El camión se ha quemado hasta los neumáticos. Agachado en la entrada para peatones del aparcamiento, señalo el edificio del otro lado de la calle, que desprende un brillo naranja a la luz del fuego.
—Ese es nuestro punto de entrada. La tercera ventana empezando por la izquierda está completamente reventada. ¿La ves?
Hacha asiente, distraída. Le está dando vueltas a algo: no deja de jugar con el ocular, se lo aparta del ojo y se lo vuelve a poner. Ha desaparecido la seguridad que mostraba delante del pelotón.
—El disparo imposible… —susurra, y se vuelve hacia mí—. ¿Cómo sabes si te estás volviendo Dorothy?
Sacudo la cabeza; ¿de dónde ha salido eso ahora?
—No te estás volviendo Dorothy —le digo, y le doy una palmada en el brazo para enfatizar mi respuesta.
—¿Cómo puedes estar seguro?
Mira a un lado y a otro, inquieta, buscando un punto en el que detenerse. Le bailan los ojos como los de Tanque antes de saltar.
—Los locos… nunca creen estar locos. Para ellos, su locura tiene mucho sentido.
En su rostro veo una expresión desesperada, nada propia de ella.
—No estás loca. Confía en mí.
Error.
—¿Por qué iba a hacerlo? —pregunta. Es la primera vez que le descubro alguna emoción en la voz—. ¿Por qué voy a confiar en ti y por qué vas tú a confiar en mí? ¿Cómo sabes que no soy uno de ellos, Zombi?
Por fin, una pregunta fácil.
—Porque nos han examinado. Y porque no emitimos un brillo verde en los oculares.
Ella se me queda mirando un buen rato y murmura:
—Dios, ojalá jugaras al ajedrez.
Han transcurrido nuestros diez minutos. Por encima de nosotros, Bizcocho abre fuego contra el tejado del otro lado de la calle; el francotirador lo devuelve de inmediato. Allá vamos. Cuando apenas hemos salido al bordillo de la acera, el asfalto estalla delante de nosotros. Nos dividimos: Hacha corre a la derecha y yo, a la izquierda. Entonces oigo el zumbido de una bala —un ruido agudo parecido al que hace el papel de lija—, más o menos un mes antes de que me rasgue la manga de la chaqueta. El instinto inculcado tras meses de instrucción es demasiado fuerte para resistirlo: debo devolver los disparos. Salto a la acera y, en dos pasos, me pego al reconfortante frío del hormigón del edificio. Y entonces veo que Hacha resbala en un charco de hielo y cae de bruces en la acera. Ella me hace un gesto: «¡No!». Otro disparo arranca un trozo de bordillo que le pasa rozando el cuello. Que le den a su «no». Me agacho a por ella, la cojo por el brazo y la llevo hacia el edificio. Otra bala me pasa rozando la cabeza mientras retrocedo para ponernos a salvo.
Está sangrando. La herida despide un brillo negro a la luz del fuego. Ella me hace un gesto para que siga. Corremos por el lateral del edificio hasta la ventana rota y nos lanzamos al interior.
Hemos tardado menos de diez minutos en cruzar. Me han parecido dos horas.
Estamos dentro de lo que era una boutique de lujo. La han desvalijado varias veces: solo hay estantes vacíos y perchas rotas, espeluznantes maniquís sin cabeza y fotos de modelos muy serias en las paredes. En un cartel que hay sobre el mostrador se lee: «LIQUIDACIÓN POR CIERRE».
Hacha se ha apretujado contra una esquina de la tienda con buenos ángulos de visión de las ventanas y la puerta que da al vestíbulo. Se sujeta el cuello con una mano, en la que luce un guante de sangre. Tengo que echarle un vistazo a la herida, pero ella no quiere que mire. Al final le suelto:
—No seas estúpida, déjame verla.
Así que obedece. Es superficial, entre un corte y una raja. Encuentro un pañuelo en una de las mesas de la tienda. Hacha hace una bola con él y lo usa para apretarse el cuello. Después me señala la manga rota con la cabeza.
—¿Te han dado?
Sacudo la cabeza y me dejo caer en el suelo, a su lado. A los dos nos cuesta respirar. La cabeza me da vueltas por culpa de la adrenalina.
—No me gusta criticar, pero este francotirador es un desastre.
—Tres disparos, tres fallos. Ojalá estuviésemos jugando al béisbol.
—Han sido muchos más de tres —la corrijo.
Múltiples disparos a sus objetivos, y lo único que ha conseguido es una herida superficial en la pierna de Tacita.
—Un aficionado.
—Seguramente.
—Seguramente —repite ella con rabia.
—No se ha encendido el disco y no es un profesional. Un tipo solitario defendiendo su terreno… A lo mejor se esconde de los mismos tíos a los que hemos venido a buscar y está muerto de miedo.
No añado «como nosotros», ya que solo puedo hablar por mí.
Fuera, Bizcocho sigue dándole trabajo al francotirador. Pum, pum, pum, silencio tenso, pum, pum, pum. El francotirador siempre responde.
—Entonces, esto debería ser fácil —dice Hacha, muy seria.
—No se ha encendido, Hacha —insisto, algo perplejo con su reacción—. No estamos autorizados para…
—Yo sí: aquí tengo la autorización —responde mientras se pone el fusil en el regazo.
—Ummm, creía que nuestra misión consistía en salvar a la humanidad.
Ella me mira con el rabillo del ojo que tiene al descubierto.
—Ajedrez, Zombi: defenderse del movimiento que todavía no se ha hecho. ¿Importa que no se ilumine cuando lo observamos a través de nuestros oculares? ¿Que no nos acertara cuando podría habernos derribado? Si dos posibilidades son igual de probables pero mutuamente excluyentes, ¿cuál es la más importante? ¿Por cuál apuestas la vida?
Estoy asintiendo, pero no la sigo.
—Me estás diciendo que podría ser un infestado —aventuro.
—Te estoy diciendo que lo más seguro es proceder como si lo fuera.
Saca el cuchillo de combate de la funda, y doy un respingo al recordar su comentario sobre Dorothy. ¿Por qué ha sacado Hacha su cuchillo?
—Lo que importa —dice en tono pensativo. De repente está muy tranquila, como una nube de tormenta a punto de reventar, como un volcán humeante a punto de entrar en erupción—. ¿Qué importa, Zombi? Siempre se me dio muy bien averiguarlo, y mejoré mucho después de los ataques. ¿Qué es lo que de verdad importa? Mi madre murió primero. Fue horrible… Pero lo que de verdad importaba era que seguía teniendo a mi padre, a mi hermano y a mi hermana pequeña. Después, los perdí, y lo que importaba era que yo seguía viva. Y a mí no me importaban demasiadas cosas: comida, agua, protección. ¿Qué más necesitas? ¿Qué más importa?
Esto no me gusta nada y va de camino de gustarme aún menos. No tengo ni idea de lo que pretende, pero si Hacha se vuelve Dorothy delante de mis narices, estoy jodido. Y puede que los demás también. Tengo que devolverla al presente. Lo que mejor funciona en estos casos es el contacto físico, pero temo que, si la toco, me destripe con esa hoja de veinticinco centímetros.
—¿Importa, Zombi? —pregunta, estirando el cuello para mirarme a los ojos mientras da vueltas al cuchillo entre las manos, muy despacio—. ¿Importa que nos haya disparado a nosotros y no a los tres infestados que tenía delante? ¿O que haya fallado estrepitosamente al dispararnos? —Sigue dando vueltas al cuchillo, y la punta le deja una huella en el dedo—. ¿Importa que consiguieran ponerlo todo en marcha después del pulso electromagnético? ¿Que estén funcionando bajo las narices de la nave nodriza, reuniendo supervivientes, matando infestados y quemando sus cadáveres a cientos, armándonos y entrenándonos, y enviándonos a matar al resto? Dime que esas cosas no importan. Dime que la probabilidad de que no sean lo que dicen ser es insignificante. Dime a qué posibilidad debo apostar la vida.
Asiento de nuevo. Esta vez sí que la sigo, y este camino acaba en un lugar muy oscuro. Me agacho a su lado y la miro fijamente a los ojos.
—No conozco la historia de ese tío y no sé nada del pulso, pero el comandante me explicó por qué nos dejan en paz: creen que ya no somos una amenaza para ellos.
—¿Cómo sabe el comandante lo que piensan? —me suelta mientras se echa el flequillo atrás con un movimiento de cabeza.
—El País de las Maravillas. Conseguimos el perfil de un…
—El País de las Maravillas —repite y asiente bruscamente. Deja de mirarme a la cara para contemplar la calle nevada del exterior. Después me mira de nuevo—. El País de las Maravillas es un programa alienígena.
—Claro —respondo. Le sigo la corriente, intentando con cuidado que dé marcha atrás—. Lo es, Hacha, ¿no te acuerdas? Después de que recuperásemos la base, lo encontramos oculto…
—A no ser que no lo hiciéramos, Zombi, a no ser que no lo hiciéramos —repite, y me apunta con el cuchillo—. Es una posibilidad igualmente válida, y las posibilidades importan. Confía en mí, Zombi: soy una experta en lo que importa. Hasta ahora, he estado jugando a la gallinita ciega. Ha llegado el momento de jugar al ajedrez. —Le da la vuelta al cuchillo y empuja el mango hacia mí—. Sácamelo.
No sé qué decir. Me quedo mirando con cara de tonto el cuchillo.
—Los implantes, Zombi —me explica, dándome en el pecho con un dedo—. Tenemos que sacárnoslos. Tú me sacas el mío y yo te saco el tuyo.
—Hacha —respondo tras aclararme la garganta—, no podemos extraerlos. —Dedico un segundo a buscar la razón más convincente, pero solo se me ocurre una—: Si no regresamos al punto de encuentro, ¿cómo nos localizarán?
—Joder, Zombi, ¿es que no has escuchado nada de lo que te he dicho? ¿Y si ellos no son nosotros? ¿Y si son «ellos»? ¿Y si todo esto ha sido una mentira?
Estoy a punto de perder los nervios. Vale, más que a punto.
—¡Por amor de Dios, Hacha! ¿No te das cuenta de lo demenci… de lo estúpido que suena eso? ¿Que el enemigo nos rescate, nos entrene y nos dé armas? Vamos, déjate de tonterías, tenemos que hacer nuestro trabajo. Puede que no te guste, pero soy tu oficial al mando…
—De acuerdo —responde con mucha calma, con toda la tranquilidad de la que yo carezco ahora—. Lo haré yo misma.
Se lleva la hoja del cuchillo a la nuca e inclina la cabeza, pero le arrebato el cuchillo de la mano. Ya basta.
—Retírate, soldado —digo mientras arrojo el cuchillo a las profundas sombras de la otra punta del cuarto y me levanto. Estoy temblando; me tiembla todo, hasta la voz—. Si tú quieres tener en cuenta todas las posibilidades, me parece genial. Quédate aquí hasta que vuelva. Mejor aún, mátame ya. A lo mejor nuestros amos alienígenas han descubierto la forma de ocultarte mi infestación. Y cuando termines conmigo, vuelve a cruzar la calle y mátalos a todos, métele una bala en la cabeza a Tacita, ¿por qué no? Podría ser el enemigo, ¿no? ¡Pues vuélale los sesos! Es la única respuesta, ¿verdad? Matar a todos o arriesgarte a que te mate cualquiera.
Hacha no se mueve ni dice nada durante un buen rato. La nieve entra por la ventana rota, y los copos adquieren un intenso color carmesí, a la luz de los restos ardientes del camión.
—¿Seguro que no juegas al ajedrez? —me pregunta. Después se pone de nuevo el fusil en el regazo y pasa el índice por el gatillo—. Vuélvete, Zombi.
Estamos al final del camino oscuro, y resulta que es un callejón sin salida. Ya no me queda nada que se parezca ni de lejos a un argumento convincente, así que le suelto lo primero que se me pasa por la cabeza.
—Me llamo Ben.
—Un nombre de mierda —responde ella sin perder un segundo—. Prefiero Zombi.
—¿Cómo te llamas? —pregunto, sin rendirme.
—Esa es una de las cosas que no importan. Hace mucho tiempo que no importa, Zombi.
Acaricia el gatillo, despacio, muy despacio. Es hipnótico, marea.
—Vale, tengo otra propuesta —digo, en busca de una salida—. Te saco el dispositivo, y tú me prometes no matarme.
Así la mantengo de mi parte, porque prefiero enfrentarme a una docena de francotiradores que a un Hacha en plan Dorothy. Me imagino mi cabeza estallando en mil pedazos, como las de las siluetas de contrachapado del campo de tiro.
Ella ladea la cabeza, y la comisura de sus labios se arquea insinuando algo que no llega a ser una sonrisa.
—Jaque.
Le ofrezco una sonrisa de las buenas, la vieja sonrisa de Ben Parish, la que me servía para conseguir casi todo lo que quería. Bueno, no casi; estoy siendo modesto.
—¿Ese jaque es un sí o es que me estás dando una lección de ajedrez?
Ella aparta el arma y me da la espalda. Inclina la cabeza y se aparta el sedoso pelo negro del cuello.
—Las dos cosas.
Oigo el fusil de Bizcocho, pum, pum, pum, y la respuesta del francotirador. Su concierto improvisado sigue sonando mientras me arrodillo detrás de Hacha con el cuchillo en la mano. Parte de mí está más que dispuesta a seguirle la corriente si eso nos mantiene vivos tanto a mí como al resto de la unidad. La otra parte de mí grita en silencio: «¿No es eso como darle una galleta a un ratón? ¿Qué me pedirá después, una inspección física de mi corteza cerebral?».
—Relájate, Zombi —me dice tranquilamente en voz baja: vuelve a ser Hacha—. Si los dispositivos no son nuestros, seguramente no es buena idea tenerlos dentro. Si lo son, la doctora Pam puede volver a implantárnoslos cuando regresemos, ¿de acuerdo?
—Jaque y mate.
—Jaque mate —me corrige.
La piel de su largo y elegante cuello está fría cuando la toco para explorar la zona de debajo de la cicatriz en busca del bulto. Me tiembla la mano. «Tú síguele la corriente. Seguramente te supondrá un consejo de guerra y pasarte el resto de tu vida pelando patatas, pero al menos estarás vivo».
—Con delicadeza —me susurra.
Inspiro profundamente y presiono la diminuta cicatriz con la punta de la hoja. Veo brotar un hilo de sangre de un rojo brillante que aún lo parece más sobre su piel nacarada. Ella ni siquiera se mueve, pero tengo que preguntarle:
—¿Te hago daño?
—No, me encanta.
Le saco el implante del cuello con la punta del cuchillo, y Hacha deja escapar un gruñidito. La cápsula se pega al metal, sellada con una gotita de sangre.
—Bueno —dice, volviéndose. La casi sonrisa ya casi está ahí—. ¿A ti te ha gustado?
No respondo, no puedo. Pierdo el habla. El cuchillo se me cae de la mano. Estoy a medio metro de ella, mirándola a la cara, pero su cara no está, no la veo a través del ocular.
La cabeza de Hacha se ha iluminado con un fuego verde cegador.