69

Al alba sigue inconsciente, así que cojo mi fusil y salgo del bosque para evaluar su trabajo. Seguramente no es muy inteligente por mi parte: ¿y si nuestros invasores nocturnos pidieron refuerzos? Sería como un tiro al plato. No tengo mala puntería, pero no soy Evan Walker.

Bueno, ni siquiera Evan Walker es Evan Walker.

No sé qué es. Dice que es humano, y lo parece: habla como un humano, sangra como un humano y, vale, besa como un humano. Y aunque llevara otro nombre, una rosa desprendería el mismo aroma, bla, bla, bla. Además, dice las cosas correctas, como que la razón por la que disparaba contra la gente era la misma razón por la que yo disparé al soldado del crucifijo.

El problema es que no me lo trago, y ahora no consigo decidir si es mejor un Evan muerto o un Evan vivo. El Evan muerto no puede ayudarme a cumplir mi promesa. El vivo, sí.

¿Por qué me disparó y después me salvó? ¿Qué quería decir cuando me aseguró que yo lo había salvado a él?

Es muy raro. Cuando me abrazaba, me sentía segura. Cuando me besaba, me perdía en él. Es como si hubiera dos Evan: el Evan que conozco y el Evan que no. Evan, el granjero de manos suaves que me acaricia hasta que ronroneo como un gato. Evan, el farsante que, en realidad, es el asesino despiadado que me disparó.

Voy a suponer que es humano, al menos biológicamente. A lo mejor es un clon creado a bordo de la nave nodriza a partir de ADN recolectado. O puede que sea algo menos peliculero y más despreciable, como que hayan secuestrado a uno de sus seres queridos (¿Lauren? En realidad, no llegué a ver su tumba) y le hayan ofrecido un trato: «Mata a veinte humanos y te la devolvemos».

¿La última posibilidad? Que sea lo que dice ser. Un chico solo, asustado, que mata antes de que puedan matarlo; un convencido creyente en la primera regla, hasta que la rompe al dejarme escapar y traerme de vuelta.

Eso explica lo sucedido tan bien como las dos primeras opciones. Todo encaja. Podría ser la verdad. Salvo por un pequeño problema.

Los soldados.

Por eso no lo abandono en el bosque, porque quiero ver por mí misma lo que les hizo.

Como el Campo Pozo de Ceniza es ahora tan uniforme como una salina, no me cuesta encontrar a las víctimas de Evan. Una junto al borde del barranco. Dos más a unos cuantos metros. Los tres, disparos a la cabeza. A oscuras. Mientras ellos le disparaban. El último está tirado cerca de donde se levantaban los barracones, puede que en el mismo sitio donde Vosch asesinó a mi padre.

Ninguno de los cadáveres tiene más de catorce años, y todos llevan unos extraños parches plateados en el ojo. ¿Una especie de tecnología de visión nocturna? De ser así, el logro de Evan es aún más impresionante, aunque de un modo enfermizo.

Evan está despierto cuando regreso, se ha sentado y apoya la espalda en el árbol caído. Está pálido, no deja de tiritar, y tiene los ojos hundidos.

—Eran niños —le digo—. No eran más que niños.

Me abro paso a patadas por la maleza muerta que hay detrás de él y vacío el contenido de mi estómago.

Después me siento mejor.

Regreso a su lado. He decidido no matarlo, todavía. Sigue valiendo más vivo. Si es un Silenciador, quizá sepa qué le ha pasado a mi hermano. Así que recojo el botiquín de primeros auxilios y me arrodillo entre sus piernas extendidas.

—Vale, ha llegado el momento de operar.

Encuentro un paquete de toallitas estériles en el kit. Él guarda silencio mientras limpio la sangre de su víctima del cuchillo.

Trago saliva con dificultad y noto el sabor a vómito.

—No lo he hecho nunca —digo.

No hacía falta decirlo, es bastante obvio. Pero tengo la sensación de que hablo con un desconocido.

Él asiente con la cabeza y se tumba boca abajo. Le quito la camisa y dejo al aire la mitad inferior de su cuerpo.

Nunca había visto a un chico desnudo. Y aquí estoy ahora, arrodillada entre sus piernas, aunque el desnudo no es integral: solo tiene al descubierto la parte de atrás. Qué raro, nunca pensé que mi primera vez con un chico desnudo sería así. Bueno, supongo que no es tan raro.

—¿Quieres otro analgésico? —pregunto—. Hace frío y me tiemblan las manos…

—Sin pastillas —gruñe con la cara metida en el hueco del brazo.

Empiezo despacio.

Meto la punta del cuchillo en las heridas con mucha precaución, pero enseguida me doy cuenta de que no es la mejor forma de sacar metal de la carne humana (o puede que inhumana): solo sirve para prolongar un dolor atroz.

El culo es lo que me lleva más tiempo, no porque me recree, sino porque está cargado de metralla. No se mueve, apenas se inmuta. A veces dice: «Ay». Otras veces suspira.

Le quito la chaqueta de la espalda. Ahí no tiene muchas heridas; están sobre todo concentradas en la parte baja. Con los dedos entumecidos y las muñecas doloridas, me obligo a ir deprisa. Deprisa, pero con cuidado.

—Aguanta —murmuro—, ya casi estoy.

—Y yo.

—No tenemos suficientes vendas.

—Venda lo que esté peor.

—¿Infección…?

—Hay algunas pastillas de penicilina en el kit.

Se vuelve a poner boca arriba mientras busco las pastillas. Se toma dos con un trago de agua, y yo me siento, sudorosa, aunque estamos casi bajo cero.

—¿Por qué niños? —pregunto.

—No sabía que eran niños.

—Puede que no, pero estaban bien armados y sabían lo que se hacían. Y tú también; ese fue su problema. Debió de olvidársete comentar lo de tu entrenamiento con las fuerzas especiales.

—Cassie, si no podemos confiar el uno en el otro…

—Evan, no podemos confiar el uno en el otro —digo, y me dan ganas de romperle la cabeza y de llorar a la vez. He llegado a un punto en que estoy cansada de estar cansada—. Ese es el problema.

El sol se ha liberado de las nubes y nos expone a un brillante cielo azul.

—¿Niños clonados alienígenas? —aventuro—. ¿Estados Unidos aprovechando a los últimos reclutas que quedan? En serio, ¿por qué hay niños corriendo por ahí con armas automáticas y granadas?

Sacude la cabeza y bebe más agua. Hace una mueca.

—A lo mejor me tomo otro de esos analgésicos.

—Vosch solo quiso llevarse a los niños. ¿Los roban para convertirlos en un ejército?

—A lo mejor Vosch no es uno de ellos. Tal vez fue el ejército el que se llevó a los niños.

—Entonces ¿por qué mató a todos los demás? ¿Por qué le metió una bala en la cabeza a mi padre? Y, si no es uno de ellos, ¿de dónde sacó el Ojo? Algo va mal, Evan, y tú sabes lo que es. Los dos lo sabemos. ¿Por qué no me lo cuentas y punto? ¿Confías en mí lo suficiente como para entregarme una pistola y dejar que te saque metralla del culo, pero no como para contarme la verdad?

Se me queda mirando un buen rato, hasta que dice:

—Ojalá no te hubieras cortado el pelo.

En otras circunstancias habría perdido los nervios, pero tengo demasiado frío, siento demasiadas náuseas y estoy demasiado harta.

—Te juro por Dios, Evan Walker, que si no te necesitara, te mataría ahora mismo —le digo fríamente.

—Pues me alegro de que me necesites.

—Y si descubro que me mientes sobre la parte más importante, te mataré.

—¿Cuál es la parte más importante?

—Lo de ser humano.

—Soy tan humano como tú, Cassie.

Me coge una mano con la suya. Las de ambos están manchadas de sangre, la mía con la suya, la suya con la de un niño no mucho mayor que mi hermano. ¿Cuántas personas habrá matado esta mano?

—¿Es eso lo que somos? —pregunto.

Ahora sí que estoy a punto de perder los nervios de verdad. No puedo confiar en él, pero tengo que confiar en él. No puedo creerlo, pero tengo que creerlo. ¿Es este el objetivo final de los Otros, la ola que acabará con todas las olas? ¿Arrancarnos a tiras la humanidad hasta dejarnos reducidos a nuestros huesos de animales, hasta que no seamos más que depredadores sin alma que les hacen el trabajo sucio, tan solitarios como los tiburones y con la misma compasión que los escualos?

Evan capta mi cara de animal acorralado.

—¿Qué pasa?

—No quiero ser un tiburón —susurro.

Se me queda mirando durante tanto rato que me hace sentir incómoda. Podría haber dicho: «¿Tiburón? ¿Quién? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién ha dicho que seas un tiburón?». En vez de eso, empieza a asentir con la cabeza, como si lo comprendiera perfectamente.

—No lo eres —responde.

Ha dicho que no lo soy, no que no lo somos. Ahora soy yo la que me quedo mirándolo un buen rato.

—Si la Tierra estuviera muriendo y tuviéramos que abandonarla —digo, muy despacio—, y encontráramos un planeta que alguien hubiera ocupado antes que nosotros, alguien con quien, por algún motivo, no fuéramos compatibles…

—Haríais lo que fuera necesario.

—Como tiburones.

—Como tiburones.

Supongo que intentaba decírmelo con delicadeza. Supongo que para él era importante que no me estrellara de golpe, que el impacto no fuese demasiado fuerte. Creo que quería que yo lo entendiera sin que él tuviera que explicarlo.

Aparto su mano de un manotazo: estoy furiosa por haber permitido que me toque. Furiosa por quedarme con él cuando sabía que había algo que no me contaba. Furiosa con mi padre por dejar que Sammy se subiera a aquel autobús. Furiosa con Vosch. Furiosa con el ojo verde que flota en el horizonte. Furiosa por haber roto la primera regla por el primer chico guapo que se cruza en mi camino, y ¿por qué? ¿Por qué? ¿Porque tenía manos grandes y amables, y le olía el aliento a chocolate?

Le golpeo una y otra vez en el pecho hasta que se me olvida por qué le pego, hasta que vacío toda mi furia y me quedo tan solo con el agujero negro en el que antes estaba Cassie.

Evan me sujeta los puños.

—¡Para, Cassie! ¡Cálmate! No soy tu enemigo.

—Entonces ¿de quién eres enemigo? ¿Eh? Porque eres el enemigo de alguien. No salías a cazar todas las noches… Al menos, no salías a cazar animales. Y no aprendiste tus movimientos de ninja asesino en la granja de tu padre. No dejas de repetir lo que no eres, cuando lo que yo quiero saber es qué eres. ¿Qué eres, Evan Walker?

Me suelta los puños y me sorprende poniéndome una mano en la cara, pasándome su suave pulgar por la mejilla, por encima del puente de la nariz, como si me tocara por última vez.

—Soy un tiburón, Cassie —dice, despacio, arrancándose las palabras de la boca, como si me hablara por última vez, mirándome con los ojos llenos de lágrimas, como si me viera por última vez—. Un tiburón que soñó que era un hombre.

Caigo a la velocidad de la luz por el agujero negro que se abrió con la Llegada y que lo devoró todo a su paso. El agujero al que miró mi padre cuando murió mi madre, el agujero que yo creía que estaba fuera, alejado de mí, pero que en realidad estuvo siempre en mi interior, desde el principio, creciendo, tragándose cada vestigio de esperanza, confianza y amor que me quedaba, abriéndose paso a bocados por la galaxia de mi alma mientras yo me aferraba a una elección, a una elección que ahora me mira como si fuera la primera vez.

Así que hago lo que la mayoría de las personas razonables haría en mi situación.

Corro.

Salgo corriendo por el bosque, con el cortante aire invernal de frente, ramas desnudas, cielo azul, hojas marchitas, hasta que abandono los árboles y llego a campo abierto, y el suelo helado cruje bajo mis pies, cubierta por la cúpula indiferente del cielo, la brillante cortina azul corrida sobre mil millones de estrellas que siguen aquí, que siguen mirándola, mirando a la chica que corre, la chica de pelo corto revuelto y lágrimas en las mejillas, la que no huye de nada, la que no corre en busca de nada, simplemente corre, corre como alma que lleva el diablo porque es lo más lógico cuando te das cuenta de que la única persona de la Tierra en la que has decidido confiar no es de la Tierra. Da igual que te haya salvado más veces de las que recuerdas o que, de haberlo querido, haya podido matarte en montones de ocasiones, o que tenga algo especial, tristeza, tormento y una soledad terrible, como si la última persona de la Tierra fuera él, no la chica que temblaba dentro del saco de dormir, abrazada a un osito de peluche en un mundo silencioso.

«Cállate, cállate, cállate de una vez».