiosidad. Una mañana, al llegar, la encontré bañada en lágrimas. Se levantó bruscamente y corrió a la habitación contigua.

—También ella lucha —me dijo Bergmann, con cierta torva satisfacción—. No es tan fácil.

Al parecer, Dorothy tenía un novio, un hombre mayor que ella y casado que no parecía decidirse por ninguna de las dos, y precisamente por entonces acababa de volver a su mujer. Se llamaba Clem y era vendedor de coches. Había llevado a Dorothy a pasar fines de semana en Brighton. Dorothy tenía, además, un amante de su misma edad, ingeniero de telecomunicaciones, que quería casarse con ella. Pero lo malo del ingeniero de telecomunicaciones era que le faltaba encanto y no podía competir con el atractivo fatal de Clem, que tenía un bigotito negro.

El interés de Bergmann en todo esto era indudablemente de vampiro. Además conocía todo lo conocible sobre el padre de Dorothy, cuya influencia sobre ella era también siniestra, y sobre su tía, que trabajaba en una empresa de pompas fúnebres y estaba liada con su cuñado. Al principio me costó creer que Dorothy hubiera llegado verdaderamente a contarle detalles tan íntimos, y sospeché que Bergmann lo había inventado todo. Dorothy parecía una chica tímida y reservada. Pero no tardaron en hablar de Clem en mi presencia. Cuando Dorothy se echaba a llorar, Bergmann le daba golpecitos en la espalda, como si fuera el mismo Dios, murmurando:

—Nada, nada, hija mía, no se preocupe, no hay nada que hacer, ya pasará.

También le gustaba echarme a mí discursos sobre el amor.

—Cuando una mujer despierta, cuando consigue lo que quiere, es algo tremendo, tremendo. No tiene usted la menor idea… La sensualidad es un mundo completamente aparte. Lo que vemos desde fuera, lo que sale a la superficie, eso no es nada. El amor es como una mina. Hay que profundizar más y siempre más. Hay pasadizos, cuevas, capas enteras. Se descubren verdaderas eras geológicas. Se encuentran cosas, objetos pequeños, que le permiten a uno reconstruir la vida de la mujer, sus otros amantes, cosas que ni siquiera ella sabía de sí misma, cosas que no hay que revelarle nunca que sabemos de ella…

—Le diré —continuaba Bergmann—, las mujeres son absolutamente necesarias para el hombre; sobre todo para el hombre que vive entre ideas, creando estados de ánimo y pensamientos. Las necesita como el pan. Y no me refiero al coito; eso no es tan importante, después de todo, a mi edad. Se vive más en la fantasía. Pero lo que nos hace falta es su aura, su ambiente, su perfume. Las mujeres reconocen siempre el hombre que busca esas cosas en ellas. Lo sienten inmediatamente, y corren a él como caballos —Bergmann hizo una pausa, sonriendo—. Le diré, soy un viejo Sócrates judío que predica a la juventud. Algún día acabarán dándome la cicuta.

En la pequeña y caliente estancia nuestra vida juntos parecía curiosamente aislada. Los tres formábamos un mundo auto-suficiente, independiente de Londres, de Europa, de 1933. Dorothy, representante de la mujer, hacía cuanto podía por llevar la casa con una especie de orden, pero sus esfuerzos no estaban coronados por un gran éxito. Sus campañas por organizar el tremendo caos de los papeles de Bergmann sólo servían para causar más confusión todavía. Como a Bergmann no le era posible explicar con claridad lo que buscaba, nadie podía decirle dónde lo había puesto. Esto solía sumirle en un frenesí de frustración:

—Terrible, terrible, esto me mata, me mata sin remedio, es demasiado estúpido.

Y caía en un silencio áspero y gruñón.

Luego estaba el problema de las comidas. La casa tenía, teóricamente, servicio de restaurante. Podía proporcionarnos café amargo, té solo muy fuerte, huevos congelados, tostadas empapadas y chuletas viscosas, rematado todo ello por alguna especie de pastel amarillo sin nombre. Y, además, la comida tardaba muchísimo en llegar. Como decía Bergmann, al pedir el desayuno era buena idea encargar lo que te apetecía para el almuerzo, porque ibas a tardar cuatro horas en tenerlo ante tus ojos. De modo que vivíamos, más que otra cosa, de cigarrillos.

Teníamos, por lo menos, un día negro a la semana. Yo entraba en el piso y me encontraba a Bergmann poseído de la más completa desesperación. No había dormido en toda la noche, el argumento no tenía remedio, Dorothy lloraba. La mejor manera de resolver la situación era persuadir a Bergmann de que saliera a almorzar conmigo. Nuestro restaurante más cercano era un local grande y siniestro en el último piso de un gran almacén. Almorzábamos temprano, cuando todavía había pocos clientes, en una mesa situada en el rincón más oscuro, junto a un reloj de pared bastante siniestro, que a Bergmann le recordaba la narración de Edgar Allan Poe.

—Hace tic tac sin parar —me decía—. La muerte se acerca cada vez más. Sífilis. Tuberculosis. Un cáncer diagnosticado demasiado tarde. Mi arte no tiene ningún valor, es un fracaso, un completo fiasco. Guerra. Gas letal. Morimos juntos, con la cabeza metida en el horno.

Y luego se ponía a describir la guerra inminente. El ataque a Viena, a Praga, a Londres, a París, sin previo aviso, con miles de aviones, tirando bombas cargadas con mortales bacilos; la conquista de Europa en una semana; la subyugación de Asia, de África, de las Américas; las matanzas de judíos, la ejecución de intelectuales, la concentración de mujeres no nórdicas en enormes burdeles estatales; la quema de cuadros y de libros, la pulverización de estatuas: la esterilización masiva de mutilados y minusválidos, la matanza en masa de viejos, el acondicionamiento, también en masa, de los jóvenes; la reducción de Francia y de los países balcánicos a desiertos, para convertirlos en parques nacionales de la Hitler Jugend, arte pardo[3], literatura parda, música parda, filosofía parda, ciencia parda, y luego la religión hitleriana, cuyo Vaticano sería Múnich, y su Lourdes Berchtesgaden; un culto basado en el más complejo sistema de dogmas referentes a la verdadera naturaleza del Führer, sus revelaciones en Mein Kampf, las diez mil herejías bolcheviques, y el sacramento de la sangre y el suelo[4]; y también en intrincados rituales de unión mística con la patria, apuntalados por sacrificios humanos y el bautismo de acero.

—Toda esa gente —seguía Bergmann— morirá, todos, lo que se dice todos… No, hay uno —señalando a un hombre gordo y de aspecto inofensivo que se sentaba en un rincón lejano— que sobrevivirá. Es la clase de persona capaz de hacer cualquier cosa, cualquier cosa, con tal de seguir viviendo. Invitará a los vencedores a su casa, obligará a su mujer a guisar para ellos y servirles la cena de rodillas. Denunciará a su madre. Ofrecerá a su hermana al soldado raso. Hará de espía en las cárceles. Escupirá el sacramento. Sujetará a su hija mientras la violan. Y, como recompensa por todo esto, le darán un empleo de limpiabotas en un retrete público, y limpiará los zapatos sucios de la gente a lengüetazos… —Bergmann movió tristemente la cabeza—. Terrible, la verdad es que no le envidio.

Este tipo de conversación producía en mí un curioso efecto. Como todos mis amigos, yo solía decir que no iba a tardar en estallar una guerra europea. Y lo creía, de la misma manera que uno cree que va a morir, pero, al mismo tiempo, no lo creía. Y es que la guerra inminente me resultaba tan irreal como la muerte misma. Era irreal porque no podía yo imaginarme nada más allá de ella; me negaba a imaginarlo, de la misma manera, exactamente, que el espectador se niega a imaginar lo que hay al otro lado del escenario en el teatro. El estallido de la guerra, como el momento de la muerte, se levantaba como un muro ante mi perspectiva del futuro: marcaba el instante final absoluto de mi mundo imaginado. Yo pensaba de vez en cuando en ese muro con profunda depresión y un aleteo de miedo en el plexo solar. Y luego lo volvía a olvidar, o hacía caso omiso de él. También, como suele ocurrir cuando uno se pone a pensar en su propia muerte, me susurraba a mí mismo: «¿Quién sabe?», a lo mejor nos las arreglamos para eludir todo eso, de la manera que sea, a lo mejor luego resultaba que no estalla la guerra.

Las imágenes apocalípticas de Bergmann de ruina total tenían la virtud de hacerme creer las perspectivas de guerra más irreales que nunca, y precisamente por eso me reanimaban. Yo diría que esto también le pasaba a Bergmann: probablemente era ésta la razón de que se extendiera sobre el tema con tanta alegría. Y, mientras estaba en plena descripción de todos estos horrores, sus ojos oteaban el local y con frecuencia localizaban a una mujer o a una chica que le interesaba, y entonces el torrente de su imaginación derivaba hacia temas más agradables.

Su favorita era la encargada del restaurante, una rubia lozana que sonreía muy dulce y maternalmente y tendría alrededor de treinta años. Bergmann la encontraba muy bien:

—Me basta con mirarla —me decía—, para darme cuenta de que está satisfecha. Profundamente satisfecha. Ha encontrado lo que todos buscamos. Nos comprende a todos. No tiene necesidad de libros, ni de teorías, ni de filosofía, ni de sacerdotes. Comprende a Miguel Ángel, a Beethoven, a Cristo, a Lenin…, hasta a Hitler. Y no tiene miedo a nada, lo que se dice a nada… Una mujer así es mi religión.

La encargada siempre dedicaba una sonrisa especial a Bergmann al verle entrar; y, durante la comida, solía acercarse a nuestra mesa para preguntarnos si todo iba como debía ir.

—Todo a pedir de boca, querida mía —le contestaba Bergmann—, gracias a Dios, pero sobre todo a ti. Tú nos devuelves nuestra confianza en nosotros mismos.

No sé con exactitud lo que sacaría en limpio la encargada de estas palabras, pero lo cierto es que sonreía, divertida y amable. Era muy simpática, sin el menor género de dudas.

—¿Lo ves? —Bergmann se volvía hacia mí, en cuanto la encargada se iba—. Nos comprendemos perfectamente.

Y así, con nuestra confianza en nosotros mismos restaurada por das ewige Weibliche[5], volvíamos, revitalizados, a cuidar de la pobre Violeta del Prater, que se agostaba en el ambiente sofocante de nuestro apartamento.

Entre tanto, en Berlín continuaban las sesiones del proceso del incendio del Reichstag; duraron todo octubre y noviembre, y las primeras semanas de diciembre. Bergmann las seguía apasionadamente.

—¿Sabes lo que dijo ayer? —me preguntaba con frecuencia, al llegar yo por las mañanas al trabajo.

Se refería, por supuesto, a Dimitrov. Yo sí que lo sabía, porque había leído el periódico con tanto interés como Bergmann mismo, pero jamás, por nada de este mundo, le habría echado a perder la función con que me obsequiaba a continuación.

Bergmann, entonces, representaba el drama en su totalidad, y haciendo él todos los papeles. Él hacía de doctor Buenger, el quisquilloso y desconcertado presidente del tribunal. Hacía de van der Lubbe, drogado y apático, con la cabeza baja. Hacía de Goering, el esparrancado matón militar, y de Goebbels, como un lagarto, hábil y sin escrúpulos. Hacía el papel del encendido Popov, y el del impasible Tanev. Pero, claro, el mejor de sus papeles era el de Dimitrov.

—¿Se da cuenta el Herr Reichsminister —tronaba—, de que los que poseen esta supuesta mentalidad criminal dirigen hoy los destinos de la sexta parte del mundo, es decir, de la Unión Soviética, la mejor y más grande tierra del mundo entero?

Y luego, cuando hacía de Goering, con su cuello de toro, mugía enfurecido:

—¡Le diré de qué me doy cuenta! ¡De lo que me doy cuenta es de que usted es un espía comunista que vino a Alemania a incendiar el Reichstag! ¡Para mí no es usted más que un miserable bribón que donde debiera estar es en la horca!

Bergmann sonreía, y era la suya una leve, terrible sonrisa. Como un torero, que nunca aparta los ojos del toro enfurecido y herido, preguntaba, sin alzar la voz:

—¿A usted le asustan mucho mis preguntas? ¿No es verdad, Herr Minister?

El rostro de Bergmann se contorsionaba, se abultaba, se hinchaba hasta volverse un apoplético coágulo de sangre. La mano se le disparaba. Aullaba como un lunático:

—¡Salga de aquí inmediatamente, so bribón!

Bergmann se inclinaba ligeramente, con irónica dignidad. Daba media vuelta, como para retirarse. Luego se detenía. Su mirada se fijaba en la figura imaginaria de van der Lubbe. Su mano se levantaba despacio, y era aquel un gran ademán histórico. Se dirigía a Europa entera:

—Ahí tenemos al desgraciado Fausto… Pero ¿dónde está Mefistófeles?

Y, sin más, salía de la sala.

—¡Espere usted! —rugía Bergmann/Goering a la espalda del que se iba—. ¡Espere usted a que me vea fuera de la potestad de este tribunal!

Otra escena, que Dorothy y yo le pedíamos con frecuencia que repitiera, era el momento en el que tiene lugar el interrogatorio de van der Lubbe. En pie ante sus acusadores, con sus grandes hombros caídos y sus manos colgantes, la barbilla hundida contra el pecho. Apenas se puede decir que sea humano: es un animal miserable, torpón, atormentado. El presidente trata de conseguir que levante la vista, pero él no se mueve. El intérprete se esfuerza. El doctor Seuffert se esfuerza, pero no hay reacción. Y de pronto, con la áspera autoridad de un domesticador de animales, Helldorf le ladra:

—¡Venga, hombre, levante la cabeza! ¡Rápido!

La cabeza se levanta inmediata, automáticamente, como obedeciendo algún recuerdo hondamente escondido. Los ojos nubosos otean la sala de juicio. ¿Estarán buscando a alguien? Una ligera chispa de reconocimiento parece relucir por un instante en ellos. Y, entonces, van der Lubbe rompe a reír. Fue realmente horrible, obsceno, aterrador. El corpachón se estremece y se agita, lleno de risa silenciosa, como si lo sacudiese una agonía mortal. Van der Lubbe ríe, y ríe, silenciosa, ciegamente, con la boca abierta, babeando como un idiota. Y luego, de manera igualmente súbita, la cabeza cae hacia adelante. La grotesca figura queda en pie, inmóvil, guardando su secreto, tan inaccesible como la muerte misma.

—¡Dios mío! —exclamaba Dorothy sobrecogida—. ¡Cuánto me alegro de no estar allí! ¡Se le pone a una la carne de gallina sólo de pensarlo! La verdad es que los nazis esos no son humanos.

—Te equivocas, querida —le decía Bergmann, muy serio—, eso es lo que ellos quieren que la gente piense, que son monstruos invencibles, pero no, son humanos, muy humanos en su debilidad misma. No tenemos que temerles. Lo que tenemos que hacer es comprenderles. Es absolutamente necesario comprenderles, si no estamos perdidos.

Ahora que Bergmann se había convertido en Dimitrov, tuvo que abandonar gran parte de su cinismo. Ya no encajaba con su nuevo carácter. Dimitrov tenía que tener una causa por la que luchar, por la que echar discursos, y la causa resultó ser La violeta del Prater.

Estábamos trabajando en la secuencia en que Rudolf pierde su futuro reino de Borodania por causa de una revolución palaciega. Un malvado tío suyo depone a su padre y se apodera del trono. Rudolf vuelve a Viena, exiliado y sin un céntimo. Ahora es, en realidad, el estudiante pobre que fingía ser al comienzo de la historia. Pero Toni, naturalmente, se niega a creerlo. Ya la ha engañado una vez: se ha fiado de él, le ha querido, y él la ha abandonado. (Con desgana, por supuesto, y solamente porque su fiel chambelán, el conde Rosanoff, le recuerda con lágrimas en los ojos su deber para con los borodanianos.) En fin, que Rudolf insiste y ruega en vano, y Toni acaba rechazándolo por impostor.

Habíamos pasado por el procedimiento habitual. Yo, para empezar, había hecho mi esfuerzo, perezoso y frío, por preparar un primer borrador, y Bergmann lo había rechazado con su breve gruñido de costumbre. Y ahora, con su habitual brillantez y exuberancia de ademanes, acababa de revisar el texto por segunda vez.

Pero sin resultado. Yo, aquel día, me sentía temperamental y malhumorado, displicente, más que nada porque tenía un trancazo; si acudí, así y todo, al apartamento de Bergmann, fue impulsado por mi conciencia, y ahora me decía que mi sacrificio no había sido apreciado en lo que valía. Lo que yo había esperado al llegar era que Bergmann se mostrara todo solícito y me obligara a volver a casa.

—Es inútil —le dije.

Bergmann, inmediatamente, se me mostró beligerante:

—¿Y por qué es inútil?

—Pues porque mucho me temo que no me interesa nada.

Bergmann dio un terrible resoplido. Raras veces me rebelaba yo hasta el punto de desafiarle así, pero me sentía de un humor totalmente negativo, obstruccionista. Me daba igual que me despidiese. Me tenía sin cuidado lo que ocurriera.

—Es una pesadez —dije, con la mayor falta de consideración—. Es completamente irreal, no guarda relación con nada que haya sucedido realmente. No consigo creer una sola palabra de todo este asunto.

Bergmann estuvo un minuto entero sin contestar. Daba vueltas por la estancia, gruñendo. Dorothy, sentada ante la máquina de escribir, la miraba, nerviosa. Yo esperaba de un momento a otro una impresionante explosión volcánica.

Pero lo que hizo Bergmann fue acercarse a mí.

—Estás equivocado —me dijo.

Le miré a los ojos, me sentí forzado a sonreír. Pero no dije nada. No quería darle pie.

—Completa y totalmente equivocado. No carece de interés. No es irreal. Es algo sumamente interesante. Es contemporáneo en alto grado. Y es de enorme importancia, tanto psicológica como política.

Tanto me desconcertó esto que se desvaneció mi mal humor.

—¿Política? —reí—. ¡Vamos, Friedrich! ¡Ni tú mismo te crees una cosa así!

—Es política —Bergmann aceptó el ataque, se enfrentó con él—, y la razón de que te niegues a aceptarlo, la razón de que quieras hacerme creer que no es interesante es que te concierne a ti directamente.

—La verdad, no sé…

—¡Escucha! —me interrumpió Bergmann imperiosamente—. El dilema de Rudolf es el dilema del aspirante a revolucionario, a escritor o a artista en toda Europa. Este escritor no debe confundirse con el auténtico escritor proletario, del tipo que vemos en Rusia. Su trasfondo económico es burgués. Está acostumbrado a las comodidades, a su buena casa, a los cuidados de un esclavo devoto, que es su madre y también su carcelero. Desde la seguridad y la comodidad de su casa se permite el lujo de sentir un interés romántico por el proletariado. Se mezcla con los obreros bajo falsas apariencias y disfrazado. Coquetea con Toni, la chica de clase trabajadora. Pero su acto no es más que un juego sucio, una farsa sin corazón…

—Bueno, si lo ves así… Pero ¿qué me dices…?

—¡Escucha! De pronto el hogar de Rudolf se desmorona, toda su seguridad se desmorona. Las inversiones que apuntaban su cómoda vida pierden todo su valor por causa de la inflación. Su madre tiene que ponerse a fregar portales. El joven artista-príncipe, con todas sus delicadas ideas, tiene que enfrentarse con la dura realidad. La comedia se vuelve algo completamente serio. Su relación con el proletariado deja de ser romántica. Ahora no le queda más remedio que elegir. Está desclasado y tiene que encontrar una clase nueva en la que encajar. ¿Ama de verdad a Toni? ¿Significaban realmente algo todas esas bellas palabras? Si es así, tendrá que demostrarlo, porque si no…

—Sí, bueno, todo eso está muy bien, pero…

—Esta fábula simbólica —prosiguió Bergmann, saboreando sádicamente sus palabras—, te resulta a ti particularmente desagradable porque representa tu más arraigado miedo, la pesadilla de tu propia clase. En Inglaterra todavía no ha tenido lugar la catástrofe económica. La libra esterlina ha vacilado, pero sin llegar a caer por completo. Para la burguesía inglesa la inflación sigue todavía en el horizonte, pero de sobra sabes tú, en lo más hondo de tu corazón, que llegará, como le llegó a Alemania. Y, cuando llegue, también tú tendrás que escoger…

—¿Qué quieres decir, escoger?

—El intelectual desclasado tiene dos alternativas. Si su amor por Toni es sincero, si él es leal a sus tradiciones artísticas, a las grandes tradiciones liberal-revolucionarias del siglo XIX, sabrá perfectamente dónde está su sitio. Sabrá en qué filas tiene que militar. Sabrá perfectamente quiénes son sus verdaderos amigos y sus verdaderos enemigos. (Miré a Dorothy y ella me miró. Nos estaba observando y su rostro carecía por completo de expresión, porque Bergmann, como solía pasarle cuando se sentía tenso, acalorado, había roto a hablar en alemán.) Por desgracia, sin embargo, no siempre hace esta elección, más aún, es raro que la haga, porque se siente incapaz de cortar sus amarras, implacablemente, de romper con el sueño burgués de su madre, sueño que para él es fatal y reconfortante. Lo que él quiere es deslizarse de nuevo hacia la seguridad económica de la matriz. Odia la tradición paternal, revolucionaria, que le recuerda sus deberes, en tanto que es hijo de ella. Su supuesto amor por las masas no era más, después de todo, que un coqueteo, y ahora prefiere unirse a las filas de los nihilistas diletantes, de los bohemios proscritos, que únicamente creen en su propio ego, que solamente existen para matar, para torturar, para destruir, para hacer a los demás tan desdichados y miserables como ellos mismos…

—O sea, dicho de otra forma, yo soy un nazi y tú eres mi padre.

Los dos rompimos a reír.

—Lo único que trato de hacer es analizar ciertas tendencias —dijo Bergmann—, pero, a pesar de todo —añadió—, hay ocasiones en que me preocupas muchísimo.

Bergmann no solamente se inquietaba por mí, sino también por toda Inglaterra. Por dondequiera que fuese se fijaba con gran interés para detectar lo que él llamaba «fenómenos significativos». Un fenómeno, como no tardé en descubrir, podía ser casi cualquier cosa. La niebla, por ejemplo. Como casi todos los centroeuropeos, Bergmann estaba convencido de que la niebla era el tiempo inglés normal el año entero. A mí me hubiera dolido tener que desengañarle, menos mal que aquel invierno tuvimos la suerte de tener varias nieblas bastante espesas. Se diría que Bergmann imaginaba que la niebla cubría no solamente Londres, sino la isla entera, y esto explicaba todas nuestras características raciales menos agradables, nuestra insularidad, por ejemplo, nuestra hipocresía, nuestra embrollada política, nuestra gazmoñería, nuestra resistencia a hacer frente a las realidades.

—Son los ingleses mismos quienes han creado esta niebla. Se alimentan de ella, es como una especie de sopa amarga que les llena de ilusiones. Es su traje nacional, que cubre la inmensa desnudez de los barrios bajos y el escándalo de la propiedad injusta. Es también la jungla donde merodea Jack el Destripador en busca de chicas que asesinar, envuelto en el elegante abrigo de un corredor de bolsa.

Comenzamos a salir juntos para ver Londres. Bergmann me enseñaba Londres: el Londres que él mismo se había creado para sí y para su imaginación, el Londres oscuro, complejo, siniestro, de Dickens, de las viejas películas mudas alemanas, de Wedekind y de Brecht. Él era siempre mi guía, y yo el turista. Cada vez que le preguntaba a dónde íbamos, se limitaba a responder: «Espera», o «Ya verás», y pienso que con frecuencia tampoco él tenía la menor idea hasta que llegábamos.

Visitamos la Torre de Londres, donde Bergmann me dio una conferencia sobre historia inglesa, comparando el reinado de los Tudor con el régimen de Hitler. Daba por supuesto que fue Bacon quien escribió las obras de Shakespeare como propaganda política, y que la reina Isabel había sido un hombre. Tenía incluso una teoría que yo no había visto en ningún sitio, y era que al conde de Essex le decapitaron porque había amenazado al monarca con revelar sus amores homosexuales. Me costó bastante sacarle de la Torre de la Sangre, que le había inspirado una espeluznante reconstrucción del asesinato de los principitos, asombrando a los demás visitantes, que de pronto se veían ante un hombre fornido, con mucho pelo y de edad mediana, pidiendo con voz de falsete y en alemán a un asesino invisible que le perdonara la vida.

En el parque zoológico comparó a un babuino, una jirafa y un dromedario con tres de nuestros principales políticos, y se lanzó a reprocharles en voz alta sus delitos. En el Museo Nacional, ante los retratos de Rembrandt, me explicó su teoría de ángulos de cámara e iluminación de primeros planos, y tan estentórea y convincentemente lo hizo que una muchedumbre se congregó en torno a él, dejando solos a los guías oficiales, a quienes esto, naturalmente, dejó algo irritados.

A veces me persuadía para que saliera con él de noche, lo que, al final de una larga jornada de trabajo, resultaba muy fatigoso. Pero el hecho es que a él las calles le interesaban muchísimo, y nunca parecía cansarse ni quería volver a casa. Además resultaba embarazoso, porque Bergmann se paraba a hablar con cualquiera cuyo rostro le interesase por simple azar, y lo hacía de la manera directa y natural que es propia de los niños; o bien se ponía a hablar conmigo de ellos, de tal manera que era seguro que le oían. Una noche, en el autobús, había cerca de nosotros una pareja de novios. La chica estaba justo delante de nosotros, y su novio al lado de ella, de pie, cogido al agarradero. A Bergmann le encantaron.

—¿Te fijas cómo se tiene en pie él? Ni siquiera se miran. Es como si no se conocieran. Y, a pesar de todo, no hacen más que tocarse, como por casualidad. Fíjate ahora: sus labios se mueven. Así es como se habla la gente en la oscuridad, cuando están solos y se sienten muy felices. Ya es como si estuvieran abrazados, en la cama. Buenas noches, queridos míos. No tenemos intención de curiosear en vuestros secretos.

Bergmann hablaba con taxistas, con estudiantes de medicina en los bares, con coroneles retirados que volvían de sus clubes, con clérigos, con prostitutas, con los chicos que merodean en torno a la placa conmemorativa de W. S. Gilbert o por el malecón. A ninguno de ellos parecía extrañarles; ninguno interpretaba mal sus intenciones. Yo envidiaba su libertad: la libertad del extranjero. Me habría sido posible hacer lo mismo en Viena o en Berlín. Con la suerte o la intuición del extranjero, casi siempre conseguía elegir al tipo más interesante o insólito, y descartar al tipo medio; por ejemplo: un policía que hacía acuarelas, un mendigo que sabía el griego clásico. Y todo esto le daba pie para hacer generalizaciones propias de un extranjero. En Londres, los policías pintan, los eruditos clásicos se mueren de hambre.

El año tocaba a su fin. Los periódicos rezumaban optimismo. Las cosas cobraban mejor aspecto: estas Navidades iban a ser las mejores de todas. Hitler no hablaba más que de paz. La Conferencia de Desarme se había venido abajo. El gobierno británico no quería aislamiento, pero tampoco quería prometer a Francia ayuda militar. Cuando la gente preparaba sus próximas vacaciones a Europa tenía que acordarse de añadir: «Bueno, si es que Europa sigue allí para entonces». Era como la superstición de tocar madera.

Justo antes de Navidad, Bergmann y yo fuimos a Brighton a pasar el día. Era la primera vez que salíamos juntos de Londres. Recuerdo esta excursión como una de las experiencias más deprimentes de toda mi vida. Detrás de altas nubes de niebla blanca el sol invernal era un charco de oro pálido y lejano contra la superficie gris ostra del canal. Fuimos por el muelle de Brighton y nos paramos a observar a un joven de bombachos y bigote rubio y sarnoso que estaba golpeando una pelota de prácticas de boxeo.

—No consigue dar a la campanilla —dije yo.

—Nadie lo consigue ya —respondió Bergmann, sombrío—, esa campanilla no volverá a sonar nunca más. Están terminados. Fuera de combate.

Al volver, en el tren, el aire marino nos adormeció, y yo tuve una pesadilla muy intensa y viva sobre la Alemania hitleriana.

Lo primero que soñé fue que estaba en una sala de juicio. Me daba cuenta de que se trataba de un juicio político. Unos comunistas estaban a punto de ser condenados a muerte. La fiscal era una mujer de edad mediana, rostro duro y pelo rubio recogido en moño sobre la nuca. Se levantó, cogió a uno de los acusados por el cuello de la chaqueta y lo llevó, tirando de él, hacia la tarima del juez. Mientras andaban sacó un revólver y disparó por la espalda al comunista, cuyas rodillas se doblaron y dejó caer la cabeza, pero ella seguía tirando de él, hasta que le tuvo ante el juez, gritando, muy alto: «¡Mirad! ¡Aquí tenéis al traidor!».

Junto a mí, entre los espectadores, estaba sentada una chica. Yo me daba cuenta confusamente de que era enfermera profesional de hospital. Mientras la fiscal sostenía en alto al moribundo, la muchacha se levantó y salió llorando de la sala de juicio a todo correr. Yo la seguía por largos pasillos y tramos de escaleras hasta llegar a un sótano donde había tuberías de calefacción central. El sótano tenía literas, como los cuarteles. La chica se dejaba caer sobre una de ellas, gimiendo. Entonces entraban varios muchachos y me di cuenta de que pertenecían a la Hitler Jugend, pero, en lugar de uniforme, llevaban pedazos de piel de oso, con cinturones, yelmos y espadas, todo ello chapucero y teatral, como lo que llevan los extras, sobre todo en El anillo de los nibelungos. Sus cuerpos, medio desnudos, estaban cubiertos de acné y sarpullido, y parecían cansados y desanimados. Se echaban cada uno en su litera, sin fijarse para nada en la chica o en mí.

Y luego me paseaba por una calle muy estrecha y empinada. Un judío venía corriendo hacia mí, con las muñecas hundidas en los bolsillos del abrigo. Me daba cuenta de que esto se debía a que le habían volado las manos y tenía que ocultar sus heridas. Si alguien se las veía comprenderían que era un judío y le lincharían.

En el otro extremo de la calle encontraba a una vieja señora vestida con una especie de uniforme color «azul horizonte francés». Lloriqueaba y maldecía de sí misma. Era ella quien había volado a tiros las manos del judío. Quería seguir disparándole, pero la munición (que, comprobé con sorpresa, era solamente para rifle del .22) estaba esparcida por el suelo, y ella no la podía recoger porque era ciega.

Luego entraba en la embajada británica, donde me recibía un joven jovial, presumido y de acento exageradamente elegante, una especie de Bertie Wooster, el personaje de Woodhouse. Me indicaba que las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de cuadros impresionistas y cubistas.

—Al embajador le gustan —me explicaba—, y es lo que yo digo, que son un buen contraste, ¿verdad?

No sabría decir por qué, pero lo cierto es que no me animé a contar este sueño a Bergmann. No me sentía de humor para escuchar sus complejas interpretaciones, que quizá fueran incluso desagradablemente personales. Además, tenía la extraña sospecha de que era él quien me había puesto todo aquello, telepáticamente, en la cabeza.

Y durante todos esos meses no recibimos ni un solo recado de Chatsworth.

Su silencio era espléndido. Parecía expresar la más generosa confianza en nosotros. Nos daba carta absolutamente blanca. O quizá fuese que estaba tan ocupado que se había olvidado de nosotros por completo.

Probablemente lo que pasaba era que había apuntado La violeta del Prater en la primera hoja de su calendario de 1934, porque en cuanto empezó enero comenzaron a llamarnos por teléfono del estudio: ¿Qué tal iba el guión?

Bergmann fue a la sede de Imperial Bulldog a ver a Chatsworth y volvió muy satisfecho. Me dio a entender que había estado muy diplomático. Ahora Chatsworth subía muchos puntos en su estima. Ya no era un tipo ordinario, sino un hombre culto y perspicaz.

—Se da cuenta —me explicó Bergmann— de que los directores necesitamos tiempo para desarrollar nuestras ideas reposada y amorosamente.

Bergmann le había expuesto el guión, sin duda con gran despliegue de gestos y ademanes y cambios de tono en la voz, y Chatsworth, al parecer, había quedado muy contento.

A pesar de todo, la pura verdad era que el guión seguía siendo un mero torso o, como mucho, un cuerpo vivo, pero con miembros mecánicos. La secuencia última, el episodio entero de la venganza de Toni contra Rudolf, con su final feliz, seguía siendo un sueño esperanzadamente vago. Ni a Bergmann ni a mí nos gustaba realmente la idea de que Toni se disfrazase con peluca rubia para transformarse en la famosa cantante de ópera. Toda la capacidad histriónica de Bergmann, todo el análisis freudiano, toda la dialéctica marxista del mundo no serían suficientes para cambiar la realidad: aquello era una solemnísima tontería.

Y, además, quizá no fuese cierto que Chatsworth había quedado tan impresionado como decía Bergmann, porque, a partir de entonces, Ashmeade comenzó a venir a vernos, aunque siempre con mucho tacto. Su primera visita tuvo toda la apariencia de ser puramente social.

—Nada, que pasaba por aquí —comentó— y me dije, pues voy a ver qué tal están. ¿Seguís hablándoos vosotros dos?

Pero Bergmann no se dejó engañar:

—La policía secreta nos sigue los pasos —dijo, sombrío—. En fin…, que ya empieza.

Ashmeade volvió dos días después, y esta vez se mostró más abiertamente curioso. Quería que le explicáramos bien la secuencia final. Bergmann hizo su trabajo de actor y la verdad es que nunca había estado mejor, pero Ashmeade parecía cortésmente dubitativo.

A la mañana siguiente nos llamó temprano por teléfono.

—He estado pensándolo, y se me acaba de ocurrir una idea. ¿Qué os parece que Toni supiera que Rudolf era realmente el príncipe? Quiero decir que lo sabía desde el principio.

—¡No, no! ¡Ni hablar! —gritó Bergmann, lleno de desesperación—. ¡En absoluto!

Cuando colgó estaba furioso.

—¡Me han puesto encima a este cretino distinguido, a este enano elegante! ¿Es que no tengo ya bastantes cruces? ¡Y nosotros aquí, devanándonos los sesos por la verdad!

Su ira, como siempre, se diluyó en duda filosófica. Nunca le era posible descartar por completo sugerencias ajenas, por fantásticas que fuesen, sin pasar antes por horas de introspección. Acabó gruñendo, dolorosamente:

—Bueno, muy bien; vamos a ver a dónde nos lleva esto. Espera un poco, a ver, ¿qué tal si Toni…?

Y así perdimos otro día más en especulaciones.

Ashmeade era incansable. Todos los días telefoneaba o venía a vernos. Le daba igual que le tratásemos con frialdad, y seguía abundando en ideas. Bergmann comenzó a concebir las más negras sospechas.

—Ya me doy cuenta. Es un complot. Es un sabotaje evidente. Ese paraguas diplomático tiene ciertas instrucciones. Chatsworth está jugando con nosotros. Ha decidido no hacer la película.

Yo me sentía dispuesto a darle la razón. Y la verdad era que me ponía en el caso de Chatsworth y le comprendía. Evidentemente, el método de Bergmann era lento. Es posible que estuviera condicionado por costumbres adquiridas en los días del cine mudo, cuando el director entraba en el estudio y fotografiaba todo lo que veía, para después componer la película en el laboratorio por un proceso de selección y eliminación. Yo empezaba a temer, de verdad, que Bergmann estuviese llegando a un estado de equilibrio filosófico en el que todas las soluciones posibles le parecieran igualmente atractivas o desechables, de forma que acabaríamos flotando en una atmósfera de posibilidades hasta que el estudio dejara de mandarnos nuestros sueldos.

Y así llegó un día en que sonó el teléfono y era la secretaría particular de Chatsworth. (Reconocí la voz que me había introducido en el mundo de La violeta del Prater el último día de lo que yo ahora consideraba el período pre-Bergmann de mi vida.) ¿Tendríamos la amabilidad de ir los dos al estudio lo antes posible para celebrar una reunión sobre el guión?

Bergmann se puso muy sombrío cuando se lo dije.

—En fin. Se acabó. Chatsworth se pone el gorro negro.[6] Éste es el fin. Los delincuentes entran a rastras en la sala de juicio para oír su condena a muerte. Adiós, Dorothy, querida mía. Ven aquí, hijo mío. Iremos juntos a la guillotina.

Por aquellos días la Imperial Bulldog estaba todavía en Fulham. (No se mudaron a las afueras hasta el verano de 1935.) En taxi era un viaje bastante largo. Por el camino, Bergmann comenzó a sentirse de mejor humor.

—¿Nunca has visto un estudio cinematográfico por dentro?

—Una vez solamente. Hace años.

—Pues te interesará mucho, como fenómeno. Verás, el estudio cinematográfico actual es realmente el palacio del siglo XVI. En él se ve lo mismo que veía Shakespeare: el poder absoluto del tirano, los cortesanos, los adulones, los bufones, los intrigantes astutamente ambiciosos. Hay mujeres de fantástica belleza, hay favoritos incompetentes. Hay grandes hombres que caen de pronto en desgracia. Se ve el despilfarro más absurdo junto a la más inesperada tacañería por unos cuantos peniques. Hay tremendo esplendor, todo falso; y también terrible miseria camuflada por los decorados. Hay grandes proyectos abandonados por causa de cualquier capricho. Hay secretos que todo el mundo conoce, pero de los que nadie habla. Hay hasta uno o dos consejeros honrados, y éstos son los bufones de la corte, que dicen las verdades más profundas en forma de retruécanos, a fin de que nadie las tome en serio. Hacen muecas y cuando nadie les ve se tiran del pelo y rompen a llorar.

—Pues, por lo que dices, parece la mar de divertido.

—Es atroz —dijo Bergmann con regodeo—, pero a nosotros nada de eso nos importa, porque hemos cumplido honradamente nuestra misión. Ahora, como Sócrates, sufrimos el castigo de los que dicen la verdad. Y nos tirarán al bulldog para que nos devore. Y el Paraguas derramará una lágrima de cocodrilo sobre nuestras tumbas.

La fachada del estudio tenía tan poco interés como la de cualquier bloque moderno de oficinas: era toda ella de cemento y cristal. Bergmann subió con tal ímpetu los escalones que conducían a la puerta giratoria que no pude seguirle hasta que la puerta dejó de girar. Frunció el ceño, respirando furiosamente, mientras el portero tomaba nota de nuestros nombres y un empleado telefoneaba para anunciar nuestra llegada. Le miré y le sonreí, pero él no me sonrió. Era evidente que estaba preparando el discurso final del abogado defensor. Y no me cabía la menor duda de que iba a ser una obra maestra.

Chatsworth nos recibió con los pies sobre una gran mesa. Las dos primeras cosas que vi al entrar fueron las suelas de sus zapatos y el humo de su puro. Los zapatos estaban firmes, descansando sobre sus tacones, y eran de un marrón elegante y reluciente, como un par de ornamentos, junto a los dos caballos de bronce que se frotaban el cuello sobre el tintero. Algo apartados de él, pero detrás de la misma mesa, estaban sentados Ashmeade y un sujeto muy gordo a quien yo no conocía. Nuestras sillas nos esperaban frente a ellos, en el centro de la estancia. La verdad era que aquello parecía un tribunal. Yo me acerqué a Bergmann, en busca de defensa.

—¡Hola! ¡Aquí estáis! —nos saludó Chatsworth, muy jovial.

Tenía la cabeza ladeada, sujetando un teléfono contra la mandíbula, como un violín:

—Un momento, que ahora hablamos.

Siguió hablando al teléfono:

—Lo siento, Dave. No hay nada que hacer. No. Ya he tomado la decisión… No, es posible que te dijera eso la semana pasada. Yo entonces todavía no lo había visto, pero la verdad es que es malísimo… Amigo mío, eso no es culpa mía. Yo qué sabía entonces lo mal que lo iban a hacer, porque la verdad es que peor no pudo haberles salido… Bueno, pues diles lo que quieras…, me tiene sin cuidado que se ofendan, porque, en serio, se lo merecen… No. Adiós.

Ashmeade sonreía con sutileza. El hombre gordo parecía aburrido. Chatsworth bajó los pies de la mesa y su rostro redondo apareció ante nosotros.

—Tengo malas noticias que daros.

Miré rápidamente a Bergmann, pero sus ojos estaban fijos en Chatsworth, con la intensidad de un hipnotizador.

—Acabamos de cambiar de plan. Tenéis que empezar a filmar en dos semanas.

—¡Imposible! —Bergmann descargó esta palabra como si la disparase de un fusil.

—Claro que es imposible —dijo Chatsworth, sonriente—, aquí todos somos imposibles… Me parece que no conoces al señor Harris… Se ha pasado la noche en vela preparando los diseños para vuestros escenarios. Espero que a vosotros os gusten tan poco como a mí… Ah, y otra cosa: no podemos contratar a Rosemary Lee. Sale mañana para Nueva York. De modo que he hablado con Anita Hayden, y está interesada. Es una zorrilla, pero canta bien. Dentro de un momento quiero que vengáis a oír el arreglo que ha hecho Pfeffer de la partitura. Ruidosísimo. Pero no me importa… He encargado a Watts de los efectos luminosos. Es el mejor que tenemos. Sabe captar los estados de ánimo, los ambientes.

Bergmann gruñó dubitativo. Yo sonreí. Aquella mañana me caía bien Chatsworth.

—¿Y el guión? —pregunté.

—No te preocupes por eso, muchacho. Jamás toleres que un guión te corte el camino, ¿verdad Sandy? Ah, y a propósito, yo compondré el final ese que os tiene tan preocupados. Se me ocurrió esta mañana mientras me afeitaba. Tengo una gran idea.

Chatsworth hizo una pausa para encender de nuevo su puro.

—Quiero que sigas con nosotros —me dijo— durante la filmación. Siempre alerta y atento. Observa todos los detalles. Escucha bien las entonaciones. Puedes sernos muy útil. Bergmann no está habituado a nuestro idioma. De ahora en adelante tendréis un despacho aquí, en este edificio, porque así podré vigilaros personalmente. Si me necesitáis para lo que sea, no tenéis más que llamarme y os conseguiré todo lo que os haga falta… Bueno, me parece que esto es todo. Hale, doctor, vamos. Y tú, Sandy, haz el favor de llevar a Isherwood a su nuevo calabozo.

Y así fue como, después de una conversación de sólo diez minutos, todo el ritmo de nuestras vidas cambió de pronto. Para Bergmann, por supuesto, nada de esto era nuevo, pero la verdad es que yo quedé desconcertado. Fue como si dos eremitas hubiesen sido trasladados de su cueva de las montañas a una estación moderna de ferrocarril. Ya no teníamos ninguna tranquilidad. El despilfarro del tiempo, que hasta ahora había tenido lugar de una manera orientalmente serena y filosófica, se volvía ahora culpable y receloso.

Nuestro «calabozo» era una habitación diminuta en el tercer piso, desamparadamente solitaria, sin otra cosa que una mesa, tres sillas y un teléfono. El teléfono sonaba muy estridentemente y nos sobresaltaba a los dos. La ventana daba a un panorama de tejados hollinosos y a un cielo gris e invernal. Fuera, la gente iba y venía por el pasillo haciendo lo que a nosotros nos parecía un ruido deliberadamente innecesario. Con frecuencia sus cuerpos golpeaban la puerta, o bien ésta se abría y asomaba una cabeza. «¿Dónde está Joe?», preguntaba el desconocido, con tono de reproche. O decía: «Ah, perdonen…», desapareciendo sin explicaciones. Estas interrupciones desesperaban a Bergmann.

—Es el tercer grado —gemía—, nos torturan, y no tenemos nada que confesar.

Raro era que estuviésemos juntos mucho tiempo. Sonaba el teléfono, o llegaba un mensajero y se llevaba a Bergmann para reunirse con Chatsworth o con el director del reparto o con el señor Harris, y yo me quedaba con una escena a medio terminar y sin otro apoyo que su consejo pesimista: «Mira a ver si se te ocurre algo». De ordinario ni siquiera lo intentaba. Lo que hacía era asomarme a la ventana o ponerme a chismorrear con Dorothy. Ella y yo teníamos un acuerdo tácito de que si alguien asomaba la cabeza nos pondríamos inmediatamente a hacer como que trabajábamos. A veces hasta Dorothy me abandonaba. Tenía muchos amigos en el estudio, y desaparecía para charlar con ellos en cuanto la costa quedaba libre de moros.

A pesar de todo, presionados por la tensión misma de la crisis, seguíamos avanzando. Bergmann ahora se había vuelto temerario. Aprobaba hasta la más endeble de mis sugerencias con un simple suspiro; y también yo me estaba volviendo audaz. Ahora mi conciencia me tenía sin cuidado. No conocía frenos. Había días en que escribía página tras página con mágica facilidad. La verdad era que me resultaba facilísimo. Toni contaba chistes. El barón hacía un juego de palabras. El padre de Toni hacía payasadas. Yo había perdido una inhibición interior que hasta entonces me frenaba. Esto era un simple trabajo; lo único que se me pedía era que lo hiciese lo mejor posible.

Y, al tiempo, salía de exploración siempre que podía. Imperial Bulldog era probablemente el estudio más antiguo de Londres. Su fundación se remontaba a los primeros días del cine mudo, cuando los directores aullaban por sus megáfonos para conseguir que les oyeran sobre el estruendo de los martillos de los carpinteros jóvenes y agresivos ayudantes de dirección llevaban de acá para allá a grandes manadas de extras aturdidos, ensordecidos, cojeantes, hambrientos, ladrándoles como perros de pastor. En el momento del pánico, cuando llegó a Inglaterra el cine sonoro y ningún puesto de trabajo estaba seguro, Imperial Bulldog llevó a cabo un programa de reconstrucción apresurado y bastante histérico. El edificio entero se echó abajo y fue reconstruido a toda velocidad, casi todo él al precio más bajo posible. Nadie sabía lo que podría venir después: el gusto, quizá, o quién sabe si el olfato, o la estereoscopia, o cualquier mecanismo que se salía del telón y echaba a correr por entre los espectadores. Nada parecía imposible. Y, en el intervalo, era imprudente gastar mucho dinero en instalaciones que podían quedar anticuados en menos de un año.

El resultado de la reconstrucción fue un laberinto de escaleras retorcidas, pasillos claustrofóbicos, rampas empinadas y peligrosas y puertas sacadas de Alicia en el país de las maravillas. La mayor parte de las habitaciones más pequeñas estaban superpobladas, infraventiladas, separadas unas de otras por tabiques de madera terciada e iluminadas por bombillas desnudas que colgaban de un hilo. Todo era provisional y podía electrocutarle a uno o caérsele encima o deshacérsele en la mano. «Nuestro lema», decía Lawrence Dwight, «es: si se rompe, es de Bulldog».

Lawrence era el montador jefe de nuestra película: joven bajo, musculoso, de aspecto airado y de mi misma edad, más o menos, su rostro tenía una expresión de permanente fastidio. Nos hicimos amigos principalmente porque él había leído un cuento mío en una revista y me dijo, o, mejor, me gruñó agriamente, que le había gustado. Cojeaba ligerísimamente, tanto que yo no me habría fijado, de no ser porque, al cabo de cinco minutos de conversación, me dijo con brusquedad que tenía una pierna artificial. Le llamaba «mi muñón». Se la habían amputado como consecuencia de un accidente de automóvil, en el que perdió la vida su mujer al mes de casarse.

—Tuvimos justo el tiempo de descubrir que no nos aguantábamos —me dijo, mirándome airadamente, y, al tiempo, con atención para ver si aquello me escandalizaba—. Yo iba al volante. Me figuro que, en el fondo, lo que quería era asesinarla.

—No sé, la verdad, qué piensas que estás haciendo aquí —me comentó poco después—, ¿vendiendo tu alma, quizá? Vosotros, los escritores, tenéis todos una maldita actitud romántica, y pensáis que sois demasiado buenos para el cine. Pero no lo creas, es al revés, es el cine el que es demasiado bueno para vosotros. Aquí no nos hacen falta putas decimonónicas; lo que nos hacen falta son técnicos. Menos mal que conozco el montaje, porque, te diré, en mi oficio soy estupendo. A mí no se me ocurre tratar las películas como si fueran trozos de mi propio intestino. La culpa la tiene Chatsworth, que también es un romántico y se empeña en contratar a gente como tú. Las películas no son dramas, ni tampoco son literatura: son pura matemática. Claro que esto tú no lo entenderás en tu vida.

A Lawrence le encantaba mostrarme los muchos fallos del estudio. Por ejemplo, no había verdaderamente espacio para almacenar decorados. Los bastidores había que desmontarlos una vez usados y el despilfarro de materiales era aterrador. Y además Bulldog llevaba demasiados pasajeros:

—Podíamos arreglárnoslas perfectamente con dos tercios del personal que tenemos. Todos esos ayudantes de dirección que no hacen más que meterse en todo y molestarse mutuamente… Hay incluso una cosa que se llama directores de diálogo. ¿Te lo imaginas? Un pobre apuntador que se pase las horas muertas sentado por ahí diciendo que sí a todo lo que se le pregunta.

Me eché a reír:

—Pues eso es lo que voy a hacer también yo.

Esto a Lawrence no le desconcertó en absoluto:

—Habría debido imaginármelo —dijo, asqueado—. Eres justo el tipo. El tacto personificado.

Su más profundo desprecio lo reservaba para el Departamento de Lectura, conocido oficialmente por el nombre de Anexo G. La parte trasera de Imperial Bulldog se extendía hasta el río, y en un principio el anexo G había sido almacén. A mí me recordaba un bufete de abogado de una novela de Dickens. Tenía baldas cubiertas de telarañas, hileras y más hileras de baldas, hasta el techo mismo, y ni una sola grieta en la que cupiera un dedo meñique. En las baldas inferiores había más que nada guiones: guiones en duplicado y en triplicado, resúmenes y proyectos, borradores, todos los pedazos de papel en que algún escritor de Bulldog posara alguna vez la pluma. Lawrence me dijo que las ratas habían ido abriendo largos túneles en todo aquel papelorio, roe que te roe, de un extremo a otro de las baldas.

—Lo que habría que hacer es tirar todo eso al Támesis —decía Lawrence—, pero lo que pasa es que entonces la policía fluvial nos llevaría a los tribunales por contaminar el agua.

Y luego, libros. Todas las novelas y comedias compradas por el estudio para convertirlas en películas. O, por lo menos, ésta era la teoría. ¿Habría podido pensar Bulldog en hacer una película con el horario ferroviario de Bradshaw para 1911? Lo más probable es que este libro llegara allí procedente del Departamento de Investigación.

—Pero a ver si consigues explicarme —decía Lawrence—, qué hacen aquí veintisiete ejemplares de Medias horas con un microscopio, uno de ellos robado de la Biblioteca Pública de Working.

Mucho me sorprendió comprobar que a Lawrence le caía bien Bergmann y le admiraba. Había visto varias de las películas que Bergmann dirigiera en Alemania, y esto, por supuesto, le dejó encantado a Bergmann cuando se lo dije, aunque jamás lo reconoció. A modo de correspondencia lo que hizo fue elogiar el carácter de Lawrence, llamándole «ein anstaendiger junge».[7] Siempre que se encontraban, Bergmann llamaba a Lawrence «Maestro». Al cabo de un tiempo Lawrence comenzó a hacer lo mismo con Bergmann, en vista de lo cual, Bergmann, para no ser menos, pasó a llamar a Lawrence «Gran Maestre». Lawrence a mí me llamaba «Herr Direktor de Sonido», y yo a él «Herr Maestro de Montaje».

Puse buen cuidado, sin embargo, en no informar a Bergmann sobre las ideas políticas de Lawrence.

—Toda esta tontería sobre el fascismo y el comunismo —decía Lawrence—, es anticuadísima y tonta. Y lo mismo pasa con los obreros, que están volviendo loco a todo el mundo. Es de verdadero asco. Los obreros son ovejas, ni más ni menos. Siempre lo han sido y siempre lo serán. Ellos mismos eligieron ser así, ¿y qué tiene eso de malo? Es asunto suyo. Y así, además, se evitan muchos rompederos de cabeza. Por ejemplo, los que trabajan aquí. ¿Tú crees que saben algo de nada, que se preocupan de algo que no sea su sueldo? En cuanto surge algún problema que no esté relacionado directamente con el trabajo que tienen entre manos, pues en seguida se lo pasan a otro para que tome decisiones. Y muy bien que hacen, por cierto, desde su propio punto de vista. Los países los dirige siempre una minoría, la que sea. Lo único que pasa es que tenemos que quitarnos de encima a esos políticos sentimentales. Todos los políticos son unos aficionados. Es como si pusiésemos la dirección del estudio en manos de su propio Departamento de Publicidad. Los únicos que tienen verdadera importancia son los técnicos. Esos sí que saben lo que quieren.

—¿Y qué es lo que quieren?

—Pues lo que quieren es eficiencia.

—¿Y eso qué es?

—La eficiencia es hacer un trabajo por el trabajo mismo.

—Pero, vamos a ver, ¿por qué razón tienes tú que hacer un trabajo?, pongo por caso, ¿cuál es el incentivo?

—El incentivo es luchar contra la anarquía. Ése es el motivo de la vida humana: sacar a la vida de su confusión natural. Crear normas, pautas.

—¿Y por qué pautas?

—Por las pautas mismas. Por crear significado. ¿Qué otra cosa hay?

—¿Y qué me dices de las cosas que no encajan en tus pautas? ¿Qué se hace con ellas?

—Tirarlas.

—O sea, ¿matar a los judíos?

—Haz el favor de no tratar de escandalizarme con tus malditas analogías, que son falsas y sentimentales. De sobra sabes lo que quiero decir. Cuando la gente se niega a encajar en una pauta son ellos mismos los que se marginan. Eso no es culpa mía. Hitler no hace pautas. No es más que un oportunista. El que hace pautas no persigue a nadie. Las pautas no son personas.

—¿Quién está siendo anticuado ahora? Todo eso que dices a mí me recuerda lo del arte por el arte.

—Me tiene sin cuidado lo que te recuerde…, aparte de que los únicos artistas son los técnicos.

—Bueno, a ti te va bien eso de hacer pautas con tu tijera, pero no sé de qué te va a servir con películas como La violeta del Prater.

—Eso es asunto de Chatsworth, y de Bergmann, y tuyo. Si vosotros, los llamados artistas, hicieseis lo que los técnicos, y os unieseis, y dejaseis de jugar a la democracia, te aseguro que forzaríais al público a aceptar la clase de películas que quisierais. Todo ese asunto de la taquilla no es más que una ficción sentimental democrática. Si os pusieseis de acuerdo para no hacer, pongo por caso, más que películas abstractas, el público no tendría más remedio que ir a verlas, y les gustarían…, pero, en fin, ¿de qué vale hablar?, nunca tendréis el valor de hacer una cosa así. Os gusta mucho más gimotear sobre prostitución y seguir haciendo Violetas del Prater. Y ésa es la razón de que el público, en el fondo de su corazón, os desprecie. Pero, eso sí, haced el favor de no venirme a mí con vuestros pesares artísticos, porque no me interesan.

Comenzamos a filmar en la última semana de enero. Doy la fecha aproximada porque es casi la última que seré capaz de recordar. Lo que siguió está tan confuso en mi memoria, tan traspuesto y tan escorzado, que solamente puedo describirlo sintéticamente. Mi recuerdo de todo ello carece de secuencia. Es de una sola pieza.

En el interior del gran plató, semejante a un granero y tan grande que cabría en él un dirigible, no hay ni día ni noche, sino, únicamente, períodos alternados de trabajo y de silencio. Bajo aquel firmamento de vigas y pasarelas angostas y elevadas, desde cuyas alturas los focos lucen fríamente como planetas, se levanta la arquitectura inconsecuente y a medio demoler de los bastidores: arcadas y pasadizos, partes de casas, colinas de lona y de madera, grandes telones fotográficos de fondo, hileras de fachadas formando verdaderas calles Potémkin[8]; una especie de Pompeya, pero más desolada, más irreal, porque esto, literalmente, es un mundo a medias, un limbo de imágenes reflejadas en el espejo, una ciudad que ha perdido su tercera dimensión. Solamente el entrelazado de cables de alta potencia es tangible y puede echarle a uno la zancadilla al cruzar el plató. Los pasos resuenan absurdamente, y acaba uno andando de puntillas.

En un rincón, entre estas ruinas, hay vida. Un solo decorado está brillantemente iluminado. A distancia parece un santuario, y las figuras que lo animan podrían ser feligreses. Pero no es más que el cuarto de estar de la casa de Toni, completo con muebles de época, cortinas de colores vivos, una jaula de canario y un reloj de cuco. Los hombres que están atendiendo a los últimos detalles de esta encantadora casa de muñecas de tamaño natural hacen su trabajo con la misma eficiencia directa y seria que cualesquiera otros carpinteros y electricistas en cualquier edificio o garaje.

En medio del plató, pacientes y anónimos como maniquíes de costurera, están el actor y la actriz que hacen de dobles de Arthur Cromwell y Anita Hayden. El señor Watts es un hombre delgado y calvo con gafas de montura de oro, y se pasea inquieto de un lado para otro, mirándoles desde distintos ángulos. De su cuello cuelga, de una cinta, un monóculo de cristal azul. Se lo lleva con frecuencia a los ojos para observar el efecto general de la iluminación, y este ademán recuerda, incongruentemente, el de un petimetre de la regencia. Junto a él está Fred Murray, pelirrojo y con zapatos de goma. Fred es lo que, en el argot del estudio, se llama «el de las luces». La etiqueta del estudio exige que el señor Watts no pueda dar órdenes directamente; lo que hace es murmurárselas a Fred, y éste, como traduciéndolas de una lengua extranjera, se las grita a los hombres que manipulan la batería de focos en lo alto del puente de trabajo.

—Suavicen el brillo de ese rifle. Dos vueltas más en el número cuatro. Apaguen esa luz.

—Vale —dice el señor Watts, al cabo de algún tiempo.

—De acuerdo —Fred Murray grita a sus ayudantes—. Déjenlo así.

Los arcos se apagan y se encienden las luces generales del plató, con lo que el decorado pierde su encanto de santuario. Los dobles se apartan. Hay un ambiente de anticlímax, como si estuviéramos a punto de recomenzar desde el principio.

—Bueno, ¿qué? ¿Estamos ya casi a punto?

El que dice esto es Eliot, el ayudante de dirección. Tiene la nariz larga y puntiaguda y habla con elegante acento de colegio privado. Lleva una copia del guión en la mano, como si fuera un emblema de su importancia. Sus maneras son autoritarias, pero, al tiempo, tímidas e inseguras. Me da pena. Su trabajo le hace impopular. Tiene que estar pendiente de todo, comprobar que todo va como debe; y no lo sabe hacer sin mostrarse agresivo. Le pone nervioso su propia voz, chillona y aristocrática. También el cuello de su camisa, que está demasiado almidonado.

—¿Qué es lo que nos retrasa? —pregunta Eliot, quejumbroso, al mundo en general—. ¿Qué tal tú, Roger?

Roger, el jefe de sonido, maldice para sus adentros. Le encorajina que le metan prisa.

—No, nada, que hay un rebote en este micrófono —explica, con corrosiva paciencia—. El plató es muy ruidoso. A ver, tú, Teddy, mueve un poco tu jirafa a la izquierda. Vamos a tener que poner un tiesto.

El micrófono de jirafa se mueve hacia la izquierda, oscilando como si colgase de una caña de pescar. Teddy, que es el que lo maneja, cruza el plató y oculta un segundo micrófono detrás de una figura de porcelana que hay sobre la mesa.

Entre tanto, en el fondo, oigo a Arthur Cromwell que me llama:

—¿Dónde está el inapreciable Isherwood?

Arthur hace el papel del padre de Toni. Es un hombrón apuesto que fue en otros tiempos ídolo de las funciones de tarde: un auténtico cómico veterano. Quiere que oiga su papel. Cada vez que se le olvida una frase castañetea con los dedos, pero sin impaciencia.

—¿Pero qué te pasa, Toni? ¿No es ya tu hora de ir al Prater?

—¿No vas hoy al Prater? —le apunto.

—¿No vas hoy al Prater? —pero esta frase le produce a Arthur una misteriosa inhibición de actor—. Es un poco solemne, ¿no te parece? La verdad es que no me imagino a mí mismo diciendo una cosa así. Sería mejor: ¿Por qué no estás en el Prater? ¿No te parece?

—De acuerdo.

Bergmann me llama:

—¡Isherwood!

(Desde que trabajamos juntos en el estudio me llama siempre en público por mi apellido.) Se aparta del plató, con las manos cogidas a la espalda, sin mirar siquiera en torno a sí para ver si le sigo. Pasamos por la entrada de puertas dobles y nos dirigimos a la salida de incendios. Todo el mundo se retira a la salida de incendios cuando quieren hablar y echar un cigarrillo, porque está prohibido fumar en el interior del edificio. Saludo con un movimiento de cabeza al portero, que está leyendo el Daily Herald a través de sus anteojos. Es gran admirador de la Rusia Soviética.

Desde la pequeña plataforma de hierro vislumbramos el río gris y frío, más allá de los tejados. El aire huele a fresco y a humedad después de estar tanto tiempo encerrados, y sopla una brisa que agita la tupida pelambre de Bergmann.

—¿Qué tal la escena? ¿Está bien así?

—Yo diría que sí —digo, con voz que trata de ser convincente.

Me siento perezoso esta mañana, no quiero líos. Los dos miramos nuestras copias del guión; mejor dicho, yo finjo mirar la mía. Lo he leído ya tantas veces que las palabras han perdido su significado.

Bergmann frunce el ceño y gruñe:

—Pensé que, a lo mejor, si encontrásemos algo… Es que parece tan desnudo, tan pobre… ¿No podría, por ejemplo, decir Toni: «No puedo vender las violetas de ayer, son “infrescas?”».

—No puedo vender las violetas de ayer; se ajan tan pronto…

—Sí, bien, muy bien… A ver, escribe eso.

Lo pongo en el guión. Eliot se asoma a la entrada:

—Listos para ensayar, señor.

—Pues vamos.

Volvemos al plató, con Bergmann a la cabeza, y Eliot y yo a la zaga: un general y su estado mayor. Todo el mundo nos mira, preguntándose si habremos decidido algo importante. Se siente una satisfacción infantil haciendo esperar a tanta gente.

Eliot va hacia la puerta del camerino portátil de Anita Hayden.

—Señorita Hayden —dice, esforzándose por ocultar su timidez—. ¿Tendría la bondad de salir? Estamos preparados.

Anita sale del camerino y se dirige al plató. Tiene todo el aire de una muchacha quisquillosa con su vestido corto estampado de flores y sus enaguas de puntillas. Como casi toda la gente famosa, parece un poco más pequeña al natural que en las fotos.

Me acerco a ella, temiendo que el encuentro va a ser desagradable. Trato de sonreír:

—Lo siento. Hemos tenido que cambiar una frase.

Pero Anita, por la razón que sea, está hoy de buen humor.

—¡Tirano! —exclama, coquetona— Bueno, vamos a ver, cuéntame la tragedia.

Se oye el silbato de Eliot:

—¡Silencio allí! ¡Silencio absoluto! ¡Empieza el ensayo! ¡Luz verde!

Esta última orden va dirigida al portero, que encenderá la señal sobre la puerta del plató.

«Ensayo. Entren en silencio».

Por fin estamos listos. Comienza el ensayo.

Toni está sola, mirando, pensativa, por la ventana. Es el día después de su encuentro con Rudolf. Y acaba de recibir una carta de amor y de adiós, crípticamente escrita, porque Rudolf no puede contar toda la verdad: que es príncipe y ha sido conminado a volver a Borodania. De modo que Toni se siente acongojada y confusa. Tiene los ojos arrasados en lágrimas. (Esta parte de la escena se rueda en primer plano.)

Se abre la puerta. Entra el padre de Toni.

PADRE: ¿Pero qué te pasa, Toni? ¿Por qué no estás ya en el Prater?

TONI (inventa una excusa): Es que no tengo flores.

PADRE: ¿Vendiste todas las de ayer?

TONI (con mirada distante, lo que hace ver que su respuesta es simbólica): No puedo vender las violetas de ayer. Se ajan en seguida.

Prorrumpe en sollozos y sale corriendo de la estancia, dando un portazo. Su padre se queda quieto, mirándola con inexpresiva sorpresa. Luego se encoge de hombros y hace una mueca, como diciéndose que los caprichos de las mujeres no hay quien los entienda.

—Corten.

Bergmann se levanta rápidamente de la silla, va hacia Anita.

—Madame, por favor, una observación. Esa forma de cerrar la puerta, estupenda, pero demasiado seria. El movimiento tiene así una importancia teatral, a su lado la matanza de Rasputín es café bebido.

Anita sonríe con cierta condescendencia:

—Lo siento, Friedrich, también yo sentí que no había quedado bien.

Evidentemente, está de buen humor.

—Lo voy a hacer yo una vez.

Bergmann se sitúa junto a la mesa. Le tiemblan los labios, le relucen los ojos; es una bella muchacha al borde mismo de las lágrimas. «No puedo vender las violetas de ayer. Se ajan». Corre, apartando el rostro, de la estancia. Se oye un golpe entre bastidores y un rezongo: «Verflucht!».[9] Debe de ser que ha tropezado con uno de los cables. Un instante después Bergmann reaparece, sonriendo, un poco jadeante:

—Esto es lo que quiero decir. Con una cierta ligereza. Sin demasiado énfasis.

—Sí —Anita asiente. Le sigue, seria, la corriente—. Me parece que lo veo.

—Muy bien, querida mía —Bergmann le acaricia el brazo—, pues filmamos ya.

—¿Dónde está Timmy? —pregunta Anita con voz aburrida y melodiosa. El maquillador se acerca a todo correr—. A ver, Timmy, querido, ¿tengo la cara bien?

Le tiende el rostro, tan impersonalmente como se ofrece el pie al limpiabotas; esta máscara agoniosamente bonita: su trabajo, su fuente de ingresos, la herramienta de su oficio. Timmy la maquilla con pericia. Ella se mira fríamente, sin vanidad, en su espejo de bolsillo. El ayudante del cámara mide la distancia entre la nariz de Anita y la lente.

Un muchacho llamado George pregunta a la secretaria de dirección el número de la escena. Hay que apuntarlo con tiza en la tablilla que levantará delante de la cámara antes de la toma.

Roger me llama desde la cabina de sonido:

—Ven aquí, Chris, necesito un testigo.

Esto lo dice Roger con frecuencia, pero también con un cierto resentimiento velado que va de punta contra Eliot, porque no hay nada que más irrite a Roger que oír críticas contra el registro de sonido, con lo concienzudo que es él en su trabajo.

Entro en la cabina de sonido, que se parece mucho a las de teléfonos, y Eliot se pone a gritar, autoritario:

—¡Muy bien! ¿Listo, señor? ¿Listo, señor Watts? ¡Timbre, por favor! ¡Puertas! ¡Luz roja! —y luego, en vista de que aún había gente moviéndose—: ¡Silencio! ¡Filmamos!

Roger recoge los auriculares y conecta con la sala de la cámara de sonido, que está en una galería superior, dominando el plató.

—¿Listo, Jack? —pregunta.

Dos zumbidos: señal de que todo está en orden.

—¿Todos listos? —pregunta Eliot, y, al cabo de un momento—: ¡Adelante!

—¡En marcha! —le dice el chico que está en el cuadro de mandos.

George da un paso adelante y levanta la tablilla ante la cámara.

Roger avisa dos veces a la cámara de sonido: a su doble zumbido, otro dos de respuesta. Roger avisa con dos zumbidos a Bergmann de que el sonido está listo.

Clark, el claquista, dice en voz alta:

—¡Ciento cuatro! ¡Toma uno! —y manipula la claqueta.

Bergmann, sombríamente arrellanado en su silla, silba entre sus dientes apretados:

—¡Cámara!

Le observo durante toda la toma. No hace falta mirar al bastidor: la escena entera está reflejada en su rostro. Jamás aparta los ojos de los actores, ni siquiera un instante. Se diría que con la simple fuerza de su poder hipnótico controla cada gesto, cada tono de voz. Sus labios se mueven, su rostro se serena y se contrae, su cuerpo se inclina hacia adelante o se echa contra el respaldo del asiento, sus manos se alzan y descienden al ritmo de la acción. Ya estimula a Toni, que está asomada a la ventana, ya advierte contra el excesivo apresuramiento, ya anima a su padre, ya pide más expresividad, ya se inquieta por si la pausa pasará inadvertida, ya le encanta el ritmo, ya se sume en nuevas inquietudes, ya se le vuelvan auténtica alarma, ya se tranquiliza de nuevo, ya se siente emocionado, ya contento, ya crece su contento, ya se le diluye en cautela, ya aparece alterado, ya divertido. La concentración de Bergmann es maravillosa por lo indesviable de su objetivo. Es el acto de creación.

Cuando termina, suspira, como si despertara de un sueño. Suave, amorosamente, suspira la orden:

—Corten.

Se vuelve al cámara:

—¿Qué tal fue?

—Bien, pero me gustaría repetir.

Roger hace sonar dos zumbidos.

—El sonido bien, señor —dice Teddy.

Joyce, la secretaria de dirección, comprueba la longitud de la cinta con el operador. Roger, en su cabina, asoma la cabeza:

—Teddy, ¿quieres aligerar un poco en torno a la señorita Hayden? Me preocupa esa maldita cámara.

El problema del ruido de la cámara es perpetuo. Para amortiguarlo se envuelve a la cámara en una manta, lo cual le da el aspecto de un perrito de aguas favorito vestido de invierno. Bergmann siempre reacciona ante esta necesidad: unas veces maldice, otras se sume en un silencio malhumorado. Esta mañana, sin embargo, tiene humor de hacer payasadas. Se acerca a la cámara y la abraza:

—¡Mi querida amiga, cuánto le hacemos trabajar! ¡Qué crueldad la nuestra! ¡El señor Chatsworth debiera darle a usted una pensión, debiera enviarla a pastar tranquilamente con los caballos de carreras jubilados!

Todo el mundo ríe. Bergmann es muy popular en el plató.

—Es un verdadero comediante —me dice el portero—. Esa película va a salir bien a poco que sea tan divertida como él.

El señor Watts y el cámara discurren ahora cómo evitar la sombra del micrófono. Bergmann la llama «el pecado original de las películas sonoras». En raras ocasiones el micrófono mismo se las arregla de alguna manera para introducirse en el celuloide sin que nadie se dé cuenta. Tiene algo de siniestro este asunto, como el cuervo de Poe: siempre presente, siempre escuchando.

Un largo zumbido llega de la sala de cámara de sonido. Roger se pone los auriculares e informa:

—La cámara de sonido está volviendo a cargar, señor.

Bergmann gruñe y se va a una esquina a dictar un poema a Dorothy. Entre toda esta barahúnda sigue encontrando tiempo para componer casi un poema diario. Fred Murray ordena a gritos varias lámparas en la batería de focos; la supletoria y otras. Joyce pasa a máquina el informe de dirección, que contiene el texto exacto de cada escena, o sea, lo que realmente dijeron los actores, con detalles de la longitud de la cinta, el tiempo que se tardó en filmarlas, las horas de trabajo y todo lo demás.

—Hale, venga —grita Eliot—. ¿Es que no estamos listos todavía?

Roger grita a la sala de cámara:

—A repetir tocan, Jack.

Teddy se da cuenta de que Eliot, sin apercibirse de ello, se ha situado delante de la ventana de Roger, tapando la visión del decorado. Sonríe malicioso y dice, evidentemente imitando el tono oficiosísimo de Eliot:

—¡Hagan el favor de despejar el acceso a la cabina!

Eliot se sonroja, se hace a un lado, murmura:

—Perdonad.

Roger me hace un guiño. Teddy, muy satisfecho de sí mismo, ajusta la posición del micrófono de jirafa por encima de nuestras cabezas; silba, advirtiendo al personal:

—¡Cuidado con las cabezas, guerreros!

Roger, en general, me deja a mí dar el timbrazo de silencio y hacer la señal de los dos zumbidos. Es una de las pocas oportunidades que tengo de ganarme mi sueldo, pero esta vez se me ha ido el santo al cielo. Estoy observando a Bergmann, que le cuenta algo divertido a Fred Murray, y preguntándome qué será. Roger, en vista de ello, tiene que hacer él mismo las señales.

—Vaya, siento este bajón en tu acostumbrada eficiencia, Chris —me dice.

Y añade, dirigiéndose a Teddy:

—Oye, estaba pensando licenciar a Chris, pero ahora lo voy a tener que pensar mejor.

Las expresiones marineras de Roger se remontan a la época en que trabajaba de operador de radio en un barco mercante. Todavía hay en él algo que recuerda al oficial de marina: sus rápidos movimientos, lo concienzudo de su trabajo, su rostro alerta y vivo, sonrosado y curtido por el aire libre. En su cabina hojea revistas de yates entre plano y plano.

—¡Silencio! ¡Todo el mundo a sus puestos! ¿Listos? ¡Adelante!

—Ya está.

—Ciento cuatro, toma dos.

—Cámara…

—Corten.

—Muy bien, señor.

—El sonido a punto, señor Bergmann.

—Muy bien, ésta la sacamos.

—¿Repetimos, señor?

—Sí, otra vez, rápido.

—¡Vale! ¡Venga! Ésta es la vencida.

Pero la tercera toma se echa a perder porque Anita confunde una de sus réplicas. En la mitad de la cuarta toma se atasca la cámara. La quinta toma sale como Dios manda, y es la que se imprime. Mi larga y fatigosa mañana termina. Es hora de ir a comer.

Había tres sitios donde comer. Imperial Bulldog tenía una cafetería, pero estaba tan abarrotada de obreros, secretarias y extras que casi nunca había sitio para sentarse. Al otro lado de la calle había un bar, donde, por cierto, se comía bastante bien. Allí iban los intelectuales: guionistas, montadores, músicos y el personal del departamento artístico. Yo siempre trataba de convencer a Bergmann de que fuéramos allí, porque comíamos juntos todos los días, pero él solía insistir en ir al tercer sitio, un gran hotel situado en South Kensington, frecuentado por los directores y los ejecutivos. Bergmann hacía esto por principio.

—Hay que dejarse ver —me decía—. A los animales les gusta ver al domador.

Sostenía la teoría, mitad en serio y mitad en broma, de que los jefes de Bulldog conspiraban constantemente contra él, y que si no se dejaba ver entre ellos de vez en cuando acabarían arreglándoselas para eliminarle por completo.

El hotel tenía un comedor impresionante, donde se servía comida mala y pseudoeuropea. Bergmann entraba en él con su aire más sombrío y mayestático, las cejas aterradoramente fruncidas, echando severas ojeadas a izquierda y a derecha. Cuando su mirada se cruzaba con la de alguno de sus colegas le saludaba con una rígida inclinación, pero raro era que le dirigiera la palabra. Teníamos una mesita reservada para nosotros; a menos que, como ocurría alguna que otra vez, se nos invitase a sentarnos con alguno de los grupos de directivos de Bulldog.

Lo que no me gustaba nada del hotel, aparte de la pesadez de comer allí, eran los precios. El ganar mucho dinero me había hecho extrañamente tacaño, y me molestaba gastar en comida. Por eso comencé a comer cada vez menos, alegando no tener hambre. Y así, limitándome a una sopa o un postre, me las arreglaba para no gastar más de dos chelines diarios en comida.

Ni Bergmann ni ninguno de los otros parecían extrañarse de esto. Muchos de ellos tenían mala digestión por causa de lo sedentario de su trabajo, y estaban a régimen. Pero había un camarero a quien, Dios sabe por qué razón, yo le había caído bien, y siempre cambiaba unas palabras conmigo al verme entrar. Un día estaba yo sentado con bastante gente y había pedido, como de costumbre, lo más barato del menú; el camarero se me acercó por detrás y me dijo, muy bajo:

—¿Por qué no pide langosta Newburg, señor? Todos los demás la han pedido y habrá suficiente para uno más. No le cobraré nada.

Después del bullicio de la mañana, las tardes comienzan en un ambiente de ociosidad y reposo. Nos hemos pasado a otro plató, donde se ha levantado otro decorado: la alcoba de Toni. La primera escena que hay que filmar es la que precede a la llegada de la carta de Rudolf. Toni está en la cama, dormida; en sus labios juguetea una sonrisa. Sueña con su amante y con la romántica cita del día anterior. Fuera reluce una brillante mañana primaveral. Toni se agita, despierta, se estira, se baja de la cama de un salto, cruza el cuarto corriendo, abre de golpe la ventana, respira con gran deleite el aroma de las flores y rompe a cantar la canción que es el tema musical de la película.

Ahora Anita está ensayándola y oímos su voz, detrás del bastidor, con Pfeffer al piano:

Despierta la primavera,

muere el invierno.

La helada ha huido,

se rompe el hielo.

La mañana es azul como tus ojos

y de los cielos

el canto de alondra

me llega

Anita se interrumpe bruscamente:

—¡Vaya, ya he perdido otra vez el ritmo! Perdona, querido. A ver, otra vez.

Despierta la primavera,

muere el invierno.

La helada ha huido,

se rompe el hielo

Entre tanto, los carpinteros, espléndidamente indiferentes al arte, martillean y cortan como locos en el alféizar de la alcoba. Pero George, romántico que es él, tararea la melodía y sonríe soñador mientras apunta con tiza en la tablilla. George es un muchacho irlandés, atezado, guapo y lleno de inocente vanidad. Coquetea con Dorothy, con Joyce y con todas las extras bonitas que aparecen por el plató. Sin duda su fantasía aspira incluso a Anita. A Joyce le cae bien, pero Dorothy no le hace caso.

—Los críos a esa edad no dan más que quebraderos de cabeza —me dice—. A mí los hombres me gustan corridos, no sé si me entiendes.

El año pasado

las flores eran bellas,

pero ¿en las flores de ayer

quién piensa?

George se acerca a Roger, a Teddy y a mí, sonriendo y tarareando. Cuando Anita ataca el estribillo, él también lo canta, de modo que es una especie de dúo a larga distancia:

Las flores se ajan, mas nadie

olvida nunca

a la violeta del Pra-ter.

Roger y Teddy aplauden irónicamente. George, con una reverencia, acepta el aplauso en lo que vale, y un poco más.

—La verdad —nos dice, confidencial, con una sonrisa ingenua—. A mí estas canciones antiguas me gustan. Me llegan adentro.

—¿Qué tal está hoy el gran amante? —le pregunta Teddy—. ¿Y quién era la buena pieza con quien te vi en la cafetería?

George sonríe afectadamente:

—Nada, una amiga.

—Pues podía ser tu nieta, ¡so viejo verde!

—Nuestros jardines de infancia ya no están seguros —dice Roger—. Voy a tener que limpiar el trabuco familiar… Ah, y a propósito, Teddy, ¿para cuándo la boda?

Teddy se sonroja y se pone de pronto muy serio. Todo el mundo bromea en el estudio sobre su compromiso con una chica del departamento artístico.

—Pues os diré —responde con gravedad—. Mary y yo estuvimos hablando de esto anoche. Llegamos a la conclusión de que va a ser mejor esperar un poco. Tengo que subir de categoría. De aquí a cinco años…

—¡Cinco años! —me siento verdaderamente consternado—. ¡Pero, Teddy, en cinco años puede pasar cualquier cosa! ¡Imagínate, por ejemplo, que hay guerra!

—Bueno, y qué —dice Teddy, impasible—. Uno tiene que ofrecer a su mujer un hogar como es debido.

Teddy es así. No me cabe duda de que esperará, si Mary le deja. Es un chico formal, de una pieza. Me lo imagino a los cuarenta, a los cincuenta, a los sesenta años, siempre igual. Ahorra su dinero, juega al fútbol los sábados por la tarde. Una vez a la semana va con Fred Murray a ver lucha libre en los baños públicos del barrio. Los dos son grandes aficionados y se pasan largos ratos discutiendo los méritos de sus luchadores favoritos: Norman el Carnicero y el Halcón Dorado.

Las flores se ajan, mas nadie

olvida nunca

a la violeta del Pra-ter.

Los carpinteros, trabaja que te trabajarás en la ventana. Bergmann sigue abajo, en la sala de proyección, mirando los «rushes»: pruebas de la escena filmada ayer. Probablemente tardaremos otra hora por lo menos en empezar. Me voy por mi cuenta a ver lo que pasa en los otros platos.

En el número uno están levantando el decorado de un gran restaurante. Es para la secuencia final de la película. Aquí, según la versión revisada por Chatsworth, Toni se venga de Rudolf fingiendo ser la amante del disoluto barón Goldshrank. El barón, viejo admirador suyo, no puede negarle nada y accede a ayudarla en su enredo, si bien algo a desgana. Toni hace una entrada sensacional del brazo del barón, apareciendo en lo alto de la escalinata resplandeciente de diamantes prestados. Rudolf, que está allí, se levanta de un salto y da al barón un golpe en plena boca. Se concierta allí mismo un duelo, a pesar de la timidez del barón y de los intentos de explicación de Toni. El barón, por ser el ofendido, está a punto de disparar el primer tiro, mientras Rudolf adopta una postura heroica, cuando el conde Rosanoff entra corriendo y se pone entre los duelistas, gritando:

—¡Máteme a mí, pero no ose hacer daño a Su Alteza Real!

Y es que el malvado tío ha sido derrocado, el rey lo sabe todo y envía su bendición, y Rudolf tiene vía libre para volver a Borodania con Toni de prometida suya.

Bueno, la música, por lo menos, es bastante bonita.

En el número tres Eddie Kennedy dirige Diez son luna de miel. Kennedy es hombre dinámico, rubicundo, de ojos protuberantes y voz ronca y resoplante, especialista en comedias al estilo norteamericano, llenas de atracos y de réplicas ingeniosas y relamidas. Después de pasar un año en Hollywood se le considera un experto. Y la verdad es que viste como tal. Ahí está, en mangas de camisa; tiene el sombrero puesto y de una de las comisuras de su bocaza le sale un puro a medio mascar. Llama a los actores «muchachito» y a las actrices «niña» o «guapita». Trabaja muy rápido, con tremenda decisión, gritando, maldiciendo, intimidando, poniendo a todo el mundo de buen humor. Yo me quedo un rato largo observando los esfuerzos del cómico, empeñado en salvar a una gruesa dama de un baño turco portátil. El ayudante de dirección me dice con orgullo que la película quedará terminada para el fin de la semana, o sea, cinco días antes de lo previsto.

Vuelvo a nuestro plató y me encuentro con que Bergmann ya ha vuelto y Anita está en la cama, bajo una batería de luces, esperando que la enfoque la cámara. Roger habla con Timmy, el encargado del maquillaje, y con Clark.

—¡Hola, Chris! —me saluda Roger—. Anita preguntaba por ti.

—¿Sí?

—Decía que quería que te metieses con ella en la cama y la calentases un poco. Se siente sola.

—¿Y por qué no os ofrecisteis alguno de vosotros?

—Pues no creas que yo diría que no —dice Clark.

Y lo dice en serio. Es un muchacho alto y delgaducho, con ojos de hurón y boca desagradablemente pequeña.

—Está casada, ¿no? —pregunta Roger.

—Lo estuvo —dice Timmy—, con Oliver Gilchrist. Se divorciaron.

—No me extraña. Es difícil vivir con ella. Conozco el tipo —Roger hace una imitación—: «Hale, querido, déjalo por hoy, que me duele mucho la cabeza y, además, me he hecho la permanente». Y a sus amigas: «Los hombres siempre quieren lo mismo. Son unas bestias».

Timmy abre de par en par los ojos y se pone a cantar, sotto voce:

Me gustaría averiguar

si eres difícil de encamar

Violeta del Pra-ter.

—Bueno, ¿qué? ¿Todo el mundo listo? —grita Eliot, mirándonos con censura—. ¡Hale, a empezar se ha dicho!

Vamos cada uno a nuestro sitio.

El primer plano lleva casi dos horas. Watts no hace más que reajustar las luces. La cámara se atasca. Anita comienza a ponerse de mal humor. Arthur Cromwell muestra signos de irritación. Tiene una cita. ¿Por qué no filmaron su escena primero? (Forma parte de la secuencia final, cuando el padre de Toni llega a casa tarde y encuentra que su hija todavía no ha vuelto.)

—Pienso que merezco cierta consideración —me dice, quejumbroso—. Después de todo, soy estrella desde hace quince años.

En medio de todo esto viene Ashmeade a visitarnos, con el señor Harris. Han oído hablar de un sitio en Essex donde se podrían filmar unos exteriores para las escenas del Prater. ¿Estaría dispuesto Bergmann a ir allá con Harris el próximo fin de semana a echar una ojeada?

Pero Bergmann se muestra firme. Con su más suave, más sutil sonrisa:

—Mi religión exige que pase los fines de semana sin Harris.

A Harris no puede ofenderle esto, de modo que él y Ashmeade hacen grandes esfuerzos por reír la gracia. Pero la verdad es que no les hace ninguna. A Bergmann Harris le cae muy gordo, y esto Harris lo sabe. (En privado, Bergmann le llama «El Estrangulador del Arte».[10]) Harris y Ashmeade se baten en retirada, contrariados.

A las cinco se corre la voz de que vamos a tener que quedarnos hasta tarde. Los que están sindicados cobrarán horas extraordinarias, pero, así y todo, gruñen, como los demás. Clark, sobre todo, se queja: es la tercera vez que tiene que dejar plantada a su chica.

—El equipo de Eddie Kennedy —gruñe—, no ha tenido que quedarse a deshora ni una sola vez desde que empezaron su película. Lo que nos hace falta a nosotros es más organización.

Teddy, que es muy leal a Bergmann, piensa que Clark exagera:

—Las astracanadas son otra cosa —dice—, una película superior como la nuestra no puede hacerse a toda prisa. Hay que poner arte.

Voy al teléfono y llamo a casa.

—Soy yo.

—Ah, Christopher… ¿Tampoco vienes hoy a cenar?

—Mucho me lo temo.

—¡Qué pena! ¡Y teníamos albóndigas de pescado!

Después del primer plano hay un plano de retroceso y se tardará en prepararlo. La grúa sobre la que se irá alejando la cámara ante el avance de Toni hacia la ventana de la alcoba tiende a rechinar bastante y el micrófono lo recoge, de modo que hay que darle aceite y cerciorarse de que no hará ruido. Roger y yo nos vamos a la salida de incendios a echar un cigarrillo. Ya ha oscurecido bastante, pero no hace frío. El signo luminoso de Bulldog arroja una luz roja contra esta esquina del edificio.

Roger está deprimido.

—La verdad, no sé por qué sigo en este trabajo —me dice—. De sueldo está bien, no me quejo, pero es que no conduce a nada. El mes que viene tendré treinta y cuatro años, ¿y sabes cómo me paso las tardes? Pues en casa, diseñando un barco. Ya lo tengo todo a punto, excepto los apliques de los camarotes. Y no creas que costaría mucho hacerlo. He ahorrado unas perras.

—¿Y qué harías con él?

—Pues irme mar adentro.

—¿Y por qué no lo haces?

—No sé… Todos los sitios son iguales. No creas, he viajado lo mío.

—¿No se te ha ocurrido casarte?

—También lo he intentado. Cuando aún era un crío… Se me murió.

—Lo siento.

—Tampoco era nada del otro jueves. Buena chica, eso desde luego. A veces me pregunto de qué sirve todo esto. ¿No sería mejor terminar de una vez? ¿Así, sin dolor?

—Todos lo pensamos a veces. Pero no lo hacemos.

—¿No irás a decirme que crees en la otra vida?

—A lo mejor. No, me figuro que no. No creo que eso importe mucho.

Hemos llegado al fondo de la cuestión. Roger, de pronto, se anima.

—¿Sabes qué ha sido lo mejor de mi vida, Chris? Pues buenos polvos inesperados.

Y me cuenta la historia de una mujer casada a quien conoció una vez en un hotel de Burton-on-Trent.

A las siete y media llega un chico de la cafetería con té y sandwiches. Esta forma de comer juntos parece levantar los ánimos al equipo entero. Anita ha terminado su escena, y otro primer plano, y se ha ido a casa. Cuando le conviene sabe ser de lo más acomodaticia. La escena de Arthur Cromwell llevará poco tiempo. Para las nueve habremos terminado.

Lawrence Dwight viene de la sala de montaje para vigilarnos.

Está de morros, como de costumbre, pero me doy cuenta de que se siente satisfecho de sí mismo. Ha tenido buen día.

—Buenas tardes, Herr Maestre de Corte y Confección[11], ¿qué tal los patrones?

—Los patrones están quedando mucho mejor de lo que os merecéis —dice Lawrence—, teniendo en cuenta la basura que nos mandáis. Voy a haceros una película la mar de mona, y luego iréis diciendo que la hicisteis vosotros.

—Vaya, qué amable.

Bergmann se pasea por el plató, como suele hacer justo antes de una toma. Se nos acerca a grandes pasos y se está quieto un momento, mirándonos a la cara con ojos sombríos, agitados, invidentes. Luego da media vuelta bruscamente y se aleja, en una especie de trance.

—¡Bueno, venga! —grita Eliot—. ¡En marcha! No vamos a pasarnos aquí la noche.

—Está malgastando su talento —dice Lawrence—. ¡Qué magnífica niñera!

—¡Silencio absoluto, por favor!

A las nueve menos diez hemos terminado. Hemos filmado dos mil pies de película. Toda esta jornada de trabajo equivale a cuatro minutos y medio de la película final.

—¿Qué haces esta tarde? —pregunta Lawrence.

—Nada de particular. ¿Por qué?

—Vamos al cine, ¿te parece?

—Pobre doctor Bergmann —comentó mi madre cuando bajé a desayunar una mañana de mediados de febrero—. Mucho me temo que se va a inquietar por su familia.

—¿Qué quieres decir?

—Están todavía en Viena, ¿no? Es que ahora las cosas andan muy revueltas por allí.

Cogí el periódico. La palabra «Austria» me saltó a los ojos en los titulares. Me sentí demasiado agitado para leerlo bien. Mis ojos captaban trozos de frases, nombres: «En Linz, después de duras luchas… Fey… Starhemberg… Gobierno Militar… Cientos de detenciones… Huelga general no consigue… Los obreros vieneses situados… Acosad a las hienas socialistas, declara Dollfuss…».

Dejé el periódico, salí al recibidor, marqué el número de Bergmann. Su voz me respondió casi a la primera llamada:

—Sí, dígame…

—Soy yo, Christopher…

—Ah, hola, Christopher —su voz parecía fatigada y decepcionada, era evidente que esperaba una llamada distinta.

—Friedrich, es que acabo de leer las noticias…

—Sí —su voz no revelaba expresión alguna.

—¿Puedo hacer algo?

—Ninguno de nosotros puede hacer nada, hijo mío.

—¿Quieres que vaya a verte?

Bergmann suspiró:

—Muy bien. Sí. Si quieres.

Colgué y llamé un taxi por teléfono. Mientras esperaba a que llegase desayuné casi atragantándome. Mi madre y Richard me observaban en silencio. Bergmann se había convertido en parte de sus vidas, aunque le habían visto una vez, y sólo unos minutos, un día en que vino a casa a buscarme. Aquélla era una crisis familiar.

Cuando llegué Bergmann estaba en el cuarto de estar, sentado frente al teléfono, y su aspecto me dejó impresionado. Parecía, de pronto, viejo y cansado.

—Servus —dijo, sin levantar los ojos, y me di cuenta de que había estado llorando.

Me senté a su lado y le pasé el brazo por la cintura.

—Friedrich…, no debes inquietarte. No les pasará nada.

—He estado tratando de hablar con ellas —me dijo Bergmann, con aire de fatiga—, pero es imposible. No hay comunicación. Acabo de enviarles un telegrama. Se retrasará muchas horas. Días, quizá.

—Estoy seguro de que no les pasará nada. Después de todo, Viena es una gran ciudad. Los disturbios son problemas locales, eso dice el periódico. Probablemente no durarán mucho tiempo.

Bergmann movió la cabeza.

—Esto no es más que el comienzo. Ahora puede ocurrir cualquier cosa. Hitler tiene la oportunidad que buscaba. En cosa de horas puede ser la guerra.

—No se atrevería. Mussolini le pararía los pies. ¿No leíste lo que dice el corresponsal del Times en Roma sobre…?

Pero no me escuchaba. Le temblaba todo el cuerpo. Comenzó a gemir, impotente, cubriéndose el rostro con las manos. Finalmente exhaló con voz entrecortada:

—No sabes lo asustado que estoy…

—Friedrich, por favor, haz el favor de no…

Al cabo de un momento se repuso algo. Levantó la vista. Se puso de pie y comenzó a dar paseos por la habitación. Se produjo un largo silencio.

—Si para esta noche no he sabido de ellas —me dijo, de pronto—, tendré que ir a Viena.

—Pero, Friedrich…

—¿Qué otra cosa puedo hacer? No tengo otra alternativa.

—No vas a poder hacer nada por ellas.

Bergmann suspiró:

—Es que no entiendes. ¿Cómo voy a dejarlas solas en un momento como éste? Ya han sufrido mucho… Eres muy bueno, Christopher. Eres el único amigo que tengo en este país. Pero es que no comprendes. Siempre te has sentido seguro y protegido, tu hogar nunca se ha visto amenazado, no puedes comprender lo que es ser un exiliado, un extraño permanente… Me siento profundamente avergonzado de estar aquí, tan seguro…

—Pero ellas no querrían que estuvieses allí. ¿No te das cuenta de lo contentas que tienen que estar pensando que tú estás seguro? Tu presencia podría incluso comprometerlas. Después de todo, muchísima gente tiene que conocer tus opiniones políticas. Podrían detenerte.

Bergmann se encogió de hombros:

—Nada de eso tiene importancia. Está visto que no lo entiendes.

—Además —proseguí, neciamente—, no les gustaría que dejases empantanada la película.

Toda la angustia contenida de Bergmann se concretó en una explosión:

—¡La película! ¡Me c… en la película!, ¡me c… en esa basura sin corazón! ¡En esa miserable charada embustera! Es evidente que hacer una película así en un momento como éste es una profanación. Un crimen. Sólo sirve para ayudar a Dollfuss, y a Starhemberg, y a Fey, y a todos sus gángsteres. Sirve para camuflar la sucia llaga sifilítica con hojas de rosa, con los pétalos de esa hipócrita violeta reaccionaria. Miente y declara que el bello Danubio es azul, cuando su agua está roja de sangre… Esto es un castigo por cooperar en esa mentira. Todos seremos castigados…

Sonó el teléfono. Bergmann lo cogió inmediatamente.

—Sí, sí, dígame, sí… —su rostro se ensombreció—. Es del estudio —me dijo—, habla tú con ellos.

—Ah, hola, señor Isherwood —dijo la voz de la secretaria de Chatsworth, muy llena de vida y optimismo—, ¡pero cuánto ha madrugado esta mañana! ¡Estupendo, estupendo! Porque el señor Harris está un poco preocupado, dice que no está seguro de algunos detalles del próximo decorado. ¿Podrían venir ustedes un poco antes esta mañana, para verlo antes de que comiencen a trabajar?

Tapé con la mano la bocina del aparato.

—¿Quieres que les diga que no te encuentras bien? —le pregunté a Bergmann.

—Un momento…, espera…, bueno, no, no les digas eso —suspiró muy hondo—, tenemos que ir.

El día fue terrible, y para Bergmann transcurrió en una especie de estupor. Yo le observaba lleno de inquietud, temiendo alguna explosión. Durante las tomas estuvo sentado como un muñeco, sin que, al parecer, le importasen nada. Si alguien le hablaba, respondía concisamente y sin interés. No hizo la menor crítica, la menor objeción a nada. Si Roger o el cámara no decían «No», la escena se daba por buena, y se pasaba, pesada, romamente, a la siguiente.

Todo el mundo reaccionó ante esto: Anita, poniendo dificultades; Cromwell, canturreando; Eliot, desplegando una actividad quisquillosa y estúpida; los electricistas, tumbándose a la bartola. El señor Watts malgastó horas en detalles de iluminación. Solamente Roger y Teddy mostraron su eficiencia de costumbre, silenciosa y atenta. Traté de explicarles lo que le pasaba a Bergmann, y el único comentario de Teddy fue:

—Vaya, mala suerte —pero lo dijo con sentimiento.

Por la tarde, cuando estábamos terminando de trabajar, llegó telegrama de Viena:

«No seas tonto, querido Friedrich. De sobra sabes lo que exageran los periódicos. Inge está todavía de vacaciones en las montañas con amigos y yo acabo de hacer una tarta. Madre dice que está deliciosa y te envía muchos besos. También yo».

Bergmann me lo mostró, sonriente y con lágrimas en los ojos:

—Es estupenda —dijo—, sin la menor duda: estupenda.

Pero ahora su inquietud personal se transformó en preocupación política y en ira, que fueron creciendo de día en día. La lucha se prolongó durante todo el martes y el miércoles. Los obreros, sin órdenes concretas, sin jefes, incomunicados y aislados en pequeños grupos, siguieron peleando. ¿Qué otra cosa podían hacer? Sus hogares, aquellos grandes y modernos bloques de pisos, admirados por toda Europa y calificados de primer ejemplo de la arquitectura de un mundo nuevo y mejor, eran ahora denostados por la prensa como «fortalezas rojas», y la artillería del gobierno los estaba machacando. Los dirigentes socialistas, temiendo esta situación de emergencia, habían preparado reservas secretas de armas y municiones, pero todos ellos estaban ahora detenidos o escondidos y nadie sabía dónde habían enterrado las armas. Los hombres, desesperados, cavaban en patios y en sótanos, pero sin encontrar nada. Dollfuss tomaba el té con el nuncio de Su Santidad. Starhemberg, viendo cuarenta y dos cadáveres expuestos en la conquistada Goethe Hof[12], había comentado: «¡Qué pocos!». Y Berlín, en tanto, observaba el desarrollo de los acontecimientos con complacida satisfacción: otro de sus enemigos se destruía y Hitler con las manos limpias.

Bergmann escuchaba ávidamente todos los programas de noticias de la radio y compraba todas las ediciones especiales de los periódicos. Durante los dos primeros días, mientras los obreros seguían resistiendo, comprendí que aún esperaba contra toda esperanza. Quizá la lucha callejera se convirtiera en una revolución. Quizá el socialismo internacional[13] forzara a las potencias a intervenir. Había, justo, una esperanza contra un millón. Y luego, de pronto, las esperanzas bajaron a cero.

Bergmann reventaba de desesperación. Quería escribir cartas a la prensa conservadora, protestando contra su tono de estudiada neutralidad. Las cartas las escribió, pero hube de persuadirle de que no las enviara. No tenía argumentos. Los periódicos se portaban con perfecta imparcialidad, cada uno según sus normas. No cabía esperar otra cosa.

Para el comienzo de la semana siguiente todo había terminado, excepto la venganza del gobierno contra los presos. Los bloques de pisos de los obreros tuvieron que enarbolar bandera blanca. A la Engels Hof le cambiaron este nombre por el de Dollfuss Hof. Todos los habitantes de sexo masculino de la Schlinger Hof mayores de dieciocho años estaban en la cárcel, incluso enfermos y tullidos. El terrorismo adquirió un tono económico, al promulgarse una ley que suprimía el seguro del paro para los que habían sido detenidos. Entre tanto, la señora Dollfuss iba a visitar familias obreras, distribuyendo pasteles y tartas, y Dollfuss se sentía sinceramente triste: «Espero que la sangre derramada en nuestra tierra haga que la gente recupere el buen sentido».

Los demás centros de resistencia: Graz, Steuer y Linz, fueron aplastados, Bauer, Deutsch, y muchos otros, huyeron a Checoslovaquia. A Wallisch, cogido cerca de la frontera, le ahorcaron en Loeben, en un patio muy iluminado, mientras los demás presos contemplaban la ejecución. «¡Viva la libertad!», gritó. El verdugo y sus ayudantes le sacaron del patíbulo, tirando de sus piernas hasta que se estranguló.

Bergmann miraba el plató sentado en su silla, sombrío y silencioso como un espectro acusador. Un día Eliot se atrevió a preguntarle qué le había parecido una de las tomas.

—Me encantó —dijo Bergmann brutalmente—, me encantó. Es incalificable, horrible, el máximo posible de basura, nunca en toda mi vida he visto nada tan estúpido.

—¿La repetimos entonces, señor?

—Sí, por supuesto. Repitámosla. A lo mejor hasta conseguimos que nos salga peor todavía. Lo dudo. Pero con probar nada se pierde.

Eliot sonrió, nervioso, tratando de tomar a broma estas palabras.

—¿Qué? —Bergmann se volvió súbitamente contra él—. ¿Lo encuentra usted gracioso? ¿No me cree? Muy bien, pues vamos a ver cómo dirige usted la escena.

Eliot le miró, asustado:

—No podría dirigirla yo, señor.

—¿Eso quiere decir que se niega? ¿Que se niega así, sin más? ¿Es eso lo que quiere usted decir?

—No, señor, claro que no, pero…

—Pues entonces, ¿qué? ¿Prefiere que le diga a Dorothy que dirija ella la escena?

—No… —el pobre Eliot estaba al borde mismo de las lágrimas.

—¡Pues entonces obedezca! —reventó Bergmann—. ¡Haga lo que le mando!

Durante la semana entera pareció poseído por un demonio. Trató de reñir con todo el mundo, hasta con el leal Teddy, y con Roger. Pasamos a otro plató más pequeño: una habitación del palacio de Borodania. Harris estaba allí cuando Bergmann fue a verla. Me di cuenta de que íbamos a tener lío.

Bergmann sacaba faltas a todo.

—¿En qué establo —le preguntó a Harris— encontró usted estas cortinas?

Luego se dio cuenta de que las puertas no se abrían.

—Dispense, señor —le explicó el carpintero—, no se nos dijo que tenían que ser practicables.

Bergmann resopló, frenético. Fue a la puerta y le dio una violenta patada. Nosotros le mirábamos, preguntándonos qué iría a hacer ahora. De pronto dio media vuelta y se nos quedó mirando:

—Vaya, ahí están ustedes —gritó—, sonriéndome como un atajo de monos cabezones y malvados.

Salió a grandes zancadas. Nosotros evitamos mirarnos. Era ridículo, naturalmente. Pero la ira de Bergmann era tan auténtica y, en cierto modo, tan conmovedora, que nadie se atrevió a reír.

Un instante después asomó la cabeza por la ventana del decorado, como un títere enfurecido:

—¡No! —gritó—. ¡No quise decir monos! ¡Burros! ¡Quise decir burros![14]

Lo más considerado, quizá, hubiera sido contestarle en el mismo tono: darle así la deliciosa oportunidad del contraataque. Unos le tenían pena; otros se sentían malhumorados y ofendidos; algunos, molestos; unos pocos, asustados. Yo mismo le cogí miedo. Los demás daban por supuesto que yo sabría manejarle, pero en esto se equivocaban por completo.

—Anda, háblale tú, Chris —me decía Teddy.

Y, en una ocasión, añadió, con sorprendente perspicacia:

—Háblale en alemán, así se sentirá más como en casa.

Pero ¿qué decirle? Tratar de excusarle sus propios exabruptos sólo habría servido para poner las cosas peor. Bien sabía yo que, cinco minutos después, él mismo se avergonzaba de ellos. Sólo me era posible evitar su ira estando siempre a su lado. Aunque apenas se fijaba en mi presencia, la necesitaba, de la misma manera que el hombre solitario necesita a su perro. Únicamente podía ayudarle manteniéndome en contacto con él.

Pasaba con él prácticamente todas las veladas, hasta que se sentía lo bastante fatigado como para irse a la cama y quedarse quieto. Yo me habría ofrecido a quedarme a dormir en el sofá de su cuarto de estar, pero sabía que eso le ofendería. No podía tratarle como si fuera un enfermo.

Una noche, cenando los dos en un restaurante, se acercó a nuestra mesa un sujeto llamado Patterson. Era periodista y llevaba una sección de chismorreo en uno de los diarios; se pasaba la mayor parte del tiempo buscando noticias por los estudios. Había estado una o dos veces en nuestro plató hablando con Anita. Era un sujeto estúpido, dinámico y optimista, cuya curiosidad no conocía frenos: estaba hecho a la medida para su tipo de trabajo.

—Bueno, señor Bergmann —comenzó, jovial y cordial, con ese instinto fatal de los que carecen por completo de tacto—. ¿Qué piensa usted de Austria?

Se me encogió el corazón. Débilmente, traté de interrumpirle y cambiar de tema, pero ya era demasiado tarde. Bergmann se puso rígido, sus ojos centellearon. Proyectó la cabeza hacia adelante, acusadora:

—¿Y qué piensa usted de Austria, señor Patterson?

El periodista quedó bastante desconcertado: como suele pasarles casi siempre que son ellos los preguntados.

—Bueno, pues, la verdad, yo… Es terrible, naturalmente. Bergmann se concentró, le miró, saltó como una serpiente:

—¡Pues le voy a decir lo que piensa usted! Usted no piensa nada. Nada en absoluto.

Patterson parpadeó, pero era demasiado estúpido para darse cuenta de que lo mejor habría sido cambiar de tema.

—Bueno, claro —dijo—, yo no creo saber mucho de política, pero…

—Es que esto no tiene nada que ver con la política. Esto con lo que tiene que ver es con simples seres humanos. No con actrices y putillas indiscretas. Ni con celuloide. Ni con autobombo. Tiene que ver con carne y con sangre. Y en eso usted no piensa. A usted le tiene sin cuidado.

Ni siquiera ahora se dejó descomponer Patterson.

—Bueno, señor Bergmann, después de todo —dijo, batiéndose en retirada, con su sonrisa tonta, provocadora e insensible—, recuerde usted que eso no es asunto nuestro. Quiero decir que no puede, realmente, esperar que al público inglés le importe…

Bergmann dio tal puñetazo en la mesa que los cubiertos resonaron. La cara se le puso color escarlata. Gritó:

—¡Pues sí que espero que le importe a todo el mundo! ¡A todo el mundo que no sea un cobarde, una bestia, una basura! ¡Y espero que le importe a toda esta condenada isla! Y le diré una cosa: si no os importa, acabará teniendo que importaros. A todos vosotros. Os bombardearán y os masacrarán y os conquistarán. ¿Y sabéis lo que haré yo entonces? Pues me sentaré a fumar un puro y a reírme. Y diré: Sí, la verdad, es terrible, y me tiene sin cuidado. Completamente sin cuidado.

Patterson comenzó a parecer algo asustado.

—No me entienda mal, señor Bergmann —dijo apresuradamente—, estoy completamente de acuerdo con usted, estoy completamente de su lado, sí, desde luego… No pensamos lo bastante en el prójimo, eso es indudable. Bueno, pues nada, que tengo que irme. Me alegro mucho de verle. Un día de estos tenemos que charlar. Buenas noches.

Nos quedamos solos. Bergmann seguía furioso. Respiraba sonoramente, me observaba de reojo. Me di cuenta de que esperaba de mí que dijese algo.

Pero no me fue posible. Aquella noche, como nunca hasta entonces, me sentía emocionalmente agotado. La intensa perpetua exigencia de Bergmann parecía haberme dejado sin la menor capacidad de reacción, y ya no sabía lo que sentía: solamente lo que se esperaba de mí que sintiese. Mi única emoción, como me ocurría siempre en momentos como aquél, era un débil resentimiento contra los dos bandos: contra Bergmann, contra Patterson, contra mí mismo.

—¿Por qué no me dejarán en paz? —exclamé, dolido.

Pero el «yo» que decía esto era Patterson y era Bergmann, juntos, el inglés y el austríaco, el isleño y el continental. Era un yo dividido, y su división no me gustaba nada.

Quizá fuera que había viajado demasiado, dejándome el corazón en muchos sitios. Sabía lo que esperaban que yo sintiese, lo que estaba de moda que sintiese mi generación. Nos preocupaba todo: el fascismo en Alemania y en Italia, la conquista de Manchuria, el nacionalismo hindú, el problema irlandés, los obreros, los negros, los judíos. Habíamos extendido nuestros sentimientos por el mundo entero, y yo sabía muy bien que en la extensión de los míos había muy poca profundidad. Me preocupaban —sí, claro que me preocupaban— los socialistas austríacos. ¿Pero me preocupaban verdaderamente tanto como yo decía que me preocupaban, tanto como yo mismo trataba de imaginar que me preocupaban? Y la verdad es que no, ni con mucho. Me sentí irritado con Patterson. Este, por lo menos, era sincero: ¿de qué sirve preocuparse por una causa si no está uno dispuesto a dedicarle su vida, a morir por ella? Bueno, no, quizá sirviera de algo, pero, desde luego, de muy poco, de poquísimo.

Bergmann tuvo que darse cuenta de lo que pasaba por mi mente. Al cabo de un largo silencio me dijo, muy amable y suavemente:

—Tienes que estar cansado, hijo mío. Anda, vete, a la cama.

Nos separamos en la entrada del restaurante. Le vi alejarse calle abajo, la cabeza baja, pensativo, hasta perderse entre la muchedumbre.

Le había fallado, lo sabía. Pero no podía hacer más. Era superior a mis fuerzas.

Me figuro que aquella noche Bergmann exploraría las profundidades más íntimas de su soledad.

A la mañana siguiente vino Ashmeade al plató. Yo me pregunté a qué vendría. Saludó a Bergmann con un movimiento de cabeza, pero sin pararse a hablar con él. Durante algún tiempo estuvo observando el panorama con una leve, secreta sonrisa en los labios.

Poco después Bergmann fue a un rincón a hablar con Dorothy. Esto era sin duda lo que esperaba Ashmeade, porque se dirigió a mí:

—Ah, Isherwood, ¿puedes dedicarme un minuto de tu precioso tiempo?

Nos apartamos hacia el otro extremo del escenario.

—Te diré —me dijo Ashmeade, con su voz suave, lisonjera—. Chatsworth te está muy agradecido. Bueno, todos te lo estamos.

—No me digas.

Me mostré cauto; aquel primer tanteo me producía un cierto recelo.

—Nos damos perfecta cuenta —Ashmeade, sin dejar de sonreír, escogía cuidadosamente cada palabra—, de que te encuentras en una situación algo difícil. Pienso que has demostrado mucho tacto y mucha paciencia. Lo tenemos en cuenta.

—No sé, me parece que no te entiendo —le dije, aunque ahora comprendía perfectamente por dónde iba, y él se dio cuenta; era un pequeño juego que a los dos nos divertía.

—Bueno, pues te seré franco. Esto, por supuesto, entre nosotros… Chatsworth está empezando a preocuparse. En una palabra, que no comprende la actitud de Bergmann.

—¡Qué horror!

Dije esto con un tono de voz absolutamente ofensivo, y Ashmeade, al oírme, me miró con cara inexpresiva.

—Todo el mundo se queja de él —prosiguió, su voz se hacía confidencial—. Anita estuvo hablando ayer con nosotros. Quiere dejar la película. Naturalmente, no se lo permitimos. Pero no me extraña, porque, al fin y al cabo, es una gran estrella. Y no sólo Anita. Harris piensa igual. Y también Watts. Están dispuestos a aguantar las reacciones temperamentales del director, pero todo tiene un límite.

No dije nada. Me fastidiaba tener que dar la razón a Ashmeade.

—Tú y él seguís siendo grandes amigos, ¿no? —esto lo dijo como una acusación juguetona.

—Más que nunca —respondí, retador.

—Pues entonces ¿no podrías darnos una idea de qué es lo que le pasa? ¿Es que no está a gusto aquí? ¿Qué es lo que tiene contra nosotros?

—No, nada, qué va a tener. Pero es difícil de explicar. Ya sabes que ha estado preocupado por causa de su familia…

—Ah, sí, lo de Austria. Pero todo eso acabó ya, ¿no?

—Al contrario, seguramente no ha hecho más que empezar.

—Bueno, pero la lucha, lo que se dice la lucha, ha parado ya. Y su familia se encuentra bien. ¿Qué más quiere?

—Mira, Ashmeade —le dije—, lo mejor será no hablar de esto, porque te sería imposible comprenderlo. Tú lo que quieres es que se termine de una vez la película, y me hago cargo; bueno, pues ten un poco de paciencia, ya se repondrá.

—Espero que tengas razón —Ashmeade me brindó una sonrisa torcida y juguetona—, porque está costándole mucho dinero al estudio.

—Se repondrá —repetí, lleno de confianza—, ya lo verás, y todo saldrá a pedir de boca.

Pero no estaba seguro. Ni siquiera me sentía esperanzado.

Y esto Ashmeade lo sabía.

No sé, la verdad, cómo empezó el asunto. Dos días después oí a Joyce decir algo a Clark sobre Eddie Kennedy. A mí esto me habría pasado inadvertido de no ser porque al verme dejaron de hablar y me miraron con aire culpable y, al tiempo, ligeramente divertido.

Aquella mañana oí varias veces mencionar a Kennedy. Fred Murray le mencionó. Y también Roger, en una conversación con Timmy. El príncipe Rudolf murmuró su nombre al conde Rosanoff mientras los dos esperaban para una escena. Miraban a Bergmann y sus rostros revelaban una discreta satisfacción.

Luego, mientras esperábamos juntos en la cabina de sonido, Roger me dijo:

—Me imagino que habrás oído que Eddie Kennedy estuvo viendo nuestras pruebas esta mañana.

Al principio no entendí lo que quería decir.

—Pues sí que tiene gracia —le dije—, también yo estaba en la cabina de proyección y no le vi. Roger sonrió:

—Claro que no. Es que las vio más tarde. Después de que se fuera Bergmann.

—¿Y para qué?

Roger me miró como si sospechase que yo me estaba haciendo el tonto:

—Pues mira, Chris, no hay más que una explicación. A ver si das con ella.

—¿Quieres decir… que van a poner a Kennedy en esta película?

—No sé qué otra cosa podría ser.

—Diablos…

—¿Crees que Bergmann lo sabe? —preguntó Roger.

Moví negativamente la cabeza:

—Me lo habría dicho.

—Por Dios bendito, Chris, no vayas a decirle que te lo conté yo.

—¿Piensas que tengo ganas de hablar de ello?

—Lo siento por Bergmann —dijo Roger, pensativo—. Ha tenido mala suerte aquí. A mí, la verdad, me da igual que grite de vez en cuando. Es buena persona… Yo habría preferido que no ocurriera esto. Además, Eddie es completamente incapaz de dirigir una película como ésta.

Mi primera y cobarde reacción fue: a Bergmann esto tiene que decírselo otra persona, y cuando yo no esté delante. A la hora de comer traté de escabullirme, pero él ya me buscaba.

—Ven —me dijo—, vamos a comer al hotel.

Eso era precisamente lo que yo más temía.

Y, como era de esperar, allí estaba Kennedy, sentado con Ashmeade, ambos en intensa conversación. Kennedy parecía estar bosquejando un plan. Había puesto cuchillo, tenedor y cuchara de modo que formasen un cuadrado, y explicaba algo con el pimentero. No parecieron fijarse en nosotros, pero, cuando pasamos junto a ellos, Ashmeade echó una ojeada a Kennedy y rio con una risa confianzuda y halagüeña. Varios de los otros directores de Bulldog nos miraron con curiosidad. Yo sentía sus ojos contra mi espalda.

Durante la comida Bergmann estuvo pensativo e irritable. Apenas hablamos. Yo tenía que hacer un esfuerzo para comer. Me sentía como si estuviera a punto de vomitar. ¿Debía contárselo? No, no podía. Decidí esperar a ver lo que pasaba.

Casi habíamos terminado cuando entró Patterson, el periodista.

Saludó a todo el mundo, parándose ante cada mesa para cambiar una broma y unas palabras, pero yo me di cuenta instintivamente de que a lo que venía era a vernos a nosotros. Me pareció que su rostro resplandecía con esa malicia del tonto que cree que va a dar en el clavo.

—Vaya, vaya, señor Bergmann —comenzó, sentándose a nuestra mesa sin esperar a que le invitásemos—. ¡Qué cosas se oyen! ¿Será verdad?

—¿Qué es lo que será verdad? —Bergmann le miró con aversión.

—Sobre su película. ¿Es verdad que la deja?

—¿Dejarla?

—Sí, que se retira, que renuncia a ella.

Por un momento pensé que Bergmann seguía sin entenderle, pero de pronto disparó:

—¿Quién se lo ha contado?

—Bueno, ya sabe… —Patterson asumió una expresión maliciosamente esquiva—. Esas cosas se corren —observó con curiosidad el rostro de Bergmann. Luego se volvió hacia mí, con un alarde de inquietud que resultaba muy poco convincente—: A propósito, espero no haber metido la pata.

—Yo nunca hago mucho caso de chismes de estudio —dije, incauto de mí, dominado por angustiosa turbación.

Bergmann se volvió a mí, lleno de violencia:

—¿También tú lo habías oído?

—Evidentemente tiene que ser un error —Patterson, ahora, se mostraba abiertamente malicioso—, si usted, señor Bergmann, no lo había oído… Pero es curioso, así y todo, porque a mí me lo dijo alguien bastante importante, y la verdad era que parecía auténtico. Se hablaba de Eddie Kennedy…

—Bueno, si no es más que eso… (yo estaba tratando desesperadamente de dar a Bergmann la oportunidad de fingir que ya estaba enterado). Resulta fácil de explicar. Kennedy estuvo viendo nuestras pruebas esta mañana… Ya sabe usted lo fácil que es tergiversar esas cosas…

Pero Bergmann había renunciado a toda apariencia de diplomacia:

—¿Que Kennedy vio las pruebas? ¿Y nadie me dijo nada? ¡Nada! ¡Nadie me lo dijo! —se volvió de nuevo a mí—: ¿Y tú lo sabías? ¿Estabas en esta conjura contra mí?

—Yo… La verdad…, no me pareció importante…

—¿Que no es importante? ¡No, claro que no! ¡Se me traiciona, se me engaña, se me miente, y ahora resulta que no tiene importancia! ¡Mi único amigo se pasa al enemigo, y la cosa no tiene importancia! —se volvió súbitamente a Patterson—: ¿Quién se lo contó a usted?

—Bueno, hágase cargo, señor Bergmann…, no se lo puedo decir.

—¡Naturalmente que no me lo puede decir! ¡Esa gente es la que le tiene a usted a sueldo! Muy bien. ¡Pues se lo voy a decir yo! ¡Fue Ashmeade quien se lo dijo!

Patterson trató de asumir una expresión hermética, pero sin conseguirlo.

—¡Fue Ashmeade! —gritó Bergmann, triunfante—. ¡Lo sabía! —hablaba tan alto que la gente de la mesa contigua se puso a mirarnos—. ¡Iré a verme las caras con él inmediatamente sobre esta mentira descarada!

Se puso en pie de un salto.

—¡Friedrich! —le cogí de la mano—. Espera. Ahora no.

Mi voz tenía sin duda el tono de mando de la desesperación, porque Bergmann vaciló.

—Le hablaremos en el estudio —proseguí—. Será mejor. Vamos a pensarlo.

Bergmann asintió; volvió a sentarse.

—Muy bien. Le ajustaremos las cuentas más tarde —convino, respirando fuerte—. Primero tenemos que ver a su amo. Pero inmediatamente. En cuanto comamos.

—De acuerdo —lo que yo quería era apaciguarle—, después de comer.

—Mucho me temo que he traído malas noticias —dijo Patterson con una sonrisita afectada; en aquel momento le odié con todas mis fuerzas.

—Una cosa —le dije—. ¿Va a publicar algo de esto?

—Hombre… —Patterson, inmediatamente, se mostró evasivo—. Primero tendré que confirmarlo, naturalmente. Si el señor Bergmann quisiera hacer una declaración…

—No, no quiere —le interrumpí con firmeza.

—Sí, haré una declaración —dijo Bergmann—, es indudable que haré una declaración. Esto no es ningún secreto. Que se entere el mundo entero de esta traición. Voy a escribir a todos los periódicos. Contaré cómo se traiciona a un director extranjero, un huésped de este país. Considero esto una verdadera puñalada por la espalda. Es discriminación. Es persecución. Iré a los tribunales pidiendo daños y perjuicios.

—No tengo la menor duda —le dije a Patterson— de que todo esto acabará explicándose a satisfacción de todos. Para esta noche lo sabrá usted.

Bergmann se limitó a resoplar.

—Bueno —dijo Patterson, con su sonrisa provocadora—, esperémoslo, desde luego. Adiós, señor Bergmann.

Se fue, encantado. Le vimos ir derecho a la mesa de Ashmeade.

—Qué sucio espía —silbó Bergmann, como una serpiente—. Allá va, a hacer su informe.

Unos minutos después salimos del comedor y Patterson, Ashmeade y Kennedy seguían sentados juntos. Yo cogí a Bergmann del brazo, resuelto a impedir, aunque fuese por la fuerza, que se parase a hablarles, pero se contentó con decir, muy alto, cuando pasamos a su lado:

—Judas Iscariote reunido con los sumos sacerdotes.

Ni Ashmeade ni Patterson nos miraron, pero Kennedy sonrió agradablemente, saludando:

—¡Hola, Bergmann! ¿Qué tal va todo?

Bergmann no respondió.

Yo había esperado que el trayecto en taxi le daría tiempo de calmarse, pero no fue así. En cuanto nos vimos de vuelta en nuestra oficina del estudio le dijo a Dorothy:

—Llame al señor Chatsworth y dígale que tengo que verle inmediatamente.

Dorothy cogió el teléfono. Le dijeron que Chatsworth todavía estaba comiendo. Bergmann gruñó peligrosamente.

Entró Eliot.

—Todo listo para ensayar la escena del restaurante, señor.

Bergmann le miró con ojos de poquísimos amigos:

—No se filma hoy.

—¿No se filma? —repitió Eliot, como un eco.

—Ya ha oído lo que acabo de decir.

—Pero, señor Bergmann, vamos atrasados y…

—¡He dicho que no se filma hoy! —le gritó Bergmann—. ¿Me entiende?

Eliot se batió en retirada:

—¿A qué hora convoco a la gente para mañana? —se atrevió a preguntar al cabo de una pausa.

—¡Ni lo sé ni me importa!

Advertí a Eliot con los ojos que nos dejase solos. Salió, con un hondo suspiro.

—Vuelva a llamar a Chatsworth —ordenó Bergmann.

Pero Chatsworth seguía sin volver. Media hora más tarde había vuelto, pero para reunirse inmediatamente. Una hora más tarde seguía ocupado.

—Muy bien —dijo Bergmann—, también yo sé jugar al gato y el ratón. Vámonos a casa. No pienso volver aquí. Chatsworth tendrá que venir a verme y entonces seré yo quien estará ocupado. Dígaselo.

Forcejeó furiosamente con el abrigo. Sonó el teléfono.

—El señor Chatsworth le recibirá ahora —informó Dorothy.

Suspiré de alivio. Bergmann frunció el ceño. Parecía decepcionado.

—Hale, vamos —me dijo.

En el vestíbulo del despacho de Chatsworth hubo otra espera, como suele pasar siempre que hay mala suerte. Esto dio al malhumor de Bergmann la oportunidad que necesitaba para volver a entrar en ebullición. Se puso a murmurar para sus adentros. Al cabo de cinco minutos dijo:

—Bueno, nos vamos.

—¿No podría usted… —apelé desesperadamente a la chica que guardaba la puerta— decirle que es urgente?

La chica pareció perpleja:

—El señor Chatsworth me insistió en que no se le interrumpiera. Está hablando con París.

—¡Se acabó! —gritó Bergmann—. ¡Nos vamos!

—¡Friedrich! ¡Espera un minuto más!

—¿Me abandonas? ¡Estupendo! ¡Me voy solo!

—Bueno, qué se le va a hacer… —me levanté de mala gana.

Se abrió la puerta interior. Apareció en el vano Ashmeade, sonriendo de oreja a oreja:

—¿Queréis entrar, por favor? —dijo.

Bergmann ni siquiera le echó una ojeada. Con un terrible bufido, como un toro que irrumpe en el ruedo, entró a grandes zancadas en la habitación contigua, bajando la cabeza. Chatsworth estaba apoyado en su mesa de trabajo, puro en mano. Lo esgrimió en dirección a las sillas:

—¡Siéntense, caballeros!

Pero Bergmann no se sentó:

—¡Ante todo —dijo casi a gritos—, exijo absolutamente que este Fouché, este espía, salga de esta habitación!

Ashmeade seguía sonriendo, pero me di cuenta de que estaba desconcertado. Chatsworth miró cara a cara a Bergmann a través de sus gruesas gafas:

—No seas tonto —dijo de buen humor—, nadie se va de ninguna habitación. Si tienes algo que decir, dilo. Este asunto le concierne a Sandy tanto como a mí.

Bergmann gruñó:

—¿De modo que le proteges?

—Por supuesto —Chatsworth estaba impasible—, yo protejo a todos mis subordinados, hasta que se les despida, y aquí el único que despide soy yo.

—¡Pues a mí no me despedirás! ¡No te daré ese gustazo! ¡Dimito!

—¿Conque dimites? Muy bien, todos mis directores se pasan el día dimitiendo. Bueno, todos menos los malos. Ya es mala suerte.

—¿Como el señor Kennedy, por poner un ejemplo?

—¿Eddie? Bah, ese dimite en medio de cada película que hace. Es estupendo.

—¡Te estás divirtiendo a mi costa!

—Lo siento, chico, pero la verdad es que también te estás poniendo muy divertido, no sé si te das cuenta.

Bergmann estaba tan furioso que ni responder podía. Dio media vuelta y fue hacia la puerta. Yo me quedé indeciso, observándole.

—Escucha —dijo Chatsworth, con tal autoridad en la voz que Bergmann se detuvo.

—No pienso escuchar. No escucho insultos.

—Nadie te va a insultar. Haz el favor de sentarte.

Ante mi gran asombro, Bergmann se sentó. Mi admiración por Chatsworth crecía por momentos.

—Escúchame —Chatsworth puntuaba sus frases con grandes chupadas al puro—. Te vas en plena película. Rompes tu contrato. Muy bien. Tú sabrás lo que haces. Es asunto tuyo y del Departamento Jurídico. Pero, entre tanto, alguien tiene que terminar esa condenada película.

—¡Me tiene sin cuidado! —interrumpió Bergmann—. Esa película ya no significa nada para mí. Éste es un caso de justicia abstracta…

—Alguien —prosiguió Chatsworth, impasible—, tiene que terminar la película. Y yo tengo que tomar las medidas necesarias para que se termine…

—Se me espía. A mis espaldas se enseñan las pruebas a ese ignorante creti…

—Vayamos por partes —dijo Chatsworth—. A Eddie quien le enseñó las pruebas fue Sandy, y de manera completamente oficiosa, porque Sandy estaba inquieto por la forma en que se estaba filmando la película. Quería una opinión imparcial. Yo no supe nada del asunto. O sea, Sandy estaba exponiéndose. Estaba rompiendo una regulación de este estudio. Yo pude muy bien enfadarme con él. Pero, dadas las circunstancias, pienso que hizo muy bien. Ya sé que últimamente has estado muy deprimido. Sé también que tu mujer y tu hija estaban en Viena durante los disturbios esos, y de veras que lo siento. Ésa es la razón de que no te dijera nada en todo este tiempo. Pero lo que no puedo hacer es tirar el dinero del estudio por causa de un problema personal tuyo, o mío, o de quien sea…

—¿Y por eso invitas al analfabeto ese a ocupar mi puesto?

—Ni siquiera había pensado todavía en invitar a nadie a ocupar tu puesto. No tenía ni idea de que ibas a dejarnos plantados.

—Y ahora pones en marcha al Kennedy este, que se dedicará sin más a deshacer todo lo que hemos hecho Isherwood y yo con tanto amor durante estos meses…

—Buena parte de ello es muy bueno, lo reconozco… Pero ¿qué quieres que haga? Nos has dejado plantados.

(¡Dios mío!, pensé. Es listo el tío este.)

—Todo destruido, desintegrado, reducido a pura sandez. Terrible. Nada que hacer.

—¿Y a ti qué? No te interesa ya la película.

Los ojos de Bergmann centellearon:

—¿Quién lo ha dicho?

—Pues tú lo acabas de decir.

—No he dicho nada de eso. Lo que he dicho es que no estoy interesado en la película que va a hacer el Kennedy ese.

—Perdona, has dicho que te tenía sin cuidado, ¿no es cierto, Sandy?

—¡Mentira! —Bergmann miró furibundo a Ashmeade—. ¡Jamás se me ocurriría decir una cosa así! ¿Cómo sería posible que me tuviese sin cuidado? Lo he dado todo por esta película: mi tiempo, mi pensamiento, mi cuidado, mi fuerza, todo, y durante meses enteros. ¿Quién se atreve a decir que me tiene sin cuidado?

—¡Vaya, hombre! —Chatsworth rompió a reír con todas sus ganas. Se levantó, dio la vuelta a la mesa y le dio a Bergmann unos golpecitos en el hombro—. ¡Así se habla! ¡Por supuesto que te interesa! Nunca lo dudé. Y si se le ocurre a alguien decir que no te interesa, yo mismo te ayudaré a zurrarle la badana —hizo una pausa, como si se le acabase de ocurrir una idea—. Bueno, una cosa: vamos los tres, tú, Isherwood y yo, a ver las pruebas esas. Y Sandy que no venga con nosotros. Que se fastidie, bien merecido se lo tiene, el muy lumiaco.

Diciendo esto, Chatsworth llevaba a Bergmann hacia la puerta, y Bergmann, que parecía aturdido, no ofreció la menor resistencia. Chatsworth nos abrió la puerta. Al salir, le vi guiñar el ojo a Ashmeade por encima del hombro.

En la cabina de proyección ya estaban esperándonos. Vimos las pruebas del día y Chatsworth dijo, como sin dar importancia a la cosa:

—¿Qué tal si echásemos una ojeada a todo lo que habéis filmado en estas dos semanas últimas?

Mis sospechas se convirtieron en certidumbre. Le susurré al oído a Lawrence Dwight:

—¿Cuándo dio orden Chatsworth de que se proyectase esto?

—Esta mañana —dijo Lawrence—. ¿Por qué?

—No, nada —sonreí para mis adentros en la oscuridad reinante. La cosa estaba clara.

Cuando terminamos y se encendieron las luces, Chatsworth preguntó:

—Bueno, ¿qué tal?

—Terrible —dijo Bergmann sombríamente—, terrible a más no poder.

—Yo no diría tanto —Chatsworth dio una complacida chupada a su puro—, la escena de Anita es estupenda.

—Te equivocas —Bergmann se animó súbitamente— es terrible.

—Pues a mí me gustan estos enfoques de la cámara.

—Son pésimos. Es pobretón, pesado. No tiene espíritu. Es como un noticiario de pacotilla.

—No creo que lo hubieras podido mejorar.

—Tú no lo crees —dijo Bergmann, sonriendo—, pero yo sí que lo creo. La actitud es errónea. Se me han abierto los ojos. He estado tanteando a ciegas, como un idiota.

—¿Y crees que puedes arreglarlo?

—Desde mañana mismo —dijo Bergmann, lleno de decisión—, lo reharé todo, trabajaré día y noche. Ahora lo veo perfectamente claro. Y dentro del plazo previsto. Te haremos una gran película.

—¡Claro que la haréis! —Chatsworth le pasó el brazo a Bergmann por el cuello—. Pero antes vas a tener que hacerme tragar tus nuevas ideas… A ver, ¿qué tal si cenamos juntos esta noche, los tres? Y luego nos remangamos y a trabajar se ha dicho.

La verdad es que si yo pensaba que antes trabajábamos mucho tiempo, me equivocaba de medio a medio. Los días que siguieron fueron algo de horror. Tan cansado estaba que llegué a perder toda noción de tiempo y espacio. Todo el mundo estaba cansado, pero todos trabajamos más y mejor que en ningún otro momento de la filmación. Ni siquiera los actores estaban de mal humor.

Bergmann nos enardecía a todos. Su absoluta certidumbre nos arrastraba como un torrente. Apenas hubo que repetir planos y las modificaciones que había que introducir en el guión parecían escribirse solas. Bergmann sabía exactamente lo que quería. Nos lo llevábamos todo por delante.

Los últimos días de rodaje llegaron increíblemente pronto. Una noche (quizá fuera la noche final, la verdad es que no me acuerdo) estuvimos trabajando hasta muy tarde en la gran escena inicial del Prater. Y Bergmann estuvo inolvidable. Muy ojeroso, con los ojos oscuros centelleantes en la arrugada máscara de su rostro, manejaba a su numerosa gente, llevándola de un sitio a otro, moldeándola, reduciéndola a un solo organismo, del que cada individuo era una parte. Todos estábamos agotados, pero risueños. Fue como una fiesta, y Bergmann hacía de anfitrión.

Cuando se terminó la última toma, Bergmann se acercó solemnemente a Anita y, delante de todos, le besó la mano:

—Muchas gracias, querida —le dijo—. Has estado fenomenal.

Esto a Anita le encantó. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Friedrich, siento mucho no haberme portado bien en alguna ocasión. Nunca volveré a tener una experiencia como ésta. Pienso que eres el hombre más maravilloso de la tierra.

—Vaya, vaya —dijo Lawrence Dwight, dirigiéndose a su pierna artificial—, ahora sí que hemos visto todo lo que nos quedaba por ver, ¿verdad, Muñón?

Arthur Cromwell tenía un piso en Chelsea. ¿Por qué no íbamos todos con él a tomar una copa? Anita dijo que sí. De modo que Bergmann y yo tuvimos que aceptar también. Eliot y Lawrence y Harris hicieron lo propio. Y Bergmann insistió en que nos acompañasen también Dorothy y Terry y Roger. Y, justo cuando íbamos a ponernos en marcha, apareció Ashmeade.

Yo temí que hubiera una riña, pero nada de eso. Vi a Bergmann ponerse un poco rígido, pero Ashmeade le llevó aparte y le dijo algo, con su sonrisa sutilmente lisonjera.

—Vete tú con los otros —me dijo Bergmann—, Ashmeade me lleva en su coche. Quiere decirme algo.

No sé lo que se dirían los dos, pero el caso es que cuando llegamos al piso de Cromwell era evidente que se había operado una reconciliación. Bergmann estaba resplandeciente, y la sonrisa de Ashmeade se había vuelto más confianzuda. Al cabo de unos minutos le oí llamar «Friedrich» a Bergmann. Y, lo que me causó más maravilla todavía, Bergmann llamó a Ashmeade en público «Paraguas».

Durante el jolgorio Bergmann estuvo animadísimo. Hizo el payaso, contó historias, cantó, imitó a actores alemanes y enseñó a Anita a bailar el Schuhplattler.[15] Le relucían los ojos con esa última reserva de energía que se exudaba en momentos de extremada fatiga con ayuda de unas copas. A mí me alegró mucho su éxito. Algo así como la alegría que siente uno al ver que su padre tiene éxito entre sus amigos.

Serían poco menos de las cuatro de la madrugada cuando nos despedimos. Eliot me dijo que me llevaba a casa en coche. Bergmann, por su parte, prefirió volver a pie.

—Voy contigo —le dije.

De sobra sabía que no me iba a ser posible dormir. Me sentía tenso como un reloj al que se acaba de dar cuerda. En Knightsbridge, probablemente, encontraría un taxi para seguir hasta mi casa.

Era esa hora de la noche cuando las farolas parecen lucir con un fulgor remoto y fantasmal, como planetas sin vida. En King’s Road reinaba una oscuridad húmeda y desierta como la misma luna. No pertenecía al rey, ni tampoco a ningún otro ser humano.[16] Las casitas habían cerrado sus puertas contra todos los extraños y estaban silenciosas, en espera del alba, las malas noticias y la leche. No había nadie por la calle. Ni siquiera un policía. Ni un gato siquiera.

Era esa hora de la noche en la que el ego humano casi duerme. El sentido de la identidad, de la posesión, del nombre y la dirección y el número del teléfono se vuelve muy leve. Era la hora en que uno siente escalofríos, en que se alza el cuello del abrigo y piensa: «Soy un viajero. No tengo hogar».

Un viajero, un vagabundo. Yo me daba cuenta de que Bergmann, mi compañero de viaje, andaba a mi lado; una consciencia distinta, secreta, encerrada en sí misma, tan distante como Betelgeuse,[17] pero a mi lado por un corto rato. Con la cabeza inclinada hacia adelante, la bufanda enrollada al cuello bajo la barba incipiente, las manos cogidas a la espalda. Como yo, tenía un viaje por hacer.

¿En qué estaría pensando? ¿En La violeta del Prater, en su mujer, en su hija, en mí, en Hitler, en el poema que iba a escribir, en su juventud, en mañana por la mañana? ¿Qué sensación daría vivir en el interior de aquel cuerpo fornido, mirar por esos ojos oscuros y antiguos? ¿Qué sensación daría ser Friedrich Bergmann?

Hay una cosa que raras veces nos preguntamos directamente unos a otros: es demasiado brutal. Y, sin embargo, es lo único que vale la pena preguntar a los compañeros de viaje. ¿Qué es lo que te induce a seguir viviendo? ¿Por qué no te matas? ¿Porque te resulta soportable todo esto? ¿Qué es lo que te induce a soportarlo?

¿Podría yo responder a estas preguntas sobre mí mismo? No. Sí. Quizá… Suponía, vagamente, que sería una especie de equilibrio, un complejo de tensiones. Uno hace lo que está en la lista: comer, por ejemplo, o escribir el capítulo undécimo, o el teléfono que suena, o salir en busca de un taxi. Y luego está el trabajo. Y las diversiones. Y la gente. Y los libros. Hay cosas que comprar en las tiendas. Siempre hay algo nuevo. Tiene que haberlo. Si no, el equilibrio se rompería, la tensión se rompería.

Me parecía que yo siempre había hecho lo que la gente me aconsejaba. Se nacía: era como entrar en un restaurante. Venía el camarero con una lista de sugerencias, y uno le decía: «¿Qué me aconseja usted?», y, sin más, iba y lo comía, y suponía que le gustaba, porque era caro, o fuera de temporada, o porque había sido el plato favorito del rey Eduardo VII. El camarero había recomendado ositos de trapo, fútbol, cigarrillos, motocicletas, whisky, Bach, póker, la cultura griega clásica. Pero, sobre todo, había recomendado amor: un plato muy extraño.

Amor. Ante esta simple palabra, su sabor, su olor, algo comenzó a palpitar en mi interior. Ah, sí, amor… Y el amor, en este momento, era J.

El amor había sido J. durante todo el mes pasado: desde que nos conocimos en aquella fiesta. Desde la carta llegada a la mañana siguiente, abriendo el camino al éxito inesperado, impensable, al éxito, al fin y al cabo, muy pensable y que ahora me parecía completamente inevitable, el éxito del que mis amigos se sentían levemente envidiosos. A la semana siguiente, o en cuanto terminase mi trabajo en el estudio, nos iríamos los dos juntos de viaje. Al sur de Francia quizá. Iba a ser maravilloso. Nos bañaríamos. Tomaríamos el sol. Nos sacaríamos fotos. Nos sentaríamos en algún café. Haríamos manitas, de noche, mirando el mar desde el balcón de nuestra habitación. Y yo me sentiría muy lleno de agradecimiento, muy halagado, y pondría muchísimo cuidado en que no se me notase. Me sentiría inquieto. Tendría celos. Desempolvaría todas mis tretas y volvería a hacer gala de ellas. Y, al final (el final en que nunca se piensa), acabaría cansándome de las tretas, o sería J. quien se hartase de ellas. Y entonces, muy cortés, muy tierna, muy nostálgica, muy halagüeñamente, nos separaríamos. Nos separaríamos poniéndonos de acuerdo en seguir siendo grandes amigos para siempre. Nos separaríamos, inmunes en el futuro a esa toxina específica, a esa punzada particular de deseo cuando nos volviésemos a ver, cada uno con su pareja, en alguna otra fiesta.

Me alegraba de no haber hablado nunca a Bergmann de J., porque me lo habría quitado, como me lo quitaba todo, pero ahora seguía siendo posesión mía, y lo sería siempre. Aun cuando J. y yo no fuésemos otra cosa que trofeos, expuestos en los museos de nuestra vanidad recíproca.

Y después de J. llegarían K., y L., y M., y, así, alfabeto abajo. De nada vale ser sentimentalmente cínico sobre esto; o cínicamente sentimental. J. no tiene otro valor que el de existir aquí y ahora. J. pasará, pero la necesidad seguirá. La necesidad de volver a la oscuridad, cama adentro, hacia el calor del abrazo desnudo, en el que J. es tan J. como K., o L., o M. En el que no hay otra cosa que la cercanía y la dolorosa impotencia de asir un cuerpo desnudo en los brazos. El dolor del hambre subyaciendo a todo. Y el final de todo acto amoroso, el sueño sin ensueños que sigue al orgasmo y que es como la muerte.

La muerte, la deseada, la temida. El anhelado sueño. El terror del sueño inminente. La muerte. La guerra. La vasta ciudad dormida, condenada a las bombas. El rugido de motores que se acercan. Las detonaciones. Los gritos. Las casas resquebrajadas. La muerte universal. Mi propia muerte. La muerte del mundo visto, y conocido, y gustado, y tangible. La muerte, con su ejército de miedos. No los miedos reconocidos, los miedos anunciados. Más terribles aún que éstos: los miedos particulares de la niñez. Miedo al vértigo del tobogán. Miedo al perro del granjero. Miedo al caballito del párroco. Miedo a los armarios. Miedo al pasillo oscuro. Miedo a romperte la uña con un escoplo. Y, detrás de todos estos miedos, y más inefablemente terrible que todos ellos, el súper-miedo: el miedo a tener miedo.

No es posible librarse de él, jamás. Aunque corra uno hasta el extremo de la tierra (acabábamos de llegar a Sloane Street), aunque llame uno a mamá a gritos, por mucho que trate uno de hacer como que no le importa o se dé uno al alcohol o a la droga. Ese miedo está entronizado en mi corazón. Lo llevo conmigo a todas partes, siempre.

Pero si es mío, si está realmente en mi propio interior…, entonces…, por qué…, entonces… Y, en este momento, pero de un modo infinitamente leve, lejanísimo, como el alto y lejano atisbo de una vereda de cabras por los montes, entre nubes, veo algo distinto: el camino que conduce a la seguridad. A donde no hay miedo, ni soledad, ni necesidad de J., o de K., o de L., o de M. Lo vislumbro durante un segundo. Por un instante se me vuelve clarísimo incluso. Y entonces las nubes lo envuelven, y un hálito de glaciar, helado como la frialdad inhumana de las cumbres, me toca en la mejilla: «No», pienso, «no me sería posible hacerlo. Prefiero el miedo conocido, la soledad conocida…, optar por el otro camino sería exponerme a perderme. Dejaría de ser persona. Dejaría de ser Christopher Isherwood. No, no. Eso es peor que las bombas. Peor que no tener amante. Eso no puedo afrontarlo».

Quizá hubiera debido volverme a Bergmann y preguntarle: «¿Tú quién eres? ¿Quién soy yo? ¿Qué estamos haciendo aquí?». Pero los actores no pueden hacer tales preguntas durante la representación. Nosotros nos habíamos escrito recíprocamente los papeles: el Friedrich de Christopher, el Christopher de Friedrich. Y ahora seguíamos teniendo que representarlos, por lo menos mientras estuviésemos juntos. El diálogo era basto, el vestuario y el maquillaje eran más absurdos, más caricaturescos que los de cualquier escena de La violeta del Prater: el hijo de mamá, el extranjero cómico del acento raro. Bueno, nada de eso importaba. (Y ya estábamos ante la puerta de Bergmann.) Porque, bajo nuestros disfraces, y a pesar de todas las cosas amables y antipáticas que pudiéramos llegar a decirnos o a pensar el uno del otro, lo sabíamos. Bajo nuestra consciencia exterior se habían reconocido y se habían dado las manos otros dos seres humanos anónimos, impersonales, sin etiqueta. Él era mi padre. Yo era su hijo. Y le quería mucho.

Bergmann me extendió la mano.

—Buenas noches, hijo mío —dijo.

Y entró en la casa.

Nunca vi La violeta del Prater.

Se proyectó en Londres con muchísima publicidad, pero no tuvo críticas demasiado buenas. («Cuando vimos tu nombre en la pantalla», me escribió mi madre, «nos sentimos los dos muy orgullosos, y aplaudimos muchísimo. Richard no hacía más que decir: ¿Verdad que es justo como de Christopher? Pero, la verdad, Anita Hayden no es precisamente mi idea de una jovencita inocente. Tiene una voz encantadora…») Se proyectó en Nueva York, y a los norteamericanos, para ser una película inglesa, les gustó mucho. Hasta en Viena la dieron.

Varios meses más tarde recibí carta de Lawrence Dwight, que estaba de vacaciones en París:

«Una chica que conozco vino a verme llena de indignación el otro día. Es roja y lo toma muy en serio, y admira la consciencia política de los obreros franceses; pero, por desgracia, parece que todos los que viven en nuestro barrio van a ver La Violette du Prater, una odiosa película inglesa que, además de ser un insulto a la inteligencia de un niño de cinco años, es, sin el menor género de dudas, contrarrevolucionaria, y debieran prohibirla. Entre tanto, en el cine que hay a la vuelta de la esquina dan una obra maestra del cine ruso y nadie va a verla».

«A propósito, he visto la película rusa. Es el triángulo sexual de siempre: la chica de piernas gordas, el chico y el tractor. La verdad es que, técnicamente, está por encima de todo lo que podría filmar Imperial Bulldog en cien años. Pero esos pobres tontos no lo saben…».

En cuanto a Bergmann, gracias a La violeta del Prater le ofrecieron trabajo en Hollywood. Fue allá con su familia a comienzos de 1935.