Pasamos nuestro último día juntos durmiendo bajo el paso elevado de la autopista, como dos sin techo, cosa que somos, literalmente. Uno duerme mientras el otro vigila. Cuando le toca descansar a él, me devuelve las armas sin vacilar y se duerme al instante, como si no contemplara la posibilidad de que yo huyera o le pegase un tiro en la cabeza. No lo sé, a lo mejor ni se le ha ocurrido. Nuestro problema siempre ha sido que no pensamos como ellos, por eso confié en él al principio y por eso él sabía que confiaría en él. Los Silenciadores matan personas. Evan no me mató, ergo, Evan no podía ser un Silenciador. ¿Ves? Es pura lógica. Ejem, lógica humana.
Al anochecer terminamos el resto de las provisiones y recorremos el terraplén para cubrirnos bajo los árboles que rodean la Autopista 35. Según me cuenta, los autobuses solo circulan de noche, y se sabe cuándo llegan. Los motores se oyen a kilómetros de distancia: son el único ruido en varios kilómetros a la redonda. Primero se ven los faros, después se oyen y luego los autobuses pasan silbando junto a ti como grandes coches de carreras amarillos, puesto que, tras haber limpiado la autopista de coches, ya no hay límites de velocidad. Él no lo sabe: quizá paren o quizá no. A lo mejor se limitan a frenar lo justo para que uno de los soldados de dentro me meta una bala entre los ojos. A lo mejor ni siquiera aparecen.
—Dijiste que todavía recogían gente —comento—. ¿Por qué no iban a aparecer?
—En algún momento los «rescatados» se darán cuenta de que los han engañado —responde mientras observa la carretera que discurre bajo nosotros—, o lo harán los supervivientes del exterior. Cuando suceda eso, cerrarán la base… o la parte de la base dedicada a la limpieza —añade, y se aclara la garganta sin apartar la vista de la carretera.
—¿Qué quieres decir con «cerrar la base»?
—Cerrarla como cerraron el Campo Pozo de Ceniza.
Medito sobre sus palabras. Como él, contemplo la carretera vacía.
—Vale —digo al fin—. Entonces, esperemos que Vosch no haya cerrado el chiringuito todavía.
Recojo un puñado de tierra, ramitas y hojas muertas, y me restriego la cara con él. Otro puñado para el pelo. Me observa sin decir nada.
—Este es el momento en que me pegas un mamporro en la cabeza —le digo. Huelo a tierra y, no sé por qué, pero eso me hace pensar en mi padre arrodillado junto al macizo de rosas, junto a la sábana blanca—. O en que te ofreces a ir en mi lugar. O en que me pegas un mamporro y después vas en mi lugar.
Se pone en pie de un salto y, por un segundo, temo que vaya a pegarme ese mamporro en la cabeza, porque lo veo muy cabreado. Sin embargo, se limita a abrazarse, como si tuviera frío… O puede que lo haga para evitar pegarme el mamporro.
—Es un suicidio —me suelta—. Los dos lo estamos pensando, así que uno tiene que decirlo. Es un suicidio si voy, es un suicidio si vas tú. Vivo o muerto, Sammy está perdido.
Me saco la Luger de la cintura del pantalón y la dejo en el suelo, a sus pies. Después, el M16.
—Guárdamelos —le pido—: Los necesitaré cuando vuelva. Y, por cierto, alguien tiene que decir otra cosa: estás ridículo con esos pantalones.
Me acerco a la mochila sin levantarme y saco a Oso. No hace falta ensuciarlo, ya está lo bastante maltrecho.
—¿Me estás escuchando?
—El problema es que tú eres el que no se escucha —respondo—. Solo hay una forma de entrar, y es la de Sammy. Tú no puedes ir, así que ni se te ocurra abrir la boca. Si dices algo, te doy una torta.
Me levanto y, entonces, ocurre algo raro. Al ponerme en pie, Evan parece encogerse.
—Voy a por mi hermano pequeño, y solo puedo hacerlo de una forma.
Me está mirando y asiente con la cabeza. Ha estado dentro de mí. No había un punto en el que él acabase y yo empezara. Sabe lo que estoy a punto de decir.
Sola.