61

Somos la humanidad.

Es una mentira. El País de las Maravillas. Campo Asilo. La guerra en sí.

Qué fácil les ha resultado, qué asombrosamente fácil, después de todo por lo que habíamos pasado. O puede que fuera tan sencillo por culpa de todo por lo que habíamos pasado.

Nos han recogido, nos han vaciado, y nos han llenado de odio, astucia y espíritu de la venganza.

Para enviarnos otra vez al exterior.

Para que matemos a los que quedan con vida.

Jaque mate.

Me entran ganas de vomitar. Hacha me sujeta el hombro mientras poto sobre un cartel que está tirado en el suelo: «¡OTOÑO DE MODA!».

Ahí está Chris, detrás del cristal polarizado. Y ahí está el botón que dice «ejecutar». Y mi dedo, golpeando con fuerza. Qué fácil me resultaría matar a otra persona.

Cuando termino, me pongo a balancearme sobre los talones. Noto sus dedos fríos restregándome la nuca. Oigo su voz diciéndome que no pasará nada. Me arranco el ocular para matar el verde y devolverle a Hacha su cara. Ella es Hacha y yo soy yo, aunque ya no estoy seguro de lo que eso significa. No soy lo que yo creía. El mundo no es lo que yo creía. A lo mejor ese es el tema: ahora, el mundo es suyo y nosotros somos los alienígenas.

—No podemos volver —digo, medio ahogado, y ahí están sus ojos profundos y cortantes, y sus fríos dedos masajeándome el cuello.

—No, no podemos, pero podemos seguir adelante —responde mientras recoge mi fusil y me lo pone contra el pecho—. Y podemos empezar con ese hijo de puta de ahí arriba.

Pero antes debe sacarme el implante. Duele más de lo que esperaba, menos de lo que me merezco.

—No te fustigues —me dice Hacha mientras lo extrae—. Nos han engañado a todos.

—Y a los que no han podido engañar los han llamado Dorothy y los han matado.

—No solo a ellos —dice Hacha con amargura.

Entonces caigo, y la idea me golpea como si recibiera un puñetazo en el corazón: el hangar de P&E. Las chimeneas gemelas que escupían humo negro y gris. Los camiones cargados de cadáveres, cientos de cadáveres todos los días. Miles cada semana. Y los autobuses que llegaban todas las noches repletos de refugiados, llenos de muertos vivientes.

—El Campo Asilo no es una base militar —susurro mientras me cae la sangre por el cuello.

—Ni un campo de refugiados.

Asiento con la cabeza y me trago la bilis que me sube a la garganta. Sé que espera a que lo diga en voz alta. A veces tienes que decir la verdad en voz alta para que parezca real.

—Es un campo de exterminio.

Hay un viejo dicho que afirma que la verdad te hará libre. No me lo creo. A veces, la verdad cierra la puerta de tu celda y la atranca con mil cerrojos.

—¿Estás listo? —pregunta Hacha, que parece ansiosa por terminar de una vez.

—No lo mataremos —respondo.

Hacha me echa una mirada como diciendo: «¿Qué?». Pero yo estoy pensando en Chris, amarrado a un sillón detrás de un espejo espía. Estoy pensando en los cadáveres que echábamos a la cinta transportadora que llevaba su cargamento humano a la boca caliente y hambrienta del incinerador. Ya me han utilizado lo suficiente.

—Neutralizar y desarmar: esa es la orden, ¿entendido?

Ella vacila, pero después asiente. No logro descifrar su expresión, como casi siempre. ¿Está jugando al ajedrez de nuevo? Todavía oímos a Bizcocho disparar desde el otro lado de la calle. Debe de estar quedándose sin munición. Ha llegado el momento.

Salir al vestíbulo supone sumergirse en la oscuridad más absoluta. Avanzamos hombro con hombro, recorriendo las paredes con los dedos para orientarnos, y probamos todas las puertas en busca de la que da a las escaleras. Solo se oye el ruido que hacemos al respirar el aire frío y rancio del edificio, y el chapoteo de las botas en los dos centímetros de agua helada y apestosa; debe de haberse roto una cañería. Abro una puerta al final del pasillo y noto una corriente de aire fresco. Escaleras.

Nos detenemos en el rellano de la cuarta planta, al pie de los estrechos escalones que dan al tejado. La puerta está entreabierta; nos llegan los disparos del fusil del francotirador, aunque aún no lo vemos. Hacernos señales a oscuras no sirve de nada, así que tiro de Hacha para acercarla a mí y pego los labios a su oreja.

—Por el sonido, está justo delante.

Ella asiente, y su pelo me hace cosquillas en la nariz.

—Entramos a lo burro —añado.

Ella es mejor tiradora que yo, así que irá delante. Yo haré el segundo disparo si falla o cae. Hemos ensayado esto cien veces, pero en todas intentábamos eliminar el objetivo, no inutilizarlo. Y el objetivo nunca devolvía los disparos. Se acerca a la puerta. Estoy justo detrás de ella, con la mano en su hombro. El viento silba a través de la rendija como si fuera el gimoteo de un animal moribundo. Hacha, con la cabeza inclinada, espera mi señal respirando profundamente y manteniendo la calma. Me pregunto si estará rezando y, en caso de que así sea, si le reza al mismo Dios que yo. Por algún motivo, no lo creo. Le doy una palmada en el hombro, y ella abre la puerta de una patada. Es como si hubiese salido disparada de un cañón: desaparece en el remolino de nieve antes de que yo me plante en el tejado, y en cuanto oigo el fuerte repiqueteo de su arma casi me tropiezo con ella, arrodillada sobre la húmeda alfombra de nieve blanca. Unos tres metros delante de Hacha, el francotirador está tumbado de lado, agarrándose la pierna con una mano mientras intenta recuperar su fusil con la otra. Debe de haber salido volando con el disparo. Ella apunta otra vez y le da en la mano. La palma debe de medirle unos ocho centímetros y Hacha le da de pleno. En la penumbra. A través de la cortina de nieve. El hombre se lleva la mano al pecho con un grito de sorpresa. Le doy un toque a Hacha en la cabeza y le hago señas para que se levante.

—¡No te muevas! —le chillo al francotirador—. ¡No te muevas!

Él se incorpora, con la mano destrozada en el pecho, de cara a la calle, inclinado hacia delante, y, aunque no vemos lo que hace con la otra mano, sí distingo un relámpago plateado y lo oigo gruñir:

—Gusanos.

Y algo dentro de mí se queda helado. Conozco esa voz.

Esa voz me ha gritado, me ha humillado, me ha denigrado, me ha amenazado y me ha maldecido. Me ha seguido desde el instante en que me despertaba hasta el instante en que me acostaba. Me ha hablado entre dientes, me ha chillado, me ha ladrado y me ha escupido. A mí y a todos nosotros.

Reznik.

Los dos la oímos y nos quedamos pegados al suelo. Nos deja sin aliento. Nos congela las ideas.

Y eso le concede tiempo.

Un tiempo que nos oprime cuando se levanta, que se eterniza como si el reloj universal que puso en marcha el Big Bang se quedara sin energía.

Ponerse en pie. Eso le lleva unos siete u ocho minutos.

Volverse para mirarnos. Para eso necesita al menos diez.

Lleva algo en la mano intacta y lo pulsa con la ensangrentada. Para eso tarda otros veinte minutos.

Entonces, Hacha vuelve a la vida. La bala da en el pecho de Reznik, que cae de rodillas. Se le abre la boca. Se desploma boca abajo en el suelo, frente a nosotros.

El reloj se reinicia.

Nadie se mueve. Nadie dice nada.

Nieve. Viento. Como si estuviéramos en la cima de una montaña helada. Hacha se acerca a él y lo pone boca arriba. Le quita el dispositivo plateado de la mano. Yo me quedo mirando esa pálida cara de rata picada de viruela y, de algún modo, me sorprendo y no me sorprendo.

—Se pasa meses entrenándonos para poder matarnos —digo.

Hacha sacude la cabeza. Está mirando la pantalla del dispositivo plateado. La luz le ilumina la cara y resalta el contraste entre su piel de nácar y su pelo de ébano. Bajo esta luz está preciosa; no es una belleza angelical, sino más bien la belleza de un ángel de la muerte.

—No iba a matarnos, Zombi, pero lo hemos sorprendido y no le hemos dejado otra alternativa. Y no iba a hacerlo con el fusil. —Levanta el dispositivo en alto para enseñarme la pantalla—. Creo que iba a matarnos con esto.

La mitad superior de la pantalla la ocupa una cuadrícula. Hay un grupo de puntos verdes en la esquina de la izquierda. Otro grupo de puntos verdes más cerca del centro.

—El pelotón —digo.

—Y este punto solitario debe de ser Bizcocho.

—Lo que significa que, si no nos hubiésemos extraído los dispositivos…

—Habría sabido exactamente dónde estábamos —dice Hacha—. Nos habría estado esperando y nos habría dado por culo.

Señala los dos números iluminados en la parte inferior de la pantalla. Uno de ellos es el número que me asignaron cuando la doctora Pam me etiquetó. Imagino que el otro es el de Hacha. Debajo de los números hay un botón verde que parpadea.

—¿Qué pasa si aprietas ese botón? —pregunto.

—Supongo que nada —responde, y lo aprieta.

Doy un respingo, pero ha supuesto bien.

—Es un botón asesino —explica—. Tiene que ser eso. Conectado a nuestros implantes.

Podría habernos frito en cualquier momento. Matarnos no era el objetivo, así que ¿qué pretendía?

—Los tres «infestados» —dice Hacha, leyendo la pregunta en mi expresión—. Por eso hizo el primer disparo. Somos el primer pelotón que sale del campamento: tiene sentido que nos monitoricen para ver cómo nos comportamos en un combate real. O en lo que pensamos que es un combate real. Para asegurarnos de que reaccionamos como ratitas obedientes ante los cebos verdes. Han tenido que soltarlo antes que a nosotros, para que apretase el gatillo si nosotros no lo hacíamos. Como no lo hemos hecho, nos ha dado un incentivo.

—Y ha seguido disparando para…

—Para mantenernos en tensión y listos para volar en pedazos cualquier punto verde que brille.

Ahí, bajo la nieve, tengo la sensación de que Hacha me mira a través de una cortina de gasa blanca. Los copos se le posan en las cejas y lanzan destellos desde su pelo.

—Es mucho riesgo —comento.

—En realidad, no. Nos tenía en este pequeño radar. En el peor de los casos, solo tenía que apretar el botón. El problema es que no ha tenido en cuenta un caso aún peor.

—Que nos quitáramos los implantes.

Hacha asiente y se aparta la nieve que se le pega a la cara.

—No creo que ese imbécil esperase que diésemos media vuelta y lucháramos.

Me pasa el dispositivo. Cierro la tapa y me lo meto en el bolsillo.

—Nos toca, sargento —dice en voz baja, o tal vez es la nieve que le ahoga un poco la voz—. ¿Cuáles son las órdenes?

Me trago una buena bocanada de aire y lo dejo salir poco a poco.

—Volvemos con el pelotón. Les sacamos los implantes a todos…

—¿Y?

—Rezamos por que no haya un batallón de Reznik de camino.

Me vuelvo para marcharme, pero ella me sujeta el brazo.

—¡Espera! No podemos volver sin los implantes.

Tardo un segundo en pillarlo. Después asiento y me restriego los labios dormidos con el dorso de la mano. Nos encenderemos como bombillas en sus oculares si no llevamos los implantes.

—Bizcocho nos derribará antes de que terminemos de cruzar la calle.

—¿Nos los metemos en la boca?

Sacudo la cabeza. ¿Y si nos los tragamos sin querer?

—Tenemos que volver a meterlos donde estaban, vendar bien las heridas y…

—¿Esperar que no se caigan?

—Y esperar que sacarlos no los haya desactivado… ¿Qué? —pregunto—. ¿Demasiada esperanza?

—Puede que esa sea nuestra arma secreta —responde ella.

Le tiembla un poco la comisura de los labios.