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—Esto es una mierda, una mierda muy gorda —me dice Picapiedra—. ¿Reznik era el francotirador?

Estamos sentados con la espalda apoyada en el muro de hormigón del garaje; Hacha y Bizcocho se encuentran en los flancos, observando la calle. Yo tengo a Dumbo a un lado y a Picapiedra, al otro; Tacita se ha sentado entre ellos, con la cabeza apretada contra mi pecho.

—Reznik es un infestado —le digo por tercera vez—. El Campo Asilo es suyo. Nos han estado usando para…

—¡Cierra el pico, Zombi! ¡Es la locura más paranoica que he oído! —exclama Picapiedra. Tiene la cara roja como un tomate y le tiembla la ceja—. ¡Te has cargado a nuestro instructor! ¡Que estaba intentando matarnos a nosotros! ¡En una misión para eliminar a infestados! Vosotros haced lo que queráis, pero yo ya estoy harto. Se acabó.

Se pone de pie y sacude el puño hacia mí.

—Voy a volver al punto de encuentro para esperar a la evacuación. Esto es… —intenta buscar la palabra adecuada, pero al final se conforma con—: Una trola.

—Picapiedra —le digo en voz baja y con tranquilidad—, siéntate.

—Increíble: te has vuelto Dorothy. Dumbo, Bizcocho, ¿vosotros os lo tragáis? No puedo creerme que os lo traguéis.

Saco el dispositivo plateado del bolsillo y lo abro. Se lo pego a la cara.

—¿Ves ese punto verde de ahí? Ese eres tú.

Bajo por la pantalla hasta su número y lo ilumino pulsándolo con el dedo. El botón parpadea.

—¿Sabes qué pasa cuando aprietas el botón verde?

Es una de esas frases que te provocan insomnio para el resto de tu vida y que desearías no haber dicho nunca.

Picapiedra se abalanza sobre el cacharro y me lo quita de las manos. Podría haber llegado a tiempo para impedírselo, pero tengo a Tacita en el regazo y eso me ralentiza. Lo único que sucede antes de que apriete el botón es que grito:

—¡No!

La cabeza de Picapiedra cae hacia atrás, como si alguien le hubiese dado un buen golpe en la frente. Se le abre la boca y los ojos se le vuelven hacia el techo.

Después se desploma como un peso muerto, como una marioneta a la que le han soltado las cuerdas.

Tacita está gritando. Hacha me la quita de encima para que pueda arrodillarme junto a Picapiedra. No tengo que mirarle el pulso para saber que está muerto, pero lo hago de todos modos. Solo hace falta mirar la pantalla del dispositivo que lleva en la mano: un punto rojo sustituye al punto verde.

—Supongo que tenías razón, Hacha —le digo, volviendo la cabeza para mirarla.

Recojo el mando de la mano sin vida de Picapiedra. La mía tiembla. Pánico. Confusión. Pero, sobre todo, rabia: estoy furioso con él. Me tienta la idea de pegarle un puñetazo en esa cara tan grande y gorda que tiene.

Detrás de mí, Dumbo dice:

—¿Qué vamos a hacer ahora, sargento?

A él también le ha entrado el pánico.

—Ahora mismo vas a quitarles los implantes a Bizcocho y a Tacita.

—¿Yo? —pregunta, y la voz le sube una octava.

La mía baja una.

—Eres el sanitario, ¿no? Hacha te lo quitará a ti.

—Vale, pero después ¿qué vamos a hacer? No podemos volver. No podemos… ¿Adónde vamos a ir ahora?

Hacha me está mirando. Cada vez se me da mejor interpretar sus expresiones, y ese modo de inclinar ligeramente los labios hacia abajo indica que se está preparando, como si ya supiera lo que voy a decir. ¿Quién sabe? Seguramente lo sepa.

—No vais a volver, Dumbo.

—Quieres decir que no vamos a volver —me corrige Hacha—. Todos nosotros, Zombi.

Me levanto. Es como si enderezarme me costara una eternidad. Doy un paso hacia ella. El viento le echa el pelo a un lado, una bandera negra ondeante.

—Hemos dejado a uno atrás —digo.

Ella sacude la cabeza bruscamente. Me gusta la forma en que el flequillo se le mueve adelante y atrás.

—¿Frijol? Zombi, no puedes volver a por él, es un suicidio.

—No puedo abandonarlo. Hice una promesa.

Empiezo a explicarlo, pero no sé ni por dónde empezar. ¿Cómo lo expreso con palabras? Es imposible, es como intentar localizar el punto de partida de un círculo.

O encontrar el primer eslabón de una cadena de plata.

—Ya hui una vez —digo al fin—. No volveré a hacerlo.