66

Llevamos varias semanas preparándonos. Hoy, el último día, no queda gran cosa que hacer salvo esperar a que llegue la noche. Viajamos ligeros; Evan creía que llegaríamos a Wright-Patterson en dos o tres noches, siempre y cuando no nos encontráramos con algún imprevisto, como otra tormenta de nieve o la muerte de uno de los dos… O la muerte de los dos, lo que retrasaría la operación indefinidamente.

A pesar de haber reducido mi equipaje a lo mínimo, me cuesta meter al oso en la mochila. A lo mejor le corto las patas y le digo a Sammy que se las voló en pedazos el Ojo que acabó con el Campo Pozo de Ceniza.

El Ojo. Decido que eso sería aún mejor: no volarle a Vosch la cabeza, sino meterle una bomba alienígena por los pantalones.

—A lo mejor no deberías llevártelo —dice Evan.

—A lo mejor deberías callarte —mascullo mientras doblo al oso por la mitad y cierro la cremallera—. Ya está.

—¿Sabes que cuando te vi por primera vez en el bosque creía que el oso era tuyo? —me dice, sonriendo.

—¿En el bosque?

Pierde la sonrisa.

—No me encontraste en el bosque —le recuerdo. De repente, la habitación parece estar diez grados más fría—. Me encontraste en medio de un banco de nieve.

—Quería decir que yo estaba en el bosque, no tú —responde—. Te vi desde el bosque, a casi un kilómetro de allí.

Asiento con la cabeza, pero no porque me lo crea. Asiento porque sé que no me equivoco al no creérmelo.

—Todavía no has salido de ese berenjenal, Evan. Eres dulce y tienes unas cutículas increíbles, pero sigo sin estar segura de por qué tienes las manos tan suaves o de por qué olían a pólvora la noche que, supuestamente, visitaste la tumba de tu novia.

—Te lo dije anoche, llevo dos años sin ayudar en la granja, y ese día limpié mi arma. No sé qué más…

—Solo confío en ti porque se te da bien el fusil y porque, a pesar de haber tenido mil oportunidades, no lo has empleado para matarme —lo corto—. No te lo tomes como algo personal, pero hay algo en ti y en esta situación que no acabo de entender, aunque eso no quiere decir que no vaya a entenderlo nunca. Lo averiguaré y, si la verdad es algo que te pone contra mí, haré lo que tenga que hacer.

—¿El qué? —pregunta, y esboza esa maldita sonrisa ladeada tan sexy mientras levanta los hombros y hunde las manos hasta el fondo de los bolsillos, como si fuera un niño al que han pillado en una travesura.

Supongo que lo hace para volverme loca, en el buen sentido. ¿Qué tiene este chico que me dan ganas de abofetearlo y besarlo, de huir de él y correr hacia él, de abrazarlo y darle una patada en las pelotas, todo a la vez? Me gustaría culpar a la Llegada del efecto que ejerce sobre mí, pero algo me dice que los chicos llevan provocándonos estas reacciones desde hace bastante más tiempo.

—Lo que tenga que hacer —repito.

Subo las escaleras. Pensar en lo que tengo que hacer me ha recordado algo que quería hacer antes de marcharnos.

Rebusco por los cajones del cuarto de baño hasta que encuentro unas tijeras y procedo a cortarme quince centímetros de melena. Cuando oigo crujir las tablas del suelo, grito, sin volverme:

—¡Deja de acosarme!

Un segundo después, Evan asoma la cabeza.

—¿Qué estás haciendo? —pregunta.

—Un corte de pelo simbólico. ¿Qué haces tú? Ah, sí, me sigues, me acechas detrás de las puertas. Puede que un día de estos reúnas el valor suficiente para entrar, Evan.

—Parece que te estás cortando el pelo de verdad.

—He decidido librarme de todas las cosas que me molestan —respondo, lanzándole una miradita a través del espejo.

—¿Por qué te molesta?

—¿Por qué preguntas?

Ahora estoy mirando mi reflejo, pero ahí está él: lo veo con el rabillo del ojo. Maldita sea, más simbolismo.

Toma la sabia decisión de largarse. Un par de tijeretazos, y el lavabo se llena de rizos. Lo oigo bajar con estrépito las escaleras y después me llega el portazo de salida. Supongo que mi deber era pedirle permiso primero, como si le perteneciera, como si fuera un cachorrito que encontró en la nieve.

Doy un paso atrás para examinar mi obra. Con el pelo corto y sin maquillaje parece que tengo doce años. Vale, unos catorce. Sin embargo, con la actitud correcta y los accesorios apropiados, alguien podría confundirme con una preadolescente. Puede que incluso se ofreciera a llevarme en su alegre autobús escolar amarillo.

Esa tarde, un manto de nubes grises se extiende por el cielo y trae consigo el crepúsculo antes de tiempo. Evan vuelve a desaparecer y regresa al cabo de unos minutos con dos contenedores de veinte litros de gasolina cada uno. Lo miro, y él dice:

—Estaba pensando en que no nos vendría mal una distracción.

—¿Vas a quemar tu casa? —pregunto tras procesar la información.

—Voy a quemar mi casa —asiente él, como si lo estuviera deseando.

Levanta uno de los contenedores y lo lleva arriba para empapar los dormitorios. Yo salgo al porche para escapar de los vapores. Un enorme cuervo negro da saltitos por el patio, se detiene y me echa una mirada con sus ojillos negros. Medito la posibilidad de sacar mi pistola y dispararle.

No creo que fallara: ahora, gracias a Evan, tengo muy buena puntería y, además, odio los pájaros.

La puerta se abre y una nube de olor nauseabundo sale al exterior. Me alejo del porche, y el cuervo se aleja volando entre graznidos. Evan moja el porche y lanza la lata vacía contra el lateral de la casa.

—El granero —le digo—. Si querías una distracción, deberías haber quemado el granero. Así la casa seguiría aquí cuando volviéramos.

«Porque me gustaría pensar que vamos a volver, Evan. Sammy, tú y yo, una gran familia feliz».

—Ya sabes que no vamos a volver —responde, y enciende la cerilla.