Cuando vuelvo, ya no está. Y sí, he vuelto. ¿Adónde iba a ir sin mi arma y, sobre todo, sin el maldito oso, mi única razón para vivir? No me daba miedo volver, Evan ya había tenido un millón de oportunidades para matarme, ¿qué más daba darle otra?
Ahí están su fusil, su mochila, el botiquín y los vaqueros destrozados, al lado de Howard, el tronco. Como no se había llevado otro par de pantalones, supongo que anda retozando por el bosque helado vestido solo con las botas, como una chica de calendario. No, espera, no están ni la camisa ni la chaqueta.
—Vamos, Oso —gruño mientras recojo la mochila—. Ha llegado el momento de devolverte a tu dueño.
Cojo el fusil, compruebo el cargador y hago lo mismo con la Luger. Me pongo unos guantes de punto negros porque se me han quedado los dedos entumecidos, le cojo el mapa y la linterna de la mochila, y me dirijo al barranco. Me arriesgaré a viajar a pleno día para alejarme del hombre tiburón. No sé adónde ha ido, puede que a avisar a los teledirigidos, ahora que se ha quedado sin tapadera, pero me da igual. Es lo que he decidido en el camino de vuelta, después de correr hasta que no he podido más: da igual quién o qué sea Evan Walker. Me salvó de morir, me alimentó, me bañó y me protegió. Me ayudó a recuperar las fuerzas. Incluso me enseñó a matar. Con un enemigo así, ¿quién necesita amigos?
Al barranco. Diez grados menos en la sombra. Lo subo y llego al otro lado, al páramo del Campo Pozo de Ceniza. Avanzando por un suelo tan duro como el asfalto hasta que doy con el primer cadáver y pienso: «Si Evan es uno de ellos, ¿en qué equipo jugáis vosotros?». ¿Mataría Evan a uno de los suyos para proteger su tapadera? ¿O se vio obligado a matarlos porque creían que era humano? Pensar en eso me desespera: esta mierda no tiene fin. Cuanto más escarbas, más descubres.
Paso junto a otro cadáver sin apenas mirarlo, pero entonces me doy cuenta de lo que he visto y vuelvo. El niño soldado no lleva pantalones.
Da igual, sigo moviéndome. Ahora estoy en la carretera de tierra, en dirección norte. Corro un poco. «Muévete, Cassie, muévete». Olvídate de la comida, olvídate del agua, da igual, da igual. El cielo está despejado, enorme, un gigantesco ojo azul mirándome. Corro por el borde de la carretera, cerca del bosque que linda con la parte occidental. Si veo un teledirigido, me cubriré. Si veo a Evan, dispararé primero y preguntaré después. Bueno, no solo a Evan. A quien sea.
Lo único que importa es la primera regla. Lo único que importa es recuperar a Sammy. Lo olvidé durante un tiempo.
Silenciadores: ¿humanos, semihumanos, humanos clonados u hologramas humanos proyectados por los alienígenas? Da igual. El objetivo final de los Otros: ¿erradicación, internamiento o esclavitud? Da igual. Mis posibilidades de éxito: ¿uno por ciento, cero coma uno por ciento, o cero coma cero, cero, cero uno por ciento? Da igual.
«Sigue la carretera, sigue la carretera, sigue la polvorienta carretera de tierra…».
A unos tres kilómetros, la carretera vira al oeste y conecta con la Autopista 35. Otros cuantos kilómetros por la Autopista 35 hasta la intersección con la 675. Puedo cubrirme en el paso elevado y esperar a los autobuses. Si es que todavía pasan autobuses por la Autopista 35. Si es que todavía pasan autobuses, en general.
Al final de la carretera de tierra, me detengo lo justo para examinar el terreno que dejo atrás. Nada, no viene, me deja marchar.
Avanzo unos metros entre los árboles para recuperar el aliento y, en cuanto me dejo caer en el suelo, todo aquello de lo que huía me alcanza antes de que lo haga mi aliento.
«Soy un tiburón que soñó que era un hombre…».
Alguien grita… Oigo el eco de los gritos a través de los árboles. El sonido se alarga. Que atraiga a una horda de Silenciadores, me da igual. Me aprieto la cabeza y me balanceo adelante y atrás; tengo la extraña sensación de flotar por encima de mi cuerpo y, de repente, salgo disparada hacia el cielo a mil kilómetros por hora y me veo convertida en un punto diminuto antes de que la inmensidad de la Tierra me trague. Es como si me hubiese soltado del planeta, como si ya no quedara nada que me sujetase a él y el vacío me absorbiera. Como si hubiese estado unida a la Tierra por un cordón de plata, y el cordón se hubiese partido.
Creía saber lo que era la soledad antes de que Evan me encontrara, pero no tenía ni idea. No sabes lo que es la soledad de verdad hasta que vives la situación contraria.
—Cassie.
Dos segundos: de pie. Otros dos segundos y medio: apunto hacia la voz con el M16. Una sombra sale a toda velocidad de los árboles de mi izquierda, y yo disparo a lo loco una lluvia de balas que dan en troncos de árboles, ramas y aire vacío.
—Cassie.
Frente a mí, a las dos en punto. Vacío el cargador. Sé que no le he dado. Sé que no tengo ninguna posibilidad de hacerlo. Es un Silenciador. Pero, si sigo disparando, a lo mejor retrocede.
—Cassie.
Justo detrás de mí. Respiro hondo, recargo y me vuelvo despacio antes de llenar de plomo más árboles inocentes.
«¿Es que no lo entiendes, idiota? Lo hace para dejarte sin munición».
Así que espero, abro las piernas, cuadro los hombros, dejo el arma en alto, miro a izquierda y a derecha, y oigo su voz en mi cabeza, dándome instrucciones en la granja: «Tienes que sentir el objetivo, como si estuviese conectado a ti. Como si estuvieses conectada a él…».
Sucede en el espacio de tiempo entre un segundo y el siguiente. Deja caer el brazo sobre mi pecho, me arranca el fusil de las manos y me quita la Luger. En otro medio segundo me tiene atrapada en un abrazo de oso y me aplasta contra su pecho, levantándome unos cinco centímetros en el aire mientras yo doy patadas con los talones, muevo la cabeza adelante y atrás, e intento morderle el antebrazo.
Y, durante todo ese tiempo, sus labios me hacen cosquillas en la delicada piel de la oreja.
—Cassie, no lo hagas, Cassie…
—Deja… que… me vaya.
—Ese es el problema: no puedo.