Señalo el terraplén que conduce a la orilla.
—Bajad hasta ese paseo —le digo a Hacha—. Y no me esperéis.
Ella sacude la cabeza, con el ceño fruncido, así que me agacho y me pongo todo lo serio que puedo.
—Creía que te había pillado con el comentario del zombi. Al final conseguiré arrancarte una sonrisa, soldado.
No sonríe.
—No lo creo, señor.
—¿Tienes algo en contra de las sonrisas?
—Fue lo primero que perdí.
Entonces, la nieve y la oscuridad se la tragan. El resto del pelotón la sigue. Oigo a Tacita gemir entre dientes mientras Dumbo la dirige y le susurra:
—Taza, cuando estalle, tú corre con todas tus fuerzas, ¿vale?
Me agacho al lado del tanque de combustible del camión y cojo la tapa metálica mientras rezo para que, contra todo pronóstico, este mamotreto esté lleno hasta los topes… O, mejor, para que esté medio lleno, porque con los vapores el petardazo será aún mayor. No me atrevo a prender fuego a la carga, pero los pocos litros de diésel que guarde debajo deberían hacerlo estallar. Espero.
La tapa está helada.
La golpeo con la culata del fusil, la sujeto con ambas manos y la hago girar con todas mis fuerzas. Se suelta con un silbido acre y satisfactorio.
Tendré diez segundos. ¿Debería contarlos? No, a la mierda.
Tiro de la anilla de la granada, la dejo caer en el agujero y salgo disparado colina abajo. Dejo un remolino de nieve a mi paso. El pie se me engancha en algo y bajo dando tumbos el resto del camino hasta que aterrizo de culo en el fondo y me golpeo la cabeza contra el asfalto del paseo. Veo la nieve dándome vueltas sobre la cabeza y huelo el río, y entonces oigo un ruidito. El camión cisterna pega un salto de medio metro, y después aparece una maravillosa bola de fuego que se refleja en la nieve que cae, un miniuniverso de diminutos soles. Me levanto y corro resoplando colina arriba, sin ver a mi equipo por ninguna parte. Noto el calor en la mejilla izquierda al llegar a la altura del camión, que todavía está de una pieza, con el depósito intacto. Soltar la granada dentro del depósito de combustible no ha bastado para prender fuego a la carga. ¿Lanzo otra? ¿Sigo corriendo? El francotirador, cegado por el estallido, se habrá arrancado las gafas de visión nocturna, pero no estará ciego por mucho tiempo.
Ya estoy en el cruce, en el bordillo, cuando la gasolina prende. Con el estallido, salgo despedido hacia delante, paso por encima del primer infestado que derribó Hacha y atravieso las puertas de cristal del edificio de oficinas. Oigo algo que se rompe, y espero que sean las puertas y no alguna parte importante de mi cuerpo. Me llueven encima unos enormes fragmentos serrados de metal, trozos del depósito destrozados por el estallido que han salido disparados a la velocidad de una bala para aterrizar a cientos de metros de distancia. Oigo gritar a alguien mientras me tapo la cabeza con las manos y me hago un ovillo para intentar abultar lo menos posible. El calor es increíble, como si el sol me hubiese tragado.
El cristal que tengo detrás se hace añicos… por culpa de una bala de gran calibre, no por la explosión. «A media manzana del aparcamiento, vamos, Zombi». Y corro todo lo que puedo hasta que me encuentro a Umpa tirado en la acera, con Bizcocho de rodillas a su lado, tirándole del hombro, con el rostro contraído en un llanto silencioso. Fue a Umpa al que oí gritar después del estallido del depósito, y tardo solo un segundo en averiguar el porqué: tiene un trozo de metal del tamaño de un Frisbee clavado en la parte baja de la espalda.
Empujo a Bizcocho hacia el aparcamiento («¡Vamos!») y me echo el redondo cuerpecito de Umpa al hombro. Esta vez sí oigo los disparos del fusil —dos segundos después de que el tirador del otro lado de la calle haya disparado— y un trozo de hormigón se desprende de la pared que tengo detrás.
Un muro de hormigón que me llega a la altura de la cintura separa la primera planta del aparcamiento de la acera. Paso a Umpa al otro lado del muro, lo salto y me agacho. Clonc, un trozo de pared del tamaño de un puño salta hacia mí. Agachado junto a Umpa, levanto la mirada y veo que Bizcocho va hacia las escaleras. Bueno, mientras no haya otro francotirador en este edificio y el infestado que huyó no se haya refugiado aquí también…
El primer vistazo a la herida de Umpa no es nada alentador. Cuanto antes lo lleve con Dumbo, mejor.
—Soldado Umpa —le susurro al oído—. No tiene permiso para morirse, ¿entendido?
Él asiente con la cabeza, inhala el aire helado y espira el aire que ha calentado su cuerpo. Sin embargo, está tan blanco como la nieve que flota a la luz dorada del fuego. Me lo vuelvo a echar al hombro y troto hacia las escaleras intentando agacharme el máximo sin llegar a perder el equilibrio.
Subo los escalones de dos en dos hasta llegar a la tercera planta, donde encuentro a la unidad en cuclillas, detrás de la primera fila de coches, a varios metros de la pared que da al edificio del francotirador. Dumbo está arrodillado al lado de Tacita, haciéndole algo en la pierna. El uniforme de la niña está rasgado, y veo el feo corte rojo que le ha dejado una bala en la pantorrilla. Dumbo le pone una venda en la herida, se la pasa a Hacha y corre hacia Umpa. Picapiedra sacude la cabeza, mirándome.
—Te dije que debíamos abortar —dice; la malicia le brilla en los ojos—. Mira lo que ha pasado.
No le hago caso y me vuelvo hacia Dumbo.
—¿Qué?
—No pinta bien, sargento.
—Pues haz que lo sea.
Miro a Tacita, que ha ocultado la cabeza en el pecho de Hacha y gime en voz baja.
—Es superficial, puede moverse —me informa Hacha.
Asiento. Umpa, derribado. Tacita, con un disparo. Picapiedra a punto de amotinarse. Un francotirador al otro lado de la calle y cien o más de sus mejores amigos de camino a la fiesta. Necesito una idea genial y la necesito ya.
—Sabe dónde estamos, lo que significa que no podemos quedarnos aquí mucho tiempo. Mira a ver si puedes derribarlo.
Hacha asiente con la cabeza, pero no logra quitarse a Tacita de encima. Extiendo las manos, manchadas con la sangre de Umpa. «Dámela a mí». Una vez en mis brazos, Tacita se revuelve contra mi camisa. No me quiere. Hago un gesto con la cabeza para señalar la calle y le digo a Bizcocho:
—Bizcocho, ve con Hacha. Derribad a ese hache de pe.
Hacha y Bizcocho se agachan entre dos coches y desaparecen. Acaricio la cabeza desnuda de Tacita (ha perdido la gorra en algún punto del camino) y observo a Dumbo mientras tira con delicadeza del fragmento de metal que Umpa tiene clavado en la espalda. Umpa aúlla de dolor y araña el suelo. Dumbo, vacilante, me mira. Asiento con la cabeza. Tiene que sacárselo.
—Deprisa, Dumbo, hacerlo despacio es peor.
Así que tira.
Umpa se dobla por la mitad, y los ecos de sus gritos salen disparados como cohetes por el aparcamiento. Dumbo tira a un lado el trozo de metal y apunta con la linterna la herida abierta.
Tras hacer una mueca, pone a Umpa boca arriba. El niño tiene la camisa empapada de sangre. Dumbo se la raja y deja al aire la herida de salida: la metralla le ha entrado por la espalda y se ha abierto paso hasta el otro lado.
Picapiedra aparta la vista, se arrastra unos metros, arquea la espalda y vomita. Tacita se queda muy quieta, observándolo todo. Va a sufrir una conmoción. Tacita, la que gritaba más fuerte en los simulacros de ataque del patio. Tacita, la más sanguinaria, la que cantaba más fuerte en P&E. La estoy perdiendo.
Y estoy perdiendo a Umpa. Dumbo le tapona la herida de las tripas con gasas, intentando detener la hemorragia, mientras busca mi mirada.
—¿Cuáles son sus órdenes, soldado? —le pregunto.
—No… no voy a…
Dumbo arroja a un lado la venda manchada de sangre y pone una nueva sobre el estómago de Umpa. Me mira a la cara: no hace falta que diga nada. Ni a mí, ni a Umpa.
Me quito a Tacita del regazo y me arrodillo al lado de Umpa. El aliento le huele a sangre y a chocolate.
—Es porque estoy gordo —dice, medio ahogado.
Ha empezado a llorar.
—Guárdate esa mierda —respondo con dureza.
Susurra algo, así que acerco la oreja a su boca.
—Me llamo Kenny —me dice, como si fuese un secreto terrible que temiera contar.
Entonces, sus ojos se vuelven hacia el techo. Y se va.