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El mundo está gritando.

Eso es lo que parece, aunque en realidad se trata del viento helado que atraviesa a toda velocidad la compuerta abierta del Black Hawk. En el momento cumbre de la plaga, cuando la gente moría a centenares todos los días, a veces los aterrorizados residentes de la ciudad de las tiendas de campaña arrojaban al fuego por error a personas inconscientes, y cuando las llamas abrasaban sus cuerpos con vida no solo oíamos sus gritos, sino que los sentíamos como un puñetazo en el corazón.

Hay cosas que es imposible dejar atrás; no pertenecen al pasado, te pertenecen a ti.

El mundo está gritando. Muere abrasado por las llamas.

Desde las ventanillas del helicóptero se ven los incendios que salpican el oscuro paisaje, manchas ámbar sobre un fondo oscuro cuyo número va creciendo conforme nos acercamos a las afueras de la ciudad. No son piras funerarias, sino fruto de las tormentas de verano, y los vientos otoñales transportaron las brasas candentes a nuevos pastos, porque había mucho que consumir, la despensa estaba llena. El mundo arderá durante muchos años. Arderá hasta que yo alcance la edad de mi padre, si es que llego a vivir tanto.

Volamos bajo, tres metros por encima de la copa de los árboles, equipados con algún tipo de tecnología que amortigua el ruido de los rotores. Avanzamos camino del centro de Dayton desde el norte. Está nevando un poco, y los copos titilan alrededor de los incendios de abajo como un halo dorado que desprende luz sin iluminar nada.

Le doy la espalda a la ventana y veo a Hacha al otro lado del pasillo, mirándome. Levanta dos dedos. Asiento. Dos minutos para saltar. Me bajo la cinta de la cabeza para colocar la lente sobre el ojo izquierdo y ajusto la correa.

Hacha señala a Tacita, que ocupa el asiento que tengo al lado. El ocular se le resbala continuamente. Le ajusto la correa, ella levanta el pulgar, y entonces noto que me sube la bilis a la garganta. Siete años. Por Dios bendito. Me inclino sobre ella y le grito al oído:

—Quédate a mi lado, ¿entendido?

Tacita sonríe, sacude la cabeza y señala a Hacha. «¡Me quedo con ella!». Me río, Tacita no tiene un pelo de tonta.

El Black Hawk sobrevuela el río; pasamos a pocos metros del agua. Hacha está comprobando su arma por enésima vez. A su lado, Picapiedra da golpecitos con el pie en el suelo, mirando hacia delante.

Después está Dumbo, que hace inventario de su equipo médico, y Umpa, que agacha la cabeza para intentar ocultar que se está zampando una última chocolatina.

Y, finalmente, está Bizcocho, con la cabeza gacha y las manos cruzadas sobre el regazo. Reznik lo llamó Bizcocho porque decía que era blando y dulce. A mí no me parece ninguna de las dos cosas, sobre todo cuando está en el campo de tiro. Hacha suele ser mejor tiradora, pero he visto a Bizcocho derribar seis dianas en seis segundos.

«Sí, dianas. Siluetas de seres humanos recortadas en contrachapado. Ya veremos cómo será su puntería cuando se trate de personas de verdad. Ya veremos cómo será la puntería de todos nosotros».

Increíble. Somos la vanguardia. Siete niños que hace seis meses no eran más que, bueno, niños; ahora somos el contragolpe a un ataque que dejó siete mil millones de muertos.

Hacha me mira de nuevo. Cuando el helicóptero inicia el descenso, se desabrocha el arnés y, tras salir al pasillo, me pone las manos en los hombros y me grita a la cara:

—¡Recuerda el círculo! ¡No vamos a morir!

Bajamos en picado a la zona de salto. El helicóptero no aterriza, se queda flotando a pocos centímetros del césped helado mientras el pelotón salta. Desde la compuerta abierta, miro atrás y veo que Tacita tiene problemas para liberarse de su arnés. Entonces consigue soltarse y salta por delante de mí. Soy el último. En la cabina, el piloto vuelve la vista atrás, levanta el pulgar, y yo le devuelvo la señal.

El Black Hawk sale disparado por el cielo nocturno, de vuelta al norte, y su fuselaje negro se funde rápidamente con las nubes oscuras, que acaban por tragárselo y hacerlo desaparecer.

Los rotores han limpiado de nieve el aire del parquecito que hay junto al río. Cuando el helicóptero se va, la nieve regresa y se arremolina, furiosa, a nuestro alrededor. El silencio repentino que sustituye al aullido del viento es ensordecedor. Justo delante de nosotros se yergue una enorme sombra humana: la estatua de un veterano de la guerra de Corea. A la izquierda de la estatua está el puente y, al otro lado, diez manzanas al suroeste, el antiguo juzgado en el que varios infestados han reunido un arsenal de armas automáticas y lanzagranadas, además de misiles Stinger FIM-92. Los Stingers son la razón de que estemos aquí. Los ataques han devastado nuestra capacidad aérea y es esencial proteger los pocos recursos que nos quedan.

Nuestra misión tiene dos objetivos: destruir o capturar todo el armamento enemigo y acabar con la infestación.

Acabar con el personal infestado.

Hacha va delante: es la que tiene mejor vista. La seguimos, dejamos atrás la estatua de expresión severa y nos disponemos a cruzar el puente; Picapiedra, Dumbo, Umpa, Bizcocho, Tacita, y yo en la retaguardia. Avanzamos entre los coches parados que parecen surgir de detrás de una cortina blanca, cubiertos por tres estaciones de escombros. Algunos tienen las ventanas reventadas, están cubiertos de grafiti y los han despojado de cualquier cosa de valor, pero ¿qué valor tienen ya las cosas? Tacita corre delante de mí con sus torpes pasitos de bebé. Ella sí que es valiosa. Esto es lo más importante que he sacado de la Llegada: al matarnos, nos enseñaron que dar importancia a las cosas materiales es una auténtica idiotez. ¿El dueño de ese BMW? Está en el mismo sitio que la dueña de ese Kia.

Nos detenemos justo antes de llegar a Patterson Boulevard, en el extremo sur del puente. Nos agachamos al lado del parachoques delantero aplastado de un todoterreno y examinamos la calle que tenemos por delante. La nieve reduce la visibilidad y solo alcanzamos a distinguir media manzana. Es posible que nos lleve un buen rato. Consulto el reloj: cuatro horas para que nos recojan en el parque.

Hay un camión cisterna parado en medio del cruce, a unos veinte metros de nosotros, y obstaculiza la visión de la parte izquierda de la calle. Aunque no lo veo, gracias a la reunión informativa sé que hay un edificio de cuatro plantas a ese lado, un estupendo puesto de vigilancia si quisieran controlar el puente. Le hago un gesto a Hacha para que, al abandonar el puente, avance por la derecha y se mantenga tras el camión que nos protege del edificio.

Ella se detiene en seco junto al parachoques delantero del camión cisterna y se tira al suelo. El pelotón la imita, y yo avanzo a rastras para unirme a ella.

—¿Qué ves? —susurro.

—Tres, a las dos en punto.

Echo un vistazo al edificio del otro lado de la calle a través del ocular. Medio ocultas por la cortina algodonosa de nieve, tres manchas de luz verde avanzan por la acera aumentando de tamaño a medida que se acercan al cruce. Lo primero que pienso es: «Joder, estas lentes funcionan de verdad». Lo segundo: «Joder, infestados, y vienen derechitos hacia nosotros».

—¿Patrulla? —pregunto a Hacha.

—Seguramente han avistado el helicóptero y van a comprobar de qué se trata —responde, encogiéndose de hombros.

Está tumbada boca abajo, con los infestados a tiro, esperando la orden de disparar. Las manchas verdes siguen creciendo; ya han llegado a la esquina de enfrente. Apenas distingo sus cuerpos debajo de las luces verdes que llevan sobre los hombros. Es un efecto raro, discordante, como si sus cabezas estuvieran envueltas en un fuego verde iridiscente que da vueltas.

«Todavía no. Si empiezan a cruzar, da la orden».

A mi lado, Hacha respira profundamente, contiene el aliento y espera con paciencia la orden, como si fuese capaz de esperar mil años. La nieve le cae sobre los hombros y se le pega al pelo. Tiene la punta de la nariz muy roja.

El momento se alarga. ¿Y si hay más de tres? Si hacemos notar nuestra presencia, a lo mejor salen cientos de ellos de una docena de escondites distintos. ¿Atacar o esperar? Me muerdo el labio inferior mientras repaso las opciones.

—Los tengo —dice, malinterpretando mi indecisión.

Al otro lado de la calle, las manchas de luz verde están quietas, agrupadas como si conversaran. No distingo si miran hacia aquí, pero estoy convencido de que no son conscientes de nuestra presencia. Si lo fueran, cargarían contra nosotros, dispararían, se cubrirían, harían algo. Contamos con el factor sorpresa y tenemos a Hacha. Aunque falle el primer disparo, no fallará los demás. En realidad, es una decisión sencilla.

Entonces ¿por qué no la tomo?

Hacha debe de estar preguntándose lo mismo, ya que me mira y susurra:

—¿Zombi? ¿Cuál es la orden?

Estas son mis órdenes: «Acabar con todo el personal infestado». Pero el instinto me dice otra cosa: «No te apresures, no fuerces la situación. A ver cómo se desarrolla». Y aquí estoy yo, atrapado en el medio.

Un instante antes de que nuestros oídos perciban el disparo del fusil de gran calibre, la acera se desintegra a medio metro de nosotros, soltando una lluvia de nieve sucia y hormigón pulverizado. Eso resuelve mi dilema rápidamente. Las palabras vuelan de mis labios como si el viento helado me las arrancara de los pulmones.

—¡Derríbalos!

La bala de Hacha acierta en una de las oscilantes luces verdes, y la luz se apaga. Una luz sale corriendo a nuestra derecha. Hacha mueve el cañón hacia mi cara, me agacho, dispara, y la segunda luz se apaga. La tercera parece encogerse al alejarse a toda velocidad por la calle, de vuelta por donde había venido.

Me pongo en pie de un salto: no puedo permitir que dé la alarma. Hacha me agarra por la muñeca y tira de mí hacia el suelo.

—¿Qué haces, Hacha…?

—Es una trampa —contesta, señalando la cicatriz de quince centímetros del suelo—. ¿No lo has oído? No han sido ellos, ha salido de allí —explica, señalando con la cabeza el edificio de enfrente—. A la izquierda. A juzgar por el ángulo, de muy arriba, quizá del tejado.

Sacudo la cabeza: ¿un cuarto infestado en el tejado? ¿Cómo sabía que estábamos aquí? Y ¿por qué no ha avisado a los demás? Estamos escondidos detrás del camión, lo que significa que debe de habernos visto en el puente. Es decir, nos ha visto y se ha esperado hasta que hemos quedado fuera de su campo visual, donde no había modo de que pudiera darnos: no tiene sentido.

Y Hacha, como si me leyera la mente, va y dice:

—Supongo que por eso hablan de «la niebla de la guerra».

Asiento con la cabeza. Las cosas se están complicando demasiado y a marchas forzadas.

—¿Cómo nos ha visto cruzar? —pregunto.

—Debe de tener visión nocturna —responde, sacudiendo la cabeza.

—Entonces, estamos jodidos —digo, porque nos tiene localizados y al lado de miles de litros de gasolina—. Disparará al camión.

—Con una bala, no, Zombi. Eso solo funciona en las pelis —dice ella, encogiéndose de hombros.

Me mira, esperando mi decisión.

Junto con el resto del pelotón. Vuelvo la vista atrás, y, con ojos grandes y saltones, ellos me devuelven la mirada desde la oscuridad nevada. Tacita se muere de frío o tiembla de puro terror. Picapiedra tiene el ceño fruncido, y es el único que habla y me hace saber lo que piensan todos:

—Atrapados. Abortamos, ¿no?

Tentador, pero suicida. Si el francotirador no nos derriba en la retirada, lo harán los refuerzos, que ya deben de estar en camino.

La retirada no es una opción. Avanzar no es una opción. Quedarse aquí no es una opción. No hay opciones.

«Huir = morir. Quedarse = morir».

—Hablando de visión nocturna —gruñe Hacha—, ya podían haber pensado en eso antes de meternos en esta misión. Estamos completamente a ciegas.

Me quedo mirándola. «Completamente a ciegas. Bendita seas, Hacha».

Ordeno al pelotón que cierren filas a mi alrededor y susurro:

—En la siguiente manzana, a mano derecha, pegado a la parte de atrás del edificio de oficinas, hay un aparcamiento. —O debería haberlo, según el mapa—. Subid a la tercera planta. De dos en dos. Picapiedra con Hacha, Bizcocho con Umpa, Dumbo con Tacita.

—¿Y tú? —pregunta Hacha—. ¿Quién es tu compañero?

—No lo necesito: soy un zombi.

Ya llega la sonrisa. Espera, que llega.