67

Veinticuatro horas después, he cerrado el círculo que me conecta a Sammy como un cordón de plata: he regresado al lugar donde hice mi promesa.

El Campo Pozo de Ceniza está justo como lo dejé, lo que significa que no existe: en su lugar no hay más que un vacío de kilómetro y medio de ancho en el que acaba la carretera de tierra que atraviesa el bosque. El suelo está más duro que el acero y completamente desnudo, ni siquiera queda un diminuto rastrojo, una brizna de hierba o una hoja muerta. Por supuesto, es invierno, pero no creo que este claro abierto por los Otros vaya a florecer como un prado con la llegada de la primavera.

Señalo un punto a nuestra derecha.

—Ahí estaban los barracones. Creo. Cuesta distinguirlo sin más puntos de referencia que la carretera. Por allí estaba el almacén. Y por allí se iba al pozo de ceniza. Más allá está el barranco.

Evan sacude la cabeza, asombrado.

—No queda nada —dice mientras pisa con fuerza el suelo, que está duro como una roca.

—Sí que queda algo: yo.

—Ya sabes a qué me refiero —responde con un suspiro.

—Me he puesto demasiado intensa.

—Ummm, para variar —dice, y prueba a sonreír, pero su sonrisa ya no le funciona tan bien.

Ha estado muy callado desde que abandonamos su casa en llamas en medio del campo. A la menguante luz del día, se arrodilla en el suelo, saca el mapa y señala nuestra ubicación con la linterna.

—Esa carretera de tierra no está en el mapa, pero debe de conectarse con esta otra, más o menos por aquí. Podemos seguirla hasta la 675. De allí a Wright-Patterson es todo recto.

—¿Cuánta distancia hay? —pregunto mientras miro más allá de Evan.

—Unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Otro día más, si apretamos el paso.

—Lo apretaremos.

Me siento a su lado y le registro la mochila en busca de algo para comer. Encuentro una misteriosa carne curada envuelta en papel de cera y un par de galletas duras. Le ofrezco una a Evan, pero él sacude la cabeza: no.

—Necesitas comer —lo regaño—. Deja de preocuparte tanto.

Teme que nos quedemos sin comida. Tiene su fusil, claro, pero no habrá caza durante esta fase de la operación de rescate: debemos recorrer el campo en silencio. Aunque tampoco es que ese campo sea demasiado silencioso. La primera noche oímos disparos. A veces era el eco de una sola arma, otras veces, de más de una. Siempre a lo lejos, eso sí, nunca lo bastante cerca como para preocuparnos. A lo mejor se trataba de cazadores solitarios, como Evan, que vivían de la tierra. Puede que de pandillas errantes de cabras. ¿Quién sabe? O tal vez fueran otras niñas de dieciséis años armadas con un M16 y lo bastante estúpidas como para creer que eran las últimas representantes de la humanidad en la Tierra.

Se rinde y acepta una de las galletas. Se pone a roer un trozo. Mastica, pensativo, examinando el páramo mientras cae la noche.

—¿Y si han dejado de cargar autobuses? —pregunta por enésima vez—. ¿Cómo entraremos?

—Ya se nos ocurrirá algo —respondo.

Cassie Sullivan: experta planificadora de estrategias.

—Tienen soldados profesionales —dice, lanzándome una miradita—. Humvees. Y Black Hawks. Y esa… ¿Cómo la llamaste? La bomba del ojo verde. Será mejor que se nos ocurra algo bueno.

Se mete el mapa en el bolsillo, se levanta y se recoloca el fusil al hombro. Está a punto de hacer algo, no sé bien el qué. ¿Llorar? ¿Gritar? ¿Reírse?

Yo también. Las tres cosas, aunque puede que no por los mismos motivos. He decidido confiar en él, aunque, como alguien dijo una vez, no puedes obligarte a confiar en nadie. Así que lo mejor es meter todas tus dudas en una cajita, enterrarla a una profundidad considerable y luego intentar olvidar dónde la has enterrado. Mi problema es que esa cajita enterrada es como una costra y no puedo dejar de tirar de ella.

—Será mejor que nos vayamos —dice, serio, mirando al cielo. Las nubes que aparecieron el día anterior siguen ahí, tapando las estrellas—. Aquí estamos expuestos.

De repente, Evan vuelve la cabeza a la izquierda y se queda inmóvil como una estatua.

—¿Qué es? —susurro.

Él levanta la mano, sacude la cabeza brevemente y se asoma a la oscuridad, que es casi absoluta. Yo no veo nada, no oigo nada, pero no soy una cazadora como Evan.

—Una puñetera linterna —murmura, y me acerca los labios a la oreja—. ¿Qué tenemos más cerca, el bosque del otro lado de la carretera o el barranco?

Sacudo la cabeza, la verdad es que no lo sé.

—Supongo que el barranco —respondo al final.

No vacila, me coge de la mano y salimos a paso ligero hacia donde yo esperaba que estuviese el barranco. No sé durante cuánto tiempo corremos hasta llegar hasta allí, seguramente no tanto como me parece, porque la verdad es que se me hace eterno. Evan me baja por la pared rocosa hasta el fondo y después salta para ponerse a mi lado.

—¿Evan?

Se lleva el dedo a los labios y sube por un lateral para asomarse al borde. Hace un gesto hacia su mochila, así que meto la mano dentro y encuentro los prismáticos. Le tiro de la pernera del pantalón («¿Qué pasa?»), pero él se zafa de mí y se da un golpecito con los dedos en el muslo, con el pulgar escondido. ¿Que hay cuatro personas? ¿A eso se refiere? ¿O está usando una especie de código del cazador, en plan: «¡Ponte a cuatro patas!»?

Permanece inmóvil un buen rato. Por fin baja a rastras y vuelve a acercarme los labios a la oreja.

—Vienen hacia aquí.

Escudriña la penumbra de la pared del otro lado del barranco, mucho más escarpada que aquella por la que hemos bajado, pero en esa parte está el bosque, o lo que queda de él: tocones destrozados, marañas de ramas y enredaderas rotas. Buen sitio para ocultarse. O, al menos, mejor que estar completamente expuestos en una hondonada en la que los malos pueden pescarnos como peces en un barril. Se muerde el labio, sopesando las posibilidades. ¿Tenemos tiempo de trepar por el otro lado antes de que nos vean?

—Quédate agachada.

Se quita el fusil del hombro, asienta las botas en la inestable superficie y apoya los codos en la tierra de arriba. Estoy justo debajo de él, con el M16 en los brazos. Sí, me ha dicho que me quedara agachada, lo sé, pero no pienso hacerme un ovillo y esperar a que acabe todo. Eso ya lo he hecho antes y no pienso volver a hacerlo.

Evan dispara, y eso aniquila la tranquilidad del crepúsculo. El retroceso del fusil lo desequilibra, el pie le resbala y cae al suelo. Por suerte, hay una imbécil justo debajo de él para frenar la caída. Por suerte para él, no para la imbécil.

Se aparta para liberarme de su peso, me pone en pie de un tirón y me empuja hacia el lado contrario. Sin embargo, cuesta moverse deprisa cuando no puedes respirar.

Una bengala cae en el barranco y desgarra la oscuridad con un resplandor rojo infernal. Evan me mete las manos bajo los hombros y me sube. Me aferro al borde con las puntas de los dedos e intento encontrar apoyo en la pared con los pies, moviéndolos como si fuese una ciclista demente. Entonces, Evan me pone las manos en el culo para darme un último empujón, y aterrizo en el otro lado.

Me vuelvo para ayudarlo a salir, pero él me grita que corra (ya no tiene sentido guardar silencio) justo cuando un pequeño objeto con forma de piña cae en el barranco, detrás de él.

—¡Una granada! —grito dándole a Evan todo un segundo para ponerse a cubierto.

No basta.

El estallido lo derriba y, en ese momento, una figura de uniforme aparece al otro lado del barranco. Abro fuego con mi M16 mientras grito incoherencias a pleno pulmón. La figura trastabilla hacia atrás, pero sigo disparando. Creo que no se esperaba que Cassie Sullivan respondiera así a su invitación a la juerga postapocalíptica alienígena.

Vacío el cargador y meto otro nuevo. Cuento hasta diez, me obligo a bajar la vista, segura de lo que voy a ver cuando lo haga: el cadáver de Evan al fondo del barranco, hecho jirones, y todo porque yo era la única cosa por la que creía que merecía la pena morir. Por mí, por la chica que le permitió besarla, pero que nunca se decidió a besarlo ella primero. Por la chica que, en lugar de darle las gracias por haberle salvado la vida, se lo pagó con sarcasmo y acusaciones. Sé lo que veré cuando baje la mirada, pero no es eso lo que veo.

Evan no está.

La vocecita de mi cabeza, esa cuyo trabajo consiste en mantenerme viva, me grita: «¡Corre!».

Así que corro.

Salto por encima de árboles caídos y arbustos resecos por el frío, y llega a mis oídos el familiar ruido de los disparos de armas automáticas.

Granadas, bengalas, armas de asalto. No nos persiguen unos cabras: estos son profesionales.

Al salir del maligno resplandor de la bengala, me topo con un muro de oscuridad y me estrello contra un árbol. El impacto me tumba. No sé cuánto me he alejado, pero debo de haber recorrido una buena distancia, porque no veo el barranco y lo único que oigo es el latido de mi corazón.

Corro a gatas hasta un pino caído y me acurruco detrás de él mientras espero a recuperar el aliento que dejé en el barranco. Mientras espero a que otra bengala ilumine el bosque que tengo delante. Mientras espero a que los Silenciadores vengan a por mí, abriéndose paso entre la maleza.

Oigo un fusil a lo lejos, seguido de un grito agudo.

Después, una lluvia de tiros de automáticas y otra granada. Después, silencio.

«Bueno, no me disparan a mí, así que debe de ser Evan», pienso. Eso me hace sentir mejor y mucho peor, todo a la vez, porque él sigue allí, solo ante los profesionales, y ¿dónde estoy yo? Escondida detrás de un árbol, como si fuera una niña.

Pero ¿qué sería de Sams? Puedo correr de vuelta a una pelea que, seguramente, perderé, o quedarme donde estoy y vivir lo suficiente para mantener mi promesa.

El mundo se ha reducido a nuestras elecciones: una cosa o la otra.

Otro disparo de fusil. Otro grito afeminado.

Más silencio.

Está derribándolos uno a uno. Un granjero sin experiencia en combate contra un pelotón de soldados profesionales. Que lo superan en número y en armas. Acaba con ellos con la misma eficiencia brutal que el Silenciador de la interestatal, el cazador del bosque que me persiguió hasta que tuve que ocultarme bajo un coche y desapareció misteriosamente.

¡Pum!

Grito.

Silencio.

No me muevo. Espero detrás de mi tronco, aterrada. En los últimos diez minutos nos hemos hecho tan amigos que estoy por bautizarlo: Howard, mi tronco mascota.

«¿Sabes que cuando te vi por primera vez en el bosque creía que el oso era tuyo?».

Crujidos y chasquidos de hojas muertas y ramitas. Una sombra negra en la oscuridad del bosque. Un Silenciador que me llama en voz baja. Mi Silenciador.

—¿Cassie? Cassie, ya estás a salvo.

Me levanto y apunto con mi fusil al rostro de Evan Walker.