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Están las estrellas, alfileres de luz que atraviesan el cielo.

Está la carretera vacía bajo los alfilerazos de luz, y la chica de la carretera, con la cara manchada, y ramitas y hojas muertas enredadas entre los cortos rizos de pelo. Lleva un maltrecho oso de peluche en la mano, en la carretera vacía, bajo los alfilerazos de las estrellas.

Está el gruñido de los motores y después, las barras gemelas de luz que rasgan el horizonte, y las luces aumentan de tamaño, cada vez más brillantes, dos estrellas convertidas en supernovas que bañan a la chica, la chica que guarda secretos en el corazón y promesas que debe cumplir, y se enfrenta a los faros que la iluminan, sin huir ni esconderse.

El conductor me ve con tiempo de sobra para parar. Los frenos chirrían, la puerta se abre con un silbido y un soldado baja al asfalto. Tiene un arma, pero no me apunta con ella. Me mira, atrapada en la luz de los faros, y yo le devuelvo la mirada.

En el brazo lleva una banda blanca con una cruz roja. Su chapa dice que se llama Parker. Recuerdo ese nombre, y el corazón se me para. ¿Y si me reconoce? Se supone que estoy muerta.

¿Cómo me llamo? Lizbeth. ¿Estoy herida? No. ¿Estoy sola? Sí.

Parker da un giro completo, muy despacio, para examinar la zona. No ve al cazador del bosque, que está observando este teatro y le apunta directamente a la cabeza. Claro que no lo ve. El cazador del bosque es un Silenciador.

Parker me coge del brazo y me ayuda a subir al autobús, que huele a sangre y a sudor. La mitad de los asientos están vacíos. Hay niños, pero también adultos. No importan, solo importan Parker, el conductor y el soldado con la chapa que reza Hudson. Me dejo caer en el último asiento, junto a la puerta de emergencia, el mismo que ocupó Sam cuando apretó la palma de su manita contra el cristal y me vio encogerme en la distancia hasta que me tragó el polvo.

Parker me da una bolsa de gominolas espachurradas y una botella de agua. No quiero ninguna de las dos cosas, pero me abalanzo sobre ambas. Las gominolas las llevaba en el bolsillo, así que están calientes y pegajosas, y temo acabar vomitando.

El autobús acelera. Alguien llora en la parte delantera. Aparte de eso, se oye el zumbido de las ruedas, el ruido del motor y el viento frío que atraviesa las rendijas abiertas de las ventanas.

Parker regresa con un disco plateado que me pone en la frente. Para tomarme la temperatura, según dice. El disco emite un brillo rojo. Estoy bien, me asegura. ¿Cómo se llama mi oso?

—Sammy —le respondo.

Luces en el horizonte: Parker me dice que es el Campo Asilo, que estaré completamente a salvo. Se acabó el huir, el esconderse. Asiento con la cabeza. Completamente a salvo.

La luz crece, se filtra poco a poco por el parabrisas y después entra a borbotones a medida que nos acercamos. Cuando ya inunda el autobús, nos detenemos junto a la puerta, tocan una estridente campana y la puerta se abre. Veo la silueta de un soldado en la torre de vigilancia.

Paramos delante de un hangar. Un hombre gordo entra en el autobús, camina casi de puntillas, como hacen muchos hombres gordos. Se llama comandante Bob. Nos dice que no debemos tener miedo, que estamos completamente a salvo. Debemos recordar dos reglas. La primera es no olvidar nuestros colores. La segunda, escuchar y cumplir las órdenes.

Me pongo en la cola con mi grupo y sigo a Parker hasta la puerta lateral del hangar. Él le da una palmadita en el hombro a Lizbeth y le desea buena suerte.

Encuentro un círculo rojo y me siento. Hay soldados por todas partes, pero la mayoría son niños, no mucho mayores que Sam. Todos están muy serios, sobre todo los más pequeños. Los más serios de todos son los realmente pequeños.

«Puedes manipular a un niño para que se crea cualquier cosa, para que haga cualquier cosa —me explicó Evan en nuestra reunión informativa—. Hay muy pocas cosas más salvajes que un niño de diez años, si se le entrena correctamente».

Tengo un número. T-sesenta y dos. T de Terminator. Ja.

Nos llaman por número a través de un altavoz.

—¡Sesenta y dos! ¡T-sesenta y dos! ¡Diríjase a la puerta roja, por favor! ¡Número T-sesenta y dos!

«La primera parada es en las duchas».

Al otro lado de la puerta roja hay una mujer delgada con una bata verde. Me quita toda la ropa y la tira a la cesta. También la ropa interior. Aquí quieren a los niños, pero no quieren piojos ni garrapatas. Ahí está la ducha, aquí tienes el jabón. Ponte la bata blanca cuando termines y espera a que te llamen.

Siento al oso contra la pared y, desnuda, piso las frías baldosas. El agua está tibia. El jabón tiene un acre olor a medicina. Sigo húmeda cuando me pongo la bata de papel, así que se me pega a la piel. Es casi transparente. Recojo a Oso y espero.

«Después pasas al análisis preliminar. Muchas preguntas. Algunas, casi idénticas. Es para comprobar la veracidad de tu historia. Mantén la calma y concéntrate».

Entro por la siguiente puerta y me subo a la mesa de reconocimiento. Otra enfermera, más gorda y más antipática. Apenas me mira.

Debo de ser la persona número mil que ha visto desde que los Silenciadores tomaron la base.

¿Cuál es mi nombre completo? Elizabeth Samantha Morgan.

¿Cuántos años tengo? Doce.

¿De dónde soy? ¿Tengo hermanos? ¿Sigue vivo algún miembro de mi familia? ¿Qué les ha pasado a los demás? ¿Adónde fui cuando abandoné mi casa? ¿Qué le pasó a mi pierna? ¿Cómo me dispararon? ¿Quién me disparó? ¿Sé dónde hay más supervivientes? ¿Cómo se llaman mis hermanos? ¿Y mis padres? ¿A qué se dedicaba mi padre? ¿Cómo se llamaba mi mejor amigo? Que le cuente otra vez lo que le pasó a mi familia.

Cuando termina, me da una palmadita en la rodilla y me dice que no tenga miedo, que estoy completamente a salvo.

Abrazo a Oso y asiento.

Completamente a salvo.

«A continuación toca el examen físico. Después, el implante. La incisión es muy pequeña. Seguramente la sellará con pegamento».

La mujer llamada doctora Pam es tan agradable que me cae bien, a mi pesar. La médico perfecta: amable, cariñosa, paciente. No va directa al grano y empieza a toquetearme, sino que, primero, habla conmigo. Me explica todo lo que va a hacer. Me enseña el implante. Es como los chips para las mascotas, ¡solo que mejor! Ahora, si sucede algo, sabrán dónde encontrarme.

—¿Cómo se llama tu osito?

—Sammy.

—Vale, ¿qué te parece si siento a Sammy en esta silla mientras te ponemos el dispositivo?

Me pongo boca abajo. Aunque sea irracional, me preocupa que me vea el culo a través de la bata de papel. Me pongo tensa, a la espera del picotazo de la aguja.

«El dispositivo no puede descargarte hasta que lo conecten a El País de las Maravillas. Sin embargo, una vez que lo tengas dentro, estará operativo, podrán utilizarlo para seguirte y para matarte».

La doctora Pam me pregunta por lo que me pasó en la pierna. Una gente mala me disparó. Ella me asegura que aquí no pasará eso. No hay gente mala en el Campo Asilo, estoy completamente a salvo.

Me etiquetan. Me siento como si me hubiese colgado una roca de diez kilos del cuello. Ha llegado el momento de la última prueba, me dice, un programa robado al enemigo.

«Lo llaman El País de las Maravillas».

Recojo a Oso de la silla y la sigo a la habitación contigua. Paredes blancas, suelo blanco, techo blanco. Sillón de dentista blanco, correas colgando para los brazos y las piernas. Un teclado y un monitor. Me pide que me siente y se acerca al ordenador.

—¿Qué hace El País de las Maravillas?

—Es bastante complicado, Lizbeth, pero, básicamente, El País de las Maravillas graba un mapa virtual de tus funciones cognitivas.

—¿Un mapa de mi cerebro?

—Algo así, sí. Siéntate en el sillón, cielo. No tardaremos, y te prometo que no te dolerá.

Me siento, con Oso contra el pecho.

—Ay, no, cielo, Sammy no puede quedarse en el sillón contigo.

—¿Por qué no?

—Venga, dámelo a mí, lo pondré allí mismo, al lado de mi ordenador.

Le echo una mirada suspicaz, pero está sonriendo y ha sido muy amable: debería confiar en ella. Al fin y al cabo, ella confía en mí por completo.

Pero estoy tan nerviosa que Oso se me cae de la mano cuando se lo doy. Aterriza al lado del sillón, sobre su mullida cabeza plana. Me vuelvo para recogerlo, pero la doctora Pam me pide que me quede quieta, que ya se encargará ella, y se agacha para hacerlo.

Entonces le agarro la cabeza con ambas manos y la estrello contra el brazo del sillón. El impacto me deja los antebrazos doloridos. Ella cae, aturdida por el golpe, aunque no se desmaya del todo. Para cuando sus rodillas llegan al blanco suelo, ya he bajado del sillón y me he colocado detrás de ella. El plan era un golpe de kárate en la garganta, pero está de espaldas a mí, así que improviso. Cojo la correa que cuelga del brazo del sillón y se la enrollo en el cuello. Sube las manos, pero es demasiado tarde; sujeto bien la correa, apoyo el pie en el sillón para hacer palanca y tiro.

Esos segundos hasta que se desmaya son los más largos de mi vida.

Su cuerpo se queda sin fuerzas. Suelto de inmediato la correa, y la doctora cae boca abajo. Le miro el pulso.

«Sé que resulta tentador, pero no puedes matarla. Tanto ella como todos los que dirigen la base están conectados a un sistema de vigilancia situado en el centro de mando. Si muere, desatarás un infierno».

Pongo a la doctora Pam boca arriba. Le sale sangre de ambas fosas nasales, probablemente se haya roto la nariz. Me llevo la mano a la nuca. Esta es la parte más desagradable, pero estoy de adrenalina y euforia hasta las cejas, porque, hasta ahora, todo ha ido bien. Puedo hacerlo.

Me arranco la venda y tiro con fuerza de ambos lados de la incisión. Cuando se abre la herida, es como si me pincharan con una cerilla encendida. Me habrían venido bien unas pinzas y un espejo, pero no tengo ninguna de las dos cosas, así que uso la uña para sacar el dispositivo. La técnica funciona mejor de lo esperado. Al cabo de tres intentos, el chip se me mete bajo la uña y lo saco limpiamente.

«La descarga solo tarda noventa segundos. Eso te da tres o cuatro minutos. No más de cinco».

¿Cuántos minutos llevo? ¿Dos? ¿Tres? Me arrodillo al lado de la doctora Pam y le meto el dispositivo por la nariz hasta el fondo. Puaj.

«No, no puedes metérselo por la garganta. Tiene que estar cerca del cerebro. Lo siento».

¿Que tú lo sientes, Evan?

Tengo sangre en los dedos, mi sangre, su sangre, mezcladas.

Me acerco al teclado. Ahora llega la parte que da miedo de verdad.

«No tienes el número de Sammy, pero debería haber una referencia a su nombre. Si no funciona una variación, prueba con otra. Debería haber una opción de búsqueda».

Me cae sangre por la nuca, me baja por los omóplatos. Tiemblo sin poder controlarme y eso no me ayuda a escribir con el teclado. Introduzco la palabra de búsqueda en el cuadro azul que parpadea. Dos intentos para deletrearla bien.

INTRODUZCA NÚMERO.

No tengo número, maldita sea, tengo un nombre. ¿Cómo vuelvo al cuadro azul? Le doy a Enter.

INTRODUZCA NÚMERO.

Claro, como no lo había entendido a la primera…

Escribo «Sullivan».

ERROR DE ENTRADA DE DATOS.

Estoy entre tirar el monitor al suelo y matar a patadas a la doctora Pam. Ninguna de las dos cosas me ayudaría a encontrar a Sam, pero ambas me harían sentir mejor. Le doy a Esc, vuelvo al cuadro azul y escribo: «Buscar por nombre».

Las palabras se esfuman, vaporizadas por El País de las Maravillas. El cuadro azul parpadea y se queda en blanco de nuevo.

Reprimo un grito: se me ha agotado el tiempo.

«Si no puedes encontrarlo en el sistema, tendremos que recurrir al Plan B».

No es que me chifle el Plan B. Me gusta el Plan A, que la ubicación aparezca en un mapa para que pueda llegar directamente hasta él. El Plan A es sencillo y limpio. El Plan B es complicado y sucio.

Un último intento, cinco segundos más no supondrán una gran diferencia.

Escribo «Sullivan» en el cuadro azul.

La pantalla se vuelve loca, el fondo gris se llena de números que pasan a toda velocidad, como si acabara de darle la orden de calcular el valor de pi. Me entra el pánico y empiezo a pulsar botones al azar, pero los números siguen saliendo. Han pasado más de cinco minutos. El Plan B es una mierda, pero no queda más remedio.

Me meto en la habitación de al lado, donde encuentro los monos blancos. Cojo uno e intento ponérmelo sin quitarme antes la bata. Dejo escapar un gruñido de frustración, me la quito y me quedo completamente desnuda: seguro que la puerta se abre justo en ese momento y un batallón de Silenciadores entra en el cuarto. Así son las cosas en el Plan B. El mono es demasiado grande, aunque mejor grande que pequeño, creo. Me subo la cremallera rápidamente y vuelvo al cuarto de El País de las Maravillas.

«Si no puedes encontrarlo a través de la interfaz principal, es bastante probable que la doctora tenga una unidad portátil en algún lado. Funciona con el mismo método, pero ten cuidado, porque funciona tanto de localizador como de detonador. Si tecleas el comando equivocado, no lo encontrarás, lo freirás».

Cuando entro, la doctora está sentada, tiene a Oso en una mano y un aparatito plateado que parece un móvil en la otra.

Como dije, el Plan B es una mierda.